No había descubierto para qué servían los otros edificios. Tampoco llegué a comprender ése, que era circular y estaba cubierto por una cúpula. Los muros eran de metal; no del metal oscuro y lustroso de las torres de nuestra Ciudadela, sino de una aleación brillante como plata lustrada.
Este resplandeciente edificio se levantaba sobre un pedestal escalonado, y me sorprendió verlo allí cuando las grandes imágenes de los catafractos, en sus armaduras antiguas, estaban directamente en las calles. En su circunferencia había cinco puertas (pues dimos una vuelta completa alrededor antes de aventurarnos a entrar), todas abiertas. Examinándolas, y examinando también los umbrales, intenté saber si habían estado así muchos años; en el pedestal había poco polvo, y al fin no llegué a estar seguro. Una vez acabada la inspección, le dije al niño que me dejara ir primero, y entré.
No sucedió nada. Cuando el niño me siguió, ni siquiera se cerraron las puertas; no nos atacó ningún enemigo, ninguna energía coloreó el aire, y el suelo se mantuvo firme bajo nuestros pies. Sin embargo, yo tenía la sensación de que de algún modo nos habíamos metido en una trampa: de que fuera, en la montaña, habíamos estado libres, por mucha sed y hambre que sufriéramos, y de que allí ya no lo estábamos. Creo que si no hubiera contado en ese momento con la compañía del niño, me habría vuelto y echado a correr. Dado el caso, no quería parecer supersticioso ni asustado, y sentía la obligación de encontrar comida y agua.
Había en el edificio muchos artefactos a los cuales no puedo dar nombre. No eran muebles, ni cajas, ni máquinas tal como yo entiendo el término, y casi todos estaban dispuestos en ángulos raros; vi algunos que parecían tener nichos para sentarse, aunque el ocupante habría tenido que contraerse, y no habría quedado frente a sus compañeros sino frente a cierta parte del artefacto. Otros contenían alcobas donde quizás alguna vez había descansado alguien.
Estos artefactos bordeaban pasillos, amplios pasillos que corrían hacia el centro de la estructura rectos como los rayos de una rueda. Mirando al fondo de uno en donde habíamos entrado, divisé tenuemente un objeto rojo, y encima de él, mucho más pequeño, algo marrón. Al principio no presté gran atención a ninguno de los dos, pero cuando logré convencerme de que los artefactos que he descrito no eran de valor ni peligrosos para nosotros, llevé al niño hacia ellos.
El objeto rojo era una especie de sillón muy elaborado, con correas como para retener a un prisionero; alrededor había mecanismos en apariencia destinados a facilitar el alimento y la eliminación. Estaba sobre un pequeño estrado, y sobre él se alzaba lo que en un tiempo había sido el cuerpo de un hombre con dos cabezas. Hacía mucho tiempo que el diáfano y seco aire de la montaña había disecado ese cuerpo; como los misteriosos edificios, podría tener un año o un millar. El hombre había sido más alto que yo, quizás incluso un exultante, y de músculos poderosos. Ahora yo podía, pensé, arrancarle un brazo de un solo tirón. No llevaba taparrabo, ni ninguna otra prenda, y aunque nosotros estamos habituados a ver cambios súbitos en el tamaño de los órganos de procreación, era raro ver aquéllos tan consumidos. En las cabezas quedaba algo de pelo, y me pareció que el de la derecha había sido negro; el de la izquierda era amarillento. Ambas cabezas tenían los ojos cerrados y las bocas abiertas, mostrando unos pocos dientes. Noté que las correas que habían sujetado a la criatura al sillón no estaban abrochadas.
Por el momento, de todos modos, me preocupaba más el mecanismo que en un tiempo lo había alimentado. Me dije que a menudo las máquinas antiguas eran sorprendentemente durables, y aunque abandonada desde hacía mucho, ésta había disfrutado de las condiciones más favorables para su preservación; y giré todas las llaves que encontré, y moví todas las palancas, intentando hacerle producir algún alimento. El niño me observaba, y después de verme mover unas cuantas cosas me preguntó si nos íbamos a morir de hambre.
—No —le dije—. Podemos llegar mucho más lejos de lo que crees sin comida. Mucho más urgente es conseguir algo de beber, pero si no encontramos nada aquí, seguro que más arriba hay nieve en la montaña.
—¿Cómo se murió? —Por alguna razón yo no me había permitido tocar el cuerpo; ahora el niño pasaba los dedos regordetes por un brazo marchito.
—Los hombres mueren. Lo asombroso es que un monstruo así haya vivido. Generalmente estas criaturas perecen no bien acaban de nacer.
—¿Crees que los otros lo dejaron aquí cuando se fueron? —preguntó él.
—¿Quieres decir si lo dejaron vivo? Supongo que es posible. Tal vez no haya habido lugar para él en las tierras de abajo. O tal vez él no haya querido ir. Quizá lo ataban a este sillón cuando se portaba mal. Posiblemente padecía locura, o ataques de rabia furiosa. Si cualquiera de estas cosas es cierta, ha de haber pasado sus últimos días vagando por la montaña, de donde volvía de vez en cuando aquí a comer y beber, y habrá muerto cuando se agotaron la comida y el agua de que dependía.
—Entonces aquí no queda agua —me dijo el niño, práctico.
—Es verdad. De todos modos, no sabemos si fue así. Puede haber muerto por otra causa antes de que se acabaran las reservas. Incluso, de lo que hemos estado diciendo parece deducirse que era una especie de animal casero o mascota de la gente que talló la montaña. Este lugar es muy sofisticado para una mascota. De todos modos, creo que nunca llegaré a reactivar esta máquina.
—Me parece que tendríamos que ir para abajo —anunció el niño cuando salíamos del edificio circular.
Me volví y miré atrás, pensando en lo tontos que habían sido mis miedos. Las puertas seguían abiertas; nada había cambiado, nada se había movido. Si alguna vez había sido una trampa, haber estado abierta durante siglos la había herrumbrado.
—A mí también —dije—. Pero se está acabando el día: mira qué largas son nuestras sombras. No quiero que la noche nos sorprenda descendiendo por la otra ladera, así que veré si puedo llegar al anillo que vimos esta mañana. A lo mejor, además de oro encontramos agua. Esta noche dormiremos en el edificio redondo, protegidos del viento, y mañana, no bien amanezca, empezaremos a bajar por la ladera norte.
El niño asintió para mostrar que comprendía, y me acompañó de muy buena gana a buscar un sendero que llevase hasta el anillo. Como lo habíamos visto en el brazo sur, en cierto sentido tuvimos que volver a la ladera que ya habíamos escalado, aunque nos habíamos acercado por el sudeste al conjunto de catafractos y edificios. Yo había temido que la subida al brazo fuese difícil; pero justamente donde se alzaban ante nosotros las enormes alturas del pecho y el brazo, descubrí lo que mucho antes había deseado encontrar: una escalera angosta. Había varios cientos de escalones, así que la subida fue de todos modos difícil, y durante un trecho cargué con el niño.
El brazo en sí era de piedra lisa, aunque tan ancho que mientras nos mantuviéramos en el centro, parecía haber poco peligro de que el niño cayera. Hice que se tomara de mi mano y caminé ilusionado, con la capa chasqueando al viento.
A la izquierda estaba la subida que habíamos iniciado el día anterior, más allá la garganta entre los cerros, verde bajo su manto de selva. Más allá aún, brumosa en la lejanía, se alzaba la montaña donde Becan y Casdoe habían construido su casa. Mientras caminaba intenté distinguirla, o al menos la zona en donde estaba, y al fin vi lo que me pareció la pared rocosa por la que yo había bajado: una minúscula mancha de color en el flanco de esa montaña menos elevada, con el destello de la cascada en el centro como una mota iridiscente.
Después de verla me detuve, di media vuelta y miré hacia el pico por cuya ladera caminábamos. Ahora alcanzaba a ver la cara y la mitra de hielo, y debajo el hombro izquierdo, donde un chiliarca habría podido adiestrar a mil jinetes.
Delante de mí el niño señalaba y gritaba algo que yo no entendía, señalaba hacia abajo, hacia los edificios y las erguidas figuras de los guardias de metal. Tardé un momento en comprender lo que quería decir: las caras estaban vueltas tres cuartos hacia nosotros, como tres cuartos hacia nosotros habían estado vueltas esa mañana. Las cabezas se habían movido. Por primera vez les seguí la dirección de los ojos; y descubrí que miraban al sol.
Asentí con la cabeza y grité: —¡Ya veo!
Estábamos en la muñeca, con la pequeña planicie de la mano ante nosotros, aun más amplia y segura que el brazo. Me apresuré, y el niño corrió delante de mí. El anillo estaba en el anular, un dedo más grueso que el tronco del más grande de los árboles. Severian chico corrió por él, manteniendo fácilmente el equilibrio en la cresta, y vi que alargaba las manos para tocar el anillo.
Hubo una descarga de luz: brillante, aunque no cegadora en el sol vespertino; porque estaba teñida de violeta, pareció casi una oscuridad.
Lo dejó ennegrecido y consumido. Por un momento, creo, el niño siguió con vida; la cabeza le cayó hacia atrás y se le abrieron los brazos. Hubo un penacho de humo que el viento se llevó en seguida. El cuerpo se desplomó, encogiendo los miembros como las patas de un insecto muerto, y a los tumbos rodó hasta perderse de vista en la rendija entre el dedo anular y el mayor.
Yo, que había visto tantas estigmatizaciones y extirpaciones, que incluso había usado el hierro (entre un billón de cosas recuerdo perfectamente la carne ampollada de las mejillas de Morwenna), apenas pude obligarme a ir a mirarlo.
Había huesos en ese angosto espacio entre los dedos, pero eran huesos viejos que se quebraban bajo mis pies como los huesos diseminados por los senderos de nuestra necrópolis, y no me molesté en examinarlos. Saqué la Garra. Al maldecirme por no haberla usado cuando en el banquete de Vodalus servían el cuerpo de Thecla, Jonas me había dicho que no fuera necio, que por muchos poderes que la Garra poseyera jamás habría podido devolver la vida a aquella carne asada.
Y no pude sino pensar que si ahora actuaba y me devolvía a Severian chico, por feliz que yo estuviese lo llevaría a un lugar seguro y me cortaría la garganta con Terminus Est. Porque si la Garra era capaz de hacer eso, también podría haber traído de vuelta a Thecla; y Thecla era una parte mía, ahora muerta para siempre.
Por un momento pareció que había un centelleo, una sombra o aureola brillante, y el cuerpo del niño se desmoronó convirtiéndose en una ceniza negra que enturbió el aire intranquilo.
Me levanté, y guardé la Garra, y emprendí el regreso, preguntándome vagamente cuánto me costaría salir de ese lugar angosto y llegar de nuevo a la palma de la mano. (Al final tuve que dejar TerminusEst clavada de punta y apoyar un pie en el arriaz, y luego estirarme cabeza abajo hasta que pude asir la empuñadura y recuperarla.) No hubo confusión del recuerdo, aunque sí por el momento una confusión de la mente, en la cual el niño se fundió con aquel otro, Jader, que vivía con su hermana moribunda en la choza del acantilado de Thrax. Al que tanto había llegado a significar para mí, no había podido salvarlo; al otro, que significaba tan poco, lo había curado. En cierta forma, me parecía que eran el mismo niño. Claro que se trataba de una simple reacción defensiva de mi mente, una manera de protegerse de la tempestad de la locura; pero de algún modo me parecía que, mientras viviera Jader, el niño que su madre había llamado Severian no podía perecer realmente.
Había pensado detenerme en la mano y mirar atrás; no pude: la verdad es que tuve miedo de ir al borde y tirarme. No me detuve hasta que casi hube llegado a la escalera que con tantos cientos de escalones llevaba al ancho regazo de la montaña. Luego me senté y volví a localizar la mancha de color que era el acantilado al pie del cual estaba la casa de Casdoe. Recordé los ladridos del perro marrón cuando yo había salido del bosque. Ese perro había sido cobarde ante la aparición del alzabo, pero había muerto con los colmillos en la carne sucia de un zoántropo, mientras yo, igualmente cobarde, no hacía nada. Recordé la cara cansada y hermosa de Casdoe, al niño espiando por detrás de su falda, al viejo sentado con las piernas cruzadas frente al fuego, hablando de Fechin. Ahora estaban todos muertos, Severa y Becan, a quienes yo no había conocido, el viejo, Casdoe, Severian chico, hasta Fechin, todos muertos, todos perdidos en las brumas que oscurecen nuestros días. El tiempo es en sí algo sólido, me parece, que se levanta como una cerca de barrotes de hierro con su infinita hilera de años; y nosotros pasamos por delante como el Gyoll, de camino a un mar del que sólo volveremos en forma de lluvia.
Entonces supe, en el brazo de esa figura gigantesca, lo que era la ambición de conquistar el tiempo, una ambición al lado de la cual el deseo de soles distantes no es más que la codicia de un pequeño cacique emplumado, decidido a someter a alguna otra tribu.
Allí estuve sentado hasta que el sol quedó casi escondido por las montañas del oeste. Bajar la escalera tendría que haber sido más fácil que subir, pero ahora yo tenía mucha sed y el golpe de cada paso me hacía doler las rodillas. Ya casi no había luz, y el viento era como hielo. Una de las mantas se había quemado con el niño; desdoblé la otra y me envolví el pecho y los hombros por debajo de la capa.
Más o menos a medio camino me detuve a descansar. Lo único que quedaba del día era una delgada media luna de castaño rojizo que menguó y luego se desvaneció; y mientras eso ocurría, cada uno de los grandes catafractos metálicos que había allá abajo saludó alzando la mano. Eran tan serenos y tan firmes que casi los hubiera creído, tal como los veía, esculpidos con los brazos en alto.
Por un momento el asombro me limpió de toda pena, y únicamente pude maravillarme. Permanecí donde estaba, mirándolos; no me atrevía a moverme. Entre las montañas corría la noche; a la última, tenue luz del crepúsculo vi cómo bajaban los brazos. Aturdido aún, volví a entrar en el silencioso conjunto de edificios que se levantaban en el regazo de la figura. Si había visto fracasar un milagro, había presenciado otro; y hasta un milagro en apariencia inconducente es una fuente inagotable de esperanza, pues nos demuestra que no lo entendemos todo, y que nuestras derrotas —tanto más numerosas que nuestros pocos y vacíos triunfos— pueden ser igualmente engañosas.
Por algún error idiota, cuando intentaba volver al edificio circular donde le había dicho al niño que pasaríamos la noche, me las arreglé para perderme, y estaba demasiado fatigado como para buscar el camino. En cambio encontré un lugar resguardado, bien lejos del más cercano de los guardias de metal, donde me froté las piernas doloridas y me cubrí lo mejor que pude contra el frío. Aunque me dormí casi en seguida, pronto me despertó un leve ruido de pasos.