Anna Petrescu pulsó el botón de la parte de arriba del despertador de la mesilla. Marcaba las 5.56. Cuatro minutos después la habría despertado con el informativo de primera hora. Pero ese día no ocurriría. Su mente había discurrido a toda velocidad a lo largo de la noche, por lo que había dormido intermitentemente. Cuando por fin se despejó, Anna ya había decidido qué haría si el presidente no aceptaba sus recomendaciones. Desconectó el despertador automático para evitar las noticias que pudieran distraerla, se levantó de un salto y enfiló hacia el cuarto de baño. Permaneció bajo el agua fría de la ducha unos instantes más que de costumbre, con la esperanza de que contribuyese a despejarla por completo. A su último amante… bien sabe Dios cuánto tiempo había pasado desde entonces… a su último amante le resultaba gracioso que se duchase antes de salir a correr por la mañana.
En cuanto se secó, Anna se puso una camiseta blanca y pantalón corto azul. Aunque el sol todavía no había salido, tampoco hizo falta que descorriese las cortinas de su pequeño dormitorio para saber que el día sería despejado y soleado. Subió la cremallera de la chaqueta del chándal, que todavía mostraba el contorno de una P desteñida en la zona de la que había descosido la llamativa letra azul. Anna no quería pregonar el hecho de que en el pasado había formado parte del equipo de atletismo de la Universidad de Pensilvania. Al fin y al cabo, ya habían transcurrido nueve años. Finalmente se puso las deportivas Nike y ató los cordones con firmeza. Nada le molestaba tanto como tener que detenerse en medio de la carrera matinal para volver a atarlos. Esa mañana solo llevaba otra cosa: la llave de la puerta de su casa, ensartada en una delgada cadena de plata que le colgaba del cuello.
Anna echó el cerrojo a la puerta de su piso de cuatro dormitorios, recorrió el pasillo y pulsó el botón del ascensor. Mientras esperaba a que el pequeño cubículo ascendiera a regañadientes hasta el décimo piso, inició una serie de estiramientos que habría terminado antes de que el ascensor regresase a la planta baja.
Anna salió al vestíbulo y sonrió a su portero preferido, que se apresuró a abrir la puerta para que la mujer no tuviera que detenerse.
– Buenos días, Sam -saludó Anna mientras salía de Thornton House a la calle Cincuenta y cuatro Oeste y ponía rumbo a Central Park.
De lunes a viernes corría por el Southern Loop. Los fines de semana abordaba el recorrido más largo, de diez kilómetros, ya que daba igual que se retrasase unos minutos, pero ese día la puntualidad era importante.
Esa mañana Bryce Fenston también se levantó antes de las seis porque tenía una cita a primera hora. Mientras se duchaba, Fenston oyó el informativo matinal: un suicida se había autoinmolado en la orilla occidental del Jordán, acontecimiento que se había vuelto tan corriente como la previsión meteorológica o la última fluctuación de las divisas, por lo que no se sintió impulsado a subir el volumen.
«Otro día claro, soleado y con brisa suave, que soplará hacia el sudeste; dieciocho grados de mínima y veinticinco de máxima», informó la alegre meteoróloga mientras Fenston salía de la ducha. La sustituyó una voz más seria que comunicó que el índice Nikkei, de Tokio, había subido catorce puntos y el Hang Seng, de Hong Kong, había bajado uno. El FTSE londinense aún no había decidido qué rumbo tomaría. Pensó que no era probable que las acciones de Fenston Finance subiesen o bajaran espectacularmente, ya que solo dos personas más estaban al tanto de su discreto golpe. Fenston desayunaría con una a las siete y a las ocho despediría a la otra.
A las 6.40 Fenston había terminado de ducharse y vestirse. Estudió su imagen en el espejo y se dijo que le habría gustado ser cinco centímetros más alto y otros tantos más delgado, algo que quedaba resuelto con un sastre competente y un par de zapatos cubanos con plantillas especiales. También le habría gustado dejarse crecer el pelo, pero no podría hacerlo mientras hubiese tantos exiliados de su país que podían reconocerlo.
Aunque su padre había sido conductor de tranvía en Bucarest, cualquiera que se fijase en el hombre impecablemente vestido que salió del edificio de piedra caliza de la calle Setenta y nueve Este y subió a la limusina con chófer habría supuesto que había nacido en el elegante Este neoyorquino. Solamente quienes lo mirasen con más atención habrían detectado el pequeño diamante que lucía en la oreja izquierda, capricho que, en su opinión, lo distinguía de sus colegas más conservadores. Ningún integrante de su equipo se atrevía a llevarle la contraria.
Fenston se sentó en la parte trasera de la limusina.
– Al despacho -ordenó antes de pulsar el botón que había en el reposabrazos.
La pantalla de cristal gris ahumado se elevó y puso fin a toda conversación innecesaria entre Fenston y el chófer. Fenston cogió el ejemplar del New York Times que se encontraba en el asiento, a su lado. Lo hojeó para ver si algún titular llamaba su atención. Al parecer, el alcalde Giuliani había perdido la partida. Tras instalar a su amante en Gracie Mansion, había permitido que su esposa expresase su opinión sobre el tema ante cualquiera que estuviese dispuesto a escucharla. Y esa mañana le había tocado al New York Times. Fenston echaba un vistazo a las páginas de economía cuando el chófer giró por Roosevelt Drive y llegó a las necrológicas en el momento en que la limusina se detuvo frente a la Torre Norte. Hasta el día siguiente nadie imprimiría la única necrológica que le interesaba pero, para ser justos, también había que decir que en Estados Unidos nadie sabía que estaba muerta.
– A las ocho y media tengo una cita en Wall Street -comunicó Fenston al chófer cuando este abrió la portezuela-. Recógeme a las ocho y cuarto.
El chófer asintió al tiempo que Fenston se alejaba en dirección al vestíbulo. Aunque en la torre había noventa y nueve ascensores, solo uno subía directamente hasta el restaurante del piso ciento siete.
Una vez Fenston había calculado que pasaría una semana de su vida en los ascensores. Un minuto después, cuando abandonó el ascensor, el maître reconoció a su cliente habitual, inclinó ligeramente la cabeza y lo acompañó a la mesa del rincón, la que daba a la estatua de la Libertad. En la única ocasión en la que había llegado y comprobado que la mesa que le gustaba estaba ocupada, Fenston había dado media vuelta y regresado directamente al ascensor. Desde entonces, cada mañana la mesa del rincón permanecía libre… por las dudas.
Fenston no se sorprendió cuando vio que Karl Leapman lo esperaba. En los diez años que hacía que trabajaba para Fenston Finance, Leapman no había llegado tarde ni una sola vez. Fenston se preguntó cuánto tiempo llevaba allí sentado, simplemente para cerciorarse de que el presidente no se le adelantaba. Fenston echó un vistazo al hombre que, una y otra vez, le había demostrado que no había alcantarilla a la que no estuviese dispuesto a bajar por su jefe. También hay que reconocer que Fenston fue la única persona dispuesta a ofrecer trabajo a Leapman cuando salió de la cárcel. Los letrados expulsados del colegio de abogados y con una condena de cárcel por fraude no suelen encontrar socios.
Fenston tomó la palabra incluso antes de sentarse:
– Como ahora estamos en posesión del Van Gogh, esta mañana solo nos queda analizar una cuestión. ¿Cómo nos deshacemos de Anna Petrescu sin que sospeche de nosotros?
Leapman abrió la carpeta que tenía delante y sonrió.
Esa mañana nada había salido tal como estaba previsto.
Andrews había comunicado a la cocinera que subiría la bandeja con el desayuno de la señora en cuanto retirasen el cuadro. La cocinera se encontraba mal a causa de la migraña, por lo que su segunda, que no era una chica fiable, se encargó de preparar el desayuno de la señora. La furgoneta blindada del servicio de seguridad se presentó con cuarenta minutos de retraso y el joven y descarado conductor se negó a irse sin tomar café con galletas. La cocinera jamás habría cedido ante semejantes tonterías, pero la situación superó a su sustituía. Media hora después, Andrews los encontró sentados a la mesa de la cocina y de cháchara.
Andrews se alegró de que la señora no hubiese dado señales de vida antes de la partida del conductor de la furgoneta. Comprobó que en la bandeja no faltaba nada, volvió a doblar la servilleta y abandonó la cocina para subir el desayuno a su jefa.
Sostuvo la bandeja sobre la palma de una mano y, con la otra, llamó delicadamente a la puerta del dormitorio antes de abrirla. Al ver a la señora tumbada en el suelo, en un charco de sangre, el mayordomo lanzó una exclamación, soltó la bandeja y corrió hacia el cadáver.
Aunque era evidente que lady Victoria llevaba muerta varias horas, a Andrews ni se le ocurrió llamar a la policía antes de informar de la tragedia a la siguiente persona en la línea de sucesión de las propiedades Wentworth. Abandonó velozmente el dormitorio, cerró la puerta con llave y, por primera vez en su vida, bajó corriendo la escalera.
Arabella Wentworth atendía a alguien cuando Andrews llamó.
La mujer colgó, se disculpó ante el cliente y explicó que tenía que marcharse inmediatamente. Cambió el letrero de ABIERTO por el de CERRADO y echó el cerrojo a la puerta de su pequeña tienda de antigüedades segundos después de que Andrews pronunciase la palabra «emergencia», vocablo que no le había oído decir en cuarenta y nueve años.
Un cuarto de hora después, Arabella detuvo su coche en la grava de la calzada de acceso a Wentworth Hall. Andrews la esperaba inmóvil en el escalón más alto.
– Milady, lo siento muchísimo -dijo escuetamente el mayordomo a la nueva dueña y la condujo al interior de la casa y por la ancha escalera de mármol.
Al ver que Andrews se apoyaba en la barandilla para mantener el equilibrio, Arabella supo que su hermana había muerto.
Con frecuencia Arabella se había preguntado cómo reaccionaría ante una crisis. Experimentó un gran alivio porque no se desmayó, pese a que se sintió espantosamente asqueada cuando vio por primera vez el cadáver de su hermana. De todos modos, estuvo en un tris de caerse redonda. Lo miró por segunda vez y, antes de alejarse, se aferró al poste de la cama para recuperarse.
Había sangre por todas partes: se había coagulado en la alfombra, en las paredes, en el escritorio e incluso en el techo. Arabella hizo un esfuerzo sobrehumano, soltó el poste de la cama y se arrastró hasta el teléfono de la mesilla de noche. Se desplomó en el lecho, cogió el teléfono y marcó el número de emergencias. Cuando respondieron y preguntaron con qué servicio quería hablar, respondió:
– Con la policía.
Arabella colgó. Estaba decidida a llegar a la puerta del dormitorio sin volver la vista atrás, hacia el cadáver de su hermana. No lo consiguió. Solo le echó un vistazo y fue entonces cuando reparó en la carta dirigida a «Mi queridísima Arabella». Aferró la misiva inacabada, pues no le apetecía compartir con la policía los últimos pensamientos de su hermana. Se guardó la carta en el bolsillo y abandonó el dormitorio sin tenerlas todas consigo.
Anna corrió hacia el oeste por la calle Cincuenta y cuatro Este, pasó frente al Museo de Arte Moderno, cruzó la Sexta Avenida y torció a la derecha en la Séptima. Apenas echó un vistazo a los hitos conocidos de la impresionante escultura dedicada al amor, que dominaba la esquina de la calle Cincuenta y cinco Este, y al Carnegie Hall cuando cruzó la Cincuenta y siete. Dedicó casi todas sus energías y concentración a tratar de evitar a los madrugadores habituales mientras se apresuraban hacia ella y bloqueaban su paso. Anna consideraba que el trayecto hasta Central Park solo era un ejercicio de calentamiento, por lo que puso en marcha el cronómetro que llevaba en la muñeca izquierda únicamente cuando franqueó Artisans' Gate y corrió por el parque.
En cuanto adquirió un ritmo regular, Anna intentó centrarse en la reunión programada con el presidente del banco para las ocho de esa misma mañana.
Se había sorprendido y también había experimentado cierto alivio cuando Bryce Fenston le ofreció un puesto en Fenston Finance, pocos días después de que abandonase su cargo como número dos del departamento de Sotheby's dedicado a los impresionistas.
Su inmediato superior había dejado muy claro que toda posibilidad de progreso quedaría bloqueada durante una temporada después de que Anna reconociese que era la responsable de haber perdido la venta de una gran colección a favor de Christie's, el rival principal. Anna había dedicado meses a mimar, halagar y cuidar a ese cliente en concreto para que eligiese a Sotheby's a la hora de desprenderse de las posesiones familiares y, al compartir el secreto con su amante, supuso ingenuamente que sería discreto. Al fin y al cabo, era abogado.
Cuando el nombre del cliente apareció en la sección del New York Times dedicada a las artes, Anna se quedó sin amante y sin trabajo. No la ayudó que al cabo de unos días el mismo periódico mencionase que la doctora Anna Petrescu había abandonado Sotheby's «bajo sospecha», lo cual no era más que un eufemismo para decir que la habían puesto de patitas en la calle, y el columnista tuvo a bien acotar que no era necesario que se tomase la molestia de solicitar trabajo en Christie's.
Bryce Fenston asistía habitualmente a las principales subastas de impresionistas, por lo que tenía que haber visto a Anna junto al podio del subastador, tomando notas y desempeñando la función de observadora. A la doctora Petrescu le molestaba la más mínima alusión a que su belleza y su figura atlética eran el motivo por el que en Sotheby's le asignaban habitualmente esa posición tan destacada en lugar de situarla a un costado de la sala de subastas, junto a los demás observadores.
Anna consultó el cronómetro al pasar por Playmates Arch: dos minutos y dieciocho segundos. Siempre intentaba realizar el recorrido completo en doce minutos. Sabía que no era demasiado rápido, pero todavía le molestaba que la adelantasen y se sentía muy contrariada si lo hacía una mujer. Había llegado en nonagésimo séptimo lugar en el maratón de Nueva York del año anterior, de modo que casi ningún ser bípedo la adelantaba en su carrera matinal por Central Park.
Volvió a pensar en Bryce Fenston. Hacía tiempo que los que estaban estrechamente vinculados con el mundo artístico, ya fuesen casas de subastas, las galerías principales o marchantes particulares, sabían que Fenston acumulaba una de las más grandes colecciones de impresionistas. Junto a Steve Wynn, Leonard Lauder, Anne Dias y Takashi Nakamura, Fenston solía estar entre los últimos postores que pujaban por las adquisiciones más importantes. En el caso de esa clase de coleccionistas, lo que suele comenzar como un inocente pasatiempo puede convertirse rápidamente en una adicción que engancha tanto como las drogas. Para Fenston, que poseía un ejemplar de cada uno de los grandes impresionistas salvo de Van Gogh, la mera idea de poseer una obra del maestro holandés era como una inyección de heroína pura y en cuanto adquiría un cuadro, enseguida necesitaba otra dosis, como el adicto tembloroso que busca al camello. Su traficante era Anna Petrescu.
Cuando leyó en el New York Times que Anna se marchaba de Sotheby's, Fenston se apresuró a ofrecerle un puesto en la junta y un salario que reflejaba la seriedad con la que pretendía seguir acrecentando su pinacoteca. Lo que llevó a Anna a aceptar fue saber que Fenston también era originario de Rumania. Ese hombre le recordaba constantemente que, al igual que ella, había escapado del opresivo régimen de Ceausescu y buscado refugio en Estados Unidos.
Pocos días después de que comenzase a trabajar en el banco, Fenston sometió a prueba la experiencia de Anna. La mayoría de las preguntas que le planteó durante la primera reunión que mantuvieron, en la que compartieron el almuerzo, se refirieron a los conocimientos de Anna sobre las grandes colecciones que seguían en manos de familias de segunda y tercera generación. Después de seis años en Sotheby's, prácticamente no había obra impresionista importante que fuera a subasta que no hubiese pasado por las manos de la doctora Petrescu o que, como mínimo, no hubiese visto e incorporado a su base de datos.
Una de las primeras lecciones que Anna aprendió al entrar a trabajar en Sotheby's fue que el dinero rancio solía ser el del vendedor y el de los nuevos ricos el comprador, razón por la cual entró en contacto con lady Victoria Wentworth, hija mayor del séptimo conde de Wentworth, por lo que se trataba de dinero rancio rancísimo, en nombre de Bryce Fenston, que representaba dinero nuevo novísimo.
Anna se mostró sorprendida por la obsesión de Fenston con las colecciones de los demás hasta que se enteró de que la política del banco consistía en adelantar grandes sumas de dinero con obras de arte como aval. Muy pocos bancos están dispuestos a considerar el «arte», cualquiera que sea su vertiente, como garantía subsidiaria. Admiten propiedades, acciones, bonos, terrenos e incluso joyas, pero casi nunca obras de arte. Los banqueros no entienden ese mercado y son reacios a sacar esos bienes a sus clientes, entre otras cosas porque almacenar obras de arte, asegurarlas y, en la mayoría de los casos, acabar por venderlas no solo lleva tiempo, sino que resulta poco práctico. Fenston Finance era la excepción que confirma la regla. Anna no tardó en averiguar que Fenston no apreciaba realmente el arte ni tenía demasiados conocimientos del tema. Cumplía al pie de la letra una afirmación de Oscar Wilde: «Hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada», aunque Anna tardó un tiempo en descubrir sus verdaderos motivos.
Uno de los primeros encargos de Anna consistió en viajar a Inglaterra y tasar los bienes de lady Victoria Wentworth, cliente potencial que había solicitado un préstamo elevado a Fenston Finance. La colección Wentworth era típicamente inglesa; la había creado el segundo conde, un aristócrata excéntrico, con mucho dinero, bastante buen gusto y vista suficiente como para que las generaciones posteriores lo describiesen como un aficionado con gran talento. Compró a sus compatriotas cuadros de Romney, West, Constable, Stubbs y Morland, así como un magnífico Turner titulado Atardecer en Plymouth.
El tercer conde no mostró el menor interés por el arte, de modo que la colección acumuló polvo hasta que su hijo, el cuarto conde, heredó los bienes y también el ojo clínico del abuelo.
Jamie Wentworth estuvo casi un año fuera de su país de origen y llevó a cabo lo que entonces se denominaba la gran gira. Visitó París, Amsterdam, Roma, Florencia, Venecia y San Petersburgo antes de regresar a Wentworth Hall con un Rafael, un Tintoretto, un Tiziano, un Rubens, un Holbein y un Van Dyck, por no hablar de una esposa italiana. De todos modos, fue Charles, el quinto conde, el que por motivos desacertados superó a sus antepasados. Charlie también era coleccionista, pero no se dedicó a los cuadros, sino a las amantes. Tras un frenético fin de semana en París, que básicamente pasó en el hipódromo de Longchamp, aunque también estuvo en una habitación del Crillon, su última yegua lo convenció de que comprase a su médico un cuadro de un artista desconocido. Charlie Wentworth volvió a Inglaterra sin amante y con una pintura que relegó a un dormitorio de invitados, si bien en la actualidad muchos admiradores de Van Gogh consideran que Autorretrato con la oreja vendada figura entre sus mejores obras.
Anna ya había advertido a Fenston que tuviese cuidado a la hora de comprar un Van Gogh porque con demasiada frecuencia las atribuciones eran más dudosas que los banqueros de Wall Street, comparación que a Fenston no le gustó nada. Le informó de que había varias falsificaciones en colecciones privadas e incluso una o dos en grandes galerías, incluida la que colgaba del Museo Nacional de Oslo. Tras estudiar la documentación que acompañaba el Autorretrato de Van Gogh, incluidos la mención de Charles Wentworth en una de las cartas del doctor Gachet, la factura de ochocientos francos de la venta original y el certificado de autentificación de Louis van Tilborgh, conservador de cuadros del Museo Van Gogh de Amsterdam, Anna se sintió lo bastante segura como para anunciar al presidente que el magnífico retrato era, ciertamente, obra de la mano del maestro.
Para los amantes de Van Gogh, Autorretrato con la oreja vendada es el no va más. A pesar de que pintó treinta y cinco autorretratos, el maestro solo intentó realizar dos después de cortarse la oreja izquierda. Lo que hacía que esta pintura fuera tan deseable para cualquier coleccionista serio era que el otro colgaba de las paredes del Courtauld Institute de Londres. Anna estaba cada vez más preocupada por los extremos a los que Fenston estaba dispuesto a llegar con tal de conseguir la obra.
La experta en arte pasó diez días muy agradables en Wentworth Hall, en los que se dedicó a catalogar y tasar la colección de la familia. A su regreso a Nueva York comunicó a la junta, compuesta básicamente por compinches de Fenston o políticos encantados de aceptar migajas, que en el caso de que fuese necesario proceder a la venta, los bienes cubrirían con creces el préstamo bancario, que ascendía a treinta millones de dólares.
Aunque no tenía el menor interés por los motivos por los que lady Wentworth necesitaba una cifra tan considerable, con frecuencia Anna había oído a Victoria referirse a la pena por la muerte prematura de su «querido papá», a la jubilación del administrador de los bienes, un hombre de plena confianza, y a la iniquidad de tener que pagar el cuarenta por ciento de impuestos de sucesión por vivir en Wentworth Hall. Una de sus frases preferidas era: «Si Arabella hubiese nacido unos segundos antes…».
En cuanto estuvo de vuelta en Nueva York, Anna recordó cada cuadro y escultura de la colección de Victoria sin necesidad de consultar papeles. La única habilidad que la distinguía de sus compañeros de universidad y de sus colegas de Sotheby's era la memoria fotográfica. Le bastaba ver una vez un cuadro y jamás olvidaba la imagen, su procedencia o su emplazamiento. Por puro juego, los domingos ponía a prueba esa habilidad mediante el simple expediente de visitar una galería que no conocía, una sala del Museo Metropolitano o simplemente estudiando el último catálogo comentado. Al regresar al apartamento apuntaba el nombre de cada cuadro que había visto y después los cotejaba con los diversos catálogos. Desde que terminó la universidad, Anna había incorporado al banco de su memoria el Louvre, el Prado, los Uffizi, la National Gallery de Washington, la colección Phillips y el museo Getty. En la base de datos de su cerebro almacenaba treinta y siete colecciones privadas e innumerables catálogos, habilidad por la cual Fenston había estado dispuesto a arriesgarse y pagar.
La responsabilidad de Anna se limitaba a tasar las colecciones de clientes potenciales y presentar informes escritos a fin de que la junta los considerase. Jamás se involucraba en la redacción de los contratos, faceta que correspondía exclusivamente a Karl Leapman, el abogado interno del banco. De todas formas, en cierta ocasión Victoria dejó caer que el banco le cobraba un dieciséis por ciento de interés compuesto. Anna no tardó en percatarse de que las deudas, la ingenuidad y la falta de experiencia financiera eran los ingredientes gracias a los cuales Fenston Finance prosperaba. Se trataba de un banco que parecía regodearse ante la incapacidad que los clientes tenían de saldar sus deudas.
Anna aceleró el paso al pasar junto al tiovivo. Consultó el cronómetro: doce segundos de más. Hizo un mohín de contrariedad pero, por suerte, nadie la había adelantado. Volvió a pensar en la colección Wentworth y en las recomendaciones que esa misma mañana haría a Fenston. A pesar de que llevaba menos de un año en la empresa y de que era dolorosamente consciente de que, de momento, no podía albergar la esperanza de conseguir trabajo en Sotheby's o en Christie's, Anna llegó a la conclusión de que tendría que dimitir si el presidente no estaba dispuesto a aceptar sus consejos.
A lo largo del último año había aprendido a convivir con la vanidad de Fenston e incluso a soportar sus estallidos ocasionales cuando no se salía con la suya, pero no podía permitir que engañase a un cliente, sobre todo a una clienta tan ingenua como Victoria Wentworth. Es posible que dejar Fenston Finance tras un período tan corto no quedara bien en su currículo, pero una investigación en curso por fraude sería mucho peor.
Leapman bebió un sorbo de café y preguntó:
– ¿Cuándo sabremos si está muerta?
– Espero la confirmación esta misma mañana -repuso Fenston.
– Me alegro, porque tendré que ponerme en contacto con su abogado para recordarle… -Leapman hizo una pausa-, para recordarle que en el caso de muerte en circunstancias extrañas… -Volvió a detenerse unos segundos y concluyó-: Para recordarle que, en ese caso, todo acuerdo es competencia de los juzgados de Nueva York.
– Resulta curioso que nadie haga preguntas sobre esa cláusula del contrato -comentó Fenston y untó un panecillo con mantequilla.
– ¿Por qué razón iban a hacerlo? -inquirió Leapman-. Al fin y al cabo, no tienen forma humana de saber que van a morir.
– ¿Existe algún motivo por el cual la policía pueda sospechar que estamos implicados?
– No -repuso Leapman-. Nunca te has entrevistado con Victoria Wentworth, no firmaste el contrato original ni has visto el cuadro.
– Con excepción de la familia Wentworth y de Petrescu, nadie lo ha visto -precisó Fenston-. De todos modos, lo que quiero saber es cuánto tiempo ha de pasar hasta que pueda… sin correr riesgos…
– Es difícil decirlo, pero podrían transcurrir años hasta que la policía esté dispuesta a reconocer que ni siquiera tiene un sospechoso, sobre todo tratándose de un caso tan sonado.
– Bastará con un par de años -opinó Fenston-. Para entonces los intereses sobre el préstamo serán más que suficientes como para garantizar que puedo retener el Van Gogh y vender el resto de la colección sin perder nada de la inversión original.
– En ese caso, es una suerte que haya leído el informe de Petrescu cuando lo hice ya que, si Victoria Wentworth hubiese seguido sus recomendaciones, ahora estaríamos atados de pies y manos.
– Estoy totalmente de acuerdo. Ahora tenemos que encontrar la manera de deshacernos de Petrescu.
Una delgada sonrisa se dibujó en los labios de Leapman.
– Es muy fácil. Basta con aprovecharnos de su única debilidad.
– ¿A qué te refieres? -quiso saber Fenston.
– A su honradez.
Arabella estaba a solas en el salón y le resultaba imposible asimilar cuanto acontecía a su alrededor. La taza de té Earl Grey se había enfriado sobre la mesa y ni siquiera se había dado cuenta. El sonido más intenso de la estancia era el tictac del reloj colocado en la repisa de la chimenea. Para Arabella el tiempo se había detenido.
En la calzada de grava estaban aparcados varios coches patrulla y una ambulancia. Vestidos de uniforme, con batas blancas, trajes oscuros e incluso mascarillas, los que se habían presentado iban y venían cumpliendo sus menesteres sin molestarla.
Se oyó una suave llamada a la puerta. Arabella levantó la cabeza y vio a un viejo amigo en el umbral. El inspector jefe de la policía se quitó la gorra con visera rodeada de galón plateado al tiempo que entraba en el salón. Arabella se incorporó del sofá, muy pálida y con los ojos rojos de tanto llorar. El hombre alto se agachó, la besó con cariño en las mejillas y esperó a que volviese a sentarse para ocupar su sitio en el sillón de orejas tapizado en cuero, frente al sofá. Stephen Renton le dio sinceramente el pésame; hacía muchos años que conocía a Victoria.
Arabella se lo agradeció, se enderezó en el sofá y preguntó con voz queda:
– ¿Quién pudo cometer semejante atrocidad, sobre todo tratándose de una mujer tan inocente como Victoria?
– Evidentemente, no existe una respuesta sencilla ni lógica a tu pregunta -repuso el inspector jefe-. Tampoco ayuda que transcurrieran varias horas hasta que encontraron el cadáver, lo que permitió que el agresor tuviese tiempo más que suficiente de huir. -Hizo una pausa-. Querida, ¿estás en condiciones de responder a mis preguntas?
Arabella asintió.
– Haré lo que pueda para ayudarte a encontrar al agresor -contestó y resaltó la última palabra con acritud.
– En otra situación, la primera pregunta que plantearía en una investigación por asesinato sería si tu hermana tenía enemigos, pero debo reconocer que, conociéndola como la conocía, me parece imposible. Sin embargo, me veo en la obligación de preguntarte si estabas al tanto de que Victoria tal vez tenía problemas, ya que… -Titubeó-. Hace tiempo que en el pueblo corren rumores de que a la muerte de vuestro padre, tu hermana tuvo que afrontar deudas considerables.
– La verdad es que no lo sé -reconoció Arabella-. Después de casarme con Angus, solo veníamos de Escocia a pasar un par de semanas en verano y una Navidad sí y otra no. Solo después de la muerte de mi marido volví a vivir en Surrey. -El inspector jefe asintió, pero no la interrumpió-. También me llegaron los mismos rumores. El cotilleo local incluso hizo correr la voz de que parte de los muebles de mi tienda procedían de la finca y sirvieron para que Victoria siguiese pagando al servicio.
– ¿Crees que hay algo de verdad en esos rumores? -inquirió Stephen.
– En absoluto -replicó Arabella-. Cuando Angus falleció y vendí nuestra granja de Perthshire me quedó más que suficiente para volver a Inglaterra, abrir la tienda y convertir un pasatiempo de toda la vida en un negocio rentable. De todos modos, varias veces pregunté a mi hermana si los comentarios sobre la situación económica de nuestro padre eran ciertos. Victoria negó que existieran problemas y siempre aseguró que estaba todo controlado. También hay que tener en cuenta que tenía a papá en un pedestal y que, en su opinión, no hacía nada mal.
– ¿Se te ocurre algo que nos dé una pista sobre los motivos por los que…?
Arabella se incorporó y, sin dar explicaciones, caminó hasta el escritorio situado en la otra punta del salón. Cogió la carta manchada de sangre que había encontrado en la mesilla de noche de su hermana y se la entregó a Renton.
Stephen leyó dos veces la misiva inacabada y preguntó:
– ¿Sabes a qué se refería Victoria con la frase «se ha encontrado una salida»?
– No tengo ni idea -reconoció Arabella-, aunque es posible que pueda responder a esa pregunta en cuanto hable con Arnold Simpson.
– Lo que dices no me inspira la menor confianza.
Arabella reparó en ese comentario, pero no dijo nada. Sabía que por instinto el inspector jefe desconfiaba de todos los abogados que, al parecer, eran incapaces de disimular la convicción de que eran superiores a cualquier funcionario de policía.
Stephen Renton se levantó, dio unos pasos, se sentó junto a Arabella y le cogió la mano.
– Arabella, llámame cuando quieras y procura no tener muchos secretos conmigo porque necesito saberlo todo… y, cuando digo todo, quiero decir todo para averiguar quién asesinó a tu hermana.
Arabella no respondió.
Anna maldijo para sus adentros cuando un hombre atlético y moreno corrió tranquilamente a su lado, tal como había hecho varias veces durante las últimas semanas. No se volvió para mirarla, algo que los corredores serios jamás hacían. Anna supo que intentar seguir su ritmo sería inútil, pues en un centenar de metros dejaría de sentir las piernas. Una vez había detectado una mirada de soslayo de ese hombre misterioso, que enseguida se alejó, por lo que volvió a contemplar la espalda de su camiseta verde esmeralda mientras el desconocido avanzaba hacia Strawberry Fields. Anna intentó dejar de pensar en ese individuo y concentrarse nuevamente en la reunión con Fenston.
Ya había enviado una copia de su informe al despacho del presidente y su recomendación consistía en que el banco vendiera el autorretrato lo más rápidamente posible. Conocía a un coleccionista de Tokio que estaba obsesionado con Van Gogh y que disponía de los yenes necesarios para demostrarlo. Ese cuadro en concreto presentaba otra debilidad que podría aprovechar, hecho que había resaltado en el informe. Van Gogh era un gran admirador del arte japonés y en la pared de detrás de su retrato había reproducido el grabado Geishas en un paisaje, por lo que Anna consideraba que la pintura sería todavía más irresistible para Takashi Nakamura.
Nakamura era presidente de la empresa acerera más importante de Japón y últimamente había dedicado cada vez más tiempo a acrecentar su colección de arte que, según informó, formaría parte de la fundación que, llegado el momento, legaría a la nación. Anna también consideraba ventajoso que Nakamura fuese un individuo profundamente reservado, que protegía los detalles de su colección privada con típica inescrutabilidad nipona. Esa venta permitiría que Victoria Wentworth salvara las apariencias, algo que el japonés comprendería perfectamente. En cierta ocasión Anna había comprado un Degas para Nakamura, La clase de danza con madame Minette, del que el vendedor había querido deshacerse en privado, servicio que las grandes salas de subastas ofrecen a quienes desean evitar la mirada curiosa de los periodistas que remolonean en sus salones. Confiaba en que, como mínimo, Nakamura ofrecería sesenta millones de' dólares por esa excepcional obra maestra del holandés. Por lo tanto, si Fenston aceptaba su propuesta, y lo cierto es que no tenía motivos para rechazarla, todos quedarían satisfechos con el resultado.
Al pasar por Tavern on the Green, Anna volvió a consultar el cronómetro. Tendría que acelerar el paso si pretendía regresar a Artisans' Gate en menos de doce minutos. Mientras corría cuesta abajo llegó a la conclusión de que no debería permitir que su opinión personal de una clienta empañara su raciocinio pero, francamente, Victoria necesitaba toda la ayuda de la que pudiera disponer. Mientras franqueaba Artisans' Gate, Anna paró el cronómetro: doce minutos y cuatro segundos. ¡Maldición!
Correteó lentamente en dirección a su apartamento y no reparó en que el hombre de la camiseta verde esmeralda la vigilaba con gran atención.
Jack Delaney aún no había decidido si Anna Petrescu era o no una delincuente. El agente del FBI la observó cuando se fundió con el gentío mientras regresaba a Thornton House. En cuanto desapareció de su vista, Jack siguió corriendo por Sheep Meadow rumbo al lago. Pensó en la mujer que investigaba desde hacía un mes y medio. Sus pesquisas estaban obstaculizadas por el hecho de que no quería que Anna se enterase de que el FBI también investigaba a su jefe, de quien no le cabía la menor duda que era un delincuente.
Había transcurrido casi un año desde que Richard W Macy, su agente supervisor en jefe, lo había convocado a su despacho para asignarle un equipo de ocho agentes a fin de abordar una nueva misión. Jack debía investigar tres asesinatos violentos, cometidos en tres continentes, que compartían una característica: a cada una de las víctimas le habían quitado la vida en un momento en el que también tenían cuantiosos préstamos pendientes de pago con Fenston Finance. Jack no tardó en llegar a la conclusión de que los asesinatos fueron planificados y realizados por un profesional.
Jack tomó un atajo por Shakespeare Garden y emprendió el regreso hacia su pisito del West Side. Acababa de terminar el expediente sobre la recluta más reciente de Fenston y aún no había decidido si era una cómplice servicial o una ingenua inocente.
Había comenzado por los orígenes de Anna y descubierto que, en 1972, su tío George Petrescu había emigrado de Rumania y se había asentado en Danville, en Illinois. Pocas semanas después de que Ceausescu fuera designado presidente, George había escrito a su hermano para suplicarle que viajase a Estados Unidos. Cuando Ceausescu convirtió Rumania en república socialista y a su esposa, Elena, en vicepresidenta, George escribió a su hermano e insistió en su invitación, en la que incluyó a su joven sobrina Anna.
Aunque se negaron a abandonar su patria, los padres de Anna permitieron que la muchacha de diecisiete años saliera secretamente de Bucarest en 1987 y embarcase rumbo a Estados Unidos para reunirse con su tío. Le prometieron que regresaría en cuanto Ceausescu fuese depuesto. Anna jamás volvió. Escribió regularmente a sus padres y les rogó que viajasen a Estados Unidos, pero casi nunca obtuvo respuesta. Dos años después se enteró de que habían asesinado a su padre en una escaramuza fronteriza en un intento de derrocar al dictador. Su madre insistió en que jamás abandonaría la patria que la había visto nacer y en ese momento su excusa fue que, si se iba, nadie se ocuparía de la tumba del padre de Anna.
Por otro lado, uno de los miembros del equipo de Jack había averiguado, gracias a un artículo, que Anna escribía para la revista de su instituto. Una de sus compañeras también escribió acerca de la chica delicada, de largas trenzas rubias y ojos azules que procedía de una ciudad llamada Bucarest y sabía tan poco inglés que ni siquiera era capaz de recitar la promesa de lealtad cuando por la mañana formaban filas. Al final del segundo curso de instituto, Anna era la jefa de redacción de la revista de la que Jack había obtenido gran parte de la información.
En el instituto Anna obtuvo una beca para estudiar historia del arte en la Williams University de Massachusetts. Un periódico local publicó que ganó la milla interuniversitaria contra Cornell, con un tiempo de cuatro minutos y cuarenta y ocho segundos. Jack siguió los progresos de Anna hasta la Universidad de Pensilvania, donde prosiguió los estudios de doctorado y escogió el movimiento fauvista como tema de su tesis. Jack tuvo que consultar el significado de esa palabra en el diccionario Webster. Se refería a un grupo de pintores encabezados por Matisse, Derain y Vlaminck, que pretendían apartarse de las influencias del impresionismo y dedicarse al uso de colores brillantes y contrastados. También se enteró de que el joven Picasso había dejado España para reunirse con el grupo en París, donde escandalizó al público con cuadros que París Match definió como «de efímera importancia», al tiempo que aseguraba a sus lectores que «la cordura retornará». En Jack aumentaron las ganas de informarse más a fondo sobre Vuillard, Luce y Camois, artistas de los que jamás había oído hablar. De todas maneras, ese asunto tendría que esperar a un rato en el que no estuviera de servicio, a menos que se convirtiese en una prueba para apresar a Fenston.
Terminados los estudios en Pensilvania, la doctora Petrescu comenzó a trabajar en Sotheby's como graduada en prácticas. La información de Jack sobre este período era algo imprecisa, ya que solo pudo permitir que sus agentes tuvieran un contacto relativo con los antiguos colegas de Anna. También se enteró de su memoria fotográfica, de su formación rigurosa y de que todos la apreciaban, desde los conserjes hasta el presidente. Nadie quiso explayarse sobre el significado de «bajo sospecha», si bien descubrió que, mientras continuara la misma junta directiva, Anna no sería bien recibida en Sotheby's. A Jack le resultaba imposible desentrañar los motivos por los que, pese a que había sido despedida, Fenston Finance le había ofrecido trabajo. Con relación a ese aspecto de la investigación tuvo que basarse en presunciones, ya que no podía correr el riesgo de abordar a alguien del banco con el que Anna trabajaba aunque, por otro lado, era evidente que Tina Forster, la secretaria del presidente, se había hecho muy amiga suya.
En el breve período que llevaba en Fenston Finance, Anna había visitado a varios clientes nuevos que acababan de solicitar cuantiosos préstamos… y todos poseían importantes colecciones de arte. Jack sospechaba que solo era una cuestión de tiempo que cualquiera sufriese el mismo destino que las tres víctimas anteriores de Fenston.
Jack corrió por la calle Ochenta y seis Oeste. Aún había tres preguntas sin respuesta. Primera: ¿cuánto hacía que Fenston conocía a Petrescu antes de que ella entrase a trabajar en la entidad? Segunda: ¿ellos o sus familias ya se conocían en Rumania? Tercera: ¿Anna era la asesina a sueldo?
Fenston firmó la factura del desayuno, se incorporó de la silla y, sin esperar a que Leapman acabase el café, abandonó el restaurante. Entró en el ascensor y esperó a que Leapman pulsara el botón del piso ochenta y tres. Un grupo de japoneses con trajes de color azul marino y corbatas lisas de seda se sumó a ellos tras desayunar en el Windows of the World. Fenston jamás hablaba de negocios en el ascensor, pues sabía perfectamente que varios rivales ocupaban las plantas superior e inferior a la suya.
Cuando la puerta del ascensor se abrió en el piso ochenta y tres, Leapman siguió a su jefe, pero enseguida se volvió hacia el otro lado y enfiló rumbo al despacho de Petrescu. Abrió la puerta sin llamar y vio que Rebecca, la ayudante de Anna, preparaba las carpetas que la doctora necesitaría para la reunión con el presidente. Leapman lanzó una sucesión de instrucciones sin dar lugar a plantear la más mínima pregunta. En el acto Rebecca dejó las carpetas en el escritorio de Anna y salió a buscar una caja de cartón.
Leapman recorrió el pasillo y se reunió con el presidente en su despacho. Se dedicaron a repasar la estrategia de la confrontación con Petrescu. Aunque en los últimos ocho años habían llevado a cabo tres veces el mismo procedimiento, Leapman advirtió al presidente que en esta ocasión podría ser distinto.
– ¿Qué quieres decir? -espetó Fenston.
– No creo que Petrescu se marche sin plantar cara y defenderse. Al fin y al cabo, no le resultará nada fácil conseguir otro trabajo.
– Si de mí depende, te aseguro que no lo conseguirá -declaró Fenston y se frotó las manos.
– Presidente, dadas las circunstancias, tal vez lo más sensato sería que yo…
Una llamada a la puerta interrumpió el diálogo. Fenston levantó la cabeza y vio en el umbral a Barry Steadman, el jefe de seguridad del banco.
– Presidente, lamento molestarlo, pero aquí hay un recadero de FedEx que dice que tiene un paquete para usted y que nadie más puede firmar el recibo.
Fenston hizo señas al recadero para que entrase y, sin pronunciar palabra, estampó su firma en el pequeño recuadro en el que figuraba su nombre. Leapman fue testigo de lo que ocurría, pero ni él ni el presidente hablaron hasta que el recadero se fue y Barry salió y cerró la puerta.
– ¿Es lo que yo pienso? -preguntó Leapman.
– Estamos a punto de averiguarlo -replicó Fenston, mientras abría el paquete y dejó caer el contenido sobre el escritorio.
Ambos clavaron la mirada en la oreja izquierda de Victoria Wentworth.
– Encárgate de que paguen a Krantz el medio millón restante -ordenó Fenston. Leapman movió afirmativamente la cabeza-. Vaya, pero si hasta ha enviado una bonificación -acotó Fenston y miró el antiguo pendiente de diamantes.
Anna terminó de preparar la maleta poco después de las siete. La dejó en el pasillo, pues se proponía regresar y recogerla de camino al aeropuerto, inmediatamente después de acabar la jornada laboral. Su vuelo a Londres despegaba a las 17.40 y aterrizaba en Heathrow poco antes del amanecer del día siguiente. Prefería coger el vuelo nocturno, lo que le permitía dormir y aún le quedaba tiempo suficiente para arreglarse a fin de reunirse con Victoria para comer en Wentworth Hall. Esperaba que Victoria hubiese leído el informe y estuviera de acuerdo en que la venta privada del Van Gogh era la mejor respuesta a todos sus problemas.
Esa mañana, poco después de las 7.20, Anna abandonó por segunda vez el edificio que albergaba su apartamento. Cogió un taxi, lo cual era una extravagancia que justificó diciendo que le apetecía tener el mejor de los aspectos en la reunión con el presidente. Subió al asiento trasero y repasó su aspecto en el espejo de la polvera. El traje y la blusa de seda blanca de Anand Jon, que acababa de comprar, ciertamente harían que más de uno volviera la cabeza, si bien habría quienes se mostrarían desconcertados al ver sus zapatillas negras.
El taxi torció a la derecha en Roosevelt Drive y aceleró mientras Anna echaba un vistazo al móvil. Había recibido tres mensajes, a los que respondería después de la reunión: el de Rebecca, su secretaria, en el que le decía que debía hablar urgentemente con ella, lo cual resultaba sorprendente, ya que se verían en cuestión de minutos; la confirmación de su vuelo con British Airways y la invitación a cenar con Robert Brooks, el nuevo presidente de Bonhams.
Veinte minutos después el taxi se detuvo frente a la Torre Norte. Anna pagó la carrera y se apresuró a reunirse con la marea de trabajadores que avanzaron en fila hacia la entrada y atravesaron los diversos torniquetes. Cogió el ascensor exprés y menos de un minuto más tarde pisó la moqueta de color verde oscuro de la planta ejecutiva. En cierta ocasión, Anna había oído comentar en el ascensor que cada piso tenía cerca de media hectárea de superficie y que en el edificio que jamás cerraba trabajaban alrededor de cincuenta mil personas, más del doble de la población de Danville, su ciudad de adopción en Illinois.
Anna se dirigió directamente a su despacho y se sorprendió de que Rebecca no la estuviera esperando, sobre todo porque sabía lo importante que era la reunión de las ocho. Experimentó un gran alivio al ver que las carpetas que necesitaba estaban perfectamente apiladas en su escritorio. Comprobó dos veces que se encontraban en el orden en el que las quería. Como todavía faltaban unos minutos, volvió a abrir la carpeta de Wentworth y se puso a leer el informe: «El valor de las propiedades Wentworth se divide en varias categorías. El único interés de mi departamento radica en…».
Tina Forster se levantó cuando el reloj marcaba poco más de las siete. Tenía hora con el dentista a las ocho y media y Fenston le había dejado claro que no era necesario que esa mañana llegase puntual. Por regla general, eso significaba que el jefe tenía un compromiso fuera de la ciudad o se proponía despedir a alguien. Si se trataba de lo segundo, Fenston no la quería en la oficina ni mostrando su solidaridad con la persona que acababa de perder el empleo. Tina sabía que no podía tratarse de Leapman porque Fenston no sobreviviría sin él y, aunque le habría encantado que fuera Barry Steadman, ya podía seguir soñando, dado que ese hombre jamás desaprovechaba la oportunidad de hacerle la pelota al presidente, que absorbía los halagos como una esponja de mar que, varada, aguarda la llegada de una ola.
Tina se relajó en la bañera, lujo que en general solo se permitía los fines de semana, y se preguntó cuándo llegaría el momento de que la pusiesen de patitas en la calle. Hacía más de un año que era secretaria de Fenston y, pese a lo mucho que despreciaba a ese hombre y cuanto representaba, todavía intentaba resultar indispensable. Sabía que ni siquiera podía plantearse la posibilidad de dimitir hasta que…
El teléfono sonó en el dormitorio, pero ni siquiera se molestó en responder. Supuso que sería Fenston, que querría saber dónde estaba determinada carpeta, un número de teléfono o su agenda. Generalmente Tina respondía: «En el escritorio, delante de sus ojos». Durante unos segundos se preguntó si no sería Anna, la única amiga de verdad que había hecho desde su traslado a la costa Oeste. Llegó a la conclusión de que era muy improbable, ya que a las ocho Anna presentaría el informe al presidente y seguramente en ese momento repasaba por enésima vez los detalles más sutiles.
Tina salió de la bañera, sonrió y se envolvió con la toalla. Recorrió el pasillo y entró en el dormitorio. Cada vez que alguien pasaba la noche en su casa, el invitado tenía que compartir su cama o dormir en el sofá. No existían más opciones, ya que solo había un dormitorio. Últimamente no había recibido muchos visitantes… aunque no por falta de propuestas. Después de lo que había sufrido con Fenston, Tina ya no se fiaba de nadie. Hacía poco le habría gustado confiar en Anna, pero se trataba del único secreto que no podía correr el riesgo de compartir.
Tina abrió las cortinas y, a pesar de que era septiembre, la mañana despejada y espectacular la convenció de que debía ponerse un vestido de verano. Hasta era posible que la belleza del día la relajase cuando levantara la cabeza y viese el torno del dentista.
Después de vestirse y mirarse en el espejo, Tina se dirigió a la cocina y preparó una taza de café. De acuerdo con las instrucciones de la agresiva ayudante del dentista, no podía desayunar nada más, ni siquiera una tostada, así que encendió el televisor para ver las noticias de primera hora. No había ninguna novedad. Al atentado suicida en la orilla occidental del Jordán le siguió una mujer de ciento cuarenta y cinco kilos que había demandado a McDonald's por haber arruinado su vida sexual. Tina estaba a punto de quitar Good Morning America cuando el quarterback de los 49ers apareció en pantalla.
Tina se acordó de su padre.
Jack Delaney llegó a su despacho del número 26 de Federal Plaza poco después de las siete de la mañana. Vio las incontables carpetas que se apilaban en su escritorio y se sintió deprimido. Todas estaban relacionadas con la investigación de Bryce Fenston y, a pesar de que ya había transcurrido un año, todavía no estaba en condiciones de presentar a su jefe pruebas suficientes como para solicitar a un juez que firmara una orden de detención.
Jack abrió la carpeta personal de Fenston con la vana esperanza de toparse con una pequeña pista, un rasgo individual o una equivocación que por fin vinculase directamente a Fenston con los tres asesinatos violentos que se habían producido en Marsella, Los Ángeles y Río de Janeiro.
En 1984, Nicu Munteanu, que contaba treinta y dos años, se había presentado en la embajada de Estados Unidos en Bucarest, afirmando que estaba en condiciones de identificar a dos espías que trabajaban en el corazón de Washington, información que estaba dispuesto a cambiar por un pasaporte estadounidense. La embajada recibía cada semana un puñado de afirmaciones de ese cariz, la mayoría de las cuales eran infundadas, pero en el caso de Munteanu la información resultó verídica. En un mes dos funcionarios de alto nivel acabaron en un vuelo rumbo a Moscú y a Munteanu le proporcionaron el pasaporte estadounidense.
El 17 de febrero de 1985, Nicu Munteanu aterrizó en Nueva York. Jack apenas encontró información sobre sus actividades durante el año siguiente, aunque de pronto reapareció con dinero suficiente como para fundar, en Manhattan, Fenston Finance, un banco modesto y endeble. Nicu Munteanu se cambió el nombre por el de Bryce Fenston, lo que en sí mismo no es un delito; por otro lado, nadie consiguió identificar a sus socios a pesar de que, a lo largo de los años siguientes, la entidad financiera aceptó grandes depósitos de compañías de Europa oriental que no cotizaban en bolsa. En 1989 el movimiento de efectivo se interrumpió bruscamente; ese mismo año Ceausescu y su esposa, Elena, huyeron de Bucarest tras la revuelta. Días después los capturaron, juzgaron y ejecutaron.
Jack miró por la ventana la parte baja de Manhattan y recordó la máxima del FBI: no hay que creer en las coincidencias, aunque tampoco pueden descartarse.
Después de la muerte de Ceausescu, el banco tuvo un par de años malos y fue entonces cuando Fenston conoció a Karl Leapman, abogado expulsado de su colegio profesional y que acababa de salir de la cárcel tras cumplir condena por fraude. El banco no tardó en reanudar sus actividades rentables.
Jack miró las diversas fotos de Bryce Fenston de que disponía; el hombre aparecía habitualmente en las columnas de cotilleo con algunas de las mujeres más elegantes de Nueva York colgadas del brazo. La prensa lo definía como banquero genial, destacado financiero, incluso como benefactor generoso y casi cada vez que mencionaban su nombre también aludían a su magnífica colección de obras de arte. Jack puso las fotos a un lado. No acababa de entender a un individuo que llevaba pendiente y lo desconcertaba incluso más que se afeitase al cero alguien que al llegar a Estados Unidos tenía una tupida cabellera. ¿De quién se escondía?
Jack cerró la carpeta personal de Munteanu/Fenston y se concentró en Pierre de Rochelle, la primera víctima.
Rochelle necesitaba setenta millones de francos para pagar su participación en un viñedo. Al parecer, su experiencia previa con la industria vinícola había consistido en vaciar regularmente las botellas. Hasta la inspección más superficial habría demostrado que su proyecto inversor no cumplía con la máxima del banco de ser «sólido». Sin embargo, lo que llamó la atención de Fenston al estudiar la solicitud fue que el joven acababa de heredar un castillo en la Dordoña, cada una de cuyas paredes estaba adornada con excelentes pinturas impresionistas que incluían un Degas, dos Pissarro y un Monet de Argenteuil.
Durante cuatro años estériles el viñedo no dio dividendos y durante ese período el castillo tuvo que comenzar a desprenderse de sus bienes, por lo que solo quedaron rebordes tiznados en los sitios en los que habían colgado los cuadros. Cuando Fenston embarcó la última pintura rumbo a Nueva York a fin de incorporarla a su colección privada, debido a los intereses acumulados el préstamo original de Pierre se había multiplicado por más de dos. Finalmente el castillo fue puesto a la venta y Pierre se mudó a un pisito de Marsella, en el que cada noche bebió hasta idiotizarse. Esa fue la situación hasta que una joven espabilada que acababa de terminar los estudios de derecho le planteó a Pierre, en uno de sus momentos de lucidez, que si Fenston Finance vendía el Degas, el Monet y los dos Pissarro, no solo saldaría la deuda, sino que se libraría de tener que vender el castillo y recuperaría el resto de la colección. Semejante perspectiva no encajaba con los planes a largo plazo de Fenston.
Una semana después el cadáver de Pierre de Rochelle, empapado en alcohol, apareció en un callejón marsellés… con el cuello rajado.
Al cabo de cuatro años la policía de Marsella dio carpetazo al expediente, con el sello «NON RESOLU» estampado en la cubierta.
Una vez saldadas las deudas, Fenston vendió las obras de arte, salvo el Degas, el Monet y los dos Pissarro y, tras descontar los intereses compuestos, los gastos bancarios y los honorarios de los abogados, Simon de Rochelle, el hermano menor de Pierre, heredó el pisito en Marsella.
Jack se puso de pie, estiró las extremidades agarrotadas, bostezó cansinamente y decidió ocuparse de Chris Adams hijo, si bien conocía su historia prácticamente de memoria.
Chris Adams padre había tenido una galería de bellas artes de gran éxito en Melrose Avenue, en Los Ángeles y se había especializado en la escuela norteamericana, muy admirada por las celebridades hollywoodenses. Su muerte prematura en un accidente de tráfico llevó a que su hijo Chris heredase una colección de Rothko, Pollock, Jasper Johns, Rauschenberg y varios acrílicos de Warhol, incluida una Marilyn negra.
Un antiguo compañero de estudios aconsejó a Chris que, para duplicar el dinero, le convenía invertir en la revolución punto com. Chris hijo respondió que no tenía efectivo disponible, sino la galería, los cuadros y el Christina, el viejo yate de su padre, que poseía a medias con su hermana menor. En ese momento intervino Fenston Finance y le prestó doce millones de dólares de acuerdo con los términos acostumbrados. Como ocurre con tantas revoluciones, en el campo de batalla acabaron varios cadáveres, entre ellos el de Chris hijo.
Fenston Finance permitió que la deuda aumentase y en ningún momento molestó a su cliente… hasta que Chris hijo leyó en Los Angeles Times que otra obra de Warhol, Marilyn roja tornasolada, se había vendido recientemente por algo más de cuatro millones de dólares. Se puso inmediatamente en contacto con Christie's de Los Ángeles, donde le aseguraron que obtendría unos precios igualmente elevados por sus Rothko, Pollock y Jasper Johns. Tres meses después, Leapman entró apresuradamente en la oficina del presidente esgrimiendo el último ejemplar del catálogo de Christie's. Había puesto notas amarillas autoadhesivas en siete lotes que no tardarían en subastar. Fenston realizó una llamada telefónica y, a renglón seguido, reservó plaza en el siguiente vuelo a Roma.
Tres días más tarde, Chris hijo apareció en los servicios de un bar de ambiente con el cuello rajado.
Por esas fechas Fenston estaba de vacaciones en Italia y Jack tenía una copia de la factura del hotel, del pago de los billetes e incluso de los gastos con tarjeta de crédito en varias tiendas y restaurantes.
Los cuadros fueron inmediatamente retirados de la subasta de Christie's mientras la policía de Los Ángeles realizaba las investigaciones pertinentes. Al cabo de un año y medio sin que hubiera nuevas pruebas y todo desembocase en un callejón sin salida, el expediente se sumó a los demás casos sin resolver que la policía de Los Ángeles acumulaba en el sótano. La hermana de Chris solo recibió una maqueta del Christina, el yate que su padre tanto había querido.
Jack dejó a un lado la carpeta de Chris hijo y clavó la mirada en el nombre de Maria Vasconcellos, la viuda brasileña que había heredado una casa y un jardín lleno de estatuas… que no eran precisamente las que se venden en los centros de jardinería. Piezas de Moore, Giacometti, Remington, Botero y Calder formaban parte del legado del marido de la señora Vasconcellos. Lamentablemente, la viuda se enamoró de un gigoló y cuando este le propuso… Sonó el teléfono que se encontraba en el escritorio de Jack.
– Nuestra embajada de Londres por la línea dos -informó la secretaria.
– Gracias, Sally -respondió Jack, que sabía que solo podía ser su amigo Tom Crasanti, que había ingresado en el FBI el mismo día que él-. Hola, Tom, ¿cómo estás? -preguntó incluso antes de oír su voz.
– En perfecto estado -repuso Tom-. Salgo a correr cada día, pero no estoy tan en forma como tú.
– ¿Y mi ahijado?
– Está aprendiendo a jugar al críquet.
– El muy traidor… ¿Ha habido alguna buena noticia?
– No, precisamente por eso llamo -replicó Tom-. Tendrás que abrir otro expediente.
Jack notó que un escalofrío lo recorría de la cabeza a los pies y preguntó con tono quedo:
– ¿De quién se trata esta vez?
– El nombre de la dama, que es lo que era, es lady Victoria Wentworth.
– ¿Cómo murió?
– Exactamente del mismo modo que los otros tres, con el cuello rajado, y te diría casi con certeza que el corte se realizó con un cuchillo de cocina.
– ¿Qué te lleva a pensar que Fenston tiene algo que ver?
– La dama le debía más de treinta millones al banco.
– ¿Qué busca Fenston en esta ocasión?
– Un autorretrato de Van Gogh.
– ¿En cuánto está tasado?
– En sesenta, probablemente en setenta millones de dólares.
– Cogeré el primer avión a Londres.
A las 7.56, Anna cerró la carpeta de Wentworth y se agachó para abrir el último cajón del escritorio. Se quitó las zapatillas y se calzó tacones negros. Abandonó el sillón, cogió las carpetas y se miró en el espejo: no tenía ni un solo pelo fuera de lugar.
Salió de su despacho y caminó por el pasillo en dirección a la gran suite de la esquina. Dos o tres trabajadores le dieron los buenos días, a lo que respondió con una sonrisa. Llamó con delicadeza a la puerta de la oficina del presidente, pues sabía que Fenston ya estaría sentado ante el escritorio. De haber llegado con un minuto de retraso, el jefe habría mirado significativamente el reloj. Anna esperó a que le dijesen que pasara y se sorprendió porque la puerta se abrió en el acto y se encontró cara a cara con Karl Leapman. Vestía un traje casi igual al que llevaba Fenston, aunque no de la misma calidad.
– Buenos días, Karl -saludó Anna alegremente, pero no obtuvo respuesta.
El presidente levantó la cabeza e hizo señas de que se sentase al otro lado del escritorio. Ni se le ocurrió saludarla, algo que casi nunca hacía. Leapman ocupó su sitio a la derecha del presidente y ligeramente retrasado, como el cardenal que atiende al Papa. Las categorías estaban claramente definidas. Anna supuso que Tina aparecería en cualquier momento con una taza de café solo, pero la puerta que comunicaba con el despacho de la secretaria permaneció firmemente cerrada.
Anna dirigió la mirada al Monet de Argenteuil que colgaba en la pared, detrás del escritorio del presidente. Aunque Monet había pintado en diversas ocasiones la pacífica escena ribereña, ese era uno de los mejores ejemplos. En cierta ocasión, Anna había preguntado a Fenston dónde había adquirido el cuadro, pero el presidente se había mostrado evasivo y la doctora no encontró alusiones a esa venta entre las transacciones anteriores a su llegada a la entidad.
Anna miró a Leapman, cuyo aspecto flaco y demacrado le recordaron a Casio. Daba igual la hora que fuese, siempre parecía que no se había afeitado. Volvió a concentrarse en Fenston, que de Bruto no tenía nada, y se movió incómoda, intentando que el silencio imperante no la alterase. Fenston hizo un ademán y repentinamente el silencio cesó.
– Doctora Petrescu, el presidente ha recibido cierta información inquietante -declaró Leapman-. Al parecer, ha enviado a una clienta documentos privados y confidenciales del banco antes de que el presidente tuviese la posibilidad de analizar sus consecuencias.
Anna fue fugazmente pillada por sorpresa, pero no tardó en recuperarse y decidió responder con la misma moneda:
– Señor Leapman, si se refiere a mi informe relativo al préstamo sobre las propiedades Wentworth, está en lo cierto. He enviado una copia a lady Victoria Wentworth.
– El presidente no ha tenido tiempo suficiente para leer el informe y proceder a una evaluación equilibrada antes de que se lo enviara a la clienta -puntualizó Leapman y consultó sus notas.
– Señor Leapman, no es así. El uno de septiembre envié copias del informe tanto al presidente como a usted y recomendé que se avisase a lady Victoria de la posición en la que se encuentra antes de que venza el próximo pago trimestral.
– Yo no he recibido el informe -intervino Fenston secamente.
– Debo añadir que el presidente reconoció su recepción -insistió Anna, sin dejar de mirar a Leapman-, ya que su despacho devolvió el formulario que adjunté con el informe.
– Jamás lo he visto -insistió Fenston.
– El presidente le puso sus iniciales -acotó Anna, abrió la carpeta, retiró el formulario pertinente y lo dejó sobre el escritorio, delante de Fenston, que no le hizo el menor caso.
– Como mínimo tendría que haber esperado a conocer mi opinión para permitir que la copia del informe de un tema tan delicado salga de la entidad -declaró Fenston.
Anna seguía sin entender por qué tenían ganas de pelear. Ni siquiera desempeñaban los papeles de polis bueno y malo.
– Presidente, esperé una semana -apostilló Anna- y en esos días no hizo el menor comentario sobre mis recomendaciones… a pesar de que sabe que esta noche volaré a Londres porque mañana por la tarde tengo una cita con lady Victoria. Por otro lado, hace dos días le envié un recordatorio -prosiguió sin dar tiempo a que el presidente respondiese. Volvió a abrir la carpeta y dejó otra hoja sobre el escritorio, por la que el presidente tampoco mostró el menor interés.
– Pues no leí su informe -repitió Fenston que, por lo visto, era incapaz de apartarse del guión preparado de antemano.
Anna tuvo la sensación de que su padre le susurraba al oído que mantuviera la calma, que no perdiese los papeles.
La doctora Petrescu respiró hondo antes de retomar la palabra:
– Mi informe se limita a advertir a la junta, de la que formo parte, de que en el caso de que vendiéramos el Van Gogh, ya sea privadamente o por intermedio de cualquiera de las casas de subastas conocidas, la cifra obtenida cubriría con creces el préstamo original y los intereses.
– Pero es posible que yo no tenga la intención de vender el Van Gogh -precisó Fenston, que en esta ocasión no tuvo la menor dificultad para apartarse del guión.
– Presidente, no le habría quedado otra alternativa si ese fuera el deseo de nuestra clienta.
– Quizá haya encontrado una solución mejor para resolver el problema de Wentworth.
– En ese caso, presidente -añadió Anna sin inmutarse-, me sorprende que no consultase a la jefa del departamento en cuestión para que, en tanto que colegas, discutiéramos las diferencias de pareceres antes de que esta noche vuele a Inglaterra.
– Su propuesta es impertinente -aseguró Fenston y levantó la voz a niveles hasta entonces desconocidos-. Yo no respondo ante nadie.
– Presidente, desde mi perspectiva cumplir la ley no es una impertinencia -dijo serenamente la doctora Petrescu-. Comunicar a los clientes cualquier recomendación alternativa no es más que una de las exigencias legales del banco. Estoy segura de que sabe que, de acuerdo con las nuevas regulaciones bancarias tal como las planteó el servicio de contribuciones y que el Congreso aprobó hace poco…
– Y yo estoy seguro de que sabe que su primera responsabilidad es para conmigo -la interrumpió Fenston.
– No es así si creo que un miembro del banco viola la ley -replicó Anna-, porque se trata de un acto en el que no estoy dispuesta a participar.
– ¿Intenta provocarme para que la despida? -chilló Fenston.
– No, pero tengo la sensación de que usted intenta aguijonearme para que presente la dimisión -respondió Anna serenamente.
– Sea como fuere -prosiguió Fenston, girando el sillón y mirando por la ventana-, está claro que ya no tiene nada que hacer en esta entidad, dado que evidentemente no se siente parte del equipo… algo de lo que me advirtieron cuando la despidieron de Sotheby's.
Anna pensó que no debía morder el anzuelo, apretó los labios y contempló el perfil de Fenston. Estaba a punto de replicar cuando detectó algo distinto. Fue entonces cuando vio el pendiente nuevo. Se dijo que la vanidad seguramente se convertiría en su perdición en el preciso momento en el que el presidente volvió a darse la vuelta y la observó con expresión furibunda. La experta en arte no reaccionó.
– Presidente, sospecho que está grabando esta conversación, por lo que quiero dejar muy clara una cuestión. Al parecer, no sabe mucho de legislación bancaria y evidentemente desconoce las leyes laborales, ya que convencer a una colega para que estafe a una ingenua y le arrebate la herencia es un delito, como estoy segura de que puede explicarle el señor Leapman, que tiene mucha experiencia… a uno y otro lado de la ley.
– ¡Lárguese antes de que la eche! -gritó Fenston; abandonó el sillón de un salto y se cernió sobre Anna. La mujer se incorporó lentamente, dio la espalda a su jefe y se dirigió a la puerta-. Lo primero que puede hacer es vaciar el escritorio porque dentro de diez minutos no quiero verla en su despacho. Si cumplido el plazo sigue en las oficinas ordenaré a seguridad que la saque del edificio.
Anna no oyó la última frase de Fenston porque ya había cerrado la puerta.
La primera persona con la que Anna se topó en el pasillo fue Barry que, evidentemente, había sido informado de lo que ocurría. Tuvo la sensación de que todo se había montado mucho antes de que hubiese entrado en el edificio.
Anna recorrió el pasillo con toda la dignidad que fue capaz de mostrar, pese a que Barry se adaptó a cada uno de sus pasos y ocasionalmente le rozó el codo. Pasó frente a un ascensor cuya puerta mantenían abierta para que alguien lo cogiese y se preguntó de quién se trataba. Ciertamente no era para ella. Estaba de regreso en su despacho menos de un cuarto de hora después de salir. En esta ocasión Rebecca la esperaba. Permanecía de pie detrás del escritorio y sujetaba una caja de cartón marrón, de grandes dimensiones. Anna se acercó al escritorio y estaba a punto de encender el ordenador cuando una voz dijo a sus espaldas:
– No toque nada. Las cosas personales ya han sido guardadas, por lo que tenemos que irnos.
Anna se volvió y vio que Barry continuaba en la puerta.
– Lo siento muchísimo -aseguró Rebecca-. Intenté llamarte y decírtelo, pero…
– No hable con ella -ordenó Barry-. Limítese a entregarle la caja. La doctora Petrescu tiene que irse.
Barry apoyó la palma de la mano en el pomo de la porra. Anna se preguntó si el encargado de seguridad sabía lo ridículo que estaba. Se volvió hacia Rebecca, sonrió y mientras la secretaria le entregaba la caja de cartón aseguró:
– No es culpa tuya.
Anna dejó la caja sobre el escritorio, se sentó y abrió el cajón de abajo.
– No puede llevarse nada que pertenezca a la compañía -precisó Barry.
– Espero que el señor Fenston no necesite mis zapatillas -dijo Anna, se quitó los tacones y los guardó en la caja.
A continuación la experta en arte se puso las zapatillas, anudó los cordones, recogió la caja y salió al pasillo. A esa altura le resultó imposible mantener la dignidad. Todos los empleados sabían que si se oían gritos en el despacho del presidente y luego Barry acompañaba a alguien mientras abandonaba la entidad significaba que estaban a punto de darle el finiquito. En esa ocasión los curiosos entraron velozmente en sus oficinas y no intentaron dar charla a Anna.
El jefe de seguridad la acompañó hasta un despacho del extremo del pasillo, en el que Anna nunca había entrado. En cuanto franqueó la puerta, Barry volvió a apostarse en el umbral. Era evidente que los presentes también estaban al tanto de lo que ocurría, ya que la atendió otro empleado que ni siquiera se atrevió a saludarla por miedo a que el presidente se enterase. Le mostró un papel en el que estaba escrita en negrita la cifra de 9.116 dólares. Era el salario mensual de Anna, que firmó encima de la línea de puntos sin pronunciar palabra.
– Dentro de un rato el dinero será ingresado en su cuenta por transferencia -explicó el empleado sin levantar la mirada.
Al volverse, Anna vio que su perro guardián seguía acechando en la puerta y hacía grandes esfuerzos por parecer amenazador. Al salir de la oficina del contable, Barry la acompañó durante el largo trayecto que conducía a un pasillo vacío.
Al llegar al ascensor, Barry pulsó la flecha descendente y Anna no dejó de aferrar la caja de cartón.
Esperaban a que las puertas del ascensor se abriesen cuando el vuelo 11 de American Airlines, que había salido de Boston, se estrelló en el piso noventa y cuatro de la Torre Norte.
Ruth Parish miró la pantalla de salidas que colgaba en la pared, encima de su escritorio. Se sintió aliviada al comprobar que el vuelo 107 de United con destino al aeropuerto Kennedy había despegado por fin a las 13.40. Llevaba cuarenta minutos de retraso.
Ruth y Sam, su socio, habían fundado Art Locations hacía casi una década. Cuando Sam la dejó por otra más joven, Ruth se quedó con la empresa… sin lugar a dudas, con lo mejor del acuerdo. A pesar de que incluía muchas horas, clientes exigentes y aviones, trenes y barcos de carga que jamás llegaban a horario o en las fechas previstas, Ruth estaba casada con el trabajo. Trasladar grandes y no tan grandes obras de arte de un rincón a otro del planeta le permitía combinar su habilidad espontánea para la organización con su apego por los objetos bellos… aunque en ocasiones solo los viera durante fugaces instantes.
Ruth viajaba por el mundo y aceptaba encargos de gobiernos que organizaban exposiciones nacionales, aunque también tenía tratos con dueños de galerías, marchantes y varios coleccionistas privados que, con frecuencia, lo único que querían era trasladar uno de sus cuadros favoritos de una de sus residencias a otra. Con el paso de los años, la mayoría de sus clientes se habían convertido en amigos personales, pero no era lo que ocurría con Bryce Fenston. Hacía mucho tiempo que Ruth había llegado a la conclusión de que expresiones como «por favor» y «muchas gracias» no figuraban en el vocabulario de ese hombre que, ciertamente, no la incluía en su lista de personas a las que enviaba tarjetas navideñas. La última orden de Fenston había consistido en recoger un Van Gogh en Wentworth Hall y trasladarlo sin más dilaciones a su despacho de Nueva York.
Obtener la licencia de exportación de la obra maestra no había resultado difícil, ya que pocas instituciones o museos estaban en condiciones de reunir los sesenta millones de dólares necesarios para impedir que el cuadro saliera del país, sobre todo después de que las National Galleries de Escocia no pudieran conseguir los siete millones y medio de libras para evitar que el estudio de una Mujer de luto, de Miguel Ángel, abandonase las islas y pasara a formar parte de una colección privada de Estados Unidos.
El día anterior el señor Andrews, el mayordomo de Wentworth Hall, telefoneó para comunicarle que por la mañana el cuadro estaría a punto para que lo recogiese. Ruth organizó todo para que una de sus camionetas de máxima seguridad se presentase en la mansión a las ocho en punto y poco después de las diez deambulaba de un lado a otro de la pista, a la espera de que el vehículo hiciese acto de presencia.
Una vez descargado el cuadro, Ruth supervisó hasta el último detalle del embalaje y de su envío seguro a Nueva York, tarea que normalmente habría delegado. Vigiló al embalador jefe mientras envolvía la obra en papel transparente libre de ácidos y la introducía en la caja forrada de espuma que había construido durante la noche para que estuviese listo a tiempo. Luego colocó los pernos de sujeción para evitar que alguien la abriese si no disponía de herramientas especiales. En el exterior colocó indicadores especiales que se teñirían de rojo en el caso de que alguien intentara abrirla durante el vuelo. El embalador jefe escribió la palabra «frágil» a uno y otro lado del embalaje y anotó el número 47 en cada una de las cuatro esquinas. El agente de aduanas frunció las cejas al ver los documentos de embarque pero, dado que la caja tenía la preceptiva licencia de exportación, no pudo decir ni mu.
Ruth condujo hasta el 747 que esperaba y vio que el embalaje rojo desaparecía en el interior de la inmensa bodega. No volvió a su despacho hasta que comprobó que la pesada puerta estaba cerrada a cal y canto. Miró la hora y sonrió. El avión había despegado a las 13.40.
Se puso a pensar en el cuadro que esa noche llegaría, procedente del Rijksmuseum de Amsterdam, para formar parte de la exposición sobre las mujeres de Rembrandt que organizaba la Royal Academy. Ante todo tenía que llamar a Fenston Finance para comunicar que el Van Gogh estaba de camino.
Marcó el número de Anna en Nueva York y se preparó para oír su voz cuando cogiese el teléfono.
Se oyó una sonora explosión y el edificio empezó a balancearse.
Anna se vio arrojada al otro extremo del pasillo y acabó tumbada en la moqueta, como si un peso pesado la hubiese noqueado. Las puertas del ascensor se abrieron y vio que, en busca de oxígeno, una bola de fuego salía disparada por el hueco. La ráfaga ardiente le golpeó el rostro como si alguien hubiese abierto la puerta de un horno. Atontada, Anna permaneció tumbada en el suelo.
Lo primero que pensó fue que un rayo había alcanzado el edificio, pero descartó la idea en el acto porque en el cielo no había una sola nube. Se impuso un silencio tan sobrecogedor que Anna se preguntó si se había quedado sorda. No tardó en percibir exclamaciones de sorpresa mientras ante sus ojos, al otro lado de las ventanas, volaban grandes trozos de cristal serrado y retorcidos muebles metálicos de oficina.
A continuación Anna pensó que había estallado otra bomba. Los que habían estado en el edificio en 1993 referían anécdotas de lo que les había ocurrido aquella tarde terriblemente fría de febrero. Algunas historias eran apócrifas y otras pura invención, si bien los hechos resultaban bastante sencillos. Habían aparcado un camión lleno de explosivos en el garaje subterráneo del edificio. Cuando estalló, murieron seis personas y hubo más de mil heridos. Desaparecieron cinco plantas subterráneas y los servicios de emergencia necesitaron varias horas para evacuar el edificio. Desde entonces, todos los que trabajaban en el World Trade Center estaban obligados a participar regularmente en simulacros de incendio. Anna intentó recordar lo que tenía que hacer ante una emergencia de esas características.
Recordó las instrucciones claramente impresas en rojo en la puerta de salida al hueco de la escalera de cada planta: «En caso de emergencia no vuelva a su escritorio ni use el ascensor. Proceda a salir por la escalera más próxima». En primer lugar, tenía que averiguar si estaba en condiciones de ponerse de pie, ya que una parte del techo se había desplomado sobre ella y el edificio no había dejado de oscilar. Intentó incorporarse y, pese a que tenía unos cuantos golpes y cortes en distintos lugares, tuvo la impresión de que no se había roto nada. Se estiró unos segundos, como siempre hacía antes de iniciar una carrera larga.
Anna abandonó lo que quedaba de la caja de cartón y avanzó dando tumbos hacia la escalera C, situada en el centro del edificio. Algunos compañeros comenzaron a recuperarse de la sorpresa inicial y uno o dos se acercaron a sus escritorios para recoger objetos personales.
Mientras caminaba por el pasillo, Anna oyó una serie de preguntas para las que no tuvo respuesta.
– ¿Qué tenemos que hacer? -quiso saber una secretaria.
– ¿Debemos subir o bajar? -inquirió una limpiadora.
– ¿Hay que esperar a que nos rescaten? -preguntó un encargado de comprar y vender bonos.
Se trataba de preguntas dirigidas al jefe de seguridad, pero Barry no estaba a la vista.
En cuanto llegó a la escalera, Anna se unió a un grupo de seres azorados, algunos enmudecidos y otros llorosos, que no sabían lo que debían hacer. Al parecer, nadie tenía ni la más remota idea de lo que había desencadenado la explosión ni los motivos por los que el edificio seguía meciéndose. Aunque varias luces de la escalera se habían apagado como velas, la tira fotoluminiscente que cubría el borde de cada escalón brillaba intensamente.
Algunos de los que la rodeaban intentaron contactar con el exterior gracias a los móviles, pero muy pocos lo consiguieron. Una chica que lo logró se puso a charlar con su novio y le explicó que el jefe le había dicho que podía volver a casa y tomarse el resto de la jornada libre. Un hombre transmitió a los que tenía cerca la conversación que sostenía con su esposa y anunció:
– Un avión ha chocado con la Torre Norte. -Varios preguntaron simultáneamente dónde se había producido la colisión. El hombre repitió la pregunta a su esposa y replicó-: Más arriba, en el piso noventa y pico.
– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó el jefe de contabilidad, que no se había movido del primer escalón.
El joven repitió la pregunta a su esposa y aguardó la respuesta.
– El alcalde ha pedido que abandonemos el edificio lo más rápido posible.
Al oírlo, todos los que se encontraban en la escalera iniciaron el descenso hacia la planta ochenta y dos. Anna miró hacia atrás a través de la puerta de cristal y se sorprendió al ver que muchas personas permanecían en sus escritorios, como si estuvieran en el teatro una vez que ha bajado el telón y optasen por esperar a que salieran los más apresurados.
Anna siguió el consejo del alcalde. Se dedicó a contar los escalones a medida que bajaba: dieciocho por planta, lo que, según sus cálculos, significaba un mínimo de mil quinientos para llegar al vestíbulo. La escalera se llenó cada vez más a medida que infinidad de personas abandonaban sus despachos y se sumaban en cada piso a la marea humana, por lo que parecía el metro atiborrado en la hora punta. La experta en arte se sorprendió por la serenidad con la que todos bajaban.
La escalera no tardó en dividirse en dos carriles, la vía lenta por el interior mientras los últimos modelos adelantaban por la rápida. Al igual que en cualquier autopista, no todos respetaban el código de circulación, de modo que de forma periódica el tráfico se paraba hasta reanudar una vez más la marcha a trancas y barrancas. Cada vez que llegaban a un nuevo tramo de escalera, alguien se detenía en el rellano mientras los demás continuaban rodando.
Anna pasó junto a un viejo que se cubría con un sombrero de fieltro negro. Recordó que el año anterior lo había visto varias veces, siempre con el mismo sombrero. Se volvió para sonreír y el anciano se descubrió la cabeza.
Anna descendió monótonamente y a veces llegó a la planta siguiente en menos de un minuto, aunque la mayor parte del tiempo se vio retenida por los que, tras bajar unos pocos pisos, se sentían agotados. La vía rápida estaba cada vez más congestionada, tanto que resultó imposible superar el límite de velocidad.
Al llegar a la planta sesenta y ocho Anna oyó la primera orden clara.
– Pónganse a la derecha y no dejen de moverse -dijo una voz firme por debajo de donde se encontraba la doctora Petrescu.
Aunque a cada paso que dio la instrucción sonó más fuerte, Anna tuvo que bajar varios pisos para divisar al primer bombero que se dirigía lentamente hacia ella. Vestía traje ignífugo holgado y sudaba como un pollo bajo el casco negro marcado con el número 28. Anna pensó fugazmente en el estado en el que el bombero se encontraría después de subir treinta plantas más. Al parecer, iba cargado con diversos equipos: cuerdas enrolladas y colgadas del hombro y dos botellas de oxígeno a la espalda, como un alpinista a la conquista del Everest. Otro bombero le pisaba los talones y transportaba unos cuantos metros de manguera, seis barras y una botella grande de agua. Sudaba tanto que de vez en cuando se quitaba el casco y se refrescaba la cabeza con agua de la botella.
Los que siguieron abandonando las oficinas y se unieron a Anna en la migración descendente se movieron casi en silencio hasta que un anciano que iba delante tropezó y cayó sobre una mujer. Esta se hizo un corte con el borde del escalón y empezó a gritar.
– Siga -aconsejó una voz a espaldas de la experta en arte-. Hice el mismo recorrido después del atentado del noventa y tres y le aseguro que todavía no ha visto nada.
Anna se agachó para ayudar al viejo a ponerse de pie, con lo que obstaculizó su propio avance y permitió que otros la adelantaran.
Cada vez que llegaba a otro tramo de escalera, la doctora Petrescu observaba a través de las cristaleras a los trabajadores que continuaban sentados ante los escritorios y que, al parecer, no hacían caso de los que huían ante sus propios ojos. Como las puertas estaban abiertas incluso oyó trozos de conversaciones. Un broker del piso sesenta y dos intentó cerrar un trato antes de que, a las nueve en punto, abriesen los mercados. Otro la miró fijamente, como si el cristal fuera una pantalla de televisión y retransmitiese un partido de fútbol, al tiempo que no cesó de hablar por teléfono con un amigo que se encontraba en la Torre Sur.
Cada vez subían más bomberos, por lo que la escalera pasó a ser una carretera de dos direcciones. Los bomberos no dejaron de repetir que se colocasen a la derecha y se moviesen. Anna continuó descendiendo y a menudo la velocidad la pautó el participante más lento. Aunque la torre había dejado de oscilar, la tensión y el miedo se reflejaban en el rostro de cuantos la rodeaban. No sabían lo que había sucedido más arriba ni tenían idea de lo que los aguardaba abajo. Anna se sintió culpable al adelantar a una anciana que dos jóvenes transportaban en un gran sillón de cuero; la pobre tenía las piernas hinchadas y su respiración era entrecortada.
La doctora Petrescu bajó y siguió bajando hasta que incluso ella se sintió cansada.
Pensó en Rebecca y en Tina y albergó la esperanza de que ambas estuviesen a salvo. Incluso se preguntó si Fenston y Leapman seguían en el despacho del presidente, con el convencimiento de que estaban al margen de cualquier peligro.
Anna empezó a tener la certeza de que ya estaba a salvo y de que, poco a poco, despertaría de la pesadilla. Incluso sonrió al oír a su alrededor algunos comentarios humorísticos típicamente neoyorquinos hasta que alguien gritó a sus espaldas:
– ¡Otro avión se ha estrellado en la Torre Sur!
Jack se sorprendió de la primera reacción que experimentó al oír en la acera de enfrente un sonido que le pareció el estallido de una bomba. Sally se apresuró a anunciarle que un avión se había estrellado contra la Torre Norte del World Trade Center.
– Esperemos que haya dado de lleno en el despacho de Fenston -comentó el agente del FBI.
Su segunda reacción fue más profesional, tal como la manifestó cuando se reunió en el centro de mando con Dick Macy, su jefe y supervisor, y el resto de los agentes de alto rango. Mientras los demás se ponían al teléfono e intentaban encontrar sentido a lo que ocurría a menos de dos kilómetros, Jack dijo a su superior que no tenía dudas de que se trataba de un acto terrorista perfectamente organizado. A las 9.03, hora en la que otro avión chocó con la Torre Sur, Macy se limitó a preguntar:
– De acuerdo, pero ¿de qué organización terrorista se trata?
La tercera reacción de Jack fue tardía y lo cogió por sorpresa. Esperaba que Anna Petrescu se hubiese salvado, pero cincuenta y seis minutos después, cuando la Torre Sur se desplomó, llegó a la conclusión de que no tardaría en ocurrir lo mismo con la Torre Norte.
Volvió a su escritorio y encendió el ordenador. Recibió una ingente cantidad de información de la oficina de campo de Massachusetts, según la cual los dos vuelos atacantes habían salido de Boston y había otros dos aparatos en el aire. Las llamadas de pasajeros que viajaban en dichos aviones, que habían despegado del mismo aeropuerto, apuntaban a que también estaban bajo el dominio de los terroristas. Una de las aeronaves se dirigía a Washington.
El presidente George W. Bush estaba de visita en una escuela de Florida cuando el primer avión colisionó. Inmediatamente lo trasladaron a la base de la fuerza aérea Barksdale, en Luisiana. El vicepresidente Dick Cheney se encontraba en Washington. Ya había dado instrucciones claras para que derribasen a los otros dos aviones. La orden no se cumplió. Cheney también quería saber cuál era la organización terrorista responsable, ya que más tarde el presidente pensaba dirigirse a la nación y exigiría respuestas. Jack continuó en su escritorio y recibió las llamadas de los agentes desplegados en el terreno, que le transmitieron información que a menudo comunicó a Macy. Uno de dichos agentes, Joe Corrigan, informó de que habían visto entrar a Fenston y a Leapman en un edificio de Wall Street justo antes de que el primer avión se empotrara contra la Torre Norte. Jack echó un vistazo a las numerosas carpetas desparramadas sobre su escritorio y descartó la posibilidad de que fuese «caso cerrado», pues lo consideró una mera expresión de deseos.
– ¿Y Petrescu?
– No tengo ni idea -declaró Joe-. Lo único que puedo decir es que a las siete cuarenta y seis entró en el edificio y desde entonces nadie la ha visto.
Jack dirigió la mirada a la pantalla del televisor. Un tercer avión había impactado en el Pentágono. Lo único que se le ocurrió fue que la Casa Blanca era el siguiente objetivo.
– ¡Otro avión se ha estrellado contra la Torre Sur! -repitió la señora que se encontraba un escalón por encima de Anna.
La experta en arte fue incapaz de creer que ese tipo de accidente sobrecogedor sucediera dos veces en un mismo día.
– No ha sido casual -aseguró una voz desde atrás, como si hubiera adivinado lo que Anna pensaba-. El único avión que chocó contra un edificio de Nueva York lo hizo en 1945. Se incrustó en el piso setenta y nueve del Empire State. Ocurrió un día brumoso y entonces no se disponía de los complejos instrumentos de rastreo que ahora existen. No debemos olvidar que el espacio aéreo de encima de la ciudad está vedado a los vuelos, por lo que se trata de algo minuciosamente planificado. Me juego la cabeza a que no somos los únicos que tenemos problemas.
En cuestión de minutos, hipótesis de conspiración, ataques terroristas e historias de accidentes imposibles corrieron de boca en boca por parte de personas que no tenían ni la más remota idea de lo que decían. De haberse podido mover más rápido habrían huido en estampida. Anna no tardó en percatarse de que varios de los presentes en la escalera disimulaban sus peores temores hablando a la vez.
Cada persona uniformada que pasó como pudo a su lado insistió en que se mantuviesen a la derecha y no dejaran de moverse. Algunos de los que bajaban comenzaron a cansarse, por lo que Anna los adelantó. Agradeció al cielo las horas dedicadas a correr por Central Park y la descarga tras descarga de adrenalina que la mantuvo en movimiento.
Se acercaban a la planta cuarenta cuando Anna percibió por primera vez olor a humo y oyó que algunos de los que se encontraban en los pisos inferiores tosían ruidosamente. Al llegar al siguiente tramo de la escalera el humo se hizo más espeso y no tardó en entrar en sus pulmones. Se tapó los ojos y tosió sin poderlo evitar. Recordó que alguna vez había leído que el noventa por ciento de las muertes que se producen en un incendio se deben a la aspiración de humo. Sus temores se acrecentaron cuando los que tenía delante avanzaron cada vez más despacio y finalmente se detuvieron. Las toses se volvieron epidémicas. ¿Estaban todos atrapados y no había escapatoria hacia arriba ni hacia abajo?
– No dejen de moverse -ordenó claramente un bombero que se dirigió hacia ellos-. Durante un par de plantas la situación empeora, pero enseguida la superarán -aseguró a los que todavía dudaban.
Anna clavó la mirada en el rostro del hombre que había lanzado la orden con tanta autoridad. La acató, convencida de que lo peor ya había quedado atrás. No apartó la mano de los ojos para protegerlos y, aunque siguió tosiendo tres pisos más, comprobó que el bombero tenía razón, dado que el humo empezó a aclararse. Decidió que solo haría caso de los profesionales que subían la escalera y descartaría las opiniones de los chapuceros que bajaban.
Una repentina sensación de alivio dominó a los que se libraron del humo, que en el acto intentaron acelerar el descenso. La humanidad congregada impidió discurrir rápidamente por el carril unidireccional. Anna intentó mantener la calma y se situó detrás de un ciego que bajaba la escalera conducido por el perro guía.
– Rosie, no quiero que te asustes con el humo -dijo el ciego y la perra meneó la cola.
Siguieron descendiendo y en todo momento el ritmo dependió de la persona que iba delante. Cuando llegó a la cafetería vacía de la planta treinta y nueve, Anna vio que a los sobrecargados bomberos se habían unido los funcionarios de la autoridad portuaria y los policías de la unidad de servicios de emergencia, los más populares de Nueva York porque solo se ocupan de operaciones de seguridad y rescate y no ponen multas de aparcamiento ni detienen. Anna se sintió culpable al cruzarse con los que estaban dispuestos a seguir subiendo mientras ella se dirigía en dirección contraria.
A la altura del piso veinticuatro, varios rezagados atónitos hicieron un alto para descansar y algunos incluso se reunieron para intercambiar anécdotas, mientras otros todavía se negaban a abandonar sus despachos, ya que eran incapaces de entender que pudiese afectarlos un problema ocurrido en la planta noventa y cuatro. Anna miró a su alrededor, desesperada por encontrar un rostro conocido, tal vez el de Rebecca o el de Tina, incluso el de Barry, pero tuvo la impresión de que estaba en el extranjero.
– Tenemos un nivel tres, probablemente un nivel cuatro, por lo que barreré cada planta -informó por radio el jefe de una unidad de bomberos.
Anna lo observó mientras registraba sistemáticamente cada despacho. Le llevó un rato porque cada planta tenía el tamaño de un campo de fútbol.
Un individuo del piso veintiuno se negó a moverse de su escritorio; acababa de cerrar un trato en divisas por valor de mil millones de dólares y esperaba la confirmación de la transacción.
– ¡Fuera! -gritó el comandante, pero el hombre elegantemente vestido se saltó la orden a la torera y siguió tecleando en el ordenador-. He dicho que salga -insistió el bombero mientras dos ayudantes lo levantaban de la silla y lo depositaban en la escalera.
El broker, desconsolado, se sumó al éxodo escaleras abajo.
Al llegar a la vigésima planta, Anna se topó con un nuevo problema: tuvo que vadear el agua que caía de los sistemas antiincendios y de las tuberías que perdían. Pasó con cuidado por encima de los fragmentos de cristales y de los escombros humeantes que se apilaban en la escalera y frenaban el avance de todos. Se sintió como un hincha de un equipo de fútbol que intenta salir del estadio lleno a reventar y descubre que solo hay un torniquete en funcionamiento. Cuando por fin se acercó a la décima planta, el descenso se aceleró espectacularmente. En los pisos inferiores no quedaba prácticamente nadie y cada vez menos oficinistas se sumaban al éxodo.
Al llegar al piso diez, Anna miró por la puerta abierta de un despacho abandonado. Las pantallas de los ordenadores parpadeaban y las sillas estaban retiradas de los escritorios, como si los ocupantes hubieran ido al lavabo con la intención de regresar en un par de minutos. Los vasos de plástico con café frío y las latas de Coca-Cola a medio beber ocupaban casi todas las superficies. Había papeles por todas partes, incluso en el suelo, mientras que las fotos familiares en marcos de plata continuaban en su sitio. La persona que iba detrás chocó con ella, por lo que Anna se apresuró a reanudar la marcha.
En el séptimo piso la doctora Petrescu se dio cuenta de que no eran los trabajadores, sino el agua y los objetos flotantes lo que impedía avanzar. Se abrió paso como pudo entre los escombros y entonces oyó la voz. Al principio sonó débil, pero enseguida cobró fuerzas. De debajo llegó el sonido de un megáfono que la apremió a continuar:
– Sigan moviéndose, no miren hacia atrás ni usen los móviles, ya que hace perder tiempo a los que están detrás.
La doctora Petrescu tuvo que sortear tres plantas más y por fin llegó al vestíbulo; chapoteó sumergida en unos palmos de agua y pasó junto al ascensor exprés que, hacía tan solo dos horas, la había conducido a su oficina. De repente el sistema antiincendios arrojó más agua desde el techo, pero Anna ya estaba calada hasta los huesos.
A cada momento que pasaba, las órdenes transmitidas a través de los megáfonos sonaban más fuertes y sus exigencias resultaron incluso más estridentes.
– ¡No dejen de moverse, abandonen el edificio y aléjense tanto como puedan!
A Anna le habría gustado responder que no era tan sencillo. Al llegar a los torniquetes, por uno de los cuales había pasado esa mañana, se dio cuenta de que estaban golpeados y retorcidos. Seguramente se deformaron cuando un equipo tras otro de bomberos transportó los pesados equipos hasta el interior del edificio.
La experta en arte se sintió desorientada y no supo qué tenía que hacer. ¿Debía esperar a que sus compañeros se reuniesen con ella? Se detuvo, aunque solo un segundo, ya que oyó otra orden tajante que tuvo la sensación de que estaba directamente dirigida a ella:
– Señora, siga moviéndose, no use el móvil ni mire hacia atrás.
– ¿Adónde tenemos que ir? -preguntó alguien a gritos.
– Bajen por la escalera mecánica, atraviesen el paseo y aléjense tanto como puedan del edificio.
Anna se sumó a la horda de salvajes agotados que se montaron en la sobrecargada escalera mecánica. Descendió hasta el vestíbulo antes de coger otra escalera mecánica y subir al paseo descubierto, donde solía compartir con Tina y Rebecca el almuerzo al fresco mientras disfrutaban de un concierto. En ese momento el aire no era fresco y, ciertamente, no percibió el sonido serenante del violín, sino una voz que chilló:
– ¡No mire hacia atrás, no mire hacia atrás!
Anna desobedeció la orden, por lo que no solo perdió velocidad, sino que cayó de rodillas y estuvo a punto de vomitar. Incrédula, vio que una persona y enseguida otra, trabajadores que debieron de quedar atrapados por encima del piso noventa, saltaban desde las ventanas de sus despachos hacia una muerte segura en lugar de afrontar la lenta agonía de morir quemados.
– Señora, póngase de pie y siga avanzando.
Anna se incorporó, caminó a trompicones y de pronto se dio cuenta de que los agentes a cargo de la evacuación no establecían contacto ocular con los que huían del edificio ni intentaban responder a preguntas individuales. Llegó a la conclusión de que actuaban así porque, de lo contrario, el desalojo se volvería más lento y frenaría el avance de los que todavía intentaban abandonar la torre.
Al pasar frente a la librería Borders, Anna vio que en el escaparate exhibían Valhalla Rising, el éxito de ventas número uno.
– Señora, no deje de moverse -repitió una voz con tono casi ensordecedor.
– ¿Adónde quiere que vaya? -preguntó desesperada.
– A donde quiera, pero no deje de moverse.
– ¿En qué dirección?
– Da igual, siempre y cuando se aleje todo lo que pueda de la torre.
Anna escupió restos de vómito y siguió alejándose del edificio.
Llegó a la entrada de la plaza y se topó con camiones de bomberos y ambulancias que se ocupaban de los heridos que estaban en condiciones de caminar y los que, lisa y llanamente, no podían dar un paso más. No les hizo perder un segundo. Finalmente llegó a la calle, levantó la cabeza y vio un letrero con una flecha cubierta de mugre negra. Apenas distinguió la palabra «ayuntamiento». Por primera vez empezó a correr. Corrió a toda velocidad y adelantó a varios de los que habían salido antes de los pisos inferiores. A continuación percibió a sus espaldas otro ruido desconocido. Se semejó a un trueno y a cada segundo que pasó pareció volverse más intenso. No quería mirar hacia atrás, pero lo hizo.
Quedó horrorizada al ver que, como si fuera de bambú, la Torre Sur se desplomaba ante sus ojos. En cuestión de segundos los restos del edificio cayeron estrepitosamente al suelo, levantaron polvo y cascajos que subieron hacia el cielo como un hongo, provocaron una densa montaña de llamas y vapores que durante unos segundos permanecieron en suspensión y que por último avanzaron indiscriminadamente por las calles atestadas, envolviendo a todo y a todos los que se interpusieron en su camino.
Aunque supo que era inútil, Anna echó a correr como nunca antes lo había hecho. Estaba convencida de que en cuestión de segundos esa serpiente gris e implacable la alcanzaría y asfixiaría su avance. No tuvo la menor duda de que estaba a punto de morir. Solo albergó la esperanza de que fuera rápido.
Desde la seguridad de un despacho de Wall Street, Fenston contempló el World Trade Center.
Con toda la incredulidad del mundo vio que un segundo avión se dirigía en línea recta hacia la Torre Sur.
Mientras la inmensa mayoría de los neoyorquinos se preocupaban por cómo podían ayudar a sus amigos, parientes y colegas en esa trágica situación y los demás se planteaban qué representaba para Estados Unidos, Fenston solo pensaba en una cosa.
El presidente y Leapman habían llegado a Wall Street para celebrar una reunión con un futuro cliente y segundos después el primer avión chocó con la Torre Norte. Fenston faltó a la cita y pasó la siguiente hora en un teléfono público del pasillo. Intentó ponerse en contacto con alguien del despacho, le daba igual con quien fuese, pero nadie respondió a sus llamadas. A otras personas les habría gustado usar el teléfono, pero Fenston no cedió. Leapman hizo lo propio desde su móvil.
Al oír la segunda explosión, Fenston dejó el teléfono colgando y corrió a la ventana. Leapman se reunió rápidamente con él. Ambos permanecieron en silencio y vieron cómo se desplomaba la Torre Sur.
– No tardará en ocurrir lo mismo con la Torre Norte -auguró Fenston.
– En ese caso, podemos dar por supuesto que Petrescu no sobrevivirá -dijo Leapman con tono realista.
– Petrescu me importa un bledo -replicó Fenston-. Si la Torre Norte cae perderé mi Monet, que no está asegurado.
Anna echó a correr sin parar y, a cada paso que dio, tuvo cada vez más conciencia de que a su alrededor el silencio crecía a pasos agigantados. Los gritos cesaron y se dio cuenta de que sería la próxima. Experimentó la sensación de que a sus espaldas no había nadie y por primera vez en la vida deseó que alguien la adelantara, le daba igual quien fuese, para no sentirse como la última persona sobre la tierra. Comprendió lo que significaba ser perseguida por una avalancha que se desplazaba a una velocidad diez veces mayor que la que puede alcanzar un ser humano. Ese alud particular era negro.
Anna respiró hondo y obligó a su cuerpo a alcanzar velocidades que hasta entonces jamás había experimentado. Se levantó la blusa de seda blanca, que a esa altura se había vuelto negra y estaba empapada y arrugada, y la usó para taparse la boca segundos antes de que la atrapase la nube gris e implacable que lo abarcó todo.
Un siseo de aire incontrolado la impulsó hacia delante y la arrojó al suelo. A pesar de todo, hizo denodados esfuerzos por seguir avanzando. Había cubierto unos pocos metros cuando empezó a toser sin poder evitarlo. Dio tres zancadas y otras tres hasta que repentinamente su cabeza chocó con algo sólido. La doctora Petrescu apoyó la mano sobre una pared e intentó moverse a tientas. Se preguntó si se alejaba de la nube gris o se internaba en ella. Tenía ceniza, tierra y polvo en la boca, los ojos, las orejas, la nariz y el pelo, que además se le adherían a la piel. Tuvo la sensación de que estaba a punto de morir quemada. Pensó en las personas que había visto saltar de la torre porque pensaban que era una manera más fácil de morir. Comprendió sus sentimientos, pero no tenía edificio desde el que saltar, por lo que solo pudo preguntarse cuánto tiempo tardaría en asfixiarse. Dio el último paso, se arrodilló en el suelo y se puso a rezar.
Padre nuestro… Se sintió en paz y estaba a punto de cerrar los ojos y entregarse al sueño profundo cuando en medio de la nada avistó una luz intermitente… que estás en los cielos… Hizo un último esfuerzo por ponerse nuevamente de pie y dirigirse hacia la luz azul. Santificado sea tu nombre… pero el coche pasó de largo y nadie reparó en su quejumbroso grito de auxilio. Venga a nosotros tu reino… Anna cayó nuevamente y se cortó la rodilla con el borde de la acera. Hágase tu voluntad… pero no sintió nada. Así en la tierra como en el cielo… Con la mano derecha agarró el borde de la acera y consiguió avanzar unos centímetros. Estaba a punto de dejar de respirar cuando le pareció que tocaba algo calentito y se preguntó si estaba vivo.
– Socorro -murmuró débilmente y no esperó respuesta.
– Deme la mano -respondieron en el acto. El hombre la aferró con firmeza-. Intente ponerse de pie. -Anna logró incorporarse con la ayuda del desconocido-. ¿Ve aquel triángulo de luz? -preguntó la voz, pero Anna no vio hacia dónde apuntaba.
La experta en arte trazó un círculo completo y contempló trescientos sesenta grados de noche cerrada. De repente lanzó un chillido de alegría al detectar un rayo de sol que intentaba atravesar el grueso manto de la penumbra.
Anna cogió la mano del desconocido y juntos caminaron lentamente hacia la luz, que a cada paso se tornó más intensa, hasta que por fin abandonaron el infierno y entraron en Nueva York.
La experta en arte se volvió hacia la figura envuelta en ceniza gris que acababa de salvarle la vida. El uniforme estaba tan cubierto de tierra y polvo que, de no haber llevado la conocida gorra con visera y la placa, la doctora Petrescu no se habría enterado de que era policía. El hombre sonrió y en su cara aparecieron grietas, como si estuviera embadurnado en capas y más capas de maquillaje.
– Siga caminando hacia la luz -aconsejó el desconocido y se fundió con la nube lóbrega antes de que Anna pudiese agradecérselo.
Amén.
Fenston solo dejó de tratar de ponerse en contacto con su despacho al ver que la Torre Norte se desplomaba ante sus ojos. Colgó, desanduvo apresuradamente por el pasillo desconocido y vio que Leapman garabateaba la palabra «arrendado» encima del letrero en el que se leía «en alquiler», que colgaba de la puerta de una oficina vacía.
– Mañana diez mil personas querrán un espacio como este, por lo que ya tenemos un problema resuelto -aseguró Leapman.
– Es posible cambiar de despacho, pero no puedes reemplazar mi Monet -dijo Fenston bruscamente e hizo una pausa-. Y si no consigo el Van Gogh…
Leapman consultó el reloj.
– A esta hora debe de estar en medio del Atlántico.
– Eso espero, sobre todo porque ya no tenemos la documentación que demuestra que somos los dueños del autorretrato -añadió Fenston mientras se asomaba por la ventana y miraba la nube gris que permanecía sobre el terreno en el que antaño se habían alzado orgullosamente las Torres Gemelas.
Anna se sumó al grupo de rezagados que emergió de la penumbra. Daba la sensación de que sus compatriotas ya habían terminado el maratón, aunque todavía no habían cruzado la meta. Al abandonar semejante oscuridad se dio cuenta de que no podía mirar el sol resplandeciente; hasta abrir los párpados cubiertos de polvo suponía un esfuerzo. Caminó centímetro a centímetro, metro a metro, a cada paso escupió tierra y polvo y acabó por preguntarse si en su cuerpo todavía quedaba mucho líquido negro. Tras unos cuantos pasos más cayó de rodillas, convencida de que la nube gris no podía alcanzarla. Siguió tosiendo y escupiendo. Cuando levantó la cabeza, Anna reparó en un corro de curiosos sorprendidos que la miraban como si acabase de llegar de otro planeta.
– ¿Estaba en una de las torres?
A Anna no le quedaban fuerzas para responder y decidió alejarse lo más rápido posible de sus expresiones de sorpresa. Solo había dado unos pocos pasos cuando se topó con un turista japonés que se agachó e intentó retratarla. Lo apartó con actitud colérica. En el acto el nipón se inclinó un poco más y se disculpó.
Al llegar al cruce siguiente, Anna se dejó caer en la acera y miró el letrero: estaba en la esquina de Franklin y Church. Pensó que se encontraba a unas pocas calles del apartamento de Tina y enseguida se dijo que, en el caso de que Tina todavía siguiera en algún sitio detrás de ella, era imposible que hubiese sobrevivido. De pronto un autobús se detuvo a su lado. Pese a que estaba lleno como un tranvía de San Francisco en la hora punta, los viajeros se apiñaron para hacerle sitio. El autobús paró en cada esquina, lo que permitió que algunos se apearan y que otros subiesen, y a nadie se le ocurrió pagar el billete. Por lo visto, la totalidad de los neoyorquinos se había unido pues deseaban desempeñar un papel en el drama que se desplegaba ante sus ojos.
– ¡Dios mío! -musitó Anna cuando se sentó en el autobús y se tapó la cara con las manos.
Por primera vez se permitió pensar en los bomberos con los que se había cruzado en la escalera y en Tina y Rebecca, que seguramente habían muerto. Solo cuando se conoce a algún participante la tragedia se convierte en algo más que noticia.
Anna estuvo a punto de caer cuando el autobús se detuvo en el Village, cerca del parque de Washington Square, y se apeó. Trastabilló por la acera y escupió varios bocados de polvo gris que había evitado vomitar durante el trayecto. Una mujer se sentó en el bordillo, a su lado, y le ofreció una botella de agua. Anna se llenó la boca varias veces y al final expulsó gargajos de líquido negro. Vació la botella sin tragar una gota de agua. La mujer señaló un hotelito en el que los que habían podido escapar entraban y salían de manera incesante. La mujer se inclinó, cogió a Anna del brazo y con gran delicadeza la condujo hasta el lavabo de la planta baja del hotel. El servicio estaba lleno de hombres y mujeres. Anna se miró en el espejo y comprendió por qué los transeúntes la habían observado con tanta curiosidad. Daba la sensación de que alguien le había echado varias bolsas de ceniza gris sobre la cabeza. Mantuvo las manos bajo el grifo abierto hasta que solo las uñas le quedaron negras. Intentó retirar una capa de polvo pegado a su cara, pero fue una tarea inútil. Se volvió para dar las gracias a la desconocida que, al igual que el policía, había desaparecido y salido a ayudar a otras personas.
La experta en arte regresó cojeando a la calle, con la garganta seca, las rodillas heridas y los pies llenos de ampollas y doloridos. Caminó lentamente hacia Waverly Place e intentó recordar el número del apartamento de Tina. Pasó delante de un Waverly Dinner vacío y finalmente se detuvo en la puerta del número 273.
Se agarró a la conocida balaustrada de hierro forjado como si de una cuerda de salvamento se tratase y se arrastró para subir los escalones que conducían a la entrada. Siguió con el dedo la lista de nombres que figuraba junto a los timbres: Amato, Kravits, Gambino, O'Rourke, Forster… «Forster, Forster», repitió gozosa para sus adentros y pulsó el timbre. Anna pensó que era imposible que Tina respondiese, ya que seguramente estaba muerta. Mantuvo pulsado el timbre como si así pudiera devolver la vida a Tina, pero no lo consiguió. Al final se dio por vencida y se volvió para marcharse mientras las lágrimas rodaban por su cara cubierta de polvo cuando desde la nada una voz furibunda preguntó:
– ¿Quién es?
Anna se desplomó en el último escalón.
– ¡Gracias, Dios mío! Estás viva, estás viva.
– No es posible que seas tú -declaró Tina con tono de incredulidad.
– Abre la puerta y lo verás con tus propios ojos -suplicó Anna.
El zumbido del mecanismo para abrir la puerta fue el mejor sonido que Anna oyó ese día.
– ¡Estás viva! -exclamó Tina cuando abrió la puerta de par en par y abrazó a su amiga. Anna parecía una golfilla de la calle que acaba de salir de una chimenea victoriana, lo cual no impidió que Tina la estrechase en sus brazos-. Pensaba en que siempre me hacías reír y me preguntaba si alguna vez volvería a reír cuando sonó el timbre.
– Y yo estaba convencida de que, por mucho que hubieras logrado salir del edificio, te habría resultado imposible sobrevivir después de que la torre se desplomara.
– Si tuviera una botella de champán la descorcharía para celebrarlo -aseguró Tina y finalmente soltó a su amiga.
– Me conformo con un café y después con otro, seguidos de una ducha.
– Tengo café -informó Tina, cogió a Anna de la mano y la llevó hasta la pequeña cocina situada al final del pasillo.
La experta en arte dejó a su paso una sucesión de huellas grises en la moqueta. Se sentó ante una pequeña mesa redonda de madera y cruzó las manos en el regazo mientras el televisor enmudecido mostraba imágenes de los sucesos. Intentó quedarse quieta, ya que todo lo que tocaba quedaba instantáneamente manchado de ceniza y tierra. Tina no lo notó.
– Sé que lo que voy a decir suena extraño, pero no tengo ni la más remota idea de lo que ocurre -admitió Anna.
Tina dio volumen al televisor y, mientras preparaba la cafetera, repuso:
– Después de ver la tele un cuarto de hora lo sabrás todo.
Anna vio incesantes repeticiones de un avión que volaba hacia la Torre Sur, de personas que se arrojaban desde los pisos más altos a una muerte segura y de la caída, primero de la Torre Sur y luego de la Norte.
– ¿Otro avión alcanzó el Pentágono? -inquirió Anna-. ¿Cuántos hay?
– Hubo un cuarto avión, pero nadie sabe con certeza adonde se dirigía -respondió Tina y puso dos tazas sobre la mesa.
– Probablemente a la Casa Blanca -indicó la doctora Petrescu y levantó la cabeza al ver en la pantalla al presidente.
Bush habló desde la base de la fuerza aérea Barksdale, en Luisiana: «Que no se equivoquen, Estados Unidos perseguirá y castigará a los culpables de estos actos cobardes».
A continuación pasaron imágenes del segundo avión, el que chocó con la Torre Sur.
– ¡Dios mío! -exclamó Anna-. Ni se me ocurrió pensar en los pasajeros inocentes que viajaban en esos aviones. ¿Quién es responsable de esta atrocidad? -inquirió mientras Tina servía el café.
– El departamento de Estado se muestra muy cauteloso y los sospechosos habituales como Rusia, Corea del Norte, Irán e Irak se han apresurado a declarar que no han tenido nada que ver y se han comprometido a hacer cuanto esté en sus manos para dar con los culpables.
– ¿Qué dicen los periodistas, que no tienen motivos para mostrarse tan cautelosos?
– La CNN señala a Afganistán y, en concreto, a un grupo terrorista llamado al-Qaida… creo que se dice así, aunque me parece que jamás oí hablar de ellos -repuso Tina y se sentó frente a Anna.
– Creo que son un grupo de fanáticos religiosos, a los que, por lo que tengo entendido, solo les interesa tomar Arabia Saudí para apoderarse del petróleo.
Anna volvió a concentrarse en la tele y prestó atención al comentarista, que intentó imaginar lo que debieron de sentir los que estaban en la Torre Norte cuando colisionó el primer avión. A Anna le habría gustado decirle que incluso imaginarlo era imposible. Cien minutos se convirtieron en pocos segundos y los repitieron al infinito, como un anuncio archiconocido. Cuando vio por la televisión que la Torre Sur se desplomaba y el humo ascendía en espiral hacia el cielo, la experta en arte comenzó a toser sin poderse controlar y desparramó ceniza a su alrededor.
– ¿Estás bien? -preguntó Tina y se levantó de un salto.
– Sí, me recuperaré -contestó Anna y terminó el café-. ¿Me permites apagar la tele? Me parece que no estoy en condiciones de recordar constantemente lo que ha significado estar allí.
– Tienes toda la razón -confirmó Tina, cogió el mando a distancia y apagó el aparato, por lo que las imágenes desaparecieron de la pantalla.
– No hago más que pensar en los amigos que estaban en el edificio -reconoció Anna mientras Tina servía más café-. Me pregunto si Rebecca…
– No he sabido nada de ella. Barry es la única persona que, de momento, ha dado señales de vida.
– Claro, estoy segura de que Barry fue el primero en bajar la escalera y que pisoteó a cuantos se interpusieron en su camino. ¿A quién llamó Barry?
– A Fenston. Se puso en contacto con él a través del móvil.
– ¿A Fenston? -Anna estaba sorprendida-. ¿Cómo consiguió escapar? Yo salí de su despacho pocos minutos antes de que el primer avión chocara contra el edificio.
– Para entonces ya había llegado a Wall Street, pues tenía una cita con un cliente potencial cuyo único bien es un Gauguin. Por lo tanto, era imposible que Fenston se retrasase.
– ¿Y Leapman? -quiso saber Anna y bebió otro sorbo de café.
– Como de costumbre, iba un paso por detrás del jefe.
– Claro, por eso mantuvieron abiertas las puertas de los ascensores.
– ¿Las puertas de los ascensores? -repitió Tina.
– No tiene importancia -aseguró Anna-. ¿Por qué no fuiste a trabajar esta mañana?
– Porque tenía hora con el dentista. Hace semanas que figura en mi agenda. -Hizo una pausa y miró a su amiga-. Desde el instante en el que me enteré no dejé de llamar a tu móvil, pero nadie contestó. ¿Dónde estabas?
– Me escoltaron mientras abandonaba el edificio.
– ¿Te acompañó un bombero?
– No, fue el gorila de Barry.
– ¿Por qué? -preguntó Tina, alterada.
– Porque Fenston acababa de despedirme -explicó Anna.
– ¿Te despidió? -preguntó Tina con gran incredulidad-. No lo entiendo, ¿por qué te despidió precisamente a ti?
– Porque en mi informe a la junta propuse que Victoria Wentworth vendiera el Van Gogh, lo que no solo le permitiría saldar su descubierto con el banco, sino conservar el resto de los bienes.
– Pero si el Van Gogh es el único motivo por el que Fenston accedió a cerrar ese trato -puntualizó Tina-. Supuse que lo sabías. Hace años que va detrás de un Van Gogh. Lo último que se le ocurriría es vender el cuadro para sacar a Victoria del atolladero. De todos modos, no es razón suficiente para despedirte. ¿Qué pretexto…?
– También envié a la clienta una copia de mis recomendaciones, ya que lo considero ni más ni menos que una práctica bancaria ética.
– No creo que las prácticas bancarias éticas sean lo que impide que Fenston concilie el sueño. Por otro lado, sigo sin entender por qué se deshizo tan rápido de ti.
– Porque yo estaba a punto de viajar a Inglaterra y comunicar a Victoria Wentworth que incluso tengo un posible comprador. Se trata de Takashi Nakamura, un famoso coleccionista japonés que, en mi opinión, estaría encantado de llegar rápidamente a un acuerdo si pidiéramos una cifra razonable.
– Con Nakamura te has equivocado -opinó Tina-. Cualquiera que sea el precio, por nada del mundo a Fenston se le ocurriría hacer negocios con él. Hace años que ambos quieren un Van Gogh y suelen ser los dos últimos postores en cualquier subasta impresionista que valga la pena.
– ¿Por qué no me lo dijo?
– Porque no siempre le conviene que sepas lo que trama.
– Estamos en el mismo equipo.
– Anna, tu ingenuidad es pasmosa. ¿Todavía no te has dado cuenta de que el equipo de Fenston está formado por una sola persona?
– No conseguirá que Victoria entregue el Van Gogh a no ser que…
– Yo no estaría tan segura -la interrumpió Tina.
– ¿Por qué lo dices?
– Ayer Fenston telefoneó a Ruth Parish y le ordenó que recogiera el cuadro sin más tardanza. Lo oí repetir varias veces la palabra «inmediatamente».
– Antes de que Victoria pudiese guiarse por mis recomendaciones.
– Lo cual también explicaría los motivos por los que se vio obligado a despedirte antes de que subieras al avión y trastocases sus planes. Cuidado, no eres la primera persona que se atreve a recorrer ese camino trillado.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Anna.
– En cuanto alguien descubre qué se propone realmente Fenston, esa persona no tarda en acabar en la calle.
– En ese caso, ¿por qué no te ha despedido?
– Porque me abstengo de hacer recomendaciones que no está dispuesto a seguir y, en consecuencia, no me considera una amenaza. -Tina hizo una pausa-. Bueno, al menos de momento no represento una amenaza.
Colérica, Anna dio un golpe en la mesa y desencadenó una pequeña nube de polvo.
– Soy tan tonta… -se lamentó la experta en arte-. Tendría que haberlo visto venir. Ahora ya no puedo hacer nada.
– Yo no estaría tan segura -la contradijo Tina-. No sabemos con certeza si Ruth Parish ha ido a buscar el cuadro a Wentworth Hall. En el caso de que no se haya presentado, aún dispones de tiempo para telefonear a Victoria y aconsejarle que retenga el autorretrato hasta que te pongas en contacto con el señor Nakamura… Así saldará sus deudas con Fenston y él no podrá hacer nada -acotó Tina. En ese momento en su móvil sonó el tono de «California Here I Come». La muchacha consultó la pantalla e identificó la llamada: «jefe». Se llevó un dedo a los labios y advirtió-: Es Fenston. Probablemente quiere saber si te has puesto en contacto conmigo -apostilló y abrió el móvil.
– ¿Sabe quién ha quedado en medio de los escombros? -preguntó Fenston antes de que Tina pudiese abrir la boca.
– ¿Anna?
– No -repuso Fenston-. Petrescu ha muerto.
– ¿Ha muerto? -repitió Tina y miró a su amiga, sentada al otro lado de la mesa-. Pero…
– Así es. Cuando dio señales de vida, Barry confirmó que la última vez que la vio estaba tendida en el suelo, por lo que es imposible que haya sobrevivido.
– Me temo que no tardará en averiguar que…
– No se preocupe por Petrescu -la interrumpió Fenston-. Pensaba sustituirla, pero lo que no puedo suplantar es mi Monet.
Tina quedó tan azorada que enmudeció y estuvo en un tris de decirle lo equivocado que estaba, pero repentinamente se percató de que podría convertir la estupidez de Fenston en algo ventajoso para Anna.
– ¿Eso significa que también hemos perdido el Van Gogh?
– No -respondió Fenston-. Ruth Parish ya ha confirmado que el cuadro ha salido de Londres. Debería llegar esta misma noche al aeropuerto Kennedy y Leapman irá a recogerlo. -Tina se desplomó en la silla y sus expectativas se redujeron-. Quiero que mañana se presente a las seis.
– ¿A las seis de la mañana?
– Exactamente -confirmó Fenston-. No se queje. Al fin y al cabo, hoy ha tenido el día libre.
– ¿Dónde quiere que me presente? -inquirió Tina y ni siquiera se tomó la molestia de discutir.
– He alquilado despachos en el piso treinta y dos del edificio Trump, en el cuarenta de Wall Street, por lo que nosotros trabajaremos como de costumbre -replicó y colgó.
– Te ha dado por muerta, pero lo que más le preocupa es haber perdido el Monet -explicó Tina al tiempo que cerraba el móvil.
– Vaya, no tardará en averiguar que estoy viva.
– Solo en el caso de que quieras que se entere. ¿Alguien te ha visto desde que saliste de la torre?
– Si me han visto es con este aspecto.
– Entonces no diremos nada mientras decidimos qué es lo que hay que hacer. Fenston ha dicho que el Van Gogh está de camino a Nueva York y que Leapman lo recogerá en cuanto aterrice.
– En ese caso, ¿qué podemos hacer?
– Podría tratar de entretener a Leapman mientras tú recoges el cuadro.
– ¿Y qué haría yo con el cuadro? -preguntó Anna-. Si me lo quedara, es indudable que Fenston se ocuparía de buscarme.
– Podrías embarcar en el primer avión a Londres y devolver el autorretrato a Wentworth Hall.
– No puedo hacerlo sin autorización de Victoria.
– Por Dios bendito, Anna, ¿cuándo madurarás? Tienes que dejar de pensar como una directora de escuela e imaginar qué haría Fenston si estuviera en tu piel.
– Se ocuparía de averiguar a qué hora llega el avión -replicó Anna-. Por consiguiente, lo primero que tengo que hacer…
– Lo primero que tienes que hacer es ducharte y, mientras tanto, yo averiguaré a qué hora llega el avión y qué trama Leapman -declaró Tina al tiempo que se ponía de pie-. Hay algo de lo que estoy absolutamente segura: con ese aspecto en el aeropuerto no te dejarán recoger nada.
Anna terminó el café y siguió a Tina por el pasillo. La muchacha abrió la puerta del cuarto de baño y miró atentamente a su amiga.
– Te veré dentro de… -Tina lo pensó-. Te veré dentro de una hora.
Anna rió por primera vez en el día.
Anna se quitó lentamente la ropa y la amontonó en el suelo. Se miró en el espejo y contempló la imagen de alguien a quien no conocía. Se quitó la cadena de plata que llevaba colgada del cuello y la depositó a un lado de la bañera junto a la maqueta de un yate. Por último se quitó el reloj. Se había parado a las 8.46. Unos segundos más tarde habría estado en el ascensor.
Se metió en la ducha y comenzó a evaluar el audaz plan de Tina. Abrió ambos grifos y dejó que el agua se deslizase sobre su cuerpo antes de pensar en enjabonarse. Vio que el agua pasaba de negra a gris y, por mucho que frotó, siguió siendo cenicienta. Se restregó hasta que la piel le quedó enrojecida e irritada y entonces prestó atención al bote de champú. Solo abandonó la ducha después de lavarse tres veces la cabeza y supo que pasarían varios días antes de que los demás viesen que era rubia natural. Ni se molestó en secarse; se agachó, tapó la bañera y abrió los grifos. Mientras se daba un baño repasó todo lo que había sucedido durante la jornada.
Pensó en los numerosos amigos y compañeros que sin duda había perdido y se percató de lo afortunada que era por estar viva. Comprendió que el duelo tendría que esperar si quería que existiese una posibilidad, por remota que fuera, de salvar a Victoria de una muerte incluso más lenta.
La llamada de Tina a la puerta interrumpió sus pensamientos. La muchacha entró y se sentó en el borde de la bañera.
– Has mejorado mucho -comentó sonriente al ver a Anna recién bañada.
– He reflexionado sobre tu idea y si pudiera…
– Cambio de planes -precisó Tina-. El organismo federal de aviación acaba de anunciar que todos los aviones de Estados Unidos permanecerán en tierra hasta nuevo aviso y que no se permitirá el aterrizaje de vuelos procedentes del exterior, por lo que supongo que el Van Gogh va de regreso a Heathrow.
– En ese caso, debo llamar ahora mismo a Victoria y decirle que dé instrucciones a Ruth Parish para que traslade el cuadro a Wentworth Hall.
– Estoy totalmente de acuerdo -coincidió Tina-, pero acabo de darme cuenta de que Fenston ha perdido algo más importante que el Monet.
– ¿Acaso para él existe algo más importante que el Monet?
– Sí, su contrato con Victoria y los demás documentos que demuestran que es el dueño del Van Gogh, así como del resto de los bienes Wentworth en el caso de que Victoria no salde la deuda.
– ¿No hiciste archivos de seguridad?
Tina titubeó y finalmente replicó:
– Sí. Están en la caja fuerte del despacho de Fenston.
– No olvides que Victoria también tiene en su poder los documentos pertinentes.
Tina hizo otra pausa.
– Pero dejará de tenerlos si está dispuesta a destruirlos.
– Victoria jamás accederá a hacer semejante cosa -aseguró Anna.
– ¿Por qué no llamas y se lo preguntas? Si fuera capaz de destruirlos, dispondrías de tiempo más que suficiente para vender el Van Gogh y saldar la deuda con Fenston antes de que pueda tomar medidas.
– Solo hay un problema.
– ¿Cuál? -inquirió Tina.
– No tengo su número de teléfono. Su expediente está en mi despacho y lo he perdido todo, incluidos el móvil, la mini-agenda ordenador y hasta el billetero.
– Estoy segura de que lo averiguaremos en el servicio de información telefónica -insistió Tina-. ¿Por qué no te secas y te pones el albornoz? Dentro de un rato buscaremos ropa que te vaya.
– Gracias -dijo Anna y la cogió de la mano.
– Puede que no estés tan agradecida cuando descubras lo que hay para comer. Recuerda que no esperaba invitados, así que tendrás que apañarte con restos de comida china.
– Me parece fantástico -aseguró Anna mientras salía de la bañera, cogía una toalla y se envolvía en ella.
– Te veré dentro de un par de minutos, ya que entonces el microondas habrá terminado de preparar mi exquisita propuesta gastronómica.
La muchacha se volvió para salir.
– Tina, ¿puedo hacerte una pregunta?
– Lo que quieras.
– ¿Por qué sigues trabajando para Fenston, ya que es evidente que lo detestas tanto como yo?
Tina lo pensó y finalmente respondió:
– Pregúntame lo que quieras menos eso.
Salió y cerró la puerta sin hacer ruido.
Ruth Parish cogió el teléfono y oyó una voz conocida que transmitió un mensaje insólito:
– Hola, Ruth. Soy Ken Lane, de United, y llamo para avisar que nuestro vuelo 107, con destino a Nueva York, ha recibido la orden de regresar. Está previsto que aterrice en Heathrow dentro de una hora.
– ¿Por qué? -quiso saber Ruth.
– Por el momento los detalles son imprecisos, pero los informes procedentes del aeropuerto Kennedy apuntan a que se ha producido un ataque terrorista contra las Torres Gemelas. Los aeropuertos estadounidenses han recibido órdenes de mantener los aviones en tierra y hasta nuevo aviso no permitirán la llegada de vuelos -explicó Ken.
– ¿Cuándo ocurrió?
– A eso de la una y media, hora nuestra, por lo que seguramente estabas comiendo. Pon la tele y tendrás las últimas noticias. No se habla de otra cosa. -Ruth cogió el mando a distancia del escritorio y apuntó hacia el televisor-. ¿Colocarás el Van Gogh en el depósito o prefieres que lo devolvamos a Wentworth Hall?
– Te aseguro que no regresará a Wentworth -replicó Ruth-. Guardaré el cuadro bajo llave en una de nuestras zonas libres de derechos arancelarios, donde pasará la noche, y lo enviaré a Nueva York en el primer vuelo disponible en cuanto el aeropuerto Kennedy suprima las restricciones. -Ruth hizo una pausa para pensar-. ¿Confirmarás la hora de llegada prevista media hora antes de que el avión aterrice y así tendré a punto una de las furgonetas?
– De acuerdo.
Ruth colgó y miró la pantalla del televisor. Marcó el 501 en el control remoto. La primera imagen que divisó fue la del avión que se empotró en la Torre Sur.
En ese momento comprendió por qué Anna no había contestado al teléfono.
Mientras se secaba, Anna analizó las diversas razones por las que Tina seguía trabajando con Fenston. Al final meneó la cabeza. Al fin y al cabo, Tina era lo suficientemente lista como para conseguir un trabajo muchísimo mejor.
Se puso el albornoz y las zapatillas de su amiga, volvió a colgarse al cuello la cadena con la llave y se ajustó el reloj de pulsera. Se miró en el espejo; aunque la fachada externa había mejorado bastante, Anna todavía se estremecía al pensar en lo que había vivido hacía pocas horas. Se preguntó durante cuántos días, meses y años sería una pesadilla recurrente.
Abrió la puerta del baño y recorrió el pasillo evitando las huellas cargadas de ceniza que había dejado en la moqueta. Cuando entró en la cocina, Tina dejó de poner la mesa y le pasó el móvil.
– Es el momento de llamar a Victoria y comunicarle lo que te propones.
– ¿Qué me propongo? -quiso saber Anna.
– En primer lugar, pregúntale si sabe dónde está el Van Gogh.
– Me apuesto lo que quieras a que está guardado en una zona libre de derechos de Heathrow, pero solo hay una manera de averiguarlo.
La experta en arte marcó el 00.
– Operadora internacional.
– Necesito un número de Inglaterra -dijo Anna.
– ¿Comercial o particular?
– Particular.
– ¿A nombre de quién?
– De Wentworth, Victoria.
– ¿Puede darme la dirección?
– Wentworth Hall, Wentworth, Surrey.
Se produjo un largo silencio y por último Anna recibió la siguiente información:
– Lo lamento, señora, pero ese número no figura en los listines.
– Y eso, ¿qué significa?
– Que no puedo darle el número.
– Se trata de una emergencia -insistió Anna.
– Lo siento mucho, señora, pero no puedo darle el número.
– Le aseguro que soy una amiga íntima.
– Me daría lo mismo que fuera la reina de Inglaterra. Le repito que no puedo darle el número.
La comunicación se interrumpió y Anna frunció el ceño.
– ¿Cuál es el plan B? -preguntó Tina.
– No tengo más alternativa que viajar a Inglaterra, intentar que Victoria me reciba y advertirle de lo que se propone Fenston.
– De acuerdo. En ese caso, la próxima decisión tiene que ver con la frontera por la cual cruzarás.
– ¿Qué probabilidades tengo de cruzar una frontera si ni siquiera puedo volver a mi apartamento y recoger mis cosas… a menos que esté dispuesta a que todo el mundo se entere de que estoy vivita y coleando?
– Nada me impide ir a tu piso -aseguró Tina-. Dime qué quieres, prepararé un bolso y…
– No hay nada que preparar -la interrumpió Anna-. Lo que necesito está listo y a la espera en el pasillo… No olvides que esta noche tenía que volar a Londres.
– En ese caso, basta con que me des la llave de tu apartamento. -Anna se quitó la cadena que le rodeaba el cuello y entregó la llave a Tina-. ¿Qué tengo que hacer para que el portero me deje pasar? Seguramente me preguntará a quién voy a ver.
– Por eso no te preocupes -replicó Anna-. El portero se llama Sam. Dile que vas a visitar a David Sullivan. Se limitará a sonreír y llamará al ascensor.
– ¿Quién es David Sullivan?
– Tiene un apartamento en el cuarto piso y casi nunca recibe dos veces a la misma chica. Cada semana da unos cuantos dólares a Sam para que ninguna se entere de que no es la única mujer de su vida.
– Todavía nos queda por resolver la cuestión económica -acotó Tina-. No hay que olvidar que has perdido el billetero y la tarjeta de crédito y que yo solo tengo alrededor de setenta dólares.
– Ayer retiré tres mil dólares de mi cuenta -dijo Anna-. Cuando trasladas un cuadro valioso no puedes correr el riesgo de sufrir retrasos, así que debes estar preparada para resolver cualquier problema con un transportista que se cruce en tu camino. También tengo quinientos pavos en el cajón de la mesilla de noche de mi lado de la cama.
– Tendrás que llevarte mi reloj. -Anna se quitó el reloj y lo cambió por el de su amiga. Tina la estudió atentamente-.Jamás podrás olvidar la hora que era en el instante en el que el avión chocó con el edificio -comentó y en ese momento pitó el microondas-. Es posible que sea incomible -advirtió Tina y sirvió el chow mein y el arroz con tortilla del día anterior.
Entre un bocado y otro, ambas mujeres evaluaron las opciones para salir de la ciudad y se preguntaron cuál sería la frontera más segura.
Cuando acabaron con el último resto de sobras y otra cafetera ya habían repasado todas las posibilidades de salida de Manhattan, pero Anna todavía no había decidido si se dirigía al norte o al sur. Tina metió los platos en el fregadero y preguntó:
– ¿Por qué no evalúas qué dirección te parece la más veloz mientras voy a tu apartamento y entro y salgo sin despertar las sospechas de Sam?
Anna volvió a abrazar a su amiga y advirtió:
– Te aseguro que ahí afuera se ha instaurado el infierno.
Tina se detuvo en el primer escalón del edificio en el que vivía y aguardó unos segundos. Tuvo la sensación de que algo iba mal. De pronto se percató de lo que sucedía: Nueva York había cambiado.
Las calles ya no estaban llenas a rebosar de esas personas que no tienen tiempo de detenerse a charlar y que conforman las masas más enérgicas del planeta. Tina se dijo que parecía domingo, aunque en realidad ni siquiera era como un domingo. La gente se detenía y miraba hacia el World Trade Center. La única música de fondo era el sonido constante de las sirenas, que recordaba a los lugareños, como si hiciera falta, que lo que habían visto por la tele, en clubes, bares e incluso escaparates tenía lugar a pocas manzanas de distancia.
Tina caminó por la acera en busca de un taxi, pero los célebres coches amarillos fueron sustituidos por el rojo, el blanco y el azul de los camiones de bomberos, las ambulancias y los coches de la policía, que en su totalidad se dirigían en la misma dirección. Corros de ciudadanos se congregaron en las esquinas para aplaudir a los tres servicios que pasaron a toda velocidad, como si fueran jóvenes reclutas que abandonan su patria a fin de luchar contra el enemigo extranjero. Tina pensó que para eso ya no era necesario viajar a otro país.
La joven recorrió una calle tras otra y una manzana tras otra consciente de que, al igual que ocurría los fines de semana, los que de lunes a viernes iban a Manhattan a trabajar habían huido a las colinas, dejando que los lugareños hicieran lo que podían. En ese momento otro grupo desconocido recorría la ciudad como si estuviera atontado. Durante el último siglo Nueva York había absorbido ciudadanos de todas las naciones de la tierra y ahora incorporaban otra raza a sus filas. Daba la impresión de que el grupo de inmigrantes más recientes acababa de salir de las entrañas de la tierra y, como cualquier raza nueva, se distinguía por su color: gris ceniza. Deambulaban por Manhattan como corredores de maratón que regresan a casa cojeantes horas después de que los competidores más serios hayan abandonado la escena. Había otro recordatorio, más visual si cabe, para todo el que aquella tarde otoñal mirase hacia arriba: el perfil de Nueva York ya no se caracterizaba por los rascacielos altivos y relucientes, que quedaron eclipsados por la densa bruma gris que pendió de la ciudad como un visitante inoportuno. En algunos puntos la nube impía presentaba grietas, gracias a las cuales Tina reparó en las astillas de metal irregular que sobresalían del suelo: era todo lo que quedaba de uno de los edificios más altos del mundo. La cita con el dentista le había salvado la vida.
Tina pasó frente a tiendas y restaurantes vacíos de una ciudad que se jactaba de no cerrar nunca. Aunque se recuperaría, Nueva York nunca volvería a ser la misma. Los terroristas eran seres que vivían en tierras remotas: Oriente Próximo, Palestina, Israel e incluso España, Alemania e Irlanda del Norte. Volvió a contemplar la nube. Los terroristas se habían instalado en Manhattan y dejado su tarjeta de visita.
Aunque sin expectativas, Tina volvió a hacer señas ante algo tan raro como un taxi que pasaba por allí. El vehículo se detuvo haciendo chirriar los frenos.
Anna se metió en la cocina y se puso a lavar los platos. Se mantuvo ocupada con la esperanza de que su mente no regresase constantemente a los rostros de los que subían la escalera, ya que temía que esas caras quedaran grabadas en su memoria durante el resto de su vida. Acababa de descubrir el aspecto negativo de su don extraordinario.
Intentó pensar en Victoria Wentworth y en cómo podía impedir que Fenston le arruinase la vida. ¿La creería Victoria cuando dijese que no sabía que Fenston siempre había tenido la intención de robarle el Van Gogh y esquilmarla? ¿Por qué iba a creerle? Al fin y al cabo, la propia Anna era miembro de la junta y también la habían engañado.
Salió de la cocina y buscó un mapa. Encontró un par en una estantería colocada en la sala, por encima del escritorio de Tina: un ejemplar de Streetwise Manhattan y The Columbia Gazetteer of North America, apoyados en el último éxito de ventas sobre John Adams, segundo presidente de Estados Unidos. Se detuvo a admirar la reproducción de Rothko colgada en la pared de enfrente de la estantería; aunque no era su estilo, sin duda se trataba de uno de los pintores preferidos de Tina, ya que también tenía otra reproducción en el despacho. Anna pensó que Tina ya no tenía despacho y volvió a concentrarse en el presente. Regresó a la cocina y desplegó sobre la mesa el mapa de Nueva York.
En cuanto decidió por dónde saldría de Manhattan, Anna dobló el mapa y se concentró en el volumen de mayores dimensiones. Pensó que la ayudaría a decidir qué frontera atravesaba.
Buscó México y Canadá en el índice y tomó muchas notas, como si preparase un documento para la junta; en general planteaba dos opciones, pero siempre concluía los informes con una recomendación clara. Cuando por fin cerró la tapa del grueso libro azul, Anna ya no tenía dudas acerca de la dirección que debía tomar si quería llegar a tiempo a Inglaterra.
Tina dedicó el trayecto en taxi hasta Thornton House a evaluar cómo haría para entrar en el apartamento de Anna y salir con el equipaje sin despertar las sospechas del portero. En cuanto el vehículo se detuvo frente al edificio, Tina se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Se percató de que no llevaba chaqueta y se puso como un tomate. Había salido de casa sin dinero. A través de la ventanilla de plástico Tina echó un vistazo al disco identificador del conductor: Abdul Affridi; también vio que del retrovisor colgaban cuentas. El taxista paseó la mirada a su alrededor y no sonrió. Ese día nadie sonreía.
– He salido de casa sin dinero -espetó Tina y se preparó para oír una sarta de tacos.
– No se preocupe -masculló el taxista, se apeó rápidamente y abrió la portezuela.
Por lo visto, todo había cambiado en Nueva York.
Tina le dio las gracias, se acercó nerviosa a la puerta de entrada de Thornton House y repasó la primera frase que diría. Modificó el guión en cuanto vio a Sam sentado detrás de la recepción, sujetándose la cabeza con las manos y sollozando.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Tina-. ¿Conocía a alguien que estaba en el World Trade Center?
Sam levantó la cabeza. Sobre el mostrador de la recepción había una foto de Anna durante su participación en el maratón.
– No ha vuelto a casa -replicó-. Todos los habitantes de esta vivienda que trabajan en el World Trade Center han regresado hace horas.
Tina abrazó al anciano y pensó que era una víctima más. Le habría encantado decirle que Anna estaba sana y salva, pero de momento no podía hacerlo.
Poco después de las ocho Anna se tomó un descanso e hizo zapeo. Todas las cadenas daban la misma noticia. Descubrió que no podía seguir mirando reportajes que constantemente le recordaban su modesto papel de figurante en ese drama en dos actos. Estaba a punto de apagar el televisor cuando anunciaron que el presidente Bush se dirigiría a la nación: «Buenas noches. Hoy nuestros conciudadanos…». Anna prestó atención y asintió cuando el presidente prosiguió: «Las víctimas viajaban en aviones o estaban en sus despachos; eran secretarias, hombres y mujeres de negocios…». La experta en arte volvió a pensar en Rebecca. «Nadie olvidará jamás este día…», concluyó el presidente y Anna estuvo de acuerdo. Apagó el televisor cuando la Torre Sur se desplomó por enésima vez, como si fuera el momento culminante de una película de desastres.
Anna tomó asiento y miró el mapa desplegado sobre la mesa de la cocina. Por segunda o quizá por tercera vez repasó su salida de Nueva York. Tomaba apuntes detallados de todo lo que tenía que hacer antes de marcharse por la mañana cuando la puerta del apartamento se abrió y Tina entró como pudo, con el ordenador portátil colgado de un hombro y la maleta voluminosa a la rastra. Anna corrió por el pasillo para darle la bienvenida y le pareció que su amiga estaba agotada.
– Querida, lamento haber tardado tanto -dijo Tina, se deshizo del equipaje en el recibidor, caminó por el pasillo recién limpiado con el aspirador y entró en la cocina-. No había muchos autobuses que hicieran mi camino, sobre todo porque me dejé el dinero en casa -acotó y se dejó caer en una silla de la cocina-. Quiero que sepas que he tenido que apelar a tus quinientos dólares porque, de lo contrario, no habría vuelto hasta después de medianoche.
Anna rió y declaró:
– Ahora es a mí a quien le toca preparar café.
– Solo me pararon una vez -explicó Tina-. Fue un policía muy amable que registró tu equipaje y aceptó la explicación de que me habían enviado de vuelta del aeropuerto porque no pude coger mi vuelo. Incluso le mostré tu billete.
– ¿Has tenido problemas en el apartamento? -preguntó Anna al tiempo que preparaba la cafetera por tercera vez.
– Tuve que consolar a Sam, que evidentemente te adora. Me pareció que hacía horas que lloraba. Ni siquiera tuve que mencionar a David Sullivan, ya que a Sam solo le interesaba hablar de ti. Cuando subí al ascensor ni siquiera le importó saber adónde me dirigía. -Tina paseó la mirada por la cocina y se dio cuenta de que no la había visto tan limpia desde que se mudó. Miró el mapa desplegado sobre la mesa e inquirió-: ¿Ya has elaborado un plan?
– Sí -repuso Anna-. Creo que lo mejor será el transbordador hasta New Jersey y una vez allí alquilar un coche porque, según las últimas noticias, los túneles y los puentes están cerrados. Aunque hay más de seiscientos cincuenta kilómetros hasta la frontera con Canadá, no hay motivos que impidan que mañana por la noche llegue al aeropuerto de Toronto, en cuyo caso a la mañana siguiente podría estar en Londres.
– ¿Sabes a qué hora sale el primer transbordador?
– Teóricamente es un servicio sin interrupciones pero, en la práctica, desde las cinco sale cada cuarto de hora -respondió Anna-. Lo que no se sabe es si mañana prestarán servicio y, menos aún, si respetarán el horario.
– Sea como fuere, te propongo que te vayas a dormir temprano y que intentes descansar. Pondré el despertador a las cuatro y media.
– A las cuatro -precisó Anna-. Quiero ser la primera de la fila si el transbordador está en condiciones de zarpar a las cinco. Me temo que salir de Nueva York tal vez sea la parte más difícil del trayecto.
– En ese caso, será mejor que duermas en el dormitorio -apostilló Tina y sonrió-. Me acostaré en el sofá.
– Ni lo sueñes -protestó Anna y sirvió a su amiga otra taza de café-. Por hoy ya has hecho bastante.
– No he hecho nada.
– Si se entera de lo que has hecho, Fenston no dudará un solo instante y te despedirá -comentó Anna con voz queda.
– Pues ese sería el menos importante de mis problemas -replicó Tina sin dar más explicaciones.
Jack bostezó sin poderlo evitar. El día había sido largo y tenía la sospecha de que la noche lo sería todavía más.
A los integrantes de su equipo no se les había pasado por la cabeza la idea de volver a casa y a esa altura parecían agotados y hablaban como si lo estuviesen.
En ese momento sonó el teléfono del escritorio de Jack.
– Jefe, acabo de pensar que debería saber que Tina Forster, la secretaria de Fenston, se presentó en Thornton House hace un par de horas -informó Joe-. Salió cuarenta minutos después con una maleta y un portátil, que trasladó a su piso.
Jack se sentó muy tieso y declaró:
– En ese caso, Petrescu debe de estar viva.
– Y evidentemente no quiere que lo sepamos -acotó Joe.
– ¿Por qué?
– Tal vez quiere que pensemos que ha desaparecido y que la demos por muerta -dedujo Joe.
– No está preocupada por nosotros.
– En ese caso, ¿quién le preocupa?
– Yo diría que Fenston.
– ¿Por qué?
– No tengo ni idea, pero estoy decidido a averiguarlo -declaró Jack.
– Jefe, ¿cómo se propone hacerlo?
– Destacaré un equipo operativo al apartamento de Tina Forster hasta que Petrescu salga del edificio.
– Ni siquiera sabemos si está allí.
– Estoy seguro de que está en ese edificio -insistió Jack y colgó.