18 S

31

– Todos los pasajeros que viajen a otros destinos…

– Eso es lo que necesito -murmuró Jack.

– ¿Qué necesita, señor? -preguntó la atenta azafata.

– Tránsito.

– ¿Cuál es su destino final, señor?

– No tengo ni idea. ¿Cuáles son las opciones?

La azafata se echó a reír.

– ¿Todavía espera viajar al este?

– Eso tiene sentido.

– Entonces puede escoger entre Tokio, Manila, Sidney o Auckland.

– Muchas gracias -dijo Jack, pensando que eso no lo ayudaba, pero añadió en voz alta-: Si decido pasar la noche en Hong Kong, tendría que pasar por el control de pasaportes, mientras que si estoy en tránsito…

La azafata le siguió la corriente.

– Cuando desembarque, señor, verá unos indicadores que lo dirigirán a la recogida de equipajes o a tránsito. ¿Ha enviado su equipaje o lo recogerá?

– No llevo equipaje -confesó Jack.

La azafata asintió, le dirigió una sonrisa y se fue a atender a otros pasajeros más cuerdos.

Jack comprendió que en cuanto desembarcara tendría que moverse deprisa si quería encontrar algún lugar disimulado desde donde observar el siguiente paso de Anna sin ser observado por su otro admirador.


Anna miró distraída a través de la ventanilla cuando el avión se posaba en la pista del aeropuerto de Chek Lap Kok.

Nunca olvidaría la experiencia de su primer vuelo a Hong Kong unos años atrás. Para empezar, la aproximación había sido normal, pero en el último momento, sin previo aviso, el piloto había efectuado un brusco viraje para dirigirse en línea recta a las colinas. Luego había descendido entre los rascacielos de la ciudad, algo que había hecho gritar a los novatos, antes de aterrizar bruscamente en la corta pista de Kowloon, como si estuviese haciendo una prueba para participar en una película bélica de 1944. Cuando el avión se detuvo, varios de los pasajeros aplaudieron. Anna agradeció que el nuevo aeropuerto le evitara pasar de nuevo por aquello.

Consultó su reloj. El vuelo llegaba con veintisiete minutos de retraso, pero aún quedaban dos horas para la siguiente conexión. Aprovecharía ese tiempo para comprar una guía de Tokio, ciudad que nunca había visitado antes.

El avión se dirigió a la terminal. Anna avanzó lentamente por el pasillo, sin impacientarse, mientras otros pasajeros recogían sus equipajes de mano. Miró en derredor, intrigada por saber si el hombre de Fenston vigilaba cada uno de sus movimientos. Intentó mantener la calma, aunque en realidad el pulso se le disparaba cada vez que un hombre miraba en su dirección. Se dijo que él seguramente ya había desembarcado y que ahora estaría al acecho. Quizá incluso sabía cuál era su destino final. Anna ya había decidido la mentira que le diría a Tina cuando hablaran por teléfono, y que enviaría al hombre de Fenston en la dirección opuesta.

Anna salió del avión y miró a un lado y otro en busca de los indicadores. Al final de un largo pasillo, una flecha dirigía a los pasajeros en tránsito hacia la izquierda. Se unió a un puñado de viajeros que iban a otros destinos, mientras que la mayoría de los pasajeros giraban a la derecha.

Al entrar en la zona de tránsito, se encontró en una ciudad de neón, mucho menos vieja que un reloj Swatch, que acechaba a la espera de los clientes cautivos para hacerse con sus divisas. Anna fue de una tienda a otra, admiró las últimas modas, los aparatos eléctricos, los teléfonos móviles y las joyas. Aunque vio varios artículos que en circunstancias normales hubiese considerado comprar, sus actuales apuros económicos solo le permitieron entrar en un quiosco-librería donde había un gran surtido de periódicos extranjeros y todos los éxitos de ventas, en varios idiomas. Fue hasta la sección de viajes, donde se encontró con una infinidad de publicaciones de países tan lejanos como Zanzíbar y Azerbaiyán.

Vio la sección japonesa, que incluía un estante dedicado a Tokio. Cogió la guía de Lonely Planet junto con una miniguía Berlitz de la capital. Comenzó a hojearlas.


Jack entró en una tienda al otro lado de la galería, desde donde podía ver a su presa sin obstáculos. Vio que estaba debajo de un gran cartel multicolor en el que ponía VIAJE. Le hubiese gustado estar lo bastante cerca como para descubrir qué libro era el que le hacía pasar las páginas con tanto interés, pero era un riesgo que no se podía permitir. Comenzó a contar los estantes en un intento por precisar cuál era el país que había monopolizado su atención.

– ¿Puedo ayudarlo, señor? -le preguntó la empleada detrás del mostrador.

– No, a menos que tenga unos prismáticos -respondió Jack, sin desviar la mirada de Anna.

– Varios -replicó la empleada-. ¿Puedo recomendarle este modelo? Es la oferta especial de la semana. Están rebajados de noventa a sesenta dólares, hasta agotar las existencias.

Jack se volvió para mirar a la joven, que cogió unos prismáticos de la estantería que tenía detrás y los dejaba sobre el mostrador.

– Muchas gracias -dijo Jack. Recogió los prismáticos y enfocó a Anna.

Continuaba pasando las páginas del mismo libro, pero Jack no conseguía ver el título.

– Me gustaría ver su último modelo. -Dejó la oferta especial sobre el mostrador-. Algo que pueda enfocar el cartel de una calle a cien metros.

La empleada se agachó para abrir la vitrina y sacó otro par.

– Son Leica, el modelo más alto de la gama, 12 x 50 -le explicó-. Le permitirá leer la etiqueta del café que sirven en aquel bar.

Jack enfocó la librería. Anna devolvió a su lugar el libro que había estado leyendo, y cogió el que estaba al lado. Tuvo que admitir que la empleada tenía razón: los prismáticos eran excelentes. Leyó la palabra Japón e incluso Tokio en letras más pequeñas en los rótulos de la estantería que tanto le interesaba a la mujer. Anna cerró el libro, sonrió y fue hacia la caja. También cogió un ejemplar del Herald Tribune mientras esperaba en la cola.

– ¿Qué le parecen? Son buenos, ¿no? -preguntó la vendedora.

– Muy buenos -contestó Jack, y los dejó en el mostrador-, pero me temo que exceden de mi presupuesto. Gracias de todas maneras -añadió, antes de salir de la tienda.

– Es curioso -le comentó la joven a su colega-. Ni siquiera llegué a decirle el precio.

Anna había llegado a la caja y pagaba sus compras cuando Jack se alejó en la dirección opuesta. Se unió a otra cola al final de la galería.

Cuando le llegó su turno, pidió un billete para Tokio.

– Sí, señor. ¿En qué vuelo, Cathay Pacific o Japan Airlines?

– ¿Cuándo salen?

– Los pasajeros de Japan Airlines embarcarán dentro de poco porque el vuelo sale dentro de cuarenta minutos. El vuelo 301 de Cathay tiene prevista la salida dentro de una hora y media.

– Japan Airlines, por favor. En clase business.

– ¿Cuántas maletas?

– Solo el equipaje de mano.

La empleada imprimió el billete, comprobó el pasaporte y le dijo:

– Vaya usted a la puerta setenta y uno, señor Delaney. Ya están a punto de embarcar.

Jack caminó de regreso hacia el café. Vio a Anna sentada en uno de los taburetes de la barra, absorta en el libro que acababa de comprar. Procuró al máximo evitar su mirada, porque estaba seguro de que ella se había dado cuenta de que la seguían. Jack dedicó los minutos siguientes a comprar artículos en tiendas que normalmente no hubiese visitado, todos necesarios a causa de la mujer sentada en un taburete del café. Acabó con una maleta, que aceptarían como equipaje de mano, un pantalón tejano, cuatro camisas, cuatro pares de calcetines, cuatro mudas, dos corbatas (oferta especial), maquinillas y crema de afeitar, loción para después del afeitado, jabón, cepillo de dientes y dentífrico. Se entretuvo en la farmacia a la espera de ver si Anna hacía algún movimiento.

– Último aviso para los pasajeros del vuelo 416 de Japan Airlines a Tokio. Por favor acudan inmediatamente a la puerta setenta y uno para embarcar.

Anna pasó otra página del libro, y Jack se convenció de que viajaría en el vuelo de Cathay Pacific que salía una hora más tarde. Esta vez él la estaría esperando. Tiró de la maleta y siguió los carteles para ir a la puerta setenta y uno. Fue uno de los últimos en subir al avión.


Anna consultó su reloj, pidió otro café y comenzó a leer el Herald Tribune. En todas las páginas había artículos sobre las secuelas del 11-S, y un amplio reportaje del oficio fúnebre celebrado en Washington con la presencia del presidente. ¿Su familia y sus amigos aún creían que estaba muerta, o solo desaparecida? ¿La noticia de que la habían visto en Londres ya había llegado a Nueva York? Era obvio que Fenston aún deseaba que todos la creyeran muerta, al menos hasta que pudiese hacerse con el Van Gogh. Todo cambiaría en Tokio, si… Algo le hizo levantar la cabeza y vio a un joven de cabellos oscuros que la mirada. Al verse descubierto, se apresuró a mirar en otra dirección. Anna saltó del taburete y fue a encararse con él.

– ¿Por alguna casualidad, me está siguiendo? -le espetó.

El joven la miró, sorprendido.

– Non, non, mademoiselle, mais peut-être voulez-vous prendre un verre avec moi?

– Esta es la primera llamada para…

Dos ojos más observaban a Anna mientras se disculpaba con el francés, pagaba la cuenta, y caminaba lentamente hacia la puerta sesenta y nueve.

Krantz solo dejó de mirarla cuando entró en el avión. Fue de los últimos pasajeros en subir a bordo. Al entrar, dobló a la izquierda y ocupó su habitual asiento de ventanilla en la primera fila. Krantz sabía que Anna estaba sentada al fondo de la clase turista, pero no tenía idea de dónde podía estar el norteamericano. ¿Había perdido el vuelo, o rondaba por Hong Kong en busca de Petrescu?

32

El vuelo de Jack aterrizó en el aeropuerto internacional de Narita, Tokio, con media hora de retraso, pero no se preocupó, porque aún les llevaba una hora de ventaja a las dos mujeres, que en ese momento estarían a diez mil metros de altura sobre el Pacífico. Pasó por el control de aduanas y fue al mostrador de información, donde preguntó a qué hora estaba prevista la llegada del vuelo de Cathay. Tardaría poco más de cuarenta minutos.

Se volvió hacia la puerta de llegadas, e intentó deducir en qué dirección iría Petrescu al salir. ¿Cuál sería su primera opción para ir a la ciudad? ¿Taxi, tren, autobús? Tendría que decidir en el tiempo que tardara en recorrer cincuenta metros. Si aún tenía el cajón, sin duda tendría que ser un taxi. Después de comprobar todas las otras posibles salidas, Jack cambió quinientos dólares en una oficina del Banco de Tokio; le dieron 53.868 yenes. Guardó el dinero en el billetero y volvió a la sala de llegadas, donde observó a la gente que esperaba delante de la puerta. Miró en derredor. Arriba, a la izquierda, había un entresuelo que daba a la sala. Subió la escalera para echar una ojeada. El lugar era pequeño, pero de todas maneras resultaba ideal. Había dos cabinas de teléfono junto a la pared, y si se situaba detrás de la segunda, podría mirar a los que salían sin ser visto. Jack miró el panel electrónico. El CX301 aterrizaría al cabo de veinte minutos. Tiempo más que suficiente para ocuparse de un último detalle.

Salió de la terminal y se puso en la cola de los taxis, organizada por un hombre vestido con un traje azul claro y guantes blancos, que no solo controlaba a los taxis sino que también dirigía a los pasajeros. Cuando le llegó su turno, Jack subió a un Toyota verde y le dijo al taxista, que lo miró sorprendido, que aparcara al otro lado de la calzada.

– Espere aquí hasta que vuelva -añadió. Dejó la maleta nueva en el asiento-. No tardaré más de media hora, cuarenta minutos como máximo. -Sacó un billete de cinco mil yenes de la cartera-. Puede dejar el taxímetro en marcha.

El conductor asintió, con la misma expresión de desconcierto.

Jack entró de nuevo en la terminal. El vuelo CX301 ya estaba en tierra. Subió al entresuelo y ocupó su lugar detrás de la segunda cabina de teléfonos. Esperó a ver quién sería el primero en salir por la puerta con la característica pegatina verde y blanca de Cathay Pacific en las maletas. Había pasado mucho tiempo desde que Jack había ido a recoger a una muchacha al aeropuerto, y mucho menos a dos. ¿Sería capaz de reconocer a su cita a ciegas?

El panel cambió de nuevo. Los pasajeros del vuelo CX301 se encontraban ahora en la recogida de equipajes. Jack prestó más atención. No tuvo que esperar mucho. Krantz fue la primera en salir; era lógico, tenía que buscar una posición desde donde vigilar a su objetivo. Se dirigió a la bulliciosa multitud de parientes y amigos, que no eran mucho más altos que ella, y se mezcló entre ellos antes de volverse. De vez en cuando, la multitud se movía lentamente, a medida que algunos se marchaban y otros ocupaban su lugar. Krantz se movía con la marea para que nadie se fijase en ella. Pero una melena corta rubia entre una raza de cabellos negros facilitaba la tarea de Jack. Si después ella seguía a Anna, Jack sabría a ciencia cierta a quién se enfrentaba.

Mientras Jack mantenía un ojo vigilante en la delgada, baja y nervuda mujer de la melena rubia, se volvió una y otra vez para controlar a los viajeros que ahora salían en pequeños grupos, varios de ellos con las etiquetas verdes y blancas en el equipaje.

Jack avanzó un paso con mucha cautela, mientras rogaba que ella no mirase hacia el entresuelo, pero la mujer mantenía la mirada fija en los recién llegados.

Seguramente había deducido que Anna solo disponía de tres caminos de salida, porque se había colocado estratégicamente para lanzarse en la dirección que su presa eligiese.

Jack metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta, sacó lentamente el último modelo de móvil Samsung, levantó la tapa y enfocó directamente a la multitud que tenía debajo. Por un momento la perdió de vista, luego un hombre mayor se adelantó para recibir a su visitante y ella quedó visible una fracción de segundo. Un clic, y desapareció de nuevo. Jack no dejaba de mirar repetidamente a los pasajeros, que aún continuaban saliendo. Cuando se giró de nuevo, una madre se agachó para coger en brazos a su hijo y Krantz apareció en el objetivo, otro click, y una vez más desapareció súbitamente. Jack se volvió en el instante en que Anna salía por las puertas batientes. Cerró la tapa del móvil, con el deseo de que alguna de las dos imágenes fuese suficiente para permitir a los técnicos que la identificasen.

Jack no fue el único que giró la cabeza cuando la esbelta rubia norteamericana entró en el vestíbulo empujando un carro con la maleta y una caja de madera. Retrocedió hacia las sombras en el momento que Petrescu se detuvo y miró hacia arriba. Leía los indicadores. Fue hacia la derecha. Un taxi.

Sabía que Petrescu tendría que ponerse en la larga cola para coger un taxi, así que dejó que las dos mujeres salieran de la terminal antes de bajar del entresuelo. Cuando lo hizo, dio un largo rodeo para ir hacia su taxi. Caminó hasta el final del vestíbulo, salió de la terminal, pasó por detrás de un autobús para bajar al aparcamiento subterráneo y siguió hasta el otro extremo del garaje para salir de nuevo a la superficie. Comprobó que el Toyota verde seguía aparcado, con el motor y el taxímetro en marcha. Se sentó en el asiento trasero y le dijo al conductor:

– ¿Ve a aquella rubia de pelo corto, que está séptima en la cola del taxi? Quiero que la siga, pero sin que se dé cuenta.

Jack miró a Petrescu, que era la quinta de la cola. Cuando le llegó su turno, no subió al taxi, sino que dio media vuelta y caminó lentamente hasta el final de la cola. Una chica lista, pensó Jack mientras esperaba ver cómo reaccionaría Pelopaja. Le tocó el hombro al taxista, y le ordenó: «No se mueva», cuando la mujer subió al taxi, que arrancó de inmediato y desapareció en una curva. Jack sabía que había aparcado un poco más allá a la espera de ver pasar a Petrescu. Al cabo de unos minutos, Petrescu llegó de nuevo a la cabeza de la cola. De nuevo tocó el hombro del taxista.

– Siga a aquella mujer, manténgase lejos, pero no la pierda.

– No es la misma mujer -protestó el conductor.

– Lo sé. Cambio de planes.

El taxista lo miró, perplejo. Los japoneses no entendían «cambio de plan».

Vio pasar el taxi en el que viajaba Petrescu camino de la autopista, y casi de inmediato un vehículo idéntico salió de una calle transversal para colocarse detrás. Por fin le había llegado a Jack la ocasión de ser el perseguidor y no el perseguido.

Por primera vez, Jack agradeció los famosos embotellamientos y reiterados atascos que son la norma aceptada por cualquiera que va desde el aeropuerto de Narita hasta el centro de la ciudad. Podía mantener la distancia sin perder de vista a ninguna de las dos.

Transcurrió otra hora antes de que el taxi de Petrescu se detuviese delante del hotel Seiyo, en el barrio de Ginza. Un botones se adelantó para ayudarla con el equipaje, pero en cuanto vio la caja de madera, llamó a un colega para que lo ayudase. Jack decidió no entrar en el hotel hasta algún tiempo después de que Petrescu y la caja hubiesen desaparecido en su interior. No hizo lo mismo Pelopaja. Ya se había colocado en el rincón más alejado del vestíbulo, con una visión despejada de las escaleras y los ascensores, fuera de la vista de los empleados del mostrador de recepción.

En el momento en que la vio, Jack salió inmediatamente a la rotonda de la entrada. Un botones se le acercó en el acto.

– ¿Necesita un taxi, señor?

– No, gracias. -Jack le señaló una puerta de cristal un poco más allá-. ¿Qué hay allí?

– El gimnasio del hotel, señor -respondió el botones.

Jack recorrió toda la rotonda y entró en el gimnasio. Fue hasta la recepción.

– ¿Su número de habitación, señor? -le preguntó un joven vestido con un chándal del hotel.

– No lo recuerdo.

– ¿Su nombre?

– Petrescu.

– Ah, sí, doctor Petrescu -leyó el joven en la pantalla de ordenador-. Habitación 118. ¿Necesita una taquilla, señor?

– Más tarde. Cuando venga mi esposa.

Se sentó junto a una ventana que daba a la rotonda y esperó a que reapareciese Anna. Observó que siempre había dos o tres taxis en la fila, así que seguirla no sería complicado. Pero si reaparecía sin la caja, tenía claro que Pelopaja, que seguía en el vestíbulo, pergeñaría algún plan para hacerse con el contenido.

Mientras esperaba pacientemente, sacó el móvil y llamó a Tom en Londres. Intentó no pensar en qué hora era.

– ¿Dónde estás? -preguntó Tom, cuando vio aparecer en la pantalla de su móvil el nombre «Poli bueno».

– En Tokio.

– ¿Qué hace allí Petrescu?

– No estoy seguro, pero no me sorprendería que estuviese intentando vender una pintura única a un coleccionista muy conocido.

– ¿Has descubierto quién es la otra parte interesada?

– No -respondió Jack-, pero conseguí hacerle un par de fotos en el aeropuerto.

– Bien hecho.

– Ahora mismo te las envío. -Tecleó un código en el móvil y las imágenes aparecieron en la pantalla del otro móvil al cabo de unos segundos.

– Son un poco borrosas -fue el comentario inmediato de Tom-, pero estoy seguro de que los técnicos las podrán limpiar lo bastante como para saber quién es. ¿Alguna otra información?

– Sí, cuando acabes con las fotos de los delincuentes estadounidenses, pasa a Europa oriental. Tengo la sensación de que es rusa, o posiblemente ucraniana.

– ¿No podría ser rumana? -propuso Tom.

– Dios, soy idiota perdido -dijo Jack.

– No tanto. Has sido lo bastante listo como para hacerle dos fotos. Nadie lo había conseguido, y bien podría resultar el mayor avance que hemos tenido hasta ahora en este caso.

– No me vendría nada mal un poco de gloria -manifestó Jack-, pero la verdad es que ambas saben de mi existencia.

– Entonces más vale que averigüe cuanto antes quién es. Te llamaré tan pronto como los muchachos del sótano descubran algo.


Tina apretó el interruptor colocado debajo de la mesa. Se encendió la pequeña pantalla en un rincón. Fenston hablaba por teléfono. Se conectó a su línea privada y escuchó.

– Tenía razón -dijo una voz-. Está en Japón.

– En ese caso es probable que tenga una cita con Nakamura. Tiene todos los detalles en su archivo. No olvide que conseguir la pintura es más importante que eliminar a Petrescu.

Fenston colgó el teléfono.

Tina estaba segura de que la voz encajaba con la mujer que había visto en el coche del presidente. Debía advertir a Anna.

Leapman entró en la habitación.

33

Anna salió de la ducha, cogió una toalla y comenzó a secarse el pelo. Echó una ojeada al reloj digital en una esquina de la pantalla del televisor. Eran poco más de las doce, hora en que la mayoría de los empresarios japoneses iba a comer a su club. No era el momento de molestar al señor Nakamura.

Acabó de secarse y se puso uno de los albornoces que había en el baño. Se sentó a los pies de la cama y encendió el ordenador portátil. Escribió su clave, MIDAS, y accedió al archivo de los coleccionistas de arte más ricos del mundo: Gates, Cohen, Lauder, Magnier, Nakamura, Rales, Wynn. Pulsó en el nombre japonés. «Takashi Nakamura, industrial. Universidad de Tokio 1966-1970, licenciado en ingeniería. UCLA 1971-1973, licenciado en económicas. Entró en Maruha Steel Company 1974, director 1989, director ejecutivo 1997, presidente 2001.» Anna buscó Maruha Steel. El balance del año anterior mostraba unos ingresos brutos de tres mil millones de dólares, con unos beneficios netos superiores a los cuatrocientos millones. El señor Nakamura era propietario del veintidós por ciento de la empresa, y según Forbes era el noveno hombre más rico del planeta. Casado, con tres hijos, dos mujeres y un varón. Debajo de otros intereses, solo aparecían dos palabras: golf y arte. No había detalles de su hándicap o de su valiosa colección de pintura impresionista, considerada como una de las mejores en manos particulares.

Nakamura había hecho varias declaraciones a lo largo de los años, referentes a que las pinturas eran propiedad de la compañía. Si bien Christie's nunca hacía públicos determinados asuntos, la gente del negocio del arte sabía que Nakamura no había podido quedarse con Los girasoles de Van Gogh, subastado en 1987, al verse superado por su viejo amigo y rival Yasuo Goto, presidente de Yasuda Fire and Marine Insurance Company, que había pagado 39.921.750 dólares.

Anna no había podido añadir gran cosa al perfil del señor Nakamura desde que había dejado Sotheby's. El Degas que había comprado para él, Clase de baile con Mme. Minette, había sido una sabia inversión, que Anna esperaba que él recordaría. No tenía ninguna duda de que había escogido al hombre indicado para dar el golpe.

Deshizo la maleta y escogió un elegante traje azul con una falda que le llegaba justo por debajo de las rodillas, una camisa crema, y zapatos azules de tacón bajo; nada de maquillaje ni joyas. Mientras planchaba el vestido, Anna pensó en el hombre que solo había visto una vez, y se preguntó si le habría causado una impresión duradera. Cuando acabó de vestirse, se miró en el espejo. Era exactamente el atuendo que un empresario japonés esperaba ver en un ejecutivo de Sotheby's.

Buscó el número del teléfono privado en el ordenador. Se sentó de nuevo a los pies de la cama, cogió el teléfono, respiró profundamente y marcó los ocho dígitos.

– Hai, Shacho-Shitso desu -anunció una voz aguda.

– Buenas tardes, me llamo Anna Petrescu. Quizá el señor Nakamura me recuerde de Sotheby's.

– ¿Tiene una entrevista con él?

– No. Yo solo quería hablar con el señor Nakamura.

– Un momento por favor, veré si está libre para aceptar su llamada.

¿Cómo podía esperar que él la recordara después de un único encuentro?

– Doctora Petrescu, es un placer que me haya llamado. ¿Está usted bien?

– Sí, gracias, Nakamura San.

– ¿Está usted en Tokio? Porque si no me equivoco es madrugada en Nueva York.

– Estoy aquí y me preguntaba si tendría usted la bondad de recibirme.

– No estaba usted en la lista de entrevistas, pero lo está ahora. Tengo media hora libre a las cuatro. ¿Le va bien?

– Sí, perfecto.

– ¿Sabe usted dónde está mi despacho?

– Tengo la dirección.

– ¿Dónde se aloja?

– En el Seiyo.

– No es el lugar habitual de Sotheby's, que, si no me equivoco, prefiere el Imperial. -Anna notó de pronto la boca seca-. Mi despacho está a unos veinte minutos del hotel. Será un placer verla a las cuatro. Adiós, doctora Petrescu.

Anna colgó y durante unos minutos no se movió de la cama. Intentó recordar las palabras exactas. ¿Qué había querido decir la secretaria cuando le preguntó si tenía una entrevista con él? ¿Por qué el señor Nakamura había dicho: «No estaba usted en la lista de entrevistas, pero lo está ahora»? ¿Acaso esperaba su llamada?


Jack se inclinó hacia delante para ver mejor. Dos botones salían del hotel cargados con la misma caja de madera que Anna había cambiado con Anton Teodorescu en las escalinatas de la academia, en Bucarest. Uno de ellos habló con el conductor del primer taxi de la fila, que se apeó para colocar la caja con mucho cuidado en el maletero. Jack se levantó sin prisas, con la precaución de permanecer fuera de la vista. Esperó con una cierta ansiedad, a sabiendas de que bien podría ser otra falsa alarma.

Miró hacia la parada de taxis: había cuatro en la fila. Echó una ojeada a la puerta del gimnasio y calculó que podría llegar al segundo taxi en unos veinte segundos.

Miró de nuevo hacia la puerta del hotel, y se preguntó si Petrescu estaba a punto de aparecer. Pero la persona que salió fue Pelopaja, que pasó junto al portero para ir hasta la calle. Jack sabía que la mujer no se subiría a uno de los taxis de la cola para evitar el riesgo de que alguien la recordara; un riesgo que Jack tendría que correr.

Una vez más dirigió su atención a la entrada, consciente de que Pelopaja se encontraba ahora en un taxi aparcado fuera de la vista, a la espera de verlos pasar.

Unos segundos más tarde, apareció Petrescu, vestida como si fuese a asistir a la reunión de una junta directiva. El portero la escoltó hasta el taxi y le abrió la puerta. El taxista se puso en marcha y se sumó al tráfico de la tarde.

Jack ya estaba sentado en el segundo taxi antes de que el portero pudiese abrirle la puerta.

– Siga a ese taxi -dijo Jack y se lo señaló a través del parabrisas-, y si no lo pierde, le pagaré el doble de lo que marque el taxímetro. -El conductor pisó el acelerador-. Pero tampoco que se note -añadió, con el convencimiento de que Pelopaja estaría en alguno de los numerosos taxis verdes que tenía delante.

El taxi de Petrescu dobló a la izquierda en Ginza y se dirigió hacia el norte, fuera de la elegante zona comercial y hacia el prestigioso sector empresarial Marunouchi. Jack se preguntó si ese podría ser el lugar de la cita con el posible comprador, y se descubrió a sí mismo sentado en el borde del asiento empujado por la emoción.

A la esquina siguiente una vez más el taxi giró a la izquierda y Jack repitió la orden: «No la pierda». El taxista cambió de carril, se acercó a una distancia de tres coches y se le pegó como una lapa. Los dos taxis se detuvieron en el siguiente semáforo en rojo. El intermitente del taxi de Petrescu indicaba que giraría a la derecha y, cuando el semáforo se puso verde, varios coches más la siguieron. Jack sabía que Pelopaja iba en uno de ellos. Entraron en la avenida de tres carriles, y Jack vio que todos los semáforos estaban en verde. Maldijo por lo bajo. Prefería los discos en rojo; parar y arrancar era siempre lo mejor cuando tenías que mantener el contacto con el objetivo.

Pasaron sin problemas por el primer verde y luego el segundo, pero cuando el tercer semáforo cambió a amarillo el taxi de Jack fue el último en llegar al cruce. Cuando pasaron por delante de los jardines del palacio imperial, le dio una palmadita en el hombro al taxista para felicitarlo. Se inclinó hacia delante y rezó para que el semáforo siguiente continuara verde. Cambió a amarillo en el momento en que pasaba el taxi de Petrescu. «Siga, siga», gritó Jack al ver que dos de los taxis seguían al de Anna, pero el chófer en lugar de pisar el acelerador a fondo y saltarse el semáforo, se detuvo mansamente. Jack ya iba a maldecirlo, cuando un coche de la policía apareció a su lado. Jack miró al frente. El Toyota verde de Anna se había detenido en el siguiente semáforo. Aún tenía una oportunidad. Los semáforos estaban coordinados y cambiaban con una diferencia de treinta segundos. Jack deseó con toda su alma que el coche de policía girara a la derecha para que ellos pudieran recuperar el terreno perdido, pero siguió a su lado. Vio cómo el taxi doblaba a la izquierda por la avenida Eitai-dori. Contuvo el aliento, y de nuevo rogó que el semáforo continuara en verde. No tuvo suerte. Cambió a amarillo y el coche de adelante se detuvo, sin duda al haber visto que detrás tenía un vehículo de la policía. A Jack se le hizo eterno el minuto que tardó en cambiar el semáforo. El taxista se apresuró a girar a la izquierda, pero se encontró con un mar de verde. Ya era una desgracia haber perdido a Petrescu y más grave todavía que Pelopaja probablemente la siguiera de cerca. Jack maldijo al coche de policía, que giró a la derecha y se alejó.

Krantz observó cómo el taxi pasaba al carril interior para ir a detenerse delante de un moderno edificio de mármol blanco en Otemachi. El cartel en la entrada, Maruha Steel Company, estaba escrito en japonés e inglés, algo habitual en los edificios de la mayoría de las compañías internacionales en Tokio.

Dejó que su taxi pasara por delante del edificio antes de indicarle al chófer que se acercara al bordillo. Se volvió para mirar a través del cristal trasero mientras Anna se apeaba. El chófer la siguió para abrir el maletero. Anna se acercó a él, y el portero se apresuró a bajar los escalones para ayudarlos. Krantz permaneció atenta a los movimientos de los dos hombres, que cargaron con la caja y la llevaron al interior del edificio.

Krantz esperó un minuto más mientras pagaba la carrera, salió del coche y se perdió en las sombras. Nunca se hacía esperar por un taxi a menos que fuese absolutamente imprescindible. De esa manera, era poco probable que la recordasen. Tenía que pensar deprisa, ante la posibilidad de que Petrescu reapareciese repentinamente. Recordó sus instrucciones. Su primera prioridad era recuperar la pintura. Una vez hecho esto, podía matar a Petrescu, pero como acababa de bajar del avión no disponía de un arma. Le tranquilizaba saber que el norteamericano ya no representaba una amenaza, y por un instante se preguntó si aún se encontraría rondando por Hong Kong con la intención de encontrar a Petrescu, la pintura o a ambas.

Todo indicaba que la pintura había llegado a su destino; había leído toda una página sobre el coleccionista en el expediente que le había dado Fenston. Si Petrescu reaparecía con el cajón sería la señal que había fracasado, cosa que facilitaría a Krantz el cometido de sus dos misiones. Si en cambio salía solo con el maletín, tendría que tomar una decisión instantánea. Echó una ojeada para asegurarse de que había taxis disponibles. Pasaron varios en cuestión de minutos, la mitad de ellos desocupados.

La siguiente persona en salir del edificio fue el taxista, que se sentó al volante del Toyota. Krantz esperó a ver si lo seguía Petrescu, pero el taxista arrancó a la búsqueda de su próximo cliente. Krantz tuvo la sensación de que sería una larga espera.

Permaneció en la sombra de una tienda al otro lado de la calle. Miró a un lado y otro de la calle llena de tiendas de marca que despreciaba, hasta que su mirada se detuvo en una tienda de la que solo había leído en el pasado y que siempre había querido visitar; no era un local de Gucci, Burberry o Calvin Klein, sino la Nozaki Cutting Tool Shop, que se agazapaba incómoda entre sus nuevos vecinos.

Krantz se sintió atraída hacia la entrada como una limadura hacia un imán. Al cruzar la calle, mantuvo la mirada fija en la puerta de la Maruha Steel Company por si Petrescu salía de improviso. Sospechaba que la reunión de Petrescu con el señor Nakamura duraría bastante. Después de todo, ni siquiera él gastaría tal cantidad de dinero sin que le respondieran a unas cuantas preguntas.

Una vez en la otra acera, Krantz contempló el escaparate, como un niño para quien la Navidad ha llegado tres meses antes. Tenacillas, cortaúñas, tijeras para zurdos, cortaplumas Swiss Army, tijeras de sastre, un machete Victorinox con una hoja de cincuenta centímetros, eran meros comparsas de la espada samurai de ceremonia del siglo xviii. Krantz se dijo que había nacido en el siglo equivocado.

Entró en el local y se encontró con centenares de cuchillos de cocina, que habían hecho famoso al señor Takai, descendiente de un samurai. Vio al propietario en un rincón, dedicado a afilar los cuchillos para sus clientes. Lo reconoció en el acto, y le hubiese gustado estrechar la mano del maestro -su equivalente de Brad Pitt- pero comprendió que debía renunciar a ese placer.

Sin perder de vista la puerta principal de la compañía, comenzó a buscar entre los cuchillos hechos artesanalmente, afilados como navajas y engañosamente ligeros, con el nombre nozaki estampado en el lomo de cada hoja, como si, lo mismo que Cartier, quisieran recalcar que no era aceptable una falsificación.

Krantz se había resignado hacía tiempo a no poder llevar su arma favorita en un avión, así que la única alternativa era comprar un producto local en el país que fuese que Fenston necesitaba cerrar para siempre la cuenta de un cliente.

Empezó el lento proceso de selección acompañado por la serenata de los suzumuschi, los grillos campanas, encerrados en las diminutas jaulas de bambú colgadas del techo. Miró de nuevo la entrada al otro lado de la calle, pero seguía sin haber señales de Petrescu. Volvió a su tarea, y probó primero las diferentes clases de cuchillos -fruta, verdura, carne, pan- para saber el peso, el equilibrio y el tamaño de la hoja. No podía tener más de veintidós centímetros y nunca menos de diez.

En cuestión de minutos había reducido la lista a tres; se decidió finalmente por el premiado Global GS5 con una hoja de catorce centímetros, que podía cortar un cuarto trasero de ternera como si fuese un melón maduro.

Le dio el instrumento elegido a un empleado -tenía un cuello muy delgado-, que le sonrió mientras lo envolvía en papel de arroz. Krantz pagó en yenes. Los dólares hubiesen llamado la atención, y no tenía una tarjeta de crédito. Dirigió una última mirada al señor Takai antes de salir a su pesar de la tienda para regresar al anonimato de las sombras al otro lado de la calle.

Mientras esperaba a que saliera Petrescu, quitó el papel de arroz de su última adquisición, desesperada por probarla. Deslizó el cuchillo en una vaina hecha a medida para que encajara en el interior de sus vaqueros. Encajó a la perfección, como un arma en la funda.

34

La recepcionista no ocultó la sorpresa cuando el portero apareció cargado con una caja de madera. Se llevó las manos a la boca, una respuesta de una vivacidad poco habitual en un japonés.

Anna no le dio ninguna explicación, solo su nombre. La recepcionista buscó en la lista de solicitantes, que serían entrevistados por el presidente aquella tarde, y marcó una tilde junto a «Doctora Petrescu».

– En estos momentos el señor Nakamura está entrevistando a otro candidato -dijo-, pero no tardará en desocuparse.

– ¿Los entrevista para qué? -preguntó Anna.

– No lo sé -respondió la mujer, evidentemente intrigada porque un postulante hiciera esa pregunta.

Anna se sentó en la recepción y miró la caja apoyada contra la pared. Sonrió al pensar en cómo le pediría a alguien que se desprendiera de sesenta millones de dólares.

La puntualidad es algo sagrado para los japoneses, así que Anna no se sorprendió cuando una mujer elegantemente vestida apareció cuando faltaban dos minutos para las cuatro y la invitó a que la acompañase. Ella también miró la caja de madera, pero su única reacción fue preguntar:

– ¿Quiere que la lleven al despacho del presidente?

– Sí, por favor -contestó Anna, sin ofrecer más detalles.

La secretaria precedió a Anna por un largo pasillo, donde las puertas no mostraban ningún nombre, título o cargo. Cuando llegaron a la última, la mujer llamó discretamente, abrió la puerta y anunció:

– La doctora Petrescu.

El señor Nakamura se levantó y se acercó para saludar a Anna, que se había quedado boquiabierta. Una reacción que no había sido provocada por el hombre bajo, delgado y de cabellos oscuros que vestía un traje hecho en Milán o París. Era el despacho lo que había dejado a Anna con la boca abierta. La habitación era cuadrada y una de las cuatro paredes era de cristal. Anna contempló el plácido jardín, el arroyo que serpenteaba de un extremo a otro, cruzado por un puente de madera y bordeado por sauces, cuyas ramas caían sobre las balaustradas.

En la pared detrás de la mesa del presidente colgaba una soberbia pintura que reproducía exactamente el jardín. Anna cerró la boca y se volvió hacia su anfitrión.

El empresario sonrió, evidentemente encantado con el efecto creado por Monet, pero su primera pregunta también la sorprendió.

– ¿Cómo consiguió sobrevivir al 11-S, cuando, si la memoria no me falla, su despacho estaba en la Torre Norte?

– Fui muy afortunada -contestó Anna en voz baja-, si bien me temo que algunos de mis colegas…

El señor Nakamura levantó una mano.

– Le pido perdón, ha sido un error de mi parte. ¿Comenzamos la entrevista con una prueba de su notable memoria fotográfica, y me responderá primero de dónde provienen las tres pinturas en esta habitación? ¿Quizá primero el Monet?

– Sauces en Vetheuil. Su anterior propietario era el señor Clark de Sangton, Ohio. Formó parte de la compensación que recibió la señora de Clark cuando su marido decidió separarse de ella, su tercera esposa, cosa que significó tristemente para él tener que separarse de su tercer Monet. Christie's vendió el óleo por veintiséis millones de dólares, pero no sabía que fuese usted el comprador.

El hombre mostró la misma sonrisa de placer.

Anna volvió su atención a la pared opuesta.

– Desde hacía tiempo -respondió después de una breve pausa-, me preguntaba qué se habría hecho de este cuadro. Es un Renoir, por supuesto. Madame Duprez y sus hijos, también conocido como La clase de lectura. Fue vendido en París por Roger Duprez, cuyo abuelo se lo había comprado al artista en 1868. Por lo tanto, no tengo manera de saber cuánto pagó usted por el óleo -añadió Anna, y miró la última obra-. Es muy fácil -declaró con una sonrisa-. Es una de las últimas pinturas que presentó Manet en el Salón, probablemente pintada en 1871. Lleva el título de Cena en el Café Guerbois. Habrá observado que la amante aparece sentada en la esquina derecha y mira directamente al artista.

– ¿El anterior propietario?

– Lady Charlotte Churchill, quien, tras la muerte de su marido, se vio obligada a venderlo para pagar los derechos reales.

Nakamura se inclinó ceremoniosamente.

– El cargo es suyo.

– ¿El cargo, Nakamura San? -replicó Anna, desconcertada.

– ¿No está aquí para solicitar el cargo de director de mi fundación?

– No -respondió Anna, que de pronto comprendió a qué se refería la recepcionista cuando le dijo que el presidente entrevistaba a otro candidato-. Si bien me halaga que me tuviese en cuenta, Nakamura San, la verdad es que vengo a verlo por un asunto diferente.

El presidente asintió sin disimular la desilusión, y entonces miró la caja.

– Un pequeño regalo -explicó Anna, con una sonrisa.

– Si es así, y perdone la broma, no puedo abrir su presente hasta después de que se marche, de lo contrario la ofendería. -Anna asintió, conocedora de la costumbre-. Por favor, siéntese.

Anna sonrió de nuevo.

– ¿Cuál es el verdadero propósito de la visita? -preguntó él al tiempo que se reclinaba en la silla y la miraba fijamente.

– Creo que tengo una pintura a la que no podrá resistirse.

– ¿Mejor que el pastel de Degas? -preguntó Nakamura, con un tono que reflejaba su placer.

– Oh, sí -respondió ella, quizá con excesivo entusiasmo.

– ¿El artista?

– Van Gogh.

El presidente sonrió con una sonrisa inescrutable que no ofrecía ninguna pista sobre si estaba o no interesado.

– ¿Título?

– Autorretrato con la oreja vendada.

– Con el famoso grabado japonés reproducido en la pared detrás del pintor, si no recuerdo mal.

– Paisaje con geishas, una prueba de la fascinación de Van Gogh por la cultura japonesa.

– Tendría que haberla bautizado Eva -afirmó Nakamura-. Pero ahora es mi turno. -Anna pareció sorprenderse, pero no habló-. Deduzco que debe ser el Autorretrato de Wentworth, comprado por el quinto marqués, ¿no?

– Conde.

– Vaya, ¿por qué será que siempre me confundo con los títulos ingleses?

– ¿Propietario original? -preguntó Anna.

– El doctor Gachet, amigo y admirador de Van Gogh.

– ¿La fecha?

– El 1889, cuando Van Gogh vivía en Arlés, y compartía el estudio con Paul Gauguin.

– ¿Cuánto pagó el doctor Gachet por el cuadro? -preguntó Anna, consciente de que muy pocas personas en la tierra se hubiesen atrevido a provocar a ese hombre.

– Siempre se ha creído que Van Gogh solo vendió un cuadro en toda su vida: El viñedo rojo. Sin embargo, el doctor Gachet no solo era un gran amigo, sino indudablemente su benefactor y mecenas. En la carta que le escribió después de recibir la pintura, incluyó un talón de seiscientos francos.

– Ochocientos. -Anna abrió el maletín y le entregó una copia de la carta-. Mi cliente está en posesión del original -le aseguró.

Nakamura leyó la carta en francés, sin necesidad de un traductor. Miró a su visitante y sonrió.

– ¿En qué cantidad ha pensado?

– Sesenta millones de dólares -contestó Anna sin vacilar.

Por un momento, el rostro inescrutable pareció mostrar algo cercano a la intriga, pero permaneció en silencio durante unos segundos.

– ¿Por qué se minusvalora una obra maestra como esta? -acabó por preguntar-. Tiene que haber algunas condiciones añadidas.

– La compra no debe hacerse pública.

– Esa siempre ha sido mi costumbre, como usted bien sabe.

– No venderá la obra por lo menos en un plazo de diez años.

– Compro cuadros -señaló Nakamura-. Vendo acero.

– Durante el mismo período, la pintura no se exhibirá en ninguna galería.

– ¿A quién protege, jovencita? -preguntó Nakamura inesperadamente-. ¿A Bryce Fenston o a Victoria Wentworth?

Anna no respondió. Acababa de comprender por qué el presidente de Sotheby's había comentado en una ocasión lo arriesgado que era subestimar a este hombre.

– ¿Ha sido una impertinencia de mi parte preguntarlo? Le pido disculpas por ello. -Se levantó-. Quizá quiera permitirme tomarme esta noche para considerar su oferta. -Se inclinó ceremoniosamente para indicar que la entrevista había acabado.

– Por supuesto, Nakamura San. -Anna le devolvió el saludo.

– Por favor, apee el San, doctora Petrescu. En su terreno, no soy su igual.

Ella quería decirle: por favor, llámeme Anna; en su terreno, no sé nada; pero le faltó valor.

Nakamura se acercó a ella y miró la caja.

– Espero con ansia descubrir qué hay en la caja. Quizá podamos reunirnos de nuevo mañana, doctora Petrescu, después de tomarme un poco más de tiempo para considerar su propuesta.

– Muchas gracias, señor Nakamura.

– ¿Digamos a las diez? Enviaré a mi chófer para que la recoja a las diez menos veinte.

Anna se inclinó de nuevo y el señor Nakamura le correspondió. La acompañó hasta la puerta y la abrió.

– Lamento infinitamente que no solicitara usted el cargo -añadió como despedida.


Krantz continuaba esperando en las sombras cuando Petrescu salió del edificio. La reunión seguramente había ido bien porque la esperaba una limusina con el chófer junto a la puerta trasera abierta, y, lo que era mucho más importante, no había rastro alguno de la caja de madera. Krantz tenía dos opciones. Tenía claro que Petrescu regresaría a dormir al hotel, mientras que la pintura debía seguir en el edificio. Tomó una decisión.


Anna se reclinó en el asiento de la limusina y se relajó por primera vez en días, con la seguridad de que incluso si el señor Nakamura no aceptaba pagar los sesenta millones, le haría una oferta realista. ¿Por qué si no iba a poner el coche a su disposición e invitarla a volver al día siguiente?

Se bajó de la limusina en la puerta del Seiyo, y fue directamente a la recepción a recoger su llave antes de ir hacia los ascensores. De haber girado a la derecha y no a la izquierda, se hubiese encontrado de cara con un estadounidense frustrado.

La mirada de Jack la siguió hasta que entró en uno de los ascensores. No llevaba la caja, y algo fundamental: no había ni rastro de Pelopaja. Seguramente había tomado la decisión de quedarse con la pintura y olvidarse, por el momento, del mensajero. Tendría que decidir rápidamente qué haría si Petrescu aparecía con las maletas y se marchaba al aeropuerto. Al menos esta vez no había deshecho el equipaje.


Krantz había ido pasando de sombra en sombra durante casi una hora, moviéndose con el sol, cuando regresó la limusina del presidente y aparcó delante de la entrada de Maruha Steel. Unos segundos más tarde, se abrió la puerta y apareció la secretaria del señor Nakamura acompañada por un hombre vestido con un uniforme rojo que cargaba con la caja de madera. El chófer abrió el maletero y el portero colocó la caja en el interior. El chófer escuchó mientras la secretaria le transmitía las órdenes de su jefe. El presidente tenía que hacer varias llamadas a Estados Unidos e Inglaterra durante la noche, y por lo tanto se quedaría en el piso de la compañía. Había visto el cuadro y quería que lo llevaran a su casa en el campo.

Krantz observó el tráfico. Solo tendría una oportunidad, y solo cuando el semáforo estuviese rojo. Agradeció que fuese una calle de dirección única. Sabía que el semáforo de la esquina permanecería en verde durante cuarenta y cinco segundos, y que durante ese tiempo unos trece coches lo pasarían. Se apartó de las sombras y caminó por la acera con el sigilo de un gato, consciente de que estaba a punto de arriesgar una de sus nueve vidas.

La limusina negra del presidente entró en la calle y se unió al tráfico. El semáforo estaba en verde, pero tenía delante unos quince coches. Krantz se situó exactamente en el lugar opuesto al que había calculado que se detendría el vehículo. Cuando el semáforo se puso rojo, caminó lentamente hacia la limusina; después de todo, disponía de cuarenta y cinco segundos. A un paso del coche, se dejó caer sobre el hombro derecho y rodó hasta situarse debajo de la limusina. Se sujetó firmemente a los laterales, apoyó los pies, y se izó. Era una de las ventajas de medir un metro cincuenta y pesar menos de cincuenta kilos. Cuando cambió el semáforo y arrancó la limusina del presidente, había desaparecido de la vista.

Una vez, en las colinas de Rumania, mientras escapaba de los rebeldes, Krantz se había pegado como una lapa a los bajos de un camión que recorrió kilómetros por terreno abrupto. Había aguantado cuarenta y cinco minutos, y cuando se ponía el sol se había dejado caer al suelo, exhausta. A continuación había continuado a campo traviesa hasta hallarse sana y salva. Los últimos veinte kilómetros los había hecho al trote.

La limusina circuló al ritmo irregular que le marcaba el tráfico en su recorrido a través de la ciudad, y transcurrieron otros veinte minutos antes de que el chófer saliera de la autopista para ascender a las colinas. Unos pocos minutos más tarde, otro giro, una carretera mucho más pequeña y menos tráfico. Krantz quería dejarse caer, pero sabía que cada minuto que aguantara jugaría a su favor. El coche se detuvo en un cruce, dobló a la izquierda y continuó por lo que parecía un camino ancho y desigual. Cuando llegaron al siguiente cruce, Krantz escuchó con atención. Un camión les impedía el paso.

Soltó lentamente el brazo derecho, que lo tenía casi entumecido, desenfundó el cuchillo, se puso de lado y clavó la hoja en la rueda trasera derecha, una y otra vez, hasta que escuchó un fuerte siseo. En el momento en que el coche arrancó, se dejó caer y no se movió ni un centímetro hasta que ya no escuchó el motor. Rodó sobre sí misma hasta un costado del camino y observó la limusina, que continuaba subiendo. Esperó que se perdiera de vista para levantarse y realizó unos cuantos ejercicios de estiramiento. No tenía prisa. Después de todo, la estaría esperando al otro lado de la colina. En cuanto se recuperó, trotó lentamente hasta la cumbre. A una distancia de varios kilómetros se alzaba una magnífica mansión entre las colinas que dominaban el paisaje.

También vio al chófer a lo lejos, con una rodilla en tierra, que miraba el neumático pinchado. Miró a un extremo y otro del camino particular que probablemente solo llevaba a la residencia de Nakamura. Al escuchar sus pasos, el chófer levantó la cabeza y le sonrió. Krantz le devolvió la sonrisa y trotó hasta su lado. El hombre se disponía a hablarle cuando, con un rapidísimo movimiento de la pierna izquierda, Krantz le dio un puntapié en la garganta, seguido con otro en la entrepierna. Vio cómo se desplomaba, como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Por un momento, pensó degollarlo, pero ahora que tenía la pintura, ¿por qué molestarse, cuando esa noche tendría el placer de cortarle el cuello a otra persona? Además, no estaba incluido en el precio.

Una vez más echó una ojeada en los dos sentidos. Nadie a la vista. Corrió a buscar las llaves de la limusina y abrió la cerradura del maletero. Levantó la tapa y miró la caja de madera. Hubiese sonreído, pero primero necesitaba asegurarse de que se había ganado el primer millón de dólares.

Cogió un destornillador de la caja de herramientas y encajó la punta en una grieta en la esquina superior derecha de la caja. Necesitó todas sus fuerzas para quitar la tapa. La pintura estaba envuelta en varias capas de plástico con burbujas. La arrancó con las manos. Cuando acabó de quitar el último trozo, contempló la pintura premiada de Danuta Sekalska, titulada Libertad.


Jack esperó durante otra hora, con un ojo atento a la puerta por si aparecía Pelopaja, y el otro en los ascensores por si bajaba Petrescu, pero no apareció ninguna de las dos. Dejó pasar una hora más, hasta convencerse de que Anna se quedaría a pasar la noche. Se acercó al mostrador de la recepción y preguntó si había una habitación disponible.

– ¿Su nombre, señor? -preguntó el recepcionista.

– Fitzgerald.

– Su pasaporte, por favor.

– Por supuesto. -Sacó el pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta y se lo dio.

– ¿Cuántas noches se quedará con nosotros, señor Fitzgerald? A Jack le hubiese gustado saber la respuesta a la pregunta.

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