Fui uno de los primeros invitados en llegar. Había más sirvientes ajetreados que máscaras, sirvientes que daban la impresión de haber empezado a trabajar sólo un momento antes, decididos a acabar en seguida. Encendían candelabros con lentes de cristal y coronas lucis colgadas de las ramas superiores de los árboles, sacaban bandejas de comida y bebida, las posaban, las cambiaban de lugar, luego las llevaban de vuelta a uno de los edificios abovedados; y aunque había un sirviente encargado de cada una de estas tareas, de vez en cuando (sin duda porque algo distinto atareaba a los otros) uno solo llevaba a cabo las tres.
Durante un rato vagué por los jardines, admirando las flores en esa luz crepuscular que rápidamente se apagaba. Luego, al observar que había gente disfrazada entre los pilares de un pabellón, entré a juntarme con ella.
Ya he descrito lo que podía ser una reunión así en la Casa Absoluta. Aquí, donde la sociedad era enteramente provinciana, la atmósfera parecía casi infantil: niños que jugaban con la ropa vieja de sus padres; vi hombres y mujeres vestidos de autóctonos, con manchas bermejas y pinceladas de blanco en la cara, y hasta un hombre que vestía de autóctono pese a que lo era, con un traje ni más ni menos auténtico que los otros, de modo que me sentí inclinado a reírme de él hasta que comprendí que aunque sólo él y yo lo sabíamos, este disfraz era en verdad el más original de todos, como si alguien se hubiera disfrazado de ciudadano de Thrax. En torno a todos esos autóctonos, reales y autoimaginados, había una cantidad de figuras no menos absurdas: oficiales vestidos de mujeres y mujeres vestidas de soldados, eclécticos fraudulentos como los autóctonos, gimnosofistas, nuncios y sus acólitos, eremitas, eidólones, zoántropos medio animales y medio humanos, y deodantes y remontados en harapos pintorescos, con los ojos salvajemente pintados.
Me descubrí pensando qué extraño sería que el Sol Nuevo, el propio Astro del Día, apareciese entonces tan de repente como había aparecido tiempo atrás, cuando se lo llamaba Conciliador, y apareciese allí porque era un lugar impropio y él siempre había preferido los lugares menos apropiados, viendo a esa gente con ojos de una frescura para nosotros imposible; y que, habiendo así aparecido, decretara por teurgia que todos ellos (a ninguno de los cuales yo conocía, como ninguno me conocía a mí) hubiesen de vivir para siempre los papeles que habían adoptado esa noche, los autóctonos doblados ante hogueras en montañesas chozas de piedra, los verdaderos autóctonos eternos burgueses en una mascarada, las mujeres lanzándose espada en mano tras los enemigos de la Mancomunidad, los oficiales bordando junto a ventanas del norte y alzando la vista y suspirando hacia caminos vacíos, los deodantes plañendo sus impronunciables abominaciones en el yermo, los remontados incendiando sus propios hogares y volviendo la mirada hacia las montañas; y únicamente yo inalterado, como se dice que inalterada se mantiene la luz a través de las transformaciones matemáticas.
Luego, mientras sonreía para mí bajo la máscara, me pareció que la Garra se me apretaba contra el esternón en su blanda bolsa de cuero, recordándome que el Conciliador no había sido un bufón, y que yo llevaba conmigo un fragmento de su poder. En ese momento, echando una mirada a la sala por sobre las plumas y los yelmos y las cabelleras hirsutas, vi una Peregrina.
Me abrí paso hacia ella lo más deprisa que pude, apartando a empujones a los que no se hacían a un lado. (Eran pocos, pues aunque ninguno creía que yo fuese lo que aparentaba, mi altura los llevaba a tomarme por un exultante, cuando no había ningún exultante cerca.)
La Peregrina no era ni joven ni vieja; bajo la estrecha máscara su rostro parecía un óvalo suave, refinado y remoto como el rostro de la madre sacerdotisa que me había permitido entrar en la tienda de la catedral después de que con Agia destruyéramos el altar. Como si jugara, sostenía una copita de vino, y cuando me arrodillé ante ella la dejó en una mesa para darme a besar los dedos.
—Absuélvame, Dominicellae —le supliqué—. He hecho el mayor de los daños a usted y sus hermanas. —La muerte nos daña a todos —respondió.
—No soy ella. —Entonces alcé los ojos para mirarla, y se me cruzó la primera duda.
Sobre el parloteo de la muchedumbre oí el siseo del aire que inspiraba: —¿No lo eres?
—No, Dominicellae. —Y, aunque ya dudara de ella, temí que se me escapara y estirándome aferré el ceñidor que le colgaba de la cintura.— Perdóneme, Dominicellae, pero ¿de veras es usted miembro de la orden?
Sin decir nada ella sacudió la cabeza, y luego se desplomó.
No es inhabitual que nuestros clientes finjan desmayarse en la mazmorra, pero la impostura se detecta con facilidad. El falso desvanecido cierra deliberadamente los ojos y así los mantiene. En un desmayo auténtico la víctima, que puede ser tanto hombre como mujer, pierde primero el dominio de los ojos, de modo que por un instante dejan de mirar exactamente en la misma dirección; a veces tienden a desaparecer bajo los párpados. Éstos, por su parte, rara vez se cierran del todo, porque cerrarlos no es un acto deliberado sino un mero reflejo de la relajación muscular. Por lo general se puede ver una fina media luna de esclerótica entre el párpado superior y el inferior, como vi yo cuando aquella mujer caía.
Varios hombres me ayudaron a llevarla a una alcoba, donde se dijo una buena cantidad de tonterías sobre el calor y la excitación, aunque no había habido ni una cosa ni otra. Durante un rato fue imposible echar a los mirones; luego se acabó la novedad, y casi tan imposible me habría sido retenerlos si lo hubiese deseado. A esas alturas la mujer de escarlata empezaba a moverse, y por una mujer de más o menos la misma edad, vestida como una niña, me había enterado de que era la esposa de un armígero cuya villa no estaba lejos de Thrax pero que había ido a Nessus por algún negocio. Volví entonces a la mesa a buscar la copita y le mojé los labios con el líquido rojo que contenía.
—No —dijo ella con voz débil—. No quiero… Es sangría y la detesto… Yo… sólo la elegí porque el color hace juego con mi disfraz.
—¿Por qué se desmayó? ¿Porque la tomé por una verdadera monja?
—No, porque adiviné quién es usted —dijo ella, y por un momento estuvimos callados, ella medio recostada aún en el diván al cual yo había ayudado a llevarla, y yo sentado a sus pies.
Reviví en mi mente el instante en que me había arrodillado ante ella; tengo, como he dicho, el poder de reconstruir así todos los momentos de mi vida. Ya] fin tuve que decir:
—¿Cómo lo supo?
—Si a cualquiera que llevase esas ropas le preguntaran si es la Muerte, respondería que sí…, porque estaría disfrazado. Hace una semana estuve en el tribunal del arconte, cuando mi marido acusó de robo a uno de nuestros peones. Ese día lo vi a usted de pie a un costado, con los brazos cruzados sobre la guarda de la misma espada que lleva ahora, y cuando le oí decir lo que dijo, cuando me besó la mano, lo reconocí y pensé… ¡Ah, no sé qué pensé! Que se había arrodillado porque iba a matarme, supongo. Por la manera en que estaba de pie, cuando lo vi en la corte, se habría dicho que era siempre galante con la pobre gente cuyas cabezas iba a seccionar, y sobre todo con las mujeres.
—Me arrodillé simplemente porque estoy ansioso por localizar a las Peregrinas, y su disfraz, como el mío, no parecía un disfraz.
—No lo es. Es decir, no estoy autorizada a usarlo, pero no lo han hecho mis criadas. Es un hábito auténtico. —Hizo una pausa.— ¿Sabe que ni siquiera sé su nombre?
—Severian. El suyo es Cyriaca; lo dijo una mujer mientras cuidábamos de usted. ¿Puedo preguntarle cómo llegó a tener esas ropas, y si sabe dónde están las Peregrinas?
—No será parte de su trabajo, ¿no? —Me miró un momento a los ojos, y luego meneó la cabeza.— Es una cuestión privada. Me educaron ellas. Yo era novicia, ¿sabe? Viajábamos por el continente, y yo solía recibir maravillosas lecciones de botánica mirando los árboles y las flores al pasar. A veces, cuando vuelvo a pensarlo, tengo la impresión de que pasábamos de palmeras a pinos en una semana, aunque sé que no puede ser cierto.
»Iba a hacer los últimos votos, y el año anterior cosen el hábito para que una pueda probárselo y le caiga justo, y también para que lo vea entre la ropa corriente cada vez que deshace el equipaje. Es como cuando una niña mira el traje de boda de la madre, que también fue de la abuela, sabiendo que se casará con él, si alguna vez se casa. Sólo que yo nunca llegué a llevar mi hábito, y cuando volví a casa, después de mucho esperar a que pasáramos cerca, porque no había nadie para escoltarme, lo traje conmigo.
»Hacía mucho que no me acordaba de él. Pero cuando recibí la invitación del arconte lo volví a sacar y decidí ponérmelo esta noche. Estoy orgullosa de mi silueta, y sólo tuvimos que hacerle algunos retoques. Creo que me sienta bien, y tengo cara de Peregrina, aunque me faltan los ojos de ellas. La verdad es que nunca tuve esos ojos, aunque pensara que me cambiarían cuando hiciera los votos, o después. La directora de novicias tenía esa mirada. Podía estar sentada cosiendo, y mirándole los ojos una se convencía de que veían los confines de Urth, donde viven los periscios, atravesando los viejos, raídos faldones y las paredes de la tienda, atravesándolo todo. No, no sé dónde están ahora las Peregrinas; dudo de que ellas mismas lo sepan, salvo quizá la Madre.
—Usted tendría amigas entre ellas, sin duda —le dije—. ¿No se quedó allí alguna de las novicias? Cyriaca se encogió de hombros: —Ninguna me escribió nunca. Realmente no lo sé.
—¿Se siente bastante repuesta como para volver al baile? —Una música empezaba a filtrarse en nuestra alcoba.
La cabeza no se le movió, pero vi que sus ojos, que mientras hablaba de las Peregrinas habían remontado los corredores de los días, giraban para mirarme de soslayo.
—¿Es eso lo que usted quiere hacer?
—Supongo que no. Nunca me siento del todo cómodo donde hay mucha gente, a menos que sean mis amigos.
—O sea que tiene algunos. —Parecía sinceramente asombrada.
—Aquí no… Bueno, aquí tengo una amiga. En Nessus tenía a los hermanos de nuestro gremio.
—Comprendo. —Titubeó.— No hay ninguna razón para que vayamos. Este asunto durará toda la noche, y cuando amanezca, si el arconte se sigue divirtiendo, bajarán las cortinas para que no entre la luz y tal vez hasta corran el palio sobre el jardín. Podemos quedarnos aquí cuanto se nos antoje, y cada vez que vengan los sirvientes tendremos la comida y la bebida que queramos. Cuando pase alguien con quien nos interese hablar, lo detendremos para que nos entretenga.
—Me temo que empezaré a aburrirla antes del amanecer —dije.
—En absoluto, porque no pienso permitirle hablar demasiado. Voy a hablar yo, y hacer que usted me escuche. Para empezar…, ¿sabe que es muy bien parecido?
—Sé que no lo soy. Pero como nunca me ha visto sin esta máscara, es imposible que sepa cómo soy. —Al contrario.
Se inclinó hacia adelante como para examinarme la cara por los orificios de los ojos. Su propia máscara, del mismo color que el vestido, era tan pequeña que parecía una mera convención: dos almendrados lazos de tela alrededor de los ojos; sin embargo, le daban un aire exótico que de otro modo no hubiera tenido, y también le daban, pienso, un aire de misterio, de ocultamiento que la aliviaba del peso de la responsabilidad.
—Estoy segura de que es usted un hombre muy inteligente, pero no ha estado en tantos bailes como yo, porque habría aprendido el arte de juzgar una cara sin verla. Es más difícil, claro, cuando la persona que una está mirando lleva una máscara de madera que no se adapta a la cara; pero aun así se pueden saber muchas cosas. Tiene el mentón puntiagudo, ¿no? Con un pequeño hoyuelo.
—Sí al mentón puntiagudo —repliqué—. No al hoyuelo.
—Miente para despistarme, o a lo mejor nunca se había fijado. Puedo juzgar los mentones observando las cinturas, sobre todo en los hombres. Cintura estrecha significa mentón afilado, y la máscara de cuero que lleva descubre lo suficiente y lo confirma. Aunque tenga los ojos muy hundidos, son grandes y movedizos, y en un hombre, sobre todo si el rostro es delgado, eso implica un hoyuelo en el mentón. Tiene pómulos altos — los contornos se delatan un poco bajo la máscara— y las mejillas chatas los hacen parecer más altos. Pelo negro, porque se lo veo en los dorsos de las manos, y labios delgados que se ven por la boca de la máscara. Si no puedo verlos enteros es porque se curvan y pliegan, lo cual es sumamente deseable en los labios de un hombre.
Yo no sabía qué decir, y para ser sincero habría dado bastante por irme en ese momento; al fin pregunté:
—¿Quiere que me quite la máscara y comprobemos la precisión de sus afirmaciones?
—Oh, no, no debe. No hasta que festejen la alborada. Además, ha de tener en cuenta mis sentimientos. Si se la quitara y yo descubriera que no es bien parecido, me privaría de una noche interesante. —Había estado incorporada en el diván. Ahora, sonriendo, volvió a reclinarse con el pelo desplegado como una gran aureola.— No, Severian, no debe desenmascararse la cara sino el espíritu. Más tarde lo hará, enseñándome lo que me enseñaría si usted fuera libre y pudiera hacer lo que se le antojara, y ahora contándome todo lo que quiero saber de usted. Viene de Nessus: eso ya me lo ha dicho. ¿Por qué tanto afán en encontrar a las Peregrinas?