La cámara contigua se parecía mucho a la que había sido mi prisión, aunque tenía techo más alto. Estaba, por supuesto, totalmente oscura; pero ahora que confiaba en que ya no me observaban, saqué la Garra de la bolsa y a su luz, que aunque no brillante era suficiente, miré alrededor.
En vez de escalera, una puerta angosta daba acceso a lo que presumí era una tercera estancia subterránea. Volviendo a ocultar la Garra, entré en ella, pero me encontré en un túnel no más ancho que el vano de la puerta, que dio vueltas y más vueltas antes de que yo hubiera recorrido seis zancadas. Al principio supuse que era un pasaje deflector, que impedía que la luz delatara la abertura en la pared de la cámara donde me habían confinado. Pero no habrían hecho falta más de tres curvas. Las paredes parecían combarse y dividirse; sin embargo, la oscuridad seguía siendo impenetrable. Saqué la Garra una vez más.
Tal vez a causa del espacio reducido en que yo estaba, la habitación pareció algo más luminosa; pero no había nada que ver que no me hubieran dicho ya mis manos. Estaba solo, en un laberinto de paredes de barro y techo de varas toscas (que mi cabeza casi tocaba); las ceñidas curvas derrotaban rápidamente la luz.
Iba a esconder de nuevo la Garra cuando detecté un olor a la vez picante y extraño. Mi nariz no es en absoluto tan sensible como la del lobo del cuento; en todo caso creo tener un olfato más pobre que el de la mayoría de la gente. Creí reconocer el olor, pero sólo unos instantes después lo identifiqué como el que había sentido en la antecámara la mañana de nuestra fuga, cuando regresé por Jorras después de hablar con la niña. Ella había dicho que algo, un buscador no identificado, había estado husmeando entre los prisioneros; y en el suelo y la pared donde yacía Jorras encontré una sustancia viscosa.
Después de eso no volví a guardar la Garra en la bolsa; pero aunque mientras vagaba por el laberinto me crucé varias veces con un rastro fétido, no alcancé a ver la criatura que lo dejaba. Tras lo que habrá sido una guardia o más de vagabundeo, llegué a una escalera que llevaba a una corta abertura. El cuadrado de luz en que culminaba era a la vez cegador y regocijante. Por un momento me solacé en él sin poner ni un pie en la escalera. Parecía casi seguro que si trepaba volverían a capturarme en seguida; y, no obstante, a esas alturas tenía tanta hambre y tanta sed que apenas podía resistirme, y la idea de la cosa mala que me estaba siguiendo —una de las mascotas de Hethor, sin duda —me impulsaba a subir como un rayo.
Al fin trepé cautelosamente y saqué la cabeza por encima del suelo. No estaba (como había supuesto) en la aldea; las vueltas del laberinto me habían llevado más allá hasta una salida secreta. Los grandes árboles silenciosos se alzaban aquí más juntos, y la luz que me había parecido tan brillante era la filtrada sombra verde de las hojas. Noté que acababa de salir de un agujero entre dos raíces, un lugar tan oscuro que podría haber estado a un paso de él y no verlo. De haber podido, lo habría bloqueado con algún peso para impedir o al menos demorar la salida de la criatura que me perseguía; pero no había a mano ni una piedra ni otro objeto que sirviera a ese propósito.
Mediante el viejo truco de estar atento a las pendientes del terreno y en lo posible caminar siempre cuesta abajo, no tardé en descubrir un pequeño arroyo. Arriba había un poco de cielo abierto, y en la medida en que pude juzgar, habían transcurrido ocho o nueve guardias del día. Imaginando que la aldea no estaría lejos de la fuente de agua limpia que había encontrado, muy pronto di con ella. Embozado en mi capa fulígena y manteniéndome en la sombra más profunda, la observé durante un rato. En cierto momento cruzó el claro un hombre, no pintado como los dos que nos habían detenido en el sendero. Tiempo después, otro salió de la choza colgante, fue hasta la fuente, bebió y regresó a la choza.
Empezó a oscurecer, y la extraña aldea despertó. Una docena de hombres salieron de la choza colgante y se pusieron a apilar leña en el centro del claro. De la casa del árbol salieron otros tres, con túnicas y bastones ahorquillados. Otros más, que debían de haber estado vigilando los senderos de la selva, se desprendieron de las sombras poco antes de encender el fuego y desplegaron una tela ante él.
Uno de los hombres de túnica se colocó de espaldas al fuego mientras los otros dos se agachaban a sus pies; había en todos algo extraordinario, pero pensé más en el porte de los exultantes que en el de los hieródulos que había visto en los jardines de la Casa Absoluta: era la carga que confiere la conciencia de la conducción, aun cuando separa al conductor de la humanidad corriente. Frente a esos tres, hombres pintados y no pintados se habían sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Oí el murmullo de las voces y la palabra sonora del hombre erguido, pero estaba demasiado lejos como para entender lo que decía. Un rato después los que estaban agachados se levantaron. Uno se abrió la túnica como si fuera una tienda y el hijo de Becan, que yo había hecho mío, dio un paso adelante. De la misma forma el otro sacó TerminusEst y la desenvainó, mostrando a la multitud la hoja brillante y el ópalo negro de la empuñadura. Luego se incorporó uno de los pintados, dio unos pasos hacia mí (con lo que temí que fuera a verme, aunque me había cubierto la cara con la máscara) y levantó una puerta instalada en el suelo. Poco después salió por otra, más cerca del fuego, y moviéndose con algo más de rapidez fue a informar a los de las túnicas.
Poca duda cabía de lo que estaba diciendo. Me cuadré de hombros y avancé hacia la luz del fuego. —No estoy allí —lije—. Estoy aquí.
Muchas gargantas se quedaron sin aliento a la vez, y aunque yo supiese que bien podía morir en seguida, me gustó oír ese sonido.
El hombre de túnica que ocupaba el centro dijo: —Como ves, no puedes huir de nosotros. Estabas libre, pero te hemos hecho volver. —Era la voz que me había interrogado en la celda subterránea.
—Si te has adentrado lo bastante en El Camino —dije—, sabrás que tienes sobre mí menos autoridad de lo que creerían los ignorantes. —No es di6cil imitar la forma de hablar de esa gente, porque es en sí una imitación del lenguaje de los ascetas, y de sacerdotisas como las Peregrinas.— Me robaste mi hijo, que también es hijo de La Bestia Que Habla, como ya sabrás a estas alturas si lo has interrogado. Para obtener su devolución, rendí mi espada a tus esclavos, y por un tiempo me sometí a ti yo mismo. Ahora la recuperaré.
Hay en el hombro un punto que presionado firmemente con el pulgar paraliza el brazo entero. Puse la mano en el hombro del hombre de túnica que sostenía Terminus Est, y la dejó caer a mis pies. Con más presencia de ánimo que la que yo hubiera concedido a un niño, Severian chico la levantó y me la entregó. Blandiendo el bastón, la figura principal gritó: —¡A las armas! —y sus seguidores se irguieron como un solo hombre. Muchos tenían las garras que he descrito, y muchos de los otros sacaron cuchillos.
Me sujeté TerminusEst al hombro en el sitio acostumbrado, y dije: —Sin duda no supondrás que necesito usar esta vieja espada como arma. Si alguien debería saber que tiene propiedades más excelsas, eres tú.
El hombre que había hecho salir a Severian chico se apresuró a contestar: —Así nos lo acaba de decir Abundantius.
El otro seguía frotándose el brazo entumecido. Miré al hombre del centro, que era obviamente el mencionado. Tenía ojos inteligentes, y duros como piedras.
—Abundantius es sabio —dije. Intentaba concebir alguna forma de matarlo sin echarnos a los otros encima—. También conoce, me figuro, la maldición que aflige a los que hieren la persona de un mago. —Así pues eras mago —dijo Abundantius.
—¿Yo, que saqué la presa de las manos al arconte y atravesé invisible la bruma de su ejército? Sí, así me han llamado alguna vez.
—Demuestra entonces que lo eres y te acogeremos como a un hermano. Pero si fracasas en la prueba o la rehuyes…, somos muchos, y tú tienes una sola espada.
—No fracasaré si la prueba es limpia —dije—. Aunque ni tú ni tus seguidores tengáis autoridad para proponerla.
Era demasiado listo como para dejarse arrastrar a ese debate.
—Todos aquí conocen la prueba, excepto tú, y saben que es justa. Todos cuantos ves a tu alrededor la han superado, o esperan hacerlo.
Me llevaron a una sala que no había visto, una construcción hecha casi exclusivamente de troncos y escondida entre los árboles. Tenía una sola entrada, y ninguna ventana. Cuando metieron antorchas, vi que en la única cámara no había más que una alfombra de hierba tejida, tan larga y angosta que casi parecía un pasillo.
Abundantius dijo: —Aquí librarás el combate con Decumano. —Señaló al hombre cuyo brazo yo había paralizado, y a quien quizá sorprendiera un tanto verse escogido.—Junto al fuego tú lo superaste. Ahora él ha de superarte a ti, si le es posible. Puedes sentarte aquí, más cerca de la puerta, para cerciorarte de que no entremos a ayudarlo. El se pondrá en el otro extremo. No debéis acercaros, ni tocaros uno al otro como lo tocaste tú junto al fuego. Debéis urdir vuestros hechizos, y por la mañana nosotros vendremos a ver quién se ha impuesto.
Tomando a Severian chico de la mano, lo llevé hasta el fondo del oscuro lugar.
—Me sentaré aquí —dije—. Confío plenamente en que no vendréis en ayuda de Decumano, pero para vosotros no hay modo de saber si tengo aliados en la selva. Me habéis ofrecido vuestra confianza, y yo os ofrezco la mía.
—Sería mejor —dijo Abundantius— que dejaras el niño a nuestro cuidado.
Sacudí la cabeza.—He de tenerlo conmigo. Es mío, y al robármelo en el sendero, me despojasteis de la mitad de mi poder. No volveré a separarme de él.
Al cabo de un momento Abundantius asintió. —Como quieras. Sólo deseábamos que no le sucediera nada.
—Nada le sucederá —dije.
En las paredes había anillas de hierro, y cuatro de los hombres desnudos colocaron antorchas antes de salir. Decumano se sentó cerca de la puerta con las piernas cruzadas y el bastón sobre los muslos. Yo también me senté, y acerqué al niño.
—Tengo miedo —dijo, y hundió la cara en mi capa.
—Y estás en tu derecho. Has pasado tres días muy malos.
Decumano había iniciado un cántico lento, rítmico.
—Severian chico, quiero que me cuentes qué te pasó en el sendero. Me di vuelta y ya no estabas. Requirió algunos consuelos y mimos, pero al fin los sollozos cesaron.
—Aparecieron… esos tres hombres de colores, con garras, y yo me asusté y corrí.
—¿Eso es todo?
—Y luego vinieron otros tres hombres de colores y me agarraron, y me hicieron entrar en un agujero que había en el suelo, y estaba oscuro. Y luego me despertaron y me subieron, y estuve bajo la ropa de un hombre, y luego viniste tú y me llevaste.
—¿Alguien te hizo preguntas? —Un hombre, desde la sombra.
—Está bien. Severian chico, nunca vuelvas a escapar como hiciste en el sendero, ¿comprendes? Hazlo solamente si ves que yo escapo. Si no hubieras escapado cuando encontramos a los tres hombres de colores, no estaríamos aquí.
El niño asintió.
—Decumano —dije en voz alta—. Decumano, ¿podemos hablar?
Decumano no me prestó atención, aunque quizá salmodió en voz más alta. Con la cara levantada, parecía mirar los troncos del techo, pero tenía los ojos cerrados.
—¿Qué hace? —preguntó el niño. —Está urdiendo un encanto. —¿Nos hará daño?
—No —dije—. Casi toda esta magia es un fraude… Como subirte por un agujero para que pareciera que habías salido de la túnica del otro hombre.
Pero mientras hablaba, yo era consciente de que había algo más. Decumano estaba concentrando la mente en mí como pocas mentes pueden concentrarse, y yo me sentía desnudo en algún lugar vivamente iluminado que mil ojos observaban. Una de las antorchas parpadeó, chorreó y se apagó. Al atenuarse la luz, la luminosidad que yo no podía ver pareció avivarse.
Me puse de pie. Hay formas de matar que no dejan marca, y mientras avanzaba las repasé mentalmente.
De inmediato brotaron picas de las paredes, de una ana de largo a cada lado. No eran lanzas como las que usan los soldados, armas de energía cuyas cabezas descargan relámpagos de fuego, sino simples varas de madera con puntas de hierro, como las picas que yo había visto usar a los aldeanos de Saltus. De cerca podían matar, sin embargo, y volví a sentarme.
—Creo que están fuera —dijo el niño—, mirándonos por las rendijas entre los maderos.
—Sí, yo también me he dado cuenta.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó. Y, como yo no contestaba—: ¿Quiénes son, papá?
Era la primera vez que me llamaba así. Lo acerqué más a mí, y pareció debilitar la red que Decumano me estaba tejiendo alrededor de la mente.
—Es sólo una sospecha, pero diría que esto es una academia de magos, de esos devotos que practican lo que consideran artes secretas. Se supone que tienen seguidores en todas partes, aunque yo lo dudo, y son muy crueles. ¿Has oído hablar del Sol Nuevo, Severian chico? Dicen los profetas que es el hombre que vendrá a hacer retroceder el hielo y enderezar el mundo.
—Matará a Abaia —contestó el niño, sorprendiéndome.
—Sí, se supone que también hará eso, y muchas otras cosas. Se dice que ya ha venido una vez, hace mucho. ¿Lo sabías?
El niño negó con la cabeza.
—Entonces su tarea fue forjar la paz entre la humanidad y el Increado, y lo llamaron el Conciliador. Al irse dejó una reliquia famosa, una gema llamada la Garra. —Mientras hablaba la toqué con la mano, y aunque no aflojé los cordones de la bolsita de piel humana que la contenía, la palpé a través de la suavidad del cuero. No bien la hube tocado, el invisible fulgor que Decumano me había creado en la mente se redujo a casi nada. Ahora no puedo explicar por qué durante tanto tiempo yo había supuesto que para que la Garra surtiese efecto era necesario sacarla de su escondite. Aquella noche supe que no era así, y me eché a reír.
Por un momento Decumano detuvo su canto, y se le abrieron los ojos. Severian chico me aferró con más fuerza.
—¿Se te ha pasado el miedo?
—No —dije—. ¿Te diste cuenta de que estaba asustado?
Asintió, solemne.
—Lo que iba a decirte es que la existencia de esa reliquia parece haber dado a algunos la idea de que el Conciliador utilizaba garras como armas. A veces yo he dudado de que haya existido; pero si alguna vez vivió una persona así, estoy seguro de que en gran medida usó las armas contra sí mismo. ¿Comprendes lo que digo?
Dudo de que comprendiera, pero asintió.
—En el sendero encontramos un conjuro contra la llegada del Sol Nuevo. Los tres hombres pintados, que según creo son los que han superado esta prueba, usan garras de acero. Pienso que quieren ocultar el advenimiento del Sol Nuevo para ocupar el sitio que le corresponde y usurpar quizá sus poderes. Si… Fuera, alguien gritó.