12 S

16

Durante la noche Anna logró dormitar algunos minutos y el resto del tiempo se dedicó a evaluar su futuro. Llegó a la conclusión de que más le valía regresar a Danville y abrir una galería dedicada a los artistas locales mientras sus posibles patrones pudieran ponerse en contacto con Fenston y conocer su versión de lo ocurrido. Tuvo la sensación de que su única posibilidad de supervivencia consistía en demostrar lo que Fenston tramaba realmente y llegó a la conclusión de que no podría conseguirlo sin la plena cooperación de Victoria, lo que tal vez incluía la destrucción de toda la documentación pertinente e incluso de su informe.

Anna se sorprendió de lo activa que se sentía cuando, pocos minutos después de las cuatro, Tina llamó a la puerta.

Se dio una ducha, volvió a lavarse la cabeza y se sintió casi humana.

Durante el desayuno de café solo y panecillos, Anna repasó con Tina el plan que había elaborado. Acordaron las reglas básicas por las que se regirían mientras la experta en arte estuviese fuera. Como ya no tenía tarjeta de crédito ni móvil, Anna quedó en que solo telefonearía a Tina a su casa y en que siempre lo haría desde una cabina, sin repetir jamás. Se identificaría con el nombre de «Vincent» y no mencionaría ningún otro. La llamada nunca duraría más de un minuto.

A las 4.52, Anna salió del apartamento; vestía tejano, camiseta azul, chaqueta de hilo y gorra de béisbol. Cuando esa mañana fría y oscura pisó la acera no supo con qué se encontraría. Poca gente caminaba por la calle y los que lo hacían agachaban la cabeza; sus rostros abatidos ponían de manifiesto el duelo que la ciudad vivía. Nadie miró dos veces a Anna, que avanzó decidida por la acera, arrastrando la maleta y con la bolsa del portátil colgada del hombro. Mirara hacia donde mirase solo veía una bruma gris y espesa que cubría la ciudad. La nube densa se había disipado pero, al igual que una enfermedad, se había propagado por otras zonas del cuerpo. Por alguna razón inexplicable, la doctora Petrescu había supuesto que al despertar ya no estaría pero, al igual que el invitado inoportuno que se presenta en una fiesta, probablemente sería la última en irse.

Pasó junto a un grupo de personas que hacían cola para donar sangre con la esperanza de que encontrasen más supervivientes. Ella misma era una superviviente, pero no quería que la encontraran.


A las seis en punto de la mañana, Fenston estaba sentado ante el escritorio de su nuevo despacho en Wall Street. Al fin y al cabo, en Londres ya eran las once. La primera llamada que realizó fue a Ruth Parish.

– ¿Dónde está mi Van Gogh? -preguntó sin siquiera tomarse la molestia de identificarse.

– Buenos días, señor Fenston -saludó Ruth, pero no obtuvo nada a cambio-. Estoy segura de que ha sido informado de que, debido a la tragedia que ayer se produjo, el avión que transportaba su cuadro tuvo que emprender el regreso.

– Bueno. ¿Dónde está mi Van Gogh? -repitió Fenston.

– Guardado en una de nuestras bóvedas de seguridad de la zona de aduanas restringida. Como es obvio, tendremos que volver a solicitar el certificado de aduanas y renovar la licencia de exportación, pero no es necesario hacerlo antes de que…

– Hágalo hoy mismo -ordenó Fenston.

– Esta mañana tengo que transportar cuatro Vermeer de…

– Vermeer me importa un bledo. Su única prioridad consiste en cerciorarse de que mi cuadro está embalado y a punto para ser recogido.

– Verá, el papeleo podría llevar varios días -puntualizó Ruth-. Estoy segura de que sabe que hay retrasos a causa de…

– Los retrasos también me importan un bledo -la interrumpió Fenston-. En cuanto las autoridades de aviación pongan fin a las restricciones enviaré a Karl Leapman a recoger el autorretrato.

– Mi equipo trabaja las veinticuatro horas a fin de sacar el trabajo adicional debido a…

– Solo se lo diré una vez -dijo Fenston-. Si el cuadro está a punto para ser cargado en el mismo momento en el que mi avión tome tierra en Heathrow, triplicaré… repito, triplicaré sus honorarios.

Fenston colgó, convencido de que la única palabra que la transportista recordaría sería «triplicaré». Se equivocaba. Ruth quedó desconcertada porque Fenston no había mencionado los ataques contra las Torres Gemelas ni aludido a Anna. Ruth se preguntó si la mujer había sobrevivido y, en ese caso, ¿por qué no era ella la que viajaba para recoger el cuadro?

Sin que el presidente lo supiera, por la extensión de su despacho Tina había oído hasta la última palabra de la conversación que Fenston había mantenido con Ruth Parish. Le habría gustado contactar con Anna para transmitirle rápidamente esa información, eventualidad que ninguna había tenido en cuenta. Tal vez Anna telefonease esa noche.

Tina desconectó la extensión telefónica, pero dejó encendida la pantalla sujeta a la esquina de su escritorio. Dicha pantalla le permitía ver todo y, lo que todavía era más importante, a todos los que estaban en contacto con el presidente, algo que Fenston tampoco sabía, sobre todo porque no lo había preguntado. A Fenston jamás se le habría ocurrido entrar en su despacho porque bastaba con pulsar un botón para llamarla. Si Leapman entraba en la oficina, como de costumbre sin llamar, Tina se apresuraba a apagar la pantalla.

Cuando alquiló la planta treinta y dos del edificio de Wall Street, Leapman no mostró el menor interés por el despacho de la secretaria. Su única preocupación consistió en instalar al presidente en el espacio más grande mientras él ocupaba el despacho de la otra punta del pasillo. Tina no había hecho el menor comentario sobre esos extras, aunque sabía que con el tiempo alguien descubriría que era posible oír y ver lo que hacía el presidente; puede que para entonces ya hubiera recogido la información que le permitiría asegurarse de que Fenston sufriría una suerte incluso más horrible que la que le había infligido.

En cuanto colgó después de hablar con Ruth Parish, Fenston pulsó el botón situado a un lado del escritorio. Tina cogió cuaderno y bolígrafo y se dirigió al despacho del presidente.

Sin dar tiempo a que Tina cerrase la puerta, Fenston dijo:

– Lo primero que tiene que hacer es averiguar con cuántos trabajadores sigo contando. Cerciórese de que sepan que estamos en otros despachos para que se presenten a trabajar sin dilaciones.

– He visto que el jefe de seguridad ha sido uno de los primeros en presentarse esta mañana -comentó Tina.

– Sí, tiene razón -replicó Fenston-. Ya ha confirmado que ordenó al personal que evacuara el edificio pocos minutos después de que el primer avión se estrellase contra la Torre Norte.

– Por lo que me han contado, predicó con el ejemplo -comentó Tina cáusticamente.

– ¿Quién se lo ha dicho? -inquirió Fenston furioso y levantó la cabeza.

Tina se arrepintió en el acto de lo que acababa de decir, se volvió rápidamente para salir y añadió:

– A mediodía tendrá la lista en su escritorio.

La muchacha dedicó el resto de la mañana a tratar de contactar con los cuarenta y tres empleados que trabajaban en la Torre Norte. A las doce había localizado a treinta y cuatro. Hizo una lista provisional con los nombres de los nueve que seguían desaparecidos y presuntamente estaban muertos y la dejó sobre el escritorio de Fenston antes de que el jefe saliera a comer.

Anna Petrescu ocupaba el sexto lugar de la lista.


A la misma hora en la que Tina dejó la lista en el escritorio de Fenston, Anna había logrado llegar al muelle 11 en taxi, autobús, a pie y en otro taxi. Allí encontró una larga cola que aguardaba pacientemente para embarcar en el transbordador a New Jersey. Ocupó su sitio al final de la fila, se puso las gafas de sol y bajó la visera de la gorra de béisbol hasta que casi le tapó los ojos. Permaneció con los brazos firmemente cruzados, el cuello de la chaqueta levantado y la cabeza inclinada, por lo que únicamente al individuo más insensible se le habría ocurrido darle charla.

La policía comprobaba la documentación de todos los que salían de Manhattan. Anna vio que llevaban a un aparte a un joven de pelo oscuro y de piel atezada. El pobre se mostró desconcertado cuando tres policías lo rodearon. Uno lo acribilló a preguntas y otro lo cacheó.

Transcurrió casi una hora hasta que por fin la espera concluyó. Se quitó la gorra de béisbol y dejó al descubierto su cabellera rubia y su piel cremosa.

– ¿Por qué va a New Jersey? -preguntó el policía mientras revisaba su documentación.

– Una amiga mía trabajaba en la Torre Norte y sigue desaparecida. -Anna dejó transcurrir unos segundos-. He decidido pasar el día con sus padres.

– Lo siento, señora -dijo el agente-. Espero que la encuentren.

– Muchas gracias -repuso Anna y se apresuró a arrastrar sus bártulos por la plancha y subir al transbordador.

Se sintió tan culpable por mentir que fue incapaz de mirar al policía a la cara. Se apoyó en la borda y clavó la mirada en la nube gris que todavía rodeaba el solar del World Trade Center y varias manzanas a uno y otro lado. Se preguntó cuántos días, semanas e incluso meses tendrían que transcurrir para que el espeso manto de humo se dispersara. ¿Qué harían finalmente con ese terreno desolado y cómo honrarían a los muertos? Alzó la mirada y contempló el cielo azul y despejado. Faltaba algo. Aunque solo se encontraban a unos pocos kilómetros de los aeropuertos Kennedy y La Guardia, en el cielo no había ni un solo avión, como si de repente hubieran emigrado a otra zona del mundo.

El viejo motor se puso en marcha y el transbordador se alejó lentamente del muelle en su corto recorrido por el Hudson hasta New Jersey.

El reloj de la torre del muelle dio la una. Ya había transcurrido la mitad de un día.


– Los primeros vuelos del aeropuerto Kennedy no despegarán hasta dentro de un par de días -dijo Tina.

– ¿Eso incluye los aviones privados? -quiso saber Fenston.

– No hay excepciones -aseguró Tina.

– A la familia real saudí le permiten salir mañana -terció Leapman, que permanecía de pie junto al presidente-. Por lo visto, son la única excepción.

– Mientras tanto intentaré apuntarlo en lo que la prensa describe como la lista de prioridades -apostilló Tina, que decidió eludir el comentario de que las autoridades portuarias no consideraban que su deseo de recoger un Van Gogh en Heathrow entrase en la categoría de emergencias.

– ¿Tenemos algún amigo en el aeropuerto Kennedy? -inquirió Fenston.

– Tenemos varios, pero de repente todos han adquirido un montón de parientes ricos -contestó Leapman.

– ¿Se les ocurre alguna otra posibilidad? -preguntó el presidente y miró a sus subalternos.

– Podría plantearse cruzar en coche la frontera de México o de Canadá y desde allí coger un vuelo comercial -propuso Tina, que sabía perfectamente que su jefe ni lo tendría en cuenta.

Fenston meneó la cabeza, se volvió hacia Leapman y añadió:

– Intente convertir a alguno de nuestros amigos en un pariente… en alguien que quiera algo. Siempre hay alguien dispuesto.

17

– Cogeré el coche que tengan -dijo Anna.

– De momento no tengo un solo vehículo disponible -admitió el joven de aspecto fatigado que se encontraba tras el mostrador de la Happy Hire Company, en cuya placa identificativa de plástico se leía el nombre de Hank-. No está previsto que me devuelvan un coche hasta mañana por la mañana -agregó y fue incapaz de cumplir el lema de la empresa, exhibido sobre el mostrador: «Nadie se va sin sonreír de Happy Hire». A Anna le resultó imposible disimular su desilusión-. ¿Se atreve a conducir una furgoneta? No es precisamente el último modelo, pero si está muy desesperada…

– La alquilaré -aseguró Anna, muy consciente de la larga cola que tenía detrás.

Llegó a la conclusión de que los demás clientes estaban deseosos de que la rechazase. Hank apoyó en el mostrador un formulario por triplicado y se dedicó a rellenar las casillas. Anna le entregó su carnet de conducir, que había guardado con el pasaporte, lo que permitió que el empleado rellenase más casillas.

– ¿Cuánto tiempo necesita el vehículo? -preguntó Hank.

– Un día, tal vez dos… lo dejaré en el aeropuerto de Toronto.

En cuanto terminó de rellenar casillas, Hank giró el formulario para que Anna firmase.

– Son sesenta dólares y tendrá que dejar doscientos de depósito. -Aunque frunció el ceño, Anna pagó los doscientos sesenta dólares-. También necesito su tarjeta de crédito.

Anna dejó otro billete de cien dólares encima del mostrador y se dio cuenta de que era la primera vez que intentaba sobornar a alguien.

Hank se guardó el dinero en el bolsillo, le entregó la llave del vehículo y dijo:

– Es la furgoneta blanca que está en el aparcamiento treinta y ocho.

En cuanto localizó el aparcamiento, Anna comprendió por qué la pequeña furgoneta blanca de dos asientos era el único vehículo disponible. Abrió la puerta trasera e introdujo la maleta y el ordenador portátil. Se dirigió a la parte delantera y se instaló en el asiento del conductor, cubierto de plástico. Miró el salpicadero. El cuentakilómetros marcaba 158.674 kilómetros y el velocímetro apuntaba a un máximo de ciento cincuenta kilómetros por hora, pero Anna tuvo sus dudas. Estaba claro que el vehículo se acercaba al final de su vida útil en alquiler y cabía la posibilidad de que seiscientos cincuenta kilómetros más lo rematasen. Incluso se preguntó si la furgoneta valía trescientos sesenta dólares.

Anna encendió el motor y, a modo de prueba, salió marcha atrás del aparcamiento. Por uno de los espejos laterales vio a un hombre que se apartó rápidamente. Había rodado menos de tres kilómetros cuando se dio cuenta de que el vehículo no tenía velocidad ni comodidad. Echó un vistazo al mapa de carretera que había dejado en el asiento del acompañante y buscó los indicadores de la autopista de peaje de Jersey y Del Water Gap. Aunque desde el desayuno no había probado bocado, llegó a la conclusión de que debía recorrer unos cuantos kilómetros antes de pensar en alimentarse.


– Jefe, tiene razón -dijo Joe-. No va a Danville.

– ¿Adónde se dirige?

– Al aeropuerto de Toronto.

– ¿En coche o en tren?

– En furgoneta -respondió Joe.

Jack intentó calcular cuántas horas duraría el viaje y dedujo que Petrescu llegaría a Toronto a última hora de la tarde siguiente.

– He colocado un GPS en el parachoques trasero de la furgoneta -informó Joe-, por lo que podremos rastrearla día y noche.

– Ocúpese de que un agente la espere en el aeropuerto.

– Ya lo he enviado y he dado instrucciones de que me diga a qué destino pretende volar.

– Volará a Londres -aseguró Jack.


A las tres de la tarde Tina había tachado cuatro nombres de la lista de personas desaparecidas. Tres habían ido a votar en las elecciones primarias a la alcaldía y la cuarta había perdido el tren.

Fenston estudió la lista mientras Leapman apoyaba el dedo en el único nombre que le interesaba. Fenston movió afirmativamente la cabeza cuando su mirada se posó en los apellidos que empezaban con pe y sonrió.

– Nos hemos librado de tener que hacerlo -se limitó a comentar Leapman.

– ¿Cuáles son las últimas noticias del aeropuerto Kennedy? -quiso saber Fenston.

– Mañana permitirán la salida de algunos vuelos de diplomáticos, urgencias hospitalarias y de varios políticos sometidos a investigación por el departamento de Estado. He logrado conseguir un hueco para el viernes por la mañana. -Hizo una pausa-. Alguien quería un coche nuevo.

– ¿Qué modelo?

– Un Ford Mustang.

– Yo no me habría conformado con menos de un Cadillac.


A las tres y media de la tarde, Anna llegó a las afueras de Scranton, pero decidió continuar un par de horas más. El tiempo era apacible y despejado y la autopista de tres carriles estaba atestada de coches que se dirigían al norte, la mayoría de los cuales la adelantaron. La experta en arte se relajó en cuanto a ambos lados de la carretera los árboles altos sustituyeron a los rascacielos. En la mayoría de las vías el límite de velocidad era de noventa kilómetros por hora, lo que se adaptaba a la perfección a su medio de transporte. De todos modos, tuvo que aferrar el volante con firmeza para impedir que la furgoneta se desviase al carril contiguo. Echó un vistazo al pequeño reloj del salpicadero, decidió que intentaría llegar a Buffalo a las siete y que tal vez entonces se tomaría un descanso.

Miró por el retrovisor y de repente se dio cuenta de lo que sienten los delincuentes que se dan a la fuga. No se podía usar la tarjeta de crédito ni el móvil y el sonido de una sirena lejana disparaba el ritmo cardíaco. Uno pasaba la vida desconfiando de los desconocidos, ya que cada pocos minutos se dedicaba a mirar por encima del hombro. Anna ansiaba volver a Nueva York, estar con sus amigos y realizar el trabajo que la apasionaba. En cierta ocasión su padre había dicho…

Dejó escapar una exclamación. ¿También su madre la daría por muerta? ¿Qué pensarían su tío George y el resto de la familia de Danville? ¿Podía correr el riesgo de telefonear? Caray, cuánto lamentó no saber pensar como los delincuentes.


Leapman se presentó en el despacho de Tina sin anunciarse. La muchacha apagó rápidamente la pantalla del costado del escritorio.

– ¿Anna Petrescu era amiga suya? -preguntó Leapman sin dar explicaciones.

– Claro, lo es -respondió Tina y levantó la cabeza.

– ¿Lo es? -repitió Leapman.

– Lo era -se corrigió Tina apresuradamente.

– ¿No ha tenido noticias de ella?

– De haberlas tenido, habría retirado su nombre de la lista de trabajadores desaparecidos, ¿no le parece?

– ¿Lo habría hecho? -insistió Leapman.

– Y a usted, ¿qué le parece? -inquirió Tina y lo miró a los ojos-. Espero que me avise si se pone en contacto con usted.

Leapman frunció el ceño y salió del despacho.


Anna abandonó la autopista y se dirigió a la entrada de un restaurante de aspecto penoso. Se alegró al ver que en el aparcamiento solo había dos vehículos y cuando entró en el edificio contó tres clientes sentados en la barra. Se dirigió a un reservado, se sentó de espaldas al mostrador, se bajó la gorra de béisbol y estudió la carta plastificada, grasienta y escrita por un solo lado. Pidió crema de tomate y pollo a la parrilla, el plato especial del chef.

Diez dólares y treinta minutos después regresó a la carretera. A pesar de que desde el desayuno solo había bebido café, al cabo de poco rato le entró sueño. Había recorrido quinientos kilómetros en poco más de ocho horas hasta que se detuvo a cenar y ahora le costaba mantener los ojos abiertos.

El llamativo letrero colgado a un lado de la carretera decía: «¿Está cansado? Pare y descanse». Volvió a bostezar. Más adelante avistó un camión de cuarenta toneladas que se desviaba hasta un área de descanso. Anna consultó el reloj del salpicadero: eran poco más de las once. Llevaba casi nueve horas al volante. Tomó la decisión de descansar un par de horas antes de abordar el resto del trayecto. Al fin y al cabo, después dormiría en el avión.

La doctora Petrescu siguió al camión articulado, llegó al área de descanso y condujo hasta el rincón más apartado. Aparcó detrás de un gran vehículo parado. Se apeó de un salto, se cercioró de que todas las portezuelas tenían el cerrojo echado y entró en la furgoneta por la puerta trasera. La alivió ver que por allí no había más vehículos. Intentó ponerse cómoda y como almohada utilizó la bolsa del ordenador portátil. Aunque no podría haber estado más incómoda, en cuestión de minutos se quedó dormida.


– Petrescu me sigue preocupando -admitió Leapman.

– ¿Por qué te preocupa una muerta? -quiso saber Fenston.

– Porque no estoy seguro de que lo esté.

– ¿Crees que ha sobrevivido? -inquirió Fenston y miró por la ventana la mortaja negra que se negaba a apartarse de la faz del World Trade Center.

– Nosotros sobrevivimos.

– Pero salimos antes del edificio.

– Tal vez ella también. Al fin y al cabo, le ordenaste que saliese de Fenston Finance en diez minutos.

– Barry piensa lo contrario.

– Barry sigue vivo -puntualizó Leapman.

– Incluso aunque hubiera escapado, Petrescu no podría hacer nada.

– Podría llegar a Londres antes que yo -advirtió Leapman.

– El cuadro está bajo siete llaves en Heathrow.

– La documentación que demuestra que eres el propietario estaba en tu caja fuerte de la Torre Norte y si Petrescu convenciera a…

– ¿A quién tiene que convencer? Victoria Wentworth está muerta y sería aconsejable que te acordases de que Petrescu está desaparecida y se la da por muerta.

– Pues ese hecho podría resultarle tan conveniente como lo es para nosotros.

– En ese caso, tendremos que ocuparnos de que no le resulte tan conveniente.

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