Pasé la noche con Pía en una de las islas flotantes, donde yo, que tantas veces había entrado en Thecla estando ella desencadenada pero presa, entré en Pía mientras estaba encadenada pero libre. Después ella descansó en mi pecho y lloró de alegría; no tanto la alegría que obtuvo de mí, pienso, como la de la libertad, aunque entre sus parientes isleños, que no tenían más metal que el que conseguían comerciando o saqueando a los de la costa, no hubiera un herrero capaz de romper los grillos.
He oído decir a hombres que han conocido muchas mujeres que al fin llegan a descubrir semejanzas en la manera de amar de algunas, y por primera vez mi experiencia me decía que era cierto, pues, con esa boca hambrienta y ese cuerpo dúctil, Pía me recordó a Dorcas. Pero en cierta medida también era falso; Dorcas y Pía eran parecidas en el amor como a veces son parecidos los rostros de las hermanas, pero yo nunca las habría confundido.
Al llegar a la isla yo había estado demasiado exhausto como para poder apreciar sus maravillas, y el anochecer había sido inminente. Incluso ahora, todo lo que recuerdo es que arrastramos la barquita hasta la orilla y entramos en una choza donde uno de nuestros salvadores encendió una pequeña fogata con madera de resaca y aceitó Terminus Est, que los isleños le habían arrebatado al atamán prisionero. ¡Pero cuando Urth volvió de nuevo el rostro hacia el sol, fue extraordinario apoyar una mano en el gracioso tronco del sauce y sentir que la isla entera se mecía bajo mis pies!
Nuestros anfitriones nos prepararon pescado para el desayuno; no habíamos acabado cuando llegó un bote con otros dos isleños que traían más pescado y unas raíces que yo no había probado nunca. Los asamos en las brasas y los comimos calientes. Más que a cualquier otra cosa, se me ocurre, sabían a castañas. Llegaron tres botes más, luego una isla con cuatro árboles y unas velas cuadradas combadas por el viento y aparejadas en las ramas de cada uno, de modo que vista de lejos parecía una flotilla. El capitán era un hombre mayor, lo más cercano a un jefe que tenían los isleños. Se llamaba Llibio. Cuando Pía me lo presentó, me abrazó como los padres abrazan a los hijos, algo que nadie me había hecho antes.
Cuando nos separamos, todos los demás, Pía incluida, se alejaron para permitirnos hablar en privado si no subíamos la voz; algunos fueron a la choza y el resto (en total unos diez) al otro lado de la isla.
—He oído que eres un gran luchador, y matador de hombres —empezó Llibio.
Le respondí que efectivamente era matador de hombres, pero no grande.
—Sí, así son las cosas. Todo hombre lucha hacia atrás… para matar a otros. Pero su victoria no estriba en matar a otros sino en matar ciertas partes de sí mismo.
Para demostrar que lo comprendía, dije:
—Has de haber matado las peores partes de tu ser. Tu gente te ama.
—Ni siquiera en eso se puede confiar. —Hizo una pausa, observando el agua.— Somos pobres y pocos, y alguna gente ha escuchado a otro en estos años… —Meneó la cabeza.
—He viajado mucho, y he observado que generalmente los pobres son más juiciosos y virtuosos que los ricos.
Sonrió. —Eres amable. Pero nuestra gente es tan juiciosa y virtuosa que está preparada para morir. Nunca hemos sido muy numerosos, y el invierno pasado perecieron muchos cuando se heló buena parte del agua.
—No había pensado en lo difícil que ha de ser el invierno para tu gente, sin lana ni pieles. Pero ahora que me lo señalas, tiene que ser muy duro.
El anciano sacudió la cabeza. —Nos engrasamos, lo cual ayuda mucho, y las focas nos dan mejores capotes que los que usan en la costa. Pero cuando llega el hielo las islas no pueden moverse, y los de la costa no necesitan botes para llegar, y entonces nos atacan con todo su poder. En el verano los combatimos cuando vienen a llevarse nuestra pesca. Pero en el invierno ellos llegan por el hielo en busca de esclavos, y nos matan.
Entonces pensé en la Garra, que el atamán me había arrebatado y había enviado al castillo, y dije: —Los de tierra firme obedecen al señor del castillo. Tal vez si ustedes hicieran la paz con él, les ordenaría que dejaran de atacarlos.
—En una época, cuando yo era joven, estas rencillas se llevaban dos o tres vidas al año. Luego llegó el constructor del castillo. ¿Conoces la historia? Negué con la cabeza.
—Venía del sur, de donde según me cuentan también vienes tú. Tenía muchas cosas que los de la costa necesitaban, como plata y telas, y muchas herramientas bien forjadas. Bajo su dirección ellos edificaron el castillo. Eran los padres y abuelos de los que ahora son el pueblo de la costa. Trabajaron para él con las herramientas, y como había prometido, les permitió conservarlas cuando se acabó el trabajo, y les dio muchas cosas más. Mientras trabajaban, el padre de mi madre fue a verlos y les preguntó si no se daban cuenta de que estaban poniéndose un señor por encima, pues el constructor del castillo podía hacer con ellos lo que se le antojara y luego retirarse detrás de los fuertes muros que ellos habían construido, donde nadie podría alcanzarlo. Ellos se rieron del padre de mi madre y dijeron que eran muchos, lo cual era cierto, y el constructor del castillo uno solo, lo cual también era cierto.
Le pregunté si alguna vez había visto al constructor, y en ese caso, cómo era.
—Una vez. Estaba sobre una roca hablando con gente de la costa cuando yo pasé en mi barca. Puedo decirte que era un hombre bajito, un hombre que si hubieras estado allí, no te habría llegado más arriba del hombro. Ningún hombre así inspira miedo. —Llibio volvió a callar, los opacos ojos puestos no en el agua sino en tiempos muy pasados.— Y sin embargo el miedo llegó. Se completó la muralla exterior, y los de la costa volvieron a su caza, su pesca y sus rebaños. Luego el principal de ellos vino a nosotros y dijo que les habíamos robado animales y niños, y que si no se los devolvíamos nos destruirían.
Llibio me miró a la cara y me agarró la mano con una de las suyas, dura como madera. En ese momento, viéndolo, vi también los años desvanecidos. En aquel entonces tienen que haber parecido harto sombríos, aunque el futuro que habían generado —el futuro en donde yo estaba sentado con él, la espada sobre el regazo, oyendo su historia— era más sombrío aún de lo que él pudiera haber imaginado. Con todo, había alegría para él en esos años; había sido un joven fuerte, y aunque tal vez no estuviera pensándolo, sus ojos recordaban.
—Les dijimos que nosotros no devorábamos niños ni necesitábamos esclavos ni teníamos pasto para los animales. Quizá ya entonces sabían que no habíamos sido nosotros, porque no vinieron a hacernos la guerra. Pero cada vez que nuestras islas se acercaban a la costa, por las noches escuchábamos los gemidos de sus mujeres.
»En esos tiempos, el día siguiente a la luna llena era día de mercado, y algunos de nosotros íbamos a la costa por sal y cuchillos. Cuando llegó el siguiente día de mercado, vimos que los de la costa sabían a dónde habían ido a parar sus niños y sus animales, y murmuraban entre ellos. Entonces les preguntamos por qué no iban al castillo y lo tomaban por asalto, pues eran muchos. Pero en vez de eso agarraron a nuestros niños, y a hombres y mujeres de todas las edades, y los encadenaron fuera de las casas para que los raptaran en lugar de su gente; y hasta los arrastraron a los portones y allí los dejaron atados.
Me atreví a preguntar cuánto hacía que pasaban esas cosas.
—Muchos años… Desde que yo era joven, ya te he dicho. A veces los de la costa lucharon. Más a menudo no. En dos ocasiones vinieron guerreros sureños, enviados por la orgullosa gente de las casas altas de la costa sur. Mientras estuvieron aquí no hubo lucha, pero no sé qué se decía entonces en el castillo. Una vez que estuvo acabado, nadie volvió a ver al constructor.
Aguardó a que yo hablara. Yo tenía la sensación, que he tenido muchas veces hablando con ancianos, de que las palabras que él decía y las que yo oía eran muy diferentes, de que en sus frases había un tropel de indicios, claves e implicaciones tan invisibles para mí como su aliento, como si el Tiempo fuese una especie de espíritu blanco que se interponía entre nosotros y con las mangas colgantes borraba lo que él decía antes de que yo llegara a oírlo.
Por fin arriesgué: —Tal vez haya muerto.
—Ahora vive allí un gigante malvado, pero nadie lo ha visto.
A duras penas pude reprimir una sonrisa. —De todos modos, yo diría que esa presencia tiene que impedir en gran medida que los de la costa ataquen el lugar.
—Hace cinco años se lanzaron sobre él de noche como pececillos sobre un muerto. Incendiaron el castillo y mataron a los que encontraron.
—Entonces ¿siguen en guerra con vosotros sólo por costumbre?
Llibio sacudió la cabeza.
—Este año, después de que se fundió la nieve, volvió la gente del castillo. Traían las manos llenas de regalos: riquezas, y las extrañas armas que tú volviste contra los de la costa. También vinieron otros, pero si son sirvientes o amos es algo que los del lago no sabemos.
—¿Del norte o del sur?
—Del cielo —dijo él, y señaló hacia donde las tenues estrellas colgaban empañadas por la majestad del sol; pensando sin embargo que sólo quería decir que los visitantes habían llegado en naves voladoras, yo no indagué más.
Todo el día continuaron llegando los habitantes del lago. Muchos venían en barcas como la que había seguido a la del atamán; pero otros prefirieron acercar sus islas para unirse a la de Llibio, y al fin nos hallamos en medio de un continente flotante. En ningún momento me pidieron directamente que comandara un ataque contra el castillo. Sin embargo, a medida que pasaba el día me fui dando cuenta de que lo deseaban, y que estaban convencidos de que en efecto los guiaría. En los libros, creo, estas cosas se hacen convencionalmente con discursos feroces; a veces la realidad es distinta. Ellos admiraban mi altura y mi espada, y Pía les había dicho que era representante del Autarca y que me habían enviado a liberarlos. Llibio dijo:
—Aunque los que más sufrimos somos nosotros, los de la costa fueron capaces de apropiarse del castillo. Ellos son más fuertes en la guerra, pero no todo lo que quemaron lo han reconstruido, y no tuvieron un jefe del sur.
Interrogué a él y a otros sobre las tierras vecinas al castillo, y les dije que no atacaríamos hasta que la noche dificultara a los centinelas advertir que nos acercábamos. Aunque no lo expresé, también quería esperar a que la oscuridad impidiera apuntar bien; si el amo del castillo le había dado balas de poder al atamán, era probable que hubiese guardado para él armas mucho más efectivas.
Cuando zarpamos, yo iba a la cabeza de unos cien guerreros, aunque la mayoría sólo tenía lanzas con punta de omóplato de foca, pachos o cuchillos. Inflaría mi amor propio escribir que yo había consentido guiar ese pequeño ejército por sentido de la responsabilidad e interés en su difícil situación, pero no sería cierto. Tampoco fui por miedo a lo que pudiesen hacerme si me negaba, aunque sospechaba que si no lo hacía con diplomacia, simulando dilaciones o ver algún beneficio en que los isleños no combatieran, podía llegar a costarme caro.
La verdad es que sentía una coerción más fuerte que la de ellos. Llibio llevaba alrededor del cuello un pez tallado en un diente; y cuando le pregunté qué era me contestó que era Oannes, y lo tapó con la mano para que yo no lo profanara con los ojos, pues sabía que yo no creía en Oannes, seguramente el dios-pez de ese pueblo.
Yo no creía, pero tenía la sensación de saber todo lo que importaba sobre Oannes. Sabía que debía vivir en las profundidades más oscuras del lago, pero que en las tormentas se lo había visto saltar entre las olas. Sabía que era el pastor de lo profundo, que llenaba las redes de los isleños, y que los asesinos no podían hacerse al agua sin miedo a que Oannes se apareciera por la borda, con los ojos como grandes lunas, a dar vuelta la barca.
Yo no creía en Oannes ni le tenía miedo. Pero sabía, pensé, cuál era su origen; sabía que en el universo hay una potencia que lo penetra todo, y de la cual cada una de las otras es una sombra. Sabía que en último análisis mi concepción de esa potencia era tan risible (y tan seria) como Oannes. Sabía que a ella pertenecía la Garra, y sentía que únicamente de la Garra sabía eso, únicamente de la Garra entre todos los altares y vestiduras del mundo. La había tenido muchas veces en la mano, la había alzado por encima de mí en la Víncula, había tocado con ella al ulano del Autarca, y a la chica enferma de la choza de Thrax. Había poseído el infinito, y había esgrimido su poder; ya no estaba seguro de que fuera a devolvérsela mansamente a las Peregrinas, si es que algún día las encontraba, pero sabía con certeza que no la perdería mansamente a manos de algún otro.
Además, me parecía que en cierto modo había sido elegido para ostentar —aunque sólo fuera por un breve lapso— ese poder. Las Peregrinas lo habían perdido por culpa de una irresponsabilidad mía: permitir que Agia incitara al conductor a correr una carrera; de modo que había sido mi deber cuidarlo, y usarlo, y acaso devolverlo, y sin duda lo era rescatarlo de las manos, manos monstruosas por todo lo que sabía, en las que había caído ahora debido a mi negligencia.
No había pensado, cuando empecé este relato de mi vida, revelar ninguno de los secretos de nuestro gremio que el maestro Palaemon y el maestro Gurloes me impartieron justo antes de ser ascendido, en la fiesta de Sacra Katharine, al grado de oficial. Pero ahora diré uno, porque sin conocerlo es imposible comprender lo que hice esa noche en el lago Diuturna. Y el secreto es simplemente que los torturadores obedecemos. En todo el empinado orden del cuerpo político, la pirámide de vidas inmensamente más alta que cualquier torre material, más alta que el Torreón de la Campana, más alta que el monte Tifón, la pirámide que se extiende desde el Autarca sentado en el Trono del Fénix hasta el más humilde empleado que desentierra cosas para el mercader más infame —una criatura inferior al último de los mendigos—, nosotros somos la única piedra sólida. Nadie obedece realmente a menos que por obediencia haga lo impensable; nadie hace lo impensable salvo nosotros.
¿Cómo podía rehusar al Increado lo que voluntariamente le había dado al Autarca cuando decapité a Katharine?