XXXV — La señal

Aunque de abajo había parecido que la nave descansaba en la estructura de la propia torre, no era así. Más bien era como si flotase media cadena o más por encima de nosotros: demasiado alto para ofrecer mucho abrigo contra los latigazos de la lluvia, que daban a la suave curva del casco un brillo de nácar negro. Mirándola, no pude abstenerme de especular sobre las velas que semejante embarcación podría desplegar para embolsar los vientos que soplaban entre los mundos; y entonces, justo cuando me preguntaba si la tripulación no iba a asomarse a espiarnos, uno de los tritones, los extraños y misteriosos seres que por un rato habían andado por debajo del casco, salió de pronto con la cabeza estirada como una ardilla, envuelto en luz anaranjada y aferrado al casco con manos y pies, por más que estaba mojado como una piedra del río y pulido como la hoja de Terniinus Est. Llevaba una de esas máscaras que he descrito varias veces, pero ahora yo sabía que era una máscara. Al ver a Ossipago, Barbatus y Famulimus, se detuvo, y un momento después, desde algún lugar de arriba, lanzaron una fina línea anaranjada y brillante que parecía un hilo de luz.

—Debemos irnos —le dijo Ossipago a Calveros, y le entregó la Garra—. Piense bien en todas las cosas que no le hemos dicho, y recuerde lo que no se le ha mostrado.

—Lo haré —dijo Calveros, con la voz más lúgubre que le haya oído.

Entonces Ossipago tomó la línea y se deslizó hacia arriba hasta bordear la curva del casco y perderse de vista. Aunque en cierto modo pareció que no se deslizaba hacia arriba sino hacia abajo, como si la nave misma fuera un mundo y atrajera con ciega avidez todo lo que le pertenecía, como hace Urth; o quizá sólo fuera que Ossipago se había vuelto más leve que nuestro aire, igual que un marinero que se zambulle en el mar desde el barco, y luego sube a la superficie como había subido yo después de saltar de la barca del atamán.

Como fuera, Barbatus y Famulimus lo siguieron. Famulimus agitó la mano hasta que el bulto del casco la ocultó; sin duda el doctor y Calveros pensaron que se despedía de ellos; pero yo sabía que me había saludado a mí. Una sábana de lluvia me dio en la cara, cegándome a pesar de la capucha.

Lentamente al principio, luego cada vez más rápido, la nave se elevó y retrocedió, desapareciendo en lo alto no al norte o al sur o al este o al oeste, sino menguando en una dirección que, cuando ya no estuvo, me fue imposible señalar.

Calveros se volvió hacia mí. —Usted los oyó.

Sin entender, dije: —Sí, hablé con ellos. El doctor Talos me invitó al abrirme la puerta del muro.

—No me dijeron nada. No me han mostrado nada. —Haber visto la nave —repliqué— y haber hablado con ellos… No puede decirse que no sea nada.

—Me llevan hacia adelante. Siempre adelante. Me llevan como un buey al matadero.

Fue hasta la almena y contempló la vasta extensión del lago; batido por la lluvia parecía un mar de leche. Los merlones estaban a varios palmos por encima de mí, pero Calveros se apoyó en ellos como en una barandilla, y en su puño cerrado vi el resplandor azul de la Garra. El doctor Talos me tiró de la capa, murmurando que nos convenía entrar y protegernos de la tormenta, pero yo no quería moverme.

—Empezó mucho antes de que usted naciera. Al principio me ayudaron, aunque sólo preguntando cosas, sugiriendo ideas. Ahora sólo apuntan. Ahora sólo insinúan lo suficiente como para decirme que algo se puede hacer. Esta noche ni siquiera hubo eso.

Queriendo urgirlo a que dejara de tomar a los isleños para sus experimentos, pero sin saber cómo, dije que había visto los proyectiles explosivos, que indudablemente eran muy maravillosos, un invento estupendo.

—Natrio —dijo, y se volvió para enfrentarme, con la enorme cabeza alzada al cielo oscuro—. Usted no sabe nada. El natrio es una mera sustancia elemental que el mar produce con una profusión inagotable. ¿Piensa que si fuera más que un simple juguete se lo habría dado a los pescadores? No, mi gran obra soy yo. ¡Y yo soy mi única gran obra!

El doctor Talos susurró: —Mira alrededor… ¿No reconoces esto? ¡Es tal como él dice!

—¿De qué me habla? —susurré yo a mi vez.

—El castillo. El lago. El hombre sabio. Acabo de pensarlo. Así como los hechos vitales del pasado proyectan su sombra sobre las edades venideras, ahora, por ejemplo, cuando el sol se dirige a la oscuridad, nuestras sombras se precipitan al pasado para perturbar los sueños de los hombres.

—Usted está loco —dije—. O bromea.

—¿Loco? —rugió Calveros—. El que está loco es usted. Usted, con sus fantasías teúrgicas. ¡Cómo estarán riéndose de nosotros! Nos consideran bárbaros… A mí, que he trabajado durante tres vidas.

Extendió el brazo y abrió el puño. Ahora la Garra fulguraba para Calveros. Alargué la mano, y él, con un movimiento súbito, la tiró al aire. ¡Cómo relampagueó en la oscuridad barrida por la lluvia! Fue como si la misma Skuld, la brillante, hubiera caído del cielo nocturno.

Oí, entonces, el alarido de la gente del lago, que esperaba al pie de los muros. Yo no había hecho ninguna señal; pero la señal había sido dada por el único hecho, salvo acaso un ataque contra mi persona, que habría podido inducirme a darla. TerminusEst salió de la vaina mientras el grito de batalla seguía llegando con el viento. La levanté para golpear pero, antes de que pudiera acabar con el gigante, el doctor Talos se interpuso de un salto. Pensé que el arma que esgrimía para defenderse era sólo el bastón; de no haber tenido el corazón roto por la pérdida de la Garra, verlo lanzar estocadas me habría dado risa. Mi hoja resonó contra acero, y aunque el arma de él retrocedió, pudo contener el golpe. Antes de que pudiera recobrarme, Calveros pasó corriendo y me estrelló contra el parapeto.

No alcancé a eludir el ataque del doctor, pero creo que mi capa fulígena lo engañó, y aunque la punta me rozó las costillas, fue a golpear en la piedra. Lo aporreé con el mango y retrocedió bamboleándose. No veía a Calveros por ningún lado. Al fin comprendí que en realidad había cargado contra la puerta que yo tenía detrás, y que me había golpeado mientras pasaba, como un hombre absorto en otras cosas apaga una vela antes de dejar el cuarto.

El doctor estaba tendido en el pavimento de piedra que era el techo de la torre; piedras que al sol eran simplemente grises, tal vez, pero ahora parecían de un negro anegado en lluvia. Aún se le veían la barba y el pelo rojos, por lo que advertí que estaba boca abajo y tenía la cabeza torcida hacia un lado. Yo no tenía la impresión de haberle dado tan fuerte, aunque, según me han dicho a veces, puede que yo sea más fuerte de lo que creo. No obstante sentí que, por debajo de sus ínfulas de gallito, el doctor Talos era más débil de lo que cualquiera salvo Calveros habría imaginado. En ese momento lo podría haber matado con mucha facilidad: bastaba con balancear TerminusEst para que la esquina de la hoja se le hundiera en el cráneo.

En cambio recogí su arma, la tenue vara de plata que se le había caído. Era una hoja de un solo filo y el ancho de mi índice, muy puntiaguda, como correspondía a la espada de un cirujano. Al cabo de un momento me di cuenta de que la empuñadura era el mango del bastón del doctor, que yo había visto tan a menudo; era un bastón espada, como la espada que Vodalus había sacado una vez en nuestra necrópolis, y allí, bajo la lluvia, sonreí pensando que el doctor la había llevado durante tantas leguas sin que yo, con la mía colgada tan trabajosamente, tuviera la menor idea. Con la estocada, la punta se había destrozado contra las piedras; arrojé la hoja rota por encima del parapeto, como Calveros había arrojado la Garra, y bajé a su torre a matarlo.

Mientras subíamos la escalera, el diálogo con Famulimus me había absorbido demasiado como para prestar mucha atención a las salas por donde pasábamos. A la más alta la recordaba únicamente como un lugar donde todo estaba cubierto por telas escarlatas. Ahora veía globos rojos, lámparas que ardían sin llama como las flores plateadas que brotaban del techo en la amplia estancia donde había conocido a los tres seres que ya no podía llamar cacógenos. Esos globos descansaban en pedestales de marfil, finos y ligeros en apariencia como huesos de pájaros, que se alzaban de un suelo que no era suelo sino un mar de telas, todas rojas, aunque de variados tonos y texturas. Sobre la estancia se extendía un dosel sostenido por atlantes. Era escarlata, pero tenía cosido un centenar de láminas de plata, tan lustradas que eran espejos casi tan perfectos como las armaduras de los pretorianos.

Había bajado ya casi todo el tramo de escalera cuando comprendí que lo que estaba viendo no era más que la alcoba del gigante, con la cama cinco veces mayor que una normal al nivel del suelo, y las colchas cereza y carmín desparramadas sobre una alfombra carmesí. En eso vi una cara entre las cobijas retorcidas. Levanté la espada y la cara desapareció, pero abandoné la escalera para apartar una tela aterciopelada. El catamita que había debajo (si es que era un catamita) se incorporó y me enfrentó con la desfachatez que a veces muestran los niños. Por cierto que era un chiquillo, aunque casi tan alto como yo, un niño desnudo tan gordo que la floja barriga le oscurecía los minúsculos órganos generativos. Los brazos eran como cojines rosados atados con cuerdas de oro, y en las orejas perforadas llevaba pendientes dorados con campanas diminutas. También tenía dorado el pelo; desde abajo de los rizos me miraba con los anchos ojos azules de un infante.

Grande como era Calveros, yo nunca había podido creer que practicase la pederastia en el sentido habitual del término, aunque bien podía ser que esperase hacerlo cuando el tamaño del niño fuera todavía mayor. Claro que, de la misma forma que controlaba su propio crecimiento, permitiéndose sólo el necesario para salvar la montaña de su cuerpo de la rapacidad de los años, acaso hubiera acelerado el de ese pobre chico todo lo posible dentro de sus conocimientos antroposóficos. Digo esto porque parecía seguro que no lo tenía bajo su control sino desde tiempo después de que Dorcas y yo nos separásemos de él y el doctor Talos.

(Dejé a ese niño donde lo había encontrado, y hasta hoy no tengo idea de lo que habrá sido de él. Es harto probable que haya muerto; pero también es posible que los hombres del lago lo hayan salvado y alimentado o que, habiéndolo encontrado un tioy po después, lo haya protegido el atamán.)

No bien llegué al piso de abajo, lo que vi borró todos mis pensamientos sobre el niño. La habitación estaba envuelta en brumas (lo cual, estoy seguro, no había sido así cuando la había cruzado antes), tal como la otra lo estaba en telas rojas; era un vapor viviente que hervía como yo habría podido imaginarme que hervía el logos turbulento al salir de la boca del Pancreador. Mientras lo miraba, un hombre de niebla, blanco como un gusano de sepulcro, se plantó ante mí blandiendo una lanza con púas. Yo no había comprendido aún que era un mero fantasma, cuando el filo de mi espada le atravesó la muñeca como habría podido penetrar una columna de humo. El hombre en seguida empezó a encogerse, como si la niebla se desmoronara sobre sí misma, hasta que quedó por debajo de mi cintura.

Avancé unos pasos, internándome en la fría, turbia blancura. Entonces, saltando sobre esa superficie, de la propia niebla se formó, como el hombre, una criatura horrorosa. He visto que algunos enanos tienen la cabeza y el torso de tamaño normal o más grande, pero las extremidades, aunque musculosas, como de niño; aquello era lo contrario: brazos y piernas más grandes que los míos salían de un cuerpo retorcido y atrofiado.

El antienano blandía un estoque, y abriendo la boca en un grito mudo, clavó el arma en el cuello del hombre sin hacer el menor caso a la lanza, que se le clavó en el pecho.

Entonces oí una risa, y aunque rara vez lo había oído alegre, supe quién era.

—¡Calveros! —grité.

La cabeza surgió de la niebla, igual que las cumbres que yo había visto al amanecer.

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