Varios golpes intensos y repetidos arrancaron a Anna del sueño profundo. Se restregó los ojos y miró a través del parabrisas. Un hombre con barriga cervecera que sobresalía del tejano aporreaba el capó de la furgoneta y con la otra mano sujetaba una lata de cerveza de la que manaba espuma. Anna estuvo a punto de gritarle cuando se percató de que, simultáneamente, alguien intentaba abrir la portezuela trasera por la fuerza. Un cubo de agua fría no la habría despertado más rápido.
Anna se arrastró hasta el asiento del conductor y se apresuró a girar la llave del motor. Miró por el espejo lateral y se horrorizó al ver que otro camión de cuarenta toneladas había aparcado directamente detrás, por lo que casi no quedaba espacio para maniobrar. Clavó la palma de la mano en el claxon, lo que alentó al hombre de la lata de cerveza a trepar al capó y acercarse a ella. Por primera vez Anna vio claramente su cara cuando le hizo una mueca grosera a través del parabrisas. Sintió frío y asco. El hombre se inclinó, abrió la boca desdentada y se dedicó a lamer el cristal, mientras su amigo no cejaba en el empeño de abrir violentamente la puerta trasera. Al final el motor arrancó a trancas y barrancas.
La experta en arte dio toda la vuelta al volante para disponer del máximo giro posible, pero el espacio entre los dos camiones apenas le permitió mover la furgoneta y tuvo que poner la marcha atrás. La potencia no era uno de los extras de su vehículo. Al retroceder, Anna oyó un grito desde atrás y el otro individuo se lanzó hacia un costado. Anna puso la primera y hundió el pie en el acelerador. La furgoneta avanzó, el barrigón se deslizó por el capó y cayó al suelo con un golpe seco. Anna volvió a poner la marcha atrás y rezó para que en esta ocasión hubiese sitio suficiente a fin de escapar. Antes de girar totalmente el volante, miró hacia un lado y se topó con que el segundo hombre la observaba a través de la ventanilla del lado del acompañante. Apoyó sus manos descomunales en el techo de la furgoneta y se dedicó a balancearla. Anna clavó el pie en el pedal y la furgoneta arrastró lentamente al individuo hacia delante. Por pocos centímetros Anna no consiguió salir del aparcamiento. Por tercera vez puso la marcha atrás y se sintió horrorizada al ver que las manos del primer hombre reaparecieron en el capó cuando se puso en pie. El individuo se abalanzó sobre el capó, aplastó la nariz contra el parabrisas y le hizo señas de que estaba perdida antes de gritar a su compinche:
– Esta semana yo voy primero.
El colega dejó de sacudir el vehículo y rió.
Anna comenzó a sudar de miedo al ver que el barrigón se dirigía a su camión. Echó una mirada rápida por el espejo lateral y descubrió que el compinche subía a la cabina del suyo.
La experta en arte solo tardó una fracción de segundo en saber exactamente qué se proponían: estaba a punto de convertirse en la carne del bocadillo de los camioneros. Aceleró con tanto ímpetu que rozó el camión que tenía detrás en el preciso momento en el que el chófer encendió los faros. Volvió a poner la primera cuando el motor del camión delantero se encendió y arrojó una nube de humo negro sobre el parabrisas de la furgoneta. Anna giró el volante con movimientos espasmódicos y por enésima vez clavó el pie en el acelerador. El vehículo avanzó en el preciso momento en el que el camión de delante comenzaba a retroceder. Chocó con la esquina del impresionante guardabarros del camión delantero, por lo que perdió el parachoques de la furgoneta y, segundos después, la aleta. Sintió que la arrastraban desde atrás cuando el camión trasero la empujó y le arrancó el parachoques posterior. La pequeña furgoneta salió a trompicones del hueco en el que estaba aparcada y giró trescientos sesenta grados antes de detenerse. Anna fue testigo del choque de los dos camiones, que no pudieron frenar a tiempo.
La doctora Petrescu condujo a toda pastilla por el aparcamiento, pasó junto a varios camiones parados y se dirigió a la carretera. A través del retrovisor vio cómo se separaban los dos camiones. Se produjo un ensordecedor chirrido de frenos y la cacofonía de los cláxones cuando se salvó por los pelos de chocar con la sucesión de vehículos que rodaban por la autopista, varios de los cuales tuvieron que cruzar dos carriles para no chocar con la furgoneta. El primer conductor mantuvo un rato la mano sobre el claxon para que a Anna no le quedasen dudas sobre lo que opinaba. Anna hizo un ademán como pidiendo disculpas mientras el vehículo la adelantaba a toda pastilla y no dejó de mirar por el espejo lateral, temerosa de que cualquiera de los dos camiones la persiguiese. Apretó el acelerador hasta que su pie tocó el suelo y decidió averiguar cuál era la velocidad máxima de la furgoneta: ciento diez kilómetros por hora.
Por enésima vez volvió a mirar por el espejo lateral. A la derecha y detrás, un enorme camión acortaba distancias. Anna agarró el volante con todas sus fuerzas y clavó el pie en el acelerador, pero la furgoneta no dio más de sí. El camión no tardó en aproximarse y Anna supo que, en cuestión de segundos, se convertiría en una apisonadora y la arrollaría. Apoyó la palma de la mano izquierda en el claxon, que emitió un balido que ni siquiera habría sobresaltado a una bandada de estorninos.
A un lado de la autopista apareció un letrero que indicaba que faltaban dos kilómetros para la salida que comunicaba con la carretera I-90.
Anna se desplazó al carril central y el enorme camión la siguió como un imán deseoso de atraer todas las limaduras. El conductor estaba tan cerca que la doctora Petrescu lo identificó por el espejo lateral. El hombre volvió a dirigirle una sonrisa desdentada y tocó el claxon, que emitió un sonido que habría anulado los últimos compases de una ópera de Wagner.
Otro letrero anunció que faltaba un kilómetros para la salida. Anna pasó al carril rápido, por lo que la fila de coches que avanzaba tuvo que apretar el freno y reducir la velocidad. Varios protestaron tocando el claxon. Anna no les hizo el menor caso y redujo su velocidad a ochenta kilómetros por hora, por lo que hubo un concierto de bocinazos.
El enorme camión se situó a su lado. Anna aminoró la marcha y el camionero hizo lo mismo; el siguiente letrero anunció que faltaban quinientos metros para el desvío. Anna avistó la salida a lo lejos y agradeció los primeros rayos del sol matinal que se colaron a través de las nubes, ya que para entonces no funcionaba ni un solo faro de la furgoneta.
Anna sabía que solo tendría una oportunidad y que debía calcular perfectamente el momento. Sujetó el volante con firmeza, llegó a la salida de la I-90 y atravesó el triángulo de hierba que dividía las autopistas. De repente hundió el pie en el acelerador y, pese a que no arrancó bruscamente, la furgoneta aceleró y logró avanzar varios metros. Anna se preguntó si sería suficiente. El camionero reaccionó en el acto y también aceleró. Solo estaba a un coche de distancia cuando, de sopetón, Anna dio volantazo a la derecha y atravesó los carriles central y lento antes de rodar por el arcén de hierba. La furgoneta saltó por el irregular triángulo de hierba y se internó en el carril de salida más alejado. Un coche que rodaba por el carril lento tuvo que meterse en el arcén para no chocar y otro pasó como un suspiro por el rápido. En el carril lento Anna recobró el dominio de la furgoneta, miró al otro lado de la autopista y vio que el camión seguía su camino y desaparecía de la vista.
Redujo a ochenta kilómetros por hora, pese a que su corazón latía al triple de velocidad. Intentó relajarse. Como ocurre con todos los atletas, lo que cuenta es la velocidad de recuperación. Cuando entró en la I-90 miró por el espejo lateral y su ritmo cardíaco volvió a dispararse al comprobar que el segundo camión acortaba distancias.
El compinche del barrigón no había cometido el mismo error.
Cuando el desconocido entró en el vestíbulo, Sam lo miró desde detrás del mostrador. Si se es portero se tiene que tomar decisiones instantáneas sobre las personas y saber si corresponden a la categoría de «Buenos días, señor, ¿en qué puedo ayudarlo?» o, simplemente, si basta con decir «Hola». Sam estudió al individuo alto y de edad madura que acababa de entrar. Vestía un traje elegante pero gastado, ya que la tela brillaba a la altura de los codos, y los puños de su camisa estaban un poco raídos. Llevaba una corbata que, en opinión de Sam, había anudado como mínimo mil veces.
– Buenos días -saludó Sam.
– Buenos días -respondió el individuo-. Vengo de parte del departamento de Inmigración.
Sam se puso nervioso. Aunque nacido en Harlem, había oído historias de personas a las que habían deportado por error.
– Señor, ¿en qué puedo ayudarlo? -inquirió el portero.
– Estoy haciendo comprobaciones sobre las personas todavía desaparecidas y presuntamente muertas tras el ataque terrorista del martes.
– ¿Se refiere a alguien en concreto? -preguntó Sam con cautela.
– Sí -repuso el individuo. Depositó su maletín en el mostrador, lo abrió y retiró una lista de nombres. Pasó el dedo por la lista y se detuvo al llegar a la letra pe-. Busco a Anna Petrescu. Esta es la última dirección que tenemos.
– No he visto a Anna desde que el martes por la mañana se fue a trabajar -declaró Sam-. Varias personas han preguntado por ella y esa noche una amiga se presentó y se llevó varias cosas.
– ¿Qué se llevó?
– No lo sé -respondió Sam-. Simplemente reconocí la maleta.
– ¿Sabe cómo se llama esa amiga?
– ¿Por qué me lo pregunta?
– Ponernos en contacto con ella podría resultar útil. La madre de Anna está muy preocupada.
– No, no sé cómo se llama.
– ¿La reconocería si le mostrase una foto?
– Tal vez.
El hombre volvió a abrir el maletín. En esta ocasión retiró una foto y se la entregó a Sam.
El portero la observó unos segundos.
– Sí, es ella. Es guapa, pero no tanto como Anna, que era hermosa.
Cuando entró en la I-90, Anna comprobó que el límite de velocidad era de ciento veinte kilómetros por hora. Le habría encantado violarlo pero, por mucho que apretó el acelerador, no pasó de ciento diez.
Aunque el segundo camión se encontraba a cierta distancia, lo cierto es que la reducía a pasos agigantados y en esta ocasión la experta en arte no contaba con la estrategia de la salida. Rezó para que apareciese un letrero. El camión solo estaba cincuenta metros por detrás de la furgoneta y se aproximaba cuando Anna oyó la sirena.
Le encantó la posibilidad de que la obligaran a detenerse y no le preocupó que la creyeran o no cuando explicase los motivos por los que había cruzado dos carriles de autopista para llegar a la rampa de la salida, para no hablar de las razones por las que a la furgoneta le faltaban los dos parachoques y un guardabarros y, por añadidura, las luces no funcionaban. Redujo la velocidad cuando el coche patrulla adelantó al camión y se situó detrás de la furgoneta. El policía miró hacia atrás e hizo señas al camionero a fin de que parase en el arcén. Por el retrovisor Anna comprobó que ambos vehículos se detenían.
Había transcurrido más de una hora cuando se serenó lo suficiente como para dejar de mirar por el espejo lateral cada dos minutos.
Una hora más tarde sintió hambre y decidió parar a desayunar en una cafetería de carretera. Aparcó la furgoneta, entró y se sentó en un extremo de la barra. Echó un vistazo a la carta y escogió «el gran desayuno»: huevos, beicon, salchichas, albóndigas, crepes y café. No era lo habitual, pero también tuvo que reconocer que a lo largo de las últimas cuarenta y ocho horas nada había sido como de costumbre.
Entre un bocado y otro Anna consultó el mapa de carreteras. Los dos borrachos que la habían perseguido contribuyeron a que cumpliera el horario. Calculó que había recorrido cerca de seiscientos kilómetros, pero todavía quedaban unos cuantos para llegar a la frontera con Canadá. Estudió el mapa con más atención. La parada siguiente era Niagara Falls y calculó que tardaría una hora.
El televisor de detrás de la barra daba las noticias matinales. La esperanza de encontrar más supervivientes era cada vez menor. Nueva York había empezado a llorar a sus muertos e iniciado la ardua y difícil tarea de retirar los escombros. Como parte de la jornada nacional de recuerdo, en Washington se celebraría un oficio conmemorativo al que asistiría el presidente. Después de dicho oficio el presidente se proponía volar a Nueva York y visitar la Zona Cero. A renglón seguido en la pantalla apareció el alcalde Giuliani. Vestía una camiseta en la que estaban orgullosamente estampadas las siglas NYPD y una gorra con las mismas letras en la visera. El alcalde alabó el espíritu de los neoyorquinos y manifestó su decisión de que la ciudad recuperase lo antes posible su ritmo habitual.
A continuación en la pantalla apareció el aeropuerto Kennedy y un portavoz del mismo confirmó que a la mañana siguiente los primeros vuelos comerciales recuperarían su horario de costumbre. Esa frase determinó los tiempos de Anna. Sabía que, para tener la más mínima posibilidad de convencer a Victoria, debía aterrizar en Londres antes de que Leapman despegase de Nueva York… La experta en arte miró por el ventanal y vio los dos camiones que entraron en el aparcamiento. Quedó petrificada y fue incapaz de fijarse en los camioneros que se apearon de las cabinas. Comprobaba la salida de emergencia cuando ambos entraron en la cafetería, tomaron asiento en la barra, sonrieron a la camarera y ni se dignaron mirar hacia donde estaba. Hasta entonces Anna jamás había entendido por qué algunas personas padecen paranoia.
Consultó la hora: eran las 7.55. Terminó el café, dejó seis dólares sobre la barra, caminó hasta el teléfono público que había en la otra punta del restaurante y llamó a Nueva York.
– Buenos días, señor, soy el agente Roberts.
– Buenos días, agente Roberts -respondió Jack y se repantigó en el sillón-. ¿Tiene algo que comunicar?
– Estoy en un área de descanso para vehículos entre Nueva York y la frontera canadiense.
– Agente Roberts, ¿qué hace allí?
– Sujeto un parachoques.
– Permítame hacer deducciones -propuso Jack-. Anteriormente el parachoques estaba unido a la furgoneta blanca conducida por la sospechosa.
– Sí, señor.
– ¿Dónde está la furgoneta en este momento? -inquirió Jack e intentó no revelar su exasperación.
– Señor, no tengo ni la más remota idea. Debo reconocer, señor, que me quedé dormido cuando la sospechosa se dirigió a un área de descanso para hacer una pausa. Cuando desperté, la furgoneta de la sospechosa se había marchado y en el área quedó el parachoques en el que había colocado el GPS.
– En ese caso, la mujer es muy inteligente o ha sufrido un accidente.
– Estoy de acuerdo. -El agente Roberts hizo una pausa y finalmente preguntó-: Señor, ¿qué cree que debo hacer?
– Únase a la CIA -respondió Jack.
– Hola, soy Vincent. ¿Alguna novedad?
– Sí. Tal como supusiste, Ruth Parish ha guardado el cuadro en la zona de seguridad de Heathrow.
– En ese caso tendré que sacarlo -aseguró Anna.
– Tal vez no resulte tan sencillo porque mañana a primera hora Leapman volará desde el aeropuerto Kennedy para recogerlo -repuso Tina-. Solo dispones de veinticuatro horas antes de que se reúna contigo. -La muchacha titubeó-. También tienes otro problema.
– ¿Otro problema? -repitió la doctora Petrescu.
– Leapman no está convencido de que hayas muerto.
– ¿Por qué?
– Pregunta incesantemente por ti, por lo que te ruego que tengas mucho cuidado. No olvides la forma en la que Fenston reaccionó cuando la Torre Norte se vino abajo. Ha perdido a seis miembros del personal, pero lo único que lo preocupó fue el Monet que tenía en el despacho. No quiero ni pensar en cómo reaccionaría si también perdiese el Van Gogh. Considera que los pintores muertos son más importantes que los seres vivos.
Anna notó que las gotas de sudor bañaban su frente cuando la comunicación se interrumpió. Consultó el reloj: treinta y dos segundos.
– Nuestro «amigo» en el aeropuerto Kennedy ha confirmado que nos han asignado un hueco para mañana a las siete y veinte -dijo Leapman-. De todos modos, no he informado a Tina.
– ¿Por qué? -preguntó Fenston.
– Porque el portero de la casa donde Petrescu tiene su apartamento me contó que al atardecer del martes una mujer parecida a Tina entró y salió del edificio.
– ¿El martes al atardecer? -repitió Fenston-. Eso significaría que…
– Acarreaba una maleta -añadió Leapman. Fenston frunció el ceño, pero permaneció en silencio-. ¿Quieres que haga algo?
– ¿Qué se te ocurre?
– Ante todo, intervenir el teléfono de su apartamento. Si Petrescu se pone en contacto con ella, sabremos exactamente dónde está y lo que se propone.
Fenston no respondió, actitud que Leapman siempre interpretaba como un sí.
El letrero colocado junto a la carretera decía así: «7 kilómetros para la frontera con Canadá». Anna sonrió, aunque no tardó en ponerse seria cuando giró en la siguiente curva y se detuvo tras una larga cola de vehículos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Descendió de la furgoneta y estiró sus cansadas extremidades. Hizo una mueca al ver lo que quedaba de su destartalado medio de transporte. ¿Cómo explicaría lo ocurrido a la Happy Hire Company? Ciertamente, no sería necesario que pusiese más dinero… si la memoria no le fallaba, estaban cubiertos los primeros quinientos dólares de toda clase de daños. Continuó con los estiramientos y reparó en que el sentido contrario estaba vacío; por lo visto, nadie tenía prisa por entrar en Estados Unidos.
Durante los veinte minutos siguientes avanzó cien metros más y acabó frente a una gasolinera. Tomó una decisión en un abrir y cerrar de ojos, con lo cual rompió otro hábito profundamente arraigado. Abandonó la carretera, entró en la gasolinera, pasó junto a los surtidores y aparcó la furgoneta bajo un árbol, justo detrás de un gran letrero en el que se leía «Lavado de coches superior». Anna recuperó la maleta y la bolsa del portátil de la parte trasera de la furgoneta y emprendió los siete kilómetros de caminata que la separaban de la frontera.
– Querida, lo siento muchísimo -dijo Arnold Simpson y miró a Arabella Wentworth, que estaba sentada al otro lado del escritorio-. Ha sido espantoso -apostilló y añadió otro terrón de azúcar a su taza de té.
Arabella no hizo el menor comentario mientras Simpson se inclinaba y apoyaba las manos en el escritorio, como si estuviese a punto de ponerse a rezar. Simpson sonrió afablemente a su clienta y se dispuso a hacer un comentario, pero Arabella abrió la carpeta que había apoyado en el regazo y declaró:
– Supongo que, en su condición de abogado de la familia, podrá explicarme a qué se debe que mi padre y Victoria contrajesen deudas tan altas y en tan poco tiempo.
Simpson se repantigó en el asiento y la miró por encima de las gafas de media montura.
– Su querido padre y yo fuimos grandes amigos durante más de cuarenta años. Tengo el convencimiento de que sabe que estudiamos juntos en Eton.
Simpson hizo una pausa y acarició la corbata azul marino con la raya de tono azul claro, corbata que parecía que se había puesto cada día desde que terminó los estudios.
– Mi padre siempre dijo que estudiaron «al mismo tiempo» más que «juntos» -precisó Arabella-. Espero que ahora conteste a mi pregunta.
– A eso iba -aseguró Simpson, desconcertado y enmudecido mientras miraba las carpetas desparramadas sobre su escritorio-. Ah, aquí está -dijo y cogió la titulada «Lloyd's de Londres». La abrió y se acomodó las gafas-. En 1971, cuando ocupó un puesto de responsabilidad en Lloyd's, su padre firmó en nombre de varios grupos e incorporó sus bienes como garantía subsidiaria. Durante muchos años el sector de los seguros obtuvo ganancias y su padre recibió considerables ingresos anuales.
El abogado pasó el dedo por una larga lista de cifras.
– ¿Le explicó en su momento lo que significa responsabilidad ilimitada? -quiso saber Arabella.
Simpson no hizo caso a la pregunta y repuso:
– Reconozco que, como tantos otros, no preví semejante sucesión sin precedentes de años malos.
– La situación no fue muy distinta de la del jugador que espera obtener beneficios del giro de la ruleta -puntualizó Arabella-. ¿Por qué no le aconsejó que pusiera fin a las pérdidas y abandonase la mesa de juego?
– Su padre era muy obstinado y, tras soportar varios años malos, siguió convencido de que los buenos tiempos volverían.
– Pero no ocurrió -concluyó Arabella y consultó uno de los papeles de su abultada carpeta.
– Lamentablemente no sucedió -confirmó Simpson, que parecía haberse hundido en el sillón, por lo que prácticamente desapareció detrás del escritorio.
– ¿Qué fue de la cartera de acciones y bonos que la familia acumuló a lo largo de los años?
– Se convirtieron en parte de los primeros bienes que su padre se vio obligado a liquidar para no quedar en descubierto en el banco. -El abogado volvió unas páginas y prosiguió-: Lamento decirle que, cuando falleció, su padre tenía con el banco una deuda de más de diez millones de libras.
– Pero no con Coutts -puntualizó Arabella-, ya que parece que hace aproximadamente tres años trasladó su cuenta a una pequeña entidad bancaria de Nueva York llamada Fenston Finance.
– Así es, mi querida señora -confirmó Simpson-. Dicho sea de paso, siempre me ha parecido misteriosa la forma en la que su padre encontró esa entidad…
– Pues para mí no tiene nada de misterioso -lo interrumpió Arabella y sacó una carta de la carpeta-. Está clarísimo que lo seleccionaron como blanco.
– Sigo sin saber cómo se enteraron de que…
– Les bastó con leer la sección de economía de cualquier periódico, que informaba diariamente de los problemas de Lloyd's. El nombre de mi padre y el de varias personas más aparecieron de forma regular pues los vincularon con grupos poco recomendables, por no decir corruptos.
– Lo que dice no son más que especulaciones por su parte -opinó Simpson y levantó el tono de voz.
– El que en su momento no lo tuviese en cuenta no significa, necesariamente, que sean especulaciones. Si quiere que le sea sincera, me sorprende que su gran amigo dejara Coutts, que durante más de dos siglos ha prestado servicios a la familia, y se sumase a esa banda de picapleitos.
Simpson se puso de todos los colores.
– Señora, tal vez ha adoptado la costumbre que los políticos tienen de basarse en la retrospectiva.
– Señor, no se equivoque. A mi difunto marido también le ofrecieron la posibilidad de asociarse con Lloyd's. El broker le aseguró que nuestra granja sería más que suficiente para cubrir el depósito necesario, momento en el que Angus lo acompañó a la puerta. -Simpson se quedó sin habla-. Si me lo permite, me gustaría saber cómo es posible que, teniéndolo como asesor principal, Victoria duplicase la deuda en menos de un año.
– De eso yo no soy responsable -se defendió Simpson-. Enfádese con el recaudador de impuestos, que siempre reclama su parte -acotó al tiempo que buscaba una carpeta titulada «Impuestos sucesorios»-. Ah, sí, aquí está. A la muerte, el Ministerio de Hacienda tiene derecho a quedarse con el cuarenta por ciento de los bienes a menos que pasen directamente al cónyuge, como sin duda le habrá explicado su difunto marido. Aunque no sea yo quien deba decirlo, tengo que reconocer que con gran habilidad logré llegar con los inspectores a un acuerdo por valor de once millones de libras, acuerdo con el que en su momento lady Victoria se mostró muy satisfecha.
– Mi hermana era una solterona ingenua que jamás salió de casa sin su padre y que hasta los treinta años no tuvo cuenta bancaria -declaró Arabella-. A pesar de todo, usted le permitió firmar otro contrato con Fenston Finance, contrato que estaba destinado a que contrajera más deudas.
– Firmaba ese contrato o ponía en venta los bienes de la familia.
– No, no es así -replicó Arabella-. Me bastó con telefonear a lord Hindlip, el presidente de Christie's, para saber que, en el caso de que se pusiera a la venta, el Van Gogh de la familia superaría los treinta millones de libras.
– Su padre jamás habría accedido a vender el Van Gogh.
– Mi padre ya no estaba vivo cuando usted aprobó el segundo préstamo -dijo Arabella-. Se trata de una decisión sobre la que debería haber aconsejado a mi hermana.
– Estimada señora, no había otra opción dadas las condiciones del contrato original.
– Contrato que firmó como testigo y que, evidentemente, no leyó. Con ese contrato mi hermana no solo estuvo de acuerdo en seguir pagando el dieciséis por ciento de interés compuesto, sino que usted permitió que incorporara el Van Gogh como garantía subsidiaria.
– Puede exigir que vendan el cuadro y el problema quedará resuelto.
– Señor Simpson, ha vuelto a equivocarse -puntualizó Arabella-. Si hubiera leído algo más que la primera página del contrato original, sabría que, en el caso de que surjan diferencias, las dirimirá un juzgado de Nueva York y, por si todavía lo desconoce, no tengo medios para hacer frente a Bryce Fenston en su terreno.
– Tampoco está habilitada para hacerlo -espetó Simpson-, porque yo…
– Soy la pariente más cercana -declaró Arabella con gran firmeza.
– No hay testamento que indique en quién pensaba legar Victoria -gritó el abogado.
– Otro deber que se las apañó para cumplir con su habitual perspicacia y habilidad.
– Su hermana y yo estábamos evaluando…
– Ya es demasiado tarde -lo interrumpió Arabella-. Tengo que hacer frente a una guerra y a un individuo sin escrúpulos que, gracias a usted, parece tener la ley de su parte.
– Confío… -dijo Simpson, y volvió a cruzar las manos sobre el escritorio, con actitud orante, como si se dispusiese a impartir la bendición-, confío en liquidar este problema en…
– Yo le diré exactamente qué es lo que puede liquidar -lo cortó Arabella y se puso de pie-. Reúna las carpetas referentes a los bienes de mi familia y envíelas a Wentworth Hall. -Miró fijamente al abogado-. Al mismo tiempo incluya sus últimos honorarios… -Arabella consultó el reloj-, por una hora de asesoramiento de valor incalculable.
Anna caminó por el centro de la carretera, arrastrando la maleta a la espalda y con el portátil colgado del hombro izquierdo. A cada paso que daba era más consciente de que las personas sentadas en los coches detenidos miraban sorprendidas a la figura solitaria que pasaba a su lado.
Tardó un cuarto de hora en recorrer casi dos kilómetros y una de las familias que había organizado un picnic en la hierba, junto al arcén, le ofreció un vaso de vino. Tardó dieciocho minutos en cubrir el kilómetro y medio siguiente y siguió sin ver el letrero de la frontera. Veinte minutos después superó el letrero en el que se leía «2 kilómetros hasta la frontera», por lo que intentó apretar el paso.
El último kilómetro le recordó cuáles eran los músculos que dolían tras una carrera larga y agotadora y fue entonces cuando vio la meta. Una descarga de adrenalina la llevó a acelerar el ritmo.
Cuando se encontraba a unos cientos de metros de la barrera, Anna se percató de que los pasajeros de los coches la miraban como si se hubiera colado. Evitó sus miradas y caminó más despacio. Al llegar a la línea blanca en la que piden que apaguen los motores de los vehículos y esperen, la doctora Petrescu se detuvo a un costado.
Aquel día había dos funcionarios de aduanas, que tenían que revisar la cola extraordinariamente larga para ser jueves por la mañana. Estaban en las casetas y comprobaban los documentos con mucho más rigor de lo habitual. Con la esperanza de que se apiadase de ella, Anna intentó establecer contacto visual con el aduanero más joven, pero no necesitó un espejo para saber que, después de lo que había pasado durante las últimas veinticuatro horas, seguramente su aspecto no era mucho más atractivo que el que tenía al salir de la Torre Norte.
Al final el funcionario de aduanas más joven le hizo señas de que se acercase. Comprobó su documentación y la observó con curiosidad. Seguramente se preguntó durante cuántos kilómetros había acarreado el equipaje. Estudió el pasaporte con atención y llegó a la conclusión de que todo estaba en orden.
– ¿Con qué motivo visita Canadá? -inquirió el aduanero.
– Asistiré a un seminario de arte en la Universidad McGill. Forma parte de mi tesis doctoral sobre los prerrafaelistas -replicó Anna y lo miró a los ojos.
– ¿A qué artistas en concreto se refiere? -preguntó el funcionario como quien no quiere la cosa.
Anna llegó a la conclusión de que era un listillo o un amante del arte y decidió seguirle la corriente:
– Entre otros, a Rossetti, Holman Hunt y Morris.
– ¿Qué me dice del otro Hunt?
– ¿De Alfred? No se trata de un prerrafaelista propiamente dicho, pero…
– Pero no deja de ser un artista excelente.
– Estoy de acuerdo -coincidió Anna.
– ¿Quién dicta el seminario?
– Veamos… Vern Swanson -respondió Anna y abrigó la esperanza de que el funcionario de aduanas no hubiese oído hablar del experto más eminente.
– Fantástico, así tendré ocasión de verlo.
– ¿Cómo dice?
– Verá, si sigue siendo profesor de historia del arte en Yale viajará desde New Haven y, puesto que en Estados Unidos no entran ni salen vuelos, se verá obligado a atravesar esta frontera.
A Anna no se le ocurrió una respuesta adecuada y se alegró de que la mujer que tenía detrás se pusiera a hablar de viva voz con su marido y se quejase del rato que llevaba en la cola.
– Estudié en la McGill -añadió sonriente el aduanero joven y devolvió el pasaporte a Anna, que se preguntó si el arrebol de sus mejillas revelaba su zozobra-. Todos lamentamos lo que ocurrió en Nueva York.
– Gracias -dijo Anna y cruzó la frontera al tiempo que leía el letrero que decía «Bienvenidos a Canadá».
– ¿Quién es? -preguntó una voz anónima.
– Hay una avería eléctrica en el décimo piso -dijo el hombre detenido en el exterior de la entrada, vestido con mono verde, con la cabeza cubierta por una gorra de béisbol de los Yankees y una caja de herramientas en la mano.
El hombre cerró los ojos y sonrió a la cámara de vigilancia. Al oír el zumbido de respuesta, abrió la puerta de un empujón y entró sin hacer más preguntas.
Pasó junto al ascensor y se dirigió a la escalera, ya que de esa forma existían menos posibilidades de que recordasen su presencia. Al llegar a la décima planta se detuvo y echó un rápido vistazo pasillo arriba y abajo. No vio a nadie; a las tres y media de la tarde solía reinar la tranquilidad. Era imposible saber a qué se debía, simplemente se trataba de una deducción basada en la experiencia. Al llegar a la puerta del apartamento pulsó el timbre, pero no obtuvo respuesta. Por otro lado, le habían asegurado que la muchacha seguiría trabajando, como mínimo, un par de horas más. El hombre depositó la caja de herramientas en el suelo y examinó las dos cerraduras. No era precisamente la entrada de la Reserva Federal. Con la precisión del cirujano que se dispone a llevar a cabo una operación, el hombre abrió la caja y seleccionó varios instrumentos delicados.
Dos minutos y cuarenta segundos después entró en el apartamento. No tardó en localizar los tres teléfonos. El primero estaba en la sala, en el escritorio, debajo de una reproducción de una Marilyn Monroe de Warhol. El segundo estaba en la mesilla de noche, junto a una foto. El intruso observó a la mujer del centro de la foto. Estaba junto a dos hombres tan parecidos entre sí que sin duda eran padre e hijo.
El tercer teléfono se encontraba en la cocina. El hombre miró la puerta de la nevera y sonrió, ya que ambos eran forofos del equipo de rugby de los 49ers.
Seis minutos y nueve segundos después salió al pasillo, bajó la escalera y franqueó la puerta de entrada.
Había terminado el trabajo en menos de diez minutos y sus honorarios ascendían a mil dólares, más o menos lo mismo que cobraba un cirujano.
Anna fue la última pasajera en abordar el autobús de la Greyhound que a las tres en punto salía para Niagara Falls.
Dos horas después el autobús paró en la orilla occidental del lago Ontario. Anna fue la primera en descender y, sin detenerse a contemplar los edificios de Mies van der Rohe que dominan el perfil de Toronto, hizo señas al primer taxi que se cruzó en su camino.
– Por favor, al aeropuerto. Necesito llegar lo más rápido posible.
– ¿A qué terminal? -preguntó el taxista.
Anna titubeó.
– A Europa.
– Entonces es la terminal tres -añadió el taxista, arrancó y preguntó-: ¿De dónde es?
– De Boston -respondió Anna, que no quería hablar de Nueva York.
– Lo que ha ocurrido en Nueva York es terrible -añadió el taxista-. Es uno de esos momentos históricos en los que todo el mundo se acuerda exactamente de dónde estaba. Yo estaba en el taxi y lo oí por la radio. ¿Y usted?
– Yo estaba en la Torre Norte -replicó Anna.
El taxista se dijo que reconocía a los listillos nada más verlos.
Tardaron poco más de veinticinco minutos en recorrer los veintisiete kilómetros que separan Bay Street del aeropuerto internacional Lester B. Pearson y durante el trayecto el taxista no pronunció una sola palabra. Cuando paró en la entrada de la terminal tres, Anna pagó la carrera y entró rápidamente. Consultó la pantalla de salidas en el momento en el que el reloj digital marcó las 17.28.
El último vuelo a Heathrow acababa de cerrar las puertas. Anna maldijo para sus adentros. Repasó la lista de ciudades a las que había vuelos esa tarde: Tel Aviv, Bangkok, Hong Kong, Sidney, Amsterdam… ¡Amsterdam! Anna llegó a la conclusión de que era lo más adecuado y leyó en la pantalla que el vuelo 692 de KLM partía a las 18.00 por la puerta C31 y que en ese momento se procedía al embarque de pasajeros.
Anna corrió hasta el mostrador de la KLM y preguntó al empleado, sin siquiera darle tiempo a que levantase la cabeza:
– ¿Todavía estoy a tiempo de coger el vuelo a Amsterdam?
El hombre dejó de contar billetes de vuelo.
– Sí, pero tendrá que darse prisa porque están a punto de cerrar la puerta.
– ¿Queda libre un asiento de ventanilla?
– De ventanilla, de pasillo, de centro, lo que quiera.
– ¿Por qué hay tanto sitio?
– Por lo visto, hoy no hay mucha gente con ganas de coger un avión… y no precisamente porque sea trece.
– El aeropuerto Kennedy ha reconfirmado nuestro espacio reservado para mañana a las siete y veinte -informó Leapman.
– Me alegro -afirmó Fenston-. Llámame en cuanto el avión despegue. ¿A qué hora llegarás a Heathrow?
– Alrededor de las siete. La furgoneta de Art Locations esperará en la pista y subirán el cuadro a bordo. Bastó con que triplicaras los honorarios para que se pusiesen las pilas.
– ¿Cuándo regresarás?
– Supongo que llegaré a la hora de desayunar de la mañana siguiente.
– ¿Hay noticias de Petrescu?
– No -replicó Leapman-. De momento Tina solo ha recibido una llamada y fue de un hombre.
– ¿No se sabe nada de…?
En ese momento entró Tina.
– Va de camino a Amsterdam -aseguró Joe.
– ¿A Amsterdam? -repitió Jack y tamborileó los dedos sobre el escritorio.
– Sí, se le escapó el último vuelo a Heathrow.
– En ese caso, mañana por la mañana cogerá el primer vuelo a Londres.
– Ya hemos destacado un agente en Heathrow -informó Joe-. ¿Quiere que apostemos hombres en otras partes?
– Sí, en Gatwick y Stansted -replicó Jack.
– Si lo que dice es correcto, la doctora llegará a Londres unas horas antes que Karl Leapman.
– ¿A qué se refiere? -inquirió Jack.
– Han reservado un hueco para el jet privado de Fenston, que despegará del aeropuerto Kennedy mañana a las siete y veinte. Leapman es el único pasajero.
– En ese caso, lo más probable es que hayan quedado para verse. Llame al agente Crasanti a la embajada de Londres y pídale que destaque agentes adicionales en los tres aeropuertos. Quiero saber qué trama exactamente ese par.
– No estaremos en nuestra jurisdicción -puntualizó Joe-. Si los británicos se enteran, por no hablar de que lo sepa la CIA…
– En los tres aeropuertos -repitió Jack y colgó.
La puerta se cerró segundos después de que Anna subiese al avión. La azafata la acompañó a su asiento y le pidió que se abrochase el cinturón, ya que estaban a punto de despegar. Anna se alegró al ver que los demás asientos estaban vacíos y en cuanto autorizaron a quitarse los cinturones subió los reposabrazos, se tumbó, se tapó con dos mantas y apoyó la cabeza en una almohada de verdad. Dormía incluso antes de que el avión alcanzase la velocidad de crucero.
Alguien le hizo una ligera presión en el hombro. Anna maldijo para sus adentros. Se había olvidado de decir que no quería cenar. Miró a la azafata y parpadeó soñolienta.
– Gracias, pero no quiero cenar -dijo con firmeza y cerró nuevamente los ojos.
– Lo siento, pero tengo que pedirle que se siente y se abroche el cinturón -explicó amablemente la azafata-. Aterrizaremos dentro de veinte minutos. Si quiere ajustar el reloj a la hora local, en Amsterdam son las seis y cincuenta y cinco.