XIX — El cuento del niño llamado Rana

Parte I Estío Temprano y su hijo

En la cima de una montaña allende las costas de Urth vivía una vez una mujer encantadora llamada Estío Temprano. Era la reina de aquel país, pero su rey era un hombre fuerte e implacable, y porque ella tenía celos de él también él tenía celos de ella, y mataba a cualquier hombre que le pareciese un posible rival.

Un día Estío Temprano se paseaba por el jardín cuando vio un capullo hermosísimo de una especie que desconocía totalmente. Era más rojo que todas las rosas y de perfume más dulce, pero con un fuerte tallo sin espinas y liso como el marfil. Lo arrancó y lo llevó a un lugar retirado, y al reclinarse a contemplarlo, empezó a parecerle que no era ningún capullo sino el amante que anhelaba desde hacía mucho tiempo, poderoso y sin embargo tierno como un beso. Parte de los jugos de la planta la penetraron y ella concibió. No obstante, le dijo al rey que el niño era de él y, puesto que estaba bien custodiada, él le creyó.

Fue varón, y por deseo de la madre lo llamaron Viento Primaveral. Cuando nació, todos aquellos que estudiaban los astros se reunieron a hacerle el horóscopo, no sólo los que vivían en la cumbre de la montaña sino muchos de los más grandes magos de Urth. Largamente se afanaron sobre sus cartas, y nueve veces se reunieron en cónclave solemne. Y al fin anunciaron que Viento Primaveral sería irresistible en el combate, y que ningún hijo suyo moriría sin haber alcanzado el crecimiento pleno. Estas profecías complacieron mucho al rey.

A medida que Viento Primaveral crecía, su madre advirtió con secreto placer que lo que más lo deleitaba eran los campos y las flores y los frutos. Bajo su mano prosperaba todo lo verde, y era la podadera lo que deseaba empuñar, no la espada. Pero, cuando se hubo hecho joven, llegó la guerra, y recogió la lanza y el escudo.

Porque era de conducta tranquila y obediente al rey (a quien creía su padre, y quien se creía padre de él), muchos supusieron que la profecía resultaría falsa. No fue así. En el calor de la batalla luchó con sangre fría, bien pensada la audacia y sobria la cautela; no había general más pródigo que él en estratagemas y ardides, ni oficial más atento a todos los deberes. Los soldados que él guiaba contra los enemigos del rey eran adiestrados hasta que parecían hombres de bronce avivados con fuego, y la lealtad que le profesaban era tal que lo habrían seguido hasta el Mundo de las Sombras, el territorio más distante del sol. Entonces los hombres dijeron que era el viento primaveral el que derribaba las torres, y el viento primaveral el que enviaba los barcos a pique, aunque lo que Estío Temprano había pretendido no era eso.

Sucedía que a menudo los azares de la guerra llevaban a Viento Primaveral a Urth, y allí llegó a tener noticia de dos hermanos que eran reyes. El mayor de ellos tenía varios hijos, pero el menor solamente una hija, una muchacha llamada Pájaro del Bosque. Cuando esta muchacha se hizo mujer, mataron a su padre; y el tío, para que nunca engendrara hijos que reclamasen el reino de su abuelo, introdujo el nombre de Pájaro del Bosque en el protocolo de las sacerdotisas vírgenes. Esto disgustó a Viento Primaveral, porque la princesa era hermosa y su padre había sido amigo de él. Un día ocurrió que, habiendo entrado solo en el mundo de Urth, vio a Pájaro del Bosque dormida junto a un arroyo, y la despertó con sus besos.

De la unión nacieron gemelos pero, aunque las sacerdotisas de la orden habían ayudado a Pájaro del Bosque a ocultar la gestación a los ojos de su tío, el rey, no pudieron esconder los bebés. Antes de que Pájaro del Bosque alcanzase siquiera a verlos, las sacerdotisas los pusieron en una bamboleante cesta forrada de edredones de plumas y los llevaron a la orilla del mismo arroyo donde Viento Primaveral había sorprendido a su amada, y después de echar la cesta al agua se alejaron.

Parte II De cómo Rana encontró una nueva madre

Lejos navegó aquella cesta, sobre aguas frescas y sal. Otros niños habrían muerto, pero los hijos de Viento Primaveral no podían morir, porque aún no habían crecido. Los acorazados monstruos del agua chapoteaban en torno a la cesta y los monos arrojaban en ella palos y cocos, pero la cesta siguió siempre a la deriva hasta que al fin llegó a una ribera donde dos hermanas pobres estaban lavando ropa. Al verla, las buenas mujeres se echaron a gritar, y como los gritos no servían de nada, se enrollaron las faldas en los cinturones y vadearon el río y llevaron la cesta a la orilla.

Puesto que las hermanas habían encontrado los niños en el agua, los llamaron Pez y Rana, y cuando se los mostraron a sus maridos, y se vio que eran niños de fuerza y hermosura notables, cada hermana eligió uno. La hermana que eligió a Pez era mujer de un pastor, y el marido de la hermana que eligió a Rana era leñador.

Esta hermana cuidó con abnegación a Rana y lo amamantó en su propio pecho, pues se daba el caso de que acababa de perder un hijo suyo. Cuando el marido iba a cortar leña a los bosques, ella cargaba el niño envuelto en un chal, y es así que los urdidores de la tradición dicen que era la más fuerte de las mujeres, pues llevaba un imperio sobre la espalda.

Transcurrió un año, al cabo del cual Rana había aprendido a estar de pie y dar algunos pasos. Una noche el leñador y su mujer estaban sentados ante su pequeña fogata en un claro de los bosques; y, mientras la mujer del leñador preparaba la cena, Rana se acercó desnudo al fuego y estuvo calentándose ante las llamas. Entonces el leñador, que era un hombre rudo y benévolo, le preguntó al pequeño: «¿Te gusta?»; y, aunque hasta entonces nunca había hablado, Rana asintió con la cabeza y dijo: «Flor roja». En ese momento, se dice, Estío Temprano se agitó en su cama de la montaña allende las costas de Urth.

El leñador y su mujer se quedaron perplejos, pero no tuvieron tiempo de decirse uno a otro qué había ocurrido, ni de intentar persuadir a Rana de que hablara otra vez, y ni siquiera de ensayar lo que le dirían al pastor y su mujer cuando al día siguiente se encontraran con ellos. Pues en eso llegó al claro un ruido horrible; dicen los que lo han escuchado que es el ruido más pavoroso del mundo de Urth. Tan pocos de quienes lo oyeron han sobrevivido, que no tiene nombre, aunque se parece un poco al zumbido de las abejas, y un poco al sonido que harían los gatos si los gatos fuesen más grandes que las vacas, y algo al primer ruido que aprenden a hacer los lanzavoces, un ronroneo gutural que parece provenir de todas partes a la vez. Era la canción que canta el esmilidonte cuando se ha acercado con sigilo a su presa, la canción de la que incluso los mastodontes se asustan tanto que huyen por donde no deben y son apuñalados por detrás.

Sin duda el Pancreador conoce todos los misterios. Él pronunció la larga palabra que es nuestro universo, y suceden pocas cosas que no sean parte de esa palabra. Por voluntad suya, entonces, no lejos del fuego se alzaba un otero, donde en días muy antiguos había habido una gran tumba; y aunque el pobre leñador y su mujer no lo sabían, allí habían hecho su guarida dos lobos: una casa baja de techo y gruesa de paredes, con galerías iluminadas por lámparas verdes que bajaban por entre túmulos en ruinas y urnas rotas; es decir, lo que a los lobos les encanta. Allí estaba el lobo chupando el húmero de un corifodonte, y la loba, su esposa, con los cachorros contra los pechos.

Oyeron cerca la canción del esmilodonte y maldijeron en el Idioma Gris, como maldicen los lobos, porque ninguna bestia legítima caza cerca de la guarida de otra de especie cazadora, y los lobos se llevan bien con la luna.

Terminada la maldición, la loba dijo: —¿Qué bestia será esa que el Carnicero, el estúpido asesino de caballos de río, ha encontrado, cuando tú, oh esposo mío, que olfateas las lagartijas que retozan en las rocas de las montañas que suben allende Urth, te has conformado con morder un palo reseco?

—Yo no devoro carroña —contestó tajante el lobo—. Ni arranco lombrices de la hierba matutina, ni cazo ranas en los bajíos.

—Tampoco el Carnicero canta para ellos —dijo la mujer.

Entonces el lobo alzó la cabeza y olisqueó el aire. —Acecha al hijo de Mesquia y a la hija de Mesquiana, y sabes que de esa carne nunca sale nada bueno. La loba tuvo que asentir, porque sabía que, entre todas las criaturas vivientes, los hijos de Mesquia son los únicos que matan a todos cuando es asesinado uno de los suyos. Es por eso que el Pancreador les dio Urth, y ellos rechazaron la dádiva.

Acabada su canción, el Carnicero rugió como para hacer temblar las hojas de los árboles; luego gimió, porque las maldiciones de los lobos son maldiciones fuertes mientras brilla la luna.

—¿Cómo es que se queja? —preguntó la loba, que estaba lamiéndole la cara a una de sus hijas.

El lobo volvió a olisquear.

—¡Carne quemada! Se ha metido en el fuego. —Se rieron los dos como ríen los lobos, en silencio, mostrando los dientes; tenían las orejas erguidas como tiendas en el desierto, porque escuchaban cómo el Carnicero tropezaba entre las ascuas buscando a su presa.

Sucedió que la puerta de la guarida de los lobos estaba abierta, pues cuando cualquiera de los mayores se encontraba en casa no les importaba quién entrase, y pocos de los que pasaban volvían a salir. El umbral, que había estado pleno de luz de luna (pues la luna siempre es bienvenida en las casas de los lobos) se oscureció. En él había un chico, un poco asustado, acaso, de la oscuridad, pero husmeando el olor fuerte de la leche. El lobo gruñó, pero la loba dijo con su voz más maternal:

—Entra, hijito de Mesquia. Aquí podrás beber, y estar limpio y caliente. Aquí tienes los compañeros de juegos de ojos brillantes y pies rápidos, los mejores del mundo.

Al oír aquello el niño entró, y la loba apartó a sus cachorros ahítos de leche y se lo puso contra el pecho.

—¿De qué sirve una criatura así? —dijo el lobo. La loba se rió.

—¿Y lo preguntas tú, que puedes chupar un hueso de la cacería de la luna pasada? ¿Te acuerdas de cuando estalló la guerra por aquí y el ejército del príncipe Viento Primaveral arrasó la tierra? En ese tiempo no nos acosó ninguno de los hijos de Mesquia, porque se acosaban entre ellos. Después de las batallas salimos, tú y yo y todo el Senado de los Lobos, y hasta el Carnicero, y El Que Ríe, y el Asesino Negro, y nos movimos entre los muertos y los moribundos eligiendo lo que queríamos.

—Es verdad —dijo el lobo—. El príncipe Viento Primaveral hizo grandes cosas por nosotros. Pero ese cachorro de Mesquia no es él.

La loba se limitó a sonreír y dijo: —Le huelo el humo de la batalla en el pelaje de la cabeza y en la piel. —Era el humo de la Flor Roja.—Tú y yo seremos polvo cuando de la puerta de la muralla parta la primera columna, pero esa columna engendrará mil más que alimentarán a nuestros hijos y sus hijos, y a los hijos de sus hijos.

El lobo asintió, porque sabía que la loba era más sabia que él, y que así como él olía cosas que estaban más allá de las costas de Urth, ella veía los días allende las lluvias del año siguiente.

—Lo llamaré Rana —dijo la loba—. Porque es cierto que el Carnicero cazaba ranas, como tú dijiste, oh esposo mío. —Creía haber dicho aquello para halagar al lobo, que tan prestamente había consentido; pero lo cierto era que en Rana corría sangre de los de la cumbre de más allá de Urth, y los nombres de los que llevan esa sangre no pueden esconderse mucho tiempo.

Fuera resonó una risa salvaje. Era la voz de El Que Ríe, que exclamaba: —¡Está allí, Señor! ¡Allí, allí, allí! ¡Aquí, aquí, aquí está el rastro! ¡Entró por allí, por esa puerta!

—Ya ves —comentó el lobo— lo que se consigue nombrando al diablo. Nombrar es llamar. Así es la ley. —Y sacó la espada y acarició el filo.

El umbral volvió a oscurecerse. Era un umbral angosto, pues sólo los necios y los templos tienen umbrales anchos, y los lobos no son necios; Rana había ocupado la mayor parte. Ahora el Carnicero lo ocupaba todo, volviendo los hombros para poder meterlos y agachando la enorme cabeza. Como el muro era muy grueso, el umbral parecía un pasadizo.

—¿Qué buscas?—preguntó el lobo, y lamió el plano de la espada.

—Lo que es mío, y sólo eso —dijo el Carnicero. Los esmilodontes luchan con un puñal curvo en cada mano, y éste era mucho más grande que el lobo, pero no quería enzarzarse en una batalla en ese lugar cerrado.

—Nunca fue tuyo —dijo la loba. Dejando a Rana en el suelo, se acercó tanto al Carnicero que éste podría haberla golpeado si se hubiera atrevido. Los ojos de la loba lanzaban destellos de fuego—. Cazabas ¡legalmente, ibas tras una presa ilegal. Ahora ha bebido de mí y es lobo para siempre, consagrado a la luna.

—He visto lobos muertos —dijo el Carnicero.

—Sí, y has comido carne de lobo, aunque diría yo que hasta para las moscas era mala. Tal vez comas la mía, si un árbol me cae encima.

—Dices que es un lobo. Habrá que llevarlo ante el Senado. —El Carnicero se relamió, pero con una lengua seca. A campo abierto se habría enfrentado con el lobo, quizá; pero no tenía ganas de enfrentarse a la pareja, y sabía que si cruzaba el umbral le arrebatarían a Rana y se retirarían a los pasajes subterráneos entre los derruidos sillares de la tumba, donde muy pronto tendría a la loba a sus espaldas.

—¿Y tú qué tienes que ver con el Senado de los Lobos?—preguntó la loba.

—Tal vez tanto como él —dijo el Carnicero, y se fue a buscar carne más fácil.

Parte III El oro del Asesino Negro

El Senado de los Lobos se reúne bajo cada luna llena. Todos los que pueden acuden, pues se supone que el que no lo hace es porque planea una traición, ofreciéndose, acaso, a cuidar el rebaño de los hijos de Mesquia a cambio de mendrugos. Si un lobo falta a dos Senados, al regresar ha de afrontar un juicio, y si el Senado lo declara culpable muere a manos de las lobas.

Los cachorros también han de presentarse al Senado, para que cualquier lobo adulto que lo desee pueda inspeccionarlos y comprobar que su padre era un lobo de verdad. (A veces, por despecho, alguna loba trampea con un perro, pero aunque los hijos de los perros suelen parecerse mucho a los cachorros de lobo, siempre tienen en alguna parte una mancha blanca, porque blanco era el color de Mesquia, quien recordaba la luz pura del Pancreador; y sus hijos la siguen dejando como marca en todo lo que tocan.) Así pues, en luna llena la loba compareció ante el Senado de los Lobos, y los cachorros jugaban a sus pies, y Rana —que parecía ciertamente una rana cuando la luna atravesaba las ventanas y le teñía la piel de verde— estaba junto a ella agarrado al pelaje de la falda. El presidente de la Manada ocupaba el asiento más alto, y si lo sorprendía ver comparecer ante el Senado a un hijo de Mesquia, sus orejas no lo demostraban. Cantó:

¡Helos aquí, cinco son!

¡Hijos e hijas que vivos nacieron!

¡Si san falsos, decid cómo, oh, oh!

¡Si vais a hablar, hablad ahora, ah, ah!

Cuando se presentan los lobeznos ante el Senado, si son desafiados los padres no pueden defenderlos; pero en cualquier otra ocasión, todo intento de hacerles daño se considera asesinato.

—¡Hablad AHORA, AH AH.!—Los muros devolvieron el eco, así que en las cabañas del valle los hijos de Mesquia trancaron las puertas, y las hijas de Mesquiana abrazaron a sus propios hijos.

Entonces el Carnicero, que había estado esperando detrás del último lobo, se adelantó.

—¿Por qué os demoráis? —les dijo—. Yo no soy listo; tengo demasiada fuerza para serlo, como bien comprenderéis. Pero ahora hay aquí cuatro lobeznos, y un quinto que no es un lobezno sino mi presa.

A esto el lobo preguntó: —¿Qué derecho tiene él de hablar aquí? Está claro que él no es un lobo.

Una docena de voces respondieron: —Cualquiera puede hablar, si su testimonio lo pide un lobo. ¡Habla, Carnicero!

Entonces la loba aflojó la espada en la vaina y se preparó para el último combate si era eso lo que se presentaba. Parecía un demonio, con la cara enjuta y los ojos refulgentes, pues a menudo un ángel no es sino un demonio que se interpone entre nosotros y nuestro enemigo.

—Decís que no soy lobo —continuó el Carnicero—. Y decís bien. Sabemos cómo huele un lobo, y conocemos su aspecto y el ruido que hace. Esa loba ha tomado como cachorro a este hijo de Mesquia, pero todos sabemos que ningún cachorro se vuelve lobo porque tenga a una loba por madre.

El lobo gritó: —¡Es lobo todo aquel cuyos padres sean lobos! ¡Yo tomo por hijo a este cachorro!

Esto provocó risas. Cuando se apagaron, una voz extraña siguió riendo. Era El Que Ríe, que había ido a asesorar al Carnicero ante el Senado de los Lobos.

—¡Eso lo han dicho muchos, jo, jo! ¡Pero sus cachorros han alimentado a la Manada! —exclamó.

El Carnicero dijo entonces: —Los mataron por el pelaje blanco. La piel está debajo del pelaje. ¿Cómo es posible que éste viva? ¡Dádmelo a mí!

—Han de hablar dos —anunció el presidente—. Es lo que exige la ley. ¿Quién habla en favor de este cachorro? Es un hijo de Mesquia, pero ¿es lobo también? Han de defenderlo dos que no sean sus padres.

Entonces se levantó el Desnudo, a quien se considera miembro del Senado porque instruye a los lobos jóvenes.

—Nunca he instruido a ningún hijo de Mesquia —dijo—. Puede que me sirva para aprender algo. Lo defenderé.

—Otro dijo el presidente—. Tiene que hablar uno más.

Sólo hubo silencio. Entonces, desde el fondo de la sala, avanzó a largos pasos el Asesino Negro. Al Asesino Negro le teme todo el mundo porque, aunque lleva una capa suave como la piel del lobezno más joven, los ojos le arden en la noche.

—Aquí ya han hablado dos que no son lobos. ¿No puedo hablar yo también? Tengo oro. —Mostró una bolsa.

—¡Habla! ¡Habla! Mamaron cien voces.

—La ley también dice que se puede comprar la vida de un cachorro —dijo el Asesino Negro, y se volcó el oro en la mano, y así rescató un imperio.

Parte IV Pez en el surco

Si se contaran todas las aventuras de Rana —cómo vivió entre los lobos, y aprendió a cazar y luchar—, llenarían muchos libros. Pero los que llevan la sangre del pueblo de la cumbre de más allá de Urth siempre acaban por sentir su llamada; y llegó el día en que Rana llevó fuego al Senado de los Lobos y dijo: —He aquí la Flor Roja. En su nombre yo gobierno. -Y como nadie se le oponía condujo a los lobos y los llamó pueblo de su reino, y pronto acudieron a él tanto hombres como lobos, y aunque apenas era un muchacho, siempre parecía más alto que los hombres que lo rodeaban, porque llevaba la sangre de Estío Temprano.

Una noche en que se abrían las rosas silvestres, ella acudió a él en un sueño y le habló de la madre, Pájaro del Bosque, y del padre y del tío, y del hermano. Él encontró al hermano, que se había hecho pastor, y con los lobos y Asesino Negro y muchos hombres fueron a ver al rey y le exigieron su herencia. El rey era viejo y sus hijos habían muerto sin hijos, y les dio la herencia, y Pez tomó de ella la ciudad y las tierras de cultivo, y Rana las colinas salvajes.

Pero el número de hombres que lo seguían fue creciendo. Robaron mujeres de otros pueblos, y engendraron hijos, y cuando los lobos ya no hicieron falta, volvieron a los páramos, Rana juzgó que su gente debía tener una ciudad donde morar, con murallas que la protegieran cuando los hombres estuviesen en guerra. Fue a los rebaños de Pez y tomó una vaca blanca y un toro blanco y los unció aun arado, y con ellos aró un surco que marcaba dónde se alzaría el muro. Pez fue a pedir que le devolvieran los animales en momentos en que el pueblo se preparaba para la construcción. Cuando el pueblo de Rana le enseñó el surco y le dijo que eso iba a ser su muro, se rió y lo cruzó de un salto; y ellos, sabiendo que las cosas pequeñas que son ridiculizadas no crecen nunca, lo mataron. Pero entonces ya era un hombre pleno, de modo que la profecía hecha al nacimiento de Viento Primaveral se había cumplido.

Cuando Rana vio muerto a Pez, lo enterró en el surco para garantizar la fertilidad de la tierra. Pues así lo había instruido el Desnudo, a quien también llamaban el Salvaje, o Squanto.

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