VI — La biblioteca de la Ciudadela

Iba a responderle cuando una pareja pasó ante la alcoba, el hombre cubierto con un sambenito, la mujer vestida de midinette. Nos miraron apenas, sin detenerse, pero algo — tal vez la inclinación de las dos cabezas juntas, o cierta expresión de los ojos— me dijo que sabían, o sospechaban al menos, que yo no estaba disfrazado. Fingí que no había notado nada, sin embargo, y dije:

—Algo que pertenece a las Peregrinas cayó en mis manos por casualidad. Quiero devolvérselo. —Entonces, ¿no les hará daño? —preguntó Cyriaca—. ¿Puede decirme qué es?

No me atrevía a decirle la verdad, y sabía que, cualquiera que fuese el objeto que nombrara, me pediría que lo mostrase; de modo que dije:

—Un libro… Un viejo libro bellamente ilustrado. No me jacto de saber nada de libros, pero estoy seguro de que tiene importancia religiosa y es muy valioso. —Y saqué de mi esquero el libro marrón de la biblioteca del maestro Ultan que me había llevado al dejar la celda de Thecla.

—Viejo, sí —dijo Cyriaca—. Y no poco enmohecido, por lo que veo. ¿Puedo echarle una mirada?

Se lo di y pasó las páginas al vuelo, y luego se detuvo en un dibujo de los sikinnis, alzándolo para que le diera la lumbre de la lámpara que ardía en un nicho, sobre el diván. En la luz titilante pareció que los hombres astados saltaban de la página, y que los silfos se contorsionaban.

—Yo tampoco sé nada de libros —dijo devolviéndomelo—. Pero tengo un tío que sí sabe, y creo que por éste daría cualquier cosa. Me gustaría que estuviera aquí y pudiera verlo… Aunque quizá sea mejor así, porque probablemente yo trataría de sacárselo de un modo u otro. Cada péntada mi tío viaja tan lejos como viajaba yo con las Peregrinas, nada más que para buscar libros viejos. Ha estado incluso en los archivos perdidos. ¿Ha oído hablar de esos archivos? Meneé la cabeza.

—Lo único que sé es lo que él me contó una vez, cuando bebió de nuestra reserva familiar un poco más que de costumbre, y tal vez no me dijera todo, porque mientras hablábamos me pareció que temía que yo también intentara ir. Y nunca he ido, aunque a veces lo he lamentado. Como sea, en Nessus, muy al sur de la ciudad que visita la mayoría, tan al sur por el gran río que casi todos piensan que la ciudad tendría que haber terminado mucho antes, hay una fortaleza. Hace mucho que todo el mundo la olvidó salvo acaso el autarca —que su espíritu perviva en mil sucesores—, y se supone que está embrujada. Se alza sobre una colina que domina el Gyoll, me contó mi tío, frente a un campo de sepulcros ruinosos, sin nada que defender.

Hizo una pausa y movió las manos, modelando en el aire la colina y la fortaleza. Tuve la impresión de que había contado la historia muchas veces, quizás a sus hijos. Comprendí entonces que realmente tenía edad de ser madre, y de hijos bastante grandes como para haber oído muchas veces aquel cuento y otros. Los años no le habían marcado el rostro terso y sensual; pero el candil de la juventud, que en Dorcas ardía aún con tanto fulgor, que hasta en Jolenta había irradiado una luz clara y ultraterrena, que con tanta firmeza y vivacidad había brillado tras la fuerza de Thecla y alumbrado los brumosos, amortajados senderos de la necrópolis cuando su hermana Thea recogió la pistola de Vodalus al borde de la tumba, se había extinguido en ella hacía tanto que no quedaba ni siquiera el perfume de la llama. Me apiadé.

—Usted ha de conocer la historia de cómo la raza de los días antiguos llegó a las estrellas, y de cómo para hacerlo sus integrantes malvendieron la mitad más salvaje de sí mismos, de modo que dejó de importarles el sabor del viento pálido, el amor y el placer, hacer canciones nuevas y cantar las viejas, y todas las otras cosas animales que creían haber traído con ellos de las selvas húmedas en el fondo de los años… Aunque en realidad, me dijo mi tío, esas cosas los habían traído a ellos. Y usted sabe, o debería saber, que aquellos a quienes vendieron esas cosas, que eran creaciones de sus propias manos, los odiaron de corazón. Yen verdad tenían corazón, aunque los hombres que los habían hecho nunca quisieran reconocerlo. El caso es que decidieron arruinar a sus creadores, y lo hicieron devolviendo, cuando la humanidad se hubo expandido a un millar de soles, todo lo que les habían dejado tanto tiempo atrás.

»Hasta aquí, al menos, usted tiene que conocer la historia. A mí, como acabo de contársela, me la contó una vez mi tío, que la había encontrado en un libro junto con muchas otras. Era un libro que, según creía, nadie había abierto en una quilíada.

»Pero menos conocido es cómo hicieron lo que hicieron. Me acuerdo que cuando era chica me imaginaba a las máquinas malas cavando…, cavando de noche hasta arrancar las raíces retorcidas de los árboles y desenterrar un arcón de hierro que habían enterrado cuando el mundo era muy joven; y cuando rompían el candado del arcón todas las cosas de que hemos hablado salían volando como un enjambre de abejas doradas. Es una locura, pero ni siquiera hoy consigo imaginar cómo pueden haber sido esas máquinas pensantes.

Recordé a Jonas, con los lomos cubiertos de metal ligero y brillante, en lugar de piel, pero no pude imaginármelo desencadenando una plaga que aquejaría a la humanidad, y meneé la cabeza.

—Pero, según mi tío, el libro decía claramente que eso fue lo que hicieron, y que las cosas que dejaron escapar no fueron enjambres de insectos sino un torrente de artefactos de toda clase, destinados a revivir todos aquellos pensamientos que la gente había abandonado porque les resultaba imposible escribirlos en cifras. Desde las ciudades hasta las jarras de crema, la construcción de todo estaba en manos de las máquinas, y tras un millar de vidas enteras de construir ciudades como grandes mecanismos, volvieron a construir ciudades como bancos de nubes antes de una tormenta, y otras como esqueletos de dragones.

—¿Yeso cuándo fue?

—Hace muchísimo tiempo… Mucho antes de que se levantaran las primeras piedras de Nessus.

Le había puesto un brazo sobre los hombros, y ahora ella dejó que su mano se deslizara en mi regazo; sentí el calor y la lenta búsqueda.

—Y en todo lo que hacían siguieron el mismo principio. En la forma de los muebles, por ejemplo, y en el corte de la ropa. Y, como los dirigentes que en otro tiempo habían decidido que la humanidad abandonara los pensamientos simbolizados por las ropas y los muebles y las ciudades, habían muerto hacía mucho, y la gente había olvidado sus rostros y sus máximas, las cosas nuevas les encantaron. Y así, erigido como había estado únicamente sobre el orden, el imperio entero sucumbió.

»Pero aunque el imperio se disolviera, los mundos tardaron mucho tiempo en morir. Al principio, para que los humanos no rechazaran otra vez lo que les estaban devolviendo, las máquinas concibieron espectáculos y fantasmagorías, cuyas representaciones inspiraban a quienes las veían pensamientos sobre la fortuna o la venganza o el mundo invisible. Más tarde dieron a cada hombre o mujer un consejero amigo, invisible para todos los otros ojos. Los niños habían tenido compañeros así desde hacía mucho tiempo.

»Cuando los poderes de las máquinas se debilitaron todavía más —como ellas mismas deseaban—, ya no pudieron mantener aquellos fantasmas en las mentes de sus dueños, ni tampoco construir más ciudades, porque las ciudades que quedaban en pie ya estaban casi vacías.

»Habían alcanzado, me contó mi tío, el punto en el que esperaban que la humanidad se volviera contra ellas y las destruyera; y sin embargo esto no ocurrió, porque a esas alturas, así como en otro tiempo habían sido despreciadas como esclavas o adoradas como demonios, las máquinas eran enormemente amadas.

»Y entonces reunieron a su alrededor a los que más las amaban, y durante largos años les enseñaron todas las cosas que la raza de los hombres había dejado a un lado, y a su tiempo murieron.

»Luego los que habían sido amados por ellas, y que a su vez las habían amado, debatieron cómo se podían preservar las enseñanzas, pues sabían que la especie no volvería a aparecer en Urth. Pero brotaron encarnizadas disputas. No habían aprendido juntos; cada cual, hombre o mujer, había escuchado a una de las máquinas como si no hubiera en el mundo nadie más que ellos dos. Y porque había tantos conocimientos y tan pocos para aprenderlos, las máquinas habían ido enseñándole a cada cual algo diferente.

»Así fue que se dividieron en partidos, y cada partido en dos, y cada uno de éstos en dos de nuevo, hasta que al fin cada individuo quedó solo, incomprendido, denigrado, y denigrando a los demás. Uno a uno se alejaron, fuera de las ciudades que habían albergado a las máquinas o bajo la superficie, salvo unos pocos que por costumbre permanecieron en los palacios montando guardia junto a los cuerpos de las máquinas.

Un sommelier nos trajo copas de vino casi tan claro como el agua, y tan quieto como el agua hasta que algún movimiento de la copa lo despertaba de pronto. Perfumaba el aire como esas flores que nadie ve, las flores que sólo pueden encontrar los ciegos; y beberlo era como beber la fuerza de un corazón de toro. Cyriaca bebió ávidamente, y después de vaciar la copa la arrojó tintineando a un rincón.

—Cuénteme más —le dije— de la historia de los archivos perdidos.

—Cuando la última máquina estuvo fría e inmóvil y cada uno de los que habían aprendido de ellas la ciencia prohibida se separó de los demás, el miedo invadió todos los corazones. Pues todos sabían que eran simples mortales y sobre todo que habían dejado atrás la juventud. Y cada cual veía con pesar que con él moriría el conocimiento que más amaba. Entonces cada uno —suponiendo que era el único que lo hacía— se puso a escribir lo que había aprendido en los largos años de atención a las máquinas que derramaban el oculto saber de las cosas extrañas. Mucho pereció, pero mucho sobrevivió, cayendo a veces en manos de copistas que los vivificaban con añadidos propios o los debilitaban con omisiones… Bésame, Severian.

Aunque mi máscara nos estorbaba, nuestros labios se encontraron. Mientras ella se apartaba, dentro de mí fluyó el pálido recuerdo de los burlones amoríos de Thecla en los seudotirums y tocadores catactonianos de la Casa Absoluta, y dije: —¿No sabes que estas cosas requieren toda la atención de un hombre?

Cyriaca sonrió: —Por eso lo hice… Quería saber si estabas escuchando.

»Bien, durante mucho tiempo —nadie sabe cuánto exactamente, supongo, y además el mundo no estaba entonces tan cerca de la extinción del sol, y tenía más años por delante— aquellos escritos circularon o se corroyeron en cenotafios donde sus autores los habían escondido. Eran fragmentarios, contradictorios y exegéticos. Luego, esperando recobrar el dominio ejercido por el primer imperio, cierto autarca (aunque entonces no se llamaban autarcas) ordenó que los juntasen, y los sirvientes, hombres de túnica blanca, saquearon desvanes y derribaron las androsfinges erigidas en memoria de las máquinas y entraron en los cubículos de mujeres moiraicas muertas largo tiempo atrás. Con el botín se levantó una gran pila en la ciudad de Nessus, que por entonces acababa de construirse, para quemarlo.

»Pero la noche anterior al comienzo de la quema, el autarca de la época, que nunca había tenido los salvajes sueños del dormido sino los meros sueños de dominio del despierto, soñó por fin. Yen su sueño vio los indómitos sueños de la vida y la muerte, de la piedra y el río, de la bestia y el árbol escurriéndosele de las manos para siempre.

»Al llegar la mañana ordenó que no se encendieran las hogueras, y en cambio anunció que se construiría una gran bóveda para albergar todos los volúmenes y rollos reunidos por los hombres de túnica blanca. Pues pensó que si el nuevo imperio que estaba proyectando acababa por fracasar, se retiraría a la bóveda y entraría en los mundos que, a imitación de los antiguos, había resuelto dejar a un lado.

»Como debía ocurrir, el imperio fracasó. El pasado no puede encontrarse en el futuro donde no está: no hasta que el mundo metafísico, que es tanto más extenso y tanto más lento que el físico, complete su revolución y llegue el Sol Nuevo. Pero el autarca no se retiró como tenía planeado a la bóveda y la muralla que había hecho alzar alrededor, pues si una vez el hombre las abandona del todo y para siempre, las cosas salvajes aprenden a reconocer las trampas y es imposible recapturarlas.

»De todos modos, se dice que antes de sellar la bóveda, puso un guardián a cuidarla. Y que cuando aquel guardián vio que acababan sus días en Urth, encontró otro, y éste otro más, de modo que continúan siempre fieles a las órdenes del autarca, pues los colman los salvajes pensamientos que manan de la ciencia conservada por las máquinas, y uno de tales pensamientos es esa fe.

Yo había estado desnudándola mientras hablaba, y besándole los pechos; pero dije: — Los sentimientos de que hablas, ¿desaparecieron del mundo cuando el autarca los encerró? ¿No habré tenido alguna vez noticias de ellos?

—No, porque por mucho tiempo han pasado de mano en mano, impregnando la sangre de todos los pueblos. Además, se dice que a veces el guardián los envía afuera, y aunque al final siempre vuelven, alguien o muchos los leen antes de que se hundan de nuevo en la oscuridad.

—Es una historia maravillosa —dije—. Creo que tal vez yo sepa de ella más que tú, pero nunca la había oído. —Descubrí que tenía piernas largas, y suavemente ahusadas desde los muslos como cojines hasta los finos tobillos; todo su cuerpo, en realidad, estaba modelado para el placer.

Sus dedos tocaron el cierre que me sujetaba la capa a los hombros.

—¿Necesitas quitarte esto? —preguntó—. ¿No nos puede cubrir?

—Puede —dije yo.

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