24 S

46

Una de las reglas de oro de Anna cuando se despertaba era no leer los mensajes en el móvil hasta después de ducharse, vestirse, desayunar y leer el New York Times. Pero como durante los últimos quince días había roto todas las demás reglas de oro, leyó los mensajes incluso antes de levantarse. Uno era de Sombra, que le pedía que lo llamara, cosa que le hizo sonreír; otro de Tina, sin texto, y el último del señor Nakamura, que le hizo fruncir el entrecejo. Solo eran tres palabras: «Urgente. Llame Nakamura».

Anna decidió darse una ducha fría antes de devolver la llamada. Mientras soportaba el chorro de agua fría, pensó en el mensaje de Nakamura. La palabra urgente siempre le hacía temer lo peor. Anna era de las que siempre veían el vaso medio vacío más que medio lleno.

Estaba bien despierta cuando salió de la ducha. El corazón le latía al mismo ritmo que cuando acababa su carrera matinal. Se sentó a los pies de la cama e intentó tranquilizarse.

En cuanto notó que el pulso volvía a ser casi normal, marcó el número de Nakamura en Tokio.

– Hai, Shacho-Shitso desu -dijo la recepcionista.

– El señor Nakamura, por favor.

– ¿Quién lo llama?

– Anna Petrescu.

– Ah, sí, espera su llamada.

El corazón de Anna se aceleró de nuevo.

– Buenos días, doctora Petrescu.

– Buenas tardes, señor Nakamura -respondió Anna, con el deseo de poder verle el rostro y saber cuanto antes cuál sería su destino.

– He tenido hace poco una muy desagradable conversación con su antiguo jefe, Bryce Fenston -manifestó Nakamura-, que mucho me temo -Anna apenas si podía respirar- me ha hecho replantearme -¿vomitaría? – la opinión que me merecía. Sin embargo, no es ese el motivo de esta llamada. Solo quería hacerle saber que me está usted costando quinientos dólares al día dado que, como usted solicitó, he depositado cinco millones de dólares con mis abogados en Londres. Por lo tanto, quisiera ver el Van Gogh lo antes posible.

– Puedo volar a Tokio en los próximos días -respondió Anna-, pero primero tendré que ir a Inglaterra para recoger la pintura.

– Eso no será necesario. Tengo una reunión con Corus Steel en Londres fijada para el miércoles, y no me importaría adelantar un día el vuelo, si es conveniente para lady Arabella.

– Estoy segura de que no habrá ningún problema. Llamaré a Arabella y después llamaré a su secretaria para confirmar los detalles. Wentworth Hall está a solo media hora de Heathrow.

– Excelente -dijo Nakamura-. Entonces nos veremos mañana a última hora. -Hizo una pausa-. Por cierto, Anna, ¿ha considerado la idea de ser la directora de mi fundación? Porque el señor Fenston me convenció de una cosa: desde luego vale usted quinientos dólares al día.


La sonrisa no desapareció del rostro de Fenston aunque era la tercera vez que leía el artículo. No veía el momento de compartir la noticia con Leapman, si bien sospechaba que él ya la había leído. Miró el reloj en la mesa; eran casi las diez. Leapman nunca llegaba tarde. ¿Dónde estaba?

Tina le había comunicado que el señor Jackson, el agente de seguros de Lloyd's, se encontraba en la sala de espera, y desde la recepción acababan de avisarle que Chris Savage de Christie's subía a la planta.

– En cuanto aparezca Savage -ordenó Fenston-, hágalos pasar y dígale a Leapman que se reúna con nosotros.

– No he visto al señor Leapman esta mañana -le informó Tina.

– Pues dígale que lo quiero aquí en cuanto aparezca -dijo Fenston. La sonrisa reapareció en su rostro cuando leyó de nuevo el titular: se fuga la asesina del cuchillo.

Llamaron a la puerta y Tina hizo pasar a los dos hombres.

– El señor Jackson y el señor Savage -anunció. Por la vestimenta, no resultaba difícil acertar quién era el agente de seguros y quién pasaba su vida en el mundo del arte.

Fenston se adelantó para estrechar la mano de un hombre bajo y con una incipiente calvicie vestido con un traje azul a rayas y corbata azul timbrada, que se presentó a sí mismo como Bill Jackson. Fenston saludó con un gesto a Savage, a quien conocía de sus repetidas visitas a Christie's a lo largo de los años. El hombre usaba pajarita.

– Quiero dejar bien claro -comenzó Fenston-, que solo deseo asegurar esta pintura -señaló el Van Gogh- por veinte millones de dólares.

– ¿A pesar de que podría quintuplicar dicha cantidad si sale a subasta? -preguntó Savage, que se volvió para mirar el cuadro por primera vez.

– Eso significaría, desde luego, una prima mucho más baja -señaló Jackson-, siempre y cuando nuestros expertos en seguridad consideren que la pintura está debidamente protegida.

– No se mueva de donde está, señor Jackson, y podrá decidir por usted mismo si está debidamente protegida.

Fenston se acercó a la pared, tecleó una combinación de seis dígitos en un teclado junto al interruptor de la luz y salió de la habitación. En el instante en que se cerró la puerta, una reja metálica bajó del techo para cubrir totalmente el Van Gogh y ocho segundos más tarde quedó sujeta en los enganches del suelo. Al mismo tiempo, comenzó a sonar una alarma con un sonido infernal que hubiese espantado al mismísimo Cuasimodo.

Jackson se apresuró a taparse los oídos y al volverse vio que una segunda reja le impedía llegar a la única puerta del despacho. Se acercó a la ventana y miró a los pigmeos que caminaban por la acera. La alarma se apagó unos pocos segundos más tarde y las rejas se alzaron para desaparecer en el techo. Fenston entró en el despacho con una expresión de orgullo.

– Impresionante -opinó Jackson, a quien el sonido de la alarma aún le resonaba en los oídos-. Pero tengo todavía un par de preguntas que necesitan respuesta. ¿Cuántas personas conocen el código?

– Solo dos. El jefe de personal y yo, y cambio la secuencia todas las semanas.

– ¿Qué pasa con la ventana? ¿Hay alguna manera de abrirla?

– No. Es un cristal doble a prueba de balas, e incluso si usted pudiese abrirla, estaría a una altura de treinta y dos pisos.

– ¿La alarma?

– Está conectada directamente con Abbot Security. Tienen una oficina en el edificio, y garantizan que pueden llegar a cualquiera de los pisos en dos minutos.

– Estoy francamente impresionado -declaró Jackson-. Es lo que llamamos una seguridad triple A, y eso significa que la prima será de un uno por ciento o, en otras palabras, unos doscientos mil dólares al año. -Sonrió-. Solo lamento que los noruegos no fuesen tan previsores como usted, señor Fenston. No hubiésemos tenido que pagar tanto por El grito.

– ¿También puede garantizar la discreción en estos asuntos?

– Absolutamente -afirmó Jackson-. Aseguramos la mitad de los tesoros del mundo, y no descubriría usted quiénes son nuestros clientes, incluso si pudiese entrar en nuestras oficinas centrales en Londres. Hasta sus nombres están codificados.

– Eso me tranquiliza. Entonces solo falta que usted prepare el papeleo.

– Lo haré en cuanto el señor Savage confirme que la pintura vale veinte millones de dólares.

– Eso ya está resuelto. -Fenston se volvió hacia Chris Savage, que miraba atentamente la pintura-. Después de todo, nos acaba de decir que el valor del Van Gogh de Wentworth ronda los cien millones de dólares.

– El Van Gogh de Wentworth lo vale -dijo Savage-, pero no este. -Hizo una pausa antes de mirar a Fenston-. La única cosa original de esta obra de arte es el marco.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Fenston, que miró su pintura favorita como si le acabaran de decir que su único hijo era ilegítimo.

– Pues a lo que he dicho -manifestó Savage-. El marco es el original, pero la pintura es falsa.

– ¿Falsa? -balbuceó Fenston-. Pero si vino de Wentworth Hall.

– El marco puede haber venido de Wentworth Hall, pero le aseguro que la pintura no salió de allí.

– ¿Cómo puede estar tan seguro cuando ni siquiera le ha hecho una prueba? -protestó Fenston.

– No necesito hacerlas -afirmó Savage.

– ¿Por qué no?

– Porque tiene vendada la oreja que no es -respondió el experto en el acto.

– No es verdad -insistió Fenston, sin desviar la mirada de la tela-. Hasta los escolares saben que Van Gogh se cortó la oreja izquierda.

– Pero no todos los escolares saben que pintó su autorretrato mirándose al espejo, razón por la cual aparece vendada la oreja derecha.

Fenston se dejó caer en la silla detrás de la mesa, de espaldas al cuadro. Savage se adelantó para observar el cuadro de cerca.

– Lo que me intriga -añadió-, es por qué alguien colocó la falsificación en el marco original. -La furia encendía el rostro de Fenston-. Debo confesar que quien pintó esta versión es un gran artista. Sin embargo, no puedo tasarla en más de diez mil dólares, y quizá -titubeó-, otros diez mil por el marco, y, por lo tanto, creo que resulta un tanto excesiva una prima de doscientos mil dólares. -Fenston permaneció mudo-. Lamento ser el portador de malas noticias -concluyó Savage mientras se apartaba de la pintura y se detenía delante de Fenston-. Solo espero que no haya pagado una cantidad muy elevada, y, si lo hizo, que sepa quién es el responsable de la estafa.

– Que venga Leapman -gritó Fenston a voz en cuello. Al escucharlo, Tina entró a la carrera.

– Acaba de llegar. Le diré que quiere verlo.

Ninguno de los dos visitantes consideraron prudente quedarse, con la ilusión de que los invitasen a tomar un café. Se marcharon discretamente cuando Leapman entró en el despacho.

– ¡Es una falsificación! -vociferó Fenston.

Leapman se detuvo a mirar la pintura durante unos momentos antes de dar una opinión.

– Ambos sabemos quién es la responsable.

– Petrescu. -Fenston soltó el nombre como un escupitajo.

– Por no hablar de su compinche, que le ha estado pasando información a Petrescu desde el día que la despediste.

– Tienes toda la razón -admitió Fenston. Llamó a Tina, y de nuevo la secretaria entró de inmediato-. ¿Ve esa pintura? -dijo, y la señaló por encima del hombro, incapaz de volver la cabeza para mirarla. La joven asintió-. Quiero que la ponga de nuevo en la caja, y la envíe inmediatamente a Wentworth Hall, junto con una reclamación por el importe de…

– Treinta y dos millones, ochocientos noventa y dos mil dólares -dictó Leapman.

– Después de hacerlo -continuó Fenston-, recoja sus cosas y asegúrese de abandonar el edificio en un plazo de diez minutos, maldita zorra.

Tina se echó a temblar cuando Fenston se levantó y la miró con una expresión asesina al tiempo que decía:

– Antes de que se marche, quiero que haga una última cosa. -Tina no podía moverse-. Dígale a su amiga Petrescu que aún no he quitado su nombre de la lista de desaparecidos, y presumiblemente muertos.

47

Anna tenía la sensación de que la comida con Ken Wheatley podría haber ido mejor. El presidente delegado de Christie's le había dejado claro que el desafortunado incidente que la había obligado a renunciar a su empleo en Sotheby's no era algo que sus colegas en el mundo del arte ya considerasen como algo pasado. Tampoco ayudaba que Bryce Fenston le dijera a cuantos quisieran escucharlo que la había despedido por conducta impropia de un empleado de la banca. Wheatley admitió que nadie hacía mucho caso de Fenston. Sin embargo, tampoco se mostraban dispuestos a ofender a un cliente de su importancia, y eso significaba que su reingreso al mercado del arte no sería fácil.

Las palabras de Wheatley solo sirvieron para que Anna se reafirmara en su voluntad de ayudar a Jack para conseguir condenar a Fenston, a quien no parecía importarle arruinar la vida de los demás.

Ken le había dicho de una manera elegante que por el momento no había nada adecuado para alguien con su preparación y experiencia, pero le había prometido mantenerse en contacto.

Anna salió del restaurante y cogió un taxi. Quizá la segunda entrevista resultara más provechosa.

– Al veintiséis de Federal Plaza -le indicó al taxista.


Jack se encontraba en el vestíbulo del edificio del FBI en Nueva York a la espera de que apareciera Anna. No se sorprendió cuando la vio llegar dos minutos antes de la hora. Tres guardias la observaron atentamente mientras bajaba la docena de escalones que conducían a la entrada del 26 Federal Plaza. Le dio su nombre a uno de los agentes que le pidió una prueba de identidad. Ella le dio el carnet de conducir, que el hombre verificó antes de marcar una tilde junto a su nombre en la lista de visitantes.

Jack le abrió la puerta.

– No precisamente lo que esperaba de una primera cita -comentó Anna.

– Ni yo -dijo Jack con el deseo de tranquilizarla-, pero mi jefe quiere que tenga bien claro la importancia que da a esta reunión.

– ¿Por qué? ¿Van a detenerme?

– No. Solo desea que esté dispuesta a colaborar con nosotros.

– Entonces vayamos a ponerle el cascabel al gato.

– Una de las expresiones favoritas de su padre -dijo Jack.

– ¿Cómo lo sabe? ¿También tiene un expediente con su nombre?

– No -respondió Jack con una carcajada mientras entraban en el ascensor-. Fue una de las cosas que me dijo en el avión durante nuestra primera noche juntos.

Subieron a la novena planta, donde Dick Macy esperaba en el pasillo para saludarla.

– Es muy amable de su parte, doctora Petrescu -afirmó, como si ella hubiese tenido alguna otra alternativa. Anna guardó silencio. Macy la hizo pasar a su despacho y la invitó a sentarse en la silla delante de su mesa-. Si bien esta es una reunión extraoficial, quiero decirle que el FBI considera muy importante su asistencia.

– ¿Por qué necesitan mi ayuda? -replicó Anna-. Creía que habían detenido a Leapman y que a estas horas lo tendrían a buen recaudo en una celda.

– Lo soltamos esta mañana -le explicó Macy.

– ¿Lo soltaron? ¿Dos millones no fueron prueba suficiente?

– Más que suficiente -admitió Macy-, y el motivo de mi participación en este caso. Mi especialidad es la negociación de penas, y poco después de las nueve de esta mañana, Leapman firmó un acuerdo con el fiscal federal del distrito sur donde se estipula que, si coopera exhaustivamente con nuestra investigación, solo será condenado a una pena máxima de cinco años.

– Eso no explica por qué lo han soltado.

– Porque Leapman afirma que puede demostrar un vínculo financiero directo entre Fenston y Krantz, pero que para eso necesita regresar al despacho de Wall Street. Allí se hará con todo los documentos importantes, incluidas las cuentas numeradas, y los comprobantes de varios pagos ilegales en diferentes bancos de todo el mundo.

– Podría tratarse de un engaño -señaló Anna-. Después de todo, la mayoría de los documentos que podrían implicar a Fenston se destruyeron cuando se desplomó la Torre Norte.

– Es posible, pero le dejé bien claro que si nos engaña pasará el resto de sus días en Sing Sing.

– Es todo un incentivo -admitió Anna.

– Leapman también aceptó aparecer como testigo del gobierno, si el caso llega a juicio -manifestó Jack.

– Entonces demos gracias de que Krantz esté entre rejas, porque de lo contrario su testigo estrella ni siquiera llegaría al juzgado.

Macy miró a Jack con una expresión de sorpresa.

– ¿No ha leído la última edición del New York Times? -le preguntó a la joven.

– No -contestó Anna, que no tenía idea de qué estaban hablando los agentes.

Macy abrió una carpeta, sacó el recorte de periódico y se lo pasó a Anna.


Olga Krantz, conocida como la asesina del cuchillo por ser uno de los verdugos durante la brutal dictadura de Ceausescu, desapareció anoche de un hospital de alta seguridad en Bucarest. Se cree que escapó a través de la lavandería, vestida con las prendas de una de las trabajadoras del hospital. Uno de los policías que la custodiaba fue descubierto más tarde con…


– Tendré que pasar el resto de mi vida mirando por encima del hombro -declaró Anna, mucho antes de llegar al último párrafo.

– No lo creo -opinó Jack-. Krantz no tendrá ninguna prisa en regresar a Estados Unidos, ahora que se ha unido a los nueve hombres más buscados por el FBI. También sabe que hemos enviado su descripción detallada a todos los puertos de entrada, y también a la Interpol. Si la detienen y la cachean, tendrá problemas para explicar la herida de bala en el hombro.

– Eso no impedirá que Fenston busque vengarse.

– ¿Por qué? -preguntó Jack-. Ahora que tiene el Van Gogh, usted es historia.

– Pero es que no tiene el Van Gogh -dijo Anna, y agachó la cabeza.

– ¿Cómo que no lo tiene? -exclamó Jack.

– Recibí una llamada de Tina, minutos antes de acudir a esta reunión. Me avisó que Fenston había llamado a un experto de Christie's para que tasara la pintura para el seguro. Algo que nunca había hecho antes.

– ¿Por qué es eso un problema? -quiso saber Jack.

Anna levantó la cabeza.

– Porque es falso.

– ¿Falso? -dijeron los hombres al unísono.

– Sí, por eso volé a Bucarest. Un viejo amigo mío que es un gran retratista hizo una copia para mí.

– Eso explica el dibujo en su apartamento -manifestó Jack.

– ¿Ha estado en mi apartamento?

– Solo cuando creía que su vida corría peligro -se disculpó Jack en voz baja.

– Pero… -comenzó Anna.

– Eso también explica -la interrumpió Macy- que enviara la caja roja de nuevo a Londres, permitiera la intervención de Art Locations y que la remitieran a Fenston en Nueva York.

Anna asintió.

– Sin embargo, debía de saber que con el tiempo acabarían por descubrirlo -señaló Jack.

– Con el tiempo -repitió Anna-. Esa es la clave. Todo lo que necesitaba era tiempo para vender el original, antes de que Fenston descubriese cuáles eras mis intenciones.

– Así que mientras su amigo Anton trabajaba en la falsificación, usted voló a Tokio e intentó venderle el original a Nakamura.

La joven asintió de nuevo.

– ¿Lo consiguió? -preguntó Macy.

– Sí. Nakamura aceptó comprar el autorretrato original por cincuenta millones de dólares, cantidad más que suficiente para que Arabella liquide las deudas de su hermana con Fenston Finance y conserve el resto de la colección y la propiedad.

– De acuerdo, pero ahora que Fenston sabe que la pintura es falsa, llamará a Nakamura y le descubrirá todo el plan -dijo Jack.

– Ya lo ha hecho.

– Entonces está usted de nuevo en el principio -indicó Macy.

– No. -Anna sonrió-. Nakamura ha depositado cinco millones con sus abogados de Londres, y pagará el resto después de haber examinado el original.

– ¿Tendrá tiempo? -preguntó Macy.

– Vuelo a Londres esta tarde a última hora y Nakamura se reunirá con nosotras en Wentworth Hall mañana por la noche.

– Será hilar muy fino -opinó Jack.

– No si Leapman nos da lo que necesitamos -declaró Macy-. No olvides que lo piensa hacer esta noche.

– ¿Puedo saber qué es lo que pretenden? -preguntó Anna.

– De ninguna manera -contestó Jack, con firmeza-. Usted coja su avión a Inglaterra y cierre el trato, mientras nosotros hacemos nuestro trabajo.

– ¿Su trabajo incluye cuidar de Tina?

– ¿Por qué tendríamos que hacerlo? -preguntó Macy.

– La despidieron esta mañana.

– ¿Por qué?

– Porque Fenston descubrió que me mantenía informada de todo lo que hacía mientras yo me encontraba en el otro lado del mundo, así que me temo que he acabado poniendo en peligro su vida.

– Me equivoqué con Tina -admitió Jack. Miró a Anna-. Le pido disculpas. Pero sigo sin entender por qué aceptó trabajar con Fenston.

– Tengo la sensación de que hoy lo descubriré. Hemos quedado en tomar una copa antes de que me vaya al aeropuerto.

– Si tiene tiempo antes de embarcar, llámeme. Me encantará conocer la respuesta de este fascinante misterio.

– Lo haré.

– Hay otro misterio que me gustaría aclarar antes de que se marche, doctora Petrescu -dijo Macy.

Anna miró al jefe de Jack.

– Si Fenston tiene el falso, ¿dónde está el original?

– En Wentworth Hall. Después de sacar la pintura de Sotheby's, cogí un taxi y se la llevé directamente a Arabella. Lo único que me llevé conmigo fue la caja roja y el marco original.

– Que llevó a Bucarest para que su amigo Anton colocara la pintura falsa en el marco original, con la ilusión de que bastase para convencer a Fenston de que tenía la auténtica.

– Un engaño que se hubiese mantenido de no haber sido porque decidió asegurar la pintura.

Hubo una larga pausa que interrumpió Macy.

– Un engaño que hizo delante de las narices de Jack.

– Efectivamente -admitió Anna con una sonrisa.

– Permítame una última pregunta, doctora Petrescu -añadió Macy-. ¿Dónde estaba el Van Gogh mientras dos de mis más experimentados agentes desayunaban con usted y lady Arabella en Wentworth Hall?

– Por favor, acójase a la quinta enmienda -suplicó Jack.

– En la habitación Van Gogh -respondió Anna-, directamente encima de ellos en la primera planta.

– Todo aclarado -dijo Macy.


Krantz esperó hasta la décima llamada. Entonces se escuchó un chasquido y una voz preguntó:

– ¿Dónde está?

– En la frontera rusa.

– Muy bien, porque no puede regresar a Estados Unidos mientras continúe apareciendo en el New York Times.

– Por no mencionar que también estoy en la lista de las diez personas más buscadas del FBI -señaló Krantz.

– Son sus quince minutos de fama. Tengo otro encargo para usted.

– ¿Dónde?

– Wentworth Hall.

– No podría arriesgarme a aparecer por allí una segunda vez.

– ¿Incluso si doblo la tarifa?

– Sigue siendo demasiado riesgo.

– Quizá no piense lo mismo cuando le diga la garganta que quiero que corte.

– Le escucho -dijo Krantz, y cuando Fenston le reveló el nombre de la siguiente víctima, ella añadió-: ¿Me pagará dos millones por hacerlo?

– Tres, si consigue también matar a Petrescu al mismo tiempo. Ella estará allí mañana por la noche.

Krantz titubeó.

– Cuatro, si ella presencia la primera muerte -manifestó Fenston.

– Quiero dos millones por adelantado -dijo Krantz, tras una larga pausa.

– ¿En el lugar de siempre?

– No -respondió ella, y le dio el número de una cuenta en Moscú.


Fenston colgó el teléfono y llamó a Leapman.

– Ven aquí inmediatamente.

Mientras esperaba a Leapman, Fenston escribió una lista de las cosas que quería tratar: Van Gogh, dinero, propiedades de Wentworth, Petrescu. Aún escribía cuando llamaron a la puerta.

– Ha escapado -dijo Fenston al ver a Leapman.

– Así que la noticia en el New York Times era correcta -señaló Leapman, que intentó mostrarse sereno.

– Sí, pero no saben que va camino de Moscú.

– ¿Tiene la intención de regresar a Nueva York?

– Por ahora no. Sería muy arriesgado mientras mantengan unas medidas de seguridad tan estrictas.

– Eso tiene sentido -admitió Leapman, que procuró no mostrar su alegría ante la noticia.

– Mientras tanto, le he encargado otro trabajo.

– ¿Quién será esta vez? -preguntó Leapman.

Escuchó incrédulo mientras Fenston le decía a quién había seleccionado como la próxima víctima de Krantz y por qué le sería imposible cortarle la oreja izquierda.

– ¿Ya han enviado la falsificación a Wentworth Hall? -le preguntó Fenston a Leapman que miraba la foto del presidente y George W. Bush que se daban la mano después de visitar la Zona Cero. La imagen colgaba de nuevo en el lugar de honor en la pared detrás de la mesa de Fenston.

– Sí. Art Locations recogió la tela esta tarde, y mañana por la tarde la llevarán a Wentworth Hall. También hablé con nuestro abogado en Londres. El miércoles pedirá al juez una orden de embargo, así que si ella no devuelve el original, todas las propiedades pasarán automáticamente a ser suyas. Entonces podremos comenzar la venta del resto de la colección hasta liquidar la deuda. Será cosa de años.

– Si Krantz hace bien su trabajo mañana por la noche, la deuda no se liquidará -afirmó Fenston-. Por eso mismo quería hablar contigo. Quiero que saques a subasta toda la colección Wentworth lo antes posible. Divide las obras por partes iguales entre Christie's, Sotheby's, Phillips y Bonhams, y asegúrate de que las vendan al mismo tiempo.

– Eso inundaría el mercado, con la consecuencia de una bajada de precios.

– Es exactamente lo que quiero. Si no recuerdo mal, Petrescu tasó el resto de la colección en unos treinta y cinco millones de dólares. Me daré por satisfecho si reúno entre quince y veinte.

– En ese caso le quedarán diez por cobrar.

– ¡Qué pena! -Fenston sonrió-. Si es así, no me quedará más alternativa que poner Wentworth Hall a la venta y liquidarlo todo, hasta la última armadura. -Hizo una pausa-. Ocúpate de encargarle la venta a las tres agencias inmobiliarias londinenses más distinguidas. Diles que impriman folletos a todo color, que pongan anuncios en las revistas e incluso una media página en un par de periódicos nacionales, algo que dará lugar a más de un editorial. Cuando acabe con lady Arabella, no solo estará sin un céntimo sino que además, a la vista de cómo las gastan los diarios británicos, la humillarán a placer.

– ¿Qué pasará con Petrescu?

– Tendrá la mala fortuna de encontrarse en el lugar equivocado en el momento erróneo -respondió Fenston, con un tono de burla.

– Así que Krantz podrá matar dos pájaros de un tiro.

– Por eso mismo quiero que te concentres en acabar con Wentworth Hall. Para que lady Arabella tenga una muerte lenta.

– Pondré manos a la obra ahora mismo -prometió Leapman-. Buena suerte con el discurso -añadió al llegar a la puerta.

– ¿Mi discurso?

Leapman se volvió para mirarlo.

– ¿No es esta noche cuando pronunciarás tu discurso en la cena anual de los banqueros en el Sherry Netherland?

– Demonios, tienes razón. ¿Dónde diablos dejó Tina mi discurso?

Leapman sonrió, pero no lo hizo hasta después de cerrar la puerta. Fue a su despacho, se sentó a su mesa y pensó en todo lo que Fenston le había dicho. En cuanto el FBI se enterara con todo lujo de detalles dónde estaría Krantz al día siguiente por la noche, y quién sería la próxima víctima, no dudaba que el fiscal no podría ninguna pega para reducir aún más la sentencia. Si además les entregaba las pruebas que relacionaban a Fenston con Krantz, incluso podrían recomendar la suspensión de la condena.

Leapman sacó del bolsillo la pequeña cámara que le había dado el FBI. Comenzó a calcular cuántos documentos podría fotografiar mientras Fenston pronunciaba su discurso en la cena de banqueros.

48

A las 19.16, Leapman apagó la luz del despacho y salió al pasillo. No cerró con llave. Caminó hacia los ascensores, atento a que la única luz encendida era la del despacho del presidente. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja. Cruzó sin prisas el vestíbulo hasta el mostrador de la recepción y firmó la salida a las 19.19. La mujer que lo seguía en la cola se adelantó para firmar en el registro al mismo tiempo que Leapman retrocedía un paso, sin apartar la mirada de los dos guardias detrás del mostrador. Uno controlaba a los empleados que salían del edificio, mientras que el otro firmaba el albarán de una entrega. Leapman continuó retrocediendo hasta que llegó al ascensor. Entró de espaldas y se puso a un lado de la cabina donde quedaba oculto de los guardias. Apretó el botón del piso treinta y uno. En menos de un minuto, salió a otro pasillo desierto.

Caminó hasta el final, abrió la puerta de la escalera de incendio y subió hasta el piso siguiente. Abrió la puerta sigilosamente, para no hacer el más mínimo ruido. Después caminó de puntillas por la gruesa moqueta hasta que llegó delante de su despacho. Vio que aún había luz en el despacho de Fenston. Abrió la puerta, entró y la cerró con llave. Se sentó en la silla detrás de la mesa y se guardó la cámara en el bolsillo, sin encender la luz.

Sentado en la oscuridad, esperó pacientemente.

Fenston estudiaba una solicitud de crédito presentada por un tal Michael Karraway, que pedía catorce millones de dólares para invertirlos en una cadena de teatros de provincia. Era un actor en paro que nunca había destacado mucho. Pero tenía una madre indulgente que le había regalado un Matisse, Paisaje desde un dormitorio, y una granja de doscientas cincuenta hectáreas en Vermont. Fenston miró la diapositiva de una joven desnuda que miraba a través de la ventana de un dormitorio y decidió que le diría a Leapman que redactara el contrato.

Dejó la solicitud a un lado y comenzó a hojear el último catálogo de Christie's. Se detuvo al llegar a la página donde aparecía un Degas, Bailarina delante de un espejo, pero pasó la página después de leer el precio de salida. Pierre de Rochelle le había conseguido un Degas, La profesora de baile, a un precio mucho más razonable.

Continuó leyendo los precios de cada pintura, y de vez en cuando sonreía al ver lo mucho que había subido de precio su colección. Miró el reloj de mesa: las 19.43. «Mierda», exclamó al ver que si no se daba prisa llegaría tarde para dar su discurso en la cena de los banqueros. Recogió el catálogo y caminó presuroso hacia la puerta. Marcó la combinación de seis dígitos en el teclado, salió al pasillo y cerró la puerta. Ocho segundos más tarde, escuchó el chasquido de las rejas.

Mientras bajaba en el ascensor, se sorprendió al ver el precio de salida de Los barrenderos de Caillebotte. Él le había adquirido la misma pintura en un formato más grande por la mitad de ese precio a un cliente al que había mandado a la ruina. Salió del ascensor, fue hasta la recepción, y firmó la salida a las 19.48.

Al cruzar el vestíbulo, vio a su chófer que lo esperaba al pie de la escalera. Mantuvo el pulgar en el catálogo para marcar la página mientras subía al coche. Se enfadó cuando al pasar a la página siguiente se encontró con un Van Gogh, Recolectores en el campo, con un precio inicial de veintisiete millones. Soltó una maldición. Ni se podía comparar con Autorretrato con la oreja vendada.

– Perdón, señor -dijo el chófer-. ¿Irá usted a la cena de los banqueros?

– Sí. Más vale que nos pongamos en marcha -respondió Fenston, y pasó otra página del catálogo.

– Es que…-comenzó el chófer y recogió la invitación que estaba en el asiento del pasajero.

– ¿Qué pasa?

– La invitación dice esmoquin.-Le pasó la tarjeta a su jefe.

– ¡Mierda! -Fenston dejó caer el catálogo en el asiento. De haber estado Tina hubiese tenido el esmoquin a punto y no colgado en el armario. Se apeó del coche antes de que el chófer pudiese abrirle la puerta, y subió los escalones de dos en dos. Pasó por delante del mostrador de la recepción, sin preocuparse de firmar la entrada. Corrió hasta uno de los ascensores que estaba abierto y apretó el botón del piso treinta y dos.

En cuanto salió del ascensor, lo primero que vio mientras caminaba por el pasillo fue el rayo de luz que salía por debajo de la puerta de su despacho. Hubiese jurado que la había apagado después de activar la alarma, ¿o es que había estado tan absorto en el catálogo que sencillamente lo había olvidado? Se disponía a marcar el código en el teclado, cuando escuchó un ruido en el interior.

Fenston vaciló, intrigado por quién podría ser. No se movió mientras esperaba algún indicio de que el intruso había descubierto su presencia. Pasados un par de minutos, volvió sobre sus pasos, entró en el despacho vecino y cerró la puerta con cuidado. Se sentó en la silla de su secretaria y comenzó a buscar el interruptor; Leapman le había advertido que Tina podía espiar todo lo que ocurría en su despacho. No tardó mucho en encontrarlo debajo de la mesa. Lo apretó y se encendió una pequeña pantalla. Fenston miró incrédulo la nítida imagen.

Leapman estaba sentado en su silla con un grueso expediente abierto sobre la mesa. Pasaba lentamente las páginas, algunas veces se detenía para leer alguna entrada con más atención, y también sacaba algunas para fotografiarlas con lo que parecía una cámara de alta tecnología.

Varios pensamientos pasaron por la mente de Fenston. Leapman podía estar recogiendo información para hacerle chantaje en el futuro. Le vendía información a un banco competidor. Los inspectores de Hacienda le habían apretado las clavijas y él había aceptado traicionar a su jefe a cambio de la inmunidad. Fenston se inclinó por el chantaje.

No tardó en ser evidente que Leapman no tenía prisa. Había escogido esa hora con toda premeditación. Acababa con un expediente, lo dejaba en su lugar y seleccionaba otro. El procedimiento era siempre el mismo: buscar sistemáticamente en el contenido del archivo, señalaba los puntos relevantes, y si lo consideraba necesario, sacaba una página para fotografiarla.

Fenston consideró las alternativas, antes de decidirse por algo que le pareció digno de Leapman.

Primero escribió la secuencia de las cosas que serían necesarias para asegurarse de que no lo pillarían. En cuanto tuvo la certeza de que no había omitido nada, apretó el interruptor para desconectar los teléfonos. Esperó pacientemente hasta ver que Leapman abría otro expediente muy abultado. Luego salió al pasillo para ir hasta la puerta de su despacho. Repasó mentalmente la lista. Marcó el código correcto, 170690, en el teclado como si fuese a marcharse. A continuación abrió con la llave y empujó la puerta un par de centímetros y la cerró de nuevo.

La ensordecedora alarma se puso en marcha automáticamente, pero Fenston esperó los ocho segundos hasta que las rejas quedaron sujetas. Después tecleó rápidamente el código de la semana anterior, 170680, y abrió y cerró la puerta de nuevo.

Escuchó cómo Leapman corría a través de la habitación, evidentemente con la ilusión de que si marcaba el código correcto se apagaría la alarma y se levantarían las rejas. Pero ya era demasiado tarde, porque las rejas de hierro no se movieron y la alarma continuó sonando.

Fenston sabía que solo le quedaban unos segundos si quería completar la secuencia sin ser descubierto. Corrió al despacho vecino y echó un rápido vistazo a las notas que había dejado en la mesa de la secretaria. Marcó el número de emergencia de Abbot Security.

– Agente de guardia -respondió una voz.

– Soy Bryce Fenston, presidente de Fenston Finance -dijo con voz pausada y un tono autoritario-. Se acaba de disparar la alarma de mi despacho en el piso treinta y dos. Seguramente he marcado por error el código de la semana pasada, y solo quería avisarle de que no es una emergencia.

– ¿Puede repetirme su nombre, señor?

– Bryce Fenston -gritó por encima del estruendo de la alarma.

– ¿Fecha de nacimiento?

– Doce, seis, cincuenta y dos.

– ¿Apellido de soltera de la madre?

– Madejski.

– ¿Código postal?

– Uno cero cero dos uno.

– Gracias, señor Fenston. Enviaremos a alguien al piso treinta y dos lo antes posible. Los técnicos están ahora mismo ocupados con una incidencia en el piso diecisiete, donde una persona se ha quedado encerrada en un ascensor, así que tardarán unos minutos en llegar.

– No hay ninguna prisa -dijo Fenston-. No hay nadie trabajando en el piso, y las oficinas no abren hasta las siete de la mañana.

– Estoy seguro de que no tardaremos tanto tiempo -afirmó el guardia-, pero con su permiso, señor Fenston, cambiaremos la categoría de emergencia a prioridad.

– Me parece bien -vociferó Fenston.

– Así y todo habrá un recargo de quinientos dólares por tratarse de una llamada fuera de las horas de oficina.

– Es un tanto excesivo.

– Es lo habitual en estos casos, señor. Sin embargo, si puede apersonarse en la recepción, y firmar en el registro de alarmas, el recargo será de doscientos cincuenta.

– Voy para allá.

– Debo recordarle, señor -añadió el guardia-, que si lo hace, su solicitud será considerada como de rutina, en cuyo caso no la atenderemos hasta después de ocuparnos de todas las llamadas prioritarias y de emergencia.

– No es problema.

– Puede estar seguro de que a pesar de los otros servicios que estamos atendiendo, no tardaremos más de cuatro horas en ocuparnos de su aviso.

– Muchas gracias. Ahora mismo bajo a la recepción.

Colgó el teléfono y salió al pasillo. Al pasar por delante de su despacho, escuchó cómo Leapman aporreaba la puerta desesperado, pero los gritos apenas si se oían por encima del sonido agudo de la alarma. Fenston continuó caminando hacia los ascensores. Incluso a una distancia de veinte metros, el estrépito era insoportable.

En la planta baja fue directamente al mostrador.

– Ah, señor Fenston -dijo el guardia-. Si tiene la bondad de firmar aquí, se ahorrará doscientos cincuenta dólares.

– Gracias. -Fenston le dio diez dólares de propina-. No hace falta que corra. Arriba no queda nadie -afirmó.

Salió del edificio y al subir el coche miró hacia su despacho. Vio una diminuta figura que golpeaba el cristal de la ventana. El chófer cerró la puerta y fue a sentarse al volante, intrigado. Su jefe no se había puesto el esmoquin.

49

Jack Delaney aparcó el coche en Broad Street poco después de las nueve y media. Encendió la radio y escuchó el programa de Cousin Brucie en el 101.1 FM, mientras esperaba a Leapman. El punto de encuentro lo había elegido Leapman, y le había dicho al agente del FBI que llegaría entre las diez y las once, para entregarle la cámara con todas las pruebas necesarias para asegurar la condena.

Jack dormitaba cuando escuchó la sirena. Como todos los agentes de la ley, sabía en el acto si la sirena era de un coche de policía, de una ambulancia o de un camión de bomberos. Era la de una ambulancia que probablemente venía de St. Vincent's.

Consultó su reloj: las once y cuarto. Leapman se retrasaba, pero ya le había advertido a Jack que fotografiaría más de cien documentos, así que no era cuestión de reprocharle la falta de puntualidad. Los técnicos del FBI habían dedicado mucho tiempo a enseñarle a Leapman el manejo del novísimo modelo de cámara para que obtuviese los mejores resultados. Aquello había sido antes de la llamada. Leapman había llamado a la oficina de Jack unos minutos después de las siete para comunicar que Fenston le había dicho algo mucho más importante que cualquier documento. La llamada se había interrumpido antes de que Jack pudiese averiguar qué era. No hubiese tardado tanto de no haber sido por su experiencia de que era habitual entre quienes negociaban con el fiscal, afirmar que disponían de una nueva información mucho más importante, y que por lo tanto el FBI debía reconsiderar la duración de la condena. Tenía claro que su jefe no lo haría a menos que las nuevas pruebas demostrasen un vínculo irrefutable entre Fenston y Krantz.

El sonido de la sirena sonó más fuerte.

Jack decidió salir del coche para estirar las piernas. Se le había arrugado la gabardina. La había comprado en Brook Brothers en los días cuando deseaba que todos supieran que era un agente del FBI, pero a medida que sucedían los ascensos, menos deseaba que fuese tan obvio. Si alguna vez llegaba a jefe de delegación, consideraría la posibilidad de comprarse un abrigo nuevo, uno que le hiciera parecer abogado o banquero; eso complacería a su padre.

Pensó de nuevo en Fenston, que en esos momentos estaría leyendo su discurso sobre la responsabilidad moral de los banqueros modernos, y después en Anna, que ahora se encontraba en medio del Atlántico camino de su reunión con Nakamura. Anna le había dejado un mensaje en el móvil, donde le decía que finalmente había averiguado por qué Tina había aceptado ser la secretaria privada de Fenston, y que la prueba había estado todo el tiempo delante de sus ojos. Lo había llamado pero el teléfono daba ocupado, y que volvería a llamarlo por la mañana. Seguramente había sido cuando él hablaba con Leapman. Jack lo maldijo. Allí estaba en medio de la noche, en una acera de Nueva York, cansado y hambriento, a la espera de que apareciera con la cámara. Su padre tenía razón. Tendría que haberse hecho abogado.

La sirena sonaba a no más de un par de manzanas de distancia.

Caminó hasta la esquina y miró el edificio donde se encontraba Leapman, en algún lugar del piso treinta y dos. Había una hilera de luces encendidas más o menos a la altura de la mitad del rascacielos. Todas las demás ventanas estaban a oscuras. Jack comenzó a contar los pisos, pero al llegar al dieciocho le pareció que se había equivocado, y cuando contó treinta y dos, quizá era el que tenía las ventanas iluminadas. Claro que eso no tenía sentido, porque en el piso donde se encontraba Leapman solo podía haber una única luz. Lo que menos le interesaba era llamar la atención.

Vio que la ambulancia se detenía con un brusco frenazo delante del edificio. Se abrió la puerta trasera y tres personas, dos hombres y una mujer, vestidos con los habituales uniformes azules, saltaron a la acera. Uno cargó con la camilla, otro con una bombona de oxígeno, y el tercero con una abultada maleta de primeros auxilios. Jack los observó mientras subían los escalones de dos en dos y entraban en el edificio.

Volvió la atención hacia el mostrador, donde un guardia -que señalaba algo en una planilla- hablaba con un hombre mayor vestido con mucha elegancia, probablemente el supervisor, mientras que un segundo guardia hablaba por teléfono. Varias personas entraban y salían de los ascensores, algo absolutamente normal, dado que se encontraban en el corazón de una ciudad donde la actividad financiera se desarrollaba las veinticuatro horas del día. La mayoría de los norteamericanos dormían mientras su dinero cambiaba de manos en Sidney, Tokio, Hong Kong y ahora Londres, pero siempre había un grupo de neoyorquinos que vivían sus vidas en el tiempo de otras personas.

Se olvidó de las reflexiones al ver que se abría la puerta de uno de los ascensores y reapareció el trío de la ambulancia. Los dos hombres empujaban la camilla con el paciente mientras la mujer se encargaba de la bombona de oxígeno. La gente se apartó mientras caminaban con paso firme hacia la salida. Jack subió la escalera para echar una ojeada. Se escuchó el sonido de otra sirena a lo lejos, esta vez de la policía, pero a esas horas de la noche podía ir a cualquier parte, y en cualquier caso a Jack solo le interesaba la camilla. Permaneció junto a la puerta para dejar paso a los camilleros. Miró el rostro pálido del enfermo, que tenía los ojos vidriosos como si hubiese mirado un foco muy potente durante demasiado tiempo. No fue hasta que los hombres con la camilla pisaron la acera, que cayó en la cuenta de quién era. Tenía que tomar una decisión en el acto. ¿Escoltaba a la ambulancia hasta el hospital, o subía al piso treinta y dos? Le pareció que la sirena de la policía venía en esa dirección. No necesitaba una segunda mirada para saber que Leapman no hablaría con nadie durante una larga temporada. Entró en el vestíbulo a toda prisa acompañado por el sonido de la sirena que ahora no podía estar más allá de un par de manzanas. Solo dispondría de unos pocos minutos antes de que los policías se presentaran en la escena. Se detuvo un momento en el mostrador para mostrar la placa del FBI.

– Sí que son ustedes rápidos -dijo uno de los guardias, pero Jack no le respondió mientras caminaba hacia los ascensores. El hombre se preguntó cómo sabía el piso.

Jack entró en el ascensor en el momento en que se cerraban las puertas y apretó el botón con el número 32. Al salir, miró rápidamente a un lado y otro del pasillo para ver cuál era el despacho con las luces encendidas. Corrió hacia el extremo del pasillo donde un guardia, dos técnicos con monos rojos y un empleado de la limpieza, estaban junto a una puerta abierta.

– ¿Quién es usted? -preguntó el guardia.

– FBI. -Jack le mostró la placa pero no le dijo su nombre mientras entraba en la habitación. Lo primero que vio fue la foto de George W Bush y Fenston que se daban la mano. Luego miró en derredor hasta que finalmente se fijó en la única cosa que le interesaba. Se encontraba en el centro de la mesa, sobre unas hojas junto a un expediente abierto.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó con voz autoritaria.

– Un tipo que se quedó encerrado en este despacho durante más de tres horas con la alarma en funcionamiento.

– Nosotros no tenemos ninguna culpa -se apresuró a decir uno de los técnicos-. Nos dijeron que no era una urgencia, y lo tenemos por escrito. De lo contrario, hubiésemos llegado aquí mucho antes.

Jack no tuvo necesidad de preguntar quién había puesto la alarma en marcha para después dejar a Leapman abandonado a su suerte. Se acercó a la mesa para echar un vistazo a los documentos. Al alzar la mirada vio que los demás le observaban. Se dirigió directamente al guardia.

– Vaya a esperar a la policía, y en cuanto aparezcan dígales que vengan aquí de inmediato. -El guardia se alejó rápidamente sin hacer preguntas-. Ustedes tres, fuera de aquí. Esta podría ser la escena de un crimen, y no quiero que toquen nada que pudiese ser una prueba. -Los hombres se volvieron, y en el segundo que le dieron la espalda, Jack cogió la cámara y se la guardó en uno de los amplios bolsillos de la gabardina.

Levantó el teléfono. No había línea, solo un monótono zumbido. Alguien lo había desconectado. Sin duda, la misma persona que había disparado la alarma. No tocó nada más. Salió al pasillo y entró en el despacho vecino. Había una pantalla encendida en una esquina de la mesa donde aparecía la imagen del despacho del presidente. Fenston no solo había visto las acciones de Leapman sino que había tenido tiempo para poner en marcha una venganza diabólica.

Miró la centralita. Había una palanca levantada, y la luz naranja indicaba que la línea daba señal de ocupada. Fenston había aislado a su jefe de personal de cualquier contacto con el mundo exterior. Sobre la mesa encontró la lista que había escrito Fenston para no saltarse ningún paso de su plan. La policía dispondría de todas las pistas para sacar sus conclusiones. De haber sido este uno de los casos de Colombo, la palanca levantada, la lista manuscrita en la mesa y la hora en que se puso en marcha la alarma le hubiesen bastado al gran detective para conseguir que Fenston se derrumbara para confesar después de la última tanda de anuncios. Desafortunadamente, no se trataba de una serie, Fenston no se derrumbaría y no confesaría. Jack torció el gesto. La única cosa en común con Colombo era la gabardina arrugada.

Escuchó cómo se abrían las puertas del ascensor y la voz del guardia cuando dijo: «Síganme». Había llegado la poli. Miró de nuevo la pantalla donde ahora aparecían dos agentes que comenzaban a interrogar a los cuatro testigos. Los inspectores no tardarían en llegar. Jack salió del despacho y se alejó silenciosamente hacia el ascensor. Ya había llegado a la puerta cuando uno de los agentes salió del despacho de Fenston y le gritó: «¡Eh, usted!». Jack pulsó el botón de bajada y se volvió de lado para que el policía no le viese el rostro. Entró rápidamente en el ascensor y mantuvo el dedo en el botón de la planta baja. Treinta segundos más tarde, cruzó el vestíbulo, salió del edificio, bajó la escalera y caminó a paso ligero hacia donde tenía el coche.

Se sentó al volante y puso el coche en marcha en el mismo momento en que aparecía un agente en la esquina. Sin pensarlo dos veces dio la vuelta en U, se subió a la acera, volvió al pavimento y se dirigió hacia el hospital St. Vincent.

– Sotheby's, buenas tardes.

– Lord Poltimore, por favor.

– ¿Quién lo llama, señora?

– Lady Wentworth. -Arabella no tuvo que esperar mucho a que Mark se pusiera al teléfono.

– Es un placer tener noticias tuyas, Arabella -dijo Mark-. ¿Me permites preguntar si llamas en calidad de compradora o vendedora? -añadió con un tono jocoso.

– Busco consejo, pero si fuese una vendedora…

Mark comenzó a tomar notas mientras escuchaba las preguntas que Arabella obviamente había preparado cuidadosamente.

– En mis tiempos de marchante -manifestó Mark-, antes de unirme a Sotheby's, la comisión habitual era del diez por ciento para el primer millón. Si era probable que la pintura se vendiera por más, la costumbre era negociar una cantidad con el vendedor.

– ¿Qué cantidad negociarías si te pidiese que vendieras el Van Gogh de mi colección?

Mark agradeció que Arabella no pudiese ver su expresión. En cuanto se recuperó, se tomó su tiempo antes de proponer una cantidad, pero se apresuró a añadir:

– Si estuvieses dispuesta a que Sotheby's se encargara de subastarla, no te cobraríamos nada, Arabella, y te garantizaríamos el precio total.

– ¿Dónde está vuestra ganancia? -preguntó Arabella.

– Cargamos una prima al comprador -explicó Mark.

– Ya tengo a un comprador, pero gracias de todas maneras por el consejo.

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