10. Conversaciones en Mishnori

A la mañana siguiente, mientras yo despachaba un desayuno tardío, que me sirvieron en mi cuarto de la mansión de Shusgis, el teléfono de la casa emitió un balido cortés. Cuando atendí el aparato, una voz me dijo en karhidi: —Aquí Derem Har. ¿Puedo subir a verlo?

—Sí, por favor.

Me alegró enfrentarme con Estraven, y terminar de una vez. Era evidente que entre Estraven y yo no podía haber una relación tolerable. Aunque la desgracia y el exilio de este hombre pudieran atribuírseme, nominalmente al menos, yo no sentía sobre mí ni responsabilidad ni culpa. Estraven nunca me había explicado de veras ni sus actos ni sus motivos, y yo no podía confiar en él. Deseé que no se hubiese mezclado con estos orgotas, que de algún modo me habían adoptado. La presencia de Estraven era a la vez una molestia y una complicación.

Estraven fue introducido en el cuarto por uno de los muchos empleados de la casa. Hice que se sentara en una de las sillas almohadilladas y le ofrecí la cerveza del desayuno. Rehusó. No parecía incómodo —había dejado toda timidez muy atrás, si alguna vez la había tenido —, pero de alguna manera se contenía: parecía estar esperando algo, distante.

—La primera verdadera nevada dijo, y viendo que yo me volvía hacia la ventana de pesadas cortinas —: ¿Todavía no miró afuera?

Así lo hice, y vi densos torbellinos de nieve en un viento que soplaba calle abajo, sobre los techos blanqueados; unos pocos centímetros que habían caído durante la noche. Era odarhad gor, el día decimoséptimo del primer mes de otoño. —Es temprano —dije, perdido unos instantes en el encantamiento de la nieve.

—Anuncian un invierno duro este año.

Abrí del todo las cortinas, y la luz yerma e inmutable desde afuera cayó sobre el rostro oscuro de Estraven. Parecía más viejo. Había conocido tiempos duros desde que yo lo había visto por última vez en la Esquina Roja del palacio de Erhenrang junto a su propio fuego.

—Tengo aquí lo que me pidieron que le traiga —le dije, y le di el dinero envuelto en una hoja de papel metálico, que yo había puesto en una mesa luego de la llamada. Estraven lo tomó y me agradeció gravemente. Yo no me había sentado. Al cabo de un momento, todavía con el paquete en la mano, Estraven se incorporó.

Tuve entonces algún remordimiento, pero no le presté atención. Yo quería quitarle todo deseo de acercarse a mi. Que esto humillara a Estraven era infortunado.

Estraven me miró de frente. Era más bajo que yo, por supuesto, corto de piernas y macizo, y ni siquiera alcanzaba la estatura de muchas mujeres de mi raza. Sin embargo, no parecía, mientras me observaba, que alzara los ojos. No lo miré a la cara. Examiné la radio que estaba sobre la mesa mostrando un abstraído interés.

—No se puede creer en todo lo que dice aquí la radio —comentó Estraven con tono agradable —. Me parece sin embargo que aquí en Mishnori necesitará usted información, y consejo.

—Hay mucha gente aquí, parece, dispuesta a dar información y consejo.

—Y hay cierta seguridad en el número, ¿no es cierto? Diez merecen más confianza que uno. Perdóneme, no debiera hablar en karhidi, me he olvidado. —Continuó en orgota: —Los exiliados no han de hablar en la lengua nativa; sale más amarga de la boca. Y este lenguaje es más adecuado para un traidor, pienso; le asoma a uno entre los dientes como jarabe azucarado. Señor Ai, tengo derecho a darle las gracias. Hizo usted algo por mí y mi viejo amigo y kemmerante, Ashe Fored, y en su nombre y en el mío reclamo ese derecho. Mis gracias se las daré como un consejo. —Hizo una pausa, no repliqué. Nunca lo había oído hablar con esta especie de dura y elaborada cortesía y no entendía nada. Estraven continuó: —Usted es, en Mishnori, lo que no era en Erhenrang. Allí decían que usted era; aquí dicen que no es. Quieren utilizarlo como instrumento de una facción. Le aconsejo que esté atento, si permite usted que lo manejen. Le aconsejo que descubra cuál es la facción enemiga, y quiénes son, y no permitir nunca que lo manejen, pues no lo manejarían bien.

Calló. Yo iba a pedirle que fuera más preciso, pero Estraven se despidió: —Adiós, señor Ai —dio media vuelta, y se fue. Me quedé allí de pie, aturdido. El hombre era como una descarga eléctrica, inasible, y no podía saberse que lo había golpeado a uno.

Estraven me había estropeado, ciertamente, el pacifico contentamiento con que yo había desayunado. Fui a la estrecha ventana y miré afuera. Había menos nieve ahora. Era hermosa, flotando en racimos blancos como una precipitación de flores de cerezo en las huertas de mi casa, cuando un viento de primavera sopla en las verdes laderas de Borland, donde yo nací, en la Tierra, la templada Tierra, donde en la primavera florecen los árboles. Casi en seguida me sentí deprimido y nostálgico. Dos años había pasado yo en este condenado planeta, y ya había empezado el tercer invierno, antes que terminara el otoño; meses y meses de frío implacable, cellisca, hielo, viento, lluvia, nieve, frío, frío adentro, frío afuera, frío hasta los huesos y la médula de los huesos. Y todo ese tiempo a solas conmigo mismo, extraño y aislado, sin nadie en quien yo pudiera confiar. Pobre Genly, ¿lloraremos? Vi que Estraven salía de la casa a la calle, a mis pies, una figura baja a la vaga luz blanco grisácea de la nieve. Miró alrededor ajustándose el cinturón suelto de la túnica. No llevaba abrigo. Echó a andar calle abajo caminando con una gracia definida y suelta, una prontitud que lo hizo parecer de pronto la única cosa viva en todo Mishnori.

Me volví al cuarto caldeado. Todas aquellas comodidades eran sofocantes y recargadas: la estufa, las sillas almohadilladas, la cama recargada de pieles, las alfombras, las cortinas, las coberturas, las fundas.

Me puse mi abrigo de invierno y salí a dar un paseo, de un humor desagradable, en un mundo desagradable.

Yo iba a almorzar ese día con los comensales Obsle y Yegey y otros a quienes había conocido la noche anterior, y para ser presentado a algunos que no conocía aún. El almuerzo se sirve casi siempre de un aparador y se come de pie, quizá para que la gente no tenga la impresión de haberse pasado todo el día sentado a la mesa. Para estas formales circunstancias, sin embargo, habían puesto fuentes en la mesa, y la provisión de comida era enorme: dieciocho o veinte platos fríos y calientes, sobre todo distintas preparaciones de huevos de sube y pan de manzana. A un costado de la mesa, antes que la conversación fuese considerada tabú, Obsle me señaló mientras se llenaba el plato con pasta de huevos fritos de sube. —El llamado Mersen es un espía de Erhenrang, y ese Gaum es un agente reconocido del Sarf. —Obsle habló en un tono casual, y se rió como si yo le hubiese replicado algo divertido, y se volvió hacia el escabeche de pez negro.

El Sarf no significaba nada para mí.

Mientras la gente iba sentándose, entró un joven, y le habló al anfitrión, Yegey, quien en seguida se volvió hacia nosotros. —Noticias de Karhide —dijo —. El hijo del rey Argaven nació esta mañana y murió antes de la primera hora.

Hubo una pausa, y un murmullo, y luego el hombre bien parecido a quien llamaban Gaum se rió y abrió el frasco de cerveza. —¡Que a todos los reyes de Karhide les sea dada una vida tan larga! —gritó. Algunos lo acompañaron en el brindis, pero no la mayoría. —Nombre de Meshe, reírse de la muerte de un niño —dijo un anciano gordo vestido de púrpura, sentado pesadamente junto a mí, con las polainas abullonadas como faldas en los muslos, la cara apesadumbrada de disgusto.

Se inició una discusión acerca de cuál de los hijos —kémmer de Argaven sería nombrado heredero —pues el rey ya tenía más de cuarenta, y parecía seguro que ya no habría otro hijo en la carne —, y cuánto tiempo viviría Tibe como regente. Algunos opinaban que la regencia terminaría en seguida, otros dudaban. —¿Qué piensa usted, señor Ai? —preguntó el hombre llamado Mersen, a quien Obsle había identificado como agente karhidi, y por lo tanto quizá hombre de Tibe —. Viene usted de Erhenrang, ¿qué dicen allí de esos rumores de que en realidad Argaven ha abdicado sin ningún anuncio, pasándole el trineo al primo?

—Bueno, he oído el rumor, sí.

—¿Cree usted que tiene algún fundamento?

—No tengo idea —dije, y en este punto el anfitrión intervino mencionando el tiempo, pues la gente había empezado a comer.

Luego que los criados hubieron retirado los platos y los montañosos restos de asado y encurtidos del aparador, nos sentamos todos alrededor de la mesa larga; se sirvieron copitas de licor aguardentoso —que llamaban agua de vida —, como ocurre a menudo entre los hombres, y me hicieron preguntas.

Desde el examen a que me habían sometido los médicos y los hombres de ciencia de Erhenrang yo no me había enfrentado con ningún grupo de gente que me pidiera explicaciones. Pocos karhíderos, comprendiendo los pescadores y granjeros con quienes yo había pasado mis primeros meses, habían tratado de satisfacer su curiosidad —que a veces era notable —mediante preguntas. Eran gente intrincada, introvertida, indirecta; no eran aficionados a preguntas y respuestas. Pensé en la fortaleza de Oderhord y en lo que Faxe el tejedor me había dicho de las respuestas. Aun los expertos habían limitado el interrogatorio a temas estrictamente fisiológicos, tales como las funciones glandulares y circulatorias en las que yo difería de la media normal de Gueden. Nunca habían llegado a preguntarme, por ejemplo, cómo la ininterrumpida sexualidad de mi raza influía en las instituciones sociales; cómo manejábamos ese «kémmer permanente». Escuchaban mis explicaciones; los psicólogos, por ejemplo, escucharon cuando yo les hablé del lenguaje de la mente, pero ninguno de ellos se había tomado el trabajo de hacerme preguntas generales en número suficiente para tener una imagen adecuada de la sociedad ecuménica, o la de Terra; excepto, quizá, Estraven.

Estas gentes, en cambio, no se sentían tan atadas a consideraciones de prestigio y de orgullo, y hacer preguntas no era nunca ofensivo, ni para el que interrogaba ni para el interrogado. No obstante, pronto advertí que algunos me tendían trampas, para probar que yo era un fraude. Esto me confundió, un minuto. Por supuesto, yo me había enfrentado con incrédulos en Karhide, pero nunca con un deseo de incredulidad. Tibe había mostrado una actitud deliberada de «sigamos con el engaño» el día del desfile en Erhenrang, pero como yo sabía ahora, esto había sido parte de la campaña de descrédito contra Estraven, y yo sospechaba que Tibe en realidad me creía. Había visto mi nave, al fin y al cabo, el pequeño aparato de descenso que me había traído a la superficie del planeta; había tenido libre acceso, como cualquier otro, a los informes técnicos sobre la nave y el ansible. Ninguno de estos orgotas había visto la nave. Yo hubiese podido mostrarles el ansible, aunque no era una pieza muy convincente como Artefacto de Otros Mundos; tan difícil de entender que tanto podía ocultar un engaño, o algo real. La antigua ley del embargo cultural se alzaba aún contra la exportación de aparatos que pudieran ser analizados o imitados por civilizaciones como las de Gueden, de modo que yo no había traído nada excepto la nave y el ansible, mi caja de ilustraciones, la indiscutible peculiaridad de mi cuerpo, y la hipotética singularidad de mi mente. Las fotografías pasaron de mano en mano alrededor de la mesa, y fueron examinadas con esa expresión evasiva con que la gente mira las fotografías de la familia de otro. El interrogatorio continuó. ¿Qué eran los ecúmenos, preguntó Obsle, un mundo, una liga de mundos, un sitio, un gobierno?

—Bueno, todo eso y nada. Ecumen es nuestro mundo terrestre; en la lengua común se los llama la Casa; en karhidi sería el hogar. En orgota no estoy seguro, todavía no conozco bien la lengua. No la comensalía, pienso, aunque entre el gobierno comensal y los ecúmenos hay claras semejanzas. Pero el Ecumen no es un mero gobierno. Es un intento de recuperación de lo místico y lo político, y como tal, por supuesto, tiene mucho de fracaso, aunque este fracaso ha ayudado más a la humanidad que los éxitos de los predecesores. Como sociedad es dueña, al menos en potencia, de una cultura. Es también una forma de educación, y en este sentido podría llamársele también una especie de escuela, muy amplia por cierto. Las razones que aconsejan la cooperación y comunicación entre los mundos son como los fundamentos del Ecumen, y por lo tanto, en otro aspecto, puede considerársele una liga o unión de mundos, con cierto grado de organización centralizada convencional. Es este aspecto, la liga, lo que yo represento. El funcionamiento del Ecumen como entidad política se funda en la coordinación, no en un sistema de normas. No impone leyes; las decisiones se alcanzan en la mesa del consejo y con el apoyo de todos, no mediante sumisión o exigencia. Como entidad económica es inmensamente activa, cuidando de la comunicación entre los mundos, manteniendo el equilibrio comercial entre los Ochenta Mundos. Ochenta y cuatro, para ser precisos, si Gueden entra en el Ecumen…

—¿Qué significa «no impone leyes»? —dijo Slose.

—No hay leyes. Los Estados miembros se rigen por sus propias leyes; cuando hay conflicto el Ecumen media, trata de alcanzar un acuerdo o corrección, o una elección legal o ética. Si el Ecumen, como experimento en lo superorgánico llegara a fracasar, tendría que convertirse en una fuerza de paz, desarrollar un servicio de policía, etcétera. Pero en este momento no hay ninguna necesidad. Todos los mundos centrales están todavía recuperándose de una época desastrosa de dos siglos atrás, reviviendo habilidades perdidas e ideas perdidas, aprendiendo de nuevo a hablar…

—¿Cómo podía explicar yo la Edad del Enemigo y sus consecuencias a un pueblo que no tenía nombre para la guerra?

—Esto es de veras fascinante, señor Ai —dijo el anfitrión, el comensal Yegey, un hombre que arrastraba las palabras, apuesto, delicado, de mirada vivaz —. Pero no alcanzo a entender qué quieren con nosotros, es decir, ¿qué beneficios puede llevarles un mundo más entre ochenta y cuatro? Y además, diría yo, un mundo no muy inteligente, pues no tenemos naves de las estrellas, y esas cosas, como todos ellos.

—Ninguno de nosotros las tenía hasta que llegaron los hainis y los ceteanos. Y a algunos mundos se les impidió que tuvieran esas naves, durante siglos, hasta que los ecúmenos establecieron los cánones de los que aquí se llama, creo, comercio libre. —Esto provocó una carcajada todo alrededor, pues era el nombre del partido o facción de Yegey en la Comensalía. —Comercio Libre es en verdad lo que quisiera establecer aquí. Comercio no sólo de productos materiales, por supuesto, sino también de conocimiento, tecnologías, ideas, filosofía, arte, medicina, ciencia, teoría… Dudo que los guedenianos vayan y vengan mucho entre los mundos. Estamos aquí a diecisiete años luz del mundo ecuménas próximo, Ollul, un planeta de la estrella que ustedes llaman Asyomse; el más lejano está a doscientos cincuenta años luz y desde aquí ni siquiera se ve la estrella del sistema. Mediante el comunicador ansible podemos, sin embargo, comunicarnos con ese mundo como aquí nos comunicamos por radio con la ciudad próxima. Pero no creo que hayan visto alguna vez a gentes de esos mundos… La clase de intercambio que propongo puede ser muy beneficiosa, pero se basa sobre todo en la facilidad de las comunicaciones más que en el transporte. Mi tarea aquí consiste realmente en saber si desean ustedes comunicarse con el resto de la humanidad.

—«Ustedes» —Slose repitió, inclinándose intensamente hacia adelante —. ¿Significa eso Orgoreyn? ¿O habla usted de Gueden como un todo? —Titubeé un momento, pues no era esta la pregunta que yo esperaba.

—Aquí y ahora, significa Orgoreyn, no es necesario que el contacto sea exclusivo. Si Sid, o los países de la Isla, o Karhide deciden entrar en el Ecumen, pueden hacerlo. Es una cuestión de decisión individual, cada vez.

Luego, lo que acostumbra pasar en un planeta del desarrollo de Gueden, es que los distintos antrotipos o regiones o naciones concluyen por establecer un cuerpo de representantes que funcionará como coordinador del planeta con los otros planetas; lo que nosotros llamamos una estabilidad local. De este modo se ahorra mucho tiempo, y dinero, ya que se comparten los gastos. Si deciden ustedes tener una nave estelar propia, por ejemplo.

—¡Leche de Meshe! —dijo el gordo Humery a mi lado —. ¿Quiere usted que nosotros nos precipitemos al Vacío? Oh. —Humery resolló, como las notas altas de un acordeón, disgustado y divertido.

Habló Gaum: —¿Dónde está su nave, señor Ai? —Habló a media voz sonriendo a medias, como si la pregunta fuera extremadamente sutil, y deseara que los demás advirtieran esa sutileza. Gaum era una criatura extremadamente hermosa, de acuerdo con cualquier norma, aplicable a cualquiera de los sexos, y no dejé de mirarlo a la cara mientras respondía, y también volví a preguntarme qué sería el Sarf —. Bueno, no es un secreto. Se habló bastante en la radio de Karhide. El cohete que me dejó en la isla Horden está ahora en el Taller Real de Fundición. de la Escuela de Artesanos; la mayor parte, al menos; creo que varios especialistas se llevaron algunos fragmentos, luego de examinarlos.

—¿Cohete? —preguntó Humery, pues yo había usado la palabra orgota para el juguete de pólvora.

—El nombre aproximado del sistema de propulsión de la nave de descenso, señor.

Humery resopló otra vez. Gaum sólo sonrió, diciendo: —Entonces no tiene usted modo de volver a… bueno, al sitio de donde vino.

—Oh, si. Puedo hablar a Ollul por el ansible y pedirles que envíen una nave nafal a recogerme. Tardará en venir diecisiete años. O puedo llamar por radio a la nave del espacio que me trajo a este sistema solar. Está ahora en órbita alrededor del sol de ustedes. Llegaría aquí en cuestión de días.

La impresión que esto causó fue visible y audible, y ni siquiera Gaum pudo ocultar su sorpresa. Había aquí alguna discrepancia… Este era el único hecho importante que yo había ocultado en Karhide, aun a Estraven.

Si, como se me había hecho entender, los orgotas sabían de mi sólo lo que Karhide había decidido decirles, entonces ésta hubiese sido sólo una de entre muchas sorpresas. Pero no, fue la sorpresa mayor.

—¿Dónde está esa nave, señor? —preguntó Yegey.

—En órbita solar, en algún punto entre Gueden y Kuhurn.

—¿Cómo vino usted desde esa nave?

—En cohete —dijo el viejo Humery.

—Sí, señor. Una nave de las estrellas no desciende en un planeta habitado hasta que hay alianza o comunicación. Así que vine en un pequeño bote cohete que bajó en la isla Horden.

—Y puede usted establecer contacto con la… la nave mayor mediante un aparato común de radio, señor Ai. —Esto de Obsle.

—Sí. —Omití mencionar entonces un pequeño satélite automático, puesto en órbita desde el cohete. No quería darles la impresión de que les había cubierto el cielo con maquinarias. —Se necesitaría un transmisor bastante poderoso, pero ustedes lo tienen.

—¿Entonces podríamos llamar a esa nave?

—Si, con la señal adecuada. La gente de a bordo está en esa condición que llamamos estasis, hibernación podría decirse, de modo que no perderán años mientras esperan que yo lleve a cabo mi tarea. La señal adecuada en la frecuencia de onda adecuada pondrá en movimiento una maquinaria que sacará a la tripulación del estasis; y luego ellos me consultarán por radio o por ansible utilizando a Ollul como centro automático.

Alguien preguntó inquieto:

—¿Cuántos hombres?

—Once.

Hubo un suspiro de alivio, una risa. La tensión se aflojó un poco.

—¿Y si no reciben ninguna señal?

—Saldrán automáticamente del estasis, dentro de unos cuatro años.

—¿Vendrán entonces a buscarlo?

—No si yo no los llamé. Consultarán con los Estables de Ollul y Hain, por medio del ansible. Muy probablemente intentarán probar otra vez, y mandarán otro Enviado. El segundo Enviado encuentra a veces que las cosas son más fáciles que para el primero. Hay menos que explicar, y la gente está más dispuesta a creerle…

Obsle sonrió mostrando los dientes. La mayoría de los otros parecía aún pensativa y en guardia. Gaum me concedió un leve movimiento de cabeza, como si aplaudiera mi rapidez en responder, el gesto de un cómplice. Slose clavaba los ojos brillantes y tensos en alguna visión interior, de la que se volvió abruptamente hacia mí: —¿Cómo —dijo —, señor Enviado, no habló usted de esta otra nave en los dos años que pasó en Karhide?

—¿Cómo sabemos que no habló? —dijo Gaum, sonriendo.

—Sabemos muy bien que no lo hizo, señor Gaum —dijo Yegey, sonriendo también.

—No hablé —dije —. Y lo explicaré ahora. La idea de esa nave, esperando allá afuera, puede ser alarmante. Creo que algunos de ustedes han sentido lo mismo. Nunca en Karhide llegué a tener bastante confianza con quienes me trataban como para permitirme el riesgo de hablar de esa nave. Aquí ya se ha pensado bastante en mi, y están ustedes decididos a hablarme de un modo franco y en público; no están tan dominados por el miedo. Corro el riesgo ahora porque me parece que ha llegado el momento oportuno, y que Orgoreyn es el sitio oportuno.

—¡Tiene usted razón, señor Ai, tiene usted razón! —dijo Siose con violencia —. Dentro de un mes llamará usted a esa nave, y Orgoreyn le dará la bienvenida como signo y sello de una nueva época. ¡Y los ojos cerrados se abrirán y verán!

Así siguió la tarde, hasta que al fin nos sirvieron la cena. Comimos y bebimos y nos fuimos a casa, yo agotado, aunque complacido con el camino que habían tomado las cosas. Había toques de atención y oscuridades, por supuesto. Slose quería hacer de mi una religión. Gaum quería convertirme en una farsa. Mersen parecía querer probar que no era un agente de Karhide, probando que yo lo era. Pero Obsle, Yegey y algunos otros trabajaban en un nivel más alto. Querían comunicarse con los Estables, y hacer que la nave nafal descendiera en territorio orgota, para persuadir u obligar a la Comensalía de Orgoreyn a aliarse a si misma con el Ecumen. Creían que así Orgoreyn obtendría una amplia y duradera victoria de prestigio sobre Karhide, y que los comensales artífices de esta victoria obtendrían asimismo poder y prestigio en el gobierno. La facción del Comercio Libre, una minoría entre los Treinta y Tres, opuesta a la continuación de la disputa del valle de Sinod, apoyaban en general una política no nacionalista, no agresiva y conservadora. No estaban en el poder desde hacía mucho tiempo, e imaginaban que el camino de vuelta al poder —con ciertos riesgos —podía ser el que yo indicaba. Que no vieran más lejos, que mi misión fuese para ellos un medio y nunca un fin, no importaba mucho. Una vez en marcha ya entenderían a dónde podían ir a parar. Mientras, aunque miopes, eran al menos realistas.

Obsle, hablando para persuadir a otros, había dicho: —Puede ocurrir que Karhide tema el poder que nos dará esta alianza, y como Karhide tiene siempre miedo de las costumbres y las ideas nuevas se aferrará quizá al pasado y quedará atrás para siempre. La alternativa es que el gobierno de Erhenrang pierda el miedo y pida la unión, en segundo lugar, después de nosotros. En cualquier caso el shifgredor de Karhide disminuirá de modo notable, y en cualquier caso estaremos al frente del trineo. Si tenemos la inteligencia de aprovechar la ocasión, ¡nuestra ventaja será permanente y cierta! —En seguida, volviéndose hacia mi: —Pero los ecúmenos tendrán que ayudarnos, señor Ai. Tenemos que mostrarles otras cosas a nuestros pueblos, algo más que usted solo, un hombre, ya conocido en Erhenrang.

—Entiendo, comensal. Usted quiere una prueba contundente, y me gustaría dársela. Pero no puedo llamar a la nave hasta que la seguridad de la nave misma y la voluntad de usted hayan quedado en claro. Necesito el consentimiento y la garantía del gobierno, lo que significa, creo, todo el consejo de la comensalía, en un anuncio público.

Obsle pareció molesto, pero dijo: —Justo.

De regreso con Shusgis, que apenas había intervenido en las conversaciones de la tarde, excepto con su risa jovial, le pregunté de pronto: —Señor Shusgis, ¿qué es el Sarf?

—Una de las oficinas permanentes de la administración interna, investiga registros falsos, viajes no autorizados, cambios de empleo, falsificaciones, esa clase de cosas: hojarasca, basura. Eso es lo que significa sarf en el bajo orgota: basura, un mote.

—¿Entonces los inspectores son agentes del Sarf?

—Bueno, algunos.

—Y la policía, supongo que depende también de la autoridad del Sarf —dije esto con cierta prudencia, y me contestaron del mismo modo.

—Creo que sí. Estoy en la administración externa, por supuesto, y no tengo presente la jurisdicción de todas las oficinas, menos de las internas.

—Hay sin duda alguna confusión. Por ejemplo, ¿qué es esa oficina de Aguas? —Puse así distancia entre nosotros y el tema del Sarf. Lo que Shusgis no había dicho sobre el tema quizá no significara nada para un hombre de Hain, digamos, o el afortunado Chiffevar, pero yo había nacido en la Tierra. No es siempre malo tener antepasados anormales. Un abuelo incendiario puede transmitir un buen olfato para el humo.

Había sido entretenido y fascinante encontrar aquí en Gueden gobiernos tan similares a los de las viejas historias de Terra: una monarquía, una genuina y plena burocracia. Este nuevo desarrollo era también fascinante, pero menos entretenido. Era raro que en la sociedad menos primitiva sonara la nota más siniestra.

De modo que Gaum, para quien yo tenía que ser un mentiroso, era un agente de la policía secreta de Orgoreyn. ¿Sabía que Obsle lo conocía como tal? Sin duda. ¿Era él entonces un agente provocador? ¿Trabajaba en contra o a favor de la facción de Obsle? ¿Cuáles de las treinta y tres facciones del gobierno dominaban en el Sarf o eran dominadas por él? Seria bueno que yo lo supiera, pero me costaría algún trabajo. Mi camino, que por un tiempo había parecido tan esperanzado y claro, estaba a punto de complicarse en meandros tortuosos, como antes en Erhenrang. Todo había ido bien, pensé, hasta que Estraven se me apareció la noche anterior a mi lado como una sombra.

—¿Cuál es la posición del señor Estraven aquí en Mishnori? —le pregunté a Shusgis, que se había recostado en el asiento del coche silencioso, como dormitando.

—¿Estraven? Aquí lo llaman Har, sabe usted. No tenemos títulos en Orgoreyn, abandonamos todo eso en la Nueva Época. Bueno, está ahora bajo la dependencia del comensal Yegey, entiendo.

—¿Vive aquí?

—Así lo creo.

Yo iba a decir que era raro haberlo encontrado en casa de Slose la noche anterior, y no hoy en casa de Yegey, cuando vi que a la luz de nuestra breve entrevista matinal no era ya tan raro. Sin embargo, la idea de que habían decidido mantener alejado a Estraven me hizo sentir incómodo.

—Lo encontraron —dijo Shusgis, reinstalando las anchas caderas en el asiento blando —en el sur, en una fábrica de cola o de conserva de pescado o un sitio parecido, y le dieron una mano para sacarlo del albañal. Algunos de los hombres de Comercio Libre, quiero decir. Claro está, Estraven les sirvió de veras cuando estaba en el kiorremi y era primer ministro, y lo apoyan ahora. Aunque creo que lo hacen sobre todo para molestar a Mersen. ¡Ja, ja! Mersen es un espía de Tibe, y piensa como es natural que nadie lo sabe, pero todos lo saben, y no puede tolerar la vista de Har. Piensa o que es un traidor o un agente doble, y no está seguro, y no puede arriesgar su propio shifgredor averiguándolo. ¡Ja, ja!

—¿Y quién es Har para usted, señor Shusgis?

—Un traidor, señor Ai. Puro y simple. Cedió los derechos de su pueblo al valle de Sinod sólo para impedir que Tibe accediera al poder, pero no fue bastante hábil. Se ha encontrado aquí con un castigo peor que el exilio. ¡Por las tetas de Meshe! Si juega usted contra sí mismo, es obvio que perderá la partida. Esto es lo que estas gentes sin patriotismo, meros egoístas, no alcanzan a ver. Aunque supongo que a Har no le importa mucho dónde está, siempre que pueda seguir aspirando a alguna clase de poder. No lo ha hecho tan mal aquí, como usted ve, luego de cinco meses.

—No tan mal.

—¿Usted tampoco le tiene confianza, eh?

—No, no se la tengo.

—Me alegra oírlo, señor Ai. No veo por qué Yegey y Obsle se aferran a ese hombre. Es un traidor probado, que ha buscado siempre su propio provecho, y que tratará de subirse al trineo de usted hasta que pueda seguir solo. Así lo veo. Bien. ¡No sé si yo lo invitaría a subir conmigo un rato si él me lo pidiera! —Shusgis bufó y asintió con vigorosos movimientos de cabeza, y me sonrió, la sonrisa de un hombre virtuoso a otro. El coche corría fácilmente por las calles anchas y bien iluminadas. La nieve de la mañana se había fundido ya, y sólo quedaban unos montones sucios junto a las alcantarillas. Llovía ahora, una llovizna fría.

La lluvia oscurecía los grandes edificios del centro de Mishnori, oficinas de gobierno, escuelas, templos yomesh, que parecían fundirse a la luz líquida de los faroles. Las esquinas eran borrosas; las fachadas veteadas, salpicadas, embarradas. Había algo fluido, insustancial en la pesadez misma de esta ciudad de monolitos: ese estado monolítico donde las partes y el todo llevan el mismo nombre. Y Shusgis, mi jovial anfitrión, un hombre pesado, sustancial, era también de algún modo, en los ángulos y filos, un poco vago, un poco —sólo un poco —irreal.

Desde que yo había cruzado en coche los campos amplios y dorados de Orgoreyn, cuatro días atrás, iniciando así mi marcha hacia los santuarios interiores de Mishnori, había estado advirtiendo la falta de algo. ¿Qué? Me sentía aislado. No había sentido frío últimamente. Aquí mantenían siempre una temperatura agradable en los cuartos. No había comido con placer últimamente. La comida orgota era insípida, pero no era eso importante. ¿Pero por qué las gentes con quienes yo me encontraba, bien o mal dispuestas hacia mi, me parecían también insípidas? Había verdaderas personalidades entre ellos: Obsle, Slose, el hermoso y detestable Gaum, y sin embargo a todos ellos les faltaba una cierta cualidad, alguna dimensión humana, y no alcanzaban a convencer. No eran del todo sólidos.

Parecía, pensé, que no arrojaran sombras.

Esta especie de especulación de alto vuelo es parte esencial de mi trabajo. Sin esa capacidad nadie puede llevar el título de móvil, y yo había sido formalmente entrenado en Hain, donde le dan el digno título de visión de largo alcance. Lo que se busca de este modo es percepción intuitiva de toda una moral, y tiende así a expresarse no tanto en símbolos racionales como en metáforas. Nunca fui un intuitivo excepcional, y esta noche me sentía muy fatigado y no me tenía confianza. Cuando estuve de vuelta en mis habitaciones me refugié en una ducha caliente. Aun entonces sentí una vaga intranquilidad, como si el agua caliente no fuese del todo real y digna de confianza, y no se pudiese contar con ella.

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