Anna abrió los ojos y vio a Sergei, que fumaba un cigarrillo sentado en el capó del coche. Se desperezó, parpadeó un par de veces y se frotó los ojos. Era la primera vez que dormía en el asiento trasero de un coche; algo muchísimo más cómodo que la caja de una furgoneta en algún lugar camino de la frontera canadiense, sin nadie que la protegiese. Salió del coche y dio unos pasos para estirar las piernas. La caja roja seguía en el maletero.
– Buenos días -dijo Sergei-. ¿Has dormido bien?
– Por lo que parece, mucho mejor que tú -contestó Anna, con una sonrisa.
– Después de veinte años en el ejército, dormir es un lujo. Ven, desayuna conmigo. -Abrió la puerta del conductor y sacó de debajo del asiento una fiambrera y un termo. En la fiambrera había dos panecillos, un huevo duro, un trozo de queso, un par de tomates y una naranja.
– ¿De dónde ha salido todo esto? -preguntó Anna mientras pelaba la naranja.
– De la cena de anoche, preparada por mi querida esposa.
– ¿Cómo le explicarás que anoche no volvieras a casa?
– Le diré la verdad -respondió Sergei-. Pasé la noche con una mujer hermosa. -Anna se sonrojó-. Claro que mucho me temo que soy demasiado viejo como para que me crea. ¿Qué toca hacer ahora? ¿Robar un banco?
– Solo si sabes de alguno que tenga cincuenta millones de dólares en calderilla -contestó Anna de muy buen humor-. De lo contrario, tendré que meter eso -señaló la caja- en la bodega del primer avión a Londres, así que necesito averiguar a qué hora abre la oficina de cargas.
– Cuando aparezca el primer empleado. -Sergei cascó el huevo y le quitó la cáscara-. Alrededor de las siete -añadió antes de darle el huevo.
– Entonces me gustaría estar allí cuando abran a las siete. Así tendré la seguridad de que envíen la caja. -Consultó su reloj-. Será mejor que nos pongamos en marcha.
– No lo creo.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Anna, inquieta.
– Cuando una mujer como tú tiene que pasar la noche en un coche, y no en un hotel, tiene que haber una razón. Tengo el presentimiento de que eso es la razón-. Señaló la caja-. Así que quizá sea poco prudente que te vean despachando una caja roja esta mañana. -Anna continuó mirándolo sin decir palabra-. ¿Es posible que haya algo en esa caja que no quieres que vean las autoridades? -Hizo una pausa, pero Anna no hizo ningún comentario-. Lo que pensaba. ¿Sabes?, cuando era coronel, y necesitaba hacer algo que no quería que supiese nadie más, siempre llamaba a un cabo para que lo hiciese. Descubrí que nadie mostraba el más mínimo interés. Creo que hoy seré tu cabo.
– ¿Qué pasará si te pescan?
– Entonces por una vez habré hecho algo útil. ¿Crees que es divertido conducir un taxi cuando has mandado un regimiento? No te preocupes, jovencita. Un par de mis muchachos trabajan en la aduana, y si el precio es correcto, no harán muchas preguntas.
Anna abrió su maletín, sacó el sobre que le había dado Anton y le entregó a Sergei cinco billetes de veinte dólares.
– No, no. -Sergei levantó las manos, escandalizado-. No pretendemos sobornar al jefe de policía, solo a un par de muchachos. -Cogió un billete-. Además, puede que alguna vez necesite de nuevo sus servicios, y es mejor no sentar precedentes que sobrepasen su utilidad.
Anna celebró el comentario con una carcajada.
– Cuando firmes el manifiesto, Sergei, asegúrate de que la firma sea ilegible.
Sergei la miró atentamente.
– Lo comprendo, pero no entiendo el porqué. Tú quédate aquí, y mantente fuera de la vista. Solo necesito el billete.
Anna abrió el bolso, guardó los ochenta dólares en el sobre y le dio su billete a Londres.
Sergei se sentó al volante, puso el motor en marcha y se despidió con un gesto.
Anna vio cómo el coche desaparecía en la siguiente esquina con la pintura, su maleta, el billete a Londres y veinte dólares. Todo lo que tenía como aval era el bocadillo de queso y tomate y un termo de café frío.
Fenston atendió el teléfono cuando sonó por décima vez.
– Acabo de aterrizar en Bucarest -dijo ella-. La caja roja que buscaba la cargaron en el vuelo a Londres, que aterrizará en Heathrow sobre las cuatro de la tarde.
– ¿Qué pasa con la muchacha?
– No sé cuáles son sus planes, pero cuando los averigüe…
– Asegúrese de dejar el cuerpo en Bucarest.
Se cortó la comunicación.
Krantz salió de la terminal, colocó el móvil que acababa de comprar debajo de la rueda delantera de un camión de gran tonelaje y espero que se pusiera en marcha antes de entrar de nuevo.
Leyó el panel de salidas, pero esta vez no creyó que Petrescu viajara a Londres; después de todo, también había un vuelo con destino a Nueva York. Si Petrescu había sacado un pasaje para ese vuelo tendría que matarla inmediatamente. No sería la primera vez que mataba a alguien en el aeropuerto de Bucarest.
Krantz se acomodó detrás de una máquina expendedora de refrescos. Se aseguró de que desde allí veía los taxis que descargaban a sus pasajeros. Solo le interesaba un taxi y una pasajera. Petrescu no la engañaría una segunda vez, porque en esta ocasión tomaría algunas precauciones.
Transcurrida media hora, Anna comenzó a inquietarse. Después de cuarenta minutos, estaba preocupada. Pasados los cincuenta, próxima al pánico. Cuando pasó una hora, Anna llegó a preguntarse si Sergei no trabajaría para Fenston. Unos pocos minutos más, un viejo Mercedes amarillo, conducido por un hombre todavía más viejo, apareció en la esquina.
– Pareces haber vuelto a la vida -comentó Sergei risueñamente mientras le abría la puerta y le devolvía el pasaje.
– No, no -respondió Anna, con cierto sentimiento de culpa.
– El paquete ya está cargado en el mismo avión en que irás tú -dijo, y se sentó al volante.
– Entonces quizá sea hora de que yo también me ponga en marcha.
– De acuerdo. -Sergei arrancó-. Pero tendrás que ir con cuidado, porque el norteamericano ya te estaba esperando.
– Yo no le intereso, solo quiere el paquete.
– Me vio entrar en el despacho de cargas, y por otros veinte dólares sabrá exactamente cuál es su destino.
– Ya no me importa -afirmó Anna, sin dar más explicaciones.
Sergei pareció intrigado, pero no hizo más preguntas. Entró en la autopista y siguió los indicadores hacia el aeropuerto.
– Estoy en deuda contigo -añadió Anna.
– Me debes cuatro dólares, además de un desayuno de gourmet. Me conformo con cinco.
Anna abrió el bolso, cogió el sobre de Anton, sacó todo el dinero menos quinientos dólares y lo cerró. Cuando Sergei aparcó en la parada de taxis de la terminal, ella le dio el sobre.
– Cinco dólares -dijo.
– Gracias, señora -respondió el viejo.
– Anna. -Le dio un beso en la mejilla. Se alejó sin mirar atrás. De haberlo hecho, hubiese visto a llorar a un viejo soldado.
¿Tendría que haberle dicho que el coronel Sergei Slatinaru estaba junto a su padre cuando lo mataron?
Tina salió del ascensor en el preciso momento en que Leapman cerraba la puerta de su despacho. Entró apresuradamente en el lavabo, con el corazón desbocado mientras analizaba las consecuencias. ¿Había descubierto que ella podía espiar todas las conversaciones telefónicas de Fenston, y también controlar todo lo que pasaba en el despacho del presidente? Pero había algo más grave. ¿Había descubierto que desde hacía un año se enviaba documentos confidenciales a su propio buzón de correo? Tina procuró mantener la calma cuando salió de nuevo al pasillo y caminó lentamente hacia su despacho. Había una cosa de la que estaba muy segura: no encontraría ninguna pista de que Leapman hubiese estado alguna vez en la habitación.
Se sentó a la mesa y encendió la pantalla. Sintió un dolor súbito en la boca del estómago. Leapman hablaba con Fenston en su despacho. El presidente lo escuchaba con mucha atención.
Jack vio a Anna darle un beso en la mejilla al conductor y no pudo olvidar que este era el mismo hombre que le había sacado veinte dólares; una cantidad que no aparecería en su hoja de gastos. Pensó en el hecho de que ambos habían permanecido despiertos toda la noche mientras ella dormía. Jack había preferido montar guardia ante la posibilidad de que apareciera Pelopaja para robar el cajón, aunque no la había vuelto a ver desde que había subido al avión a Londres. Se preguntó dónde estaría en esos momentos. Sospechaba que no muy lejos. A medida que pasaban las horas, Jack fue cada vez más consciente de que no se las tenía que haber con un simple taxista, sino con alguien dispuesto a arriesgar la vida por la muchacha, quizá sin siquiera saber la importancia de lo que contenía la caja. Tenía que haber algún motivo.
Era obvio que sería una pérdida de tiempo pretender sobornar al taxista, como ya había descubierto por experiencia propia, pero el encargado de la oficina de envíos lo había llamado a su despacho e incluso le había impreso la página del manifiesto. La caja saldría en el siguiente vuelo a Londres. Le aseguró que ya estaba a bordo. Los cincuenta dólares le habían sido de mucho provecho, aunque no pudiese leer la firma. ¿Iría ella en el mismo vuelo? Jack seguía intrigado. Si en la caja roja que llevarían a Londres se encontraba el Van Gogh, ¿qué había en la caja que Petrescu había llevado a Japón para entregarla en el despacho de Nakamura? No le quedaba más alternativa que esperar y ver si ella subía al mismo avión.
Sergei miró a Anna, que caminaba hacia la entrada de la terminal con su maleta. Llamaría más tarde a Anton para avisarle que había llegado sin tropiezos. Anna se volvió para dedicarle un último saludo, así que no vio que un cliente había subido al taxi. Se dio cuenta al escuchar que se cerraba la puerta. Miró al pasajero por el espejo retrovisor.
– ¿Adónde va, señora?
– Al viejo aeropuerto.
– No sabía que aún funcionara -dijo, pero la mujer no le respondió. Algunos clientes nunca lo hacían.
Llegaron a la segunda rotonda, y Sergei giró para dirigirse a la siguiente salida. Miró de nuevo por el espejo retrovisor. Había algo en la mujer que le sonaba. ¿La habría llevado antes en su taxi? Al llegar al cruce, Sergei giró a la izquierda y entró en la carretera del viejo aeropuerto. Estaba desierto. No se había equivocado. De aquel lugar no había vuelto a despegar ningún avión desde que Ceausescu había intentado escapar en noviembre de 1989. Mantuvo una velocidad constante mientras miraba por el espejo retrovisor. De pronto se hizo la luz. Recordó exactamente cuándo la había visto por última vez. Llevaba el pelo más largo, y de color rubio, y aunque había pasado más de una década, los ojos no habían cambiado; unos ojos que no reflejaban expresión alguna cuando mataba, unos ojos que te taladraban mientras morías.
Habían rodeado a su pelotón en la frontera con Bulgaria. Los desarmaron rápidamente y los llevaron al campo de prisioneros más cercano. Aún escuchaba los llantos y los gritos de sus jóvenes voluntarios, algunos de los cuales no eran más que unos chiquillos que acababan de salir de la escuela. La mujer, después de sacarles todo lo que sabían, o nada en absoluto, los había degollado mientras los miraba a los ojos. En cuanto se aseguraba de que su víctima estaba muerta, con otro rápido movimiento de su puñal le cortaba la cabeza y la arrojaba al interior de alguna celda repleta. Incluso los más crueles de sus secuaces preferían no verlo.
Antes de marcharse, miraba a los que habían sobrevivido. Cada noche se despedía con las mismas palabras: «Aún no he decidido cuál de vosotros será el siguiente».
Tres de sus hombres habían sobrevivido, y solo porque habían traído a más prisioneros que disponían de una información actualizada. Durante treinta y siete noches de insomnio, el coronel Sergei Slatinaru solo pudo preguntarse cuándo llegaría su turno. La última víctima había sido el padre de Anna, uno de los hombres más valientes que conocía, quien, si tenía que morir, se merecía ir a la tumba luchando contra el enemigo y no a manos de una carnicera.
Cuando finalmente los repatriaron, una de sus primeras obligaciones como oficial superior fue decirle a la madre de Anna cómo había muerto el capitán Petrescu. Mintió, le juró que su marido había muerto valerosamente en el campo de batalla. ¿Qué sentido tenía traspasarle a ella su pesadilla? Después Anton había llamado para decirle que la hija del capitán Petrescu vendría a Bucarest, y si él… alguien más a quien no le había confiado el secreto.
Tras el cese de las hostilidades, los rumores sobre la suerte de Krantz se habían disparado. Estaba en la cárcel, había escapado a Estados Unidos, la habían matado. Rezó para que siguiese viva, porque deseaba ser él quien la matara. Pero dudaba que ella se atreviese a aparecer de nuevo por Rumania, porque eran muchos los viejos camaradas que la reconocerían y harían cola por el privilegio de degollarla. ¿Por qué había regresado? ¿Qué había en aquella caja como para que corriera semejante riesgo?
Sergei disminuyó la velocidad cuando llegó a la zona donde había estado la pista y donde ahora no había más que hierbajos y baches. Sujetó el volante con una mano mientras movía lentamente la otra por el lado izquierdo para buscar debajo del asiento el arma que no había usado desde la ejecución de Ceausescu.
– ¿Dónde quiere que la deje, señora? -preguntó, como si estuviesen en una calle del centro. Empuñó el arma. Ella no respondió. Sergei la miró fugazmente por el espejo retrovisor. Cualquier movimiento súbito la alertaría. No solo tenía la ventaja de encontrarse detrás, sino que ahora lo vigilaba atentamente. Comprendió que uno de los dos estaría muerto en poco tiempo. Sergei apoyó el dedo en el gatillo, sacó el arma de debajo del asiento y comenzó a subir el brazo lentamente, centímetro a centímetro. Se disponía a pisar el freno a fondo, cuando una mano le sujetó por el pelo y le tiró la cabeza hacia atrás con un brusco movimiento. Apartó el pie del acelerador y el coche fue disminuyendo la velocidad hasta detenerse en mitad de la pista. Levantó el arma otro centímetro.
– ¿Adónde irá la muchacha? -preguntó la mujer y le tiró la cabeza hacia atrás todavía más para mirarlo a los ojos.
– ¿Qué muchacha? -alcanzó a decir Sergei mientras sentía el contacto del puñal debajo de la nuez.
– No juegues conmigo, viejo. La muchacha que llevaste al aeropuerto.
– No lo dijo. -Otro centímetro.
– ¿No lo dijo a pesar de que la has llevado a todas partes? ¿Adónde? -El filo comenzó a cortarle la piel.
Otro centímetro.
– Te daré una última oportunidad -gritó y esta vez el puñal abrió un tajo por donde comenzó a manarle la sangre por el cuello-. ¿Adónde va?
– No lo sé -replicó Sergei al tiempo que levantaba el arma, le apuntaba a la cabeza y apretaba el gatillo.
La bala atravesó el hombro de Krantz y la echó hacia atrás pero no le soltó el pelo. Sergei apretó el gatillo de nuevo, pero hubo un intervalo de un segundo entre los dos disparos. Tiempo suficiente para que ella le cortara la garganta de un solo tajo.
El último recuerdo de Sergei antes de morir fue la mirada de aquellos helados ojos grises.
Leapman no dormía cuando sonó su teléfono; claro que casi nunca dormía. Así y todo, solo había una persona capaz de llamarlo a esas horas. Cogió el teléfono.
– Buenos días, presidente -dijo como si estuviese en su despacho.
– Krantz ha localizado la pintura.
– ¿Dónde está? -preguntó Leapman.
– Estaba en Bucarest, pero ahora va camino de Heathrow.
A Leapman le hubiese gustado decirle: «Se lo avisé», pero se conformó con preguntar:
– ¿A qué hora llega el avión?
– Poco después de las cuatro, hora inglesa.
– Enviaré a alguien para recogerla.
– Que la envíen en el primer vuelo a Nueva York.
– ¿Qué se ha hecho de Petrescu? -quiso saber Leapman.
– No tengo idea, pero Krantz vigila en el aeropuerto. Así que no espere verla en el mismo vuelo.
Leapman escuchó el chasquido. Fenston nunca decía adiós. Se levantó para ir a coger la agenda, y buscó la P. Consultó su reloj y marcó el número del despacho.
– Ruth Parish.
– Buenos días, señora Parish. Soy Karl Leapman.
– Buenos días -respondió Ruth, con cautela.
– Hemos encontrado nuestra pintura.
– ¿Tienen el Van Gogh?
– No, todavía no, pero precisamente por eso la llamo.
– ¿En qué le puedo ayudar?
– La pintura está en la bodega de un avión procedente de Bucarest que aterrizará delante de la puerta de su casa alrededor de las cuatro de la tarde. -Hizo una pausa-. Solo asegúrese de que estará allí para recibirla.
– Allí estaré. Pero ¿cuál es el nombre que aparece en el manifiesto?
– ¿A quién le importa? La pintura es nuestra y está en su caja. Procure no extraviarla por segunda vez.
Leapman colgó antes de que ella pudiese protestar.
Ruth Parish y cuatro de sus empleados ya se encontraban en la pista cuando el vuelo 019 procedente de Bucarest aterrizó en Heathrow. En cuanto se recibió la autorización para la descarga, la pequeña caravana formada por un coche oficial de aduanas, el Range Rover de Ruth y una furgoneta blindada de Art Locations se puso en marcha y aparcó a veinte metros de las puertas de la bodega.
Si Ruth hubiese mirado hacia el aparato, quizá hubiese visto el rostro sonriente de Anna en una de las ventanillas de la parte de atrás del avión. Pero no lo hizo.
Se apeó del coche y fue a reunirse con el aduanero. Ya le había informado previamente que deseaba transferir una pintura de un vuelo que llegaba a otro que lo llevaría a su destino final. El aduanero la había escuchado aburrido, y se preguntó por qué había escogido a un funcionario de su rango para hacer algo rutinario, hasta que se le dijo, en confianza, el valor de la pintura. La junta de ascensos se reuniría dentro de tres semanas. Si cometía algún error en este sencillo trámite, ya podría olvidarse del nuevo galón de plata que le había prometido a su esposa que ella le cosería en la manga antes de acabar el mes. Por no hablar del aumento de salario.
En cuanto abrieron la bodega, ambos se acercaron, pero solo el aduanero se dirigió al jefe de los operarios.
– Hay a bordo una caja de madera roja -leyó la hoja-, de noventa por sesenta centímetros y unos quince de alto. Lleva estampado el sello de Art Locations a ambos lados, y el número cuarenta y siete escrito en las cuatro esquinas. Quiero que la descarguen antes que todo lo demás.
El jefe le transmitió la orden a dos de sus hombres que entraron en las profundidades de la bodega. Cuando salieron, Anna ya caminaba hacia el control de pasaportes.
– Es esa -dijo Ruth, al ver la caja roja que traían los dos hombres.
El aduanero asintió. Se adelantó un toro, el operario movió los controles, sacó la caja de la bodega y la bajó lentamente hasta el suelo. El funcionario leyó el manifiesto y verificó los sellos y los números.
– Todo parece estar en orden, señora Parish. Si tiene la bondad de firmar aquí…
Ruth firmó el formulario, pero no consiguió leer la firma en el manifiesto original. El aduanero no perdió de vista al toro mientras llevaba la caja hasta la furgoneta de Art Location, donde dos de los empleados de Ruth la cargaron.
– Tendré que acompañarlo hasta el avión en el que saldrá, señora Parish, para confirmar que el paquete ha sido cargado para su destino final. Hasta entonces no podré firmarle el certificado de salida.
– Por supuesto -respondió Ruth, que hacía este mismo trámite dos o tres veces cada día.
Anna llegó a la zona de equipajes en el momento en que la furgoneta blindada comenzaba el complicado recorrido desde la terminal tres a la terminal cuatro. El conductor aparcó junto al avión de United Airlines que era el siguiente en salir hacia Nueva York.
La furgoneta permaneció en la pista durante más de una hora antes de que abrieran la bodega. Para entonces Ruth sabía con pelos y señales la vida del aduanero, e incluso la escuela a la que enviaría a su tercer hijo si le daban el ascenso. Después Ruth presenció la operación inversa. Abrieron la puerta trasera del vehículo, colocaron la caja en el toro, la llevaron hasta la puerta de la bodega, la subieron y dos operarios la recogieron para llevársela a las entrañas del avión.
El aduanero firmó las tres copias de los documentos y se despidió de Ruth antes de regresar a su despacho. En circunstancias normales, Ruth también hubiese vuelto a su oficina, archivado los documentos, escuchado los mensajes, y después hubiese dado por concluida la jornada. Sin embargo, la situación distaba mucho de ser la habitual. Continuó sentada en el coche y esperó hasta que cargaron todo el equipaje de los pasajeros y cerraron las puertas de la bodega. Tampoco se movió mientras el avión se dirigía hacia la cabecera de la pista norte. Esperó hasta ver que las ruedas se despegaban de la pista antes de llamar a Leapman a Nueva York. El mensaje era claro y breve: «El paquete va de camino».
Jack estaba intrigado. Había visto a Anna en el vestíbulo de llegadas donde había cambiado unos cuantos dólares en Travelex y luego se había sumado a la larga cola en la parada de taxis. El taxi de Jack ya estaba aparcado al otro lado, con las maletas guardadas y el motor en marcha, esperando ver pasar el taxi de la joven.
– ¿Adónde vamos, jefe? -preguntó el taxista.
– No estoy seguro -admitió Jack-, pero apostaría que a la terminal de carga.
Lo lógico era que Anna se dirigiese directamente a la terminal para recoger la caja que el viejo había despachado en Bucarest.
Pero se equivocó. En vez de girar a la derecha, donde el gran indicador azul señalaba la salida de la terminal, el taxi de Anna dobló a la izquierda y continuó hacia el oeste por la M25.
– No va a la terminal de carga, jefe. ¿Por cuál apuesta ahora? ¿Gatwick?
– Entonces, ¿qué hay en la caja? -preguntó Jack.
– No tengo idea, señor.
– Soy un estúpido.
– No me arriesgaría a dar una opinión al respecto, señor, pero me ayudaría si supiese adónde vamos.
Jack se echó a reír.
– Creo que a Wentworth.
– Muy bien, jefe.
Jack intentó relajarse, pero cada vez que miraba por la ventanilla trasera hubiese jurado que otro taxi negro los seguía. Había una silueta borrosa en el asiento trasero. ¿Por qué continuaba persiguiendo a Anna, cuando la pintura se encontraba en la terminal de carga?
Cuando el taxista salió de la M25 y siguió por la carretera a Wenworth, el vehículo que Jack había creído que los seguía continuó en dirección a Gatwick.
– Después de todo, jefe, no es estúpido, porque parece que sí va a Wentworth.
– No seré estúpido, pero sí paranoico -reconoció Jack.
– Tendrá que decidirse, señor -añadió el conductor, cuando el taxi de Anna cruzó la entrada de Wentworth Hall y desapareció por el camino de coches de la finca-. ¿Quiere que la siga, jefe?
– No, pero necesito encontrar un hotel donde pasar la noche. ¿Sabe de alguno?
– Cuando se juega el torneo de golf llevo a muchos de mis clientes al Wentworth Arms. Seguramente tendrán una habitación en esta época del año.
– Pues vayamos a averiguarlo.
– Muy bien.
Jack se reclinó en el asiento y marcó un número en el móvil.
– Embajada de Estados Unidos.
– Con Tom Crasanti, por favor.
Krantz abrió los ojos; lo primero que sintió fue un dolor agudo en el hombro derecho. Consiguió levantar la cabeza de la almohada un par de centímetros mientras intentaba hacerse una idea de la pequeña habitación de paredes blancas sin ningún adorno y solo lo mínimo imprescindible: una cama, una mesa, una silla, una sábana, una manta y un orinal. No podía ser otra cosa que un hospital, pero no privado, porque el cuarto no tenía ventanas, ni flores, ni frutas, ni tarjetas de visitas y sí una puerta con barrotes.
Hizo un esfuerzo por recordar qué le había sucedido. Recordaba hasta el momento en que el taxista le apuntaba con un arma al corazón, y nada más. Apenas si había tenido tiempo de girarse -dos centímetros como mucho- antes de que la bala le atravesara el hombro. Nadie había conseguido antes acercarse tanto. La segunda bala se perdió en el aire, pero para entonces él le había dado un segundo de margen, tiempo más que suficiente para degollarlo. Tenía que ser un profesional, quizá un antiguo policía, posiblemente un soldado. Luego había perdido el conocimiento.
Jack alquiló una habitación por una noche en el Wentworth Arms, y reservó una mesa para cenar a las ocho. Después de ducharse y cambiarse, no pensaba más que disfrutar de un chuletón bien grande y jugoso.
No acababa de estar del todo tranquilo, por más que Anna se encontrase bien resguardada en Wentworth Hall: bien podía suceder que Pelopaja estuviese rondando por algún lugar cercano. Ya le había pedido a Tom que advirtiese a la policía local mientras él continuaba con su propia vigilancia.
Se sentó en la sala a disfrutar de una Guinnes y aprovechó para pensar en Anna. Mucho antes de que el reloj marcara las ocho, apareció Tom. Echó una ojeada en derredor y vio a su amigo junto a la chimenea. Jack se levantó para saludarlo y le pidió disculpas por hacerle venir hasta Wentworth cuando podía pasar la velada con Chloe y Hank.
– Mientras que en el bar sean capaces de preparar un Tom Collins decente, no me oirás quejarme -respondió Tom.
Crasanti le explicaba cómo Hank había conseguido una media centuria -fuera eso lo que fuese- cuando se acercó el jefe de comedor para tomar nota de lo que cenarían. Ambos pidieron chuletones, pero, como tejano, Tom reconoció que no se había acostumbrado a la versión inglesa que se parecía más a una chuleta de cordero.
– Les avisaré tan pronto como esté preparada la mesa -dijo el jefe de comedor.
– Muchas gracias -contestó Jack.
Tom se agachó para abrir el maletín. Sacó un grueso expediente y lo dejó sobre la mesa. La charla intrascendente no era su fuerte.
– Comencemos por las noticias importantes. -Tom abrió el expediente-. Hemos identificado a la mujer de las fotos que enviaste desde Tokio. -Jack dejó su copa en la mesa y se concentró en el contenido del expediente-. Se llama Olga Krantz, y tiene algo en común con la doctora Petrescu.
– ¿Qué?
– Que la agencia también la daba por desaparecida, presumiblemente muerta. Como puedes ver por el perfil -añadió Tom, y le pasó una hoja-, perdimos el contacto con ella en 1989, cuando dejó de pertenecer a la escolta personal de Ceausescu. Ahora estamos convencidos de que trabaja exclusivamente para Fenston.
– Eso es mucho suponer -opinó Jack.
Apareció un camarero con un Tom Collins y otra jarra de Guinnes.
– No si consideras los hechos lógicamente y después los sigues paso a paso. -Tom bebió un sorbo de su copa-. Vaya, no está mal. Ten presente que ella y Fenston trabajaron para Ceausescu en la misma época.
– Una coincidencia -señaló Jack-. No se sostendría ante un juez.
– Podría, cuando sepas cuál era su trabajo.
– Inténtalo.
– Era la responsable de eliminar a cualquiera que representase una amenaza para Ceausescu.
– Sigue siendo circunstancial.
– Hasta que descubras su método preferido para la eliminación.
– ¿Un cuchillo de cocina? -citó Jack, sin mirar la página que tenía delante.
– Efectivamente.
– Algo que, me temo, significa que hay otro eslabón irrefutable en tu razonamiento.
– ¿Cuál es? -preguntó Tom.
– Anna está en la cola para ser su siguiente víctima.
– No, afortunadamente es allí donde se interrumpe el razonamiento, porque Krantz fue detenida esta mañana en Bucarest.
– ¿Qué? -dijo Jack.
– La policía local.
– Resulta difícil de creer que consiguieran acercarse a un kilómetro de ella. Yo mismo la perdía incluso cuando sabía dónde estaba.
– La policía ha sido la primera en admitir que estaba inconsciente en el momento de la detención.
– Dame todos los detalles -le pidió Jack, impaciente.
– Al parecer, y los informes continuaban llegando cuando salí de la embajada, Krantz se vio involucrada en una pelea con un taxista, que tenía quinientos dólares en su poder. Al hombre lo habían degollado, y ella acabó con una bala en el hombro derecho. No sabemos qué provocó la pelea, pero como lo mataron momentos antes de que despegara tu vuelo, creímos que quizá tú podrías decirnos algo más.
– Krantz seguramente intentó averiguar en qué avión viajaría Anna después de quedar como una imbécil en Tokio, pero aquel hombre jamás se lo hubiese dicho. Protegía a Anna más como un padre que como un taxista, y los quinientos dólares no son más que un truco. Krantz no se molesta en matar a nadie por esa cantidad, y aquel era un conductor que nunca dejaba el taxímetro en marcha.
– Lo que tú digas. El caso es que Krantz está encerrada, y que con un poco de suerte pasará el resto de su vida en la cárcel, algo que podría ser bastante breve, a la vista de que según los informes la mitad de la población de Rumania daría lo que fuese por estrangularla. -Tom echó una ojeada a otra página-. En cuanto al taxista, aquí dice que era el coronel Sergei Slatinaru, un héroe de la resistencia. -Tom bebió un sorbo-. Por lo tanto, ya no hay motivos para que sigas preocupado por la seguridad de Petrescu.
Reapareció el camarero para acompañarlos al comedor.
– Al igual que la mayoría de los rumanos, no me relajaré hasta ver muerta a Krantz. Hasta entonces, continuaré preocupándome por Anna.
– ¿Anna? ¿Ya os tratáis por el nombre? -Tom se sentó a la mesa en el lado opuesto a Jack.
– Difícilmente, aunque quizá podríamos hacerlo. He pasado más noches con ella que con cualquiera de mis últimas amigas.
– Entonces quizá tendríamos que haber invitado a la doctora Petrescu a unirse a nosotros.
– Olvídalo -dijo Jack-. Estará cenando con lady Arabella en Wentworth Hall, mientras nosotros tenemos que conformarnos con el Wentworth Arms.
El camarero colocó un plato de sopa de puerros y patatas delante de Tom y le sirvió a Jack una ensalada César.
– ¿Has averiguado algo más sobre Anna?
– No mucho -respondió Tom-. Llamó al departamento de Policía de Nueva York desde el aeropuerto de Bucarest. Pidió que quitaran su nombre de la lista de desaparecidos. Les dijo que había estado en Rumania para visitar a su madre. También llamó a su tío a Danville, Illinois, y a lady Arabella Wentworth.
– Eso significa que su encuentro en Tokio acabó en un fracaso -manifestó Jack.
– Tendrás que explicármelo.
– Se reunió en Tokio con un magnate del acero llamado Nakamura, que posee una de las colecciones de pinturas impresionistas más importante del mundo, según me informó el conserje del Seiyo. -Jack hizo una pausa-. Es obvio que no consiguió venderle el Van Gogh, cosa que explicaría por qué envió la pintura de nuevo a Londres, e incluso permitió que la reenviasen a Nueva York.
– A mí no me parece una persona que se rinda fácilmente -señaló Tom. Sacó otra hoja del expediente-. Por cierto, también la busca la Happy Hire Company. Afirman que abandonó uno de sus coches en la frontera canadiense, sin el guardabarros delantero, los parachoques delantero y trasero, y con todos los faros destrozados.
– Eso no se puede considerar un delito grave.
– ¿Te has enamorado de la muchacha? -preguntó Tom.
Jack no respondió porque apareció el camarero.
– Dos chuletones, uno poco hecho, y el otro al punto.
– Para mí el poco hecho -dijo Tom.
El camarero sirvió los dos platos.
– Que aproveche.
– Otra expresión norteamericana que aparentemente hemos exportado -gruñó Tom.
Jack sonrió.
– ¿Habéis averiguado algo más de Leapman?
– Oh, sí. Sabemos muchas cosas del señor Leapman. -Puso otro expediente en la mesa-. Es ciudadano estadounidense de segunda generación y estudió derecho en Columbia. Como tú. -Tom sonrió-. Se licenció, trabajó en varios bancos, con una carrera siempre en ascenso, hasta que se enredó en un fraude con acciones. Su especialidad era vender bonos a unas viudas que no existían. -Hizo una pausa-. Las viudas existían, los bonos no. -Jack soltó una carcajada-. Cumplió dos años de cárcel en una institución correccional de Rochester en el norte del estado de Nueva York, y se le prohibió de por vida trabajar en un banco o cualquier otra entidad financiera.
– Si es la mano derecha de Fenston…
– Es posible que de Fenston, pero no del banco. El nombre de Leapman no aparece en los libros, ni siquiera como empleado de la limpieza. Paga impuestos por sus únicos ingresos conocidos, un talón mensual de una tía de México.
– Vamos… -comenzó Jack.
– Antes de que digas nada más, te aviso que mi departamento no dispone de los recursos financieros ni los medios para descubrir si la tía existe de verdad.
– ¿Alguna vinculación con Rumania? -preguntó Jack. Cortó un trozo de carne.
– Ninguna que nosotros sepamos. Salió del Bronx para ir a comprarse un traje en Brooks Brothers.
– Puede que Leapman aún resulte ser nuestra mejor pista -opinó Jack-. Si pudiésemos conseguir que se presentase como testigo…
– Olvídate. Desde que salió de la cárcel no ha cometido ni una infracción de tránsito, y sospecho que le tiene mucho más miedo a Fenston que a nosotros.
– Si Hoover aún estuviese vivo… -señaló Jack, con una sonrisa.
Ambos levantaron las copas en un brindis, antes de que Tom añadiera:
– ¿Cuándo regresarás a Estados Unidos? Solo lo pregunto porque quiero saber cuándo puedo volver a mi trabajo normal.
– Creo que mañana. Ahora que Krantz está a buen recaudo, debo volver a Nueva York. Macy querrá saber si he conseguido algo que pueda ligar a Krantz con Fenston.
– ¿Lo has conseguido?
Ninguno de los dos advirtió la presencia de dos hombres que hablaban con el jefe de comedor. No podía ser que estuviesen pidiendo una mesa, porque en ese caso hubiesen dejado las gabardinas en la entrada. Después de que el jefe de comedor respondiera a sus preguntas, cruzaron el comedor con paso decidido.
Tom guardaba los expedientes en el maletín cuando llegaron a la mesa.
– Buenas noches, caballeros -dijo el más alto de los dos-. Soy el sargento detective Frankham, y este es mi colega, el agente detective Ross. Lamento interrumpirles la cena, pero necesito hablar con usted, señor. -Tocó el hombro de Jack.
– ¿Por qué? ¿Qué he hecho? -Jack dejó los cubiertos en el plato-. ¿He aparcado en zona prohibida?
– Me temo que sea algo un poco más grave, señor -contestó el sargento detective-, y, por lo tanto, debo pedirle que me acompañe a comisaría.
– ¿Cuál es la acusación?
– Considero prudente, señor, que continuemos esta conversación en un lugar que no sea este restaurante tan concurrido.
– ¿Con qué autoridad…? -comenzó Tom.
– No creo que usted deba involucrarse, señor.
– Eso lo decidiré yo.
Tom sacó su placa del FBI de un bolsillo de la chaqueta. Se disponía a enseñarla, cuando Jack le tocó en el codo, y le rogó:
– No hagamos una escena. No es necesario que mezclemos a nadie más.
– Ni hablar, ¿qué se creen estos…?
– Tom, cálmate. No es nuestro país. Iré a la comisaría y aclararemos este asunto.
Tom se guardó la placa a regañadientes, y aunque no dijo nada, su expresión le dejó bien claro a los dos policías lo que sentía. Jack no había acabado de levantarse, cuando Frankham le sujetó el brazo y lo esposó.
– Eh, ¿es eso necesario? -protestó Tom.
– Tom, no te metas -dijo Jack, sin perder la calma.
Tom siguió a Jack fuera del comedor, mientras los demás comensales intentaban conversar y comer como si no estuviese pasando nada fuera de lo corriente.
Llegaron a la puerta principal.
– ¿Quieres que te acompañe a la comisaría? -preguntó Tom.
– No, quédate. No te preocupes, regresaré a tiempo para el café.
Dos mujeres miraban atentamente a Jack desde el otro lado del pasillo.
– ¿Es él, señora?
– Sí, es él -confirmó una de ellas.
Tina se apresuró a apagar la pantalla al escuchar que se abría la puerta. No se molestó en alzar la mirada, porque solo había una persona que nunca se molestaba en llamar antes de entrar en su despacho.
– Supongo que ya sabe que Petrescu regresa a Nueva York.
– Eso he oído -respondió Tina, sin dejar de teclear.
– Entonces también habrá oído -añadió Leapman, con las dos manos apoyadas en la mesa- que intentó robar el Van Gogh.
– ¿El que hay en el despacho del presidente? -preguntó Tina, con una expresión inocente.
– No se haga la tonta conmigo. ¿Cree que no sé que escucha todas las conversaciones telefónicas del presidente? -Tina dejó de escribir y lo miró-. Quizá sea el momento de informar al señor Fenston que debajo de su mesa tiene un interruptor que le permite espiarlo cada vez que tiene una reunión privada.
– ¿Me está amenazando, señor Leapman? -replicó Tina-. Porque si es así, quizá sea yo quien deba tener unas palabras con el presidente.
– ¿Qué podría usted decirle que a mí me pueda importar?
– Podría hablarle de las llamadas semanales que recibe de un tal señor Pickford, y entonces quizá sabremos quién se hace el tonto.
Leapman apartó las manos de la mesa y se irguió.
– Estoy segura de que al responsable de su libertad condicional -añadió Tina-, le interesará mucho saber que ha estado acosando al personal de un banco para el que no trabaja, donde no tiene despacho, ni recibe salario alguno.
Leapman dio un paso atrás.
– La próxima vez que venga a verme, señor Leapman, asegúrese de llamar, como cualquier otro visitante del banco.
Leapman dio otro paso atrás, titubeó, y luego se marchó sin decir palabra.
Tina temblaba tanto cuando se cerró la puerta que se aferró con todas sus fuerzas a los brazos de la silla.
El coche llegó a la comisaría. Después de que el sargento de guardia hubo registrado su entrada, los detectives acompañaron a Jack a una de las salas de interrogatorios en el sótano. Frankham lo invitó a sentarse. Era una experiencia desconocida para Jack. Ross se acomodó en un rincón.
Jack se preguntó cuál de los dos haría el papel del poli bueno.
Frankham tomó asiento, colocó un expediente sobre la mesa y sacó un formulario.
– ¿Nombre? -preguntó Frankham.
– Jack Fitzgerald Delaney.
– ¿Fecha de nacimiento?
– Veintidós de noviembre de 1963.
– ¿Ocupación?
– Investigador superior del FBI, destinado a la Oficina de Nueva York.
El sargento detective dejó caer el bolígrafo y miró a Jack.
– ¿Tiene alguna identificación?
Jack sacó la placa del FBI y la tarjeta de identidad.
– Gracias, señor -dijo Frankham, después de leerla-. ¿Puede esperar aquí un momento? -Se levantó y se volvió hacia su colega-. ¿Puedes ocuparte de que le sirvan un café al agente Delaney? Puede que esto tarde un poco. -Antes de salir de la habitación, añadió-: Asegúrese de que le devuelvan la corbata, el cinturón y los cordones de los zapatos.
Frankham acertó en el cálculo, porque pasó una hora antes de que se abriese la puerta para dar paso a un hombre mayor con el rostro curtido. Vestía un uniforme impecable, con un galón de plata en la manga, en la solapa, y en la gorra, que se quitó para dejar a la vista sus cabellos canosos. Se sentó en la silla que había ocupado Frankham.
– Buenas noches, señor Delaney. Me llamo Renton, superintendente jefe Renton, y ahora que hemos confirmado su identidad, quizá quiera responder a unas pocas preguntas.
– Si puedo… -dijo Jack.
– Estoy seguro de que puede -replicó Renton-. Lo que me interesa es si quiere.
Jack permaneció en silencio.
– Recibimos una queja de una fuente fiable de que usted, durante la semana pasada, ha estado siguiendo a una mujer sin que ella tuviese conocimiento previo. Eso es un delito en Inglaterra, de acuerdo con la ley de protección contra el acoso de 1997, algo que seguramente ya sabe. No obstante, tengo la seguridad de que hay una sencilla explicación para sus actos.
– La doctora Petrescu es parte de una investigación que mi departamento tiene en marcha desde hace algún tiempo.
– ¿Dicha investigación tiene algo que ver con la muerte de lady Victoria Wentworth?
– Así es.
– ¿La doctora Petrescu es sospechosa de haber cometido el asesinato?
– No -replicó Jack, con firmeza-. Todo lo contrario. En realidad, habíamos creído que ella podría ser la siguiente víctima.
– ¿Habían creído? -repitió el superintendente jefe.
– Sí. Afortunadamente, la asesina ha sido detenida en Bucarest.
– ¿No consideraron la posibilidad de compartir esta información con nosotros, a pesar de que seguramente sabían que estábamos investigando el asesinato?
– Lo siento mucho, señor. Es una información que recibí no hace más de un par de horas. Estoy seguro de que nuestra oficina en Londres tiene la intención de mantenerlo informado.
– El señor Tom Crasanti me ha puesto al corriente, pero sospecho que solo porque teníamos a su colega a buen recaudo. -Jack no hizo ningún comentario-. De todas maneras me ha asegurado -prosiguió Renton-, que usted se ocupará de comunicarnos cualquier novedad que pueda surgir en el futuro. -De nuevo, Jack mantuvo la boca cerrada. El superintendente se levantó-. Buenas noches, señor Delaney. He autorizado su libertad inmediata, y solo espero que tenga un feliz regreso a su casa.
– Gracia, señor -dijo Jack, mientras Renton se ponía la gorra y salía de la habitación.
Jack comprendía el enfado del superintendente. Después de todo, el Departamento de Policía de Nueva York, por no hablar de la CIA, pocas veces se molestaba en informar al FBI de sus operaciones. El sargento detective Frankham volvió al cabo de un par de minutos.
– Si quiere acompañarme, señor, tenemos un coche que lo espera para llevarlo a su hotel.
– Muchas gracias -respondió Jack. Siguió a Frankham escaleras arriba hasta la entrada.
El sargento de guardia agachó la cabeza cuando Jack salió de la comisaría. El agente del FBI le estrechó la mano a un muy avergonzado Frankham antes de subir al coche aparcado delante de la entrada. Tom lo esperaba en el asiento trasero.
– Otro caso de estudio que Quantico puede añadir a su currículo -comentó Tom-. Esta vez sobre cómo causar un incidente diplomático mientras se visita al mejor y más antiguo aliado.
– Seguramente he dado un nuevo significado a las palabras «relación especial» -manifestó Jack.
– Sin embargo, el condenado tiene una oportunidad para redimirse -dijo Tom.
– ¿Qué se te ha ocurrido esta vez? -preguntó Jack.
– Nos han invitado a desayunar mañana en Wentworth Hall con lady Arabella y la doctora Petrescu. Por cierto, ahora entiendo lo que decías respecto a Anna.