El marido que supuestamente tenía que venir a cenar no apareció, y los cuatro —la mujer, el viejo, el niño y yo— cenamos sin él. Al principio yo había pensado que el anuncio de la mujer era una mentira encaminada a disuadirme de cualquier abuso que pudiera tentarme, pero a medida que la torva tarde transcurría en ese silencio que presagia una tormenta, se fue volviendo obvio que yo no había mentido, y que ella estaba sinceramente preocupada.
La cena fue casi todo lo simple que puede ser esa comida; pero yo tenía tanta hambre que me resultó de las más gratificantes que recuerdo. Comimos verdura hervida sin sal ni mantequilla, pan tosco, algo de carne. Nada de vino ni fruta, nada fresco y nada dulce; y sin embargo creo que comí más que los otros tres juntos.
Cuando terminamos, la mujer (que, me había dicho, se llamaba Casdoe) tomó de un rincón una larga vara de hierro forjado y partió en busca de su marido, después de asegurarme que no necesitaba escolta y de decirle al viejo, que pareció no oírla, que no iría muy lejos y volvería pronto. Viendo al viejo tan abstraído como siempre ante el fuego, induje al niño a que se me acercara, y tras haberme ganado su confianza enseñándole TerminusEst y permitiéndole que la empuñara e intentara levantar la hoja, le pregunté si, ahora que se había ido su madre, Severa no bajaría a cuidarlo.
—Anoche volvió —dijo él.
Creyendo que se refería a la madre, le dije: —Seguramente esta noche también va a volver, pero ¿no crees que Severa debería venir a cuidarte, mientras ella no está?
Como a veces hacen los niños que no confían en el lenguaje tanto como para discutir, el chico se encogió de hombros e intentó alejarse.
Lo torné por el brazo: —Severian chico, quiero que vayas arriba ahora mismo y le digas que baje. Prometo que no le haré daño.
Severian asintió y fue hasta la escalerilla, aunque lentamente y de mala gana.
—Mala mujer dijo.
Entonces, por primera vez desde que yo estaba en la casa, habló el viejo: —¡Becan, ven aquí! Quiero hablarte de Fechin. —Tardé un momento en darme cuenta de que me hablaba a mí confundiéndome con su yerno.— Ese Fechin era el peor de nosotros. Un muchacho alto y feroz con pelo rojo en las manos, en los brazos. Parecían de mono esos brazos, así que si se los veía aparecer por la esquina para agarrar algo, se pensaba, salvo por el tamaño, que era un mono agarrando esa cosa. Una vez robó nuestra sartén de cobre, la que madre usaba para hacer las salchichas, y yo vi el brazo pero no dije quién había sido, porque era amigo mío. Nunca la encontré, nunca volví a verla, y eso que estuve mil veces con él. Pensaba que la había usado para hacer una barca y la había echado al río, porque eso era lo que siempre había querido hacer yo con la sartén. Anduve río abajo tratando de encontrarla, y se me hizo de noche antes de darme cuenta, antes de iniciar el regreso. A lo mejor pulió el fondo para poder mirarse… A veces dibujaba su propia imagen. A lo mejor la llenó de agua para verse reflejado.
Yo había cruzado la habitación para escucharlo, en parte porque hablaba confusamente y en parte por respeto, pues el rostro añoso me recordaba un poco al del maestro Palaemon, aunque éste tenía los ojos sanos.
—Una vez conocí a un hombre de su edad que había posado para Fechin —dije.
El viejo levantó la mirada; con la misma rapidez con que la sombra de un pájaro podría atravesar un trapo gris que han arrojado a la hierba desde una casa, vi pasar el descubrimiento de que yo no era Becan. Sin embargo, no dejó de hablar, ni reconoció el hecho de ningún otro modo. Era como si lo que estaba diciendo fuese tan perentorio que había que contárselo a alguien, verterlo en cualquier oído antes de que se perdiera para siempre.
—Pero no tenía cara de mono. Fechin era guapo; el más guapo de los alrededores. Podía sacarle comida o dinero a cualquier mujer. Recuerdo que una vez bajábamos por el sendero que llevaba al lugar donde estaba el viejo molino. Yo tenía un trozo de papel que me había dado el maestro. Papel de veras, no del todo blanco sino con un toque marrón, y pequeñas escamas en algunas partes; parecía una trucha cocida en leche. El maestro me lo había dado para que escribiera una carta a mi madre… En la escuela siempre escribíamos en pizarras, luego las limpiábamos con una esponja para poder volver a escribir, y cuando no miraba nadie le dábamos a la esponja con la pizarra y la disparábamos contra la pared, o a veces también contra la cabeza de alguno. Pero a Fechin le encantaba dibujar, y mientras íbamos andando yo pensaba en eso, y en la cara que pondría si tuviera papel para hacer un dibujo que pudiera guardarse.
»Eran las únicas cosas que guardaba. Todo lo demás lo perdía, o lo regalaba, o lo tiraba, y como yo sabía muy bien lo que madre quería decir, decidí que si hacía letra pequeña podría ponerlo en la mitad del papel. Fechin no sabía que lo tenía, pero yo lo saqué y se lo mostré, luego lo doblé y lo corté en dos.
Por encima de nuestras cabezas yo oía la aflautada voz del niño, pero no podía entender qué estaba diciendo.
—Era el día más luminoso que he visto. El sol tenía una vida nueva, como pasa cuando un hombre estuvo enfermo ayer y va a estar enfermo mañana, pero hoy pasea y se ríe, tanto que si apareciera un extraño diría que no ocurre nada malo, que las medicinas y la cama eran para otro. En las oraciones siempre dicen que el Sol Nuevo brillará demasiado como para poder mirarlo, y hasta aquel día yo siempre había aceptado que era sólo una manera de hablar, como se dice que un bebé es hermoso, o se elogia cualquier cosa que un hombre bueno haya hecho para él mismo, que aunque hubiera dos soles en el cielo uno los podría mirar a los dos. Pero aquel día aprendí que era verdad, y la luz en la cara de Fechin fue demasiado. Me hizo agua los ojos. Gracias, dijo, y seguimos adelante y llegamos a una casa donde vivía una joven. No me acuerdo cómo se llamaba, pero era francamente hermosa, como lo son a veces las más calladas. Yo nunca había sabido que Fechin la conocía, pero él me pidió que esperase, y me senté en el primer escalón del portal.
Alguien más pesado que el niño estaba caminando arriba, acercándose a la escalera.
—No estuvo mucho dentro, pero cuando salió, con la muchacha que miraba por la ventana, supe lo que habían hecho. Lo miré y él abrió esos brazos largos, flacos, de mono. ¿Cómo iba a compartir lo que había tenido? Al final hizo que la muchacha me diera media barra de pan y algo de fruta. Dibujó mi retrato de un lado del papel y el de la chica del otro, pero se los guardó.
La escalera crujió y yo me volví para mirar. Como había esperado, estaba bajando una mujer. No era alta, pero tenía buena figura y cintura delgada; llevaba un vestido casi tan andrajoso como el de la madre del niño, y mucho más sucio. Un pelo negro y espeso se le derramaba por la espalda. Creo que la reconocí antes incluso de ver los pómulos altos y los largos ojos castaños: era Agia.
—Así que supiste todo el tiempo que estaba aquí —me dijo.
—Yo podría hacerte el mismo comentario. Al parecer llegaste antes que yo.
—Simplemente me imaginé que vendrías por este camino. El caso es que llegué un poco antes, y le dije a la dueña de casa lo que me ibas a hacer si no me escondía —dijo ella. Supongo que quería hacerme saber que tenía una aliada, por débil que fuese.
—Desde que te vi en Saltus, entre la multitud, vienes intentando matarme.
—¿Es una acusación? Sí. —Mientes.
Fue una de las pocas veces que vi a Agia tomada por sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Que intentas matarme desde mucho antes de Saltus, nada más.
—Con el averno. Sí.
—Y después. Agia, sé quién es Hethor. Esperé la respuesta, pero no dijo nada.
—El día en que nos conocimos me contaste que había un viejo marinero que te había propuesto vivir con él. Lo llamaste viejo y feo y pobre, y yo no podía entender cómo tú, una joven bonita, podías considerar siquiera la oferta cuando no te estabas muriendo de hambre. Tu gemelo te protegía, y la tienda daba algo de dinero.
Ahora me tocó a mí sorprenderme. Ella dijo: —Habría tenido que aceptar y dominarlo. Lo he dominado ahora.
—Yo pensé que te habías prometido a él sólo si me mataba.
—Le he prometido eso y muchas otras cosas, y así lo dominé. Va por delante de ti, Severian, esperando mis órdenes.
—¿Con más de esas bestias? Gracias por el aviso. De modo que era eso, ¿no? Os había amenazado a ti y a Agilus con las mascotas que trajo de otras esferas.
Ella asintió. —Fue a la tienda a vender ropa, y era de esa que se usaba en las viejas naves que hace mucho tiempo viajaban más allá del borde del mundo, y no eran disfraces ni imitaciones, ni siquiera prendas de sepulturero que han estado a oscuras durante siglos, sino ropa casi nueva. Dijo que sus naves, todas esas naves, se habían perdido en la oscuridad, entre los soles, donde los años no dan vueltas. Se habían perdido tanto que ni el Tiempo pudo encontrarlos.
—Lo sé —dije yo—. Me lo contó Jonas.
—Después de enterarme de que ibas a matar a Agilus, me fui con él. En ciertos aspectos es de hierro; en muchos otros, débil. De haber escatimado mi cuerpo, no habría conseguido nada de él, pero hice todas las cosas raras que deseaba y lo convencí de que lo amo. Ahora hará lo que yo le pida. Fue por mí que te siguió después de que mataras a Agilus; con la plata de él alquilé los hombres que mataste en la mina vieja, y ya te matarán las criaturas que él manda, si es que no te mato aquí yo misma.
—Pensabas esperar a que me durmiera, y luego bajar y asesinarme.
—Primero te habría despertado, en cuanto te hubiera puesto el cuchillo en la garganta. Pero el niño me dijo que sabías que yo estaba aquí, y se me ocurrió que esto sería más agradable. De todos modos, dime, ¿cómo te imaginaste lo de Hethor?
Una ráfaga de viento se coló por las ventanas angostas. Hizo humear el fuego, y oí que el viejo, que había vuelto a callar, tosía y escupía en las brasas. El niño, que había bajado del desván mientras Agia y yo hablábamos, nos observaba con ojos muy abiertos, desconcertados.
—Pude haberme dado cuenta mucho antes —dije—. Mi amigo Jonas también había sido un marinero de ésos. Lo recordarás, supongo… Lo visteis en la boca de la mina, y ya debíais saber quién era.
—Lo sabíamos.
—Tal vez hayan sido de la misma nave. O tal vez se hayan reconocido mutuamente por algún signo, o quizás era eso lo que Hethor temía. Como fuera, aunque antes se había empeñado en buscar mi compañía, rara vez se me acercó mientras yo viajaba con Jonas. En Saltus, cuando ejecuté a un hombre y a una mujer, lo vi entre la multitud, pero no intentó llegar hasta mí. En el camino a la Casa Absoluta, Jonas y yo vimos que venía detrás pero, aunque debía de estar desesperado por recuperar la nótula, no apuró la marcha hasta quejonas se alejó. Cuando lo arrojaron a la antecámara de la Casa Absoluta, no hizo el menor intento de sentarse con nosotros, pese a quejonas se estaba muriendo; pero cuando nos fuimos, había algo que examinaba el lugar dejando un rastro de baba.
Agia no dijo nada, y en ese silencio podría haber sido la muchacha que a la mañana siguiente de abandonar la torre yo había visto abrir las rejas de los escaparates en una tienda polvorienta.
—Tenéis que haberme perdido en el camino a Thrax —continué—, si no os retrasó algún accidente. Incluso después de descubrir que me encontraba en la ciudad, no sabíais que yo estaba a cargo de la Víncula, pues Hethor mandó su criatura de fuego a buscarme por las calles. Luego, no sé cómo, encontrasteis a Dorcas en el Nido del Pato…
—Estábamos parando allí —dijo Agia—. Hacía apenas unos días que habíamos llegado, y cuando tú fuiste habíamos salido a buscarte. Más tarde, cuando me di cuenta de que la mujer de la buhardilla era la loquita que habías encontrado en el jardín Botánico, tampoco nos figuramos que eras tú quien la había llevado, porque la bruja de la posada dijo que el hombre iba vestido como todos. Pero supusimos que sabría dónde estabas, y que sería más fácil que se lo dijera a Hethor. Por cierto, en realidad no se llama Hethor. El dice que tiene un nombre mucho más viejo, un nombre que ahora no conoce casi nadie.
—Le contó a Dorcas lo de la criatura de fuego dije yo—, y ella me lo contó a mí. Yo ya había oído algo, pero Hethor le dio un nombre… Salamandra, la llamó. Cuando Dorcas la mencionó no pensé nada, pero después me acordé de quejonas sabía el nombre de aquello negro que nos persiguió al salir de la Casa Absoluta. Nótula, la llamó, y dijo que la gente de las naves las había bautizado así porque se delataban con una ráfaga de calor. Si Hethor tenía un nombre para la criatura de fuego, parecía probable que fuese cosa de marineros, y que estuviera relacionado con la criatura misma.
Agia sonrió levemente: —Bien, pues ahora lo sabes todo, y me tienes a tu merced… Siempre y cuando puedas balancear tu gran espada aquí dentro.
—Te tengo de todos modos. Si vamos al caso, te tuve bajo la suela en la boca de la mina.
—Pero todavía me queda el cuchillo.
En aquel momento cruzó el umbral la madre del niño, y los dos nos interrumpimos. La mujer paseó de Agia a mí una mirada atónita; luego, como si ninguna sorpresa pudiera penetrar su dolor o alterar lo que tenía que hacer, cerró la puerta y le echó la pesada barra.
Agia dijo: —Oyó que estaba arriba, Casdoe, y me hizo bajar. Pretende matarme.
—¿Y yo cómo voy a impedirlo? —replicó la mujer, fatigada. Se volvió hacia mí—. La escondí porque dijo que usted quería hacerle daño. ¿Me matará a mí también?
—No. Tampoco a ella, como bien sabe.
La cara de Agia se distorsionó de ira, como la cara de otra mujer adorable, moldeada tal vez por Fechin en cera de colores, podría haberse transformado bajo un hilo de fuego, y fundirse y arder a la vez.
—¡Mataste a Agilus, y te vanagloriaste! ¿No soy yo tan digna de morir como él? ¡Éramos de la misma carne!
Yo no le había creído del todo que llevase un cuchillo pero, sin haber visto que lo sacara, ahora lo tenía en la mano: una de esas dagas curvas de Thrax.
Hacía un rato que una tormenta inminente pesaba en el aire. Ahora estalló el trueno, resonando arriba, entre los picos. Cuando los ecos y contraecos casi se habían apagado, algo les respondió. No puedo describir aquella voz: no era del todo un grito humano, pero tampoco el mero bramido de una bestia.
Todo el cansancio abandonó a la mujer llamada Casdoe, reemplazado por la prisa más desesperada. Bajo cada ventana había pesados postigos de madera apoyados en la pared; la mujer agarró el que tenía más cerca, y levantándolo como si no pesara más que un molde de horno, lo colocó estrepitosamente en su sitio. Fuera, el perro echó a ladrar, frenético, y luego se calló, no dejando otro ruido que el golpeteo de la primera lluvia.
—Tan pronto —gritó Casdoe—. ¡Tan pronto! —Y a su hijo:— ¡Apártate de ahí, Severian!
A través de una de las ventanas todavía abiertas, oí una voz de niño: —Papá, ¿no puedes ayudarme?