VIII — En lo alto del acantilado

Dejé los jardines del palacio por uno de los portales que daban a tierra. Había seis soldados de caballería vigilando, sin el menor aire de relajamiento que pocas guardias antes había caracterizado a los dos de la escalinata del río. Uno, cerrando el paso educada pero inconfundiblemente, me preguntó si tenía que irme tan temprano. Me identifiqué y dije que temía que sí, que aún me quedaba trabajo por hacer esa noche (lo que era muy cierto) y que a la mañana siguiente me esperaba además una dura jornada (lo que no lo era menos).

—Pues es usted un héroe. —La voz del soldado sonó un poco más amistosa.— ¿No tiene escolta, Lictor? —Tenía dos clavígeros, pero los despedí. No hay motivo para que no encuentre yo solo el camino a la Víncula.

Otro soldado, que hasta entonces no había hablado, dijo:

—Puede quedarse dentro hasta mañana. Le darán un lugar tranquilo para acostarse.

—Sí, pero no haría mi trabajo. Me temo que debo partir ahora.

El que había estado bloqueándome el paso se apartó.

—Me gustaría mandar un par de hombres a que lo acompañen. Lo haré si espera usted un momento. Tengo que pedirle permiso al oficial de guardia.

—No es necesario —contesté, y partí antes de que pudieran decir algo más. Era evidente que algo, presumiblemente el ejecutor de los asesinatos que había mencionado mi sargento, actuaba en la ciudad; parecía casi seguro que mientras yo estaba en el palacio del arconte había ocurrido otra muerte. La idea me llenó de una agradable excitación; no porque fuera tan tonto como para imaginarme superior a un ataque, sino porque la idea de que me atacaran, de enfrentarme con la muerte esa noche en las oscuras calles de Thrax, aliviaba en parte la depresión que yo habría sentido en circunstancias opuestas. Este terror indeterminado, esa amenaza nocturna sin rostro, era la más temprana de mis pesadillas infantiles; y como tal, ahora que la niñez había quedado atrás, tenía la cualidad íntima que tienen todas las cosas infantiles cuando somos enteramente adultos.

Estaba en la misma margen del río que la choza que había visitado esa tarde, y no necesitaba volver a tomar un barco; pero las calles me eran extrañas y en la oscuridad parecían casi un laberinto construido para confundirme. Varias veces inicié la marcha en falso antes de encontrar el camino angosto que yo buscaba y que trepaba por el risco.

En las viviendas de ambos lados, silenciosas mientras habían esperado a que el poderoso muro de piedra que tenían enfrente se alzara y cubriera el sol, había ahora murmullos de voces, y unas pocas ventanas destellaban a la luz de unas lámparas de grasa. Mientras Abdiesus festejaba abajo, en su palacio, la gente humilde de lo alto del risco también celebraba, con un regocijo que difería del otro sobre todo en que era menos tumultuoso. Oí al pasar los ruidos del amor, lo mismo que los había oído en el jardín del arconte después de dejar a Cyriaca por última vez, y aquí y allá voces de hombres y mujeres conversando tranquilamente, y también bromeando. El jardín del palacio había estado perfumado por la fragancia de las flores, y el aire, refrescado por las fuentes del mismo jardín y por la fuente mayor del frío Acis, que corría justo al lado. Aquí ya no había esos olores; pero una brisa se movía entre las chozas y las cuevas de bocas taponadas, acercando ora un hedor de estiércol, ora el aroma del té o de algún estofado humilde, y sólo a veces el aire limpio de las montañas.

Cuando hube llegado a cierta altura de la cara del acantilado, donde no vivía nadie tan rico como para permitirse más luz que la de un fogón de cocina, me volví a mirar la ciudad, como la había mirado esa tarde —aunque con un ánimo totalmente distinto desde las almenas del castillo de Acies. Se dice que hay en las montañas grietas tan profundas que desde el fondo se ven las estrellas; grietas, pues, que atraviesan enteramente el mundo. Ahora yo sentía que había encontrado una. Era como mirar una constelación, como si toda Urth se hubiera derrumbado y yo estuviera mirando un abismo de estrellas.

Parecía probable que a esas alturas me hubiesen empezado a buscar. Pensé en los dimarchi del arconte apresurándose por las calles silenciosas, quizá llevando antorchas arrebatadas del jardín. Mucho peor era la idea de los clavígeros que hasta ahora había comandado desplegándolos en abanico desde las puertas de la Vincula. Sin embargo, no veía que se movieran luces, y no oía ningún grito ronco y lejano, y si la Vincula estaba alborotada, el alboroto no afectaba la telaraña de calles que cubrían el risco de la otra orilla. Tendría que haberse visto, también, el resplandor parpadeante del gran portón abriéndose para dejar salir a los hombres recién levantados, cerrándose, y luego volviendo a abrirse. Por fin di media vuelta y seguí subiendo. Aún no habían dado la alarma. Con todo, no tardaría en sonar.

No había luz en la choza ni ruido de voces. Antes de entrar saqué la Garra de la bolsa, por miedo a que una vez dentro no me atreviera a hacerlo. A veces, como en la posada de Saltus, ardía como un fuego artificial. Otras veces no tenía más luz que un trozo de vidrio. Esa noche en la choza, más que brillar, fulguraba con un azul tan hondo que la propia luz parecía una suerte de oscuridad más clara. De todos los nombres del Conciliador, el que menos se usa, creo, y siempre me ha parecido más desconcertante, es el de Sol Negro. Desde esa noche he sentido que casi lo comprendo. No podía tomar la gema con los dedos como había hecho a menudo y aún habría de hacer después; la sostenía en la palma de la mano derecha para que mi tacto no cometiera más sacrilegio que el estrictamente necesario. Llevándola así por delante, me agaché y entré en la choza.

La muchacha yacía en el mismo sitio que esa tarde. Si aún respiraba, yo no podía oírla, y no se movía. El niño del ojo infectado dormía a los pies de ella en la tierra desnuda. Debía de haber comprado comida con el dinero que yo le había dado; por el suelo había hollejos de maíz y peladuras de fruta. Por un momento me atreví a tener la esperanza de que ninguno de los dos se despertara.

La honda luz de la Garra reveló que la cara de la muchacha era mas débil y más horrible que lo que yo había visto antes, acentuando los huecos bajo los ojos y las mejillas hundidas. Sentí que debía decir algo, invocar por alguna fórmula al Increado y sus mensajeros, pero tenía la boca seca y más vacía de palabras que la de cualquier animal. Lentamente bajé la mano hasta que su sombra cortó la luz que bañaba a la muchacha. Cuando volví a levantarla no había habido ningún cambio, y recordando que la Garra no había ayudado a Jolenta, me pregunté si sería posible que no tuviera buenos efectos sobre las mujeres, o si haría falta que la sostuviese una mujer. Luego toqué con ella la frente de la muchacha, de modo que por un momento pareció que tenía un tercer ojo en el rostro cadavérico.

De todos los usos que he hecho de la Garra, éste fue el más asombroso, y acaso el único en el que es imposible que alguna ilusión de mi parte o alguna coincidencia, por complicada que fuera, explique lo que ocurrió. Podía haber sido que la propia fe del hombre-mono le restañara la sangre, que el ulano del camino que bordeaba la Casa Absoluta sólo estuviera aturdido y hubiese reaccionado de todos modos, que la aparente cura de las heridas de Jonas no fuera más que un truco de la luz.

Pero ahora era como si un poder inimaginable hubiera actuado en el intervalo entre un chronon y el siguiente para torcer el rumbo del universo. Los ojos verdaderos de la muchacha se abrieron, oscuros como charcos. El rostro ya no era la máscara macabra que había sido, sino apenas el rostro exhausto de una joven.

—¿Quién eres tú, con esas ropas brillantes? —preguntó. Y luego—: Oh, estoy soñando.

Le dije que era un amigo, y que no había razón para que tuviese miedo.

—No tengo miedo dijo—. Lo tendría si estuviera despierta, pero no lo estoy. Parece que hubieras caído del cielo, pero sé que sólo eres el ala de un pobre pájaro. ¿Te ha cazado Jader? Cántame…

Volvió a cerrar los ojos; esta vez oí el lento suspiro de su aliento. La cara no cambió: delgada y consumida, como cuando había abierto los ojos; pero el sello de la muerte se le había borrado.

Le retiré la gema de la frente y la apoyé en el ojo del niño como la había aplicado en la cara de su hermana, pero no estoy seguro de que fuera necesario. Antes aun de haber sentido el beso de la Garra ya parecía normal, y es posible que la infección ya hubiera sido derrotada. El niño se agitó, dormido, y gritó como si en un sueño corriera por delante de niños más lentos, urgiéndolos a que lo siguieran. Volví a guardar la Garra en su pequeña bolsa y entre hollejos y peladuras me senté en el suelo de tierra a escucharlo. Al cabo de un rato volvió a calmarse. La tenue luz de las estrellas brillaba cerca de la puerta; por lo demás, la choza estaba totalmente oscura. Yo oía la respiración regular de la hermana, y la del niño.

Ella había dicho que yo, que desde mi ascenso a oficial había vestido de fulígeno, y antes con harapos grises, llevaba ropas brillantes. Comprendí que la había deslumbrado la luz que tenía en la frente; cualquier cosa, cualquier ropa le habría parecido brillante. Y no obstante sentía que en cierto modo ella estaba en lo cierto. No es que después de aquel momento yo empezara (como he tenido la tentación de escribir) a odiar mi capa, mis pantalones y mis botas; pero de alguna manera llegué a sentir que eran sin duda el disfraz con que los había confundido en el palacio del arconte, o el traje del hombre que había aparentado ser cuando actué en la obra del doctor Talos. Hasta un torturador es un hombre, y para ningún hombre es natural vestirse siempre y exclusivamente en ese tono más oscuro que el negro. Cuando en la tienda de Agilus yo me había puesto el manto marrón, había despreciado mi propia hipocresía; quizá la capa fulígena que en aquel momento llevaba debajo fuera una hipocresía igual o mayor.

Entonces la verdad empezó a abrirse camino en mi mente. Si alguna vez yo había sido un verdadero torturador, un torturador en el sentido en que lo eran el maestro Gurloes y hasta el maestro Palaemon, ya había dejado de serlo. Allí en Thrax me habían concedido una segunda oportunidad. También en esa oportunidad había fracasado, y no habría una tercera. Mis habilidades y mi vestimenta podían permitirme conseguir empleo, pero eso era todo; y sin duda me convendría destruir mis ropas no bien pudiera, e intentar obtener un puesto entre los soldados que luchaban en la guerra del norte, no bien consiguiera —si lo conseguía alguna vez— devolver la Garra.

El niño se agitó y dijo un nombre que quizás era el de su hermana. Ella murmuró algo, todavía en sueños. Me incorporé y estuve mirándolos un momento más, y luego me deslicé afuera, temiendo que se asustaran al ver mi cara cruel y mi larga espada.

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