3. El rey loco

Dormí hasta tarde y pasé el resto de la mañana leyendo mis propios comentarios sobre el ceremonial palaciego y las notas de los investigadores que me habían precedido. No prestaba atención a lo que leía, pero no importaba, ya que conocía los textos de memoria y estaba leyéndolos sólo para acallar esa voz interior que me decía una y otra vez: todo ha salido mal. Cuando no conseguía acallarla, yo me decía una vez y otra que podría arreglármelas muy bien sin Estraven, quizá mejor que con él. Al fin y al cabo, mi trabajo aquí era estrictamente personal. Hay sólo un primer móvil. Las noticias de los ecúmenos en cualquiera de los mundos se tienen siempre al principio de labios de un único testigo, un hombre presente allí en carne y hueso, presente y solo. Pueden matarlo, como le ocurrió a Pellelge en Tauro Cuatro, o pueden encerrarlo junto con los locos, como al primer móvil en Gao y luego al segundo y al tercero; no obstante, la costumbre se mantiene, pues es práctica. Una voz que dice la verdad es más poderosa que las flotas y los ejércitos, si se le da tiempo, mucho tiempo; y tiempo es lo que les sobra a los ecúmenos… No, decía la voz interior, pero yo la hacía callar, razonando, y así, tranquilo y resuelto, llegué al palacio a la segunda hora. Antes que el rey me recibiera esa voz ya había enmudecido del todo.

Los guardias y asistentes del palacio me habían llevado a la antesala atravesando los largos pasillos y corredores de la Casa del Rey. Un ayudante me dijo que esperase y me dejó solo en un cuarto alto y sin aberturas. Allí me quedé, todo engalanado para una audiencia con el monarca. Yo había vendido mi cuarto rubí (según el informe de los investigadores los guedenianos valoraban las joyas de carbono, tanto como los terrestres, y llegué a Invierno con un puñado de gemas, que pagarían mis gastos) y había gastado un tercio del dinero en ropas para el desfile del día anterior y la audiencia de hoy: todo nuevo, muy pesado y trabajado como es siempre la ropa en Karhide: una camisa blanca de piel, pantalones grises, una túnica larga algo semejante a un tabardo, un hieb de cuero azul verdoso, gorra nueva, guantes nuevos sujetos en el ángulo adecuado al cinturón suelto del hieb, botas nuevas… La seguridad de estar bien vestido me hizo sentir todavía más cómodo y decidido. Miré tranquilamente a mi alrededor; como todas las habitaciones de la Casa del Rey, esta era alta, roja, vieja, desnuda, y de un ámbito frío y mohoso, como si las corrientes de aire vinieran no de otros cuartos sino de otros siglos. Un fuego bramaba en la chimenea, pero no servía de mucho. Los fuegos de Karhide son para calentar el espíritu, no la carne. La Edad de los Inventos industriales y mecánicos se inició en Karhide hace tres mil años, y durante todo ese tiempo se desarrollaron allí excelentes, y económicos sistemas de calefacción central, de vapor, eléctricos, y otros, pero nunca se los instaló en las casas. Quizá temían perder la resistencia fisiológica a las inclemencias del tiempo, como esos pájaros árticos que se conservan en ambientes caldeados, y a quienes se les hielan las patas cuando se los suelta al frío. Yo, no obstante, un ave tropical, siempre sentía frío: un cierto frío al aire libre y otro dentro de las casas, un frío continuo que me calaba hasta los huesos. Caminé a lo largo del cuarto tratando de calentarme. Había pocas cosas en esa alargada salita: un taburete y una mesa con un tazón de dedales de piedra y un viejo aparato de radio de madera labrada, con aplicaciones de plata y hueso; un noble producto artesano. El aparato susurraba algo, y cuando aumenté el volumen oí que el canturreo se interrumpía y era reemplazado por las noticias de Palacio. Los karhideros no son muy aficionados a la lectura, y prefieren oír —y no leer —cuentos y noticias. Los libros y los aparatos de televisión son menos comunes que las radios, y no hay periódicos impresos. Yo me había perdido las noticias de la mañana en el aparato de mi habitación, y oía ahora a medias, pensando en alguna otra cosa, hasta que la repetición del nombre me llamó la atención, y dejé de pasearme. ¿Qué decían de Estraven? Leían una proclama.

—Derem Har rem ir Estraven, Señor de Estre en Kerm, pierde por esta orden el titulo real y el sitio que ocupaba en la Asamblea del Reino y se lo conmina a abandonar el reino y todos los dominios de Karhide. Si no sale del reino y los dominios en un plazo de tres días, o si retorna alguna vez al reino, podrá ser ejecutado por cualquier ciudadano, sin necesidad de otro juicio. Ningún habitante de Karhide hablará o dará asilo a Har rem ir Estraven en casas o tierras, o será castigado con prisión, y no le prestará dinero o bienes, ni tomará sobre él ninguna deuda de Har rem ir Estraven, o será castigado con prisión y multa. Que todos los ciudadanos de Karhide sepan y digan que el crimen por el que se destierra a Har rem ir Estraven es el crimen de traición, habiendo insinuado privada y públicamente, en la Asamblea y el Palacio, y excusándose en la pretensión de leales servicios al rey, la conveniencia de que la nación—dominio de Karhide ceda su soberanía y rinda su poder pasando a ser una nación sojuzgada y débil, dentro de una cierta inexistente Unión de Pueblos, la que es sólo una excusa y una ficción inventada por conspiradores traidores para debilitar la autoridad del rey, y beneficiar así a los verdaderos enemigos del país. Odguirni tuva, hora octava, en el Palacio de Erhenrang: Argaven Harge.

Esta orden ya impresa, apareció más tarde en puertas y muros de la ciudad, y mi transcripción es una copia literal de uno de esos anuncios.

Mi primer impulso fue apagar la radio, como para impedir que propalara más pruebas contra mi, y me escurrí hacia la puerta. En seguida, por supuesto, me detuve. Volví a la mesa junto a la chimenea, y me quedé allí, de pie. Ya no me sentía ni tranquilo ni resuelto. Tenía ganas de abrir mi valija, sacar el ansible, y enviar un mensaje urgente a Hain. Reprimí también este impulso, que era más insensato que el anterior. Por fortuna no hubo tiempo para otros impulsos. La puerta doble del extremo de la sala se abrió de par en par, y el guardia se hizo a un lado.

—Genry Ai —me anunció (mi nombre es Genly, pero los karhideros no pueden pronunciar la l) y me dejó en la Sala Roja donde me esperaba el rey Argaven XV.

Una habitación inmensa, alta y larga, aquella Sala Roja de la Casa del Rey. Quinientos metros abajo hasta las chimeneas. Quinientos metros arriba hasta el cielo raso de vigas de madera, de donde colgaban unos paños o estandartes, de color rojo, polvorientos, estropeados por los años. Las ventanas no eran más que ranuras o hendeduras en las anchas paredes, las luces escasas, elevadas y débiles. Mis botas nuevas chillaban ec, ec, ec, ec mientras yo iba caminando hacia el otro extremo del cuarto, hacia el rey; un viaje de seis meses.

Argaven estaba de pie, frente a la chimenea del centro, la mayor de las tres, y sobre un tablado bajo o plataforma: una figura breve, envuelta en un resplandor rojizo, algo rechoncha, muy tiesa, oscura, donde no se distinguía nada excepto el centelleo del anillo de sello que llevaba en el pulgar.

Me detuve al pie del tablado, como me habían advertido, y no dije ni hice nada.

—Arriba, señor Ai. Siéntese.

Obedecí, tomando la silla de la derecha, junto a la chimenea central. Me habían instruido en todo esto. Argaven no se sentó; se quedó a tres metros de distancia, con las llamas ruidosas y brillantes detrás, y dijo al fin: —Dígame lo que tiene que decirme, señor Ai. Usted trae un mensaje, cuentan.

La cara que se volvía hacia mí, envejecida y devastada por el resplandor del fuego y las sombras, era tan inexpresiva y cruel como la luna, la opaca luna bermeja de Invierno. Argaven parecía menos real, menos viril que cuando se lo veía de lejos, entre cortesanos. Hablaba con una voz fina, y torcía la fiera cabeza lunática en un ángulo de curiosa arrogancia.

—Señor, lo que tenía que decir se me ha olvidado. Acabo de enterarme de la desgracia del señor Estraven.

Argaven sonrió, mostrando los dientes en una mueca inmóvil, y en seguida rió, chillando, como una mujer enojada. que quiere parecer divertida. —Maldita sea —dijo —, ¡ese traidor orgulloso, falso y perjuro! ¿Usted cenó con él anoche, eh? y le dijo a usted qué poderoso era, y cómo manejaba al rey, y qué fácil le sería a usted tratar conmigo, pues él le estuvo hablando de mí, ¿no es cierto? ¿Es eso lo que él le dijo, señor Ai?

Titubeé.

—Le diré qué me dijo de usted, si le interesa. Me aconsejó que rechazara una audiencia con usted, que lo hiciese esperar, y hasta que lo mandara a usted a Orgoreyn o a las Islas. Todo el último medio mes ha estado diciéndomelo, ¡condenado insolente! ¡Es él quien ha ido a parar a Orgoreyn, ja, ja, ja! —Otra vez la falsa risa chillona; el rey juntó las palmas mientras reía. Un guardia apareció en silencio entre las cortinas del fondo de la plataforma. Argaven lo miró gruñendo y el hombre se esfumó. Todavía riendo y todavía gruñendo, Argaven se me acercó y me miró un rato. Los iris oscuros de los ojos le centellaron con un débil color anaranjado. Yo no había pensado que iba a tenerle tanto miedo.

No se me ocurrió qué curso podía seguir yo entre aquellas incoherencias, excepto el del candor, y dije:

—Sólo puedo preguntarle, señor, si se me considera implicado en el crimen de Estraven.

—¿Usted? No. —El rey me miró todavía desde más cerca. —No sé quién diablos es usted, señor Ai, una rareza sexual o un monstruo de artificio o un visitante de los dominios del Vacío, pero no es usted un traidor, sólo instrumento de un traidor. Y yo no castigo a instrumentos. Hacen daño sólo en manos de un torpe. Permítame que le dé un consejo. —Argaven dijo esto con un énfasis y una satisfacción raros, y aun entonces se me ocurrió que nadie, en los dos años últimos, había intentado darme algún consejo. Esa gente respondía a mis preguntas, pero nunca me recomendaba que hiciese esto o aquello, ni siquiera Estraven en los momentos de mayor camaradería. Quizá esto tenga alguna relación con el shifgredor, pensé. —No permita que otros se aprovechen de usted, señor Ai —me estaba diciendo Argaven —. Manténgase alejado de todas las facciones. Cuente usted sus propias mentiras, haga lo que le parezca. Y no confíe en nadie. Maldito sea ese traidor a sangre fría; no confíe en él. Le colgué la cadena de plata del condenado pescuezo, ojalá lo hubiera ahorcado. Nunca le tuve confianza. Nunca. No confíe usted en nadie. Que muera de hambre en los pozos de Mishnori buscando desperdicios, que los intestinos se le pudran, que nunca… —El rey Argaven se estremeció, se ahogó, retuvo el aliento con un estertor, y me volvió la espalda. Pateó unos leños de la chimenea mayor hasta que un torbellino de chispas subió de pronto y le cayó en el pelo y la túnica oscura, y nerviosamente se quitó las chispas de encima, golpeándose con las manos abiertas.

Habló de espaldas con una voz aguda y dolorida:

—Diga usted lo que tiene que decir, señor Ai.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Si. —Argaven, de cara al fuego, se balanceaba apoyándose en uno y otro pie. Le hablé a aquella espalda.

—¿Cree usted que soy quien digo que soy?

—Estraven hizo que los médicos me enviaran decenas de grabaciones sobre usted, y otras más de los ingenieros de los talleres donde está su vehículo, etcétera. No es posible que todos mientan, y todos dicen que no es usted humano. ¿Bien?

—Eso significa, señor, que hay otros como yo. Es decir, que soy un representante…

—De esta unión, de esta tutoridad, sí, muy bien, ¿y usted quiere ahora que yo le pregunte por qué lo enviaron aquí?

Aunque Argaven podía no ser demasiado cuerdo o astuto, conocía bien las excusas y argumentos y sutilezas retóricas de aquellos hombres para quienes el propósito principal de la vida era alcanzar y mantener la vida de relación en un elevado nivel de shifgredor. Áreas enteras de esta relación me eran todavía desconocidas, pero yo ya sabía algo acerca de los aspectos competitivos y de prestigio que se presentaban a veces, y el posible resultado: un interminable duelo verbal. El hecho de que yo no estuviera discutiendo con Argaven, sino tratando de comunicarme con él, parecía en si mismo incomunicable.

—Nunca lo he ocultado, señor. El Ecumen desea una alianza con las naciones de Gueden.

—¿Para qué fines?

—Beneficio material. Mayores conocimientos. La expansión, en complejidad, e intensidad, del campo de la vida inteligente. El acrecentamiento de la armonía y la mayor gloria de Dios. Curiosidad. Aventura. Deleite.

Yo no le hablaba en el lenguaje de quienes gobiernan a los hombres: los reyes, conquistadores, dictadores, generales; en ese lenguaje la pregunta de Argaven no tenía respuesta. Hosco y distraído, el rey miraba el fuego, apoyándose primero en un pie y luego en otro.

—¿Qué dimensiones tiene este reino de Ninguna Parte, el Ecumen?

—Hay ochenta y tres planetas habitables en el dominio ecuménico, y en ellos alrededor de tres mil naciones o grupos antropomorfos.

—¿Tres mil? Ya veo. Ahora dígame por qué nosotros, uno contra tres mil, hemos de tener alguna relación con todas esas naciones de monstruos que viven en el Vacío. —Argaven se volvió a mirarme, pues estaba aún sosteniendo un duelo, haciéndome una pregunta retórica, casi una broma. Pero la broma no fue muy lejos. Argaven parecía, como me había advertido Estraven, intranquilo, alarmado.

—Tres mil naciones en ochenta y tres mundos, señor; pero el más cercano a Gueden está a diecisiete años de viaje en naves que casi alcanzan la velocidad de la luz. Si ha pensado usted que Gueden podría ser víctima de saqueos y hostigamientos por parte de esos vecinos, no olvide a qué distancia viven. Una operación de saqueo no tiene sentido, si hay que cruzar el espacio. —No hice referencia a la guerra por una buena razón; no hay palabra para «guerra» en karhidi. —El comercio, sin embargo, vale la pena. En ideas y técnicas por medio del ansible; en bienes y artefactos por medio de cohetes de transporte, tripulados o no. Embajadores, eruditos y mercaderes, podrían venir algunos de allá, y podrían ir algunos de aquí. El Ecumen no es un reino, sino una institución coordinadora, una aduana de bienes y conocimientos, pues de otro modo las comunicaciones entre los hombres serían azarosas, y el comercio muy peligroso, como usted puede ver. La vida humana es demasiado corta y si no hubiese una organización central, que asegure la continuidad de las tareas, nos enredaríamos en esos saltos de tiempo que hay entre los mundos. Todos nosotros somos hombres, señor. Todos nosotros. Todos los mundos de los hombres fueron organizándose, desde hace eones, a partir de uno de esos mundos, Hain. Tenemos diferencias, pero somos todos hijos del mismo hogar.

Nada de esto despertó algún interés en el rey, ni tampoco lo tranquilizó. Continué así un rato tratando de sugerir que el shifgredor de él mismo, o el de Karhide, seria estimulado, no amenazado por la presencia de los ecúmenos, pero de nada sirvió. Argaven se quedó allí de pie, hosco, como una vieja nutria enjaulada, moviéndose de adelante atrás, de un pie a otro, mostrando los dientes en una mueca de dolor. Me interrumpí.

—¿Son todos tan negros como usted?

Los guedenianos son en general de un color cobrizo amarillento, o castaño rojizo, pero yo había visto a muchos tan oscuros como yo. —Algunos son más negros —dije —. Hay de todos los colores —y abrí la valija (que los guardias del Palacio habían examinado cortésmente en cuatro ocasiones mientras yo me iba acercando a la Sala Roja) y saqué el ansible y algunos documentos. Los documentos —filmes, fotos, pinturas, activos y algunos cubos —eran una pequeña galería del Hombre: gente de Hain, Chiffevar, y los cetianos, y de S y Terra y Alterra, de los Extremos, Kaptein, Ollul, Tauro Cuatro, Rokanon, Ensbo, Cime, Gde, y Puerto Sisel. El rey echó una mirada distraída a una pareja —. ¿Qué es esto?

—Una criatura de Cime, una hembra. —Tuve que usar la palabra que los guedenianos reservan para quienes alcanzan la fase culminante del kémmer, siendo la alternativa el nombre del animal hembra.

—¿Permanentemente?

—Si.

Argaven dejó caer el cubo y se quedó allí, balanceándose, con los ojos clavados en mí o en algo que estaba un poco más lejos. —¿Son todos así… como usted?

Esta era la valla que yo no podía quitarles del camino. Al fin tendrían que reconocerlo y acomodar el paso.

—Si. La fisiología sexual guedeniana, dentro de lo que sabemos hasta ahora, es única entre los seres humanos.

—¿Así que todas las gentes de esos planetas están en kémmer permanente? ¿Una sociedad de perversos? Así lo explicó el señor Tibe, y pensé que bromeaba. Bueno, quizá estos sean los hechos, pero la idea es de veras desagradable, señor Ai, y no veo por qué los seres humanos del planeta desearían o tolerarían alguna clase de relación con criaturas tan monstruosamente distintas. Pero quizá usted vino a decirme que no tengo posibilidad de elección.

—La elección, en lo que se refiere a Karhide, depende de usted, señor.

—¿Y si yo lo expulsara?

—Bueno, me iría señor. Lo intentaría de nuevo, quizá, en la generación siguiente.

Esto trastornó a Argaven de algún modo.

—¿Es usted inmortal? —estalló.

—No, de ninguna manera, señor. Pero los saltos en el tiempo tienen cierta utilidad. Si dejo Gueden y voy al mundo más próximo, Ollul, tardaré en llegar diecisiete años de tiempo planetario. Los saltos en el tiempo son un resultado de los viajes que se acercan a la velocidad de la luz. Si al llegar a Ollul doy media vuelta y regreso, las pocas horas que yo pasaría en la nave serian aquí treinta y cuatro años, y yo podría empezar de nuevo. —Pero la idea de las idas y venidas en el tiempo, que dando una falsa impresión de inmortalidad había fascinado a todos mis auditorios, desde los pescadores de las islas Horden al primer ministro, no conmovió a Argaven. La voz chillona preguntó: —¿Qué es eso? —señalando el ansible.

—Un comunicador ansible, señor.

—¿Una radio?

—No utiliza ondas de radio, ni ninguna forma de energía. El principio de funcionamiento es la constante de simultaneidad, análoga en cierto modo a la gravedad. —Yo había olvidado otra vez que no hablaba con Estraven, que había leído todos los informes acerca de mí, y había atendido con aplicación e inteligencia a todas mis explicaciones, sino a un monarca aburrido. —La función de este aparato, señor, es la producción simultánea de un mensaje en dos puntos diferentes; uno de ellos tiene que ser fijo, en un planeta de una cierta masa, pero el otro extremo es portátil. Este es ese extremo. He levantado las coordenadas para el mundo primero, Hain. Una nave nafal tarda sesenta y siete años en recorrer la distancia Gueden —Hain, pero si escribo el mensaje en este teclado lo recibirán allá en Hain en el mismo momento en que lo escribo. ¿Hay algo que quiera usted decirles a los Estables de Hain, señor?

—No hablo la lengua del Vacío —dijo el rey torciendo la boca en una mueca hosca y maligna.

—Ya les avisé. Habrá allá un ayudante capaz de entender karhidi.

—¿Qué dice? ¿Cómo?

—Bueno, como usted sabe, señor, no soy el primer extraño que llega a Gueden. Antes vino un equipo de investigadores, que no se anunciaron, y que haciéndose pasar por guedenianos estuvieron un año visitando Karhide y Orgoreyn y el Archipiélago. Se fueron al fin e informaron a los consejos del Ecumen, hace unos cuarenta años, durante el reinado del abuelo de usted. Esos informes eran sobremanera favorables. Y yo estudié un tiempo todos los documentos, y los lenguajes que habían registrado, y luego vine. ¿Quiere ver cómo trabaja el dispositivo, señor?

—No me gustan los trucos, señor Ai.

—No es un truco, señor. Algunos de los hombres de ciencia de usted lo han examinado…

—No soy hombre de ciencia.

—Es usted un soberano, mi señor. Tres pares de usted en el primer mundo del Ecumen aguardan una palabra suya.

Argaven me miró con furia. Tratando de halagarlo e interesarlo lo había empujado a una prueba de prestigio. Todo estaba saliendo mal.

—Bueno. Pregúntele a esa máquina por qué traiciona un hombre. —Las letras ardieron en la pequeña pantalla y se apagaron. Argaven miraba, inmóvil ahora.

Hubo una pausa, una larga pausa. Alguien, a setenta y dos años luz, trabajaba febrilmente, tratando de arrancarle una respuesta no a la computadora de la lengua karhidi, sino a una computadora de conocimientos filosóficos. Al fin las letras resplandecieron de nuevo en la pantalla, se quedaron allí un momento, y se borraron lentamente: «Al rey Argaven de Karhide en Gueden, bienvenido. No sé por qué traiciona un hombre. Nadie se confiesa traidor, y es difícil una definición adecuada. Respetuosamente, Spimolle G. F. por los Estables, en Saire, Hain, 93/1491/45.»

Cuando las letras se grabaron en la cinta, la saqué y se la di a Argaven. El rey la dejó caer en la mesa, fue otra vez hacia la chimenea mayor, casi hasta el hogar, y pateó de nuevo los leños encendidos alejando las chispas con las manos. —Una respuesta que podría haberme dado cualquier profeta. Las respuestas no son suficiente, señor Ai. Ni esa caja de usted, ni esa máquina. Ni el vehículo, la nave. Un saco de triquiñuelas y un hacedor de triquiñuelas. Pretende usted que yo le crea esas historias y mensajes. ¿Pero por qué he de creerle, o escuchar? Si hay allá entre las estrellas ochenta mil mundos poblados por monstruos, ¿qué nos importa? No queremos nada de ellos. Hemos elegido nuestro propio camino, y venimos siguiéndolo desde hace tiempo. Karhide está al borde de una nueva época, una nueva gran edad. Seguiremos nuestro propio camino. —Argaven titubeó como si hubiese perdido el hilo de su argumento; no su propio argumento quizá, y en primer lugar. Si Estraven no era la Oreja del Rey, lo sería algún otro. —Y si hubiera algo en Gueden que esos ecúmenos quisieran, no lo hubieran enviado a usted solo. Es un chiste, una broma. Esos extraños hubieran llegado aquí a millares.

—Pero no se necesitan mil hombres para abrir una puerta, mi señor.

—Quizá si, para mantenerla abierta.

—Los ecúmenos esperan a que la abra usted, señor. No le exigirán nada. Me enviaron solo y estaré aquí siempre solo para que usted no me tenga miedo.

—¿Para que no le tenga miedo? —dijo el rey, volviendo a mí la cara rayada de sombras, mostrando los dientes, casi gritando, con aquella voz aflautada —. Pero le tengo miedo, Enviado, tengo miedo de quienes lo enviaron aquí. Tengo miedo de los mentirosos, de los tramposos, y sobre todo le tengo miedo a la amarga verdad. Y de este modo gobierno bien a mi pueblo. Pues sólo el miedo gobierna a los hombres. Ninguna otra cosa resulta. Ninguna otra cosa dura bastante. Usted es quien dice qué es, y sin embargo usted es un chiste, una broma. No hay nada entre los astros sino vacío y terror y oscuridad, y usted viene solo de ahí tratando de no asustarme. Pero yo ya estoy asustado, y soy el rey. ¡El miedo es rey! De modo que recoja usted esas trampas y triquiñuelas, y váyase. No hay más qué decir. He ordenado que se le dé la libertad de Karhide.

Así me alejé de la presencia del rey, ec, ec, ec, atravesando la bruma rojiza de la larga sala de piso rojo, hasta que al fin las puertas dobles se cerraron a mis espaldas.

Yo había fracasado. Había fracasado de pies a cabeza. Lo que sin embargo me preocupaba mientras dejaba atrás la Casa del Rey, cruzando los campos del palacio, no era tanto ese fracaso como la parte que le había cabido a Estraven. ¿Lo habrían echado acusándolo de favorecer la causa de los ecúmenos (como podía concluirse de la lectura de la proclama), y sin embargo (de acuerdo con la opinión del propio rey) habría estado haciendo lo contrario? ¿Cuándo y por qué le había aconsejado al rey que no me recibiera? ¿Por qué Estraven estaba ahora en el exilio, y yo en libertad? ¿Quién de los dos había mentido más, y por qué demonios estaban mintiendo?

Estraven para salvar el pellejo, decidí, y el rey para salvar la cara. Una buena explicación. ¿Pero me habría mentido Estraven realmente? Descubrí que no lo sabía.

Yo estaba pasando la casa de la Esquina Roja. Las puertas del jardín habían quedado abiertas. Miré adentro los árboles blancos de sérem que se alzaban sobre el estanque oscuro, los senderos de ladrillo rosado, desiertos en la luz serena y gris de la tarde. A la sombra de las rocas, a orillas del agua, había aquí un poco de nieve. Pensé en Estraven esperándome allí en la nieve la noche anterior, y sentí una punzada de verdadera piedad por ese hombre que yo había visto en el desfile, transpirado y soberbio bajo el peso de la panoplia y el poder, un hombre ayer en la cima, poderoso y magnífico, y hoy desesperado, caído y terminado. Estraven corría ahora hacia la frontera, con la muerte siguiéndole los pasos a tres días de viaje, y rechazado por todos los hombres. La sentencia de muerte apenas se conoce en Karhide. La vida es dura allí, y dejan a la muerte en manos de la naturaleza o de la enfermedad, no en manos de la ley. Me pregunté cómo viajaría Estraven, perseguido por esa sentencia. No en coche, ya que esos vehículos eran todos propiedad del Palacio, y parecía difícil que lo admitieran como pasajero en una nave o una barca de tierra. ¿O iba a pie, llevando consigo sólo lo que podía cargar? Los karhíderos viajan sobre todo a pie; no tienen bestias de carga ni vehículos voladores, el clima aminora bastante el tránsito de los coches de motor, y no son gente que muestre prisa. Imaginé a aquel hombre orgulloso yendo al exilio paso a paso, una figurita que se arrastraba por el largo camino al Oeste del Golfo. Todo esto me cruzó la mente mientras dejaba atrás la casa de la Esquina Roja, y junto con eso mis especulaciones acerca de los actos y motivos de Estraven y el rey. Yo había terminado para ellos. Había fracasado. ¿Y ahora?

Podía ir a Orgoreyn, vecino y rival de Karhide, pero una vez allí me sería difícil probablemente volver a Karhide, donde habían quedado muchos asuntos inconclusos. No podía olvidar lo que quizá fuera —y estaba bien así —mi única misión en la vida: un trabajo continuo en favor de los ecúmenos. No había prisa. No era necesario correr a Orgoreyn antes de aprender algo más de Karhide, particularmente acerca de las fortalezas. Yo había estado respondiendo preguntas durante dos años, y ahora haría algunas. Pero no en Erhenrang. Había entendido al fin las advertencias de Estraven, y aunque podía haber desconfiado de esas advertencias, no por eso iba a descuidarías. Estraven me había estado diciendo, aun de un modo indirecto, que yo tenía que alejarme de la ciudad y de la corte. Por alguna razón recordé la sonrisa torcida del señor Tibe… El rey me había dado la libertad del país, y yo le sacaría provecho. Como dicen en la Escuela Ecuménica, cuando la acción deja de servirte, infórmate; cuando la información deja de servirte, duerme. No obstante, yo no tenía sueño e iría al este, a las fortalezas, y los profetas me informarían, quizá.

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