Capítulo 15

En realidad, Dev no pretendía seguir adelante. Había sido un desafío, un reto, porque le interesaba comprobar hasta dónde estaba dispuesta a llegar Susanna. Estaba furioso con ella por haber destrozado la vida de Chessie y por la indiferente crueldad con la que había separado a otras parejas, cuyas vidas había destrozado. Pero también sentía curiosidad. Había visto en ella el miedo y la desesperación, algo extraño cuando decía actuar únicamente por dinero. Susanna había intentado ocultar sus miedos, pero él la conocía demasiado bien. De modo que había decidido presionarla para forzarla a confesar toda la verdad. Sin embargo, Susanna había aceptado acostarse con él a cambio de su silencio, de modo que quizá estaba confundido y Susanna era una mujer corrupta, con un alma vacía dentro de un cuerpo irresistible. Una mujer capaz de venderse a cambio de una fortuna. En realidad, Dev tampoco estaba muy seguro de que eso le importara, siempre y cuando tuviera oportunidad de volver a hacer el amor con ella con la misma deslumbrante intensidad que había experimentado la vez anterior y que todavía anhelaba.

– Primera habitación a la izquierda, señor -contestó el tabernero en respuesta a la pregunta de Dev.

Éste sostenía a Susanna de la mano con firmeza. No iba a dejarla escapar en aquel momento. Estaba tan excitado, era víctima de un deseo tan atroz, que apenas podía pensar.

– Pero si no queréis público o ser más de dos en la cama, aseguraos de la que la habitación está vacía -añadió el tabernero con mirada lasciva.

Dev vio desaparecer el color del rostro de Susanna. Podía notar su vacilación, y sentirla incluso en el temblor de su mano mientras la arrastraba tras él. Susanna resbaló en uno de los escalones. Devlin la levantó en brazos para evitar que cayera. Era más ligera que una pluma y su pelo, perfumado con aquella fragancia de miel y verbena que le perseguía en sueños, le rozó la mejilla con la más delicada de las caricias. El deseo de Devlin se intensificó.

Al llegar al diminuto rellano de la escalera, la dejó en el suelo, la apoyó contra la pared y volvió a besarla. Sintió los labios de Susanna ceder bajo los suyos. Abrió también la boca, permitiéndole el acceso a su interior y así pudo saborear aquella esencia que embriagaba sus sentidos. Quería hacer el amor allí mismo, contra la pared. Quería levantarle la falda de muselina y hundirse en ella. La naturaleza fiera y voraz de su deseo le impactó profundamente y le advirtió que debía dominarse. Estaba a punto de perder el control, y no era eso lo que quería. Si iba a disponer de Susanna una noche más, quería disfrutar de cada segundo de placer.

Alguien pasó por delante de ellos, escaleras abajo. Dev abrió entonces la primera puerta que encontró a la izquierda y empujó a Susanna al interior. Una vez allí, cesó el bramido atronador de las conversaciones. La única luz que iluminaba la habitación era la de los patéticamente románticos rayos de luna que se filtraban por la ventana y teñían de plata los tablones del suelo. La habitación, afortunadamente, era menos sórdida de lo que cabría haber esperado. La fragancia de la lavanda se mezclaba con el olor de la madera.

Bajo aquella débil luz, vio brillar los ojos de Susanna. Unos ojos enormes y oscuros que estaban clavados en aquel momento en aquella cama con el colchón hundido.

– No confío en ti -parecía ligeramente aturdida, como si le hubieran afectado los besos que habían compartido-. ¿Cómo sé que vas a cumplir tu palabra?

– No puedes saberlo -respondió Dev.

Comenzó a desnudarla. Parecía haber perdido todo interés, se limitaba a quitarle la ropa con indiferencia y a tirarla al suelo, hasta dejarla completamente desnuda bajo la luz de la luna. Susanna no hizo ningún movimiento. Permanecía ante él, rígida como una estatua, con las manos a ambos lados de su cuerpo, desafiándole a tocarla. Devlin oía el sonido agitado de su respiración y veía la rápida elevación de sus senos, lo que hacía evidente que estaba mucho menos segura de lo que fingía. Debía de tener mucho interés en cobrar el dinero de los Alton.

Comenzó a besarla, pero Susanna se apartó de él.

– Prométemelo -le pidió, con un traicionero temblor en la voz-. Prométeme que mantendrás tu palabra.

– Te lo prometo.

En aquel momento, sintiendo el calor que irradiaba su cuerpo, le habría prometido cualquier cosa. El deseo rugía en su interior mientras la besaba. Sintió su vacilante respuesta y volvió a besarla suavemente, con ternura, deslizando la lengua por su labio inferior y buscando su respuesta. Por un instante, temió que Susanna fuera a apartarle, temió que hubiera perdido el valor. Pero Susanna emitió un suave jadeo y su deseo pareció crecer hasta igualar al suyo mientras le rodeaba el cuello con los brazos para devolverle el beso con una pasión febril.

El triunfo estalló en el interior de Dev. Ya fuera por deseo o por dinero, aquella noche era suya. ¿Qué importancia tenía que fuera una mujer corrupta y deshonesta? Tenía un cuerpo hecho para el pecado. Lo disfrutaría y al día siguiente, la devolvería de nuevo con Fitz, sabiendo que llevaría inscrita en la piel la marca de su posesión, sabiendo que en realidad era suya, porque los dos pertenecían a la misma especie, porque no les quedaba otra opción que estar juntos. La idea de que Susanna era suya, de que siempre lo había sido, penetró en lo más profundo de su alma y, por un momento, se sintió como si algo hubiera cambiado en su corazón. Pero aquel pensamiento no tardó en perderse en el lacio calor y en la suavidad del cuerpo de Susanna y Devlin se entregó por completo a aquel mundo de sensaciones.


Susanna había aprendido que ceder al chantaje no era tan difícil con un hombre como James Devlin, capaz de hacer el amor con ella de la forma más deliciosa. Su cuerpo parecía cantar de placer y, por un momento, pensó que podría llegar a disolverse en tan grata sensación. Al mismo tiempo, le resultaba desconcertante y doloroso saberse capaz de hacer una cosa así cuando, durante todo el tiempo que llevaba dedicada a romper corazones, se había enorgullecido de algunos de sus principios morales. Particularmente, de no haberse acostado nunca con los hombres a los que llevaba a la perdición. Pero en aquel momento, sintiendo los besos de Dev en el cuello, disfrutando de la caricia de su boca sobre su seno, se veía a sí misma como una criatura completamente diferente. Sus sentidos habían despertado una vez más bajo las caricias de Dev. Volvía a estar completamente a su merced.

Dev la levantó en brazos y la dejó en la cama. El colchón estaba muy hundido y, por un instante, Susanna temió que pudiera haber pulgas. Pero Devlin volvió a acariciarla hasta hacerle olvidarse de todo lo que la rodeaba. El insistente zumbido de la sangre que corría por sus venas amortiguaba los ruidos que llegaban desde la taberna. Susanna iba olvidando lo sórdido de su situación a medida que las caricias de Devlin se hacían más intencionadas, más insistentes, demandando su absoluta rendición. A esas alturas, también él se había desprendido de la ropa y su piel rozaba la suya en un delicioso tormento. Jugueteaba con la boca con sus senos, arrastrándola hasta las más altas cumbres de la pasión. Susanna sentía el cuerpo ardiendo, exigiendo la plena satisfacción que Devlin le negaba.

– ¿Qué quieres, Susanna? -susurró Devlin-. Dímelo.

Susanna vaciló. ¿Dev pretendía que volviera a suplicarle? Pensó que probablemente así fuera, y le odió por ello, a pesar de que quería gritar, de que quería pedirle que la tomara. Sí, eso era lo que él quería, pensó con un conato de rebelión. Devlin quería dominarla, quería que se enfrentara al hecho de que tenía poder sobre su cuerpo. Pero sus manos eran tiernas y sus besos eran capaces de llevar el placer hasta las más infinitas profundidades.

– ¿Qué quieres?

Sintió la respiración de Devlin contra sus labios, volvió a saborear el gusto del brandy en su lengua mientras jugueteaba con la suya.

– Quiero llegar al final.

Fueron palabras dichas a su pesar, palabras que habría preferido negarle. Se odiaba a sí misma tanto como a él por no haber admitido que le deseaba con locura. Sabía, además, que Devlin no iba a concederle lo que tanto anhelaba.

– Todo a su debido tiempo.

La caricia de Devlin se convirtió en el más ligero de los roces mientras recorría con la mano su seno. Susanna intentaba pensar, intentaba respirar, pero toda su atención estaba presa del glorioso deseo que se arremolinaba dentro de ella.

– No quiero esperar -sabía que estaba suplicando, pero ya no le importaba-. Por favor, Devlin, quiero llegar hasta el final.

– Y lo harás.

Trazó un camino de besos entre sus senos y la piel de su vientre. Hundió la lengua en el ombligo y descendió de nuevo por la curva de su vientre.

– Podrás alcanzar el clímax tantas veces como quieras.

Aquellas palabras susurradas eran una cálida incitación a liberarse. Deslizó el dedo en su interior y continuó acariciándola.

– Dos veces, tres… Las que quieras, hasta que estés completamente saciada.

Se colocó sobre ella, de manera que la punta de su miembro reemplazara su dedo. Susanna alargó los brazos hacia él, pero Dev se apartó.

Susanna se estremeció mientras su cuerpo se cerraba en torno a él. Aquellas palabras quedas y desbordantes de pasión habían espoleado su mente llenándola de imágenes eróticas.

– ¿Te ha gustado, Susanna? -preguntó Dev en un ronco susurro.

Se movió ligeramente dentro de ella y Susanna sintió un fogoso torrente de sensaciones. Estaba muy cerca, pero, al mismo tiempo, el clímax se alejaba una y otra vez de su alcance. Se arqueó, invitando a Dev a hundirse más profundamente en ella. En respuesta, Devlin volvió a retroceder. El enfado y la frustración de Susanna eran tales que se sentía a punto de enloquecer. Jamás había imaginado que el sexo pudiera ser así. Que pudiera llegar a abandonarse de tal forma, que la lascivia pudiera alcanzar un grado tan extremo que hasta a ella misma la asombraba.

Se miraron a los ojos durante unos segundos y Devlin se hundió en lo más profundo de ella y la besó. El fuego se avivó, acabando con los últimos vestigios de inhibición. Pero sintió que Devlin volvía a retirarse.

Bajo la luz de la luna, vio que Devlin alargaba la mano hacia el abrigo y sacaba algo del bolsillo. Lo abrió y reveló una perla enorme con una cadena de oro.

– ¿Sabías que el contacto de una perla puede ser al mismo tiempo sedoso y tan áspero como la arena? -susurró con voz sensualmente ronca.

Deslizó la perla por los pezones, que se irguieron al instante. Aquella placentera fricción hizo que Susanna estuviera a punto de gritar.

– Esto formaba parte del tesoro de un príncipe oriental -continuó explicándole Devlin, en el mismo tono de voz.

Volvió a deslizar la perla por los montes de sus senos, desencadenando otra oleada de placer. El áspero contacto de la perla sobre su piel era como el fuego. Dev inclinó la cabeza mientras la perla descendía sobre las costillas de Susanna y se hundía en eróticos círculos en su ombligo.

– Me dijeron que proporcionaba el mayor de los placeres -se interrumpió y dejó que la perla descendiera hasta su vientre-. ¿Qué te parece, Susanna? Dímelo.

Pero Susanna era incapaz de pensar coherentemente. La perla continuaba abriéndose caminos sobre su piel. Sabía que en cualquier momento, Dev alcanzaría con ella los rincones más sensibles de su cuerpo.

– ¿Te gusta? -preguntó Dev cuando la perla rozó los pliegues de su sexo.

Susanna estaba ya al borde del desmayo.

– Yo… ¡Ah!

Un jadeo de placer escapó de sus labios. Sintió la perla contra el sensible botón de su sexo y no pudo evitar arquear las caderas en una muda e involuntaria súplica. Oyó que Dev emitía un sonido de satisfacción y deslizaba la perla dentro de ella, para sacarla después tirando de la larga cadena.

La sensación fue indescriptible. Susanna temblaba ante la voluptuosidad de aquel dulce tormento, sentía la perla hundirse dentro de ella para salir nuevamente, una vez tras otra, transformando su placer en algo nuevo, dulce y oscuro. Se arqueó extasiada y Dev la contempló mientras alcanzaba el éxtasis. La devoró con sus labios mientras el orgasmo fluía dentro de ella con una intensidad abrasadora. Se hundió entonces en su interior y la tomó con cortas y rápidas embestidas. El cabecero de la cama golpeaba al mismo ritmo la pared. Susanna le oyó gritar, le sintió tensarse y disfrutó del instante en el que Dev por fin alcanzó la liberación final, derramando su semilla candente dentro de ella.

Durante unos segundos, Susanna continuó regodeándose en aquel inmenso gozo, hasta que, en cuestión de segundos, penetraron en su mente los estridentes ruidos de la taberna y la arrancaron de aquel refugio de sensualidad. Se sintió entonces cubierta de humillación y vergüenza. Seguramente, todo el mundo había oído en el piso de abajo los gemidos del colchón y los golpes del cabecero contra la pared. Su cuerpo entero se cubrió de rubor. ¿Cómo podía haberse olvidado hasta tal punto de todo? ¿Cómo era posible que hubiera respondido con tan sensual abandono? Se sintió repentinamente sucia y vacía. La perla… Al recordarlo, tembló con renovada pasión, una pasión amortiguada por la vergüenza y la mortificación.

Tenía que salir de allí. Tenía que alejarse de aquel lugar. Tenía que escapar de la vergüenza y del poder que Devlin ejercía sobre sus sentimientos. Se sentó en la cama, alargó la mano hacia su ropa y se vistió de cualquier manera. El pánico iba creciendo dentro de ella mientras intentaba localizar sus zapatos.

– ¿Susanna? -la llamó Dev con voz lánguida, adormecido todavía por el placer-. Vuelve a la cama.

– Adiós, Devlin -respondió Susanna.

Intentó girar el picaporte, desesperada por huir cuanto antes de allí.

– ¡Susanna!

Dev salió disparado de la cama. Susanna jamás había visto a un hombre moverse a tanta velocidad. Y tampoco sabía que un hombre fuera capaz de vestirse tan rápido.

Suponía que se debía al entrenamiento en la Marina. En cualquier caso, debía de ser muy útil para un libertino ser capaz de desnudarse y vestirse tan rápidamente. Maldito fuera. Cerró la puerta del dormitorio tras ella y comenzó a bajar las escaleras, tambaleándose en su precipitación. Un segundo después, la puerta volvía a abrirse y Dev corría tras ella, abrochándose los pantalones.

– ¡Espera! Quería pasar contigo toda la noche.

– No lo has dicho -le espetó Susanna-. La próxima vez que quieras chantajear a alguien, deberías ser más específico -llegó al final de las escaleras-. Ya has conseguido lo que querías.

Era consciente de que estaba rodeada de un público tan numeroso como curioso, pero estaba tan enfadada que no era capaz de controlar las palabras que salían de sus labios.

– Ya me has tenido. Ahora me voy.

Algunos parroquianos comenzaron a gritar y a abuchearla.

– ¡Parece que vas a necesitar más práctica, amigo! -gritó alguien desde el fondo de la taberna.

Dev le fulminó con la mirada y agarró a Susanna del brazo.

– Susanna, espera…

– No.

Susanna ya había llegado al límite. Se odiaba a sí misma, odiaba todas las mentiras y los engaños que la habían llevado hasta allí. Y tenía tanto miedo que habría gritado de terror. Sintió en los ojos el escozor de las lágrimas.

– Será mejor que cumplas tu promesa, Devlin.

Devlin la soltó y se cruzó de brazos.

– ¿Y si no lo hago?

Aquélla fue la gota que colmó el vaso. Susanna, presa de cólera, agarró una jarra de cerveza y se la lanzó. Dev se agachó y esquivó el golpe. Tenía unos reflejos excelentes.

– ¡Lo has prometido! -jamás en su vida había estado tan enfadada y tan fuera de control. Era espantoso, pero, al mismo tiempo, extrañamente liberador-. ¡Eres un sinvergüenza!

– No confíes nunca en un hombre que no está pensando precisamente con la cabeza, cariño -le aconsejó compasiva una de las taberneras. Le tendió otra jarra de cerveza-. ¿Necesitas otra?

– Buen consejo -dijo Dev, sonriendo a la joven.

Susanna tomó la cerveza y bebió un largo sorbo. El alcohol le subió rápidamente a la cabeza, infundiéndole una agradable sensación de euforia. La taberna parecía mecerse a su alrededor. Tomó aire. Tenía la sensación de que estaba a punto de cometer un error monumental, pero ya era demasiado tarde. La habían presionado en exceso y durante demasiado tiempo. Ya no podía detenerse. No quería detenerse.

– Tendrás que cumplir tu palabra, Devlin -le advirtió-. Porque si no, le contaré a todo el mundo que estamos casados, que llevamos nueve años casados, y entonces, el escándalo será tal que no solo te arrastrará a ti, sino también a Chessie y a Emma. Ninguno de los tres os recuperaréis nunca. Ésa sería vuestra ruina.

Dev miró a Susanna. Clavó la mirada en sus ojos, que eran una mezcla de desafío y terror, y supo, sin ninguna sombra de duda, que estaba diciendo la verdad.

La taberna estalló en un tumultuoso debate.

– Ahora sí que tienes un problema, amigo -opinó un hombre, sacudiendo la cabeza.

– Sí, eso parece -respondió Dev sombrío.

– Jamás habría pensado que fuera tu esposa -añadió el hombre.

– Tampoco yo -le dijo Dev, más sombrío todavía.

Tomó la mano de Susanna y advirtió que estaba temblando. De hecho, estaba también pálida, horrorizada. Comprendió entonces que no pretendía decirlo. Que había sido una desesperación extrema la que la había obligado a pronunciar aquellas palabras.

– En ese caso, tendrás que venir conmigo -le ordenó, y vio el miedo reflejado en su mirada-. Creo que me debes una explicación, y esta vez no lo harás delante de ningún público.

La arrastró hasta la puerta de la taberna. Estuvo a punto de olvidarse de pagar, pero, en el último momento, buscó unas monedas en el bolsillo y las dejó en la barra. Afuera, en la calle, tomó aire varias veces. Era una noche fría, con un viento cortante. Dev lo agradeció. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Primero había sido el enfado por la humillación a la que se había sometido Susanna para comprar su silencio. Él pensaba, no, él esperaba que tuviera una respuesta más digna. Después, aquel encuentro maravilloso había borrado el enfado y la frustración y los había sustituido por la más dulce sensación de rectitud que había sentido en su vida. Pero después… Apenas podía creerlo. Aunque sabía, en lo más profundo de sus entrañas y con una profunda sensación de estupor, que aquella vez Susanna no mentía.

– Pretendía conseguir la anulación… -comenzó a decir Susanna.

Dev se volvió hacia ella. Estaba furioso, más allá de la razón, y tenía que ejercer un control absoluto para controlarse.

– Vete al infierno, Susanna. ¡Uno no se olvida de una cosa así! Podría olvidarme de asistir al baile, ¡pero jamás me olvidaría de solicitar la anulación de mi matrimonio!

Susanna se detuvo, liberó su mano, alzó la barbilla con gesto desafiante y se enfrentó a él.

– ¿Nunca te has preguntado por qué no tuviste que firmar ningún documento? ¿Pensabas que el proceso de anulación había seguido su proceso y tú no habías tenido que hacer nada?

Dev se sintió inmediatamente culpable, porque era precisamente eso lo que había pensado. Al igual que en muchos otros aspectos de su vida, se había comportado de forma precipitada e irresponsable. Había intentado alejar los recuerdos de aquella única noche de matrimonio, la había arrancado de su mente y de su vida, ignorando el tremendo error que había sido. Y en aquel momento estaba enfrentándose a las consecuencias de su despreocupación.

– ¡No intentes culparme! -estaba tan furioso, tan frustrado, que le entraban ganas de sacudirla. Una vez más, tuvo que dominar su enfado-. ¡Me escribiste diciendo que habías solicitado la anulación!

Susanna respondió con un gesto de desesperación.

– ¡Pretendía hacerlo…! -se le quebró la voz.

Dev vio el pánico en su mirada y sintió una repentina e inesperada punzada de remordimiento. Susanna parecía necesitar protección, más que reproches. Susanna que siempre había sido tan fuerte y se había mostrado tan orgullosa de sus hazañas.

– Conseguir la anulación matrimonial era más difícil de lo que en un principio pensaba -hizo un patético intento de mantener la dignidad cerrándose la capa y sosteniéndola con fuerza alrededor de su cuello. Pero tenía los hombros hundidos-. Era un proceso complicado, no podía asumir los gastos y… -se encogió de hombros con un gesto de impotencia.

– ¿Qué no podías asumir los gastos? -Dev alargó la mano y acarició el rico terciopelo de su capa-. ¿Y qué me dices de todo el dinero que has ganado traicionando la confianza de los demás y rompiendo corazones? ¿No podrías haber reservado una parte para deshacerte definitivamente de mí?

No esperó la respuesta. Avanzó un par de pasos, se mesó los cabellos y se volvió furioso.

– ¡Que el diablo lo entienda! A estas alturas podría estar casado. ¡Podría ser bígamo! Eso es lo que me enfada.

– Sí -contestó Susanna, todavía vacilante-. Pero no lo estás.

– No, y gracias a ti.

Dev volvió a pasarse la mano por el pelo. Estaba frustrado, furioso, pero también desconcertado. Había algo allí que no terminaba de encajar. Era el miedo y el dolor que veía en los ojos de Susanna. Y algunas lagunas en su relato. Tenía pocos motivos para ganarse su compasión después de haberle tratado como lo había hecho, pero, aun así, había datos suficientes como para sembrar dudas. Como el hecho de que estuviera tan desesperada por comprar su silencio, tan necesitada de dinero y, al mismo tiempo, tan avergonzada y ansiosa. Todo ello indicaba que allí había muchas más cosas que quizá no quisiera saber.

– Antes me has contado que estuviste trabajando en una tienda de ropa en Edimburgo. Que intentaste conseguir un marido rico, pero no tuviste éxito.

– Así es.

Dev notó que la tensión de Susanna disminuía. Parecía aliviada. Se preguntó por qué. ¿No estaría formulando la pregunta adecuada? Algo le escondía, de eso estaba seguro.

– Así que eras pobre.

– Muy pobre.

– Y no podías asumir los gastos de una anulación matrimonial.

– Exacto.

Parecía de pronto cansada, derrotada. El enfado y el resentimiento de Dev volvieron a enfrentarse contra su rostro pálido y tenso. No sabía por qué la compadecía. No entendía por qué quería protegerla. Pero sus sentimientos eran innegables aunque no tuvieran ningún sentido. Susanna había demostrado ser una mujer materialista y sin principios.

Se había rebajado hasta el chantaje y solo pensaba en sí misma. ¿A qué se debía entonces aquel impulso de estrecharla contra él y protegerla? Le desconcertaba ser capaz de sentir algo así.

– Maldita sea, Susanna… -se volvió-. De todas las mujeres que he conocido…

Tenía una sensación extraña cuando pensaba en anular su matrimonio. No podía explicar por qué, pero se sentía desilusionado, decepcionado, a pesar de que hasta entonces ni siquiera sabía que estaba casado. No le debía nada a Susanna, ni lealtad ni fidelidad, pues había sido ella la que le había abandonado. Pero, aun así, no podía evitar su desencanto.

Sintió la mano de Susanna en su brazo.

– No lo sabías. No ha sido culpa tuya, Devlin.

– Lo sé -se apartó bruscamente de ella, rechazando su consuelo y su disculpa muda-. Gracias a Dios, no me he casado, y no le hecho ningún daño a Emma -la agarró por los hombros-. Si me hubiera casado…

– Lo sé.

Susanna cerró los ojos. Devlin vio una lágrima solitaria resbalando por su mejilla.

– Lo siento -susurró Susanna.

Era la primera vez que le pedía disculpas en toda la velada. Devlin la soltó, inquieto por la repentina necesidad de estrecharla entre sus brazos y ofrecerle consuelo cuando estaba tan furioso con ella.

– Necesito pensar -la miró-. No creo que pueda mantener esto en secreto para salvar la reputación de Emma o para proteger a Chessie. Tiene que haber alguna manera de solucionar esto sin hacerles daño. Esto tiene que terminar.

Susanna permaneció en silencio. No intentó persuadirle de lo contrario.

Dev volvió a tomar su mano.

– Vamos.

Susanna no se movió.

– ¿Adónde vamos?

– A Curzon Street. Vuelvo contigo.

La vio apretar los labios.

– No me fío de ti -le aclaró sin piedad-. No quiero perderte de vista ni un solo segundo hasta que decida qué voy a hacer con todo esto.

La doncella estaba esperándoles cuando llegaron, sentada en el vestíbulo e intentando disimular sus bostezos. Cuando la puerta se cerró tras ellos, se levantó de un salto.

– ¿Puedo retirarme, milady?

– Sí -contestó Dev-, gracias.

Pero la doncella continuó esperando.

– Gracias, Margery -dijo Susanna con una sonrisa-. Ya puedes subir a dormir.

La doncella hizo una reverencia y se marchó. Dev miró a Susanna. Quedaban en su rostro las huellas de las lágrimas. Se las secó con el pulgar, sintiendo la suavidad imposible de su piel. La furia y la ternura, la frustración y la delicadeza batallaban en su interior. No lo entendía, no le encontraba explicación alguna. Susanna le había contado una historia que tenía sentido: el fracaso de su proyecto de casarse con un hombre rico, la consiguiente pobreza, la necesidad de dinero… Pero había algo que continuaba aguijoneándole. Había algo que no terminaba de encajar. Sacudió la cabeza con impaciencia. Lo único que realmente importaba era que Susanna no había iniciado siquiera los trámites para anular su matrimonio. Algo de lo que tendría que encargarse él en cuanto tuviera la menor oportunidad. Alex podría prestarle el dinero. Contraería una nueva deuda, pero por fin sería libre para empezar desde cero. Y también Susanna. Él volvería al mar y Susanna empezaría una nueva vida, la vida que siempre había querido, quizá, con un hombre rico. Aunque la idea no le gustaba.

Susanna. Su esposa. Desde que lo sabía, todo le parecía diferente. Él se sentía diferente. El sentimiento de posesión que se apoderaba de él cuando la imaginaba con otro hombre había derivado en algo más profundo, más inquietante, desde que sabía que realmente era suya. Pero en su futuro no habría lugar para una esposa. En cuanto se hiciera a la mar, volvería a buscar una meretriz. Pero de momento, era a Susanna a quien tenía allí, y hasta que no solicitaran la anulación de su matrimonio, continuaban casados.

– Lady Devlin… Eso era lo que querías ser hace nueve años. Pero ya no quieres, ¿verdad, Susanna? Nunca has querido ser mi esposa.

Por un instante, brilló una emoción en los ojos de Susanna que Devlin no fue capaz de comprender. Tiró del lazo que ataba la capa. Lo desató y la capa, roja y suntuosa a la luz de las velas, se deslizó por sus hombros y cayó a sus pies. Devlin contuvo la respiración. Los ojos de Susanna, enormes y oscuros, estaban llenos de sombras.

Dev se inclinó y volvió a rozar sus labios con la más ligera de las caricias. La respiración de Susanna se aceleró.

Sus labios eran suaves y flexibles bajo su boca. La deseó entonces con tal intensidad que le resultaba casi doloroso.

Sabía que debería despreciarla por su falsedad, pero parecía incapaz de resistirse, a pesar de que había hecho el amor con ella menos de dos horas atrás. Y en ese momento, por supuesto, podría volver a hacerlo, puesto que estaba con su esposa.

– Vamos a la cama -propuso.

Susanna abrió los ojos bruscamente. Había en ellos confusión y deseo. Devlin recordó entonces la noche en el jardín, cuando Susanna le había confesado que no era capaz de resistirse, aunque no entendiera por qué. A él le ocurría lo mismo. Lo único que sabía era que había un vínculo poderoso que parecía obligarlos a estar juntos y que hasta que no vieran satisfecho su deseo, ninguno de los dos se libraría de él.

Vio que Susanna se mordía el labio inferior y su cuerpo se tensó en respuesta.

– Acordamos que solo sería una vez -le advirtió Susanna.

Pero Devlin reconocía el conflicto en su voz. El anhelo batallaba con la negativa, y supo, con un nuevo golpe de excitación, que le deseaba. Se atraían irremediablemente, estaban atrapados en su mutuo deseo.

– Eso fue antes de que supiera que continúas siendo mi esposa -le besó el hueco del cuello-. Ahora, lo que antes era un placer, se ha convertido en un derecho.

– ¿Estás apelando a tus deseos como esposo? -parecía sorprendida-. Yo pensaba que querías conseguir la anulación.

– Y lo haremos. Pero hasta entonces, estamos casados.

Trazó un camino de besos por su cuello, acariciando con la lengua sus vulnerables curvas y deteniéndose allí donde sentía latir su pulso.

Susanna le apartó.

– Eres condenadamente arrogante, ¿verdad Devlin? ¿Es que nadie te ha rechazado nunca?

– Solo la duquesa de Farne. Ah, y tú la noche que me dejaste -retrocedió y alzó las manos con un gesto de rendición-. ¿Pretendes hacerlo otra vez? Porque si eres capaz de decirme que no me deseas, estoy dispuesto a dormir solo.

Parecía que la sensualidad iba creciendo a su alrededor como una tela de araña. Vio que Susanna tragaba con fuerza.

– Maldito seas, Devlin. No entiendo qué quieres de mí…

– La sensación es mutua, cariño -Dev la estrechó en sus brazos-. Siento lo que ha pasado antes en la taberna -susurró, rozándole los labios-. Sé que no era un lugar digno de ti, pero estaba furioso contigo por haberme vendido tu cuerpo.

La sintió temblar entre sus brazos.

– Jamás había hecho algo así -escondió el rostro en su hombro-. Sé que no me crees, pero es cierto.

– Te creo -contestó Dev.

Pensó en la tensa respuesta a su beso en el carruaje, y en la inocencia que le había transmitido la primera vez que habían hecho el amor. Le acarició el pelo, intentando apaciguar sus temblores. La sentía extremadamente vulnerable entre sus brazos. La recordó contándole lo pobre que había sido. Tanto que no había podido pagar los trámites de la anulación. La recordó guardándose pasteles de nata en el bolso, porque todavía la perseguía la necesidad de robar comida cuando tenía oportunidad de hacerlo. Él también recordaba aquel tipo de pobreza, aquellos momentos en los que la falta de comida convierten el mundo en un lugar frío y oscuro, por culpa del hambre, del frío y del agotamiento. Había conocido la pobreza en la infancia y nunca la había olvidado. Aquella había sido la fuerza que le había impulsado en busca de fortuna. De modo que difícilmente podría culpar a Susanna por querer escapar al infortunio. No podía condenar sus elecciones y, aunque parte de él continuaba furioso con ella, no podía condenarla por haber luchado para sobrevivir.

– Gracias -parecía asombrada.

Le besó con los labios entreabiertos. La mente de Devlin se quebró en mil pedazos y Dev se olvidó de todo. Olvidó casi hasta su nombre en el placer carnal que lo invadió. Susanna se apartó de él, le tomó la mano y se volvió hacia las escaleras. Pero Dev tiró de ella y la condujo hacia el salón. Era de noche, pero la luz de la luna se filtraba por las cortinas y bañaba el suelo de la estancia.

– Esta vez, déjame desnudarte como es debido. Acércate a la luz de la luna.

Susanna volvió a experimentar un fuerte impacto que no fue capaz de ocultar. Sabía que jamás había jugado a algo tan peligroso. Vaciló un instante. Devlin pensó que iba a negarse, pero, al cabo de unos segundos, Susanna dio un paso hacia el círculo de luz que proyectaba la luna y permaneció temblorosa y completamente inmóvil bajo sus manos mientras él la desnudaba lentamente. Alzó los brazos con la elegancia de una bailarina para permitirle un mejor acceso a botones y corchetes; el movimiento fue tan erótico que Devlin estuvo a punto de gemir en voz alta.

Alzó la mano para arrancarle el lazo que sujetaba su melena y la dejó caer en toda su azul negrura bajo la luz de la luna. Hundió los dedos en aquella masa sedosa y la besó como un hombre hambriento, hasta sentirla temblar entre sus brazos.

La levantó entonces en brazos y la acercó a la ventana. Susanna soltó una exclamación ahogada al sentir el frío de los cristales contra su espalda desnuda. Devlin la instó a abrir las piernas, hundió la mano entre sus muslos y buscó su sexo. El calor contrarrestó inmediatamente el frío del vidrio. Susanna se retorcía bajo sus caricias.

– La ventana… -musitó Susanna aturdida.

– Tu jardín no da a la calle -le recordó Devlin.

Volvió a besarla, posó los labios en el hueco de su cuello y descendió hasta su pecho. La besó hasta que la sintió tensarse y la oyó gemir contra sus labios. Susanna echaba la cabeza hacia atrás y su melena era como una cascada negra contra la oscuridad del cristal. Arqueaba la parte superior de su cuerpo hacia él en una súplica muda, tensando las piernas a su alrededor. La pasión le empujaba a tomarla, pero la dominó, y esperó hasta sentirla tan tensa que parecía a punto de quebrarse entre sus brazos. Solo entonces se desató los pantalones y se hundió dentro de ella. El alivio y el placer fueron intensos. Susanna gritó, candente y sedosa a su alrededor. Era como un animal salvaje entre sus brazos, una criatura hecha de fuego y pasión, tan dulce que deseó devorarla.

Devlin la hizo descender entonces hasta el diván, para poder deslizarse dentro de ella una vez más y sentir las contracciones de su orgasmo reverberando en todo su cuerpo. Intentando alargar aquel placer, comenzó a deslizarse con movimientos lentos en su interior, hasta sentirla acelerarse de nuevo. Susanna enmarcó su rostro con las manos para besarle. La espiral de placer fue ascendiendo hasta que Devlin se vació dentro de ella y Susanna se arqueó contra él, gritando de placer.

Tras aquel apasionado encuentro, Devlin la subió al dormitorio y no dejó de abrazarla hasta verla dormida. Él, por su parte, descubrió que no quería dormir. Lo único que deseaba era contemplar a Susanna. Recordaba el día de su matrimonio. La velocidad con la que había llevado a Susanna a la posada, ansioso, en su juvenil pasión, por hacer el amor con ella. Esperaba haber tenido la suficiente delicadeza como para hacer las cosas bien, pero sospechaba que no. Durante un breve instante, se preguntó si la habría asustado, si sería ésa la razón por la que no había vuelto a hacer nunca el amor con otro hombre. Se sintió culpable. A los dieciocho años, se consideraba a sí mismo todo un hombre, pero la verdad era que todavía tenía muchas cosas que aprender.

Susanna se movió ligeramente y posó la mano sobre su pecho. Devlin sintió entonces una oleada de ternura que le pilló completamente desprevenido. En aquel instante, era un hombre vulnerable. Y no le gustaba aquella sensación. Aun así, alargó la mano y enredó uno de los rizos de Susanna en su dedo.

Susanna abrió los ojos y sonrió. La ternura volvió a golpearle entonces con la fuerza de un puñetazo. Devlin se inclinó y la besó, deseando alejar aquella debilidad, esperando que fuera sustituida por la pasión y todo volviera a ser como antes. Pero aquella vez, aunque volvió a hacer el amor con ella con un deseo casi violento, el sentimiento que le acechaba a cada momento en lo que él pretendía que fuera un acto puramente físico, se había convertido en mucho más. Cada caricia, cada palabra susurrada, parecía encerrarlo en aquella dulce intimidad a la que no podía escapar. Y al final, con una fiereza y una sutileza combinadas en el más asombroso placer del que nunca había gozado, supo que había perdido la batalla.

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