– Buenas noticias -anunció el médico la mañana del tercer día-. La herida está casi cicatrizada. Informaré a las autoridades que pueden trasladarla a la cárcel de Jilava mañana mismo.
Las palabras del médico habían determinado su horario. El médico le cambió el vendaje y se marchó sin decir nada más, y Krantz se dedicó a repasar el plan una y otra vez. Solo pidió ir al lavabo a las dos de la tarde. Durmió profundamente entre las tres y las nueve.
«No ha molestado en todo el día», le escuchó comentar a uno de los guardias cuando a las diez le entregó las llaves a uno de sus colegas del turno de noche.
Krantz no se movió durante las dos horas siguientes, muy segura de que dos de los guardias aguardaban con impaciencia el momento de acompañarla al lavabo y recibir su estipendio nocturno. Pero era ella la que fijaba el horario. Atendería a sus necesidades a las cuatro y cuatro minutos, no antes. Uno recibiría cuarenta dólares y se ocuparía de que el otro recibiera su paquete de Benson & Hedges. Algo desproporcionado, pero uno tenía un cometido mucho más importante. Siguió despierta.
Anna salió de su apartamento para ir a correr poco antes de las seis de la mañana. Sam se levantó presuroso para abrirle la puerta; la sonrisa no había desaparecido de su rostro desde el momento en que la había visto regresar.
La muchacha se preguntó en qué punto del recorrido aparecería Jack. Debía admitir que lo había tenido muy presente en sus pensamientos desde que se habían despedido el día anterior, y esperaba que su relación pudiese ir más allá de un interés profesional.
«Vete con ojo -le había advertido Tina durante la cena-. En cuanto consiga lo que quiera, desaparecerá, y puede que no sea sexo lo que busca.»
Recordó haber pensado que eso sería una pena.
«Fenston se ha enamorado del Van Gogh -había añadido Tina-. Lo ha puesto en el lugar de honor del despacho, en la pared detrás de su mesa.»
Tina la había puesto al corriente de todo lo que Fenston y Leapman habían hecho durante los últimos diez días. Sin embargo, a pesar de sus discretos sondeos, insinuaciones y preguntas hechas en el momento oportuno, Anna no había conseguido descubrir por qué Fenston la tenía dominada.
Anna no conseguía olvidar que la última vez que había corrido por Central Park había sido la mañana del once. La nube gris oscuro se había dispersado finalmente, pero quedaban muchos otros recordatorios de aquel día fatídico, y uno eran las dos palabras en boca de todos: Zona Cero. Apartó de su mente los horrores de aquel día cuando vio a Jack que trotaba sin moverse de debajo de Artists' Gate.
– ¿Hace mucho que espera, Sombra? -le preguntó Anna al pasar a su lado y seguir alrededor del estanque.
– No -dijo Jack, después de alcanzarla-. Ya he dado dos vueltas, así que esta la considero una sesión de enfriamiento.
– ¿Ya nos estamos enfriando? -dijo Anna, al tiempo que aceleraba. Era consciente de que no podría mantener el ritmo mucho más y solo pasaron unos segundos antes de que él estuviese de nuevo a su lado.
– No está mal -opinó Jack-, pero ¿cuánto más lo podrá mantener?
– Creía que ese era un problema masculino -replicó Anna, firme en su intento de no ceder. Decidió que su única posibilidad era distraerlo. Esperó hasta que el Frick apareció a la vista.
– Dígame cinco artistas que tienen obras en aquel museo -dijo, con la ilusión de que la falta de conocimientos de Jack compensara su propia falta de velocidad.
– Bellini, Mary Cassatt, Renoir, Rembrandt y dos Holbeins, More y Cromwell.
– Sí, pero ¿qué Cromwell? -reclamó Anna, entre jadeos.
– Thomas, no Oliver.
– No está mal, Sombra -admitió Anna.
– La culpa la tiene mi padre. Cada vez que tenía ronda los domingos, mi madre me llevaba a una galería o a un museo. Yo creía que era una pérdida de tiempo, hasta que me enamoré.
– ¿De quién se enamoró? -preguntó Anna, mientras subían Pilgrim's Hill.
– De Rossetti, o, para ser más exactos, de su amante Jane Burden.
– Los eruditos no acaban de ponerse de acuerdo en si se acostaba con ella o no. Su marido, William Morris, admiraba tanto a Rossetti que opinan que no hubiese protestado.
– Vaya tonto.
– ¿Todavía está enamorado de Jane?
– No, aquello es agua pasada. Dejé a los prerrafaelistas, y comencé a enamorarme de mujeres cuyos pechos a menudo acaban por detrás de las orejas.
– En ese caso debe de haber pasado mucho tiempo en el MOMA.
– He tenido varias citas a ciegas -admitió Jack-, pero mi madre no las aprueba.
– ¿Con quién cree que debe salir?
– Es una mujer chapada a la antigua. Con cualquiera que se llame María y sea virgen, pero me la estoy trabajando.
– ¿Trabaja en algo más?
– ¿Como qué?
– Como en averiguar qué significa la «R» -respondió Anna, casi sin aliento.
– Dígamelo usted.
– Mi preferida es Rumano. -Las palabras le salieron entrecortadas.
– Tendría que trabajar para el FBI -dijo Jack, y acortó el paso.
– Ya lo había descubierto.
– No. Un tipo llamado Abe lo hizo por mí.
– ¿Y?
– Acertaron.
– ¿Dónde está el Club Rumano?
– En una zona ruinosa de Queens.
– ¿Qué encontró cuando abrió la caja?
– No lo sé a ciencia cierta.
– No juegue conmigo, Sombra, solo dígame qué había en la caja.
– Unos dos millones de dólares.
– ¿Dos millones? -repitió Anna, atónita.
– Puede que no sea tanto, pero ciertamente bastó para que mi jefe dispusiera una vigilancia permanente del edificio y que me cancelara el permiso.
– ¿Quién es capaz de guardar dos millones de dólares en una caja de seguridad en Queens? -preguntó la joven.
– Cualquiera que no puede correr el riesgo de abrir una cuenta en ningún banco del mundo.
– Krantz -manifestó Anna.
– Ahora le toca a usted. ¿Se enteró de algo en la cena con Tina?
– Yo creía que no le interesaba. -Anna recorrió otros cien metros antes de continuar-. Fenston cree que la última pintura para su colección es soberbia. Lo más importante es que cuando Tina le sirvió un café en su despacho, había un ejemplar del New York Times sobre la mesa, abierto en la página diecisiete.
– Obviamente no es la sección de deportes.
– No, internacional. -Anna sacó un recorte del bolsillo y se lo pasó a Jack.
– ¿Es una trampa para ver si consigo mantenerme a la par mientras leo?
– No, es una trampa para descubrir si sabe leer, Sombra, y no me importa aminorar la marcha, porque sé que nunca ha podido seguirme el ritmo.
Jack leyó el titular y casi se detuvo cuando pasaban junto al lago. Pasaron un par de minutos antes de que dijera:
– Su amiga Tina es muy espabilada.
– Cada día más. Espió una conversación entre Fenston y Leapman, y le escuchó preguntar: «¿Todavía tienes la otra llave?». En el momento no comprendió su importancia, pero…
– Retiro todo lo que dije de ella -afirmó Jack-. Está en nuestro equipo.
– No, Sombra, está en el mío. -Apuró la marcha a través de Strawberry Fields como siempre hacía en los últimos ochocientos metros. Jack se mantuvo a la par-. Aquí es donde nos separamos -añadió Anna, al llegar a Artists' Gate. Consultó su reloj y sonrió: 11 minutos y 48 segundos.
– ¿Desayunamos? -preguntó Jack.
– Lo siento, no puedo. Tengo una cita con un viejo amigo de Christie's. Intento averiguar si tienen alguna vacante.
– ¿Cenamos?
– Tengo entradas para la exposición de Rauschenberg en el Whitney. Si quiere verme, Sombra, estaré por aquí mañana a las seis.
Se alejó sin darle ocasión a responder.
Leapman se había decidido por el domingo porque era el único día de la semana en que Fenston no iba al despacho, aunque ya lo había llamado tres veces.
Solo en su apartamento se calentó la cena en el microondas, y repasó su plan hasta asegurarse de que nada podía salir mal. Mañana, y todos las demás mañanas, comería en un restaurante, sin tener que servir a Fenston.
Se comió el último bocado, fue al dormitorio y se desnudó. Abrió el cajón donde guardaba las prendas de deporte que necesitaba para ese ejercicio concreto. Se puso una camiseta, un pantalón corto y un chándal gris que ningún adolescente hubiese creído que sus padres pudiesen haber usado alguna vez, y luego calcetines blancos y zapatillas deportivas blancas. No se miró al espejo. Se puso de rodillas para sacar de debajo de la cama una bolsa de deporte de la que sobresalía el mango de una raqueta de squash. Ya estaba vestido y preparado. Solo le faltaban la llave y un paquete de cigarrillos.
Fue hasta la cocina, abrió un cajón donde guardaba un cartón de Marlboro y cogió un paquete. Él no fumaba. El último acto de este ritual agnóstico fue el de meter la mano por debajo del cajón y sacar la llave pegada en la base con un trozo de celo. Ya lo tenía todo.
Cerró la puerta del apartamento con dos vueltas de llave y bajó la escalera hasta el sótano. Abrió la puerta de atrás y subió un piso para salir a la calle.
Para cualquiera que lo hubiese visto, tenía el aspecto de un hombre de camino a su club de squash. Leapman no había jugado al squash en toda su vida. Caminó un par de manzanas antes de parar un taxi. La rutina nunca cambiaba. Le dio al taxista una dirección donde no había un club de squash en varios kilómetros a la redonda. Se reclinó en el asiento, y agradeció que el conductor no le diera conversación, porque necesitaba concentrarse. Ese día haría un cambio en la rutina, un cambio que llevaba planeando desde hacía diez años. Esa sería la última vez que realizaría este cometido para Fenston, el hombre que se había aprovechado de él todos y cada uno de los días de la última década. Ese día no. Nunca más. Miró a través de la ventanilla. Hacía este viaje una o dos veces al año, para ir a dejar el dinero en el NYRC, siempre al cabo de unos pocos días después de que Krantz acabara con uno de sus encargos. A lo largo de los años, Leapman había depositado más de cinco millones en la caja número 13 de la casa de la calle Lincoln, y sabía que siempre sería un viaje de ida, hasta que ella cometiese algún error.
Cuando había leído en el Times que habían capturado a Krantz después de resultar herida de bala en un hombro -hubiese preferido que la mataran- comprendió que se lo habían puesto en bandeja, lo que Fenston llamaba una oportunidad de oro. Después de todo, Krantz era la única persona que sabía cuánto dinero había en la caja, mientras que él era el único que tenía la otra llave.
– ¿Dónde es exactamente? -preguntó el taxista.
Leapman miró a través de la ventanilla.
– Faltan un par de calles, y me puede dejar en la esquina. -Sacó la raqueta de la bolsa y la dejó en el asiento.
– Son veintitrés dólares -dijo el conductor cuando se detuvo delante de una bodega.
Leapman le pasó tres billetes de diez por la rejilla.
– Vuelvo en cinco minutos. Si sigue por aquí, se ganará otros cincuenta.
– Seguiré por aquí -respondió el taxista en el acto.
Leapman cogió la bolsa vacía y se bajó del taxi, sin molestarse en recoger la raqueta. Cruzó la calle, y se sintió más tranquilo al ver la acera muy concurrida. Era una de las razones por las que siempre escogía las tardes de domingo. Nunca se hubiese arriesgado a presentarse allí por la noche. En Queens, no vacilarían en robarle la bolsa vacía.
Apuró el paso hasta que llegó al número 61. Se detuvo un momento para ver si alguien se fijaba en él. ¿Qué motivos había para que lo hiciera? Bajó la escalera y abrió la puerta del antiguo NYRC.
El conserje lo miró desde su posición sedentaria y al ver quién era, asintió -el movimiento más enérgico que había hecho en todo el día- y luego continuó leyendo la página de hípica. Leapman dejó el paquete de Marlboro sobre el mostrador. Desaparecería en cuanto se diera la vuelta. Todo hombre tiene un precio.
Miró el lóbrego pasillo donde la única luz la daba una bombilla de cuarenta vatios. Algunas veces se preguntaba si no sería él la única persona que se aventuraba más allá de la recepción.
Tampoco necesitaba mucha más luz para encontrar la caja, aunque no se podía leer el número; como todo lo demás se había borrado con el paso de los años. Miró hacia el mostrador; el fuego de uno de sus cigarrillos brillaba en la oscuridad.
Sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura, la hizo girar y abrió la puerta. Luego abrió la bolsa antes de mirar de nuevo hacia el conserje. Leía. Tardó menos de un minuto en pasar el contenido de la caja a la bolsa, y cerrar la cremallera.
Leapman cerró la puerta de la caja por última vez. Recogió la bolsa, momentáneamente sorprendido por el peso, y caminó hacia la recepción. Dejó la llave en el mostrador.
– No volveré a necesitarla -le dijo al viejo, que no permitió que esta súbita interrupción en la rutina le distrajese de su análisis de los participantes de la carrera de las cuatro en Belmont. Era más un pasatiempo que otra cosa porque llevaba doce años sin acertar un ganador.
Leapman abandonó el local, subió los escalones para volver a la calle Lincoln. Miró a uno y otro lado. Todo en orden. Caminó rápidamente hacia la esquina donde lo esperaba el taxi, con la bolsa bien sujeta.
No había recorrido más de veinte metros cuando, como por arte de magia, se vio rodeado por una docena de hombres vestidos con pantalón vaquero y cazadoras de nailon azul, con las letras FBI escritas en amarillo en la espalda. Aparecieron corriendo hacia él desde todas las direcciones. Un momento más tarde, dos coches entraron en Lincoln, uno por cada esquina -aunque era una calle de dirección única- y frenaron estrepitosamente a un par de metros del sospechoso. Esta vez los transeúntes se pararon para mirar al hombre vestido con un chándal gris y que llevaba una bolsa de deportes. El taxista se alejó a toda prisa, con cincuenta dólares menos, y una raqueta de squash.
– Léele sus derechos -dijo Joe, mientras otro agente esposaba a Leapman con las manos a la espalda, y un tercero se hacía cargo de la bolsa.
«Tiene derecho a permanecer en silencio…», cosa que hizo Leapman.
Después de que le leyeran sus derechos -no por primera vez- Leapman fue conducido hasta uno de los coches y lo sentaron sin mucha ceremonia en el asiento trasero, donde lo esperaba el agente Delaney.
Anna se encontraba en el museo Whitney, delante de una tela de Rauschenberg titulada Satélite, cuando vibró el móvil que llevaba en el bolsillo. Vio en la pantalla que la llamaba Sombra.
– Hola.
– Me equivoqué.
– ¿Se equivocó en qué? -preguntó Anna.
– Eran más de dos millones.
El reloj de un campanario cercano tocó las cuatro.
Krantz escuchó que uno de los guardias mayores decía: «Nos vamos a cenar, volveremos dentro de unos veinte minutos». El fumador tosió como única respuesta. Krantz permaneció inmóvil en la cama hasta que los pasos de los guardias se perdieron en la distancia. Pulsó el timbre junto a la cama y en el acto una llave giró en la cerradura. Ella no tuvo que adivinar quién esperaba con ansia acompañarla al lavabo.
– ¿Dónde está su compañero?
– Está fumándose un cigarrillo -respondió el guardia-. No se preocupe, yo me encargaré de darle su parte.
Krantz se frotó los ojos, se levantó de la cama lentamente y salió al pasillo. Otro guardia dormitaba en una silla al otro extremo del pasillo. El fumador y el tenorio habían desaparecido.
El guardia la sujetó del brazo y se apresuró a llevarla al lavabo, pero se quedó en la puerta mientras ella entraba en el cubículo. Krantz se sentó en el inodoro, extrajo el condón, sacó dos billetes de veinte dólares y los ocultó en la mano derecha. Luego se metió el condón en un lugar donde ni siquiera el menos remilgado de los guardias querría buscar.
En cuanto tiró de la cadena, el guardia abrió la puerta. Sonrió al verla salir. El guardia que dormía no se movió, y su custodio pareció tan complacido como ella al comprobar que no había nadie más.
Krantz señaló con un gesto el cuarto de la ropa blanca. El hombre abrió la puerta y entraron. Krantz abrió el puño para mostrar el dinero. Se los ofreció al guardia. En el momento en que él iba a cogerlos, Krantz dejó caer uno de los billetes al suelo. Sin sospechar nada, el guardia se agachó para recogerlo. Solo fue un segundo pero bastó para que él sintiera toda la fuerza del rodillazo en los testículos. Mientras se desplomaba con las manos en la entrepierna, Krantz lo sujetó por el pelo y de un solo tajo le cortó la garganta con las tijeras del médico. No era el mejor de los instrumentos, pero era el único que tenía a mano. Le soltó el pelo, lo cogió por el cuello de la chaqueta y, con toda la fuerza que pudo reunir, lo metió en el tubo de descarga de la lavandería. Con un último impulso lo lanzo al vacío, y luego saltó ella.
Rebotaron contra las paredes metálicas del tubo mientras caían, y un par de segundos más tarde aterrizaron en una montaña de sábanas, fundas de almohadas y toallas en la lavandería. Krantz se levantó de un salto, cogió el más pequeño de los monos colgados en un perchero, se lo puso y corrió hacia la puerta. La entreabrió y asomó la cabeza con mucha cautela para espiar a un lado y otro del pasillo. La única persona a la vista era una empleada de la limpieza, que enceraba el suelo de rodillas. Krantz pasó junto a ella rápidamente y abrió la puerta de la salida de incendios. Vio en la pared un cartel que decía Subsol. Subió la escalera, abrió una de las ventanas de la planta baja y saltó al exterior. Llovía torrencialmente.
Miró en derredor, atenta al estruendoso aullido de la sirena seguido por las luces de los reflectores que iluminarían hasta el último centímetro cuadrado alrededor del edificio. No pasó nada.
Krantz se había alejado tres kilómetros cuando el tenorio necesitó usar el cuarto de la ropa blanca por segunda vez. La enfermera comenzó a gritar en cuanto vio la sangre en las paredes blancas. El guardia salió al pasillo y corrió a la habitación de la prisionera. El guardia dormido en la silla se levantó de un salto cuando el fumador apareció a la carrera por la salida de incendios. El tenorio fue el primero en llegar a la habitación. Abrió la puerta, encendió la luz y comenzó a maldecir a voz en cuello, mientras el fumador rompía el cristal de la alarma y apretaba el botón rojo.