Capítulo 12

– Te levantas temprano -comentó Alex Grant. Dejó a un lado el periódico mientras el mayordomo urgía a Devlin a pasar al desayunador de Bedford Street. Observó a su primo, vestido todavía con la indumentaria de la noche anterior-. ¿O es que todavía no te has acostado?

– Todavía no he dormido -confirmó Dev. Aceptó agradecido la taza de café que Alex sirvió y empujó en su dirección-. No hace falta que me mires así. No ha sido lo que estás pensando.

Alex arqueó una ceja.

– Yo no juzgo a nadie -dijo con amabilidad.

Dev se encogió de hombros, malhumorado. Advirtió que su primo le estaba observando y en ese preciso momento supo que Alex pondría inmediatamente el dedo en la llaga. Su primo siempre había sabido leer en él como si fuera un libro abierto. Cuando era más joven y Alex era su tutor, le resultaba muy embarazoso. Jamás había podido ocultarle nada. Los nueve años en los que Alex le superaba siempre le habían proporcionado aquella ventaja. A eso había que añadir que Alex había sido un famoso explorador, un héroe, y no había nada que Dev deseara más que seguir sus pasos y complacerle. Un sentimiento que perduraba incluso ahora.

– Pareces un hombre al que le habría gustado disfrutar de una noche de desinhibida disipación, pero que, sabiendo que no le convenía, no lo ha hecho y, sin embargo, se arrepiente de todo lo que no ha sucedido -aventuró Alex al cabo de un momento mirándolo con expresión seria.

Dev se rio casi a su pesar.

– No puedo menos que felicitarte, Alex. Me conoces muy bien -miró a su alrededor para asegurarse de que la puerta estaba cerrada-. ¿Debo deducir que las damas no van a reunirse con nosotros?

Alex miró el reloj que descansaba en la repisa de la chimenea.

– ¿A las siete y media? ¿Todavía no conoces a las mujeres? -asomó a sus labios una sonrisa-. Estás a salvo, Devlin. Aunque si estás a punto de contar algo escandaloso, supongo que Joanna lamentará habérselo perdido.

Dev bebió un sorbo de café y se reclinó cómodamente en la silla.

– Hay una mujer -admitió.

No sabía por qué estaba contándole aquello a su primo. En realidad, no tenía intención de hablar de Susanna.

Alex asintió.

– Sabía que la habría, antes o después -alzó la mano para detener la protesta casi refleja de Dev-. Perdona, no estaba insinuando que daba por sentado que le serías infiel a tu prometida. Solamente… -se interrumpió y jugueteó con la taza-, que cuando uno opta por un matrimonio sin amor, siempre corre el peligro de que surja una persona de la que se enamore.

– No estoy enamorado -respondió Dev automáticamente.

No amaba a Susanna. No podía amarla. Había salido suficientemente escaldado de aquella relación como para caer de nuevo en la trampa. Pero no podía negar el deseo que sentía por ella, ni el fuerte vínculo que los unía. Sintió tensarse su cuerpo, cambió incómodo de postura y se preguntó si alguna vez se liberaría del fiero deseo que lo apresaba.

Alex sonrió.

– En ese caso, perdóname otra vez, pero, sea quien sea esa mujer, es obvio que lo que sientes por ella es mucho más fuerte que cualquier cosa que hayas sentido nunca por lady Emma.

Eso, pensó Dev con pesar, era cierto. Admiraba la belleza de Emma y la quería por su dinero, pero no sentía nada más por ella. El compromiso que le había ofrecido era un compromiso vacío que ninguno de los dos merecía.

Se inclinó hacia delante.

– No he venido aquí para hablar de mis problemas sentimentales. Vengo a pedirte ayuda -se interrumpió-. En realidad, tengo que pedirte un enorme favor.

– Adelante.

– Voy a elevar una petición al Almirantazgo para recuperar mi cargo en la Marina -alzó la mirada-. He pensado que tú podrías ayudarme.

Alex estuvo a punto de atragantarse con el café.

– Devlin, vendiste tu cargo para financiar la búsqueda de un tesoro en México. Dudo que los lores del Almirantazgo te tengan ninguna simpatía después de aquello -dejó la taza suavemente sobre el plato-. Después, está ese asunto del palo mayor, lo que ocurrió con la hija del almirante a la que desfloraste cuando abordamos una fragata en el Ártico… -se interrumpió y sacudió la cabeza-. Tienes que estar loco para considerarlo siquiera.

– No fui el primer hombre que había estado con la hija del almirante -protestó Dev.

– Eso es precisamente lo que el almirante no quiso aceptar.

– A ti te aceptaron después del incidente de la fragata. Y se negaron a formarte un consejo de guerra cuando ayudaste a escapar a Ethan Ryer.

– Eso fue un accidente -respondió Alex-. El Almirantazgo aceptó que había tropezado y, accidentalmente, había dificultado la labor del guarda que estaba intentando dispararle.

Dev soltó un bufido burlón.

– Tonterías. ¿Y el incidente con Hallows?

– Argüí que estaba bajo la influencia de una pasión extrema. Estaba intentando recuperar a mi esposa.

– ¿Y se lo tragaron? -preguntó Dev con desdén.

– Era cierto -cambió el tono de voz. Habría hecho cualquier cosa para recuperar a Joanna. Suspiró hondo-. ¿Por qué quieres volver al mar, Devlin?

Dev pensó en lo que le había dicho Susanna unas horas atrás. Sus palabras solo habían confirmado las sensaciones que llevaban persiguiéndole durante semanas: estaba aburrido, estaba desperdiciando su vida. Susanna le había asegurado que era mejor hombre que aquel ocioso cazafortunas en el que se había convertido. Sabía que Susanna estaba hablando entonces de la fidelidad y el honor, pero lo que había dicho podía aplicarse a toda su vida. No podía continuar allí sentado, pendiente de los antojos de Emma, por el mero hecho de ambicionar dinero y estatus. Cuando se había unido a la Marina, se había labrado su propia fama y se había ganado holgadamente la vida. El mar se había convertido en una amante muy exigente, pero él había respondido a su llamada. Tras hablar con Susanna, había comprendido que debía volver.

Tenía que agradecerle a su exesposa aquella revelación. Había sido Susanna la que le había desafiado a ser mejor hombre y la que le había hecho enfrentarse a la verdad. Le había devuelto el respeto por sí mismo. Le había mostrado el camino. Por un momento, sintió una inmensa gratitud y una sensación igualmente intensa de pérdida. Jamás habría imaginado que Susanna pudiera darle algo tan precioso. Pero tenía que intentar dejar de pensar en Susanna. Muy pronto se convertiría en la marquesa de Alton, y cuanto más lejos estuviera de ella, mejor. Un barco en el otro extremo del mundo podía ser un lugar tan bueno como cualquier otro.

Advirtió que Alex todavía estaba esperando una respuesta.

– Son muchas las razones que tengo para ello. Me he cansado de ser el perrito faldero de Emma. Creo que estoy desperdiciando mi vida.

A los labios de Alex asomó una sonrisa.

– Yo pensaba que querías dinero y un lugar en la alta sociedad -musitó.

– Y es cierto. Pero el precio a pagar es demasiado alto.

– Es posible que lady Emma no quiera casarse con el teniente más viejo de la Marina -comentó Alex secamente-. Porque puedes estar seguro de que es poco probable que te ofrezcan otro cargo, Devlin. Te harán comenzar desde abajo para castigarte por tu pasado.

– Aun así, estoy seguro de que algún día llegaré a ser almirante -respondió Dev con una sonrisa-. Sabes que puedo hacerlo -la sonrisa desapareció-. Además, es posible que a Emma no le gusten muchas de las cosas que tengo que decirle. Lo mejor será aceptar que nuestro compromiso ha terminado.

Alex se sirvió una segunda taza de café y le tendió la cafetera a su primo.

– Una vez más, estoy a punto de preguntarte que si te has vuelto loco. Estoy seguro de que debes miles de libras. Si lady Emma rompe el compromiso, los prestamistas querrán saldar sus deudas y terminarás arruinado.

– Lo sé -contestó Dev. Miró a su primo con semblante serio-. Pero también sé que podré hacer frente a mis deudas. Si logro acceder a un cargo en la Marina, comenzaré a tener ingresos regulares y si gano alguna recompensa económica, saldaré todas mis deudas -se le quebró la voz-. Y recuperaré el respeto por mí mismo. Odio al hombre en el que me he convertido -añadió con repentina fiereza-. La única manera que tengo de redimirme ante mí mismo es volver al mar.

Alex soltó entonces una carcajada.

– Maldita sea, Devlin. Es una locura tirar por la borda todo lo que has conseguido, pero te admiro. Llevas demasiado tiempo malgastando tu vida y lamentaba verte así. Pero aun así, hay algo que me preocupa: Chessie.

– Sí -Dev esbozó una mueca-. Soy consciente de que estoy en deuda contigo, Alex. Le has proporcionado a Chessie un hogar y has prometido una dote, cuando eso debería ser responsabilidad mía… -se interrumpió cuando Alex alzó la mano.

– Yo era tanto tu tutor como el de Chessie. Durante mucho tiempo, estuve ausente de vuestras vidas y tuvisteis que arreglároslas solos. Ya hiciste mucho entonces para proteger a tu hermana. Permíteme redimir ahora mi culpa -frunció el ceño-. Durante algún tiempo, pensé que Chessie podría casarse con Fitzwilliam Alton, pero ahora parece que no va a ser así.

– No. Alton va a casarse con lady Carew. Hoy mismo anunciarán su compromiso.

Dejó la taza bruscamente sobre la mesa. El café se había enfriado y de pronto lo encontraba excesivamente amargo.

– Es una pena. Chessie debía de estar muy enamorada de él. Últimamente parece triste. Joanna me lo comentó hace varios días.

– Fitz no es un hombre suficientemente bueno para ella -respondió Dev cortante-. Pensaba que sería una buena pareja para mi hermana, pero estaba equivocado.

– Nos enfrentamos de nuevo a la cuestión del dinero y el estatus -se estiró y dejó la servilleta en la mesa-. Así que la misteriosa viuda ha terminado atrapando al marqués. ¿Sabes? Cuando la vi, tuve la extraña sensación de que la conocía.

– Lo dudo -respondió Dev, más seco todavía-. Tengo entendido que es la primera vez que visita Londres.

No entendía qué le impulsaba a proteger a Susanna, pero había algo en su interior que le empujaba a guardarle el secreto. No iba a decirle a Alex que había conocido a Susanna cuando ésta solo era la sobrina del maestro de Balvenie.

– Es escocesa, ¿no es cierto? He pensado que quizá…

– Te ruego que me perdones -le interrumpió al tiempo que se levantaba-. Tengo que ir al Almirantazgo y después me gustaría ir a ver a Emma y ponerle al corriente de mis planes. Gracias por el café, Alex. Y por tus consejos.

– Ha sido un placer -respondió Alex. Se levantó y le estrechó la mano-. Buena suerte, Devlin. Escribiré para apoyar tu petición. Hace falta mucho valor para hacer lo que estás haciendo. Te mereces que todo salga bien.

– Gracias -contestó Dev.

Salió entonces al sol del verano. La brisa era fresca y el cielo resplandecía sobre su cabeza. Era el día ideal para estar en la proa de un barco.

Un repartidor de periódicos le tendió un ejemplar y Devlin bajó la mirada hacia él sin prestarle demasiada atención. Pero vio entonces un dibujo escabroso en el que aparecía una mujer medio desnuda de larga melena negra sentada a horcajadas sobre una corona ducal mientras un hombre que podía ser reconocible como Fitzwilliam Alton contaba monedas con expresión lasciva. Dinero a cambio de un título, rezaba el titular. Por un momento, Dev fue presa de una rabia tan ciega que se quedó paralizado donde estaba. Ver a Susanna expuesta de forma tan flagrante y en una actitud tan irreverente le produjo una sensación nauseabunda. Después, con un frío escalofrío, recordó que era eso precisamente lo que ella pretendía, comprar un título para asegurarse el futuro. Hasta hacía muy poco, también había sido ése su objetivo. De modo que aquello solo era el precio a pagar.

Cerró el puño con tanta fuerza alrededor de aquel pliego que los bordes del papel le arañaron la palma de la mano. Después, le devolvió el ejemplar al repartidor y se alejó de allí sin decir una sola palabra.


Lady Emma Brooke estaba de muy mal humor. Inclinó la sombrilla para protegerse del intenso sol que resplandecía sobre el agua y se ajustó el chal como si quisiera protegerse de una imaginaria brisa. El hecho de que hiciera un día tan hermoso agriaba todavía más su mal humor. Su madre la había obligado a levantarse pronto, ¡a las diez en punto!, para asistir a un desayuno en Crofton Cottage, en el Támesis. Emma no quería ir, pero, algo poco habitual en ella, la condesa le había obligado a asistir. Dos horas después, Emma estaba tan aburrida que comenzaba a rozar la exasperación. Sabía que sus padres querían que su hermano se casara con la hija de los duques de Crofton, pero no entendía por qué tenía que soportar también ella a aquella estúpida. Era Justin el que tenía que responsabilizarse de su cortejo. Estaba harta, y también estaba harta de los hombres. Al fin y al cabo, ¿quién los necesitaba? Primero, Devlin había supuesto una gran decepción para ella y después había descubierto que Tom Bradshaw no era más que un montón de promesas vacías.

Tras el furtivo encuentro a media noche en el jardín, había ardido de deseo de volver a verle otra vez. No entendía por qué. En realidad, Tom Bradshaw era todo lo que había aprendido a despreciar: un hombre pobre, bastardo, que tenía que trabajar para vivir. Pero nada de eso importaba, porque había llevado a su vida un elemento nuevo, distinto, estimulante. Y después de haberlo probado, quería mucho más.

Había buscado la figura alta de Tom por todas partes, en todos los salones de baile, aunque sabía que aquel hombre jamás pondría un pie en ellos. Le había buscado en el parque, en una ocasión, incluso le había parecido verle. Le había buscado en cada esquina, en cada calle. Todo el mundo la notaba distraída. Su madre había comentado que se había vuelto muy reservada y su padre, arrugando el periódico furioso, le había dicho que esperaba que no hiciera algo tan estúpido como deprimirse. Incluso había insinuado que deberían adelantar el matrimonio con Devlin. Cuando Emma había replicado con una estridente negativa, sus padres habían intercambiado una significativa mirada. Más adelante, su madre había ido a verla para decirle, con una delicadeza extrema, que si se había arrepentido de su compromiso con Devlin, era perfectamente aceptable y que Devlin comprendería que hubiera cambiado de opinión. Le liberaría de aquel compromiso como el caballero que, en realidad, no era. Pero Emma era una joven muy tozuda. No quería renunciar a lo que todavía consideraba prioritario. Al menos hasta que no tuviera algo mejor. Y parecía haber hecho lo correcto, porque a pesar de todas sus promesas sobre que volverían a verse, Tom había demostrado ser un mentiroso. Lo único que estaba haciendo era divertirse a su costa. Emma se sentía ridícula y deseaba poder odiarle. Curiosamente, le resultaba imposible, y eso la enfurecía todavía más.

Vio que su madre se acercaba a ella. Había llegado la hora de marcharse. Gracias a Dios. La limonada estaba caliente y los sándwiches secos al estar expuestos al sol. Además, hacía demasiado calor para estar sentada al aire libre. Emma siguió a su madre y a las dos hermanas Bell con paso cansino a lo largo del río. Pasó por delante de los lechos de flores, una explosión de rosas cuya esencia impregnaba aquel aire tan insoportablemente caliente. Podía sentir el sudor resbalando por su cuello y descendiendo por su espalda. Era una sensación de lo más desagradable. Y no alcanzaba a entender por qué tenían que montar en uno de esos ridículos barcos del río en vez de regresar en su carruaje.

Eran dos los barqueros. Uno de ellos se inclinó hacia delante para ayudar a las damas a montar en el esquife. El otro estaba comprobando las cuerdas de amarre. Las hermanas Bell reían estúpidamente mientras subían a la embarcación. Eran ridículas. Emma, todavía en el muelle, frunció el ceño.

– Hermoso día, milady.

Emma se sobresaltó de tal manera que se le cayó la sombrilla. Había reconocido aquella voz. Normalmente, no prestaba atención alguna a los sirvientes, y ésa era la razón por la que no se había dado cuenta de que el hombre que estaba comprobando las cuerdas no era otro que Tom Bradshaw. Éste se enderezó, fuerte y ágil como era, y le tendió la sombrilla con una sonrisa burlona. Cuando la tomó, Tom cubrió su mano con la suya. A Emma se le secó la garganta. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -preguntó en un susurro.

Miró a su alrededor, para ver si su madre estaba mirándole, pero lady Brooke estaba hablando con lady Bell de espaldas a ella.

Tom se estaba riendo de ella. Emma podía verlo en sus ojos. Y su expresión hizo que el estómago le diera un vuelco.

– Suelo hacer lo que me apetece, y hoy me apetecía veros.

– Os he estado buscando… -comenzó a decir Emma, pero cerró inmediatamente la boca.

– Lo sé.

Estaba muy cerca de ella. Llevaba arremangada la camisa, de modo que Emma podía ver el vello de su brazo y el movimiento de sus músculos. La rozó suavemente y Emma sintió el calor a través del delicado algodón de la manga de su vestido. El calor se tradujo en un ligero mareo. Hacía demasiado calor y la sangre corría a una velocidad vertiginosa por sus venas.

Lady Bell estaba instalándose en aquel momento en el barco, organizando un enorme jaleo y ocupando por lo menos tres asientos mientras intentaba alisar las faldas de su vestido. Emma contuvo la respiración, pero lady Brooke no se volvió.

– Iré a veros mañana por la noche -susurró Tom, rozando con los labios la oreja de Emma-. Esperadme.

Emma sintió un escalofrío que le dejó la piel de gallina. Tom sonreía con aquellos ojos tan oscuros y una expresión tan cargada de intenciones que la joven se sintió como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies y estuviera a punto de caer en el vacío. Con el pretexto de guiarla por el malecón, la agarró del brazo. Emma notó su mano en la cintura y sus dedos rozando la parte inferior de su seno y se vio obligada a ahogar un gemido.

Afortunadamente, su madre no había notado nada. Continuaba esperando a que Emma se reuniera con ella en la embarcación. Tom le tendió la mano para ayudarla a subir. Emma vaciló antes de tomarla. En el instante en el que Tom cerró la mano alrededor de la suya, sintió que todos sus sentidos se activaban. Fue como si alguien hubiera dejado caer cera caliente sobre su piel desnuda. El calor envolvió todo su cuerpo. Estaba ardiendo, pero al mismo tiempo, sentía un frío que le helaba los huesos.

Emma tomó asiento al lado de su madre y observó a Tom como si estuviera en estado de trance mientras éste soltaba las amarras y se sentaba en el barco. Se sentó enfrente de ella y tomó los remos. Emma observaba sus músculos tensarse con el movimiento, observaba la forma en la que el viento pegaba la camisa contra el contorno de su pecho. Se sentía transfigurada. La conversación de su madre resbalaba sobre ella sin que escuchara realmente ninguna de sus palabras, mientras su cerebro se llenaba del sonido del remo contra el agua, del calor del sol que se filtraba por la sombrilla y de un tórrido anhelo en su vientre que jamás había experimentado. No comprendía cómo era posible que nadie pareciera darse cuenta de su incomodidad cuando ésta era tan acusada. Pero todo el mundo mostraba una actitud completamente normal. Ella era la única que estaba atrapada en aquella dolorosa espiral de lujuria y deseo. Y Tom era el único que lo sabía.

Estaban llegando al muelle de Westminster. Tom fue el primero en saltar a la orilla. Con expresión seria, ayudó a las damas a regresar a tierra firme y a los carruajes que las estaban esperando. Era todo educación y deferencia. Emma vio que su madre le tendía con elegancia una propina y se sintió profundamente avergonzada. Volvió a quedarse ligeramente rezagada y sintió la mano de Tom en su muñeca y el roce de sus labios en la comisura de la boca en la más fugaz de las caricias.

– Mañana recibiré vuestro pago, lady Emma.

Una vez en el carruaje, Emma se sentía frágil y desmayada, abrumada por la tensión y el nerviosismo provocado por el deseo.

– Pareces acalorada -observó lady Brooke, contemplando su rubor con cierta preocupación-. Supongo que es por culpa del sol. Hacía un calor desmesurado.

– Sí -se precipitó a confirmar Emma. Sentía la piel pegajosa y febril-. Creo que cuando lleguemos a casa me acostaré un rato.

Se había prometido a sí misma que no miraría atrás para ver si Tom estaba observándolas, pero no fue capaz de evitarlo. En cuanto el carruaje dobló la esquina y comenzó a alejarse del río, alargó el cuello con intención de verle por última vez. Pero Tom ya se había perdido completamente de vista.


Susanna se despertó tarde, tras haber dormido profundamente, víctima del agotamiento. No se despertó, de hecho, hasta que entró Margery sofocada en el dormitorio con una taza de té y un ejemplar de la Gazette. El vestíbulo, anunció, estaba lleno de flores. Los duques de Alton habían enviado a un mayordomo con una nota en la que anunciaban que habían organizado una fiesta para celebrar el compromiso de Susanna y Fitz esa misma noche. Margery se había tomado la libertad de hacer llamar a la peluquera. Se habían acercado algunas modistas para ofrecerse a diseñar el traje de novia. Habían enviado regalos, muestras…

Susanna tuvo que dominar las ganas de esconderse bajo las sábanas. En cuanto Margery abandonó el dormitorio para ir a prepararle el baño, se levantó de la cama y se acercó al balcón, recordando, con un vuelco en el corazón, cómo lo había cerrado la noche anterior después de que Devlin se hubiera ido. Hacía una hermosa mañana. El cielo estaba despejado, de un azul intenso, el sol estaba en lo más alto y el aire era fresco. Susanna apoyó la mano en la barandilla y bajó la mirada hacia la calle, donde acababa de llegar otra carreta de flores y John, el mayordomo, batallaba para transportar un enorme arreglo de lirios que parecía más adecuado para un entierro que para una boda. Seguramente eran de Fitz, pensó Susanna. Era muy dado a los grandes gestos cuando sabía que tendrían testigos. Pobre Francesca Devlin. La gente también estaría pendiente de ella. Aquel día en el que se hacía oficial el compromiso de Fitz, su humillación sería completa.

Con un suspiro, Susanna cerró las puertas a aquel resplandeciente día. Se sentía sola, vacía. La perspectiva de la fiesta de los Alton, donde debería aceptar las felicitaciones de la alta sociedad y fingir ser la prometida de Fitz, se le hacía insoportable. Echaba intensamente de menos a Devlin. Era como si hubiera regresado a los diecisiete años y le hubiera perdido otra vez. Quería evitar aquel dolor. Pero, por primera vez desde hacía muchos años, el duro caparazón que había construido para proteger su corazón, parecía a punto de romperse. No entendía por qué le dolía tanto. Sabía que no tenía ningún futuro con Devlin. Y sabía también que, cuando concluyera aquella farsa, se alejaría de allí, pagaría para que anularan su matrimonio y todo habría terminado. Al cabo de un mes, pondría fin a su compromiso. No se engañaba pensando que Fitz sufriría realmente por ello. Los únicos afectados serían su orgullo y su cartera. Susanna cobraría el dinero de los duques y no volvería a verlos nunca más. Pero en aquel momento, un mes se le antojaba una eternidad.

Tomó el baño de agua con esencia de rosas que Margery con tanta consideración le había preparado, se vistió con indiferencia y bajó al piso de abajo. Entre las notas de felicitación que ya se habían acumulado sobre la mesa, estaban las cartas que no se había atrevido a leer la noche anterior. El corazón le dio un vuelco. Las sacó de entre la pila, se las llevó al salón y cerró la puerta tras ella.

La mano le temblaba mientras abría la primera carta. En aquella ocasión, los prestamistas no eran particularmente educados. Y no era de extrañar, puesto que había ignorado la primera carta. Susanna consideró la posibilidad de que fueran a ver a Fitz y le pusieran al tanto de sus deudas, que le descubrieran que no era la viuda rica que él pensaba. La frágil estructura de aquella farsa la hizo estremecerse. Una palabra fuera de lugar, un paso en falso, y aquel edificio de mentiras se derrumbaría, condenándola de nuevo a la pobreza y arrastrando a Rory y a Rose con ella. El alma se le cayó a los pies. Cuánto odiaba aquella telaraña de mentiras. Estaba desesperada por librarse de ella.

Había otra nota anónima. Reconoció al instante aquel trazo arrogante que evidenciaba que su misterioso corresponsal la tenía controlada y estaba dispuesto a utilizar todo lo que sabía sobre ella.


Si queréis que conserve vuestro secreto, debéis reuniros conmigo en la Bell Tavern de Deven Dials el sábado por la noche.


Susanna se levantó, arrugó la carta con fiereza y la tiró a la chimenea. No tenía intención alguna de acudir a una cita tan peligrosa. Pero si no lo hacía, no sabía de qué podía ser capaz aquel chantajista. Pensó en Devlin. Tenía el corazón lleno de dudas e inseguridades. Pero no era posible que Devlin hiciera el amor con ella con tanta ternura y después fuera capaz de escribir una carta tan amenazante. Los dos eran víctimas del mismo conflicto en el que les había encerrado su deseo, y no, no podía creer que Dev fuera tan deshonesto como para amenazarla de aquella manera. Pero si no era Devlin, entonces, ¿quién? ¿Le habría contado Devlin su secreto a Francesca? ¿La estaría chantajeando ella para vengarse porque le había robado a Fitz?

Fuera quien fuera el chantajista, Susanna sabía que no podía ignorarle, porque su futuro estaba en sus manos. Podía destrozarla, arrojarla de nuevo a la pesadilla de la ruina y la pobreza. Sintió el aleteo del pánico. No tenía dónde acudir, no había nadie que pudiera ayudarla.

Intentó tranquilizarse. Solo había otra persona que supiera realmente quién era ella y quizá, solo quizá, estuviera dispuesta a ayudarla. Ignorando las protestas de Margery, que le reprochaba que quisiera salir cuando había tantas cosas que hacer, le pidió a John que le consiguiera un carruaje y se dirigió hacia Holborn.

Bajó delante de la discreta puerta de Churchward & Churchward, la firma de abogados de la nobleza. Obviamente, los duques de Alton no tenían intención de tratar los asuntos económicos directamente con ella, de modo que habían dado instrucciones de que remitiera todas sus cuentas al señor Churchward. Además, era a él a quien correspondía ocuparse de cualquier otro asunto que requiriera atención. Susanna vaciló un instante antes de llamar a la puerta. No quería molestar al señor Churchward. Estaba acostumbrada a enfrentarse en solitario a sus problemas, lo había hecho durante toda su vida. Pero necesitaba ayuda de forma urgente. No tenía otra opción. De modo que, cuadró los hombros y llamó con decisión a la puerta. Tuvo la sensación de que pasaba mucho más tiempo de lo que podía considerarse normal antes de que apareciera en el marco de la puerta un hombre que Susanna asumió debía de ser un empleado de la firma.

– Me gustaría ver al señor Churchward, por favor -pidió precipitadamente.

El empleado arrugó la nariz.

– ¿Tenéis una cita, señora?

– No, pero es muy importante -ella misma advertía la desesperación en su voz-. Soy lady Carew. Por favor, decidle al señor Churchward que es extremadamente urgente que le vea.

Por un momento, temió que su interlocutor pudiera negarse, pero al final, éste retrocedió para permitirle pasar. Susanna le siguió por una escalera de madera y la condujo a la sala de espera. Pero Susanna no era capaz de sentarse. Estaba demasiado nerviosa. Afortunadamente, el señor Churchward apenas le hizo esperar.

– Buenos días, lady Carew.

El señor Churchward era todo corrección. No hubo la menor vacilación en su tono que pudiera indicar que sabía que ella no era quien pretendía ser. El abogado le ofreció asiento antes de sentarse al otro lado del escritorio. Tenía un ejemplar de la Gazetta pulcramente doblado ante él. Susanna comprendió que debía haber leído ya todo sobre su compromiso con Fitz. Todo Londres debía estar enterado a esas alturas. Sintió un ligero vértigo.

El señor Churchward apartó el periódico y se inclinó hacia delante. La miró con ojos penetrantes por detrás de los gruesos cristales de sus lentes y esperó educadamente a que Susanna comenzara a hablar. A pesar del calor que hacía en el despacho y de los modales educados del abogado, Susanna era plenamente consciente de que no era del agrado del señor Churchward. Sin lugar a dudas, él aceptaba todos los servicios que los nobles requirieran de él, pero eso no significaba que estuviera de acuerdo con ellos. Y, ciertamente, no aprobaba que hubieran tendido a Fitzwilliam Alton una trampa para arruinar las esperanzas de Francesca Devlin.

Susanna abrió el bolso y le mostró las cartas que había retirado de la chimenea. Le temblaban ligeramente las manos y sabía que el abogado lo había notado.

– Me encuentro en una situación complicada y no sabía a quién recurrir, señor Churchward. Me preguntaba si vos podríais ayudarme.

– Haré todo lo que pueda, señora -contestó el abogado secamente.

Se hizo el silencio. Susanna volvió a leer las cartas, aunque sabía exactamente lo que decían. Alzó la mirada, esperando que el abogado la invitara a hablar.

– Soy consciente de que desaprobáis mi conducta -dijo precipitadamente-. De hecho, cualquier que supiera la verdad, lo haría. Pero a pesar de todo, debo ponerme a vuestra merced porque no tengo a nadie a quien acudir.

El abogado continuó callado. Susanna sentía su mirada en su rostro, una mirada pensativa y evasiva al mismo tiempo. Sintiéndose denotada, se levantó.

– Os ruego que me perdonéis -se disculpó-. Comprendo que he cometido un error al venir a vuestro despacho. Siento haberos molestado.

El señor Churchward no intentó detenerla. Se levantó también y se adelantó para abrirle la puerta. Susanna sintió una lágrima cayendo sobre una de las cartas, y guardó las misivas rápidamente en el bolso. Volvió el rostro para que el abogado no fuera testigo de su tristeza. Rodó otra lágrima por su mejilla. Susanna emitió un sonido que era una combinación de tristeza y exasperación mientras buscaba el pañuelo.

El señor Churchward le tendió su propio pañuelo y cerró la puerta antes de que Susanna saliera.

– Querida -confesó-, jamás había visto a una dama hacer tantos esfuerzos para no llorar.

– No soy una dama -Susanna se sorbió la nariz-, así que me temo que no tengo la necesidad de controlarme.

– Mi querida… señorita Burney, si es que ése es vuestro verdadero nombre.

– En realidad, mi verdadero nombre es lady Devlin, señor Churchward, y eso es parte del problema.

Para su más absoluto asombro, vio un brillo de diversión en los ojos del señor Churchward.

– Si sois la esposa de James Devlin y acabáis de comprometeros con Fitzwilliam Alton, es evidente que tenéis un serio problema -se mostró de acuerdo. Se interrumpió-. ¿Sir James lo sabe?

Susanna emitió un sonido burlón que estaba a medio camino entre una risa y un sollozo.

– Sí… No. Bueno, él cree que nuestro matrimonio lo anularon hace años.

En aquella ocasión, el señor Churchward sonrió abiertamente.

– Ya entiendo -hizo un gesto, indicándole que se sentara-. ¿Y es sobre esa cuestión sobre la que queríais consultarme?

– No -contestó Susanna. El pánico volvió a apoderarse de ella al pensar en aquellas cartas-. Es otra cuestión. En realidad, son dos asuntos…

– Bueno, todo a su tiempo. Tengo un sherry excelente para casos urgentes -añadió. Abrió el último cajón de su escritorio y sacó dos vasos polvorientos-. Creo que esto nos vendrá bien. ¿Os importaría acompañarme, lady Devlin, y contármelo todo?

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