Leapman estaba despierto mucho antes de que llegase la hora en la que la limusina pasaría a buscarlo. No era precisamente el mejor día para quedarse dormido.
Abandonó la cama y se dirigió al cuarto de baño. Por muy minuciosamente que se afeitara, Leapman sabía que antes de acostarse tendría sombras en la barbilla. En un puente de tres días podría dejarse barba. Se duchó y se afeitó, pero no se tomó la molestia de desayunar. La camarera del jet privado del banco le serviría café con cruasanes. Llegó a la conclusión de que ningún habitante de ese destartalado bloque de apartamentos de un barrio tan poco elegante se creería que un par de horas más tarde Leapman sería el único pasajero de un Gulfstream V que volaba hacia Londres.
Echó un vistazo al armario medio vacío y escogió el último traje que había comprado, su camisa preferida y una corbata que estaba a punto de estrenar. No le apetecía que el piloto fuese mejor vestido.
Leapman se acercó a la ventana, aguardó la llegada de la limusina y se dio cuenta de que su pisito no era mucho mejor que la celda en la que había pasado cuatro años. Miró calle Cuarenta y tres abajo mientras la llamativa limusina se detenía junto al bordillo.
Leapman se aposentó en el asiento trasero del vehículo y no cruzó palabra con el chófer, que mantuvo abierta la portezuela. Al igual que Fenston, el abogado pulsó el botón del reposabrazos y vio la pantalla de cristal gris humo que subió y lo separó del chófer. Durante las veinticuatro horas siguientes viviría en otro mundo.
Cuarenta y cinco minutos después la limusina abandonó la autopista Van Wyck y cogió la salida que conducía al aeropuerto Kennedy. El chófer atravesó una entrada que pocos pasajeros conocen y se detuvo junto a una pequeña terminal que solo utilizan los privilegiados que vuelan en sus propios aviones. Leapman se apeó de la limusina y lo condujeron a una sala privada, donde lo aguardaba el comandante del Gulfstream V de Fenston Finance.
– ¿Existe la más mínima posibilidad de despegar antes de lo previsto? -preguntó Leapman y tomó asiento en un cómodo sillón de cuero.
– No, señor -respondió el comandante-. Los aviones despegan cada cuarenta y cinco segundos y nuestro hueco está confirmado para las siete y veinte.
Leapman masculló algo para sus adentros y se enfrascó en la lectura de la prensa matutina.
La noticia principal del New York Times se refería a la propuesta del presidente Bush de ofrecer una recompensa de cincuenta millones de dólares por la captura de Osama Bin Laden, algo que, en opinión de Leapman, era ni más ni menos que la habitual aproximación texana a la ley y el orden, actitud que el país había adoptado durante los últimos cien años. El Wall Street Journal mencionaba que Fenston Finance había bajado doce céntimos más, destino compartido por varias empresas cuya sede central estaba en el World Trade Center. En cuanto tuviese el Van Gogh, la entidad financiera podría soportar una temporada de acciones cotizadas a la baja mientras se encargaba de consolidar el resultado final. Un integrante de la tripulación de cabina interrumpió sus pensamientos cuando dijo:
– Señor, ya puede subir al avión. Despegaremos aproximadamente dentro de un cuarto de hora.
Un vehículo lo condujo hasta la escalerilla del jet, que comenzó a deslizarse por la pista incluso antes de que terminara de beber el zumo de naranja. El abogado no se relajó hasta que el avión alcanzó la altitud de crucero y apagaron el letrero, con lo que lo autorizaron a desabrocharse el cinturón. Se inclinó, cogió el teléfono y marcó el número privado de Fenston.
– Estoy de camino y no hay motivos que impidan que mañana a esta hora… -Leapman hizo una pausa-. Nada impide que mañana a esta hora esté de regreso con un holandés sentado a mi lado.
– Llámame en cuanto el avión aterrice -repuso el presidente.
Tina desconectó la extensión del teléfono del presidente.
Últimamente Leapman se había presentado en su despacho cada vez con más frecuencia… y sin llamar y tampoco disimulaba su convencimiento de que Anna seguía viva y estaba en contacto con ella.
Esa mañana el jet de la empresa había despegado puntualmente del aeropuerto Kennedy y Tina escuchó la conversación que el presidente mantuvo con Leapman. Se percató de que Anna solo llevaba unas pocas horas de ventaja… suponiendo que estuviera en Londres.
Tina pensó que al día siguiente Leapman estaría de regreso en Nueva York e imaginó la repugnante sonrisa que esbozaría cuando le entregase el Van Gogh al presidente. Siguió descargando los últimos contratos, que poco antes había enviado por correo electrónico a su dirección personal, actividad que solo realizaba cuando Leapman no estaba en el despacho y Fenston se encontraba muy ocupado.
El primer vuelo de esa mañana al aeropuerto londinense de Gatwick salía de Schiphol a las diez en punto. Anna compró el billete en el mostrador de British Airways, donde advirtieron de que el vuelo llevaba veinte minutos de retraso porque el aparato entrante todavía no había aterrizado. Aprovechó esa demora para ducharse y cambiarse de ropa. Schiphol era un aeropuerto acostumbrado a los viajeros que pasaban la noche entre sus paredes. Anna escogió la vestimenta más conservadora que llevaba en su reducido guardarropa y se preparó para la reunión con Victoria.
Fue al Caffè Nero a tomar café y hojeó las páginas del Herald Tribune: el titular de la segunda página se refería a una recompensa de cincuenta millones de dólares, cifra inferior a la que pagarían por el Van Gogh en cualquier casa de subastas. No perdió tiempo en leer el artículo, pues debía repasar las prioridades antes de encontrarse cara a cara con Victoria.
Ante todo debía averiguar dónde estaba el Van Gogh. Si Ruth Parish tenía el cuadro guardado, Anna aconsejaría a Victoria que la llamase y exigiera que lo devolviese sin dilaciones a Wentworth Hall; también añadiría que estaba dispuesta a advertir a Ruth de que Fenston Finance no podía retener la pintura contra la voluntad de Victoria, sobre todo si desaparecía el único contrato existente. Tuvo la sospecha de que a Victoria esto último no le agradaría pero, si lo aceptaba, Anna se pondría en contacto con el señor Nakamura, en Tokio, e intentaría averiguar…
– Se ruega a los pasajeros del vuelo 8112 de British Airways, con destino al aeropuerto londinense de Gatwick, que embarquen por la puerta D catorce -anunció una voz por el sistema de megafonía.
Mientras cruzaban el canal de la Mancha, Anna repasó una y otra vez su plan e intentó encontrarle pegas, pero solo pudo pensar en dos personas que no lo considerarían sensato. Al cabo de treinta y cinco minutos el avión aterrizó en Gatwick.
Al pisar suelo inglés Anna consultó la hora y se dio cuenta de que nueve horas más tarde Leapman llegaría a Heathrow. Atravesó el control de pasaportes, recogió el equipaje y se dispuso a alquilar un coche. Evitó los servicios de la Happy Hire Company e hizo cola en el mostrador de Avis.
No reparó en la presencia del joven elegantemente vestido que se encontraba en la tienda libre de impuestos y que habló con tono bajo por el móvil:
– Acaba de aterrizar. No la perderé de vista.
Leapman se repantigó en el mullido asiento de cuero, mucho más cómodo que todos los muebles de su apartamento de la calle Cuarenta y tres. La camarera le sirvió café solo en una taza de porcelana con reborde de oro, que le acercó en una bandeja de plata. El abogado acomodó la espalda y pensó en la tarea que lo aguardaba. Sabía que no era más que un intermediario pobre, por mucho que el encargo que debía cumplir tuviera que ver con uno de los cuadros más valiosos que existían. Despreciaba a Fenston, que jamás lo había tratado como a un igual. Si una sola vez Fenston hubiese reconocido sus contribuciones al éxito de la compañía y reaccionado ante sus ideas como si fuera un colega respetado en vez de un lacayo a sueldo… aunque lo cierto es que tampoco pagaba tan bien… Si alguna vez se hubiera tomado la molestia de agradecérselo, habría sido suficiente. Es verdad que Fenston lo había sacado del arroyo… pero únicamente para meterlo en otro.
Durante una década había estado al servicio de Fenston y había sido testigo de la manera en la que el simplón emigrante de Bucarest trepaba por la escala de la riqueza y el estatus, escala que él mismo había sujetado, al tiempo que no era más que un compañero de viaje. Claro que todo eso podía cambiar de la noche a la mañana. Bastaba con que esa mujer cometiera un simple error para que sus papeles se invirtiesen. Fenston acabaría entre rejas y Leapman dispondría de una fortuna que absolutamente nadie podría rastrear.
– Señor Leapman, ¿le apetece otra taza de café? -ofreció la azafata.
Anna no necesitaba mapa para llegar a Wentworth Hall, aunque debía acordarse de no coger el camino equivocado por cualquiera de las numerosas rotondas.
Cuarenta minutos después franqueó la verja de la mansión. Antes de su visita a Wentworth Hall, la doctora Petrescu no tenía demasiados conocimientos sobre la arquitectura barroca que predomina en las residencias de finales del xvii y principios del xviii de la Inglaterra aristocrática. La mole, nombre con el que Victoria había descrito su hogar, fue construida en 1697 por sir John Vanbrugh. Fue su primer encargo antes de que le encomendasen la construcción del castillo Howard y, más adelante, el palacio Blenheim, para otro militar triunfal… después de lo cual se convirtió en el arquitecto más solicitado de Europa.
La larga calzada de acceso a la residencia estaba bordeada por excelentes robles con la misma solera que la casa propiamente dicha, aunque se veían algunos huecos en los sitios donde los árboles habían caído, víctimas de las intensas tormentas de 1987. Anna condujo junto al rebuscado lago poblado con carpas Magoi Koi, oriundas de Japón; también pasó al lado de dos pistas de tenis y una de cróquet salpicadas con las primeras hojas otoñales. Al girar en el recodo, la imponente residencia rodeada de césped típicamente inglesa pareció elevarse y dominar el horizonte.
En cierto momento Victoria le había comentado a Anna que la casa tenía sesenta y siete habitaciones, catorce de las cuales eran dormitorios de huéspedes. El que ella había utilizado en la primera planta, conocido como la habitación Van Gogh, tenía más o menos el mismo tamaño que su apartamento de Nueva York.
Al acercarse a la mole, Anna reparó en que el estandarte con el escudo familiar, izado en la torre este, ondeaba a media asta. Detuvo el coche y se preguntó cuál de los numerosos parientes entrados en años de Victoria había fallecido.
La puerta de roble macizo se abrió incluso antes de que Anna terminase de subir la escalinata. Anheló fervientemente que Victoria estuviera en casa y que Fenston desconociese que se encontraba en Inglaterra.
– Buenos días, señora -saludó el mayordomo-. ¿En qué puedo ayudarla?
Anna quedó tan sorprendida por el tono formal de Andrews que le habría gustado preguntarle si no la reconocía. Durante su estancia en la mansión, el mayordomo se había mostrado muy amistoso. Anna se hizo eco de su actitud formal.
– Necesito hablar urgentemente con lady Victoria.
– Me temo que no es posible, pero veré si la señora está libre -respondió Andrews-. Espero que tenga la amabilidad de esperar aquí mientras consulto a la señora.
Anna no sabía qué había querido decir Andrews cuando aseguró que no era posible, aunque averiguaría si la señora…
Mientras aguardaba en la entrada contempló el retrato de lady Catherine Wentworth, pintado por Gainsborough. Recordaba cada cuadro de la casa y dirigió la mirada hacia su preferido, situado en lo alto de la escalera, un Romney de La señora Siddons como Porcia. Se volvió hacia la puerta de la sala y vio el cuadro de Stubbs titulado Actaeon, ganador del derby, el caballo preferido de sir Harry Wentworth, que aún seguía perfectamente en su departamento de las cuadras. Si se regía por sus consejos, como mínimo Victoria salvaría el resto de la colección.
El mayordomo regresó con el mismo paso mesurado con el que se había alejado.
– La señora la recibirá… si tiene la amabilidad de reunirse con ella en el salón.
Andrews hizo una ligera inclinación y la condujo a través de la entrada.
Anna intentó concentrarse en su plan de seis puntos, pero sabía que ante todo debía explicar por qué había llegado a la cita con cuarenta y ocho horas de retraso, aunque estaba segura de que Victoria se había enterado de los horrores del martes e incluso de que se sorprendería al comprobar que había sobrevivido.
Al entrar en el salón, la experta en arte avistó a Victoria cabizbaja, vestida de luto riguroso, sentada en el sofá y con un perro labrador de tono chocolate tumbado a sus pies. No recordaba que Victoria tuviese perros y la sorprendió que la inglesa no se incorporara de un salto y la saludase con su calidez habitual. Victoria alzó la cabeza y Anna dejó escapar una exclamación de sorpresa cuando Arabella Wentworth la miró fríamente. En esa fracción de segundo la doctora comprendió los motivos por los que el estandarte familiar ondeaba a media asta. Permaneció en silencio mientras intentaba asimilar la certeza de que no volvería a ver a Victoria y de que tendría que convencer a su hermana, a la que hasta entonces jamás había visto. Anna ni siquiera recordaba su nombre. La imagen refleja no se incorporó del sofá ni extendió la mano.
– Doctora Petrescu, ¿quiere una taza de té? -preguntó Arabella con tono tan distante que daba la sensación de que esperaba que la respuesta fuese negativa.
– No, gracias -repuso Anna y continuó de pie-. ¿Me permite preguntar cómo murió Victoria? -inquirió quedamente.
– Me figuré que ya lo sabía -replicó Arabella con acritud.
– No sé de qué está hablando -reconoció Anna.
– En ese caso, ¿por qué está aquí? ¿No ha venido a buscar el resto de los objetos de plata de la familia?
– He venido a aconsejar a Victoria que no permita que se lleven el Van Gogh sin darme la oportunidad de…
– Se llevaron el cuadro el martes -la interrumpió Arabella e hizo una pausa-. Ni siquiera tuvieron la decencia de esperar a que se celebrase el funeral.
– Intenté llamar, pero no me proporcionaron el número. Si hubiera logrado comunicarme… -masculló Anna de forma incomprensible y de pronto añadió-: Ahora es demasiado tarde.
– ¿Para qué es demasiado tarde?
– Envié a Victoria una copia de mi informe, en el que le recomendaba que…
– Es verdad, he leído su informe, pero tiene razón, ya es demasiado tarde. Mi nuevo abogado me ha advertido que es posible que pasen varios años antes de aclarar las cuestiones hereditarias, pero para entonces ya lo habremos perdido todo.
– Probablemente ese fue el motivo por el que no querían que viajase a Inglaterra y me reuniera personalmente con Victoria -apostilló Anna sin dar más explicaciones.
– No comprendo qué quiere decir -reconoció Arabella y estudió con más atención a Anna.
– El martes Fenston me despidió por haber enviado a Victoria una copia de mi informe.
– Victoria lo leyó -aseguró Arabella con tono bajo-. Tengo una carta en la que confirma que pensaba seguir sus consejos, pero la escribió antes de sufrir una muerte cruel.
– ¿Cómo falleció? -inquirió Anna con gran delicadeza.
– La asesinaron de manera infame y cobarde -contestó Arabella. Hizo una pausa, miró a Anna a los ojos y acotó-: No me cabe la menor duda de que el señor Fenston le proporcionará todos los detalles. -Como no se le ocurrió nada que decir, Anna inclinó la cabeza y pensó que su plan de seis puntos se había ido al garete. Fenston había ganado la partida-. Mi querida Victoria era muy confiada y supongo que demasiado ingenua. Nadie merece ser tratado de esa forma, menos aún una persona tan afable como mi dulce hermana.
– Lo siento profundamente -afirmó Anna-. No lo sabía. Le ruego que me crea. No tenía ni la más remota idea.
Arabella contempló el jardín a través de la ventana y guardó silencio unos instantes. Se volvió temblorosa y miró a Anna.
– La creo -aseguró Arabella-. En un primer momento supuse que era usted la responsable de esta espantosa pantomima. -Volvió a hacer una pausa-. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocada pero, por desgracia, es demasiado tarde y ya no podemos hacer nada.
– Yo no estaría tan segura -opinó Anna y miró a Arabella con impetuosa determinación-. Claro que para hacer algo tengo que pedirle que confíe en mí tanto como Victoria.
– ¿A qué se refiere cuando dice que confíe en usted?
– Deme la oportunidad de demostrarle que no soy responsable de la muerte de su hermana.
– ¿Y cómo se propone lograrlo?
– Recuperando el Van Gogh.
– Le he dicho que ya se han llevado el cuadro.
– Lo sé -confirmó Anna-, pero aún tiene que estar en Inglaterra, ya que Fenston ha enviado a Leapman a recogerlo. -Anna consultó el reloj-. Dentro de pocas horas aterrizará en Heathrow.
– Aunque consiguiera hacerse con el cuadro, ¿cómo se resolvería el problema?
Anna perfiló su plan y le agradó ver que, de vez en cuando, Arabella asentía. Finalmente añadió:
– Necesito su apoyo porque, de lo contrario, lo que me propongo podría conducirme a la cárcel.
Arabella guardó silencio unos segundos y por último declaró:
– Es usted una joven valiente. Me pregunto si sabe hasta qué punto es valerosa. Por otro lado, si está dispuesta a correr semejantes riesgos, yo también lo haré y la respaldaré hasta las últimas consecuencias.
Anna sonrió e inquirió:
– ¿Puede decirme quién recogió el Van Gogh?
Arabella abandonó el sofá y cruzó el salón hasta el escritorio. El perro la siguió. Cogió una tarjeta comercial y leyó:
– La señora Ruth Parish, de Art Locations.
– Tal como sospechaba -masculló Anna-. Debo marcharme inmediatamente, pues solo dispongo de unas horas antes de la llegada de Leapman.
Anna avanzó unos pasos y extendió la mano, pero Arabella no se dio por aludida. La hermana de Victoria le dio un abrazo y afirmó:
– Si puedo hacer algo para ayudarla a vengar la muerte de mi hermana…
– ¿Lo que sea?
– Lo que sea -confirmó Arabella.
– Cuando la Torre Norte se desplomó, se destruyó toda la información relacionada con el préstamo de Victoria -explicó Anna-, incluido el contrato original. La única copia que existe está en su poder. Si pudiera…
– No es necesario que diga nada más -la interrumpió Arabella.
Anna sonrió y se dio cuenta de que ya no trataba con Victoria.
Giró para marcharse y llegó a la entrada mucho antes de que el mayordomo tuviese tiempo de abrir la puerta.
Desde la ventana del salón Arabella contempló el coche de Anna, que se perdió calzada abajo y desapareció de la vista. Se preguntó si volvería a verla alguna vez.
Una voz dijo:
– Petrescu acaba de salir de Wentworth Hall. Ha emprendido el regreso en dirección al centro de Londres. La seguiré y lo mantendré informado.
Anna salió de Wentworth Hall y se dirigió a la M25 en busca de un letrero que la condujera a Heathrow. Consultó el reloj del salpicadero. Eran casi las dos de la tarde, por lo que se le había escapado la posibilidad de llamar a Tina, que a esa hora debía de estar sentada ante su escritorio de Wall Street. También necesitaba hacer otra llamada para dar pie a la posibilidad de que su golpe de efecto tuviese éxito.
Mientras conducía por el pueblo de Wentworth, Anna intentó recordar el pub al que Victoria la había llevado a cenar. Entonces vio que el estandarte familiar también aleteaba al viento a media asta.
La experta en arte se introdujo en el patio del Wentworth Arms y aparcó cerca de la entrada. Franqueó la recepción y se dirigió al bar.
– ¿Puede cambiarme cinco dólares? -preguntó a la camarera-. Necesito hablar por teléfono.
– Por supuesto, cielo -respondió inmediatamente la camarera, que abrió la caja y entregó a Anna dos monedas de una libra.
A la doctora Petrescu le habría encantado espetar que era un robo a mano armada, pero no tenía tiempo para discusiones.
– El teléfono está a la derecha, después del comedor -apostilló la camarera.
Anna marcó un número que jamás olvidaría, oyó dos timbrazos y una voz respondió:
– Buenas tardes, Sotheby's.
La experta en arte introdujo una moneda en la ranura y respondió:
– Por favor, quiero hablar con Mark Poltimore.
– Enseguida le paso.
– Mark Poltimore al habla.
– Mark, soy Anna, Anna Petrescu.
– ¡Anna, qué alegría oírte! Estábamos preocupados por ti. ¿Dónde estabas el martes?
– En Amsterdam.
– No sabes cuánto me alegro. Lo que ha ocurrido es terrible. ¿Y Fenston?
– En el momento de los hechos no estaba en el edificio. Por eso llamo. Fenston quiere conocer tu opinión sobre un Van Gogh.
– ¿Sobre la autenticidad o el precio? -quiso saber Mark-. Si se trata de la procedencia de un cuadro, me inclino ante tu superioridad.
– No existe la menor duda acerca de su procedencia, pero me gustaría contar con otra opinión sobre su valor.
– ¿Es una obra que conocemos?
– Es el Autorretrato con la oreja vendada -replicó Anna.
– ¿Te refieres al autorretrato de los Wentworth? Conozco a la familia de toda la vida y no sabía que se habían planteado venderlo.
– Yo no he dicho que quieran venderlo -acotó Anna y no dio más explicaciones.
– ¿Puedes traer la obra para inspeccionarla? -quiso saber Mark.
– Me encantaría, pero no dispongo de un transporte lo bastante seguro. Supuse que en este aspecto podrías ayudarme.
– ¿Dónde está el cuadro?
– En un depósito blindado de Heathrow.
– Entonces será muy fácil. Hacemos una recogida diaria en Heathrow. ¿Te va bien mañana por la tarde?
– Si es posible, prefiero que sea hoy -respondió Anna-. Ya conoces a mi jefe.
– Espera un segundo, tengo que averiguar si se han marchado o no. -Se hizo el silencio, pero Anna oyó cómo latía su corazón. Introdujo la segunda moneda en la ranura, pues lo único que le faltaba es que se interrumpiese la comunicación. Mark volvió a ponerse al aparato-. Has tenido suerte. Nuestro transportista recogerá varios paquetes a las cuatro. ¿Te va bien?
– Perfecto. ¿Puedes hacerme otro favor y pedir que llamen a Ruth Parish, de Art Locations, justo antes de que llegue la camioneta?
– De acuerdo. ¿De cuánto tiempo disponemos para tasar la pieza?
– De cuarenta y ocho horas.
– Anna, ¿verdad que habrías acudido en primer lugar a Sotheby's si hubieras pensado en vender el autorretrato?
– Por descontado.
– Me muero de ganas de verlo.
Anna colgó y se sintió sobrecogida por la facilidad con la que ahora era capaz de mentir. También reparó en lo sencillo que para Fenston había sido engañarla.
Salió del aparcamiento del Wentworth Arms y tomó conciencia de que en ese momento todo dependía de que Ruth Parish estuviera en su despacho. En cuanto llegó a la carretera de circunvalación, la experta en arte se mantuvo en el carril lento y repasó todo lo que podía salir francamente mal. ¿Ruth estaba al tanto de que la habían despedido? ¿Fenston le había comunicado su muerte? ¿Aceptaría Ruth su autoridad a la hora de tomar una decisión tan crucial? Anna comprendió que solo había una manera de averiguarlo e incluso pensó en llamarla, pero llegó a la conclusión de que toda advertencia previa le daría más tiempo para hacer comprobaciones. Para tener la más mínima posibilidad de intentarlo, Anna necesitaba coger por sorpresa a Ruth.
La experta en arte estaba tan ensimismada en sus pensamientos que estuvo a punto de pasar de largo la salida que conducía a Heathrow. En cuanto dejó la M25, pasó junto a los carteles de las terminales 1, 2, 3 y 4 y se dirigió a los depósitos de carga situados poco más allá de la carretera del perímetro sur.
Aparcó en un sitio para visitantes, justo enfrente de las oficinas de Art Locations. Permaneció un rato en el coche e intentó sosegarse. Se preguntó por qué no se iba. No era necesario que se implicara ni hacía falta que corriese semejantes riesgos. Fue entonces cuando se acordó de Victoria y el papel que involuntariamente había desempeñado en su muerte.
– Adelante, mujer -declaró Anna de viva voz-. Lo saben o no y, si han recibido el chivatazo, en menos de dos minutos estarás de regreso en el coche. -Anna se miró en el espejo. ¿Había algo que delatase lo que se proponía?-. ¡Venga ya! -se dijo con más firmeza si cabe, abrió la portezuela y respiró hondo mientras cruzaba la calzada rumbo a la entrada del edificio.
La doctora Petrescu empujó las puertas de batiente y se topó cara a cara con una recepcionista a la que jamás había visto. No era un buen comienzo.
– ¿Ruth está por aquí? -preguntó Anna alegremente, como si pasase cada día por el despacho.
– No, ha ido a comer a la Royal Academy para hablar de la inminente exposición de Rembrandt. -A Anna se le cayó el alma a los pies-. De todos modos, creo que está a punto de llegar.
– En ese caso, esperaré.
La experta en arte se sentó en la recepción. Cogió un ejemplar atrasado de Newsweek, en cuya portada aparecía Al Gore, y lo hojeó. Consultó sin cesar el reloj que colgaba encima del mostrador de la recepción y fue testigo del lento avance del minutero: las 15.10,las 15.15,las 15.20…
Ruth apareció por fin a las 15.22 y preguntó a la recepcionista:
– ¿Algún mensaje?
– No -repuso la joven-, pero una mujer la espera.
Anna contuvo el aliento cuando Ruth se volvió.
– ¡Anna! -exclamó-. ¡No te imaginas cuánto me alegro de verte! -La doctora Petrescu había salvado el primer obstáculo-. No sabía si seguirías ocupándote de este encargo después de la tragedia vivida en Nueva York. -Superado el segundo-. Sobre todo si tenemos en cuenta que tu jefe me dijo que el señor Leapman vendría personalmente a recoger el cuadro. -Acababa de saltar el tercero. Nadie había comunicado a Ruth que estaba desaparecida y presuntamente muerta-. Estás un poco pálida. ¿Te encuentras bien?
– Estoy bien -confirmó Anna, tropezó con el cuarto obstáculo y se dio cuenta de que seguía en pie, aunque lo cierto es que tenía que salvar seis vallas más para llegar a la meta.
– ¿Dónde estabas el once de septiembre? -inquirió Ruth, preocupada-. Nos temimos lo peor. Se lo habría preguntado al señor Fenston, pero jamás da la posibilidad de abrir la boca.
– En una subasta en Amsterdam, pero anoche Karl Leapman me telefoneó y me pidió que volase a Londres y comprobara que todo estaba a punto para que, cuando llegue, nos limitemos a cargar el cuadro en el avión.
– Estamos más que preparados -declaró Ruth tercamente-. De todas maneras, te llevaré al depósito para que lo veas con tus propios ojos. Espera un poco. Tengo que averiguar si me han llamado y decirle a mi secretaria adónde voy.
Ansiosa, Anna deambuló de un extremo a otro de la recepción y se preguntó si Ruth telefonearía a Nueva York para contrastar sus explicaciones. ¿Por qué iba a hacerlo? Hasta entonces Ruth siempre había tratado con ella.
Ruth regresó en un par de minutos.
– Esto acaba de llegar -afirmó y entregó a Anna un correo electrónico. A la experta en arte se le encogió el corazón-. Es la confirmación de que el señor Leapman aterrizará esta tarde entre las siete y las siete y media. Pretende que lo esperemos en la pista y estemos a punto para cargar el cuadro, ya que desea emprender el regreso en menos de una hora.
– Muy típico de Leapman -comentó Anna.
– En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha -propuso Ruth y echó a andar hacia la puerta.
La doctora Petrescu asintió, salió del edificio y ocupó el asiento del acompañante del Range Rover de Ruth.
– Lo que le ha sucedido a lady Victoria es espantoso -añadió Ruth, dio la vuelta y condujo hacia el extremo sur de la terminal de carga-. La prensa se ha puesto las botas con la historia de ese asesinato… criminal misterioso, el cuello cortado con un cuchillo de cocina y la policía que sigue sin detener a nadie.
Anna permaneció en silencio y las palabras «cuello cortado» y «criminal misterioso» resonaron en su cerebro. Se preguntó si ese era el motivo por el que Arabella le había dicho que la consideraba valiente.
Ruth frenó frente a un edificio de cemento, de aspecto anodino, que en el pasado Anna había visitado varias veces. La experta en arte consultó la hora: las 15.40.
Ruth mostró el pase de seguridad al guardia, que se apresuró a abrir la puerta de seguridad, de diez centímetros de grosor. Las acompañó por un largo pasillo de cemento gris que para Anna era igual a un búnker. Se detuvo junto a otra puerta de seguridad que disponía de teclado digital. Ruth esperó a que el guardia se apartase y marcó un número de seis dígitos. Abrió la pesada puerta y entraron en una habitación cuadrada de cemento. El termómetro de la pared marcaba veinte grados.
La estancia estaba revestida de estanterías de madera llenas de cuadros que aguardaban su traslado a diversas zonas del mundo. Todos estaban embalados en las distintivas cajas rojas de Art Locations. Ruth repasó el inventario antes de cruzar la estancia y dirigirse a una hilera de estanterías. Tocó una caja con el número 47 escrito en las cuatro esquinas.
Deseosa de ganar tiempo, Anna se acercó lentamente. Echó un vistazo al inventario: número 47, Vincent Van Gogh, Autorretrato con la oreja vendada, 60 por 46 centímetros.
– Me parece que está todo en orden -comentó Anna en el preciso momento en el que el guardia reapareció en la puerta.
– Señora Parish, lamento molestarla, pero afuera hay dos agentes de seguridad de Sotheby's y dicen que han recibido instrucciones de recoger un Van Gogh para someterlo a tasación.
– ¿Sabías algo de esto? -inquirió Ruth y se volvió para mirar a Anna.
– Sí, claro -respondió la doctora Petrescu sin pestañear-. Por cuestiones de seguros, el presidente me ha pedido que haga tasar el Van Gogh antes de que viaje a Nueva York. Solo lo necesitan una hora y lo devolverán inmediatamente.
– El señor Leapman no lo mencionó. Tampoco figura en su correo electrónico.
– Si quieres que te sea sincera, Leapman es un inculto de tomo y lomo que no distingue a Van Gogh de Van Morrison. -Anna se tomó un respiro. En condiciones normales jamás corría riesgos, pero no podía permitir que Ruth llamase a Fenston para comprobarlo-. Si te queda alguna duda, ¿por qué no llamas a Nueva York y hablas con Fenston? Así quedará todo aclarado.
La experta en arte esperó atacada de los nervios mientras Ruth analizaba su propuesta.
– ¿Y aguantar otra bronca? No, gracias, te tomo la palabra. ¿Asumirás la responsabilidad de firmar la orden de salida?
– Por descontado. No es más que mi deber fiduciario en tanto funcionaria del banco -replicó Anna con la esperanza de que sus palabras sonasen suficientemente pomposas.
– ¿También explicarás el cambio de planes al señor Leapman?
– No será necesario. El cuadro estará de vuelta mucho antes de que el avión aterrice.
Ruth se mostró aliviada y se dirigió al guardia:
– Es el número cuarenta y siete.
Ambas acompañaron al guardia mientras recogía el paquete rojo de la estantería y lo trasladaba a la camioneta blindada de Sotheby's.
– Firme aquí -pidió el conductor.
Anna se adelantó y firmó el documento de salida.
– ¿Cuándo devolverán el cuadro? -preguntó Ruth al conductor.
– No me han dicho nada de…
– He pedido a Mark Poltimore que lo devuelva dentro de dos horas -intervino Anna.
– Más nos vale que esté aquí antes de que el señor Leapman aterrice, ya que no me gustaría enemistarme con ese hombre.
– ¿Te quedarás más tranquila si acompaño la obra a Sotheby's? -inquirió Anna inocentemente-. Tal vez pueda acelerar la tasación.
– ¿Estás dispuesta a hacerlo? -quiso saber Ruth.
– Dadas las circunstancias, supongo que es lo más sensato -replicó Anna; subió a la parte delantera de la camioneta y se sentó entre ambos transportistas.
Ruth la despidió con la mano mientras la camioneta franqueaba la puerta del perímetro y se unía al tráfico de última hora de la tarde que se dirigía a Londres.
El jet para ejecutivos Gulfstream V de Bryce Fenston se posó en Heathrow a las 19.22. Ruth estaba en la pista, a punto para saludar al representante del banco. Ya había avisado a la aduana de todos los detalles pertinentes a fin de que completasen el papeleo en cuanto Anna regresase.
Durante la última hora, Ruth había dedicado cada vez más tiempo a vigilar la verja principal y a desear que reapareciese la camioneta blindada. Había telefoneado a Sotheby's y la secretaria le había asegurado que el cuadro había llegado. Desde entonces habían transcurrido más de dos horas. Tal vez debería haber llamado a Nueva York para confirmar las palabras de Anna, pero tampoco tenía demasiado sentido poner en duda lo que decía uno de sus clientes más fiables. Ruth se concentró en el jet y decidió guardar silencio. Al fin y al cabo, estaba segura de que Anna se presentaría en cuestión de minutos.
La portezuela del fuselaje se abrió y la escalerilla se desplegó hasta tocar el suelo. La azafata se hizo a un lado para permitir que el único pasajero abandonase el avión. Karl Leapman pisó la pista, estrechó la mano de Ruth y se dirigieron al asiento trasero de la limusina del aeropuerto para realizar el corto trayecto hasta la sala privada. No se molestó en presentarse, ya que dio por sentado que la mujer sabía quién era.
– ¿Algún problema? -preguntó Leapman.
– Que yo sepa, no -respondió Ruth confiada mientras el chófer paraba a las puertas del edificio para ejecutivos-. A pesar de la trágica muerte de lady Victoria, hemos cumplido sus instrucciones al pie de la letra.
– Muy bien -dijo Leapman y se apeó de la limusina-. El banco enviará una corona a su funeral. -Sin detenerse a tomar aire, preguntó-: ¿Está todo listo para emprender el regreso?
– Sí -confirmó Ruth-. Cargaremos el cuadro a bordo en cuanto el comandante termine de repostar… operación que no durará más de una hora. Luego podrá ponerse en camino.
– Me alegro -afirmó Leapman y empujó las puertas de batiente-. Tenemos un hueco reservado a las ocho y media y no me gustaría perderlo.
– En ese caso, tal vez lo más sensato es que vaya a supervisar el traslado. De todos modos, le avisaré en cuanto el autorretrato esté perfectamente colocado a bordo.
Leapman asintió y se repantigó en un sillón de cuero. Ruth se volvió para irse.
– Señor, ¿le apetece beber algo? -preguntó el camarero.
– Un whisky con hielo -respondió Leapman y estudió la reducida carta de platos para cenar.
Al llegar a la puerta, Ruth se giró y añadió:
– Cuando Anna vuelva, ¿le dirá que estoy en la aduana y que la espero para completar el papeleo?
– ¿Anna? -inquirió Leapman y se incorporó de un salto.
– Sí, Anna. Ha pasado aquí casi toda la tarde.
– ¿Y qué ha hecho? -quiso saber Leapman mientras acortaba distancias con Ruth.
– Pues comprobar el manifiesto y cerciorarse de que se cumplían las órdenes del señor Fenston -replicó Ruth y se esforzó por que su voz sonase relajada.
– ¿Qué órdenes?
– Las órdenes de enviar el Van Gogh a Sotheby's a fin de que lo tasen para asegurarlo.
– El presidente jamás dio semejante orden.
– Verá, Sotheby's envió una camioneta y la doctora Petrescu confirmó las instrucciones.
– Petrescu fue despedida hace tres días. Póngame ahora mismo con Sotheby's. -Ruth corrió hasta el teléfono y marcó el número principal-. ¿Con quién trata Petrescu en Sotheby's?
– Con Mark Poltimore -respondió Ruth y pasó el teléfono a Leapman.
– Con Poltimore -chilló Leapman en cuanto oyó que decían Sotheby's y solo entonces se percató de que hablaba con un contestador. Colgó profundamente contrariado-. ¿Tiene el número privado de Poltimore?
– No -repuso Ruth-, pero tengo un móvil.
– En ese caso, llame.
Ruth buscó rápidamente el número en su miniagenda ordenador y volvió a marcar.
– ¿Mark? -preguntó.
Leapman le arrebató el teléfono y preguntó:
– ¿Poltimore?
– Al habla.
– Me llamo Leapman y soy el…
– Señor Leapman, sé perfectamente quién es -precisó Mark.
– Me alegro, porque tengo entendido que nuestro Van Gogh está en su poder.
– Para ser precisos, lo estaba hasta que la doctora Petrescu, su directora de arte, nos comunicó sin darnos la más mínima oportunidad de examinar el cuadro, que usted había cambiado de parecer y quería que el lienzo volviese directamente a Heathrow para su traslado inmediato a Nueva York -replicó Mark.
– ¿Y le hizo caso? -inquirió Leapman y a cada palabra que pronunció su voz subió de tono.
– Señor Leapman, no teníamos otra opción. Al fin y al cabo, era su nombre el que figuraba en el manifiesto.
– Hola, soy Vincent.
– Hola. ¿Es cierto lo que acabo de oír?
– ¿Qué han dicho?
– Que has robado el Van Gogh.
– ¿Lo han denunciado a la policía?
– No, el jefe no puede correr ese riesgo, entre otras cosas porque nuestras acciones siguen bajando y porque el cuadro no estaba asegurado.
– En ese caso, ¿qué trama?
– Ha enviado a alguien a Londres para que te siga los pasos, pero no he logrado averiguar de quién se trata.
– Puede que yo no esté en Londres cuando lleguen.
– ¿Dónde estarás?
– Me voy a casa.
– ¿El cuadro está a salvo?
– Tanto como puede estarlo en una casa.
– Me alegro. Hay algo más que deberías saber.
– ¿De qué se trata?
– Esta tarde Fenston asistirá a tu funeral.
La comunicación se interrumpió: cincuenta y dos segundos.
Anna colgó, cada vez más preocupada por los peligros que Tina corría por su culpa. ¿Cómo reaccionaría Fenston si supiera a qué se debía que ella siempre estuviera un paso por delante?
Regresó al mostrador de salidas.
– ¿Tiene que facturar equipaje? -preguntó la mujer sentada al otro lado del mostrador. Anna retiró la caja roja del carrito portaequipajes y la depositó sobre la balanza. Al lado colocó la maleta-. Señora, lleva mucho peso de más. Lamentablemente, tendremos que cobrarle treinta y dos libras por exceso de equipaje. -Anna sacó el dinero del billetero mientras la mujer pegaba una etiqueta en la maleta y ponía en el embalaje rojo un gran adhesivo en el que se leía «Frágil»-. Puerta cuarenta y tres -añadió y le entregó el billete-. Embarcarán aproximadamente dentro de media hora. Que tenga un buen vuelo.
Anna echó a andar hacia la puerta de salidas.
Quienquiera que Fenston enviase a Londres para rastrearla llegaría mucho después de que ella hubiese emprendido el vuelo. Anna era muy consciente de que les bastaba leer con atención su informe para saber dónde estaría el cuadro. Lo único que necesitaba era cerciorarse de que se les adelantaba. Ante todo debía telefonear a un hombre con quien no había hablado desde hacía más de diez años y anunciarle que estaba de camino. Subió al primer piso por la escalera mecánica y se unió a la larga cola que esperaba para pasar el control de seguridad.
– Se dirige a la puerta cuarenta y tres -informó una voz-. A las ocho cuarenta y cuatro partirá en el vuelo 272 de British Airways, con destino a Bucarest…
Fenston se introdujo en la fila de dignatarios mientras el presidente Bush y el alcalde daban la mano a un grupo de elegidos que asistieron al último oficio en la Zona Cero.
Fenston remoloneó hasta que el helicóptero del presidente despegó, momento en el que se acercó a los demás asistentes a la ceremonia. Se detuvo detrás del gentío y escuchó a medida que pronunciaron los nombres de las víctimas, después de los cuales se oyó el tañido de una campana.
«Greg Abbot…»
Fenston paseó la mirada a su alrededor.
«Kelly Gullickson…»
El presidente de la entidad financiera escrutó los rostros de los parientes y amigos que se habían congregado para rendir homenaje a sus seres queridos.
«Anna Petrescu…»
Fenston sabía que la madre de Petrescu vivía en Bucarest y que no asistiría al servicio. Miró con más atención a los desconocidos apiñados y se preguntó cuál era el tío George de Danville.
«Rebecca Rangere…»
Fenston miró a Tina. La muchacha tenía los ojos llenos de lágrimas que, ciertamente, no había derramado por Petrescu.
«Brulio Real Polanco…»
El sacerdote inclinó la cabeza. Rezó, cerró la Biblia e hizo la señal de la cruz al tiempo que decía:
– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
– Amén -fue la respuesta colectiva.
Tina miró a Fenston, comprobó que no había vertido una sola lágrima y percibió su costumbre habitual de pasar el peso del cuerpo de un pie al otro, indicio seguro de que se aburría. Mientras los demás formaron corros para evocar a las víctimas, solidarizarse y dar el pésame, Fenston se marchó sin compadecerse de nadie. Y nadie se unió al presidente del banco cuando caminó decidido hacia el coche que lo aguardaba.
Tina continuó junto a un grupito de deudos, pero no le quitó ojo de encima a su jefe. El chófer mantuvo abierta la portezuela. Fenston subió y se sentó junto a una mujer que Tina jamás había visto. No hablaron hasta que el chófer ocupó el asiento del conductor y tocó un botón del salpicadero, después de lo cual a sus espaldas se elevó la pantalla de cristal ahumado.
El coche comenzó a rodar y se sumó al tráfico del mediodía. Tina vio que el presidente se perdía a lo lejos. Esperaba que Anna no tardase en llamar, ya que tenía muchas cosas que contarle; además, debía averiguar quién era la mujer que esperaba a Fenston. ¿Acaso hablaban de Anna? ¿Tina había sometido a su amiga a riesgos innecesarios? ¿Dónde estaba el Van Gogh?
La mujer sentada junto a Fenston vestía un traje de pantalón gris. El anonimato era su mayor ventaja. A pesar de que hacía casi veinte años que se conocían jamás había visitado a Fenston en su despacho ni en su apartamento. Había conocido a Nicu Munteanu cuando este hacía campaña por el presidente Nicolae Ceausescu.
Durante el reinado de Ceausescu, la principal responsabilidad de Fenston consistió en distribuir ingentes sumas de dinero en incontables cuentas bancarias de entidades de todo el mundo: sobornos para los leales secuaces del dictador. Cuando dejaban de ser leales, la mujer que estaba sentada a su lado los eliminaba y Fenston redistribuía los haberes congelados. Su especialidad era el blanqueo de dinero en lugares tan distantes como las islas Cook y tan próximos como Suiza. La especialidad de la mujer consistía en deshacerse de los cuerpos y su instrumento favorito era el cuchillo de cocina, que podía comprar en cualquier ferretería de cualquier ciudad y que, a diferencia de las armas, no requería licencia.
Ambos sabían, literalmente, dónde estaban enterrados los cadáveres.
En 1985 Ceausescu decidió enviar a su banquero privado a Nueva York a fin de que abriese una sucursal en el extranjero. Durante los cuatro años siguientes, Fenston perdió el contacto con la mujer sentada a su lado, pero en 1989, Ceausescu fue detenido por sus compatriotas, juzgado y ejecutado el día de Navidad. Entre los que se libraron de esa suerte estaban Olga Krantz, que cruzó siete fronteras para llegar a México, país desde el que se introdujo en Estados Unidos y se convirtió en una más de los incontables inmigrantes ilegales que no reclaman el subsidio de desempleo y viven de los pagos en efectivo de los patrones sin escrúpulos. Ahora estaba sentada junto a su patrón.
Fenston era una de las contadas personas que conocía la verdadera identidad de Krantz. La había visto por primera vez por televisión cuando Olga tenía catorce años y representaba a Rumania en una competición internacional de gimnasia contra la Unión Soviética.
Krantz quedó segunda, detrás de su compañera de equipo Mara Moldoveanu, y la prensa se dedicó a decir que obtendrían el oro y la plata en los siguientes Juegos Olímpicos. Por desgracia, ninguna de las dos realizó el viaje a Moscú. Moldoveanu murió en circunstancias trágicas e imprevistas, pues al intentar un doble salto mortal se cayó de la barra fija y se desnucó. En ese momento Krantz era la única persona que se encontraba en el gimnasio. Se comprometió a ganar la medalla de oro en recuerdo de su compañera de equipo.
La desaparición de Krantz no fue tan trágica. Pocos días antes de que se seleccionase el equipo olímpico, Olga se fastidió el tendón de la corva mientras calentaba para realizar el ejercicio de suelo. Supo que no tendría otra oportunidad. Como todos los atletas que no dan la talla, su nombre no tardó en dejar de sonar. Fenston supuso que no volvería a saber de ella, hasta que una mañana le pareció que la veía salir del despacho privado de Ceausescu. Tal vez la mujer baja y musculosa parecía algo mayor, pero lo cierto es que no había perdido la agilidad de movimientos y que era imposible olvidar esos ojos grises como el acero.
A Fenston le bastó hacer las preguntas pertinentes a quien correspondía para saber que Krantz era la jefa del equipo de protección personal de Ceausescu. Su responsabilidad específica consistía en romper los huesos escogidos de aquellos que contrariaban al dictador o a su esposa.
Como todos los gimnastas, Krantz aspiraba a ser la número uno en su disciplina. Tras perfeccionar las rutinas de los ejercicios obligatorios (brazos, piernas y cuellos rotos), Olga se ocupó de los libres: «cuellos rajados», especialidad en la que nadie podía desafiarla y arrebatarle la medalla de oro. Horas y más horas de práctica la condujeron a alcanzar la perfección. Mientras el sábado por la tarde los demás asistían a un partido de fútbol o iban al cine, Krantz pasaba las horas en un matadero de las afueras de Bucarest. Dedicaba los fines de semana a cortar el pescuezo de corderos y terneros. Su plusmarca olímpica era de cuarenta y dos por hora. No hubo un solo matarife que llegara a la final.
Ceausescu le había pagado bien, pero Fenston le pagó mejor. El pacto laboral de Krantz no tenía muchas complicaciones: debía de estar disponible noche y día y no trabajar para nadie más. En doce años sus honorarios habían pasado de doscientos cincuenta mil a un millón de dólares. El vivir al día de la inmensa mayoría de los inmigrantes ilegales no iba con ella.
Fenston retiró una carpeta de su maletín y, sin hacer el menor comentario, se la entregó a Krantz. Esta la abrió y encontró cinco fotografías recientes de Anna Petrescu.
– ¿Dónde está en este momento? -preguntó Krantz, que aún no había conseguido suavizar su acento.
– En Londres -repuso Fenston y le pasó otra carpeta.
Olga también la abrió y en esta ocasión retiró una foto en color.
– ¿Quién es? -quiso saber.
– Ese hombre es todavía más importante que la chica.
– ¿Y a qué se debe que lo sea? -inquirió Krantz mientras estudiaba la foto con más atención si cabe.
– A que, a diferencia de Petrescu, es irremplazable -explicó Fenston-. Hagas lo que hagas, ni se te ocurra liquidar a la chica antes de que te conduzca al cuadro.
– ¿Y si no me lleva hasta la obra?
– Lo hará -aseguró Fenston.
– ¿Cuál es mi bonificación por secuestrar a un hombre que ya ha perdido una oreja?
– Un millón de dólares. La mitad por adelantado y la otra el día que me lo entregues sano y salvo.
– ¿Y por la chica?
– La misma tarifa, pero solo después de que haya asistido por segunda vez a su funeral. -Fenston golpeó la pantalla con los nudillos y el chófer se acercó al bordillo-. Antes de que se me olvide, ya he dado instrucciones a Leapman para que deposite el efectivo en el lugar de costumbre.
Krantz movió afirmativamente la cabeza, abrió la portezuela, descendió del coche y se perdió en medio de la multitud.