Jack salió del Wentworth Arms a las siete y media y se encontró con un Rolls-Royce aparcado delante de la entrada. El chófer le abrió la puerta de atrás en el momento en que lo vio.
– Buenos días, señor. Lady Arabella me ha pedido que le transmita su interés por conocerlo.
– Yo también -respondió Jack. Subió al coche.
– Estaremos allí en unos minutos -le aseguró el chófer mientras arrancaba.
Jack tuvo la impresión de que la mitad del viaje fue desde la verja de hierro forjado de la entrada hasta la casa. El chófer aparcó y se apresuró a bajar para abrirle la puerta. Jack se apeó del Rolls y lo primero que vio fue a un mayordomo en lo alto de la escalinata, que obviamente le esperaba.
– Buenos días, señor, bienvenido a Wentworth Hall. Si tiene la amabilidad de seguirme, lady Arabella le espera.
– «Una fuente fiable» -murmuró Jack; si el mayordomo lo escuchó, no hizo ningún comentario mientras llevaba al huésped hacia una sala.
– El señor Delaney, milady -anunció el mayordomo. Dos perros, que meneaban los rabos alegremente, salieron a su encuentro.
– Buenos días, señor Delaney -dijo Arabella-. Creo que le debemos una disculpa. Es evidente que no es usted un acosador.
Jack miró a Anna, que también parecía avergonzada, y luego se volvió hacia Tom que no dejaba de sonreír.
Andrews apareció en la puerta.
– El desayuno está servido, milady.
Un médico joven le cambiaba el vendaje cuando despertó por segunda vez.
– ¿Cuánto tiempo tardaré en estar recuperada del todo? -fue su primera pregunta.
El médico la miró sorprendido cuando escuchó su voz: el tono agudo no encajaba con la leyenda. Permaneció en silencio hasta que acabó de cortar un trozo de venda.
– Tres, cuatro días como máximo -respondió mientras la miraba-. Si yo estuviese en su lugar no tendría tanta prisa para que me diesen el alta, porque en el momento en que la firme, su próximo destino será Jilava, lugar que conoce muy bien de sus días al servicio del pasado régimen.
Krantz nunca olvidaría la terrible cárcel infestada de ratas que había visitado cada noche para interrogar a los últimos capturados antes de regresar a las comodidades de su lujosa casa en las afueras de la ciudad.
– Me han dicho que los presos esperan con ansia la oportunidad de verla de nuevo después de tanto tiempo -añadió el médico. Despegó el borde del vendaje-. Esto le dolerá -prometió, y de un tirón le arrancó el vendaje. Krantz ni parpadeó. No iba a darle esa satisfacción.
El médico limpió la herida con yodo antes de colocar una nueva gasa. Luego la vendó rápidamente y le puso el brazo derecho en el cabestrillo.
– ¿Cuántos guardias hay? -preguntó Krantz, como si fuese una información sin importancia.
– Seis, y todos van armados. Si piensa escapar, le aviso que tienen orden de disparar primero y rellenar los formularios más tarde. Incluso les he firmado un certificado de defunción en blanco.
Krantz no hizo más preguntas.
El médico se marchó. Krantz se dijo que si existía alguna posibilidad de escapar, tendría que ser mientras estuviese en el hospital. Nadie había conseguido fugarse de la cárcel de Jilava. Ni siquiera Ceausescu.
Tardó otras ocho horas en confirmar que siempre había seis guardias, que hacían turnos de ocho horas. El primer grupo entraba a las seis, el segundo a las dos, y el turno de noche a las diez.
Durante una larga noche de insomnio, Krantz descubrió que la media docena del turno de noche consideraba que les había tocado la china. Uno de ellos era un vago que se pasaba la mitad del turno durmiendo. Otro se escabullía para ir a fumar un cigarrillo en el rellano de la escalera de incendio; estaba prohibido fumar en el hospital. El tercero era un tenorio que se imaginaba estar en este mundo para satisfacer a las mujeres y no dejaba de incordiar a las enfermeras. El cuarto pasaba las horas quejándose de la paga, y de cómo su esposa se les arreglaba para dejarlo sin un céntimo antes de que llegara el final de la semana. Krantz tenía claro que ella le solucionaría el problema si le daban una oportunidad. Los dos restantes eran mayores, y la recordaban muy bien de los años pasados, y ambos estaban más que dispuestos a pegarle un tiro con solo que se atreviera a levantar la cabeza de la almohada.
Pero incluso ellos tenían una hora para ir a comer.
Jack disfrutó de un desayuno de huevos fritos, beicon, riñones salteados, setas y tomates, seguido por tostadas, mermelada y café.
– Debe de estar hambriento después de tanto padecer -comentó Arabella.
– Si no hubiese sido por Tom, quizá tendría que haberme conformado con las raciones de la cárcel.
– Creo que soy yo la culpable -comentó Anna-. Porque fui yo quien lo acusó -añadió con una sonrisa.
– No es verdad -dijo Tom-. Tiene que agradecerle a Arabella que detuviesen a Jack, y también a ella por hacer que lo soltaran.
– No, no puedo aceptar todo el mérito -manifestó Arabella, que acariciaba a uno de los perros sentados a ambos lados de su silla-. Admito que fui yo quien hizo que lo arrestasen, pero fue su embajador quien consiguió sacarlo de…, ¿cómo dicen en los bajos fondos?, de la trena.
– Hay una cosa que sigo sin entender a pesar de que Tom nos lo ha explicado con todo lujo de detalles -señaló Anna-. ¿Por qué me siguió hasta Wentworth cuando ya se había convencido de que la pintura no estaba en mi poder?
– Porque creí que la mujer que asesinó a su conductor la seguiría a Londres.
– ¿Donde tenía la intención de asesinarme? -preguntó Anna en voz baja. Jack se limitó a asentir-. Gracias a Dios que nunca lo supe -añadió la joven. Apartó el plato.
– Pero ya la habían arrestado por asesinar a Sergei -puntualizó Arabella.
– Así es -admitió Jack-. Sin embargo, no lo supe hasta que anoche me encontré con Tom.
– ¿Así que el FBI me vigilaba? -le preguntó Anna a Jack, que untaba mantequilla en una tostada.
– Desde hacía tiempo -respondió Jack-. Hubo un momento en el que incluso llegamos a plantearnos si no sería la asesina contratada.
– ¿Cómo pudieron llegar a planteárselo?
– Una experta en arte sería una buena tapadera para alguien que trabajase para Fenston, sobre todo si también era una atleta y además nacida en Rumania.
– ¿Durante cuánto tiempo me han estado investigando?
– Durante dos meses -reconoció Jack. Bebió un sorbo de café-. La verdad es que estábamos a punto de cerrar su expediente cuando robó el Van Gogh.
– No lo robé -negó Anna vivamente.
– Ella lo recuperó en mi nombre -declaró Arabella-, y lo que es más, con mi bendición.
– ¿Todavía espera que Fenston acepte vender la pintura para que usted pueda liquidar la deuda? Si lo hiciera, sería algo insólito.
– No -se apresuró a responder Arabella-. Eso es lo último que deseo.
Jack la miró, intrigado.
– Al menos hasta que la policía aclare el misterio de quién mató a su hermana -precisó Anna.
– Todos sabemos quién asesinó a mi hermana -manifestó Arabella con un tono cortante-, y si alguna vez ella se cruza en mi camino, me sentiré muy feliz de volarle los sesos. -Los perros irguieron las orejas.
– Saberlo no es lo mismo que probarlo -dijo Jack.
– Así que Fenston se librará de la acusación de asesinato -dijo Anna.
– No será la primera vez -admitió Jack-. El FBI lo investiga desde hace tiempo. Hay cuatro -hizo una pausa-, ahora cinco asesinatos en diferentes partes del mundo que llevan la marca de Krantz, pero nunca hemos podido relacionarla directamente con Fenston.
– Krantz asesinó a Victoria y Sergei -dijo Anna.
– Sin la más mínima duda -confirmó Jack.
– Además el coronel Sergei Slatinaru era el comandante de su padre, y su amigo -recordó Tom.
– Haré lo que sea por ayudar -prometió Anna, con lágrimas en los ojos-. Cualquier cosa.
– Puede que tengamos una pequeña oportunidad -añadió Tom-, aunque no hay ninguna seguridad de que nos conduzca a alguna parte. Cuando llevaron a Krantz al hospital para sacarle la bala del hombro, la única cosa que llevaba, aparte del cuchillo y algo de dinero, era una llave.
– ¿Que seguramente abre alguna cerradura en Rumania? -sugirió Anna.
– No lo creemos -dijo Jack, en cuanto acabó de comerse una seta-. Tiene estampada una leyenda: NYRC. No es mucho, pero si conseguimos encontrar qué abre, puede que vincule a Krantz con Fenston.
– ¿Quiere que me quede en Inglaterra mientras continúa su investigación? -preguntó Anna.
– No. Necesito que regrese a Nueva York, que todos sepan que está sana y salva. Me interesa que actúe con toda normalidad, incluso que busque un trabajo. No hay que darle a Fenston ningún motivo para que sospeche.
– ¿Mantengo el contacto con mis antiguos colegas en su despacho? Lo pregunto porque la secretaria de Fenston, Tina, es una de mis mejores amigas.
– ¿Está bien segura de eso? -replicó Jack. Dejó los cubiertos.
– ¿Adónde quiere ir a parar? -preguntó Anna.
– ¿Cómo explica el hecho de que Fenston siempre supiese exactamente dónde estaba usted, si Tina no se lo decía?
– No puedo, pero sé que detesta a Fenston tanto como yo.
– ¿Puede probarlo?
– No necesito pruebas -afirmó Anna rotundamente.
– Yo sí -dijo Jack, con voz calma.
– Tenga cuidado, Jack, porque si se equivoca, entonces la vida de Tina también correrá peligro.
– Si es así, razón de más para que usted regrese a Nueva York e intente ponerse en contacto con ella lo antes posible -opinó Tom, en un intento por relajar la tensión.
Jack asintió.
– Tengo reservado un pasaje para el vuelo de esta tarde -dijo Anna.
– Yo también -manifestó Jack-. ¿Heathrow?
– No, Stansted.
– Pues en ese caso, alguno de los dos tendrá que cambiar de vuelo -indicó Tom.
– A mí no me mire. No estoy dispuesto a que me detengan una segunda vez por acoso.
– Antes de que tome una decisión respecto a si cambiaré el vuelo -señaló Anna-, necesito saber si todavía estoy siendo investigada. Porque si lo estoy, entonces podrá continuar vigilándome.
– No -respondió Jack-. Cerré su expediente hace unos días.
– ¿Qué lo convenció para que lo hiciera? -preguntó Anna.
– Cuando asesinaron a la hermana de Arabella, usted tenía el mejor de los testigos para confirmar su coartada.
– ¿Quién era, si puedo preguntarlo?
– Yo. Dado que la seguía por Central Park, no podía encontrarse en Inglaterra.
– ¿Usted corre por Central Park?
– Todas las mañanas, y los domingos alrededor del Reservoir.
– Yo también. Todos los días.
– Lo sé -dijo Jack-. La adelanté varias veces durante las últimas seis semanas.
Anna lo miró fijamente.
– El hombre de la camiseta verde esmeralda. No lo hace mal. -Usted tampoco se…
– Lamento interrumpir este encuentro entre dos aficionados a correr por Central Park -manifestó Tom, mientras se levantaba-, pero debo ir a mi despacho. Tengo una pila de expedientes del 11-S sobre la mesa que todavía no he abierto. Gracias por el desayuno -le dijo a Arabella-. Siento mucho que el embajador tuviese que despertarla a una hora tan intempestiva.
– Eso me recuerda -dijo Arabella, y se levantó-, que debo escribir varias cartas muy amables para darle las gracias al embajador y disculparme con la policía de Surrey.
– ¿Qué pasa conmigo? -protestó Jack-. Tengo la intención de demandar a la propiedad Wentworth, a la policía de Surrey y al Ministerio del Interior, con Tom como testigo.
– Ni lo sueñes -afirmó Tom-. No me interesa en lo más mínimo tener a Arabella como enemiga.
– En ese caso -dijo Jack, con una sonrisa-, tendré que conformarme con que me lleven hasta el Wentworth Arms.
– Hecho -manifestó Tom.
– Ahora que sé que estaré segura si voy a Heathrow con usted, ¿dónde nos encontraremos? -preguntó Anna.
– No se preocupe -respondió Jack-. Yo la encontraré.
Leapman fue al aeropuerto Kennedy a recoger la pintura una hora antes de la llegada del avión. Eso no impidió que Fenston lo llamase cada diez minutos durante el viaje de ida, que se convirtieron en cinco en el momento en que la limusina hacía el viaje de regreso a Wall Street con el cajón rojo guardado en el maletero.
Fenston se paseaba por su despacho como una fiera enjaulada, cuando Leapman se bajó delante del edificio, y ya esperaba en el pasillo cuando Barry y el chófer salieron del ascensor.
– Abridlo -ordenó Fenston, mucho antes de que dejaran el cajón apoyado contra la pared del despacho. Barry y el chófer abrieron las abrazaderas especiales y luego comenzaron a quitar los clavos, mientras Fenston, Leapman y Tina los miraban. Retiraron la tapa y las protecciones en las esquinas que mantenían el cuadro en posición; Leapman se encargó de sacarlo con mucho cuidado y lo dejó apoyado en la mesa del presidente. Fenston se acercó rápidamente y comenzó a arrancar la tela plástica que lo envolvía, ansioso por ver aquello por lo que había estado dispuesto a matar.
Dio un paso atrás y soltó una exclamación ahogada.
Los demás esperaron en silencio a que diera su opinión. Las palabras salieron de su boca como un torrente.
– Es mucho más impresionante de lo que había esperado -declaró-. Los colores absolutamente vivos, y las pinceladas tan osadas… Una verdadera obra maestra.
Leapman decidió no hacer ningún comentario.
– Ya he escogido el lugar donde colgaré mi Van Gogh -añadió Fenston.
Miró la pared detrás de la mesa donde colgaba una enorme foto de George W. Bush que le estrechaba la mano durante la visita a la Zona Cero.
Anna esperaba con impaciencia emprender el viaje de regreso a Estados Unidos porque, entre otras cosas, representaba una oportunidad para conocer mejor a Jack durante las siete horas del vuelo. Incluso esperaba que él le respondiese unas cuantas preguntas más. ¿Cómo había descubierto la dirección de su madre? ¿Por qué sospechaba aún de Tina? ¿Había alguna prueba de que Fenston y Krantz se conocieran?
Jack la esperaba junto a la puerta de embarque. Anna tardó un poco en sentirse cómoda con un hombre que la había seguido durante los últimos nueve días y la había investigado durante ocho semanas, pero cuando subieron juntos la escalerilla del avión, Jack sabía que ella era seguidora de los Knicks y le gustaban los espaguetis y Dustin Hoffman, mientras que Anna se enteró de que él también era seguidor de los Knicks, que su artista moderno preferido era Fernando Botero y que nada superaba al estofado irlandés de su madre.
Anna se preguntó si le gustaban las mujeres gordas cuando él apoyó la cabeza en su hombro. Como ella había sido la causa de que Jack no hubiese dormido mucho la noche pasada, consideró que no estaba en condiciones de protestar. Le apartó la cabeza suavemente para no despertarlo. Preparaba una lista de las cosas que debería hacer en Nueva York, cuando Jack reclinó la cabeza de nuevo en su hombro. Anna desistió de apartarlo e intentó conciliar el sueño. Había leído una vez que la cabeza pesaba una séptima parte del peso del cuerpo; ahora no necesitaba ninguna prueba más para creerlo.
Se despertó una hora antes del aterrizaje. Jack continuaba durmiendo, pero ahora le había pasado un brazo por los hombros. Se incorporó somnolienta y aceptó la taza de té que le ofrecía la azafata.
– ¿Qué tal ha dormido? -preguntó Jack, que se despertó al notar el movimiento.
– Bien.
– ¿Qué es lo primero que hará, ahora que ha resucitado milagrosamente de entre los muertos?
– Llamaré a mi familia y a los amigos para hacerles saber lo viva que estoy, y después averiguaré si alguien está dispuesto a darme un empleo. ¿Qué hará usted?
– Hablaré con mi jefe para decirle que no he averiguado nada que nos permita detener a Fenston, y él me responderá con una de sus dos frases favoritas. «Apuesta fuerte, Jack», o «Ve a por todas».
– Eso no es justo -opinó Anna-, a la vista de que Krantz está entre rejas.
– No gracias a mí -señaló Jack-. Luego tendré que enfrentarme a una bronca mucho peor que la de mi jefe cuando intente explicarle a mi madre por qué no la llamé desde Londres para disculparme por no aparecer justo la noche que prepara estofado. No, la única posibilidad de redención es descubrir a qué corresponden las iniciales NYRC. -Jack acercó una mano a un bolsillo de la chaqueta-. Después de salir del Wentworth Arms, fui con Tom a la embajada, y gracias a la tecnología moderna, me facilitó una copia exacta de la llave, a pesar de que el original aún está en Rumania. -Sacó la copia del bolsillo y se la dio a Anna.
La joven miró la llave por los dos lados.
– NRYC 13. ¿Alguna idea? -preguntó.
– Solo las más obvias -contestó Jack.
– New York Racing Club, New York Rowing Club, ¿alguna más?
– New York Racket Club, pero si se le ocurren más, hágamelo saber, porque pienso dedicar el fin de semana a comprobar si corresponde a alguna de esas. Necesito obtener algún resultado positivo antes de enfrentarme a mi jefe el lunes.
– Quizá podría aminorar un poco la velocidad de su carrera matinal para informarme si ha conseguido descubrirlo.
– Yo esperaba poder decírselo esta noche mientras cenábamos.
– No puedo. Lo siento, Jack. Me encantaría, pero he quedado para cenar con Tina.
– ¿Sí? Vaya con cuidado.
– ¿Le parece bien a las seis de la mañana? -preguntó Anna, sin hacer caso de la advertencia.
– Eso significa que tendré que poner el despertador a las seis y media, si vamos a encontrarnos en mitad del recorrido.
– A esa hora ya habré salido de la ducha.
– Lamentaré perdérmelo -dijo Jack.
– Por cierto, ¿podría hacerme un favor?
Leapman entró en el despacho del presidente sin llamar.
– ¿Has visto esto? -preguntó al tiempo que dejaba sobre la mesa un ejemplar del New York Times y apoyaba el dedo en un artículo de la sección de internacional.
Fenston leyó el titular: la policía rumana detiene a una asesina, y luego dos veces la breve noticia.
– Averigua cuánto quiere el jefe de policía.
– Puede que no sea tan sencillo -señaló Leapman.
– Siempre es sencillo. -Fenston miró a su subordinado-. Lo difícil es ponerse de acuerdo en la cantidad.
Leapman frunció el entrecejo.
– Hay otro tema que deberías tener en cuenta.
– ¿Cuál?
– El Van Gogh. Después de lo que pasó con el Monet, tendrías que asegurar la pintura.
– Nunca aseguro mis pinturas. No quiero que Hacienda descubra cuánto vale mi colección, y en cualquier caso, no volverá a ocurrir.
– Ya ha ocurrido -manifestó Leapman.
Fenston torció el gesto y permaneció callado durante unos segundos.
– De acuerdo, pero solo el Van Gogh. Hazlo con el Lloyd's de Londres, y asegúrate de que el valor contable sea inferior a veinte millones.
– ¿Por qué una cantidad tan baja? -preguntó Leapman.
– Porque no me interesa en absoluto que valoren el Van Gogh en cien millones cuando aún espero poder hacerme con el resto de la colección Wentworth.
Leapman asintió y fue hacia la puerta.
– Una cosa más -dijo Fenston que miró de nuevo el artículo-. ¿Todavía tienes la segunda llave?
– Sí. ¿Por qué?
– Porque cuando ella se fugue, tendrás que hacer otro depósito.
Leapman sonrió. Una rareza que incluso Fenston advirtió.
Krantz se orinó en la cama, y después le explicó al médico que tenía problemas de incontinencia. Él le autorizó poder ir al baño periódicamente, pero solo acompañada por un mínimo de dos guardias.
Estas salidas hasta el lavabo le permitieron observar la disposición de la planta: una recepción al final del pasillo atendida por una única enfermera; una farmacia que solo se abría en presencia de un médico; un armario de ropa blanca; tres habitaciones individuales, un lavabo y, al otro extremo del pasillo, una sala de dieciséis camas, junto a una salida de incendios.
Pero las salidas también le servían para otro propósito mucho más importante, y ciertamente no era algo que el joven médico hubiese tenido ocasión de aprender en sus libros de texto ni en sus rondas.
Una vez en el interior del lavabo que carecía de ventana, Krantz se sentó en el inodoro, se metió dos dedos en el recto y sacó lentamente un condón. Abrió el grifo, lo lavó, desató el nudo y sacó un rollo de billetes de veinte dólares. Cogió dos billetes, los ocultó en el cabestrillo y luego repitió el procedimiento a la inversa.
Tiró de la cadena y la escoltaron de nuevo a su habitación. Durmió el resto del día. Necesitaba estar bien despierta durante el turno de noche.
Jack miraba a través de la ventanilla del taxi.
El manto gris del 11-S todavía flotaba sobre Manhattan, pero los neoyorquinos ya no miraban hacia las alturas con expresión incrédula. El terrorismo era otra cosa que la ciudad más frenética del mundo había aprendido a aceptar.
Jack pensó en el favor que le había prometido a Anna. Marcó el número que ella le había dado. Sam atendió la llamada. Jack le comunicó que Anna se encontraba sana y salva, que había ido a visitar a su madre en Rumania, y que la vería esa noche. Se dijo que era una buena manera de empezar el día hacer que alguien se sintiera bien, algo que no ocurriría con su segunda llamada. Llamó a su jefe para informarle que estaba de regreso en Nueva York. Macy le dijo que Krantz se encontraba en un hospital de Bucarest para ser sometida a una intervención quirúrgica en el hombro, y que media docena de policías la vigilaban las veinticuatro horas.
– Me sentiré más tranquilo cuando la tengan entre rejas -manifestó Jack.
– Me han dicho que tienes cierta experiencia en el tema -dijo Macy.
Jack iba a responderle, cuando Macy añadió:
– ¿Por qué no te tomas libre el resto de la semana? Te lo has ganado.
– Hoy es sábado -le recordó Jack.
– Entonces nos veremos a primera hora del lunes.
Jack le envió un mensaje de texto a Anna. «Dice Sam que vuelve a casa. ¿Es su único otro hombre en su vida?». Esperó un par de minutos, pero no recibió respuesta. Llamó a su madre.
– ¿Vendrás a cenar esta noche? -le preguntó ella secamente. Jack casi olía la carne que se estofaba en la cocina.
– ¿Crees que me lo perdería, mamá?
– Lo hiciste la semana pasada.
– Ah, sí. Iba a llamarte, pero salió algo.
– ¿Traerás a ese algo esta noche? -Jack vaciló, un error imperdonable-. ¿Es una buena chica católica? -añadió su madre.
– No, mamá. Es divorciada, tres ex maridos, dos de ellos muertos en circunstancias sospechosas. Tiene cinco hijos, no todos de los tres maridos, pero te alegrará saber que solo cuatro de los chicos son drogadictos; el otro está en la cárcel.
– ¿Tiene un trabajo fijo?
– Claro que sí, mamá. Dinero contante y sonante. Atiende a la mayoría de sus clientes los fines de semana, pero me asegura que siempre se puede tomar una hora libre para saborear un plato de estofado irlandés.
– ¿Qué hace en realidad?
– Es ladrona de cuadros. Se especializa en obras de Van Gogh y Picasso. Gana una fortuna en cada faena.
– Eso habla mucho a su favor. No como la última que era una especialista en gastar tu dinero.
– Adiós, mamá. Te veré esta noche.
Acabó la llamada, y vio que tenía un mensaje de Anna, que utilizaba su identificación para Jack.
«Haga funcionar el cerebro, Sombra. Sé la R obvia. Es muy lento para mí.»
– Condenada mujer -exclamó Jack. Llamó a Tom en Londres, pero le respondió el contestador automático: «Tom Crasanti. No estoy pero no tardaré en volver. Por favor deje su mensaje».
Jack no lo hizo. El taxi aparcó delante de la puerta de su edificio de apartamentos.
– Son treinta y dos dólares.
Jack le dio cuatro billetes de diez. No pidió el cambio y no le dieron las gracias.
Las cosas habían vuelto a la normalidad en Nueva York.
Los hombres del turno de noche se presentaron puntualmente a las diez. Los seis nuevos guardias se pasearon por el pasillo durante las dos primeras horas para dar testimonio de su presencia. Cada pocos minutos, uno de ellos abría la puerta de la habitación, encendía la solitaria bombilla que colgaba del techo sobre la cama y comprobaba que ella estaba «presente», antes de apagar la luz y cerrar la puerta. Pasadas las dos horas, las visitas se hacían cada media hora.
A las cuatro y cinco de la mañana, cuando dos de los guardias se fueron a comer, Krantz apretó el timbre que tenía junto a la cama. Aparecieron dos guardias: el rezongón con problemas de dinero y el fumador en cadena. Ambos la acompañaron hasta el baño, bien sujeta por los codos. Cuando ella entró, uno se quedó en el pasillo y el otro montó guardia delante de la puerta del cubículo. Krantz sacó otros dos billetes del condón y tiró de la cadena. El guardia le abrió la puerta. Ella le sonrió al tiempo que le deslizaba los billetes en la mano. El hombre les echó un vistazo, y se apresuró a guardárselos en el bolsillo, antes de que su compañero se diese cuenta. Ambos la escoltaron de regreso a la habitación y la encerraron.
Veinte minutos más tarde, regresaron los dos guardias que habían ido a cenar. Uno de ellos abrió la puerta, encendió la luz y, como ella era tan delgada, tuvo que acercarse a la cama para asegurarse de que se encontraba allí. Acabado el ritual, salió al pasillo, cerró la puerta, y fue a jugar una partida de backgammon con su colega.
Krantz llegó a la conclusión de que la única oportunidad para fugarse la tendría entre las cuatro y las cuatro y veinte, mientras los dos guardias veteranos iban a cenar; el tenorio, el fumador y el dormilón estarían ocupados, y su involuntario cómplice se mostraría encantado de acompañarla al baño.
Jack aún tenía que ducharse cuando comenzó a buscar en la guía de teléfonos de Nueva York las entidades cuyos nombres podían corresponder a las iniciales NYRC. Aparte de las tres que había mencionado antes, fue incapaz de dar con la «obvia» de Anna. Encendió el ordenador portátil y escribió «new york racquet club», en el buscador. En la pantalla apareció una muy resumida historia de la institución, juntos con varias fotografías de un soberbio edificio en Park Avenue y una foto del actual presidente, Darius T. Mablethorpe III. Jack no dudó de que la única manera de cruzar la puerta principal era si aparentaba ser un socio. No podía avergonzar al FBI.
Deshizo la maleta, se duchó, y luego escogió un traje oscuro, una camisa azul y la corbata de Columbia como el atuendo más adecuado para la ocasión. Salió del apartamento y tomó un taxi para ir al 370 de Park Avenue. Ya en el lugar, dedicó unos minutos a contemplar el edificio. Admiró la magnífica casona de estilo Renacentista que le recordó los palazzos, tan populares entre los italianos de Nueva York de principios de siglo. Subió la escalinata hasta la puerta de cristal donde aparecían las iniciales NYRC.
El portero saludó a Jack con un «Buenas tardes, señor», y le abrió la puerta, como si fuese un socio de toda la vida. Entró en un elegante vestíbulo con las paredes cubiertas de grandes retratos de los antiguos presidentes todos convenientemente vestidos con pantalón largo blanco y americana azul, y la paleta en una mano. Jack miró las amplias escaleras curvas donde había más retratos de presidentes todavía más antiguos; solo la paleta parecía no haber cambiado. Se acercó a la recepción.
– ¿En qué puedo ayudarlo, señor? -le preguntó el joven recepcionista.
– No estoy muy seguro de que pueda -señaló Jack.
– Inténtelo.
Jack sacó la réplica de la llave y la dejó sobre el mostrador.
– ¿Alguna vez ha visto una de estas?
El joven recogió la llave, le dio la vuelta, y miró las iniciales durante unos segundos antes de responder:
– No, señor. Podría ser la llave de una taquilla, pero no de las nuestras. -Se volvió para coger una pesada llave de bronce del tablero que tenía detrás. La llave tenía escrito el nombre de uno de los socios, y las iniciales «NYRC» en rojo.
– ¿Alguna idea? -preguntó Jack, que intentó ocultar cualquier tono de desesperación.
– No, señor. A menos que lo hubiese sido antes de estar yo aquí. Solo llevo aquí once años, pero quizá Abe pueda ayudarlo. Ya trabajaba aquí cuando la mayoría jugaba a la paleta y no al tenis.
– Los caballeros solo jugaban a la paleta -afirmó un hombre mayor que salió de un despacho para unirse a su colega-. ¿Qué es en lo que quizá pueda ayudarlo?
– Una llave -contestó el joven-. El caballero desea saber si alguna vez has visto una de estas -añadió y le dio la llave a Abe.
– Desde luego no es una de las nuestras -dijo Abe en el acto-, y nunca lo ha sido, pero sí sé a qué corresponde la «R», -añadió con un tono de triunfo-, porque tuvo que haber sido, sí, hará unos veinte años atrás, cuando Dinkins era el alcalde. -Hizo una pausa y miró a Jack-. Vino un joven que a duras penas hablaba una palabra de inglés y preguntó si este era el Club Rumano.
– Por supuesto -murmuró Jack-. Soy un idiota.
– Recuerdo la desilusión que se llevó -prosiguió Abe, sin hacer caso de la autocrítica de Jack-, al descubrir que la «R» correspondía a «Racquet». Como no podía leer inglés, tuve que buscarle la dirección en la guía. La única razón para que recuerde todo esto después de tanto tiempo es porque el club estaba en Lincoln. -Recalcó el nombre de la calle, y miró a Jack, que decidió no volver a interrumpirlo-. Llevo su nombre, ¿no? -Jack le sonrió y Abe le devolvió la sonrisa-. Creo que estaba en Queens, pero no recuerdo exactamente dónde.
Jack se guardó la llave en el bolsillo, le dio las gracias a Abe y se marchó antes de darle la oportunidad de compartir más recuerdos.
Tina mecanografiaba el discurso. Él ni siquiera le había dado las gracias por venir a trabajar un sábado.
«Los banqueros deben estar siempre dispuestos a establecer unas normas que superen con mucho los requerimientos legales.»
La New York Banker's Association había invitado a Fenston para que pronunciara el discurso de la cena anual que se celebraría en el Sherry Netherland.
Fenston se había mostrado sorprendido y encantado con la invitación, aunque llevaba algún tiempo intrigando para conseguirlo.
La decisión del comité no había sido unánime.
Fenston deseaba causar una buena impresión en sus colegas de la fraternidad financiera, y ya había redactado varios borradores.
«Debemos conseguir que los clientes siempre puedan confiar en nuestros juicios, en la seguridad de que actuaremos en su mejor interés, más que en el nuestro.»
Tina comenzó a preguntarse si lo que escribía no sería un guión para una serie de banqueros, donde Fenston aspiraba a ser el personaje central. ¿Cuál sería el papel que le correspondería a Leapman en esta fábula moral? ¿Cuántos episodios sobreviviría Victoria Wentworth?
«Debemos, en todo momento, considerarnos como guardianes de los fondos de nuestros clientes -sobre todo si poseen un Van Gogh, deseó añadir Tina- sin descuidar nunca sus aspiraciones comerciales.»
Tina pensó en Anna mientras continuaba copiando la desfachatada homilía de Fenston. Había hablado con ella por teléfono aquella misma mañana antes de acudir al despacho. Anna deseaba hablarle del nuevo hombre en su vida, a quien había conocido en las más curiosas circunstancias. Habían acordado en encontrarse para cenar, porque Tina también tenía algo que quería compartir.
«Nunca olvidemos que si cualquiera de nosotros incumple con las normas, todos los demás sufriremos las consecuencias.»
Pasó a la siguiente página, con la duda de cuánto tiempo más duraría como secretaria privada de Fenston. Desde que había echado a Leapman de su despacho, no habían vuelto a dirigirse la palabra. ¿Haría que la echasen cuando le faltaba muy poco para reunir las pruebas que enviarían a Fenston a una habitación mucho más pequeña en una institución mucho más grande para el resto de sus días?
«Por último deseo manifestar que mi único propósito en la vida ha sido siempre el de servir y retribuir a la comunidad que me ha permitido compartir el sueño americano.»
Este era un documento que Tina no se molestaría en guardar una copia.
Se encendió una luz en el teléfono de Tina y se apresuró a atender a la llamada.
– ¿Sí, señor presidente?
– ¿Ha terminado de copiar mi discurso?
– Sí, señor presidente -repitió Tina.
– Un buen discurso, ¿no?
– Notable -respondió Tina.
Jack llamó a un taxi y le dijo al taxista que lo llevara a Lincoln Street, en Queens. El hombre dejó el taxímetro en marcha mientras buscaba la calle en una guía deshojada. Habían recorrido casi la mitad del trayecto al aeropuerto cuando el taxi lo dejó en la esquina de Lincoln y Harris. Miró a un lado y otro de la calle, consciente de que el traje que había escogido con tanto cuidado para ir a Park Avenue resultaba un tanto incongruente en Queens. Entró en la bodega que había en la esquina.
– Busco el Club Rumano -le dijo a la mujer mayor detrás del mostrador.
– Cerró hace años -respondió la mujer-. Ahora es una casa de huéspedes. -Lo miró de arriba abajo-. Pero no creo que quiera alojarse allí.
– ¿Sabe usted cuál es el número?
– No, pero está a la izquierda, al otro lado de la calle.
Jack le dio las gracias, salió del local y cruzó la carretera. Comenzó a caminar y ya empezaba a dudar si lo encontraría, cuando vio un cartel descolorido que decía: Se alquilan habitaciones. Se detuvo delante de la escalera para mirar la entrada. Encima de la puerta había una leyenda apenas legible: NYRC, fundado en 1919.
Bajó los escalones y abrió la puerta. Entró en un lóbrego y sucio vestíbulo que apestaba a humo de tabaco rancio. Había un pequeño mostrador cubierto de polvo, y detrás, casi oculto de la vista, Jack atisbó a un viejo envuelto en una nube de humo que leía el New York Post.
– Quiero alquilar una habitación por una noche -dijo Jack, que procuró dar la impresión de que era verdad.
El viejo entrecerró los párpados mientras miraba a Jack con una expresión incrédula. ¿Tendría a una mujer esperando fuera?
– Serán siete dólares -respondió-. Por adelantado.
– También necesito algún lugar para guardar las cosas de valor.
– Eso le costará otro dólar, por adelantado -repitió el viejo, sin quitarse el cigarrillo de los labios.
Jack le entregó ocho dólares, y a cambio recibió una llave.
– Habitación número tres, en el segundo piso. Las cajas de seguridad están al final del pasillo. -El viejo le dio una segunda llave. Después reanudó la lectura del periódico.
Jack caminó lentamente por el pasillo hasta llegar donde estaban las cajas de seguridad atornilladas a la pared. A pesar de su antigüedad, parecían sólidas y difíciles de forzar, si es que alguien hubiese considerado que valía la pena hacer el esfuerzo. Abrió su caja y miró en el interior. Medía unos veinte centímetros de ancho, y aproximadamente unos sesenta de profundidad. Jack miró hacia el mostrador. El conserje había conseguido pasar página, pero el cigarrillo continuaba colgando de los labios.
Avanzó un poco más, sacó la copia de la llave, y después de echar otra ojeada al mostrador, abrió la caja número trece. Miró dentro e intentó mantener la calma, aunque el corazón le latía desbocado. Sacó un billete de la caja y se lo guardó en la cartera. Luego cerró la caja y devolvió la llave al bolsillo.
El viejo leía la página de hípica cuando Jack salió a la calle.
Tuvo que caminar once calles antes de encontrar un taxi libre, pero no llamó a Dick Macy hasta llegar a su casa. Entró en el apartamento, corrió a la cocina y dejó el billete de cien dólares en la mesa. Recordó las medidas de la caja antes de calcular cuántos billetes de cien dólares podía haber dentro. Para facilitarse la tarea, marcó un rectángulo en la mesa y apiló varios libros de quinientas páginas. Por fin, consideró que había llegado la hora de llamar a Macy.
– Creía haberte dicho que te tomaras el fin de semana libre -manifestó Macy.
– He encontrado la caja que abre la llave NYRC 13.
– ¿Qué había adentro?
– No estoy muy seguro -replicó Jack-, pero diría que dos millones de dólares.
– Tu permiso queda cancelado -dijo Macy.