– Adiós, Sam -dijo Jack cuando en su móvil sonaron los primeros compases de «Danny Boy». Lo dejó sonar hasta que salió a la calle Cincuenta y cuatro Este porque no quería que el portero oyese la conversación. Pulsó el botón verde y siguió caminando hacia la Quinta Avenida-. Joe, ¿tiene algo para mí?
– Petrescu llegó a Gatwick -informó Joe-. Alquiló un coche y se dirigió directamente a Wentworth Hall.
– ¿Cuánto tiempo estuvo en la mansión?
– No más de media hora. Cuando salió pasó por un pub local, realizó una llamada telefónica y siguió rumbo a Heathrow, donde se reunió con Ruth Parish en los despachos de Art Locations. -Jack no lo interrumpió-. Alrededor de las cuatro apareció una camioneta de Sotheby's, que recogió una caja roja…
– ¿De qué tamaño?
– Aproximadamente de sesenta por noventa centímetros.
– No es difícil saber qué contiene -opinó Jack-. ¿Adónde se dirigió la camioneta?
– Entregaron el cuadro en la sede de la casa de subastas en el West End.
– ¿Y Petrescu?
– Viajó en la camioneta. Cuando el vehículo llegó a Bond Street, dos conserjes descargaron el cuadro y la doctora los siguió al interior del edificio.
– ¿Cuánto tardó en salir?
– Veinte minutos. En esta ocasión estaba sola, si bien portaba el embalaje rojo. Petrescu llamó a un taxi, colocó el cuadro en el asiento trasero y fue entonces cuando desaparecieron.
– ¿Desaparecieron? -El tono de Jack fue en aumento-. ¿Qué significa que desaparecieron?
– De momento no tenemos muchos agentes disponibles -reconoció Joe-. Casi todos trabajan sin descanso para identificar a los grupos terroristas que podrían haber participado en los ataques del martes.
– Entendido -aceptó Jack y se sosegó.
– Pocas horas después volvimos a encontrarla.
– ¿Dónde?
– En el aeropuerto de Gatwick. No olvide que una rubia atractiva que acarrea una caja roja suele llamar la atención en medio del gentío.
– Al agente Roberts se le habría escapado -comentó Jack y llamó a un taxi.
– ¿Al agente Roberts? -preguntó Joe.
– Se lo explicaré otro día -repuso el jefe y subió al taxi-. ¿Adónde se dirigía?
– A Bucarest.
– ¿Por qué querría trasladar a Bucarest un Van Gogh de valor incalculable? -quiso saber Jack.
– Me juego la cabeza a que cumplía instrucciones de Fenston. Al fin y al cabo, es la ciudad natal de ambos y no creo que exista lugar más adecuado para esconder el cuadro.
– En ese caso, ¿para qué envió a Leapman a Londres si no era necesario que recogiese el autorretrato?
– Supongo que como cortina de humo, lo cual también explicaría los motivos por los que Fenston asistió al funeral de Petrescu, cuando sabe perfectamente que está viva y que sigue trabajando para él.
– Existe otra alternativa que no podemos descartar.
– Jefe, ¿de qué se trata?
– De que Petrescu ya no trabaje para Fenston y haya robado el Van Gogh.
– ¿Cree que correría semejantes riesgos sabiendo que Fenston no dudaría en perseguirla?
– No estoy seguro y solo tengo una manera de averiguarlo.
Jack apretó el botón rojo del teléfono y dio al taxista una dirección del West Side.
Fenston apagó el magnetófono y frunció el ceño. Acababan de escuchar la cinta por tercera vez.
– ¿Cuándo echaremos a la muy zorra? -se limitó a preguntar Leapman.
– No prescindiremos de sus servicios mientras sea la única persona que puede conducirnos al autorretrato -respondió Fenston.
Leapman frunció el entrecejo.
– ¿Has captado lo único que tiene importancia en esa conversación? -inquirió y Fenston enarcó una ceja-. Me refiero a «Me voy». -Fenston no abrió la boca-. Si hubiese empleado el verbo volver y dicho «Vuelvo a casa», se habría referido a Nueva York.
– Pero como empleó el verbo ir, solo se podía referir a Bucarest.
Jack se apoltronó en el asiento del taxi e intentó deducir cuál sería el siguiente movimiento de Petrescu. Aún no había decidido si era una delincuente profesional o una aficionada de tomo y lomo. ¿Qué función desempeñaba Tina en esa ecuación? ¿Era posible que Fenston, Leapman, Petrescu y Forster estuviesen conchabados? En ese caso, ¿por qué Leapman solo estuvo unas horas en Londres antes de emprender el regreso a Nueva York?
Ciertamente, no se había encontrado con Petrescu ni regresado a la Gran Manzana con el cuadro.
En el supuesto de que hubiera decidido moverse por su cuenta, Petrescu tenía que saber que solo era cuestión de tiempo que Fenston diese con ella. Jack no tuvo más remedio que reconocer que ahora la doctora iba por libre y que no parecía saber hasta qué punto corría peligro.
Lo que más lo desconcertaba era la razón por la cual la experta en arte robaría una obra valorada en muchos millones cuando no podía albergar la menor ilusión de deshacerse de una pieza tan conocida sin que cualquiera de sus antiguos colegas se enterase. El mundo del arte era muy pequeño y la cantidad de personas que podían disponer de esas cifras se reducía incluso más. Aunque lo consiguiera, ¿qué haría con el dinero? Intentara donde intentase esconderlo, el FBI rastrearía semejante cantidad en cuestión de horas, sobre todo después de los acontecimientos del martes. No tenía sentido.
Si Petrescu llevaba su audaz jugada hasta la conclusión más evidente, Fenston se llevaría una desagradable sorpresa e indudablemente reaccionaría de acuerdo con su forma de ser.
Cuando el taxi se internó por Central Park, Jack intentó encontrarle sentido a cuanto había sucedido en los últimos días. Incluso se preguntó si después del 11-S lo apartarían del caso Fenston, pero Macy insistió en que no todos los agentes debían investigar pistas terroristas mientras otros delincuentes seguían asesinando y se salían con la suya.
No le había resultado difícil conseguir una orden de registro mientras la experta en arte figuraba en la lista de desaparecidos. Al fin y al cabo, era imprescindible hablar con sus parientes y amigos para averiguar si se había puesto en contacto con ellos. Jack también había planteado al juez la posibilidad remota de que la doctora Petrescu estuviese encerrada en su apartamento e intentara recuperarse de esa experiencia sobrecogedora. El juez firmó la orden sin hacer demasiadas preguntas y manifestó el deseo de que la encontrasen, deseo que ese día tuvo que manifestar varias veces.
Sam se había puesto a llorar desconsoladamente ante la mera mención del nombre de Anna, pero dijo a Jack que lo ayudaría en todo lo que pudiera, lo acompañó al apartamento e incluso abrió la puerta.
Jack deambuló por el piso pequeño y ordenado mientras Sam esperaba en el pasillo. No averiguó mucho más de lo que ya sabía. La libreta de direcciones confirmó el número de teléfono del tío de Anna en Danville y en un sobre figuraban las señas de su madre en Bucarest. Tal vez la única sorpresa fue el pequeño dibujo de Picasso que colgaba en el pasillo y que el artista había firmado a lápiz. El agente del FBI estudió al matador y al toro y llegó a la conclusión de que no se trataba de una reproducción. Le costó creer que Anna lo hubiese robado y colgado en el pasillo para que lo admirasen. ¿Acaso ese dibujo era una gratificación de Fenston por haberlo ayudado a conseguir el Van Gogh? En ese caso, al menos explicaría lo que la experta en arte se proponía. A continuación entró en el dormitorio y vio la única pista que confirmaba que la noche del 11-S Tina había estado en el apartamento. Junto a la cama de Anna había un reloj y Jack miró que hora marcaba: las 8.46.
Regresó a la sala y echó un vistazo a la foto que había en una esquina del escritorio. Supuso que era Anna con sus padres. Abrió un archivador y encontró un fajo de cartas que no pudo leer. La mayoría estaba firmada por «mamá», aunque una o dos llevaban la rúbrica de «Anton». Jack se preguntó si era un pariente o un amigo. Volvió a mirar la foto y le resultó imposible abstenerse de pensar que, si la conociera, su madre invitaría a Anna a probar su guiso irlandés.
– ¡Maldita sea! -exclamó Jack lo suficientemente alto como para que el taxista lo oyese.
– ¿Qué pasa?
– Me he olvidado de llamar a mi madre.
– Entonces tiene un problema grave -aseguró el taxista-. Lo sé porque también soy irlandés.
Jack se preguntó si resultaba tan evidente. Tendría que haber llamado a su madre para avisarle que no podría acudir a la «noche del guiso irlandés», en la que solía reunirse con sus progenitores para celebrar la superioridad de la raza gaélica por encima del resto de las criaturas de Dios. Tampoco lo ayudaba ser hijo único. Debería tratar de acordarse de llamarla desde Londres.
Su padre soñaba con que fuese abogado y en su casa habían realizado muchos sacrificios para hacerlo realidad. Tras veintiséis años en el departamento de policía de Nueva York, el padre de Jack había llegado a la conclusión de que las únicas personas que extraían beneficios del delito eran los abogados y los criminales, por lo que su hijo debía decidir qué camino tomaba.
A pesar de los enigmáticos consejos de su padre, Jack se alistó en el FBI pocos días después de graduarse en derecho por la Universidad de Columbia. Cada sábado su padre no dejaba de protestar porque no ejercía la abogacía y su madre le preguntaba cuándo la haría abuela.
Jack disfrutó de todas las facetas de su trabajo en el FBI, desde el instante en el que llegó a Quantico para recibir formación, pasando por su incorporación a la oficina de campo de Nueva York, hasta su ascenso a jefe de investigaciones. Fue el único que se sorprendió cuando se convirtió en el primero de sus contemporáneos en ser ascendido. Hasta su padre lo felicitó, aunque a regañadientes, y no se privó de comentar que eso solo demostraba que habría sido un abogado extraordinario.
Macy también dejó claro que esperaba que Jack ocupase su puesto en cuanto lo trasladasen a Washington. Claro que antes de que todo eso ocurriera Jack tenía que encarcelar al hombre que convertía en fantasías todas esas ideas acerca de un ascenso. No le quedó más opción que reconocer que ni siquiera había tocado con un guante a Bryce Fenston y que estaba obligado a confiar en una aficionada para que le asestase el golpe de gracia.
Dejó de soñar despierto y llamó a su secretaria:
– Sally, quiero un billete en el primer vuelo que salga para Londres con enlace a Bucarest. Me voy a casa a preparar la maleta.
– Jack, debo advertirle que en el aeropuerto Kennedy no hay disponibilidad hasta la semana que viene -respondió la secretaria.
– Sally, métame en un vuelo a Londres. Me da igual si tengo que sentarme al lado del piloto.
Las reglas eran muy simples: cada día Krantz robaba un móvil, llamaba una sola vez al presidente y, una vez concluida la conversación, tiraba el aparato. Así nadie podía rastrearla.
Fenston estaba sentado ante su escritorio cuando parpadeó la lucecita roja de su línea privada. Solo una persona tenía ese número. Respondió a la llamada.
– ¿Dónde la has localizado?
– En Bucarest -repuso Fenston y colgó.
Krantz echó al Támesis el móvil de la jornada y llamó a un taxi.
– A Gatwick.
Cuando en Heathrow descendió por la escalerilla, Jack no se sorprendió al ver que Tom Crasanti lo esperaba en la pista. Detrás de su viejo amigo aguardaba un coche con el motor en marcha y otro agente mantenía abierta la portezuela.
Jack y Tom no hablaron hasta que la portezuela se cerró y el vehículo arrancó.
– ¿Dónde está Petrescu? -planteó Jack.
– Ya ha aterrizado en Bucarest.
– ¿Y el cuadro?
– Lo pasó por la aduana en el carrito portaequipajes.
– Hay que reconocer que esa mujer tiene estilo.
– Estoy de acuerdo -admitió Tom-, pero tal vez no se imagina contra qué se enfrenta.
– Sospecho que está a punto de averiguarlo porque hay una cosa cierta: si robó la obra, yo no seré el único que la busca.
– En ese caso también tendrás que estar atento a la presencia de los otros -acotó Tom.
– Tienes toda la razón. Además, estás suponiendo que llegaré a Bucarest antes de que Petrescu se dirija a su próximo destino.
– Pues no hay tiempo que perder. Un helicóptero permanece a la espera para trasladarte a Gatwick y retrasarán media hora el vuelo a Bucarest.
– ¿Cómo lo has conseguido? -quiso saber Jack.
– El helicóptero es nuestro, y el retraso, de los ingleses. El embajador llamó al Foreign Office. No sé lo que dijo -reconoció Tom mientras se detenían junto al helicóptero-, pero solo dispones de media hora.
– Gracias por todo -acotó Jack, se apeó del coche y echó a andar hacia el helicóptero.
En medio del estruendo de los rotores que giraban, Tom gritó:
– ¡Recuerda que en Bucarest no tenemos presencia oficial, de modo que te la juegas solo!
Anna se dirigió al vestíbulo del Otopeni, el aeropuerto internacional de Bucarest, y empujó el carrito portaequipajes en el que llevaba una caja de madera, una maleta grande y el ordenador portátil. Se quedó paralizada al ver que un hombre corría hacia ella.
Lo miró con recelo. El individuo medía alrededor de metro setenta y cinco, empezaba a quedarse calvo, tenía la tez rubicunda y tupido bigote negro. Seguramente superaba los sesenta años. Vestía un traje ceñido, lo que apuntaba a que antes había sido más delgado.
El desconocido se detuvo frente a Anna y dijo en rumano:
– Soy Sergei. Anton me dijo que usted telefoneó y le pidió que la recogieran. Ya le he reservado habitación en un pequeño hotel del centro de la ciudad.
Sergei cogió el carrito y lo empujó hacia su taxi. Abrió la portezuela trasera de un Mercedes amarillo que había recorrido más de cuatrocientos ochenta mil kilómetros y esperó a que Anna montase para introducir el equipaje en el maletero y sentarse al volante.
Anna miró por la ventanilla y pensó en lo mucho que la ciudad había cambiado desde su nacimiento: se había convertido en una capital pujante y activa que reclamaba su sitio en el concierto europeo. Modernos edificios de oficinas y un elegante centro comercial habían sustituido la monótona fachada comunista de mosaicos grises de hacía solo una década.
Sergei se detuvo a la puerta del hotel situado en una callejuela, retiró el embalaje del maletero mientras Anna se ocupaba del equipaje y se dirigió al hotel.
– Ante todo me gustaría visitar a mi madre -afirmó Anna después de registrarse.
Sergei consultó el reloj.
– La recogeré a eso de las nueve de la mañana. Así tendrá la posibilidad de dormir unas horas.
– Muchas gracias -respondió Anna.
El taxista la vio entrar en el ascensor y desaparecer con la caja roja en las manos.
Hacía cola para embarcar en el avión cuando Jack la vio por primera vez. Se trataba de una técnica de vigilancia básica: uno se repliega ligeramente por si lo siguen. El truco consiste en impedir que el perseguidor se dé cuenta de que uno se ha enterado. Actúa con normalidad y no vuelve la vista atrás. No resulta nada fácil.
Cada noche, después de las clases, el supervisor de Quantico llevaba a cabo un ejercicio de detección de vigilancia y se dedicaba a seguir hasta su casa a uno de los novatos. Si uno lograba perderlo de vista se ganaba sus elogios. Jack hizo algo más: tras deshacerse del supervisor, realizó su propio ejercicio de detección de vigilancia y lo siguió sin que el profesor reparase en lo que hacía.
Jack subió la escalerilla del avión y ni una sola vez volvió la vista atrás.
Poco después de las nueve, cuando salió del hotel, la doctora Petrescu vio que Sergei la esperaba de pie junto al viejo Mercedes.
– Buenos días, Sergei -lo saludó mientras el taxista abría la portezuela.
– Buenos días, señora. ¿Todavía quiere visitar a su madre?
– Sí -repuso Anna-. Vive en…
Sergei hizo un ademán para indicarle que sabía exactamente adónde tenía que llevarla.
Anna sonrió encantada mientras recorría el centro de la ciudad y pasaba junto a una magnífica fuente que no habría desentonado en los jardines de Versalles. En cuanto llegaron a las afueras de la capital, la imagen pasó rápidamente del color al blanco y negro. Al llegar a la abandonada barriada de Berceni, Anna se percató de que al nuevo régimen le quedaba mucho camino por recorrer si pretendía cumplir con el programa de prosperidad para todos que había prometido a los electores tras la caída de Ceausescu. En el transcurso de unos kilómetros Anna regresó a los conocidos escenarios de su juventud. Vio que muchos compatriotas caminaban cabizbajos y parecían mayores de lo que en realidad eran. Solo los críos que jugaban a la pelota en la calle no se daban por enterados de la degradación que los rodeaba. A Anna la apenaba que su madre siguiese tan decidida a permanecer en su lugar natal después de que su padre fuera asesinado durante el alzamiento. Infinidad de veces había intentado convencerla de que se reuniese con ella en Estados Unidos, pero no hubo manera.
En 1987 un tío al que no conocía la invitó a visitar Illinois. Incluso le envió doscientos dólares para ayudarla a pagar el billete. Su padre le aconsejó que se marchase inmediatamente, pero fue su madre la que predijo que no regresaría. Anna compró el billete de ida y el tío se comprometió a pagar el de vuelta cuando su sobrina quisiera regresar.
Por aquel entonces Anna tenía diecisiete años y se enamoró de Estados Unidos incluso antes de que el barco atracase. Al cabo de unas pocas semanas, Ceausescu aplicó severas medidas contra todo aquel que se atrevió a oponerse a su régimen draconiano. El padre advirtió a Anna por carta que si regresaba correría riesgos.
Fue su última carta. Tres semanas después se unió a los rebeldes y no volvieron a verlo.
Anna echaba muchísimo de menos a su madre y no cesó de repetirle que se reunieran en Illinois, pero la respuesta fue siempre la misma: «Esta es mi tierra, el lugar donde nací y en el que moriré. Soy demasiado vieja para emprender una nueva vida». Anna la regañó por considerarse vieja. Su madre solo tenía cincuenta y un años, pero eran cincuenta y un años rumanos y tercos, así que aceptó a regañadientes que nada la haría cambiar de parecer. Un mes después, su tío George la inscribió en la escuela local. Los disturbios no cesaron en Rumania, por lo que Anna terminó los estudios y posteriormente aprovechó la posibilidad de hacer un doctorado en la Universidad de Pensilvania, en una disciplina sin barreras idiomáticas.
La doctora Petrescu no dejó de escribir cada mes a su madre, pese a que estaba claro que las misivas no le llegaban, ya que las respuestas irregulares que recibió a menudo incluían preguntas a las que ya había contestado.
Al concluir los estudios y empezar a trabajar en Sotheby's, la primera decisión que Anna tomó consistió en abrir en Bucarest una cuenta bancaria a nombre de su madre, a la que el primero de cada mes transfería cuatrocientos dólares, a pesar de que habría preferido…
– La esperaré -dijo Sergei cuando el taxi paró frente a un destartalado bloque de pisos de la piata Resitei.
– Gracias.
Anna contempló la finca anterior a la Segunda Guerra Mundial en la que había nacido y en la que todavía vivía su madre. Se preguntó en qué había gastado el dinero su progenitora. Pisó el sendero atiborrado de hierbajos que de pequeña le había parecido anchísimo porque era incapaz de atravesarlo de un salto.
Los niños que jugaban a la pelota en la calle miraron con recelo a la desconocida que vestía elegante chaqueta de hilo, tejano con rotos a la última moda y finísimas zapatillas y que recorrió el sendero desgastado y lleno de agujeros. Ellos también llevaban tejanos rotos. Pese a sus intentos, el ascensor no se movió, por lo que Anna llegó a la conclusión de que nada cambia y se dijo que por ese motivo los apartamentos más buscados eran los de las plantas inferiores. Le costaba entender que su madre no se hubiese mudado hacía años. Le había enviado dinero más que suficiente para que alquilase un piso cómodo en otro barrio. A medida que subía la escalera su sentimiento de culpa fue en aumento. Había olvidado que era espantoso y que, como los niños que jugaban a la pelota en la calle, en el pasado fue lo único que conoció.
Cuando llegó al piso dieciséis, Anna hizo un alto para recuperar el aliento. No era de extrañar que su madre casi nunca saliese del apartamento. En los pisos superiores vivían personas mayores de sesenta años que estaban confinadas por motivos de salud. La asaltaron las dudas antes de llamar a la puerta que desde su partida no había visto una mano de pintura.
Esperó un rato hasta que una señora frágil, de pelo blanco y vestida de negro de la cabeza a los pies abrió la puerta, aunque solo unos centímetros. Madre e hija se miraron. Repentinamente Elsa Petrescu abrió la puerta de par en par, abrazó a su hija y gritó con una voz tan cascada como su aspecto:
– ¡Anna, Anna, Anna!
Madre e hija rompieron a llorar.
La anciana no dejó de aferrar la mano de su hija y la hizo entrar en el piso en el que había nacido. Estaba impecable y Anna se acordó de todo porque nada había cambiado: el sofá y las sillas que la abuela les había legado, las fotos de la familia, en blanco y negro y sin enmarcar; un cubo de carbón vacío, una alfombra que de tan gastada resultaba difícil distinguir el dibujo original. La única novedad era el extraordinario cuadro que colgaba de una de las paredes, por lo demás vacías. Al admirar el retrato de su padre, Anna recordó de dónde había surgido su amor al arte.
– Anna, Anna, tengo tantas preguntas que hacerte… ¿Por dónde empiezo? -preguntó Elsa Petrescu sin dejar de estrechar la mano de su hija.
Caía la tarde y Anna aún no había terminado de responder a las preguntas de su madre. Por enésima vez repitió la misma súplica:
– Te lo ruego, mamá, vente a vivir conmigo a Estados Unidos.
– No -respondió con tono desafiante-. Mis amigos y mis recuerdos están aquí. Soy demasiado vieja para emprender una nueva vida.
– En ese caso, ¿por qué no te mudas a otro distrito de la ciudad? Podría conseguirte algo en una planta inferior…
La señora Petrescu respondió quedamente:
– Aquí me casé, aquí naciste, aquí he vivido con tu querido padre durante más de treinta años y aquí moriré cuando Dios decida que ha llegado mi hora. -Sonrió a su hija-. Si me fuera, ¿quién cuidaría de la tumba de tu padre? -inquirió como si jamás hubiese planteado esa pregunta. Miró a su hija a los ojos y, tras hacer una pausa, apostilló-: Ya sabes que estaba encantado de que te fueras a Estados Unidos, a vivir con su hermano… Ahora comprendo que tenía razón.
Anna paseó la mirada a su alrededor.
– ¿Por qué no has gastado parte del dinero que te he enviado?
– Lo he gastado, pero no en mí misma -repuso su madre con firmeza-, ya que no quiero nada.
– ¿Y en qué lo has gastado?
– En Anton.
– ¿En Anton? -repitió Anna.
– Sí, en Anton -confirmó la señora Petrescu-. ¿Te enteraste de que salió de la cárcel?
– Por supuesto. En cuanto detuvieron a Ceausescu me escribió y me pidió una foto de papá. -Anna sonrió y contempló el retrato de su padre.
– Es muy bueno -opinó su madre.
– Ya lo creo -confirmó Anna.
– Anton ha vuelto a su trabajo de siempre en la academia y ahora es profesor de perspectiva. Si te hubieras casado con él serías la esposa de un profesor.
– ¿Sigue pintando? -inquirió para evitar la siguiente e ineludible pregunta de su madre.
– Sí -repuso la señora Petrescu-, aunque su responsabilidad principal consiste en dar clases a los graduados de la Universitatea de Arte. En Rumania es imposible ganarse la vida como pintor -apostilló con pesar-. Con el talento que tiene, Anton tendría que haberse ido a Estados Unidos.
Anna volvió a estudiar el magnífico retrato que Anton había hecho de su padre y se dio cuenta de que su madre tenía razón; el profesor poseía tantos dones que en Nueva York habría prosperado.
– ¿A qué dedica el dinero?
– Compra telas, pintura, pinceles y el resto de los materiales que sus alumnos no pueden pagar. Como verás, tu generosidad sirve para una buena finalidad. -La señora Petrescu hizo una pausa-. Anna, ¿verdad que Anton fue tu primer amor?
La experta en arte no se imaginaba que un comentario de su madre todavía la hiciese ruborizar.
– Sí -reconoció-. También supongo que yo fui el suyo.
– Ahora está casado y tiene un niño pequeño que se llama Peter. -Hizo otra pausa-. ¿Tienes algún amigo especial?
– No, mamá.
– ¿Es por eso que has vuelto? ¿Huyes de algo o de alguien?
– ¿Por qué me lo preguntas? -inquirió Anna a la defensiva.
– Porque tu mirada transmite tristeza y miedo -respondió y miró a su hija-. Ni de pequeña eras capaz de ocultar esos sentimientos.
– Tengo un par de problemas, pero con el tiempo se resolverán -repuso Anna y sonrió-. Dicho sea de paso, creo que Anton podría ayudarme a resolver un contratiempo y me gustaría reunirme con él en la academia a tomar algo. ¿Quieres que le diga algo de tu parte? -La madre no respondió. Se había quedado dormida. Anna acomodó la mantita que le cubría las piernas y la besó en la frente antes de musitar-: Mamá, volveré mañana por la mañana.
Salió del apartamento sin hacer ruido. Bajó por la escalera llena de trastos y se alegró al ver que el viejo Mercedes amarillo seguía aparcado junto al bordillo.
Anna regresó al hotel y, tras una ducha rápida y cambiarse de ropa, el chófer la llevó a la academia de arte de la piata Universitatii.
Con el paso del tiempo el edificio no había perdido su elegancia ni encanto y al ascender por la escalinata en dirección a las impresionantes puertas talladas, Anna se sintió abrumada por los recuerdos de su introducción a las grandes obras de arte expuestas en galerías que entonces estaba segura de que jamás visitaría. Se dirigió a la recepción y preguntó dónde tenía lugar la conferencia del profesor Teodorescu.
– En la sala principal del tercer piso -respondió la joven que se encontraba detrás del mostrador-. Debe saber que ya ha comenzado.
Anna dio las gracias a la estudiante y, sin pedir ayuda, subió por la ancha escalinata de mármol que conducía al tercer piso. Se detuvo y leyó el cartel colgado en el pasillo:
La influencia de Picasso en el arte del siglo xx
profesor Anton Teodorescu
ESTA NOCHE A LAS 19.00
No le hizo falta la flecha que señalaba en la dirección correspondiente. Abrió la puerta con delicadeza y se alegró al ver que la sala de conferencias estaba a oscuras. Subió los escalones situados a un costado de la sala y se sentó en la parte trasera.
La diapositiva del Guernica llenaba la pantalla. Anton explicaba que el impresionante cuadro fue pintado en 1937, en plena Guerra Civil española, cuando Picasso se encontraba en su apogeo. Añadió que Picasso había tardado tres semanas en plasmar el bombardeo y la matanza resultante y que, indiscutiblemente, la imagen estaba influida por el odio que el artista sentía hacia Franco, el dictador español. Los alumnos escuchaban con atención y varios tomaban notas. El valeroso discurso de Anton hizo que Anna recordase por qué, hacía tantos años, se había enamorado de él, momento en el que no solo perdió la virginidad junto a un artista, sino que inició una aventura para toda la vida con el arte.
Cuando la presentación de Anton concluyó los embelesados aplausos la convencieron de que los estudiantes habían disfrutado mucho con la conferencia. Anton no había perdido ni un ápice de su habilidad para motivar y alimentar el entusiasmo de los jóvenes por la especialidad que escogían.
Anna observó a su primer amor mientras recogía las diapositivas y las guardaba en un viejo maletín. Alto, anguloso y con la tupida melena oscura y rizada, la vieja chaqueta de pana marrón y la camisa con el cuello abierto le daban aspecto de estudiante eterno. La experta en arte reparó en que Anton había engordado varios kilos, pero eso no le hizo perder atractivo. En cuanto el último estudiante salió, Anna se dirigió a la parte delantera de la sala.
Anton la miró por encima de las gafas de media montura y, evidentemente, se preparó para responder a la pregunta de la alumna que se acercaba. Cuando la reconoció no habló, se limitó a mirarla fijamente.
– ¡Anna! -exclamó por fin-. Es una suerte que no supiera que formabas parte de los asistentes, ya que probablemente sabes más que yo sobre Picasso.
Anna lo besó en ambas mejillas, rió y comentó:
– No has perdido tu encanto ni tu capacidad de soltar halagos.
Anton levantó las manos como si se diera por vencido y sonrió de oreja a oreja.
– ¿Sergei fue a recogerte al aeropuerto?
– Sí, gracias -replicó Anna-. ¿Dónde lo conociste?
– En la cárcel -respondió Anton-. Tuvo suerte y sobrevivió al régimen de Ceausescu. ¿Ya has visitado a tu bendita madre?
– Así es. He visto que continúa viviendo en condiciones que no son mucho mejores que las de la cárcel.
– Estoy totalmente de acuerdo. Te aseguro que he intentado remediarlo por todos los medios pero, por otro lado, tus dólares y su generosidad permiten que algunos de mis mejores alumnos…
– Lo sé -lo interrumpió Anna-. Mamá me lo ha explicado.
– No puedes ni imaginártelo -prosiguió Anton-. Bien, te mostraré algunos resultados de tu inversión.
Anton cogió a Anna de la mano, como si todavía fueran estudiantes, y la condujo escaleras abajo hasta el largo pasillo de la primera planta, cuyas paredes estaban ocupadas por cuadros realizados con todas las técnicas imaginables.
– Son de los alumnos galardonados este año -explicó el profesor y abrió los brazos como un padre orgulloso-. Cada uno de los cuadros presentados se ha pintado en un lienzo proporcionado por ti. A decir verdad, uno de los galardones lleva tu apellido: el premio Petrescu. -Hizo una pausa-. Me encantaría que escogieses al ganador, lo que no solo me llenaría de orgullo a mí, sino a uno de los estudiantes.
– Me siento muy halagada -admitió Anna sonriente y caminó hacia la larga hilera de lienzos.
Tardó lo suyo en recorrer el largo pasillo y de vez en cuando se detuvo a estudiar más atentamente una imagen. Estaba claro que Anton había transmitido a los estudiantes la importancia de dibujar antes de permitir que se expresasen con otros medios. Solía decir que no era necesario molestarse con el pincel si antes no dominas el lápiz. Por otro lado, la variedad de temas y los osados enfoques demostraban que también había dado pie a que se expresasen. Algunos no lo consiguieron plenamente y otros pusieron de relieve que tenían talento. Al final Anna se detuvo frente a un óleo titulado Libertad, que representaba la salida del sol sobre Bucarest.
– Conozco cierto caballero que apreciaría esta obra -comentó.
– Eres tan sutil como siempre -aseguró Anton y sonrió-. Danuta Sekalska es la mejor estudiante de este curso y le han propuesto continuar los estudios en la escuela de bellas artes Slade, de Londres, pero no sabemos si lograremos reunir el dinero para cubrir los gastos. -Consultó la hora-. ¿Tienes tiempo para tomar algo?
– Por supuesto. Debo reconocer que necesito pedirte un favor… -Anna hizo una pausa-. Mejor dicho, se trata de dos favores.
Anton volvió a cogerla de la mano y la guió por el pasillo hacia el comedor de los profesores. Cuando entraron en la sala común, Anna oyó conversaciones afables, ya que los tutores intercambiaban anécdotas y se reunían en corro para disfrutar de algo tan sencillo como un buen café. Por lo visto, no se daban cuenta de que los muebles, las tazas, los platos y hasta es posible que las galletas habrían sido rechazados por cualquier vagabundo que se precie y que acuda a un hostal del ejército de Salvación en el Bronx.
Anton sirvió dos tazas de café.
– Si la memoria no me falla, lo tomas solo. No es lo mismo que un Starbucks, pero todo se andará -bromeó. Varios profesores volvieron la cabeza cuando Anton condujo a su antigua alumna hasta un lugar junto al fuego y se sentó frente a ella-. Anna, ¿qué puedo hacer por ti? Es indudable que estoy en deuda contigo.
– Tiene que ver con mi madre -respondió quedamente la experta en arte-. Necesito tu ayuda. No consigo que gaste un céntimo en sí misma. Le vendrían muy bien una alfombra nueva, un sofá, un televisor y un teléfono, por no hablar de una mano de pintura a la puerta del apartamento.
– ¿Crees que no lo he intentado? ¿De dónde supones que sale tu vena testaruda? Hasta le propuse que se viniera a vivir con nosotros. No es un palacio, pero está muchísimo mejor que el tugurio en el que actualmente vive. -Anton bebió un gran sorbo de café-. Te prometo que volveré a intentarlo… que lo intentaré con más ahínco.
– Te lo agradezco -replicó Anna y permaneció en silencio mientras Anton liaba un cigarrillo-. Veo que no he logrado convencerte de que dejases de fumar.
– A mí no me confunden las deslumbradoras luces de Nueva York -bromeó el profesor y lanzó una carcajada. Encendió el cigarrillo liado a mano y apostilló-: ¿Cuál es el otro favor?
– Tendrás que pensarlo mucho antes de responder -advirtió Anna con tono ecuánime.
Anton dejó la taza de café sobre la mesa, dio una calada profunda y escuchó atentamente mientras su antigua alumna explicaba con todo lujo de detalles cómo podía ayudarla.
– ¿Lo has hablado con tu madre?
– No -reconoció Anna-. Creo que es mejor que no sepa los verdaderos motivos por los que he venido a Bucarest.
– ¿De cuánto tiempo dispongo?
– De tres, tal vez de cuatro días. Todo depende del éxito que tenga mientras esté fuera -acotó sin dar más explicaciones.
– ¿Qué sucederá si me descubren? -quiso saber Anton y volvió a dar una buena calada al cigarrillo.
– Probablemente te meterán en la cárcel.
– Y a ti, ¿qué te harán?
– El lienzo será enviado a Nueva York y utilizado como prueba por parte de la acusación. Si necesitas más dinero para…
– No, todavía tengo más de ocho mil dólares del dinero de tu madre, de modo que…
– ¿Has dicho ocho mil?
– En Rumania un dólar da para mucho.
– ¿Puedo sobornarte?
– ¿Sobornarme?
– Si aceptas el encargo pagaré los estudios de tu alumna, Danuta Sekalska, en la Slade.
Anton reflexionó, apagó el cigarrillo y murmuró:
– Volverás dentro de tres días.
– Cuatro como máximo -precisó Anna.
– En ese caso, espero ser tan competente como crees.
– Soy Vincent.
– ¿Dónde estás?
– Visitando a mi madre.
– En ese caso, no pierdas más tiempo.
– ¿Por qué?
– Porque el perseguidor sabe dónde estás.
– Me temo que, en ese caso, volverá a perderme la pista.
– No estoy muy convencida de que el perseguidor sea un hombre.
– ¿Por qué lo dices?
– Cuando fui a tu funeral vi que Fenston hablaba con una mujer en el asiento trasero del coche.
– Eso no demuestra que…
– Estoy de acuerdo, pero lo que me preocupa es que hasta ahora jamás la había visto.
– Puede que sea una de las amiguitas del jefe.
– Esa mujer no es amiguita de nadie.
– Descríbela.
– Más o menos metro cincuenta, delgada y con el pelo oscuro.
– Donde voy hay mucha gente así.
– ¿Te llevas el cuadro?
– No, lo he dejado donde nadie mirará dos veces para saber si está.
La conexión se interrumpió.
Leapman pulsó el botón de apagado y repitió:
– «Donde nadie mirará dos veces para saber si está».
– Donde nadie mirará -insistió Fenston-. Seguramente sigue en el embalaje original.
– De acuerdo. Lo que me gustaría saber es adónde irá a continuación.
– A un país cuyos habitantes rondan el metro cincuenta, son delgados y tienen el pelo oscuro.
– A Japón -decretó Leapman.
– ¿Estás absolutamente seguro? -quiso saber Fenston.
– Lo estoy porque figura en su informe. Intentará vender tu cuadro a la única persona incapaz de rechazarlo.
– A Nakamura -afirmó Fenston.