25 S

50

Krantz llegó a la esquina, y se tranquilizó al ver lo concurrida que estaba la calle. Caminó otros cien metros antes de detenerse delante de un pequeño hotel. Miró a un lado y otro, segura de que nadie la seguía.

Entró en el hotel y con paso decidido pasó por delante de la recepción, sin hacer caso del conserje que hablaba con un turista aparentemente neoyorquino por el acento. Mantuvo la mirada fija en las cajas de seguridad colocadas en la pared junto a la recepción. Esperó a que los tres recepcionistas estuviesen ocupados antes de moverse.

Miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie más tenía la misma intención. Satisfecha, se movió rápidamente, al tiempo que sacaba una llave del bolsillo. Metió la llave en la cerradura de la caja 19, la hizo girar y abrió la puerta. Todo estaba como lo había dejado. Sacó todo el dinero y dos pasaportes, y se los guardó en el bolsillo. Después cerró la puerta, y salió del hotel sin haber hablado con nadie.

En la calle Herzen cogió un taxi, algo que no podría haber hecho cuando los comunistas le enseñaban su oficio. Le indicó al taxista que la llevara a un banco en Cheryomuski, se reclinó en el asiento y pensó en el coronel Sergei Slatinaru; pero solo por un instante. Lo único que lamentaba era no haberle cortado la oreja izquierda. Le hubiese gustado enviarle a Petrescu un pequeño recuerdo de su visita a Rumania. Así y todo, lo que le tenía reservado a Petrescu compensaría con creces la desilusión.

Ahora mismo lo más importante era salir de Rusia. Había sido fácil escapar de aquellos aficionados en Bucarest, pero le costaría mucho más encontrar una ruta segura a Inglaterra. Las islas siempre representaban un problema; había muchos menos inconvenientes en cruzar las montañas que el agua. Había llegado a la capital rusa a primera hora de la mañana, extenuada porque había tenido que mantenerse constantemente en movimiento desde que había escapado del hospital.

La sirena había sonado cuando ella había llegado a la autopista. Al escucharla, volvió la cabeza por un momento y vio el edificio y la zona alrededor iluminada por los potentes focos. Un camionero que le había hecho el amor dos veces, y que no merecía morir, la sacó del país. Necesitó un tren y un avión, y otros trescientos dólares para llegar a Moscú diecisiete horas más tarde. Fue de inmediato al hotel Isla, sin la intención de pasar la noche. Solo le interesaba el contenido de la caja de seguridad donde guardaba los dos pasaportes y un par de miles de rublos.

Había pensado en hacer unos cuantos trabajos mientras esperaba en Moscú que se tranquilizaran las cosas y poder regresar a Estados Unidos. El coste de la vida era muchísimo más barato allí que en Nueva York, y eso incluía el coste de la muerte. Cinco mil dólares por una esposa, diez mil por un esposo. Aún quedaba un largo camino hasta llegar a la igualdad de sexos en Rusia. Por un coronel de la KGB se pagaban cincuenta mil, y Krantz podía pedir sin problemas unos cien mil por un jefe mafioso. Claro que si Fenston le había transferido los dos millones de dólares, las esposas y los esposos tendrían que esperar su regreso. Ahora que en Rusia regía la economía de mercado, incluso podía ofrecer sus servicios a alguno de los nuevos oligarcas.

No tenía ninguna duda de que cualquiera de ellos podría hacer buen uso de los tres millones de dólares guardados en una caja de seguridad en Queens, y entonces ya no necesitaría hacer el viaje.

El taxi se detuvo delante de la discreta entrada de un banco que se enorgullecía de tener pocos clientes. En la cornisa de mármol blanco aparecían talladas las letras G y Z. Krantz pagó la carrera, se apeó del taxi y esperó a que se perdiera de vista antes de entrar en el edificio.

El Banco de Ginebra y Zurich era una entidad especializada en atender a las necesidades de la nueva generación de rusos, que se habían reinventado a ellos mismos después de la caída del comunismo. Los políticos, los jefes mañosos (empresarios), los futbolistas y los cantantes eran moco de pavo comparados con las superestrellas: los oligarcas. Si bien todos conocían sus nombres, formaban una clase que se podía permitir el anonimato de un número cuando se trataba de averiguar los detalles de sus fortunas.

Krantz se acercó al anticuado mostrador de madera. No había colas, ni rejas, solo unos hombres elegantemente vestidos con trajes grises, camisas blancas y sobrias corbatas de seda que esperaban servir. Ninguno de ellos hubiese desentonado en Ginebra o Zurich.

– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó el empleado que Krantz había elegido. El hombre intentó deducir en qué categoría encasillarla: esposa de un jefe mafioso o hija de un oligarca. No tenía aspecto de ser una cantante pop.

– Cuenta uno cero siete dos cero nueve cinco nueve.

El empleado escribió el número en el ordenador, y cuando el extracto de la cuenta apareció en la pantalla mostró un mayor interés.

– ¿Me permite su pasaporte?

Krantz le entregó uno de los pasaportes que había sacado de la caja en el hotel Isla.

– ¿Cuánto hay en mi cuenta?

– ¿Cuánto debería haber?

– Algo más de dos millones de dólares.

– ¿Qué cantidad desea retirar?

– Diez mil en dólares, y diez mil en rublos.

El empleado sacó una bandeja de debajo del mostrador y comenzó a contar el dinero.

– Hace tiempo que no registramos movimientos en esta cuenta -comentó después de mirar de nuevo la pantalla.

– No, pero los habrá ahora que he regresado a Moscú -respondió Krantz, sin ofrecer más detalles.

– Entonces espero tener la oportunidad de atenderla de nuevo, señora. -Le entregó dos billeteros de plástico con el dinero, sin que se viera en ningún momento de dónde había salido, y desde luego sin ningún papeleo que testimoniara que se hubiese efectuado una transacción.

Krantz recogió los billeteros, se los guardó en un bolsillo y salió lentamente del banco. Llamó al tercer taxi disponible.

– Al Kalstern -dijo, y subió al coche para ocuparse del segundo paso de su plan.

Fenston había cumplido con su parte del trato. Ahora le tocaba a ella hacer la suya si quería cobrar los otros dos millones de dólares. Por un momento había pensado en embolsarse los dos millones y no tomarse la molestia de viajar a Inglaterra, pero lo había descartado rápidamente porque Fenston aún mantenía sus contactos con el KGB, y ellos estarían encantados de matarla por una cantidad mucho menor.

El taxi tardó diez minutos en llegar a su destino. Krantz le dio cuatrocientos rublos al chófer y no esperó a que le dieran el cambio. Se apeó del taxi y se unió a un grupo de turistas reunidos delante de un escaparate, con la ilusión de comprar algún recuerdo que les sirviese para demostrar a familiares y amigos que habían visitado a los malvados comunistas. El centro del escaparate lo ocupaba el artículo más popular: el uniforme de general de cuatro estrellas con todos los accesorios: la gorra, el cinto, la pistolera y tres hileras de condecoraciones. No tenía la etiqueta del precio, pero Krantz sabía que se vendían por unos veinte dólares. Junto al de general había otro de almirante por quince dólares, y detrás uno de coronel del KGB, por diez. Aunque Krantz no tenía ningún interés en dar testimonio de que había estado en Moscú, la persona que conseguía uniformes de generales, almirantes y coroneles sin duda podría facilitarle el artículo que necesitaba.

Entró en la tienda y se le acercó una joven empleada.

– ¿En qué puedo servirla?

– Quiero hablar con su jefe por un asunto privado -respondió Krantz.

La joven titubeó, pero Krantz se limitó a mirarla hasta que ella acabó por decir «Sígame», y la llevó hasta la parte de atrás del local, donde llamó a una puerta antes de abrirla.

Detrás de una mesa que ocupaba la mayor parte del pequeño despacho, y donde se amontonaban papeles, paquetes de cigarrillos vacíos y un bocadillo de salchichón a medio comer, estaba sentado un hombre obeso vestido con un traje marrón. Llevaba una camisa roja con el cuello abierto que parecía necesitar un lavado urgente. La calva y el descomunal bigote hacían difícil calcular su edad, pero no había ninguna duda de que era el propietario.

El hombre colocó las dos manos sobre la mesa y la miró con una expresión aburrida. Le sonrió, pero Krantz solo se fijó en la doble papada. Un tipo duro a la hora de negociar.

– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó, con un tono que reflejaba la duda de que ella valiese el esfuerzo.

Krantz le dijo exactamente lo que quería. El gordo la miró asombrado y después se echó a reír.

– Eso no le saldrá barato, y podría llevar bastante tiempo.

– Necesito el uniforme para esta tarde.

– Eso no es posible.-El dueño se encogió de hombros.

Krantz sacó un fajo del bolsillo, cogió un billete de cien dólares y lo dejó en la mesa.

– Esta tarde -repitió.

El hombre enarcó las cejas, sin apartar la mirada del rostro de Benjamín Franklin.

– Es posible que tenga un contacto. Krantz añadió otros cien. -Sí, creo que conozco a la persona ideal. -También necesitaré su pasaporte. -Imposible.

Esta vez otros doscientos dólares se sumaron a los gemelos Franklin.

– Posible, pero no fácil. Krantz añadió doscientos.

– Pero estoy seguro de que se podría solucionar por un precio justo -comentó el hombre que miró a su visitante con las manos cruzadas sobre la barriga.

– Mil si todo lo que necesito está disponible para la tarde.

– Haré lo que pueda.

– No lo dudo -afirmó Krantz-, porque le descontaré cien dólares por cada quince minutos que pasen de -consultó su reloj- de las dos.

El dueño abrió la boca dispuesto a protestar, pero lo pensó mejor.

51

El taxi de Anna se detuvo delante de las puertas de Wentworth Hall, y la joven se sorprendió al ver que Arabella la esperaba en lo alto de la escalera, con una escopeta debajo del brazo derecho y con Brunswick y Picton a su lado. El mayordomo le abrió la puerta del taxi mientras su señora y los dos labradores bajaban la escalera para saludarla.

– Es un placer verte -afirmó Arabella, y la besó en ambas mejillas-. Llegas a tiempo para el té.

Anna acarició a los perros y siguió a Arabella al interior de la casa. Un criado se encargó de sacar su maleta del taxi. Cuando entró en el vestíbulo, hizo una pausa para mirar una a una las pinturas que adornaban la habitación.

– Sí, es muy agradable tener a la familia a tu alrededor -comentó Arabella-, aunque quizá este podría ser su último fin de semana en el campo.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Anna, aprensiva.

– Los abogados de Fenston me enviaron una carta en mano esta mañana para recordarme que si no pago la totalidad del préstamo de su cliente mañana al mediodía, debo prepararme para decirles adiós a todos ellos.

– ¿Piensa vender toda la colección? -preguntó Anna.

– Aparentemente ese es su propósito -respondió Arabella.

– Pues no tiene mucho sentido. Si Fenston saca al mercado toda la colección al mismo tiempo, ni siquiera conseguirá cobrar la totalidad de la deuda.

– Lo conseguirá, si después pone a la venta la finca.

– No sería…-comenzó Anna.

– Claro que lo hará -la interrumpió Arabella-. Por lo tanto, solo nos queda esperar que el señor Nakamura continúe enamorado de Van Gogh, porque sinceramente es mi última esperanza.

– ¿Dónde está la obra maestra? -preguntó Anna, que siguió a Arabella al salón.

– En el dormitorio Van Gogh, donde ha residido durante los últimos cien años -Arabella hizo una pausa- excepto para una excursión de un día a Heathrow.

Arabella se sentó en su butaca favorita junto al fuego, con un perro a cada lado. Anna recorrió la sala que albergaba la colección italiana, reunida por el cuarto conde.

– Si también mis queridos italianos se vieran forzados a realizar un inesperado viaje a Nueva York -comentó Arabella-, no creo que vayan a protestar. Después de todo, es algo que está dentro de la tradición norteamericana.

Anna se echó a reír mientras pasaba de Tiziano a Veronés y a Caravaggio.

– Había olvidado lo magnífico que era Caravaggio -dijo Anna, que admiraba Las bodas de Canaan.

– Creo que estás más interesada en los italianos muertos que en los irlandeses vivos -señaló Arabella.

– Si Caravaggio estuviese vivo, sería Jack quien lo perseguiría, no yo.

– ¿A qué te refieres?

– Asesinó a un hombre en una pelea de borrachos. Fue un prófugo de la justicia durante los últimos años de su vida. Pero cada vez que llegaba a una nueva ciudad, los alguaciles hacían la vista gorda mientras continuara pintando magníficos cuadros de la Virgen y el Niño.

– Anna, eres una invitada insoportable. Ven aquí y siéntate. -Una doncella entró en la sala con una bandeja de plata con el té y la dejó en una mesa junto a la chimenea-. ¿Qué prefieres? ¿Indio o chino?

Antes de que Anna pudiese responder, apareció el mayordomo.

– Milady -dijo Andrews-, hay un caballero en la puerta que trae un paquete. Le dije que lo llevara a la entrada de servicio, pero afirmó que no puede entregarlo si no firma usted el recibo.

– Una especie de Viola moderna -comentó Arabella-. Tendré que ir a ver qué trae ese terco mensajero. Quizá incluso le arroje un anillo por las molestias.

– Estoy segura de que la bella Olivia sabrá cómo tratarlo -manifestó Anna.

Arabella le agradeció el cumplido con una leve inclinación, y salió con Andrews.

Anna contemplaba el Perseo y Andrómeda de Tintoretto cuando reapareció Arabella; su alegre sonrisa había sido reemplazada por una expresión grave.

– ¿Hay algún problema? -le preguntó la joven.

– El terco me ha devuelto el anillo -contestó Arabella-. Ven a verlo por ti misma.

Anna la siguió al vestíbulo, donde Andrews y un criado quitaban el envoltorio de una caja roja que ella hubiera deseado no volver a ver nunca más.

– La han tenido que enviar desde Nueva York -opinó Arabella, que leyó la etiqueta pegada a la caja-. Probablemente en el mismo vuelo que el tuyo.

– Por lo visto me sigue.

– Es el efecto que causas en los hombres -replicó Arabella.

Ambas miraron cómo Andrew quitaba el plástico para dejar a la vista una tela que Anna había visto por última vez en el estudio de Antón.

– Lo único bueno de todo esto -dijo Anna- es que ahora podremos ponerle el marco original a la obra maestra.

– Pero ¿qué haremos con este? -preguntó Arabella, que señaló con un gesto la falsificación. El mayordomo tosió discretamente-. ¿Tiene alguna sugerencia, Andrews? Si es así, queremos escucharla.

– No, milady -contestó Andrews-, pero creo que le interesará saber que su otro invitado llega en estos momentos.

– Ese hombre tiene evidentemente el don de la oportunidad -manifestó Arabella, que se apresuró a mirarse en el espejo para ver el peinado-. Andrews, ¿está preparada la habitación Wellington para el señor Nakamura?

– Sí, milady. La doctora Petrescu dispondrá de la habitación Van Gogh.

– Muy apropiado -le dijo Arabella a Anna-, que pase su última noche contigo.

Anna se tranquilizó al ver que Arabella se había rehecho rápidamente, y tuvo el presentimiento de que sería una digna rival de Nakamura.

El mayordomo abrió la puerta principal y bajó los escalones a un paso que le permitió llegar al camino en el mismo momento en que se detenía el Toyota Lexus. Andrews abrió la puerta de la limusina. El señor Nakamura se bajó con un pequeño paquete en la mano.

– Los japoneses siempre se presentan con un regalo -susurró Anna-, pero bajo ninguna circunstancia debes abrirlo en su presencia.

– Me parece muy bien -dijo Arabella-, pero no tengo nada para él.

– Tampoco lo espera. Lo has invitado a tu casa, y ese es el mejor cumplido que le puedes ofrecer a un japonés.

– Eso me tranquiliza -afirmó Arabella en el momento en que el señor Nakamura aparecía en la puerta.

– Lady Arabella, es para mí un gran honor ser un invitado en su magnífica casa -declaró Nakamura, con una profunda reverencia.

– Es usted quien honra mi casa, señor Nakamura -respondió Arabella.

El japonés se inclinó todavía más, y cuando se irguió se encontró cara a cara con el retrato de Wellington pintado por Lawrence.

– Qué apropiado. ¿El gran hombre no cenó en Wentworth Hall la noche antes de zarpar para Waterloo?

– Así es, y dormirá usted en la misma cama que el Duque de Hierro en aquella histórica ocasión.

Nakamura se volvió hacia Anna y la saludó con una inclinación.

– Es un placer volver a verla, doctora Petrescu. -Lo mismo digo, Nakamura San. Espero que haya tenido un buen viaje.

– Sí, muchas gracias. Incluso, por una vez, llegamos puntuales -contestó Nakamura, que no se movió mientras su mirada pasaba de obra en obra-. Tenga la bondad de corregirme si me equivoco, Anna. Es obvio que la sala está dedicada a la escuela inglesa. ¿Gainsborough? -preguntó, mientras admiraba un retrato de cuerpo entero de Catherine, lady Wentworth. Anna asintió, antes de que Nakamura añadiera-: Landseer, Morland, Romney, Stubbs, y… me he quedado perplejo. ¿Es la expresión correcta?

– Desde luego que sí -confirmó Arabella-, aunque nuestros primos norteamericanos ni siquiera tienen una remota idea de su significado. Es Lely quien lo ha dejado perplejo.

– Ah, sir Peter, y qué hermosa mujer -hizo una pausa-, un rasgo de familia -dijo Nakamura, que se volvió para mirar a su anfitriona.

– Veo, señor Nakamura, que la zalamería es un rasgo de su familia -replicó Arabella con una sonrisa. Nakamura se echó a reír.

– Con el riesgo de que me regañen una segunda vez, lady Arabella, si las habitaciones son iguales a esta, quizá resulte necesario que cancele mi reunión con los aburridos de Corus Steel. -Nakamura continuó mirando los cuadros-. Wheadey, Lawrence, West y Wilkie -dijo, antes de que su mirada acabara en el retrato apoyado en la pared. Guardó silencio durante un par de minutos-. Excelente -opinó-. La obra de una mano inspirada, pero no la mano de Van Gogh.

– ¿Cómo puede estar tan seguro, Nakamura San? -preguntó Anna.

– Porque está vendada la oreja que no es.

– Pero todo el mundo sabe que Van Gogh se cortó la oreja izquierda -le recordó Anna.

– Usted sabe muy bien -afirmó Nakamura, con un tono divertido-, que Van Gogh pintó el original mientras se miraba a un espejo, razón por la que el vendaje acabó en la oreja que no era.

– Espero que alguien me explique todo esto más tarde -dijo Arabella, mientras llevaba a sus invitados a la sala.

52

Krantz regresó a la tienda a las dos de la tarde, pero no vio al dueño por ninguna parte. «Llegará en cualquier momento», le dijo la empleada, sin convicción.

El momento resultó ser media hora, y para entonces también la empleada había desaparecido. Cuando el dueño hizo acto de presencia, Krantz se alegró al ver que traía una bolsa muy abultada. Sin decir palabra, Krantz lo siguió al despacho. El hombre esperó a cerrar la puerta para sonreír.

Dejó la bolsa sobre la mesa. Hizo una pausa y después sacó de la bolsa el uniforme rojo que le había pedido Krantz.

– Ella es un poco más alta -se excusó-, pero puedo darle hilo y aguja sin cargo. -Se echó a reír, pero se interrumpió al ver que su dienta no lo secundaba.

Krantz sostuvo el uniforme a la altura de sus hombros. La anterior propietaria era como mínimo unos diez o doce centímetros más alta pero solo un par de kilos más pesada; nada que, como había dicho el dueño, no se pudiese solucionar con unas pocas puntadas.

– ¿Qué hay del pasaporte?

El dueño metió de nuevo la mano en la bolsa, y, como un prestidigitador que saca un conejo de la chistera, sacó un pasaporte ruso. Se lo entregó a Krantz.

– Se ha tomado tres días de permiso, así que probablemente no descubrirá la falta hasta el viernes.

– Habrá cumplido su función mucho antes -le aseguró Krantz, mientras hojeaba el documento.

Sasha Prestakavich era tres años más joven que ella, ocho centímetros más alta, y sin ninguna marca visible. La altura era un problema de fácil solución con unos zapatos de tacón alto, a menos que algún funcionario muy estricto decidiera hacerla desnudarse y se encontrara con una reciente herida de bala en el hombro derecho.

El propietario fue incapaz de reprimir una expresión relamida, cuando Krantz llegó a la página donde había estado la foto de Sasha Prestakavich. Sacó de debajo de la mesa una cámara Polaroid.

– Sonría.

Krantz no lo hizo.

Unos segundos más tarde apareció la foto. El hombre cogió unas tijeras y recortó la foto a la medida marcada por el rectángulo en la página tres del pasaporte. Luego, puso una gota de pegamento en el rectángulo y pegó la foto. El último paso fue añadir hilo y aguja al contenido de la bolsa. Krantz se dio cuenta de que no era la primera vez que ofrecía estos servicios. Guardó el uniforme y el pasaporte en la bolsa, antes de darle ochocientos dólares.

El dueño contó los billetes.

– Dijo que me pagaría mil -protestó.

– Llegó media hora tarde -le recordó Krantz. Recogió la bolsa y se volvió dispuesta a marcharse.

– No dude en visitarnos la próxima vez que esté de paso por Moscú -manifestó el hombre; Krantz no se molestó en explicarle por qué, en su profesión, nunca veía a nadie dos veces, a menos que fuese para asegurarse de que no la verían una tercera vez.

Salió de la tienda y un par de calles más allá encontró una zapatería. Compró unos zapatos negros de tacón alto, que cumplirían perfectamente su función. Pagó en rublos y se marchó cargada con las dos bolsas.

Cogió un taxi, le dijo adónde iba y le indicó la entrada donde quería que la dejara. Cuando el taxi aparcó delante de una puerta lateral con un cartel que decía «Solo empleados», le pagó la carrera, entró en el edificio y fue directamente al lavabo de señoras. Se encerró en uno de los cubículos, donde pasó los siguientes cuarenta minutos, durante los que subió el dobladillo de la falda e hizo un par de pinzas en la cintura, que no se verían debajo de la chaqueta. Se desnudó antes de probarse el uniforme; le iba un poco grande, pero afortunadamente la compañía para la que se proponía trabajar no destacaba por la elegancia del vestuario. Después se quitó las zapatillas de deporte y se calzó los zapatos de tacón alto, antes de guardar las viejas prendas en la bolsa.

Salió del lavabo y fue a buscar a su nuevo empleador. La falta de costumbre hacía que caminara con un paso un tanto inseguro. Vio detrás de un mostrador a una mujer que vestía un uniforme idéntico al suyo y se acercó.

– ¿Tienes algún asiento libre en cualquiera de nuestros vuelos a Londres? -le preguntó.

– Por supuesto. ¿Me das el pasaporte?

Krantz se lo dio. La empleada buscó el nombre de Sasha Prestakavich en la base de datos de la compañía. Allí constaba que tenía un permiso de tres días.

– Todo en orden -dijo, y le entregó un pase de tripulante-. Espera al final para embarcar, por si se presenta alguien en el último momento.

Krantz fue a la terminal de vuelos internacionales, y después de pasar la aduana, se entretuvo mirando los escaparates de las tiendas libres de impuestos hasta que escuchó la última llamada para el vuelo 413 a Londres. Los últimos tres pasajeros se disponían a embarcar cuando ella llegó a la puerta. Le controlaron de nuevo el pasaporte y después el empleado le dijo:

– Tenemos plazas disponibles en todas las clases, así que puedes escoger.

– La última fila de la clase turista -pidió Krantz, sin vacilar.

El empleado la miró sorprendido, pero imprimió la tarjeta de embarque y se la dio.

Krantz le dio las gracias y cruzó la puerta para subir al vuelo 413 de Aeroflot con destino a Londres.

53

Anna bajó lentamente la soberbia escalera de mármol. Hacía una pausa cada dos o tres escalones para admirar otra obra maestra. Nunca se cansaba de mirarlos. Escuchó un ruido a su espalda, y al volverse vio que Andrews salía de su habitación cargado con un cuadro. Sonrió mientras el mayordomo se alejaba rápidamente por el pasillo en dirección a la escalera de servicio.

Anna continuó contemplando las pinturas en su lento descenso. Cuando llegó al vestíbulo dirigió otra mirada de admiración al retrato de Catherine, lady Wentworth, antes de cruzar el suelo de cuadros de mármol negros y blancos para ir al salón.

Lo primero que vio al entrar fue a Andrews que colocaba el Van Gogh en un caballete instalado en el centro del salón.

– ¿Qué opinas? -preguntó Arabella, que se apartó un paso para admirar el autorretrato.

– ¿No crees que al señor Nakamura le podría parecer un tanto…? -dijo Anna, que no quería ofender a la anfitriona.

– ¿Vulgar, descarado, obvio? ¿Cuál es la palabra que buscas, querida? -replicó Arabella mientras se volvía para mirar a Anna. La joven se echó a reír-. Seamos sinceras, necesito el dinero con urgencia y se me acaba el tiempo, así que no tengo mucho donde elegir.

– Nadie lo creería con tu aspecto -afirmó Anna. Arabella llevaba un magnífico vestido de seda rosa y un collar de diamantes, que hacía que Anna se sintiera mal vestida con su vestido negro corto de Armani.

– Es muy amable de tu parte, querida, pero si tuviese tu belleza y tu figura, no tendría necesidad de cubrirme de la cabeza a los pies con cosas que distraigan la atención.

Anna sonrió, admirada por la manera como Arabella había calmado sus temores.

– ¿Cuándo crees que tomará una decisión? -preguntó Arabella, que intentó no parecer desesperada.

– Como todos los grandes coleccionistas, se decidirá casi en el acto. Un reciente estudio científico afirma que los hombres tardan ocho segundos en decidir acostarse con una mujer.

– ¿Tanto?

– El señor Nakamura tardará más o menos lo mismo en decidir si quiere esta pintura -afirmó Anna, con la mirada puesta en el Van Gogh.

– Bebamos para que así sea -propuso Arabella.

Andrews se adelantó con una bandeja de plata donde había tres copas.

– ¿Una copa de champán, señora?

– Gracias. -Anna cogió una de las copas. Cuando el mayordomo se apartó, vio un jarrón turquesa y negro que no había visto antes-. Es magnífico.

– Es el regalo del señor Nakamura. Todo un compromiso. Por cierto, espero no haber cometido un error al exhibirlo mientras el señor Nakamura todavía es un huésped. Si es así, Andrews puede retirarlo inmediatamente.

– Desde luego que no. El señor Nakamura se sentirá halagado al ver que has colocado su regalo entre tantos otros maestros.

– ¿Estás segura?

– Por supuesto. La pieza resplandece en este salón. Hay una única regla cuando se trata del verdadero talento -añadió Anna-. Cualquier obra de arte no está fuera de lugar siempre que esté entre iguales. El Rafael en la pared, el collar de diamantes que llevas, la mesa Chippendale donde lo has colocado, la chimenea Nash y el Van Gogh han sido creados por maestros. No tengo idea de quién fue el artesano que hizo esta pieza -admitió Anna, asombrada por la forma en que el turquesa entraba en el negro, como si fuese cera fundida-, pero no tengo ninguna duda de que en su país lo consideran un maestro.

– No exactamente un maestro -comentó una voz detrás de ellas.

Arabella y Anna se volvieron a un tiempo. El señor Nakamura acababa de entrar en el salón vestido con un esmoquin y una pajarita que hubiesen merecido la aprobación de Andrews.

– ¿No es un maestro? -repitió Anna.

– No. En este país, ustedes honran a aquellos que «alcanzan la grandeza», como decía vuestro bardo, nombrándolos caballeros o barones, mientras que en Japón recompensamos a esos talentos con el título de «tesoro nacional». Es apropiado que esta pieza tenga su hogar en Wentworth Hall porque, de los doce grandes ceramistas de la historia, los expertos coinciden en que once eran japoneses con la única excepción de un hombre de Cornualles, Bernard Leach. Ustedes no lo hicieron lord ni caballero, así que nosotros lo declaramos tesoro nacional honorario.

– Qué civilizados -dijo Arabella-. Me avergüenza confesar que últimamente hemos dado honores a estrellas del rock, futbolistas y vulgares millonarios. -Nakamura se echó a reír mientras aceptaba la copa de champán que le ofrecía Andrews-. ¿Es usted un tesoro nacional, señor Nakamura?

– Por supuesto que no. Mis compatriotas no consideran a los vulgares millonarios dignos de esa distinción.

Arabella se ruborizó. Anna continuó mirando el jarrón, como si no hubiese escuchado el comentario.

– ¿Me equivoco al creer, señor Nakamura, que el jarrón no es simétrico?

– Brillante -exclamó Nakamura-. Tendría que haber sido usted diplomática, Anna. No solo ha conseguido cambiar de tema con toda naturalidad, sino que al mismo tiempo ha planteado una pregunta que exige una respuesta.

Nakamura pasó por delante del Van Gogh, como si no lo hubiera visto y miró el jarrón durante un par de minutos antes de añadir:

– Si alguna vez se encuentra con una pieza de cerámica perfecta, puede estar segura de que fue producida por una máquina. En la cerámica se debe buscar que sea casi perfecta. Si mira con mucha atención, siempre encontrará algún pequeño fallo para recordarnos que la pieza fue hecha por una mano humana. Cuanto más tiene que buscar, más grande el artesano, porque solo Giotto era capaz de dibujar el círculo perfecto.

– Para mí es perfecto -dijo Arabella-. Me encanta. El señor Fenston quizá consiga arrebatarme muchas cosas en los años venideros, pero nunca le permitiré que ponga sus manos en mi tesoro nacional.

– Quizá no sea necesario que se lleve nada -declaró el señor Nakamura, que se volvió para mirar el Van Gogh como si acabara de descubrirlo. Arabella contuvo el aliento mientras Anna observaba la expresión del empresario. No acababa de tenerlo claro.

Nakamura solo miró la pintura durante unos segundos antes de dirigirse a Arabella:

– Hay ocasiones en las que es una clara ventaja ser un vulgar millonario, porque si bien uno no puede aspirar a ser un tesoro nacional, le permite el placer de coleccionar los tesoros nacionales de otras personas.

Anna quería aplaudir, pero se limitó a levantar la copa. El señor Nakamura le respondió al brindis, y ambos se volvieron para mirar a Arabella, que lloraba a lágrima viva.

– No sé cómo darle las gracias.

– No me las de a mí, sino a Anna -manifestó Nakamura-. Sin su coraje y fortaleza, todo este episodio no hubiese tenido tan digna conclusión.

– Estoy de acuerdo. Por eso le pediré a Andrews que devuelva la pintura al dormitorio de Anna, para que sea ella la última persona que disfrute plenamente de la obra antes de que comience su largo viaje a Japón.

– Me parece muy apropiado. Pero si Anna quisiera ser la directora ejecutiva de mi fundación, podría verla todas las veces que quisiera.

Anna se disponía a responderle cuando Andrews entró en el salón y anunció:

– La cena está servida, milady.


Krantz había escogido sentarse en la última fila del avión para que nadie se fijara en ella, excepto la tripulación. Necesitaba buscarse una madrina mucho antes de que llegaran a Heathrow. Se tomó tiempo para hacerse una idea de cuál de sus nuevas colegas serviría para ese cometido.

– ¿Domésticos o internacionales? -le preguntó la jefa de las azafatas, poco después de que el avión alcanzara la altitud de crucero.

– Domésticos -contestó Krantz, con una sonrisa.

– Ah, por eso no te había visto antes.

– Solo llevo tres meses en la compañía.

– Con razón. Me llamo Nina.

– Sasha. -Krantz le dedicó su mejor sonrisa.

– Si necesitas cualquier cosas no tiene más que pedírmelo, Sasha.


– Lo haré.

Como no podía apoyarse en el hombro derecho, Krantz pasó despierta la mayor parte del vuelo. Aprovechó las horas para conocer a Nina, de forma que cuando aterrizaran, la azafata la ayudara sin darse cuenta de su papel en el engaño. Cuando finalmente Krantz consiguió echar una cabezada, Nina se había convertido en su protectora.

– ¿Quieres ir a la parte delantera, Sasha? -preguntó Nina, momentos antes de que el avión iniciara el aterrizaje-. Así podrás desembarcar de inmediato.

– Es mi primera visita a Inglaterra -mintió-, y preferiría estar contigo y el resto de la tripulación.

– Por supuesto. Si quieres, también puedes venir con nosotros en la furgoneta.

– Gracias.

Krantz permaneció sentada hasta que desembarcó el último pasajero. Luego se unió a los tripulantes y fue con ellos hacia la terminal. No se separó ni un momento de su madrina durante el largo recorrido por los interminables pasillos, mientras Nina le daba su opinión sobre lo divino y lo humano.

Por fin llegaron al control de pasaportes, y Nina la guió más allá de la larga cola de pasajeros hacia una salida con un cartel que decía: solo tripulaciones. Krantz se colocó detrás de Nina, quien no dejó de hablar ni siquiera cuando presentó el pasaporte. El funcionario pasó las hojas, comprobó la foto y luego hizo pasar a Nina, al tiempo que decía:

– Siguiente.

Krantz le entregó el pasaporte. Una vez más, el funcionario miró atentamente la foto y después a la persona. Incluso le sonrió al hacerle el gesto de que pasara. Krantz sintió repentinamente un dolor agudo en el hombro derecho. Por un momento, el dolor la paralizó. Intentó no cambiar de expresión. El funcionario repitió el ademán, pero ella continuó inmóvil.

– Venga, Sasha -exclamó Nina-, estás retrasando a los demás.

Krantz consiguió avanzar dificultosamente a través de la barrera. El funcionario la miró mientras se alejaba. Nunca mires atrás. Le sonrió a Nina, y enlazó su brazo al suyo mientras caminaban hacia la salida. El funcionario finalmente dejó de mirarla y se ocupó de controlar el pasaporte del copiloto, que era el siguiente en la cola.

– ¿Vendrás con nosotros en la furgoneta? -preguntó Nina en el momento en que salían de la terminal.

– No. Me espera mi novio.

Nina la miró, sorprendida. Se despidió, antes de cruzar la calle con el copiloto.

– ¿Quién era? -le preguntó su colega cuando subieron a la furgoneta de Aeroflot.

54

– ¿No había nada en el rollo de película que nos pudiese servir? -preguntó Macy.

– Nada -respondió Jack, sentado al otro lado de la mesa de su jefe-. Leapman solo tuvo tiempo de fotografiar ocho documentos antes de la inesperada reaparición de Fenston.

– ¿Qué hay en esos ocho documentos?

– Nada que ya no sepamos -manifestó Jack, al tiempo que abría una carpeta-. Sobre todo, contratos donde se confirma que Fenston continúa timando a clientes, demasiado ingenuos o codiciosos, en diferentes partes del mundo. Pero si cualquiera de ellos decidiera actuar en defensa de sus intereses y vender sus bienes para liquidar la deuda con Fenston Finance, sospecho que acabaríamos con otro cadáver en las manos. No, mi única esperanza es que la policía tenga pruebas suficientes para presentar cargos en el caso Leapman, porque yo no tengo ni siquiera para ponerle una multa de aparcamiento.

– Tampoco ayuda que cuando esta mañana hablé con mi colega, o para ser más preciso, cuando él habló conmigo, lo primero que quiso saber es si teníamos a un agente del FBI llamado Delaney, y si lo tuviéramos, si había estado en la escena del crimen antes de que se presentaran sus muchachos.

– ¿Cuál fue la respuesta? -preguntó Jack, que procuró no sonreír.

– Que me ocuparía de averiguarlo y lo llamaría. -Macy hizo una pausa-. Quizá podríamos aplacarlos un poco si estuvieses dispuesto a intercambiar información -propuso.

– No creo que tengan nada nuevo, y tampoco pueden confiar mucho en presentar cargos cuando su vida pende de un hilo.

– ¿Los médicos han dicho algo sobre sus probabilidades de recuperarse?

– No abren la boca -dijo Jack-. Mientras se encontraba en el despacho de Fenston sufrió un ataque causado por una subida de presión. El término médico es afasia.

– ¿Afasia?

– La parte del cerebro que afecta al habla ha sufrido daños irreversibles, así que no puede hablar. Su médico lo describió como un vegetal, y me advirtió que la única decisión que puede tomar el hospital es si ha llegado el momento de desconectarlo y dejar que muera en paz.

– La policía me dijo que Fenston no se separa del lecho del paciente.

– En ese caso más vale que no los dejen solos -señaló Jack-, porque si lo hacen, los médicos no tendrán que tomarse la molestia de desconectarlo.

– La policía también quiere saber si te llevaste una cámara de la escena del crimen.

– Era propiedad del FBI.

– Como bien sabes, Jack, no podías si era una prueba en una investigación criminal. ¿Por qué no les envías las copias de las fotos que hizo Leapman y procuras cooperar un poco más en el futuro? Recuerda que tu padre sirvió durante veintiséis años en el cuerpo. Eso es una baza a tu favor.

– ¿Qué tienen ellos para ofrecernos a cambio?

– La copia de una foto con tu nombre escrito en el reverso. Quieren saber si significa algo para ti, porque ni ellos ni yo le hemos encontrado el menor sentido.

Macy le acercó dos fotos y dejó que Jack las observara durante unos segundos. La primera era la foto de Fenston estrechando la mano de George W. Bush en una visita a la Zona Cero. Jack recordó la ampliación colgada en la pared detrás de la mesa de Fenston. La sostuvo en el aire.

– ¿De dónde la han sacado? -preguntó.

– La encontraron en la mesa de Leapman. Es evidente que iba a dártela ayer, junto con una explicación de lo que escribió en el reverso.

Jack cogió la segunda foto y leyó la frase que había escrito Leapman: «Delaney, esta es la única prueba que necesita». En aquel momento sonó el teléfono. Macy atendió la llamada.

– Pásemelo -dijo. Conectó el teléfono sin manos para que ambos pudieran seguir la conversación-. Es Tom Crasanti, que llama desde Londres. Hola, Tom, soy Dick Macy. Jack está conmigo. Hablábamos del caso Fenston, porque seguimos encallados.

– Por eso mismo llamo. Ha ocurrido algo en este lado y las noticias no son buenas. Creemos que Krantz se encuentra en Inglaterra.

– Eso no es posible -exclamó Jack-. ¿Cómo consiguió eludir el control de pasaportes?

– Al parecer, se hizo pasar por azafata de Aeroflot. Mi contacto en la embajada rusa me llamó para advertirme que una mujer había entrado en Inglaterra con un pasaporte falso a nombre de Sasha Prestakavich.

– ¿Por qué suponen que Prestakavich es Krantz?

– No lo suponían -respondió Tom-. No tenían idea de quién era. Lo único que me dijeron fue que la sospechosa trabó amistad con la jefa de las azafatas en el vuelo diario a Londres. Luego la engañó para que le dejara acompañarla cuando pasaron por el control de pasaportes. Fue así como se enteraron. Resultó que el copiloto preguntó quién era la mujer y cuando le dijeron que se llamaba Sasha Prestakavich, replicó que era imposible porque la muchacha viajaba a menudo con él y desde luego no era Prestakavich.

– Eso no demuestra que fuera Krantz.

– Ya llegaré, señor, solo deme tiempo.

Jack se alegró de que su amigo no pudiese ver la impaciencia reflejada en el rostro del jefe.

– El copiloto informó a su capitán, quien de inmediato alertó a la oficina de seguridad de Aeroflot. No tardaron mucho en descubrir que Sasha Prestakavich tenía un permiso de tres días y que le habían robado el pasaporte junto con el uniforme. Eso hizo sonar las alarmas. -Macy comenzó a rascar la mesa-. Mi contacto en la embajada rusa me llamó como corresponde al espíritu de colaboración posterior al 11-S, después de comunicarlo a la Interpol.

– ¿Crees que llegaremos al final, Tom? -preguntó Macy.

– En cualquier momento, señor. ¿Por dónde iba?

– Hablabas con tu contacto en la embajada rusa -dijo Jack.

– Ah, sí. Después de darle una descripción de Krantz, un metro cincuenta, cincuenta kilos, pelo corto, me pidió que le enviara una foto, cosa que hice. Luego él se la envió al copiloto al hotel. El hombre confirmó que era Krantz.

– Buen trabajo, Tom, concienzudo como siempre. ¿Tienes alguna teoría para explicar por qué Krantz ha viajado a Inglaterra en estos momentos?

– Yo diría que para matar a Petrescu.

– ¿Tú qué opinas? -le preguntó Macy a Jack.

– Estoy de acuerdo con Tom. Anna es el blanco lógico. -Jack titubeó-. Lo que no acabo de entender es por qué Krantz ha decidido correr este riesgo ahora.

– Coincido con vosotros -declaró Macy-, pero no estoy dispuesto a poner en peligro la vida de Petrescu mientras intentamos adivinar las intenciones de Krantz.- Se inclinó sobre la mesa-. Escucha con mucha atención, Tom, porque solo te lo diré una vez. -Comenzó a pasar las páginas del expediente de Fenston-. Quiero que te pongas en contacto con… un segundo -continuó pasando páginas-. Ah, sí, aquí está, superintendente jefe Renton, de la brigada de investigación criminal de Surrey. Después de leer el informe de Jack, tengo la clara impresión de que Renton es un hombre capaz de tomar decisiones difíciles e incluso de asumir la responsabilidad cuando alguno de sus subordinados comete un error grave. Sé que ya le has informado de todo lo referente a Krantz, pero adviértele que creemos que está a punto de atacar de nuevo y que el objetivo puede ser alguien de Wentworth Hall. No querrá que vuelva a suceder algo en su turno; insístele en que la última vez que capturaron a Krantz consiguió escaparse. Eso lo mantendrá bien despierto. Si quiere hablar conmigo, no tiene más que llamarme a la hora que sea.

– Por favor, dale recuerdos de mi parte -dijo Jack.

– Todo arreglado -afirmó Macy-. Tom, a trabajar.

– Sí, señor -llegó la respuesta desde Londres.

Macy desconectó el teléfono sin manos.

– Jack, quiero que vayas a Londres en el primer vuelo. Si Krantz tiene la intención de atacar a Petrescu, la estaremos esperando, porque si escapa una segunda vez, a mí me enviarán al retiro y tú te podrás olvidar de cualquier ascenso.

Jack frunció el entrecejo.

– Pareces preocupado -comentó Macy.

– No acabo de entender por qué la foto de Fenston que estrecha la mano del presidente es la única prueba que necesito, aunque creo saber la razón por la que Krantz se arriesga a aparecer por Wentworth Hall por segunda vez.

– ¿Cuál es?

– Robar el Van Gogh; después buscará la manera de hacérselo llegar a Fenston.

– ¿Así que Petrescu no es la razón de que Krantz regresara a Inglaterra?

– No lo es, pero en cuanto descubra que Anna está allí, no vacilará en matarla para ganarse una prima.

55

El 25 de septiembre las luces se encendieron a las ocho menos veinte. Krantz no se acercó a Wentworth hasta pasadas las ocho.

A esa hora Arabella acompañaba a sus huéspedes al comedor.

Krantz, vestida con un chándal negro muy ajustado, dio un par de vueltas a la mansión antes de decidir por dónde entraría. Desde luego, no iba a ser por la puerta principal. El alto muro de piedra que rodeaba la finca había resultado inexpugnable cuando lo habían construido originalmente para impedir la entrada de los invasores, sobre todo los franceses y alemanes, pero al principio del siglo xxi los efectos del tiempo y el salario mínimo, habían conseguido que hubiese un par de lugares donde cualquier pillete dispuesto a robar unas cuantas manzanas pudiese saltarlo sin ninguna dificultad.

En cuanto eligió el punto de entrada, trepó fácilmente al muro, se sentó en el borde, se dejó caer y rodó sobre sí misma, como había hecho un millar de veces después de una mala caída desde la barra de equilibrio.

Permaneció inmóvil durante unos segundos a la espera de que una nube ocultara la luna. Luego corrió unos cuarenta metros para refugiarse en un bosquecillo junto al río. Esperó a que reapareciera la luna para observar el terreno con más detalle, consciente de que debía tener paciencia. En su trabajo, la impaciencia podía dar lugar a errores, algo que no se podía solucionar con la misma facilidad que en otras profesiones.

Veía perfectamente la fachada de la casa, pero pasaron otros cuarenta minutos antes de que un hombre con chaqué y corbata blanca abriera la gran puerta de roble para dejar que dos perros salieran a dar su paseo nocturno. Los canes olisquearon el aire, descubrieron el olor de Krantz, y se lanzaron a la carrera y con sonoros ladridos hacia su escondite. Ella los había estado esperando desde hacía rato.

Los ingleses, le había comentado una vez su instructor, eran un pueblo amante de los animales, y se podía saber la clase de las personas por los perros que tenían en sus casas. La clase trabajadora se inclinaba por los galgos, las clases medias por los Jack Russell y los cocker spaniel, mientras que los nuevos ricos preferían el pastor alemán o el Rottweiler para vigilar sus recientemente adquiridas riquezas. La tradición entre las clases altas era tener labradores, unos perros poco adecuados como guardianes, porque tendían más a lamer a los desconocidos que a arrancarles un bocado. Cuando le hablaron de estos animales, lo primero que se le ocurrió a Krantz fue que eran unos perros estúpidos. Solo la reina tenía Corgis.

Krantz no se movió mientras los perros corrían hacia ella. De vez en cuando se detenían para olisquear, porque habían captado otro olor que les hacía menear la cola con entusiasmo. Krantz había hecho una visita a Curnick's en Fulham Road para comprar el mejor solomillo, que seguramente hubiese sido muy del gusto de los invitados que ahora cenaban en Wentworth Hall. Krantz no había reparado en gastos. Después de todo, esta sería su última cena.

Colocó los deliciosos bocados en un círculo y permaneció inmóvil en el centro, como un maniquí. Brunswick y Picton se encontraron con la carne y la engulleron en un santiamén, sin hacer el menor caso de la estatua humana. Krantz se agachó lentamente hasta apoyar una rodilla en tierra y comenzó a poner más trozos, cada vez que aparecía un hueco en el círculo. De vez en cuando, los perros hacían una pausa entre bocado y bocado, la miraban con ojos tristones, sin dejar de menear el rabo con entusiasmo, antes de continuar con el festín.

Después de servirles los últimos trozos, Krantz comenzó a acariciar la sedosa cabeza de Picton, el más joven de los dos perros. No se movió cuando ella desenfundó el cuchillo de cocina. El mejor acero de Sheffield, también comprado aquella tarde en Fulham Road.

Acarició de nuevo la cabeza del labrador color chocolate, y entonces súbitamente, sin previo aviso, le sujetó las orejas para apartarle la cabeza del último bocado, y lo degolló de un solo tajo. El animal soltó un gemido agudo; en la oscuridad Krantz no vio la expresión de pena en sus grandes ojos negros. El otro perro, más viejo pero igual de tonto, tardó un segundo en gruñir. Más que suficiente para que Krantz pasara el brazo izquierdo por debajo del hocico, le levantara la cabeza y le rajara la garganta, aunque no con la misma habilidad y precisión. Brunswick cayó de lado. Krantz lo cogió por las orejas y de un tajo acabó con el sufrimiento del perro.

Krantz arrastró los cuerpos hasta el bosquecillo y los dejó detrás del tronco de un roble caído. Se lavó las manos en la corriente, enfadada cuando vio las grandes manchas de sangre en su chándal nuevo. Limpió la hoja del cuchillo en la hierba antes de guardarlo en la funda. Consultó su reloj. Había calculado dos horas para toda la operación, y por lo tanto disponía de una hora antes de que las personas de la casa, tanto los que servían como quienes eran servidos, advirtieran que los perros no habían regresado de la salida nocturna.

La distancia entre el bosquecillo y el extremo norte de la casa era de unos ciento veinte metros. Como la luna brillaba con fuerza y no podía esperar a que pasaran las nubes, solo había una manera de acercarse sin ser observada.

Se dejó caer de rodillas y después se tendió sobre la hierba.

Extendió primero un brazo, seguido por una pierna, el segundo brazo, la segunda pierna, y finalmente adelantó el cuerpo. Su mejor marca por los cien metros como cangrejo humano era de siete minutos y diecinueve segundos. De vez en cuando, se detenía y levantaba la cabeza para observar la casa y considerar por dónde entraría. Había luz en todas las ventanas de la planta baja, mientras que el primer piso aparecía casi a oscuras, y en el segundo, que ocupaba la servidumbre, solo había una luz encendida. A Krantz no le interesaba el segundo piso. La persona que buscaba se encontraba en la planta baja, y más tarde estaría en la primera.

Disminuyó la velocidad del avance a unos diez metros de la casa hasta que los dedos tocaron la pared. Permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada a un lado, y aprovechó la luz de la luna para observar el edificio con mucha atención. Solo las grandes mansiones antiguas tenían tuberías de desagüe tan grandes. Para alguien que había hecho saltos mortales en una viga de diez centímetros de anchura, estas tuberías eran como escaleras.

Luego miró las ventanas de la habitación donde se escuchaban voces. Las gruesas cortinas estaban echadas, pero quedaba una rendija. Se movió con la lentitud de un caracol hacia las voces y las risas. Llegó a la ventana y se puso de rodillas para espiar a través de la pequeña separación en las cortinas.

Lo primero que vio fue a un hombre de esmoquin de pie y con una copa de champán en la mano como si fuese a proponer un brindis. No escuchó lo que decía, pero tampoco le importaba. Miró con atención la parte del comedor que se podía ver por la rendija. La cabecera de la mesa la ocupaba una mujer con un vestido de seda sentada de espaldas a la ventana, que miraba al hombre de la copa. Contempló por un momento el collar de diamantes, pero no era su campo. Lo suyo estaba unos cinco o seis centímetros por encima de las resplandecientes gemas.

Miró al otro lado de la mesa. Casi sonrió al ver quién comía faisán y bebía una copa de vino. Krantz la estaría esperando, escondida en el lugar que menos se podía imaginar, cuando Petrescu subiera a su habitación.

Después miró al hombre de chaqué que le había abierto la puerta a los perros. Ahora se encontraba detrás de la dama del vestido de seda, ocupado en llenarle la copa, mientras otros sirvientes retiraban los platos y uno solo se ocupaba de recoger las migas del mantel en una bandeja de plata. Krantz siguió sin moverse al tiempo que sus ojos buscaban la otra garganta que Fenston le había ordenado cortar.

– Lady Arabella, quiero agradecerle su hospitalidad. He disfrutado mucho con la deliciosa trucha del río Test, y el exquisito faisán cazado en su finca, y todo en compañía de dos notables mujeres. Pero esta noche será para mí memorable por muchas otras razones. Mañana no solo dejaré Wentworth Hall con una obra extraordinaria para mi colección sino con el compromiso de una de las jóvenes profesionales con mayor talento en su campo de ser la directora de mi fundación. Milady, su bisabuelo fue muy sabio cuando le compró hace más de un siglo, en 1899, al doctor Gachet el autorretrato de su gran amigo, Vincent Van Gogh. Mañana, esa obra maestra iniciará su viaje al otro lado del mundo, pero debo advertirle, Arabella, que después de unas pocas horas en su casa, he puesto el ojo en otro de sus tesoros nacionales, y esta vez estoy dispuesto a pagar lo que sea necesario.

– ¿Puedo preguntar cuál es? -dijo Arabella.

Krantz decidió que era la hora de moverse.

Avanzó lentamente hacia la esquina norte del edificio, sin saber que las enormes cantoneras de piedra habían sido un placer arquitectónico para sir John Vanbrugh; para ella solo era unos peldaños perfectamente proporcionados que le permitirían subir a la primera planta.

Subió hasta la terraza en menos de dos minutos, y se detuvo un momento para calcular en cuántos dormitorios tendría que entrar. La presencia de visitantes no era motivo para sospechar que hubiese alarmas en las habitaciones, y a la vista de la antigüedad de la casa, hasta un ladrón en su primer robo hubiese entrado con toda facilidad. Con la ayuda del cuchillo, alzó el cerrojo de la ventana de la primera habitación. Una vez dentro, no se preocupó en buscar el interruptor de la luz sino que encendió una linterna que alumbraba un espacio del tamaño de un televisor pequeño. El rayo de luz alumbró un cuadro tras otro, y si bien Hals, Hobbema y Van Goyen hubiesen deleitado los ojos de la mayoría de los expertos, Krantz pasó rápidamente a la búsqueda de otro maestro holandés. Tras comprobar que ninguna de las demás pinturas era la que buscaba, apagó la linterna y salió de nuevo a la terraza. Entró en el segundo dormitorio de invitados en el mismo momento en que Arabella se levantaba para agradecer el amable discurso de Nakamura.

Una vez más, Krantz miró todos y cada uno de los cuadros sin conseguir su objetivo. Se apresuró a salir, mientras en el comedor el mayordomo ofrecía al señor Nakamura el oporto y la caja de puros. El señor Nakamura dejó que Andrews le sirviera un Taylor's 47. Luego el mayordomo se acercó a su ama. Arabella declinó el oporto, pero probó varios puros entre el pulgar y el índice antes de seleccionar un Monte Cristo. Andrew le encendió el puro y Arabella sonrió. Todo marchaba de acuerdo con el plan.

56

Krantz había entrado ya en cinco dormitorios cuando Arabella invitó a sus huéspedes a pasar al salón para el café. Aún le quedaban otras nueve habitaciones y tenía muy claro que no solo se le agotaba el tiempo, sino que tampoco tendría una segunda oportunidad.

Pasó rápidamente a la siguiente habitación, donde algún partidario del aire fresco había dejado la ventana abierta de par en par. Encendió la linterna y se encontró con la mirada fría del Duque de Hierro. Miró el cuadro siguiente, cuando el señor Nakamura dejaba su taza de café en una mesa de centro y se levantó de su butaca.

– Creo que es hora de retirarme, lady Arabella, ante la posibilidad de que esos aburridos hombres de Corus Steel crean que he perdido facultades si me ven somnoliento. -Se volvió hacia Anna-. Espero que mañana podamos hablar durante el desayuno de sus ideas para aumentar mi colección y tal vez incluso de su salario.

– Usted ya dejó claro cuánto cree que valgo -respondió Anna.

– No lo recuerdo -dijo Nakamura, intrigado.

– Claro que sí -insistió Anna, con una sonrisa-. Recuerdo muy bien cuando dijo que Fenston lo había convencido de que valía quinientos dólares al día.

– Se aprovecha de un viejo -replicó Nakamura, con un tono risueño-, pero no me desdeciré.

Krantz creyó escuchar que se cerraba una puerta, y sin mirar de nuevo a Wellington se apresuró a salir a la terraza. Necesitó utilizar el cuchillo para entrar en la siguiente habitación.

Avanzó sigilosamente y se detuvo a los pies de otra cama con dosel. Encendió la linterna, segura de que encontraría una pared desnuda. Pero no fue el caso.

La miraban los ojos de loco de un genio. Los ojos locos de una asesina le devolvieron la mirada.

Krantz sonrió por segunda vez en una misma noche. Se subió a la cama y se acercó a gatas a su objetivo. Desenfundó el cuchillo cuando estaba a un palmo de la pintura, levantó el arma por encima de la cabeza y se disponía a hundir la hoja en el cuello de Van Gogh, cuando recordó la condición de Fenston si quería cobrar cuatro y no tres millones. Apagó la linterna, saltó a la mullida alfombra y se arrastró debajo de la cama. Se acomodó boca arriba, dispuesta a esperar.

Arabella y sus invitados salieron del salón y en el momento de entrar en el vestíbulo, le preguntó a Andrews si Brunswick y Picton habían regresado.

– No, milady -contestó el mayordomo-, pero esta noche hay muchos conejos.

– Iré yo misma a buscar a esos vagabundos -murmuró Arabella. Miró a sus invitados, y añadió-: Que descansen. Nos veremos mañana a la hora del desayuno.

Nakamura le dedicó una última inclinación antes de acompañar a Anna escaleras arriba, deteniéndose ante cada cuadro para admirar a los antepasados de Arabella.

– Tendrá que perdonarme, Anna, si voy despacio, pero es que quizá no tenga la oportunidad de encontrarme de nuevo con estos caballeros.

Anna se despidió con una sonrisa y dejó al japonés, que miraba extasiado el retrato de la señora Siddons pintado por Romney.

Fue por el pasillo hasta la habitación Van Gogh. Abrió la puerta, encendió la luz y se detuvo un instante para contemplar el cuadro de Van Gogh. Se quitó el vestido y lo colgó en el armario; el resto de las prendas las dejó en el sofá a los pies de la cama. Luego encendió la lámpara en la mesa de noche y consultó su reloj. Eran poco más de la once. Entró en el baño.

En cuanto Krantz escuchó el ruido de la ducha, salió de su escondite y se quedó de rodillas junto a la cama. Inclinó la cabeza como un animal que husmea el viento. La ducha continuaba funcionando. Se levantó para ir hasta la puerta y apagó la lámpara del techo, de modo que solo quedó encendida la lámpara de la mesa de noche. Apartó la manta y la sábana del lado opuesto de la cama y se acostó. Dirigió una última mirada al Van Gogh, antes de taparse la cabeza y desaparecer bajo las sábanas. Krantz permaneció inmóvil. Era tan delgada que apenas si se veía el bulto en la penumbra. Escuchó cómo se cerraba la ducha. Luego el silencio mientras Anna se secaba, y después escuchó el chasquido del interruptor de la luz del baño, seguido por el sonido de la puerta al cerrarse.

Krantz desenvainó el cuchillo y lo empuñó con fuerza mientras Anna entraba en el dormitorio. La joven se acostó en su lado de la cama y de inmediato se volvió de lado y estiró el brazo para apagar la lámpara. Apoyó la cabeza en la mullida almohada de plumas. Pensó que la velada no podía haber ido mejor. El señor Nakamura no solo había comprado el cuadro, sino que le había ofrecido un empleo. ¿Qué más podía pedir?

Ya se dormía cuando Krantz se volvió para tocarle la espalda con la punta del índice. Deslizó el dedo a lo largo de la columna vertebral y se detuvo cuando llegó a las nalgas. Anna exhaló un suspiro. Krantz se detuvo un momento, antes de meter la mano entre las piernas de la muchacha.

Anna se preguntó si estaría soñando o si era verdad que alguien la tocaba. No movió ni un músculo. Era imposible que hubiese alguien más en la cama. Tenía que ser un sueño. Fue entonces cuando notó el frío del acero que se deslizaba entre los muslos. De pronto abrió los ojos totalmente despierta. Un millar de pensamientos le pasaron por la mente. Iba a apartar la manta y arrojarse al suelo, cuando una voz susurró con firmeza:

– Ni se te ocurra moverte; tienes un cuchillo entre las piernas con el filo hacia arriba. -Anna no se movió-. No quiero oírte ni murmurar. Si lo haces, te rajaré desde la entrepierna a la garganta, y vivirás lo suficiente como para desear morir cuanto antes.

Anna sintió la presión de la hoja metida entre los muslos e intentó no moverse, aunque no conseguía controlar el temblor.

– Si sigues mis instrucciones al pie de la letra -añadió Krantz-, puede que vivas, pero no te hagas muchas ilusiones.

Anna no se las hizo, consciente de que quizá la única oportunidad de seguir con vida era ganar tiempo.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Te dije que no murmurases -repitió Krantz. Movió el cuchillo hasta que la hoja quedó a un centímetro del clítoris. Anna se calló-. Hay una lámpara en tu lado de la cama. Muévete muy despacio y enciéndela.

Anna se movió y sintió que el cuchillo se movía con ella mientras encendía la lámpara.

– Muy bien. Ahora apartaré la manta de tu lado de la cama, mientras tú te estás quieta. Todavía no quitaré el cuchillo.

Anna mantuvo la mirada fija al frente, mientras Krantz apartaba la manta.

– Ahora sube las rodillas hasta el mentón. Despacio.

Anna obedeció, y de nuevo el cuchillo siguió el movimiento.

– Ahora ponte de rodillas de cara a la pared.

Anna apoyó el codo izquierdo en la cama, se puso de rodillas lentamente y luego se giró hasta quedar de cara a la pared. Miró el Van Gogh. La oreja vendada le hizo recordar la última cosa que Krantz le había hecho a Victoria.

Krantz se colocó de rodillas directamente detrás de ella, siempre con el cuchillo entre las piernas de su prisionera.

– Inclínate hacia delante y coge la pintura con las dos manos.

Anna cumplió la orden con dificultad porque el temblor de sus manos iba en aumento.

– Quita el cuadro del gancho y ponlo suavemente sobre la almohada.

Anna tuvo que apelar a todas sus fuerzas para desenganchar el cuadro y colocarlo sobre la almohada.

– Ahora sacaré el cuchillo de entre tus piernas muy lentamente, y luego apoyaré la punta en tu nuca. No se te ocurra hacer ningún movimiento súbito cuando aparte el cuchillo, porque si eres tan idiota como para intentar lo que sea, te aseguro que estarás muerta en menos de tres segundos y yo habré salido por la ventana antes de que pasen diez. Quiero que lo pienses antes de que retire el cuchillo.

Anna lo pensó, y permaneció inmóvil. Unos segundos más tarde, sintió que el cuchillo se apartaba de las piernas, y casi sin solución de continuidad, tal como le habían prometido, la punta le tocaba la nuca.

– Levanta el cuadro y después date la vuelta. Recuerda que el cuchillo siempre estará a unos centímetros de tu garganta. Cualquier movimiento, y me refiero a cualquier movimiento que considere repentino, será el último que hagas.

Anna la creyó. Se inclinó hacia delante, levantó el cuadro y movió las rodillas centímetro a centímetro, hasta quedar cara a cara con Krantz. Se sorprendió al verla. La mujer era tan menuda y parecía muy vulnerable, un error que habían pagado muy caro varios hombres en el pasado. Si Krantz había matado a Sergei, ¿qué podía hacer ella? Un curioso pensamiento pasó por su mente mientras esperaba la próxima orden. ¿Por qué no había dicho sí cuando Andrews le ofreció servirle una taza de chocolate antes de acostarse?

– Mueve el cuadro hasta ponérmelo delante, y no dejes de mirar el cuchillo.

Apartó el cuchillo de la garganta de la joven y lo levantó por encima de la cabeza. Mientras Anna movía el cuadro, Krantz mantuvo el arma apuntada a su parte favorita del cuerpo humano.

– Sujeta el marco bien firme, porque tu amigo Van Gogh está a punto de perder más que la oreja izquierda.

– ¿Por qué? -exclamó Anna, incapaz de seguir callada.

– Me alegra que me lo preguntes -contestó Krantz-, porque las órdenes del señor Fenston no pueden ser más explícitas. Quiere que tú seas la última persona en ver la obra maestra antes de su destrucción final.

– ¿Por qué? -repitió Anna.

– Dado que el señor Fenston no puede ser el propietario de la pintura, quiere asegurarse de que tampoco lo sea el señor Nakamura. -Seguía con el cuchillo muy cerca del cuello de Anna-. Siempre es un error ponerse a malas con el señor Fenston. Es una pena que no tengas ocasión de decirle a tu amiga Arabella lo que el señor Fenston le tiene preparado. -Krantz hizo una pausa-. Sin embargo, tengo el presentimiento de que no le importará que comparta los detalles contigo. Una vez destruido el cuadro, es una lástima que ella no pudiese asegurarlo, es como ahorrar la lechuga del canario, el señor Fenston comenzará a vender todo lo que tiene hasta que la señora liquide la deuda. Su muerte, a diferencia de la tuya, será lenta y dolorosa. No puedo más que admirar la mente lógica del señor Fenston. -Hizo otra pausa-. Mucho me temo que al señor Van Gogh y a ti se os ha acabado el tiempo.

Krantz levantó bruscamente el cuchillo por encima de la cabeza y clavó la hoja en la tela. Anna sintió toda la fuerza de Krantz cuando cortó el cuello de Van Gogh y continuó el movimiento en un círculo irregular hasta cortar la cabeza de Van Gogh y dejar un agujero con los bordes desgarrados en el centro del cuadro. Krantz se echó hacia atrás para contemplar el destrozo y se permitió un momento de satisfacción. Consideraba que había cumplido sobradamente el contrato con Fenston, y ahora que Anna había sido testigo de todo el espectáculo, había llegado el momento de ganarse el cuarto millón.

Anna vio que la cabeza de Van Gogh caía a su lado, sin derramar ni una gota de sangre. En el instante en que Krantz se apartó para saborear el triunfo, Anna descargó el pesado marco contra la cabeza. Pero Krantz fue más rápida de lo que Anna suponía. Se giró en el acto, levantó un brazo y logró que el golpe lo recibiera el hombro izquierdo. Anna saltó de la cama mientras Krantz se desembarazaba del marco, pero no alcanzó a dar más de un paso hacia la puerta antes de que Krantz se arrojara sobre ella; la punta del cuchillo abrió un tajo en el muslo de la joven cuando intentaba dar otro paso. Anna se tambaleó y cayó en medio de un charco de sangre, a un palmo de la puerta. Krantz solo estaba un paso por detrás cuando la mano de Anna sujetó la manija, pero ya era demasiado tarde. Ya tenía a Krantz encima antes de que pudiese moverla. Krantz la sujetó por el pelo y la tumbó en el suelo. Levantó el cuchillo por encima de la cabeza, y las últimas palabras que Anna le escuchó decir fueron:

– Esta vez es personal.

Krantz se disponía a realizar una incisión ceremonial cuando se abrió la puerta del dormitorio. No la abrió un mayordomo portador de una taza de chocolate, sino una mujer con una escopeta debajo del brazo derecho, con las manos y un resplandeciente vestido de seda tintos en sangre.

La asesina se quedó momentáneamente atónita mientras miraba a lady Victoria Wentworth. ¿No había matado a esta mujer? ¿Estaba viendo un fantasma? Krantz titubeó, perpleja, mientras la aparición se acercaba a ella. No desvió la mirada de Arabella, con el cuchillo a menos de un centímetro de la garganta de Anna.

Arabella levantó el arma al mismo tiempo que Krantz retrocedía lentamente y arrastraba a su prisionera hacia la ventana abierta. Arabella amartilló la escopeta.

– Otra gota de sangre -dijo-, y te volaré en pedazos. Empezaré por las piernas, y reservaré el segundo cartucho para tu estómago. Pero no te remataré. No, te prometo una muerte lenta y terriblemente dolorosa. No pediré que envíen a una ambulancia hasta estar convencida de que no podrán hacer nada por ayudarte. -Arabella bajó un poco el arma, y Krantz vaciló-. Déjala ir, y no dispararé. -Arabella abrió la escopeta, y esperó. Le sorprendió ver el terror en el rostro de la asesina. En cambio, Anna se mostraba muy compuesta.

Con un movimiento inesperado, Krantz soltó el pelo de Anna y saltó a través de la ventana abierta hacia la terraza. Arabella montó la escopeta, la levantó y disparó. Los perdigones destrozaron la ventana Burne-Jones. Arabella corrió a la terraza y gritó: «Ahora, Andrews», como si ordenara el comienzo de una cacería de faisanes. Un segundo más tarde, se encendieron las luces del jardín, que adquirió el aspecto de un campo de fútbol con un único jugador que corría hacia la portería.

Arabella miró la diminuta figura negra que zigzagueaba a través del jardín. Levantó la escopeta por segunda vez, apoyó la culata en el hombro, apuntó, soltó la respiración y apretó el gatillo. Krantz se desplomó, pero continuó arrastrándose hacia el muro.

– Maldita sea -exclamó Arabella-. Solo la he rozado. -Salió corriendo de la habitación, bajó la escalera al tiempo que gritaba-: Otros dos cartuchos, Andrews.

El mayordomo abrió la puerta principal con la mano derecha y con la izquierda le pasó a su ama los dos cartuchos. Arabella recargó la escopeta antes de bajar la escalinata y echar a correr a través del jardín. Alcanzó a ver la silueta que había cambiado de dirección y ahora corría hacia la reja abierta, pero Arabella acortó la distancia rápidamente. En cuanto se convenció de que tenía a Krantz a tiro, se detuvo para apuntar con mucho cuidado. Iba a apretar el gatillo cuando, como por arte de magia, tres coches de policía y una ambulancia cruzaron la reja a gran velocidad. Los faros deslumbraron a Arabella y le hicieron perder a su presa.

El primer coche frenó bruscamente delante de ella, y al ver quién se apeaba, bajó el arma.

– Buenas noches, superintendente jefe -dijo, con una mano en la frente para protegerse los ojos de la potente luz de los faros.

– Buenas noches, Arabella -respondió el policía, como si hubiese llegado unos minutos tarde a uno de sus cócteles-. ¿Todo en orden?

– Hasta que usted se presentó para meter las narices en los asuntos de otras persona. ¿Puedo preguntarle cómo ha hecho para llegar tan rápido?

– Tiene que agradecérselo a su amigo norteamericano, Jack Delaney. Nos avisó de que quizá necesitaría nuestra ayuda, así que hemos estado vigilando el lugar desde hace una hora.

– Pues no necesitaba que nadie me ayudara -replicó Arabella, y levantó el arma-. Si me hubiese dado un par de minutos más, hubiese acabado con ella, y al diablo con las consecuencias.

– No sé de qué me habla -afirmó el superintendente, mientras se acercaba a su coche para apagar los faros. La ambulancia y los otros dos coches habían desaparecido.

– Ha dejado que se escapara -protestó Arabella, que levantó el arma por tercera vez, en el momento en que el señor Nakamura aparecía a su lado vestido con bata.

– Creo que Anna…

– Oh, Dios mío. -Arabella se volvió y, sin molestar a esperar la respuesta del superintendente, corrió de regreso a la casa. Entró como una tromba, subió los escalones de dos en dos, y no se detuvo hasta entrar en el dormitorio Van Gogh. Encontró a Andrews arrodillado en el suelo, muy ocupado en vendar el muslo de Anna.

El señor Nakamura apareció un par de segundos más tarde. Esperó a recuperar el aliento y después dijo:

– Durante muchos años, Arabella, me he preguntado qué pasaba en las fiestas de las mansiones rurales inglesas. Bueno, ahora ya lo sé.

Arabella soltó la carcajada, y se volvió hacia Nakamura, que miraba la pintura mutilada que yacía en el suelo junto a la cama.

– Oh, Dios mío -repitió Arabella, al ver lo que había quedado de su herencia-. Al final, el malnacido de Fenston se ha salido con la suya. Ahora comprendo por qué estaba tan seguro de que me vería obligada a vender el resto de mi colección, e incluso renunciar a la propiedad de Wentworth Hall.

Anna se levantó poco a poco y se sentó a los pies de la cama.

– No lo creo -manifestó. Al ver la expresión de extrañeza en el rostro de su anfitriona-. Pero tendrás que agradecérselo a Andrews.

– ¿Andrews?

– Así es. Me advirtió de que el señor Nakamura marcharía a primera hora de la mañana si no quería llegar tarde a su reunión con Corus Steel y sugirió que si no quería que me molestasen a una hora intempestiva, quizá lo mejor sería que él retirara la pintura antes de la cena. De esa manera el personal tendría tiempo para colocar la pintura en el marco original y de embalarla antes de su marcha. -Anna hizo una pausa-. Le comenté a Andrews que quizá te molestaría descubrir que él había frustrado tus deseos, mientras que yo había abusado claramente de tu hospitalidad. Recuerdo las palabras exactas de Andrews: «Si me permite usted reemplazar el original con la falsificación, estoy seguro de que milady no se dará cuenta».

Fue una de las contadas ocasiones durante los últimos cuarenta y nueve años que Andrews vio enmudecer a lady Arabella.

– Creo que debería usted despedirlo de inmediato por insubordinación -señaló Nakamura-, y así yo podré ofrecerle un empleo. -Miró a Andrews-. Si acepta, estoy dispuesto a doblarle el salario.

– Ni lo sueñe -dijo Arabella, antes de que el mayordomo pudiese responder-. Andrews es un tesoro nacional del que jamás me desprenderé.

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