XX — El círculo de los hechiceros

Con la primera luz del día entramos en la selva de la montaña como se entra en una casa. Detrás de nosotros el sol jugaba con la hierba y los arbustos y las piedras; atravesamos una intrincada cortina de enredaderas tan espesa que tuve que cortarla con la espada y ante nosotros no vi más que sombra y troncos altos como torres. Dentro no zumbaba un insecto ni gorjeaba un pájaro. No soplaba ningún viento. Al principio el suelo desnudo que pisábamos era casi tan rocoso como el de las laderas, pero no habíamos andado una legua cuando se hizo más blando, y al fin llegamos a una breve escalera que seguramente había sido tallada con una pala.

—Mira —dijo el niño, y señaló algo rojo, de forma extraña, que había en el escalón más alto.

Me detuve a mirarlo. Era una cabeza de gallo con los ojos perforados por agujas de un metal oscuro y con una tira de pellejo de serpiente en el pico.

—¿Qué es? —Al niño se le habían agrandado los ojos.

—Supongo que un conjuro.

—¿Y lo dejó una bruja? ¿Qué quiere decir? Intenté recordar lo poco que sabía del falso arte. De pequeña, Thecla había sido cuidada por una niñera que hacía y deshacía nudos para apresurar los nacimientos y afirmaba que a medianoche veía la cara del futuro esposo de Thecla (me pregunto si era la mía) reflejada en una bandeja donde se había servido pastel de bodas.

—El gallo —le dije al niño— es el heraldo del día, y en un sentido mágico puede decirse que cantando al amanecer trae el sol. Quizá lo hayan cegado para que no sepa cuándo amanece. El cambio de piel de la serpiente significa purificación o rejuvenecimiento. El gallo ciego se queda con la piel vieja.

—Pero ¿qué quiere decir? —volvió a preguntar el niño.

Le dije que no sabía. En el fondo yo estaba seguro de que era un conjuro contra el advenimiento del Sol Nuevo, y en cierta manera me dolió descubrir que alguien pudiera oponerse a esa renovación, que en mi infancia yo había esperado tan fervientemente, pero en la cual apenas creía. Al mismo tiempo era consciente de que tenía conmigo la Garra. Si la Garra llegaba a caer en manos de los enemigos del Sol Nuevo, seguramente la destruirían.

Menos de cien pasos más adelante había bandas de tela roja colgadas de los árboles; algunas eran lisas, pero otras llevaban escritos unos caracteres que no entendí, o, que quizás eran esos símbolos e ideogramas utilizados por quienes saben menos de lo que pretenden para imitar la escritura de los astrónomos.

—Será mejor que retrocedamos —dije—. O que demos un rodeo.

Apenas lo había dicho cuando oí un susurro a mis espaldas. Por un momento pensé realmente que las figuras que habían salido al sendero eran demonios, de ojos enormes y rayados de negro, blanco y rojo; luego me di cuenta de que sólo eran hombres desnudos con el cuerpo pintado. Tenían en las manos garras de hierro, que levantaron para mostrarme. Desenvainé TerminusEst.

—No te obstruiremos el paso —dijo uno—. Ve. Márchate, si quieres. —Me pareció que bajo la pintura tenía la piel pálida y el pelo rubio de los del sur.

—No sería juicioso hacerlo. Antes de que pudierais tocarme os mataría a los dos con esta larga hoja.

—Vete, pues —me dijo el rubio—. Si no te opones a dejarnos al niño.

Miré alrededor buscando a Severian. No sabía cómo, pero había desaparecido.

Sin embargo, si deseas que te lo devuelvan, dame tu espada y vendrás con nosotros. Sin atisbo alguno de miedo, el hombre pintado se me acercó y tendió las manos. Entre los dedos se le veían las garras de acero, sujetas a una fina barra de hierro que sostenía en la palma.— No volveré a pedírtelo —dijo.

Envainé la espada, luego me quité la correa que sostenía la vaina y le entregué todo.

Cerró los ojos. Tenía los párpados pintados de motas oscuras ribeteadas de blanco, como las marcas de ciertas orugas que querrían que los pájaros las tomaran por serpientes.

—Esto ha bebido mucha sangre. Sí —dije.

Los ojos se le abrieron de nuevo, y me miró sin parpadear. El rostro pintado —igual que el del otro, que estaba inmediatamente detrás— era tan inexpresivo como una máscara.

—Una espada recién forjada tendría poco poder aquí, pero ésta podría hacer daño.

—Confío en que me sea devuelta cuando mi hijo y yo partamos. ¿Qué habéis hecho con él?

No hubo respuesta. Pasando uno a cada lado mío, tomaron por el sendero en la dirección en que habíamos andado el niño y yo. Al cabo de un momento los seguí.

Podría llamar aldea el lugar adonde me llevaron, pero no era una aldea en el sentido corriente, no como Saltus, ni un lugar como los racimos de chozas de autóctonos que a veces se llaman aldeas. Aquí los árboles eran más grandes y estaban más separados de lo que yo había visto nunca en un bosque, y el dosel de hojas formaba un techo impenetrable a varios cientos de codos de altura. Tan grandes eran esos árboles, por cierto, que parecía que hubiesen crecido durante eras completas; una escalera llevaba a la puerta que había en un tronco, en el que se habían practicado ventanas. Construida sobre las ramas de otro había una casa de varios pisos, y algo como un gran nido de oropéndola colgaba de las ramas de un tercero. Trampas abiertas indicaban que el suelo que pisábamos estaba socavado.

Me llevaron a una de esas trampas y me dijeron que bajara por una precaria escalerilla que conducía a la oscuridad. Por un momento (no sé por qué) temí que se internara demasiado en cavernas tan profundas como las que había bajo la tenebrosa casa del tesoro en las tierras de los hombres-mono. No fue así. Después de bajar lo que sin duda no era más de cuatro veces mi altura y atravesar a gatas algo que parecía un ruinoso esterillado, me encontré en una habitación subterránea.

Arriba habían cerrado el escotillón, dejando todo a oscuras. Exploré a tientas el lugar y descubrí que medía unos tres pasos por cuatro. El suelo y las paredes eran de tierra, y el techo de leños sin descortezar; no había ninguna clase de mueble.

Nos habían apresado a eso de media mañana. Dentro de siete guardias oscurecería. Podía ser que antes de entonces me viera conducido a la presencia de alguien de autoridad. Si era así, haría lo posible por convencerlo de que el niño y yo éramos inofensivos y debía dejarnos marchar en paz. Si no, volvería a subir la escalera a ver si no podía romper el escotillón. Me senté a esperar.

Estoy seguro de que no dormí; pero usé la facilidad que tengo para convocar el tiempo pasado y así dejé ese lugar oscuro, al menos espiritualmente. Estuve un rato mirando, como cuando era pequeño, los animales de la necrópolis del otro lado del muro de la Ciudadela. Vi los gansos parecidos a puntas de flecha contra el cielo, y las idas y venidas del conejo y el zorro. Una vez más corrían para mí por la hierba, y con el tiempo dejaban huellas en la nieve. Triskele aparecía muerto, o eso parecía, entre los desechos detrás de la Torre del Oso; me acercaba a él, lo veía temblar y levantar la cabeza para lamerme la mano. Me sentaba junto a Thecla en su exigua celda, donde nos leíamos uno al otro en voz alta y nos deteníamos a discutir lo que habíamos leído. «El mundo se está parando como un reloj», decía ella. «El Increado ha muerto, ¿y quién lo recreará? ¿Quién podría?»

«Se supone que cuando muere el dueño de un reloj, éste se para.»

«Supersticiones.» Thecla me sacaba el libro de las manos para tenerlo en las suyas, que eran de dedos largos y muy frías. «Cuando el dueño muere, nadie pone más agua en el reloj. Muere, y las enfermeras miran el cuadrante y anotan el momento. Más tarde lo encuentran parado, y el momento es el mismo.»

Yo le contestaba: «Dices que se para antes que el dueño; entonces, el hecho de que el universo se esté parando no significa que el Increado esté muerto; sólo significa que nunca existió».

«Es que está enfermo. Mira a tu alrededor. Fíjate en este lugar, y en las torres que tienes encima. ¿Sabes que nunca lo has hecho, Severian?»

«Siempre se le puede decir a otro que vuelva a llenar el mecanismo», sugería yo, y luego, comprendiendo lo que había dicho, me ruborizaba.

Thecla se reía: «No te había visto así desde la primera vez que me quité el vestido para ti. Te llevé las manos a mis pechos y te pusiste rojo como una fresa. ¿Recuerdas? ¿Decirle a alguien que lo llene? ¿Qué se ha hecho del joven ateo?»

Yo le apoyaba la mano en el muslo: «Está confundido, como aquella vez, por la presencia de la divinidad».

«Entonces ¿no crees en mí? Pienso que tienes razón. Parece que soy el sueño de todo joven torturador: una prisionera hermosa, todavía intacta, que te llama para aplacar tu lujuria.»

Intentando ser galante, yo decía: «Sueños como tú están más allá de mi poder».

«Es evidente que no, pues estoy en tu poder en este mismo momento.»

Había algo con nosotros en la celda. Examiné la puerta atrancada y la lámpara de reflector plateado de Thecla, y luego todos los rincones. La celda se fue oscureciendo, y Thecla e incluso yo nos desvanecimos con la luz, pero no la cosa que se había entrometido en mi recuerdo.

—¿Quién eres y qué quieres de nosotros? —pregunté.

—Sabes muy bien quiénes somos, y nosotros sabemos quién eres tú. —La voz era serena y, pienso, tal vez la más autoritaria que haya oído en mi vida. Ni el mismo Autarca hablaba así.

—Y bien, ¿quién soy?

—Severian de Nessus, el lictor de Thrax.

—Soy Severian de Nessus —dije—. Pero ya no soy lictor de Thrax.

—De eso tendrías que convencernos.

Hubo un nuevo silencio, y al cabo de un tiempo entendí que mi interrogador, antes que hacerme preguntas, me obligaría, si yo deseaba recuperar la libertad, a explicarme ante él. Yo tenía muchas ganas de echarle las manos encima —no podía estar a más de unos codos de distancia—, pero sabía que muy probablemente estaba armado con las garras de acero que me habían mostrado los guardianes de la senda. También tenía ganas, y eso desde hacía un buen rato, de sacar la Garra de su bolsa de cuero, aunque nada habría sido más tonto.

—El arconte de Thrax —dije— quería que matara a cierta mujer. En vez de eso yo la liberé, y tuve que huir de la ciudad.

—Sorteando los puestos de guardia por arte de magia.

Yo siempre había estado convencido de que los hombres que se proclamaban hacedores de prodigios eran impostores; ahora, algo en la voz de mi interrogador sugería que aun mientras intentaban engañar a otros, esos hombres podían engañarse a sí mismos. Había una nota burlona, pero el objeto de la burla era yo, no la magia.

—Es posible —dije—. ¿Qué sabéis de mis poderes? —Que no bastan para liberarte de este lugar.

—No he intentado liberarme, y sin embargo ya estuve en libertad.

Eso lo perturbó.

—No estuviste en libertad. ¡Trajiste simplemente el espíritu de esa mujer!

Solté el aliento, procurando que el suspiro fuese inaudible. En la antecámara de la Casa Absoluta, una vez que Thecla había desplazado mi personalidad por un rato, una niña me había confundido con una mujer alta. Ahora, al parecer, la Thecla recordada había estado hablando por mi boca.

—Pues entonces está claro que soy un nigromante —exclamé—, capaz de invocar los espíritus de los muertos. Porque esa mujer está muerta.

—Nos dijiste que la habías dejado escapar.

—Era otra mujer, que sólo remotamente se parecía a aquélla. ¿Qué le habéis hecho a mi hijo?

—El no te llama padre. Vive de fantasías —dije.

No hubo respuesta. Al cabo de un rato me levanté y de nuevo pasé las manos por las paredes de mi prisión subterránea; eran de tierra, como antes. No había visto ninguna luz ni oído ningún ruido, pero me pareció que habría sido posible cubrir la trampa con alguna estructura portátil que excluyera la luz; y si estaba construido con habilidad, el escotillón podía levantarse silenciosamente. Subí el primer peldaño de la escalera, que crujió bajo mi peso.

Subí un peldaño más, y otro, y cada vez hubo un nuevo crujido. Intenté subir el cuarto peldaño, y sentí el cuero cabelludo y los hombros perforados como por puntas de dagas. Un hilo de sangre de la oreja derecha me resbaló por el cuello.

Retrocedí al tercer peldaño y tanteé por encima de mi cabeza. Lo que al entrar en la cámara subterránea me había parecido una estera raída era en verdad una docena o más de astillas de bambú, incrustadas de algún modo en las paredes del pozo con las puntas hacia abajo. Había bajado con facilidad porque mi peso las había doblado; ahora me impedían el ascenso como las púas de un arpón impiden que el pez se desprenda. Aferré una e intenté quebrarla pero, aunque lo habría conseguido con las dos manos, con una sola resultaba imposible. Disponiendo de luz y de tiempo habría podido abrirme paso; podía procurarme luz, quizá, pero no me atreví a arriesgarme. Salté de nuevo al suelo.

Otra vuelta por la habitación no me dijo más de lo que sabía; y sin embargo parecía inconcebible que mi interrogador hubiera trepado la escalerilla sin hacer ruido, aunque quizá poseía algún conocimiento especial que le permitía pasar entre los bambúes. Anduve por el suelo a gatas, y no me enteré de nada nuevo.

Traté de mover la escalera, pero estaba fija; de modo que empezando por el rincón más cercano al pozo, salté para tocar la pared en el punto más alto posible, y luego di medio paso al costado y volví a saltar. Cuando llegué a un punto más o menos opuesto al lugar donde había estado sentado, lo encontré: un agujero rectangular de alrededor de un codo de altura y dos de ancho, con el borde inferior ligeramente por encima de mi cabeza. Mi interrogador podía haberse descolgado de él en silencio, tal vez valiéndose de una soga, y vuelto a subir del mismo modo; pero era más probable que simplemente hubiese metido la cabeza y los hombros, para que la voz sonara como si realmente estuviera conmigo en el lugar. Me aferré lo mejor que pude al borde del agujero, di un salto y me encaramé.

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