Esa noche los hombres del lago saquearon el castillo; no me sumé a ellos, ni dormí dentro de los muros. En el centro del bosquecito de pinos donde habíamos celebrado consejo, encontré un lugar tan protegido por las ramas que la alfombra de agujas caídas aún estaba seca. Allí, una vez limpias y vendadas mis heridas, me acosté. A mi lado yacía la empuñadura de la espada que había sido mía, y antes, del maestro Palaemon, de modo que esa noche dormí con algo muerto; pero no me trajo sueños.
Me desperté con la fragancia de los pinos en la nariz. Urth ya había vuelto casi todo su rostro al sol. Me dolía el cuerpo, y los cortes que me habían hecho las astillas de piedra voladoras me picaban y ardían, pero no había conocido un día más cálido desde que había dejado Thrax por el camino alas tierras altas. Salí del bosquecito y vi el lago Diuturna que centelleaba al sol y hierba joven que crecía entre las piedras.
Me senté en una roca salediza, con la muralla del castillo de Calveros a mis espaldas y la extensión azul del lago a mis pies, y por última vez extraje el muñón de la arruinada hoja que había sido TerminusEst de la hermosa empuñadura de plata y ónix. Una espada es su hoja, y TerminusEst ya no existe; pero durante el resto del viaje llevé conmigo esa empuñadura, si bien quemé la vaina de piel humana. Algún día la empuñadura sostendrá otra hoja, aunque no pueda ser tan perfecta ni sea mía.
Besé lo que quedaba de la hoja y la arrojé al agua. Luego empecé a buscar entre las rocas. Sólo tenía una vaga idea de la dirección en que Calveros había tirado la Garra, pero sabía que era hacia el lago, y aunque había visto a la gema pasar por encima de la muralla, pensaba que ni siquiera un brazo como aquél habría podido enviar un objeto tan pequeño lejos de la orilla.
En seguida descubrí, no obstante, que si de verdad había caído en el lago estaba irremisiblemente perdida, pues el agua tenía en todas partes muchas anas de profundidad. Con todo, seguía siendo posible que no hubiese llegado al lago y estuviese metida en una grieta donde no se viera su fulgor.
Así que busqué, temeroso de pedirles ayuda a los hombres del lago, y temeroso también de suspender la búsqueda para descansar o comer y que la recogiera algún otro. Llegó la noche, y el chillido del somorgujo al morir la luz, y los hombres del lago me ofrecieron llevarme a sus islas, pero me negué. Tenían miedo de que aparecieran los de la costa, o de que ya estuvieran organizando un ataque para vengar a Calveros (no me atreví a confiarles la sospecha de que no estaba muerto, de que seguía vivo bajo las aguas del lago), y al final tuve que apremiarlos para que me dejaran solo, gateando todavía entre las afiladas rocas del promontorio.
Por fin me sentí demasiado exhausto para seguir la búsqueda a oscuras y me instalé a esperar el día sobre una laja en declive. De vez en cuando creía ver un azul que fulguraba en alguna grieta cercana o abajo, en el agua; pero cuando alargaba la mano para aferrarlo o intentaba levantarme para ir a mirar desde el borde de la roca, me despertaba sobresaltado, y descubría que había sido un sueño.
Cien veces me pregunté si mientras yo dormía bajo los pinos algún otro no habría encontrado la gema, y cien veces me maldije. Cien veces, también, recordé cuánto mejor sería para ella que alguien la encontrara y que no se perdiera para siempre.
Así como la carne matada en verano atrae a las moscas, la corte atrae a sabios, filósofos y a cosmistas espurios que se quedan allí mientras sus bolsillos y su ingenio los mantienen, con la esperanza (al principio) de una cita con el Autarca y (más tarde) de obtener un cargo tutorial en alguna familia encumbrada. A los dieciséis años más o menos, Thecla se sintió atraída, como pienso que a menudo les pasa a las jóvenes, por las conferencias de esa gente sobre teogonía, teodicea y cosas semejantes, y recuerdo una en especial en la que una efeba exponía como verdad definitiva el antiguo sofisma de la existencia de tres Adonai, el de la ciudad (o del pueblo), el de los poetas y el de los filósofos. El razonamiento era que desde el principio de la conciencia humana (si alguna vez hubo tal principio), ha habido en las tres categorías un gran número de personas que se han afanado por penetrar en el secreto de lo divino. Si lo divino no existiera, se habrían dado cuenta hace mucho; si existe, es imposible que la propia Verdad los guíe mal. Pero las creencias del populacho, las visiones de los rapsodas y las teorías de los metafísicos han divergido tanto que pocos de ellos pueden comprender siquiera lo que dicen los otros, y quien no sepa nada de estas ideas bien puede creer que no hay entre ellas la menor relación.
¿No será acaso, preguntaba ella (y ni siquiera ahora estoy seguro de poder contestar), que en vez de viajar al mismo destino por tres caminos, como siempre se ha supuesto, en realidad estén viajando a destinos muy diferentes? Al fin y al cabo, cuando en la vida corriente vemos tres caminos que parten de un mismo cruce no damos por sentado que los tres conducen a la misma meta.
Esta sugerencia me pareció (y me parece) tan racional como repelente, y para mí representa todos los tejidos argumentales monomaníacos, tan cerradamente urdidos que ni el objeto más ínfimo, ni una chispa de luz, pueden escapar a la red en donde pueden caer las mentes humanas, siempre que en un tema sea imposible recurrir a los hechos.
La realidad de la Garra era pues inconmensurable. No había cantidad de dinero, ni acumulación alguna de archipiélagos o imperios que se le pudiera aproximar en valor, así como la multiplicación indefinida de la distancia horizontal no puede servir para igualar la vertical. Si, como creía yo, provenía de fuera del universo, esa luz cuyo tenue brillo yo había visto tantas veces, era en cierto sentido la única que teníamos. Si se la destruía, quedaríamos a tientas en la oscuridad.
Yo pensaba que en los días en que la había tenido la había valorado mucho, pero sentado allí, en esa laja inclinada sobre las anochecidas aguas del lago Diuturna, me di cuenta de lo necio que había sido al llevarla conmigo, en todos mis salvajes enredos y mis locas aventuras, hasta acabar por perderla. Poco antes del alba juré quitarme la vida si no la encontraba antes de que la oscuridad volviese.
No sé si habría cumplido o no el voto. He amado la vida desde que tengo recuerdos. (Fue, creo, el amor a la vida lo que me dio la habilidad que pueda tener en mi arte, porque no soportaba ver extinguirse la llama que yo tanto estimaba si no era con perfección.) Sin duda amaba mi propia vida, mezclada ahora con la de Thecla, tanto como otras. De haber roto el juramento, no habría sido la primera vez.
No me hizo falta. Hacia media mañana de uno de los días más placenteros que he conocido, cuando el sol era una caricia tibia y el chapoteo del agua una música amable, encontré la gema; o lo que quedaba de ella.
Se había hecho trizas en las rocas; había pedazos bastante grandes como para adornar un anillo tetrárquico y astillas no mayores que las partículas brillantes que vemos en la mica, pero nada más. Llorando, junté los fragmentos uno por uno, y cuando comprendí que estaban tan inertes como las joyas que diariamente extraen los mineros, los adornos saqueados a muertos de tiempos lejanos, los llevé al lago y los tiré al agua.
Tres veces bajé hasta el borde del agua con pequeños montones de astillas azuladas en la palma de la mano, y cada vez volví a buscar más al lugar donde había encontrado la gema rota; y al cabo de la tercera algo encontré, incrustado entre dos piedras, de modo que finalmente tuve que ir al bosquecito a buscar unas ramas para soltarlo y pescarlo, algo que no era una gema pero irradiaba una intensa luz blanca, como una estrella.
Lo saqué con más curiosidad que reverencia. Era tan distinto del tesoro que yo había buscado en el promontorio —o al menos tan distinto de los trocitos que había encontrado—, que hasta que lo tuve en la mano casi no se me ocurrió que pudiera haber entre ellos alguna relación. No sé decir cómo es posible que un objeto negro dé luz, pero éste la daba. Podría haber sido una talla en azabache, tan negro era y tan intensamente bruñido; pero relucía: una garra larga como la última articulación de mi meñique, cruelmente curva y puntiaguda, la realidad de ese centro oscuro del corazón de la gema, que no ha sido quizá más que un engarce, una píxide o lipsanoteca.
Largo rato estuve arrodillado de espaldas al castillo, con la mirada que iba y volvía entre ese raro tesoro reluciente y las olas, mientras trataba de aprehender su significado. Viéndola así, sin la cubierta de zafiro, sentí profundamente un efecto que no había notado en otro tiempo, aun antes de que me la arrebataran en la casa del atamán. Cada vez que la miraba, parecía que se me borraba el pensamiento. No como con el vino o ciertas drogas, que incapacitan la mente en ese sentido, sino reemplazándolo por un estado más alto que no sé denominar. Una y otra vez sentía que entraba en ese estado, y me elevaba siempre más hasta que temía no volver nunca al modo de conciencia que llamo normalidad; y una y otra vez me arrancaba de él. Cuando emergía, sentía que había obtenido una inexpresable percepción de inmensas realidades.
Por último, tras una larga serie de audaces avances y temerosos retrocesos, llegué a comprender que nunca alcanzaría un conocimiento real de la cosa pequeña que tenía en la mano, y con ese pensamiento (porque era un pensamiento) entré en un tercer estado, una obediencia feliz a no sabía qué, una obediencia irreflexiva porque ya no había nada sobre qué reflexionar, y sin la menor sombra de rebelión. Ese estado duró todo ese día y gran parte del siguiente, hasta que me hube adentrado mucho en las colinas.
Aquí me interrumpo, lector, tras haberte llevado de fortaleza a fortaleza: desde la amurallada ciudad de Thrax, que domina el Acis superior, hasta el castillo del gigante, que domina la costa meridional del remoto lago Diuturna. Thrax fue para mí la puerta a las montañas indómitas. Del mismo modo, esta torre solitaria resultaría ser una puerta: el verdadero umbral de la guerra, de la cual había ocurrido allí una mera y aislada escaramuza. Desde aquel momento hasta ahora, esa guerra ha absorbido mi atención casi sin tregua.
Aquí me interrumpo. Si no deseas lanzarte a la lucha a mi lado, lector, no te censuro. No es una lucha fácil.