13. En la granja

Alarmado por la súbita reaparición de Estraven, el conocimiento que tenía de mis asuntos, y el apremio de sus advertencias, llamé a un taxi y fui directamente a la isla de Obsle, a quien quería preguntarle cómo era que Estraven sabia tanto y cómo había surgido de pronto de la nada incitándome a hacer precisamente lo contrario de lo que Obsle me había aconsejado el día anterior. El comensal no estaba en la casa, y el portero no pudo darme ninguna indicación sobre el paradero presente o futuro de Obsle. Fui a casa de Yegey y no tuve mejor suerte. Caía una nevada densa, la mayor del otoño hasta entonces, y el conductor se negó a llevarme más allá de la casa de Shusgis, pues no tenía agarraderas para la nieve en los neumáticos. Esa noche no pude comunicarme con Obsle, Yegey o Slose por teléfono.

A la hora de la cena Shusgis explicó: estaba celebrándose un festival yomesh, la Solemnidad de los Santos y Fieles del Trono, y se esperaba que los altos oficiales de la comensalía visitaran los templos.

Me explicó asimismo la conducta de Estraven con mucho ingenio, como la de un hombre poderoso y caído ahora, que se aferra a cualquier posibilidad de influir en personas y acontecimientos, cada vez de un modo menos racional, más desesperado, a medida que el tiempo pasa y descubre que está hundiéndose en un anonimato inútil. Estuve de acuerdo en que esto podría explicar la ansiedad y el estado casi frenético de Estraven. La ansiedad sin embargo se me había contagiado. Me sentí de algún modo intranquilo durante casi toda la larga y pesada comida. Shusgis hablaba y hablaba, conmigo y a los secretarios, ayudantes y sicofantes que se sentaban a su mesa todas las noches; yo nunca lo había visto tan animado, tan incesantemente jovial. Cuando la cena terminó era demasiado tarde para salir de nuevo, y de cualquier modo la Solemnidad mantendría ocupados a todos los comensales, dijo Shusgis, hasta medianoche. Decidí saltear la cena, y me fui a la cama temprano. En algún momento entre medianoche y el alba unos extraños me despertaron diciéndome que estaba detenido, y una guardia armada me llevó a la prisión de Kundershaden.

Kundershaden es viejo, uno de los pocos muy viejos edificios que quedan en Mishnori. Yo ya lo había visto antes, caminando por la ciudad: un sitio de mal aspecto, con muchas torres, sucio y largo, que se distinguía en seguida entre los volúmenes pálidos de los edificios de la comensalía. Es lo que el nombre y el aspecto dicen. Es una cárcel. No es una máscara de otra cosa, una mera fachada, un seudónimo. Es real, la cosa real, la cosa detrás de la palabra.

Los guardias, unos hombres robustos y sólidos, me llevaron a los empujones por muchos pasillos y al fin me dejaron en un cuartito, muy sucio y muy iluminado. Pocos minutos después llegó otro grupo de guardias como escoltas de un hombre de cara delgada y aire de autoridad. Despachó a todos menos dos, y le pregunté si se me permitía mandar un mensaje al comensal Obsle.

—El comensal está enterado del arresto de usted.

—¿Está enterado? —repetí como un estúpido.

—Por supuesto, mis Superiores actúan por orden de los Treinta—y—tres. Bien, tendremos que interrogarlo.

Los dos guardias me sujetaron los brazos. Me resistí, gritándoles: —¡Estoy dispuesto a contestar todas las preguntas, no es necesario que me amenacen! —El hombre de cara delgada no me prestó atención, y llamó a otro guardia. Entre los tres me sujetaron con correas a una mesa columpio, me desnudaron, y me inyectaron, supongo, alguna droga de la verdad.

No sé cuánto duró el interrogatorio ni sobre qué me preguntaron. Parece que me drogaban de distintos modos casi sin interrupción, y no recuerdo nada. Cuando recobré el sentido no tenía idea del tiempo que había pasado en Kundershaden: cuatro o cinco días, considerando mi estado físico, pero no podía asegurarlo. Durante un tiempo no supe en qué día del mes estábamos ni en qué mes, y en verdad tardé bastante en ir comprendiendo dónde me encontraba ahora.

Yo iba en una caravana de camiones, muy parecidos a aquel que me había llevado de Kargav a Rer; pero en la caja, no en la cabina. Había otras veinte o treinta personas conmigo; era difícil decir cuántas, pues no había ventanas y la luz entraba sólo por una ranura de la puerta trasera, protegida con cuatro capas de alambre tejido. Parecía evidente, cuando recuperé la conciencia, que estábamos viajando desde hacia tiempo, pues el sitio que ocupaba cada uno estaba ya bastante definido, y el olor de los excrementos, vómitos y sudores había alcanzado un nivel estable. Nadie conocía a nadie. Nadie sabia a dónde íbamos. Se hablaba poco. Era ya la segunda vez en que me encerraban en la oscuridad con gente de Orgoreyn desesperanzada y sumisa. Entendía ahora la señal que se me había presentado en aquella primera noche. Había ignorado el sótano oscuro y había ido a buscar la sustancia de Orgoreyn en la superficie, a la luz del día. No era raro que nada me hubiese parecido real.

Me pareció de algún modo que el vehículo iba hacia el este, y así seguí pensándolo aun cuando fue claro que íbamos hacia el oeste, adentrándonos más y más en Orgoreyn.

Nuestros subsentidos magnéticos y de orientación no funcionan bien en otros planetas; cuando el intelecto no puede o no quiere compensar las discrepancias, el resultado es una profunda confusión, la impresión de que no hay, literalmente, puntos de referencia.

Uno de mis compañeros de encierro murió aquella noche. Le habían golpeado o pateado el vientre y murió de hemorragia. Nadie trató de hacer algo, no había nada que hacer. Unas horas antes nos habían traído una jarra plástica de agua, pero no quedaba una gota. El hombre yacía a un lado, a mi derecha, y le puse la cabeza en mis rodillas para que reposara mejor, y allí murió. Estábamos todos desnudos, y las piernas, muslos y manos me quedaron cubiertas de sangre; una vestidura seca, de color castaño, que no calentaba.

La noche se enfrió más, y tuvimos que juntarnos en busca de un poco de calor. El cadáver, que no tenía nada que dar, fue expulsado del grupo, excluido. Nos apretamos unos contra otros sacudiéndonos y balanceándonos todos juntos el resto de la noche. La oscuridad era total dentro de la caja de acero. Estábamos en algún camino secundario y no se oía a ningún otro vehículo; aun acercando la cara a la malla de alambre no podía verse otra cosa que oscuridad y los borrosos reflejos de la nieve caída.

Nieve caída, nieve recién caída, nieve de hace tiempo, nieve que precede a la lluvia, nieve escarchada… El orgota y el karhidi tienen una palabra para cada una de estas nieves. En karhidi (que conozco mejor que el orgota) he contado por lo menos sesenta y dos palabras para las distintas clases, estados, edades y cualidades de la nieve, es decir la nieve caída. Hay otra serie de palabras para las variedades de la nieve que cae; otras para el hielo, y unas veinte más que indican la temperatura, la fuerza del viento, y la clase de precipitación de ese momento, todo junto. Aquella noche me senté y traté de hacer listas de esas palabras en mi cabeza. Cada vez que recordaba una nueva, repetía la lista insertando la palabra en orden alfabético.

Poco después del alba el camión se detuvo. La gente gritó por la ranura que había un muerto en la caja, vengan y sáquenlo. Uno tras otro gritamos y aullamos. Golpeamos los costados y la puerta, haciendo un ruido de todos los demonios en aquella caja de acero, tanto que era inaguantable para nosotros mismos. No vino nadie. El camión no se movió durante varias horas. Al fin se oyó afuera un sonido de voces; el camión se sacudió, resbalando en la carretera helada, y se puso otra vez en marcha. Podía verse por la ranura que era una mañana soleada, y que cruzábamos unas lomas con árboles.

El camión continuó así durante otros tres o cuatro días y noches desde mi despertar. No se detuvo en ningún puesto de inspección, y se me ocurrió que nunca cruzábamos ningún poblado. El viaje del vehículo era errático, furtivo. Había paradas para cambiar de conductor y recargar baterías; había otras paradas más largas, no sabíamos por qué causa. En dos de esos días no nos movimos desde el mediodía hasta la noche, como si nos hubiesen abandonado; luego nos pusimos otra vez en marcha junto con las sombras. Promediando el día se abría la puerta trampa y nos pasaban una jarra de agua.

Contando el cadáver éramos veintiséis personas, dos trece. Los guedenianos cuentan a menudo en series de trece, veintiséis, cincuenta y dos, sin duda a causa del ciclo lunar de veintiséis días, la duración del mes y el plazo de recurrencia del ciclo sexual. El cadáver fue empujado contra las puertas traseras de acero, donde se mantenía frío. El resto nos pasábamos las horas sentados y encogidos, cada uno en su lugar, su territorio, su dominio, hasta la noche; cuando el frío empezaba a aumentar nos íbamos acercando unos a otros, poco a poco, hasta que al fin nos confundíamos en una entidad que ocupaba un espacio templado en el medio, frío en la periferia.

Había bondad allí. Yo y algunos otros, un viejo y alguien que tosía mucho, fuimos reconocidos como menos resistentes al frío, y todas las noches nos encontrábamos en el centro del grupo, la entidad de veinticinco, donde había más calor. No luchábamos por ocupar este puesto; estábamos ahí simplemente, todas las noches. Es algo terrible, esta bondad que los seres humanos nunca pierden. Terrible, porque cuando nos encontrábamos desnudos en la oscuridad y helados, no teníamos otra cosa. Nosotros que somos tan capaces, tan fuertes, terminamos en eso. No nos queda otra cosa.

A pesar de la promiscuidad y las noches en que nos apretábamos para dormir, nadie trataba de acercarse a los otros. Algunos estaban como adormilados por las drogas, otros eran quizá criaturas enfermas desde un punto de vista mental o social, todos habían sido perseguidos y aterrorizados. Sin embargo, parecía extraño que entre veinticinco personas ninguna le hablara alguna vez a todas las otras, ni siquiera para maldecirlas. Había bondad allí, y resistencia, pero en silencio, siempre en silencio. Apretados y juntos en la amarga sombra de nuestra compartida mortalidad, nos entrechocábamos continuamente, nos sacudíamos juntos, caíamos unos sobre otros, mezclábamos nuestros alientos, juntábamos el calor de nuestros cuerpos como preparando un fuego, pero seguíamos siendo extraños. Nunca supe el nombre de ninguna de aquellas gentes.

Un día, el tercer día me parece, cuando el camión llevaba horas detenido, y yo me preguntaba si no nos habían abandonado a nuestra suerte en algún sitio desierto, uno de los hombres del camión empezó a hablarme, y me contó una larga historia acerca de un molino en el sur de Orgoreyn donde él había trabajado y cómo había tenido problemas con un supervisor. Me habló y habló con una vocecita inexpresiva y tomándome la mano como si quisiera estar seguro de que yo lo escuchaba. El sol se ponía, y cuando tomamos una curva del camino un rayo de luz entró por la ranura de la puerta; de pronto fue posible ver hasta la otra pared de la caja. Vi una muchacha, una muchacha fatigada, estúpida, bonita, sucia, que me miraba a la cara mientras hablaba sonriendo tímidamente, buscando sosiego.

El joven orgota estaba en kémmer, y se me había acercado. La única vez en que uno de ellos me pedía algo, pero yo no podía complacerlo. Me levanté y me acerqué a la ventana—ranura para tomar aire y echar una mirada afuera, y no volví a mi sitio por un largo rato.

Aquella noche el camión entró en unos campos ondulados, subiendo un tiempo, bajando, subiendo de nuevo; cada vez que nos deteníamos un silencio helado e ininterrumpido parecía extenderse más allá del acero de la caja: el silencio de los vastos páramos, de las tierras altas. El orgota en kémmer seguía a mi lado, tratando todavía de tocarme. Yo volví a pasar mucho tiempo con la cara apretada contra el alambre tejido, respirando un aire que me entraba en la garganta y los pulmones como una navaja, apoyando en la puerta de metal unas manos temblorosas. Me di cuenta al fin de que se me estaban helando. Mi aliento había hecho un puentecito de hielo entre mis labios y el alambre, y tuve que quebrar este puente con los dedos antes que yo pudiera darme vuelta. Cuando me unía a los otros empecé a temblar de frío, con unas sacudidas que yo no conocía, como espasmos convulsivos de fiebre. El camión se puso otra vez en marcha. El ruido y el movimiento daban la ilusión de calor, quebrando aquel silencio glacial, pero hacía todavía demasiado frío para dormir aquella noche. Se me ocurrió que quizá estuviésemos entonces en tierras muy altas, pero no podía asegurarlo, ya que en esas circunstancias la respiración, el pulso, el nivel de energía no eran indicadores fieles.

Como supe tarde, estábamos cruzando los Sembensyens aquella noche, y los pasos se elevaban a más de tres mil metros.

El hambre no me perturbaba demasiado. La última comida que yo recordaba había sido aquella cena larga y pesada en casa de Shusgis; seguramente me habían alimentado en Kundershaden, pero de esto no tenía ningún recuerdo. La comida no parecía ser parte de la existencia en esta caja de acero, y yo no pensaba mucho en la comida. La sed, por otra parte, es condición ineludible de la vida. Una vez por día, el camión detenido, se abría la puerta trampa instalada evidentemente con este propósito, y uno de nosotros sacaba afuera la jarra plástica y pronto la devolvían llena, junto con una breve ráfaga de aire helado. No había modo de medir el agua. La jarra pasaba de mano en mano, y cada uno de nosotros tomábamos tres o cuatro buenos sorbos antes que se extendiera la mano próxima, buscando la jarra. Ninguna persona o grupo actuó nunca como distribuidor o guardián; nadie atendía a que se guardara un trago para el hombre de la tos, y que ahora tenía mucha fiebre. Sugerí esto una vez, y los que estaban a mi alrededor asintieron, pero nadie hizo nada. El agua se repartía más o menos equitativamente —nadie trataba de tomar un poco más —y desaparecía en unos pocos minutos. En una ocasión los tres últimos, que se sentaban contra la pared delantera de la caja, se quedaron sin agua; la jarra estaba vacía cuando llegó a ellos. Al día siguiente dos de estos hombres insistieron en ocupar los primeros puestos de la fila, y los ocuparon. El tercero se quedó encogido en el rincón, y nadie se cuidó de que recibiera su ración. ¿Por qué no lo intenté yo? No lo sé. Aquel era el cuarto día en el camión. Si no me hubiesen dado agua, creo que yo no habría protestado. Tenía conciencia de la sed y el sufrimiento de este hombre, y del hombre enfermo, y de los demás, como de mi sed y mi sufrimiento propios. Nada podía hacer contra ese sufrimiento, y por ese motivo yo lo aceptaba, como ellos, plácidamente.

Sé que la gente puede actuar de modos muy distintos en las mismas circunstancias. Estas criaturas eran orgotas, gente entrenada desde el nacimiento en una disciplina de cooperación, obediencia, sumisión a los intereses del grupo. No tenían en verdad cualidades sobresalientes de independencia y decisión. No eran coléricos. Formaban un todo, yo entre ellos; así lo sentían, y esa unidad de grupo donde cada uno tomaba vida de los otros era un refugio y un verdadero apoyo en la noche. Pero no había allí quien hablara por todos; era una entidad acéfala, pasiva.

Quizá unos hombres de temple más combativo se las hubiesen arreglado mejor: hablando más, repartiendo el agua más equitativamente, ayudando a los enfermos, y manteniendo el ánimo. No sé. Sólo sé lo que ocurrió dentro del camión.

En la mañana quinta, si cuento bien, el camión se detuvo. Oímos charla afuera y unas voces que llamaban y respondían. De pronto se oyó el ruido de unos cerrojos, y las puertas de acero del fondo se abrieron de par en par.

Uno tras otro nos arrastramos hacia el extremo abierto de la caja, algunos sobre manos y rodillas, y saltamos o nos dejamos caer al suelo. Veinticuatro salimos así. Los dos muertos, el viejo cadáver y uno nuevo, el hombre que no había bebido durante dos días, fueron sacados a la rastra.

Hacia frío afuera, tanto frío y tanta luz blanca sobre la nieve blanca que dejar el fétido refugio del camión era muy duro, y algunos se echaron a llorar. Nos quedamos en montón junto al vehículo, todos desnudos y malolientes, nuestra pequeña entidad nocturna, expuesta ahora a la cruel y brillante luz del día. Nos separaron, nos ordenaron en una fila, y nos llevaron a un edificio que estaba a un centenar de metros. Las paredes metálicas y el techo cubierto de nieve del edificio, la llanura nevada alrededor, la cadena de montañas a la luz del sol naciente, la amplitud del cielo, todo parecía estremecerse y centellear con exceso de luz.

Nos alinearon para que nos lavásemos en una amplia batea techada; todos comenzamos por beber el agua del baño. Luego nos llevaron al edificio principal y allí nos dieron unas camisetas, camisas grises, de fieltro, pantalones, y botas de fieltro. Un guardia verificó nuestros nombres en una lista a medida que entrábamos en el refectorio. Junto con un centenar de prisioneros nos sentamos a unas mesas pegadas a las paredes y allí nos sirvieron el desayuno: potaje de cereales y cerveza. Luego de esto todos nosotros, los prisioneros viejos y los nuevos, fuimos divididos en escuadras de doce. La mía fue llevada a un aserradero, a unos pocos cientos de metros detrás del edificio principal, dentro del perímetro cercado. Fuera de la cerca, y no muy lejos, se veían los primeros árboles de un bosque que se extendía luego entre las lomas perdiéndose en el norte. A las órdenes de un guardia llevamos y almacenamos unas maderas aserradas desde el molino hasta un depósito amplio donde se guardaba la leña en invierno. No era fácil caminar, agacharse, y cargar madera luego de los días pasados en el camión. No permitían que nos demoráramos, pero tampoco nos obligaban a forzar el paso. Al mediodía nos sirvieron un tazón de cereal no fermentado: orsh; antes del anochecer fuimos de nuevo a las barracas y allí nos dieron la cena: potaje de verduras y cerveza. Luego nos encerraron en el dormitorio, que quedó iluminado toda la noche. Dormimos en unos camastros de un metro y medio de largo, dispuestos en dos filas superpuestas todo alrededor de las paredes.

Los prisioneros mas antiguos luchaban por los camastros de arriba, pues el calor sube. Como abrigo de cama se proporcionaba a cada hombre un saco de dormir Eran sacos, toscos y pesados, que conservaban el olor de otros hombres, pero bien forrados y calientes, aunque demasiado cortos. Un guedeniano de tamaño normal podía meterse en el saco con cabeza y todo, pero no yo, como tampoco podía estirarme bien en el camastro.

El lugar se llamaba Tercera Granja Voluntaria y Agencia de Reeducación de la Comensalía de Pulefen.

Pulefen, distrito treinta, está en el extremo noroeste de la zona habitable de Orgoreyn, limitado por las montañas Sembensyen, el río Esagel y la costa; un área poco poblada, sin ciudades importantes. El mas cercano se llamaba Turuf, a varios kilómetros al suroeste; nunca lo vi. La granja está junto a una zona boscosa, extensa y despoblada, Tarrenbed. Demasiado al norte para los árboles mayores, como el hemmen, el serem o el vate negro, no había allí otro árbol que el tora, una conífera nudosa, de espinas grises, achaparrada, de no más de tres a cuatro metros de altura. Aunque el número de especies nativas, plantas o animales, es en Invierno insólitamente reducido, hay muchos individuos de cada especie; en aquel bosque había miles de kilómetros de toras, y casi nada más Aun las tierras vírgenes son manejadas con economía allí y aunque ese bosque estaba siendo explotado desde hacia siglos, no había en él tierras baldías, ni troncos talados, ni declives erosionados. Parecía como si no hubiera allí un solo árbol que no hubiese sido tenido en cuenta y ni una miguita de aserrín que no fuera aprovechada. Había un pequeño taller en la granja, y cuando el tiempo impedía que las cuadrillas fuesen al bosque trabajaban en el aserradero o en el taller, preparando y componiendo astillas, cortezas y aserrín en distintas formas, y extrayendo de las espinas secas del tora una resina que se usaba en la fabricación de plásticos.

El trabajo era verdadero trabajo, y nunca nos sentíamos agotados. Si nos hubieran dado un poco más de comida y mejor ropa mucho de ese trabajo hubiese sido agradable, pero teníamos demasiado frío y hambre la mayor parte del tiempo. Los guardias pocas veces eran duros y nunca crueles; a mí me parecían estólidos, descuidados, pesados, y afeminados, no en el sentido de un exceso de delicadeza, sino justamente por lo opuesto: una carnosidad blanda y lerda, una bovinidad sin filo. Entre mis compañeros de prisión yo tenía también por vez primera en Invierno la impresión de ser de algún modo un hombre entre mujeres o entre eunucos. Los prisioneros tenían la misma flaccidez y bastedad. Era difícil diferenciarlos; el tono emocional de todos ellos parecía siempre bajo, la charla trivial. Creí al principio que este desánimo y abulia tenían como causa principal la falta de buena comida, calor y libertad; pero pronto descubrí que el efecto era más específico: resultado de las drogas proporcionadas a los prisioneros para mantenerlos fuera del kémmer.

Yo sabía que había drogas capaces de reducir o eliminar virtualmente la fase de potencia en el ciclo sexual guedeniano, y que eran utilizadas cuando la conveniencia, la medicina o la moral aconsejaban la abstinencia. Un kémmer, o varios, podía ser evitado así sin malos efectos. El uso voluntario de esas drogas era comúnmente aceptado. No se me había ocurrido que podía administrarse a la fuerza.

Había allí buenas razones. Un prisionero en kémmer sería un elemento subversivo en una cuadrilla de trabajo. Si se permitía la aparición del kémmer, la situación podía ser enojosa, especialmente si ningún otro prisionero entraba en kémmer al mismo tiempo, lo que parecía posible, ya que éramos sólo ciento cincuenta prisioneros. Pasar por el kémmer sin compañía es bastante duro para un guedeniano; mejor, entonces, ahorrarse el sufrimiento y el tiempo de trabajo perdido, y eliminar el kémmer.

Los prisioneros que llevaban allí varios años estaban psicológicamente, y creo que hasta cierto punto físicamente, adaptados a esta castración química. Parecían tan asexuados como bueyes. No tenían vergüenza ni deseo, y en este sentido eran como ángeles; pero no es propio de los humanos no tener vergüenza o deseo.

Siendo tan estrictamente definido y limitado por naturaleza, el instinto sexual de los guedenianos no está muy sujeto a imposiciones de la sociedad. Hay menos códigos, normas y represión del sexo que en cualquier sociedad bisexual. La abstinencia es del todo voluntaria; la indulgencia es del todo aceptable. El miedo y la frustración sexuales son muy raras. Este era el primer caso que yo veía de una situación social que contrariaba el impulso sexual. Pero como se trataba de una supresión, y no de una represión, no producía frustraciones, pero si algo que a la larga era quizá más ominoso: pasividad.

No hay comunidades de insectos en Invierno. Los guedenianos no comparten el planeta, como los terrestres, con esas sociedades más antiguas, esas ciudades innumerables de pequeños trabajadores asexuados que no responden a otro instinto que la obediencia al grupo, al todo. Si hubiese hormigas en Gueden, los guedenianos habrían tratado de imitarlas desde hace tiempo. El régimen de las granjas voluntarias es algo bastante reciente, limitado a un país del planeta, y literalmente desconocido en otras partes. Pero es un signo ominoso del camino que puede tomar un pueblo tan vulnerable al control del sexo.

En la granja Pulefen vivíamos, como dije, desnutridos, y nuestras ropas, en especial el calzado, era completamente inadecuado para aquel clima invernal. Los guardias, la mayor parte prisioneros en prueba, no estaban mucho mejor. El propósito del lugar y de este régimen no era destructivo sino primitivo, y creo que la vida allí podría ser soportable, sin las drogas y los exámenes.

Algunos prisioneros eran examinados en grupos de doce, y se contentaban con recitar una especie de confesión y catecismo; les daban luego la inyección antikémmer, y eran devueltos al trabajo. A los otros, los prisioneros políticos, se los drogaba e interrogaba cada cinco días.

No sé qué drogas empleaban. No conozco el propósito de los interrogatorios, ni tengo la menor idea de las preguntas que me hacían. Yo despertaba cada vez en el dormitorio, unas pocas horas más tarde, tendido en mi camastro, lo mismo que cinco o seis de los otros, algunos despertando junto conmigo, otros todavía dominados por la droga. Cuando al fin estábamos todos de pie, los guardias nos llevaban al trabajo; pero un día luego del tercero o cuarto de estos exámenes no me pude levantar. Me dejaron en el camastro, y al día siguiente pude incorporarme a mi cuadrilla, aunque me sentía vacilante. Luego del examen siguiente quedé inutilizado dos días. Era evidente que las hormonas antikémmer o las drogas de la verdad tenían un efecto tóxico en mi sistema nervioso no guedeniano, y que este efecto era acumulativo.

Recuerdo que planeé cómo le hablaría al médico en el próximo examen. Empezaría por prometerle que respondería francamente a todas las preguntas, sin necesidad de drogas, y luego le diría: —Señor, ¿no ve usted qué inútil es conocer la respuesta a una pregunta inadecuada? —Luego el inspector se transformaba en Faxe, con la cadena de oro de los profetas colgándole del cuello, y yo tenía largas conversaciones con Faxe, muy agradables, mientras vigilaba la caída de las gotas de ácido de un alambique a una vasija de madera pulverizada. Por supuesto, cuando entré en el cuartito donde nos examinaban, el ayudante del inspector me había bajado el cuello de la camisa y me había dado una inyección antes que yo tuviera tiempo de decir una palabra, y todo lo que recuerdo de esa sesión, aunque quizá ocurrió en otra anterior, es al Inspector, un joven orgota de uñas sucias y aspecto fatigado que decía en un tono monótono: —Tiene que responder a mis preguntas en orgota; no me hable en otro lenguaje. Hable en orgota.

En la granja no había enfermería. El principio era allí trabajar o morir, aunque en la práctica se permitían ciertas lenidades, intervalos entre el trabajo y la muerte, proporcionadas por los guardias. Como dije ya, no eran crueles, aunque tampoco bondadosos. Eran descuidados, y no se preocupaban mucho, mientras pudieran mantenerse apartados de los problemas. Cuando fue evidente que yo y otro de los hombres no podíamos tenernos en pie, luego de uno de esos exámenes, dejaron que nos quedáramos en el dormitorio, metidos en los sacos de dormir, como si no nos hubiesen visto. Yo me sentía muy enfermo; el otro, un hombre de mediana edad, padecía de alguna perturbación o enfermedad en un riñón, y estaba muriéndose. La agonía no era rápida y le permitían pasarse un tiempo en el camastro dedicado a esa tarea.

Lo recuerdo más claramente que a nadie de la granja Pulefen. Era físicamente un guedeniano típico del Gran Continente, macizo, corto de piernas y brazos, con una sólida capa de grasa subcutánea que daba, aun en la enfermedad, cierta redondez al cuerpo. Tenía manos y pies menudos, caderas bastante anchas, y amplio tórax; los pechos estaban apenas más desarrollados que en un hombre de mi raza. La piel era de un color castaño rojizo oscuro, el pelo negro, feo y lanoso; la cara ancha, de facciones fuertes y pequeñas, y de pómulos prominentes: un tipo no muy distinto de los aislados grupos terrestres que viven en las zonas muy altas o en las áreas polares. Se llamaba Asra; había sido carpintero.

Hablamos.

Asra, me parece, no se resistía a morir, pero le tenía miedo a la muerte, y buscaba distracción.

Poco teníamos en común excepto la cercanía de la muerte, y no queríamos hablar de la muerte, de modo que muy a menudo no nos entendíamos. Esto no le importaba a Asra. Yo, más joven e incrédulo, hubiese querido alguna comprensión, entendimiento, explicación. No había explicación. Hablamos.

A la noche en la barraca—dormitorio había luz, gente y ruido. Durante el día apagaban las luces y la barraca quedaba a oscuras, vacía, tranquila. Estábamos acostados cerca en los camastros y hablábamos en voz baja. Asra prefería contarme largas y sinuosas historias acerca de su juventud en una granja comensal del valle de Kunderer, aquella vasta y espléndida llanura que yo había cruzado viniendo de la frontera a Mishnori. El dialecto del hombre era muy acentuado, y hablaba de gentes, lugares, costumbres, herramientas, con palabras que yo no conocía, de modo que muy a menudo no me llegaban más que ráfagas de estas reminiscencias. Cuando se sentía mejor, casi siempre alrededor del mediodía, le pedía que me contara un mito o una leyenda. La mayoría de los guedenianos guardan buen acopio de estas historias. La literatura es allí, aunque también existe en forma escrita, una viva tradición oral, y en este sentido todos son letrados. Asra conocía los cuentos populares orgotas, las anécdotas de Meshe, el relato de Parsid, partes de las mayores epopeyas y la saga novelada de los Mercaderes del Mar. Esto, y los fragmentos de leyendas locales que recordaba de la infancia, me lo contaba Asra en un farfullado y susurrado dialecto, y cuando se sentía cansado me pedía a mí una historia. —¿Qué cuentan en Karhide? —me decía frotándose las piernas, que lo atormentaban con dolores y punzadas, y volviendo a mí la cara de leve, tímida y paciente sonrisa.

Una vez dije:

—Conozco una historia de gente que vive en otro mundo.

—¿Qué clase de mundo?

—Parecido a este, en casi todo. Pero no da vueltas alrededor del sol, sino alrededor de la estrella que aquí llaman Selemy. Es una estrella amarilla, como el sol, y en ese mundo, bajo ese sol, vive otra gente.

—De eso se habla en las enseñanzas sanovi, de otros mundos. Había un viejo sacerdote sanovi que estaba loco y venía a mi hogar cuando yo era pequeño, y nos hablaba de eso a los niños, dónde van los mentirosos cuando mueren, y también los suicidas, y los ladrones. ¿Ahí es donde iremos, eh, usted y yo, a uno de esos sitios?

—No, el mundo de que hablo no es de los espíritus. Es un mundo real. La gente que vive allí es real, gente viva, como aquí. Pero aprendieron a volar hace mucho tiempo.

Asra sonrió mostrando los dientes.

—No agitando los brazos, no. Volaban en máquinas parecidas a coches. —Pero era difícil explicar esto en orgota, que no tiene palabras que signifiquen literalmente «volar», y la más aproximada es la que podría traducirse por «deslizarse». —Bueno, aprendieron a fabricar máquinas que iban por el aire así como un trineo va por la nieve. Y al cabo de un tiempo aprendieron a fabricar máquinas que iban más lejos y más rápido, hasta que fueron cómo la piedra que arroja la honda, y pasaron sobre la tierra y las nubes y más allá del aire hasta otro mundo que giraba alrededor de otro sol. Y cuando llegaron a ese otro mundo, qué encontraron allí sino hombres que…

—¿Se deslizaban en el aire?

—Quizá si, quizá no. Cuando llegaron a mi mundo ya sabíamos cómo viajar por el aire. Pero nos enseñaron cómo ir de mundo en mundo, y todavía no teníamos máquinas para eso.

Asra no entendía bien la intromisión del narrador en la narración. Me sentía afiebrado, molesto por las llagas que me habían aparecido en el pecho y los brazos a causa de las drogas, y no sabía cómo podría entretejer el relato.

—Adelante —dijo Asra, tratando de descubrir algún sentido —. ¿Qué hacían además de ir por el aire?

—Oh, casi lo mismo que la gente de aquí. Pero están todos en kémmer todo el tiempo.

Asra rió entre dientes. No había por supuesto posibilidad de ocultamientos en esta vida, y mi sobrenombre entre los guardias y prisioneros era «el perverso Pero cuando no hay deseo ni vergüenza», nadie, por más anómalo que sea, es señalado con el dedo; y creo que Asra no relacionó esta idea conmigo mismo y mis peculiaridades. La vio meramente como la variante de un viejo tema, de modo que rió un poco y dijo: —¿En kémmer todo el tiempo, eh? ¿Entonces un lugar de recompensa? ¿O un lugar de castigo?

—No sé, Asra. ¿Qué es este mundo?

—Ni una cosa ni otra, criatura. Esto es solo el mundo; es como es. Naces aquí y… las cosas son como son…

—No nací aquí. Vine aquí. Elegí venir.

El silencio y la sombra pesaban a nuestro alrededor. Lejos, en el silencio de los campos, del otro lado de la barraca, había un minúsculo filo de sonido, un serrucho de mano: nada más.

—Ah bien…, ah bien —murmuró Asra, y suspiró, y se frotó las piernas, gimiendo, y sin darse cuenta de que gemía —. Ninguno elige —dijo.

Una noche o dos después, entró en coma, y murió. Yo no me había enterado de por qué había ido a parar a la granja voluntaria; un crimen, una falta o alguna irregularidad en los papeles de identificación. Sólo sabia que estaba allí en Pulefen desde hacia menos de un año.

El día que siguió a la muerte de Asra me llamaron para mi examen; esta vez tuvieron que llevarme de vuelta en brazos; y no recuerdo lo que pasó luego.

Загрузка...