8. Otro camino a Orgoreyn

Pasé el verano más como investigador que como móvil, yendo por las tierras de Karhide de pueblo en pueblo, de dominio en dominio, mirando y escuchando, cosas que un móvil no puede hacer al principio, cuando todavía es una monstruosidad y una maravilla, y ha de estar siempre en el escenario, preparado para actuar. Cuando llegaba a esos hogares y aldeas rurales yo acostumbraba decir quién era; la mayoría algo había oído en la radio y alguna idea tenía de mi. Eran gente curiosa, unos más, otros menos. Pocos se asustaban, o mostraban alguna repulsión xenófoba. El enemigo en Karhide no es un extraño, un invasor. El extraño que llega anónimamente es un huésped. El enemigo es el prójimo.

Durante el mes de kus viví en la costa occidental en un clan—hogar llamado Gorinherin, una ciudadela granja construida sobre una loma, por encima de las nieblas eternas del océano Hodomin.

Viven allí unas quinientas personas. Cuatro mil años atrás yo hubiese encontrado a los antepasados de estas gentes viviendo en el mismo sitio, en el mismo tipo de casa. A lo largo de esos cuatro milenios había aparecido el motor eléctrico; y la máquina de tejer, los vehículos de motor, la maquinaria agrícola pasaron a ser de uso común; la Edad de la Máquina continuó desarrollándose, gradualmente, sin revolución industrial, sin revolución alguna. Invierno había llegado así en treinta siglos a lo que Terra había hecho en treinta décadas. Aunque Invierno no había pagado el precio que había pagado Terra.

Invierno es un mundo inamistoso. Las cosas mal hechas tienen un castigo rápido, seguro: muerte de frío o muerte de hambre. No hay alternativa, no hay postergación. Un hombre puede confiar en su propia suerte, pero no una sociedad, y los cambios culturales, como las mutaciones espontáneas, favorecen a veces las intervenciones del azar. De modo que los guedenianos marcharon muy despacio. Observando un momento cualquiera de la historia de Invierno un testigo no demasiado apresurado hubiese podido decir que la expansión y el progreso tecnológicos habían cesado del todo. Sin embargo, no es así. Compárese el torrente con el glaciar. Los dos llegan a donde tienen que ir.

Hablé mucho con la gente vieja de Gorinherin, y también con los niños. Era mi primera posibilidad de ver de cerca a niños guedenianos, pues en Erhenrang están todos en las escuelas y hogares privados y públicos. De un cuarto a un tercio de la población está dedicada casi exclusivamente a la crianza y educación de los niños. Aquí el clan entero cuidaba de la progenie; nadie y todos eran responsables. Los niños corrían por esas playas y montes nublados. Cuando conseguí al fin hablar una vez con ellos, descubrí que eran tímidos, orgullosos, e inmensamente confiados.

Los instintos paternos son tan variados en Gueden como en cualquier otra parte. No es posible generalizar. Nunca vi a un karhíder que golpeara a un niño. Vi una vez a uno que le hablaba a un niño muy airadamente. La ternura que muestran con los niños me sorprendió como algo profundo, efectivo, y casi libre de toda posesividad, y quizá sólo por esto —la falta de posesividad —distinto de lo que llamaríamos «instinto materno». Pienso que no vale la pena tratar de distinguir aquí entre el instinto materno y el paterno; el paterno, el deseo de cuidar, de proteger, no es una característica de índole sexual.

En los primeros días de hakanna, encontrándome en Gorinherin, oímos en el boletín de Palacio, entre susurros de estática, la noticia de que el rey Argaven estaba esperando un heredero. No otro hijo del kémmer, de los que ya tenía siete, sino un heredero en la carne, un hijo del rey. El rey estaba embarazado.

Me pareció cómico, y lo mismo opinaron los hombres de los clanes de Gorinherin, aunque por otras razones. Pensaban que el rey era demasiado viejo para llevar la carga de un embarazo, y se reían a carcajadas y decían obscenidades. Los viejos bromearon sobre el asunto durante días. Se reían del rey, aunque por otra parte no les interesaba mucho. «Los dominios son Karhide», había dicho Estraven; estas palabras y como muchas de las dichas por Estraven, me venían una y otra vez a la cabeza cuando yo aprendía algo más. Este simulacro de nación, unificada durante siglos, era un hervidero de ciudades descoordinadas, pueblos, aldeas, seudounidades económicas feudo—tribales, un revoltijo de individualidades vigorosas, competentes, pendencieras, sobre las que se posaba la mano insegura y leve de la autoridad. Nada, pensé, uniría nunca a Karhide como nación. La difusión masiva de aparatos de comunicación rápida, cuya consecuencia casi inevitable sería el nacionalismo, no había cambiado nada. Los ecúmenos no pueden hablarles a estos pueblos como si fuesen una unidad social, una entidad movilizable; tendrían que apelar a la humanidad de las gentes de Karhide, ese fuerte sentido que ya tenían, aunque no desarrollado, de la unidad humana. Me entusiasmé de veras pensándolo. Yo me equivocaba, por supuesto; sin embargo, había aprendido algo de los guedenianos que me sería útil más tarde.

Si yo no quería pasar todo el año en Karhide tenía que volver a la Cascada del Oeste antes que cerraran los pasos de Kargav. Aun aquí en la costa, ya habían caído dos nevadas ligeras en el último mes de verano. No de buena gana partí otra vez hacia el oeste, y llegué a Erhenrang a comienzos de gor, el primer mes de otoño. Argaven estaba ahora recluido en el palacio de verano de Varrever, y había nombrado a Pemmer Harge rem ir Tibe como regente por el periodo que durara el confinamiento. Tibe ya estaba aprovechando al máximo esos meses de poder. Antes que pasaran dos horas desde mi llegada a la ciudad, descubrí que mi análisis de Karhide tenía una falla —ya era anacrónico —y al mismo tiempo empecé a sentirme incómodo, quizá inseguro, en Erhenrang.

Argaven no estaba en sus cabales; la siniestra incoherencia de este hombre oscurecía la atmósfera de la capital. Argaven se alimentaba de miedo. Todo lo que se había hecho de bueno en el reino era obra de los ministros y el kiorremi. Aunque Argaven no hacía mucho daño. La lucha que libraba contra sus propias pesadillas no había afectado al reino. El primo de Argaven, en cambio, Tibe, era otra clase de pez, pues su locura tenía lógica. Tibe sabía cuándo era el momento de actuar, y cómo actuar. El problema era que no sabía cuándo había que detenerse.

Tibe hablaba mucho por radio. Estraven, mientras estuvo en el poder, nunca había recurrido a estos medios, y era algo que no estaba en las costumbres de los karhíderos; el gobierno no era casi nunca entre ellos una representación pública, sino una actividad enmascarada. Sin embargo, Tibe peroraba. Oyéndolo por radio vi otra vez aquella sonrisa de largos dientes, y el rostro oculto detrás de una red de finas arrugas. Los discursos de Tibe eran largos y ruidosos: alabanzas de Karhide, críticas a Orgoreyn, condenaciones de los «grupos desleales», discusiones sobre la «integridad de las fronteras del reino», conferencias sobre historia y moral y economía, todo en un tono emotivo, afectado y retumbante que subía al agudo junto con las vituperaciones o adulaciones. Hablaba mucho del orgullo natal y del amor a la patria, pero poco del shifgredor, el orgullo personal o el prestigio. ¿Habría perdido Karhide tanto prestigio en el valle de Sinod que no se podía tocar el caso? No, pues Tibe hablaba a menudo del valle. Decidí que evitaba deliberadamente toda referencia al shifgredor porque deseaba despertar emociones más elementales y difíciles de dominar. Toda la estructura del shifgredor no era para los fines de Tibe sino un refinamiento y una sublimación de estas emociones. Tibe deseaba que sus oyentes se asustaran y enojaran. Los temas de las charlas no eran en realidad el orgullo y el amor; estas palabras reaparecían una y otra vez, pero tal como las empleaba Tibe significaban complacencia y odio. Hablaba mucho también de la verdad, que estaba allí, decía, «bajo el barniz de la civilización».

Es una metáfora especiosa, ubicua, durable, esta del barniz o la pintura, o la película, o lo que sea, que oculta la realidad más noble de abajo. La imagen oculta a la vez una serie de falacias; una de las más peligrosas es la idea de que la civilización, siendo artificial, se opone a la naturaleza, la vida primitiva… Por supuesto, no hay tal barniz sino un proceso de crecimiento, y la vida primitiva y la civilización son distintos grados de lo mismo. Si la civilización tiene un opuesto, este es la guerra. La guerra y la civilización no son coincidentes. Se tiene tina o la otra, no las dos. Escuchando esos fieros y alienados discursos creí descubrir los propósitos de Tibe: obtener mediante la persuasión y el miedo que la gente de Karhide cambiara los términos de una elección que ya estaba decidida antes que empezara la historia del país: la elección entre estos opuestos.

El tiempo estaba maduro. Es cierto que el desarrollo material y tecnológico había sido allí muy lento, y que los guedenianos no eran entusiastas del «progreso» por sí mismo. Habían logrado al fin, en los últimos cinco o diez o quince siglos, adelantarse un poco a la naturaleza. Ya no estaban del todo a merced de aquel clima implacable; una mala cosecha no mataba ya de hambre a toda una provincia, ni ningún duro invierno aislaba todas las ciudades. Apoyándose en esta estabilidad material Orgoreyn había levantado poco a poco un estado centralizado, unificado, y cada día más eficiente. Ahora Karhide tenía que tomar aliento y hacer lo mismo; y el modo de hacerlo no era acicatearle el orgullo, o desarrollando el comercio, o mejorando los caminos, las granjas, los colegios, y cosas así; todo esto era civilización, barniz, y Tibe lo rechazaba con desprecio. Lo que él pretendía era algo más seguro: el camino cierto, rápido y duradero para transformar un pueblo en una nación: la guerra. Las ideas que tenía a propósito de la guerra no eran quizá muy claras, pero sí sólidas. No hay otra manera rápida de movilizar a la gente, excepto una nueva religión. No había ninguna nueva religión a mano, y Tibe recurría a la guerra.

Le envié al regente una nota en la que le hablaba de mi pregunta a los profetas de Oderhord, y de la respuesta que me habían dado. Tibe no me contestó. Fui entonces a la embajada de Orgoreyn y pedí permiso para entrar en Orgoreyn.

En las oficinas de los Estables del Ecumen en Hain no vi nunca en verdad tantos funcionarios como en aquella embajada de un pequeño país en otro pequeño país, y todos ellos estaban armados con cientos de metros de cintas y registros sonoros. Eran lentos, prolijos, ninguno mostraba la arrogancia y los repentinos cambios de humor que caracterizan la burocracia de Karhide. Esperé, mientras ellos llenaban formularios.

La espera se hizo al fin bastante molesta. Los guardias de palacio y los policías de la ciudad parecían multiplicarse día a día en las calles de Erhenrang; iban todos armados, y era posible advertir la aparición de algo semejante a un uniforme. Había en la ciudad un aire de decaimiento, aunque los negocios marchaban bien, la prosperidad era general, y el tiempo bueno. Nadie quería tener muchas relaciones conmigo. Mi «ama de llaves» ya no mostraba mi cuarto a los curiosos y más bien se quejaba de las molestias que le traían las «gentes del Palacio», y me trataba menos como un honorable espectáculo que como un sospechoso político. Tibe hizo un discurso a propósito de un saqueo en el valle de Sinod: unos «valientes granjeros karhideros, verdaderos patriotas» habían atravesado la frontera sur de Sassinod, habían atacado una aldea orgota, incendiándola y luego de matar a siete aldeanos habían arrastrado los cadáveres arrojándolos al río Ey. «Una tumba semejante», dijo el regente «espera a todos los enemigos de la nación.» Escuché esta transmisión en el comedor de mi isla. Algunas gentes escuchaban poniendo mala cara, otros parecían desinteresados, y otros satisfechos, pero en todas estas expresiones, descubrí, había un elemento común, un pequeño tic o espasmo facial que antes no se veía a menudo: una mueca de ansiedad.

Aquella noche yo estaba en mi cuarto cuando alguien vino a verme, la primera visita desde mi regreso a Erhenrang. Era un hombre menudo, lampiño, tímido y llevaba del cuello la cadena dorada de un profeta, un celibatario. —Soy amigo de alguien que le dio su amistad —me dijo, con la brusquedad de los tímidos —. He venido a pedirle a usted un favor, en beneficio de ese amigo.

—¿Habla usted de Faxe?

—No. De Estraven.

Mi expresión animosa debió de haber cambiado. Hubo una breve pausa, y luego el extraño dijo: —Estraven, el traidor, usted quizá lo recuerda.

La cólera había desplazado a la timidez, y el hombre iba a transformar el diálogo en un conflicto de shifgredor. Si yo deseaba entrar en el juego mi próxima movida tenía que ser algo así como: «No estoy seguro, cuénteme algo de él.» Pero esto no me interesaba, y ya estaba acostumbrado al temperamento volcánico de los karhíderos. Enfrenté la cólera del hombre, desaprobándola, y dije: —Por supuesto que lo recuerdo.

—Pero no con amistad. —Los ojos oscuros, oblicuos y ladinos me miraban directamente.

—Bueno, quizá con gratitud y decepción. ¿Lo envió él?

—No.

Esperé a que el hombre se explicara.

—Perdón —dijo —. Fue una presunción mía. Permítame aceptar las consecuencias de esa presunción.

Detuve al tieso hombrecito, que ya iba hacia la puerta. —Por favor, no sé quién es usted, o lo que usted quiere. No me he rehusado. Tampoco he aceptado. Ha de concederme usted el derecho a mostrarme prudente. Estraven fue desterrado por apoyar aquí mi misión…

—¿Se considera usted en deuda por ese motivo?

—Bueno, de algún modo. Sin embargo, mi misión está por encima de deudas y lealtades personales.

—Entonces —dijo el extraño en un tono de áspera seguridad —es una misión inmoral.

Callé. El hombre me recordaba ahora a los abogados del Ecumen, y yo no tenía respuesta.

—No lo creo así —dije al fin —; las debilidades han de cargarse al mensajero y no al mensaje. Pero dígame por favor qué desea de mí.

—Tengo un poco de dinero, rentas y deudas, que he podido salvar del naufragio económico de mi amigo. Enterado de que partía usted hacia Orgoreyn, pensé en pedirle que le llevara este dinero, si lo encuentra allá. Como usted sabe le estoy pidiendo que cometa una falta punible. Quizá además sea inútil. Es posible que esté en Mishori en una de esas condenadas granjas, o muerto. No encuentro modo de saberlo. No tengo amigos en Orgoreyn y aquí no hay nadie a quien me atreva a preguntárselo. Pensé en usted como alguien que está por encima de la política, libre de ir y venir. No se me ocurrió que usted tendría también, por supuesto, ideas políticas propias. Le pido disculpas por mi torpeza.

—Bueno, le llevaré el dinero. Pero, ¿a quién se lo devolveré si él está muerto o no es posible encontrarlo?

El hombre me miró. Torció la cara, y sofocó un sollozo. La mayoría de los karhíderos tienen el llanto fácil, pues no se avergüenzan de las lágrimas más que de la risa. —Gracias —dijo —. Mi nombre es Fored. Soy un recluso de la fortaleza de Orgni.

—¿Pertenece al clan de Estraven?

—No. Fored rem ir Osbod. Yo fui su kemmerante.

Estraven no había tenido compañero de kémmer en el tiempo que yo lo conocí, pero me era imposible sospechar de este hombre. Quizá estaba sirviendo involuntariamente a los propósitos de alguien, pero decía la verdad. Y acababa de darme una lección: que el shifgredor puede plantearse en un nivel ético, y que el jugador experto ganará así fácilmente. El hombre me había acorralado con sólo dos jugadas. Llevaba consigo el dinero y me lo dio, una suma considerable en notas mercantiles de crédito del reino de Karhide, nada que pudiera incriminarme, y nada por lo tanto que me impidiese gastármelas.

—Si lo encuentra usted… —El hombre se interrumpió.

—¿Un mensaje?

—No. Pero si yo pudiese saber…

—Si lo encuentro trataré de enviarle a usted noticias.

—Gracias —dijo él, y me tendió las manos, un ademán amistoso que no es demasiado común en Karhide —. Le deseo éxito en su misión, señor Ai. El, Estraven, creía que usted venía aquí con buenos motivos. Sí, lo creía de veras.

No había nada en el mundo para este hombre fuera de Estraven. Era uno de esos que están condenados a amar una sola vez. Hablé de nuevo: —¿No quiere usted que le diga algo?

—Dígale que los niños están bien —me respondió; en seguida titubeó y dijo serenamente —: Nusud, no es nada —y se fue.

Dos días más tarde dejé Erhenrang a pie, esta vez por el camino del noroeste. Mi permiso para entrar a Orgoreyn había llegado mucho más pronto de lo que me habían anunciado los empleados y oficiales de la embajada orgota o de lo que ellos mismos habían esperado; cuando fui a retirar los papeles me trataron con una especie de respeto ponzoñoso, como si se sintieran resentidos de que la autoridad de alguien me hubiese librado de protocolos y regulaciones. En Karhide no hay nada que regule la salida del país, de modo que partí en seguida. Yo ya había aprendido a lo largo del verano qué país era Karhide para caminar a pie. Caminos y posadas están preparados para el tránsito de los caminantes tanto como para los vehículos motorizados, y donde no hay posadas uno puede confiar del todo en el código de la hospitalidad. Los ciudadanos de los codominios y los aldeanos, granjeros y señores de cualquier dominio darán al viajero alimento y comida por tres días, según el código, y por muchos más en la práctica; y lo mejor es que a uno lo reciben sin alboroto, sonriendo, como si hubieran estado esperándolo.

Anduve un tiempo por esas espléndidas tierras en declive entre Sess y el Ey, sin apresurarme, ganándome el sustento un par de mañanas en los campos de los grandes dominios, donde estaban recogiendo la cosecha, y utilizando todas las máquinas, herramientas y manos posibles antes que cambiara el tiempo. Fue dorada y serena, aquella semana de caminatas; y de noche, antes de acostarme, yo salía de la granja a oscuras o la sala—hogar iluminada donde estaba alojado, y daba un paseo por los rastrojos mirando las estrellas, que brillaban como lejanas ciudades en la ventosa sombra de otoño.

En verdad, me resistía a dejar estas tierras, que yo había encontrado tan amables con el extranjero, aunque tan indiferentes hacia el Enviado. Temía de veras tener que recomenzarlo todo, tratando de repetir mis noticias en un nuevo lenguaje ante nuevos oyentes, y quizá volviendo a fracasar. Fui en algún momento más hacia el norte que hacia el este, justificando mis zigzagueos por mi interés en ver la región del valle de Sinod, el centro de la rivalidad entre Karhide y Orgoreyn. Aunque el cielo seguía despejado, el frío aumentaba, y al fin me volví al oeste antes de llegar a Sassinod, recordando que había una cerca en aquella región de la frontera, y que allí no era quizá tan fácil salir de Karhide. Aquí la frontera era el Ey, un río estrecho pero torrentoso, alimentado por el agua de los glaciares, como todos aquellos ríos continentales. Retrocedí unos pocos kilómetros hacia el sur buscando un puente, y llegué a uno que unía dos pequeños caseríos. Passerer en el lado de Karhide y Siuvensin en Orgoreyn se miraban somnolientos por encima del ruidoso Ey.

El guardián de Karhide sólo me preguntó si yo tenía pensado volver esa noche, y me despidió con un descuidado ademán. En el lado orgota llamaron a un inspector que inspeccionó mi pasaporte, y mis papeles durante una hora, una hora karhidi. Conservó el pasaporte diciéndome que lo reclamara a la mañana siguiente, y me dio en cambio un permiso para comer y alojarme en la comensalía de tránsito de Siuvensin. Pasé otra hora en la oficina de la casa de tránsito, mientras el superintendente leía mis papeles y verificaba la autenticidad de mi permiso llamando por teléfono al inspector de la estación fronteriza, de donde yo venia.

No podría definir adecuadamente la palabra orgota que he traducido aquí como «comensal», «comensalía». La raíz es un vocablo que significa «comer juntos». En su uso incluye todas las instituciones nacionales gubernamentales de Orgoreyn, desde el Estado como totalidad en sus treinta y tres subestados o distritos, hasta los subestados, las ciudades, las granjas comensales, las minas, las factorías, etcétera. Como adjetivo se aplica a todo lo que he citado, en la forma «los comensales» se refiere casi siempre a las treinta y tres cabezas de distrito, que forman el cuerpo de gobierno, ejecutivo y legislativo, o la Gran Comensalía de Orgoreyn, pero también se refiere a los ciudadanos, el pueblo. En esta curiosa falta de distinción entre las aplicaciones generales y específicas de la palabra, tanto para el todo como para la parte, el estado como el individuo, en esta imprecisión ha de encontrarse el significado más exacto.

Mis papeles y mi presencia fueron aprobados al fin, y hacia la hora cuarta tuve mi primera comida luego del desayuno temprano: una cena, potaje de kardik y rodajas frías de pan de manzana. A pesar de tantas guarniciones militares, Siuvensin era un sitio pequeño y atrasado, hundido profundamente en una modorra campesina. La casa comensal de tránsito era más reducida que su nombre. El comedor tenía una mesa y cinco sillas, y no había chimenea; la comida la traían de la tienda de calor del pueblo. El otro cuarto era el dormitorio: seis camas, mucho polvo, y un poco de moho. Yo era el único ocupante. Como me pareció que todos los de Siuvensin se habían ido a la cama directamente después de cenar, hice lo mismo. Me dormí en ese completo silencio del campo en que le silban a uno los oídos. Dormí una hora y me desperté en medio de una pesadilla de explosiones, invasiones, asesinatos y conflagraciones.

Fue una pesadilla particularmente horrible, de esas en las que uno corre en la oscuridad por una calle desconocida, colmada de gente que no tiene cara, mientras, detrás, los edificios se levantan en llamas, y los niños chillan.

Me desperté en un campo abierto, de pie sobre unos rastrojos secos, junto a una cerca negra. La opaca y rojiza media luna y algunas estrellas brillaban arriba entre las nubes. El viento era cortante y frío. Cerca de mi la mole de un establo o un granero asomaba en la oscuridad, y vi allá a lo lejos torbellinos de chispas que subían en el viento.

Yo estaba con las piernas y los pies desnudos, en camisa, sin pantalones, túnica o chaqueta; pero conservaba aún mi mochila. Llevaba allí no sólo unas ropas sueltas sino también mis rubíes, dinero, documentos, papeles, y el ansible; y siempre que viajo duermo con la mochila como almohada. Era evidente que yo no la soltaba ni siquiera durante las peores pesadillas. Saqué un par de zapatos y unos pantalones y mi túnica de piel y me vestí allí en el silencio del campo oscuro y frío, mientras Siuvensin humeaba detrás, a un kilómetro. Al fin eché a andar en busca de un camino, y pronto lo encontré, y había allí otra gente. Eran también refugiados, como yo, aunque ellos sabían a dónde iban. Los seguí, pues yo no tenía otro destino que el de alejarme de Siuvensin, que (según me dijeron mientras caminábamos) había sido saqueada por las gentes de Passerer, la aldea del otro lado del puente.

Habían atacado, e incendiado, retirándose en seguida. No había habido lucha. De pronto unas luces atravesaron la oscuridad, hacia nosotros, y escurriéndonos a un costado del camino vimos una caravana, veinte camiones, que venía a toda velocidad desde el oeste hacia Siuvensin y pasó a nuestro lado con un relampagueo de luces y un siseo de ruedas repetidos veinte veces; luego silencio y otra vez oscuridad.

Pronto llegamos a una comuna campesina donde nos detuvieron y nos interrogaron. Traté de incorporarme al grupo que había venido siguiendo, pero no tuve suerte. Tampoco ellos, cuando no llevaban consigo papeles de identidad. Yo como extranjero sin pasaporte, y junto con estos últimos, fui separado de la manada, y me llevaron a dormir a un depósito de granos, un vasto semisótano de piedra, con una puerta sobre nosotros que se cerraba desde afuera, y ninguna ventana. De vez en cuando abrían la puerta y un policía campesino armado con el «fusil» sónico guedeniano echaba dentro un nuevo refugiado. Cerrada la puerta, la oscuridad era impenetrable, tanto que los ojos, engañados, creían ver chispas de luz y puntos ardientes que iban y venían por la sombra, en torbellinos. El aire era frío, y olía a polvo y grano. Nadie llevaba una linterna; todos los que estaban allí habían sido sacados a la fuerza de la cama, lo mismo que yo, y dos de ellos estaban literalmente desnudos, y los otros les habían dado mantas para el camino. No tenían nada. Les habría convenido tener papeles por lo menos. Era preferible estar desnudo a no tener papeles, en Orgoreyn.

Estábamos sentados aquí y allá en aquella sombra hueca, inmensa y polvorienta; a veces dos conversaban un rato en voz baja. No había ningún signo de camaradería, el reconocimiento de que todos éramos prisioneros. No había quejas.

Oí un susurro a mi izquierda: —Ocurrió en la calle, frente a mi casa. Lo habían degollado.

—Son esas armas que tiran piezas de metal. Armas de saqueo. Tiena dijo que no eran de Passerer sino del dominio de Ovord, y que habían llegado en camiones.

—Pero no hay ninguna disputa entre Ovord y Siuvensin.

No entendían, no se quejaban, luego de haber sido echados de sus casas por las armas y el fuego. Unos compatriotas los habían encerrado en ese sótano, y sin embargo no protestaban. No trataban de explicarse lo que había pasado. Los murmullos en la oscuridad, escasos y casi inaudibles, en la sinuosa lengua orgota da lengua karhidi parecía en comparación un ruido de piedras en una lata) cesaron poco a poco. La gente dormía, un niño alborotó un rato, lejos, en la oscuridad, respondiendo con un llanto al eco de su propio llanto.

La puerta se abrió de pronto chillando y era pleno día; la luz del sol cayó como un cuchillo en los ojos, brillante y terrible. Me incorporé tambaleándome detrás de los otros y empecé a seguirlos mecánicamente cuando oí que decían mi nombre. No lo había reconocido; ese orgota ante todo pronunciaba la L Luego de abrirse la puerta, alguien había estado llamándome a intervalos.

—Por aquí, por favor, señor Ai —dijo una persona vestida de rojo, y que parecía tener prisa, y yo dejé de ser un refugiado. Me separaron de aquellas criaturas anónimas con quienes yo había huido por un camino oscuro y cuya falta de identidad había compartido en un sitio oscuro, toda la noche. Me dieron un nombre, fui conocido y reconocido. Me sentí de veras aliviado. Seguí de buen ánimo a mi guía.

En la oficina del centro comensal local todo estaba alborotado y revuelto, pero tuvieron tiempo de ocuparse de mí y me pidieron disculpas por las incomodidades de la noche anterior. —¡Si al menos no se le hubiese ocurrido entrar por la comensalidad de Siuvensin! —se lamentó un inspector gordo —. ¡Si hubiese tomado usted los caminos de costumbre! —No sabían quién era yo o por qué estaba allí, y esta obvia ignorancia no cambiaba nada. Genly Ai, el Enviado, tenía que ser tratado como persona distinguida. Lo fue. A media tarde yo ya estaba camino de Mishnori en un coche que el centro comensal de Homsvashom del Este había puesto a mi disposición. Yo tenía ahora un nuevo pasaporte, y un bono gratuito para todas las casas de tránsito del camino, y una invitación telegrafiada para visitar en Mishnori la residencia del primer comisionado comensal del distrito de Vías de Entrada y Puertos, el señor Ud Shusgis.

La radio se encendía junto con el motor y funcionaba con el movimiento del coche, de modo que toda la tarde, cruzando los vastos campos de cereales de Orgoreyn del Este, campos sin vallas (pues no hay allí ganado) y atravesados por arroyos, escuché la voz de la radio.

Me habló de las condiciones del tiempo, las cosechas, el estado de los caminos; me aconsejó que manejara el coche con cuidado, me dio variadas noticias de los treinta y tres distritos, la producción de varias fábricas, el movimiento naviero en puertos de mar y río; luego el aparato cantó unas canciones yomesh, y luego me habló otra vez del tiempo. Todo era muy apacible, comparado con las vociferaciones que yo había oído en la radio de Erhenrang. En ningún momento se mencionó el asalto a Siuvensin; era evidente que el gobierno orgota no quería excitar sino apaciguar. Un breve boletín oficial que repetían de cuando en cuando sólo mencionaba que se mantenía y se mantendría el orden en las fronteras de occidente.

Me agradó; era tranquilizador y nada provocativo, y tenía la serena firmeza que yo había admirado siempre en los guedenianos: se mantendría el orden… Yo estaba contento ahora de estar fuera de Karhide, un país incoherente arrastrado a la violencia por la voluntad de un rey preñado y paranoico y un regente egomaníaco. Me alegró estar manejando serenamente un coche, a cuarenta kilómetros por hora, a través de esas vastas praderas trabajadas con el arado, bajo un inimitable cielo gris, hacia una capital donde se hablaba de orden.

Había muchas señales en el camino (al contrario de los caminos de Karhide donde hay que adivinar la dirección o preguntársela a alguien) y con noticias sobre la próxima parada obligatoria en el puesto de inspección del área o región comensal tal y tal; en esas aduanas internas había que mostrar los papeles de identidad y registrar el paso. Mis papeles eran siempre válidos, y me despedían cortésmente con un ademán luego de unos pocos instantes, y me señalaban cortésmente la distancia a que se encontraba la próxima casa de tránsito, si yo deseaba comer o dormir. A cuarenta kilómetros por hora el viaje de Cascada del Norte a Mishnori se alargaba de veras, y pasé dos noches en el camino. La comida en las casas de tránsito era abundante aunque insípida; el albergue decente, y sólo faltaba un poco de intimidad; proporcionada por otra parte por la reticencia de mis compañeros de viaje. No llegué a tratar a nadie ni tuve una verdadera charla en esas paradas, aunque lo intenté varias veces. Los orgotas no parecían gente antipática, pero eran abúlicos, incoloros, tranquilos, sumisos. Me gustaron. Yo acababa de tener dos años colmados de color, cóleras y pasiones en Karhide. Un cambio era aconsejable.

Siguiendo la orilla occidental del caudaloso Kunderer, a la tercera mañana llegué a Mishnori, la mayor ciudad de ese mundo.

A la débil luz del sol, que asomaba entre lloviznas de otoño, era una ciudad extraña: muros de piedra desnuda y unos pocos ventanucos estrechos siempre demasiado altos, calles anchas que empequeñecían a las gentes, lámparas de calle sobre postes de una altura excesiva; techos de dos aguas, empinados, como manos en oración; aleros que salían de las paredes a seis metros del suelo, como estanterías inútiles: una ciudad desproporcionada, grotesca, a la luz del sol. No la habían construido para la luz del sol, la habían construido para el invierno. En invierno, con tres metros de nieve dura en la calle, los techos empinados bordeados de carámbanos, los trineos estacionados bajo los aleros protectores, las ventanas estrechas que brillaban con una luz amarilla en la cellisca, era posible apreciar las justas proporciones de la ciudad, económica, hermosa.

Mishnori era más limpia, extensa y clara que Erhenrang, más abierta e imponente. Unos edificios de piedra blanco amarillenta dominaban la ciudad; eran simples y uniformes, y albergaban las oficinas y servicios del gobierno comensal y asimismo los templos mayores del culto yemesh, promulgado por la Comensalía. No había allí alborotos o contorsiones, ni la impresión de estar siempre a la sombra de algo elevado y tenebroso, como en Erhenrang: todo era sencillo, bien concebido, y ordenado. Me sentí como si hubiera dejado atrás una edad oscura, y deseé no haber perdido dos años en Karhide. Orgoreyn, ahora, parecía un país listo ya para entrar en la Edad Ecuménica.

Recorrí un rato la ciudad, y luego devolví el coche a la oficina regional apropiada y seguí a pie hasta la residencia del primer comisionado comensal del distrito de Vías de Entrada y Puertos. Nunca había sabido bien si la invitación era un pedido o una orden cortés. Nusud. Yo había llegado a Orgoreyn para hablar en nombre de los ecúmenos, y tanto valía estar aquí como en cualquier otra parte.

Las ideas que yo tenía acerca de la flema y la ecuanimidad de los orgotas me las estropeó bastante el comisionado Shusgis, quien se me acercó sonriendo y gritando, me tomó las dos manos en un ademán que los karhíderos reservan para los momentos de intensa emoción personal, me sacudió los brazos hacia arriba y abajo como si tratara de provocar la aparición de una chispa que me encendiera el motor, y aulló una bienvenida al Embajador del Ecumen de los Mundos Conocidos al planeta Gueden.

Esto fue una sorpresa, pues ninguno de los doce o catorce inspectores que habían estudiado mis papeles mostró alguna vez señal de haber reconocido mi nombre o los términos Enviado o Ecumen, que habían sido al menos vagamente familiares para casi todos los karhíderos. Decidí que Karhide había impedido de algún modo que se me mencionara en las estaciones de radio orgotas, guardándome como un secreto nacional.

—No embajador, señor Shusgis. Sólo un enviado.

—Futuro embajador, entonces. ¡Sí, por Meshe! —Shusgis, un hombre sólido, de sonrisa perenne, me miró de arriba abajo y rió de nuevo. —¡No es usted como yo esperaba, señor Ai! Nada parecido. Alto como un farol, me dijeron, delgado como un conductor de trineos, negro como el hollín, y de ojos oblicuos. Un ogro de los hielos yo esperaba, ¡un monstruo! Nada de eso. Sólo que es usted más oscuro que la mayoría de nosotros.

—Color de tierra —dije.

—¿Y estaba usted en Siuvensin la noche del saqueo? Por los pechos de Meshe, en qué mundo vivimos. Podían haberlo matado a usted cruzando el puente del Ey, luego de haber cruzado todo el espacio hasta aquí. ¡Bueno, bueno! Ya está entre nosotros y hay mucha gente que quiere verlo, y oírlo, y darle al fin la bienvenida a Orgoreyn.

Shusgis me instaló en seguida, sin discusiones, en unos cuartos de la casa. Oficial de rango y hombre pudiente, vivía en un estilo desconocido en Karhide, aún entre los señores de los grandes dominios. La casa de Shusgis era toda una isla, que albergaba a más de cien empleados, sirvientes, domésticos, secretarios, consejeros, técnicos, etcétera, pero ningún familiar, ningún pariente. El sistema de extensos clanes de familia, de hogares y dominios, todavía vagamente discernible en la estructura comensal, había sido «nacionalizado» cientos de años atrás en Orgoreyn. Ningún niño de más de un año vive con padres o parientes: todos se crían en los hogares de la comensalía. No hay bienes por nacimiento. Las donaciones privadas son ilegales: un hombre al morir deja su fortuna al Estado. Todos comienzan igual. Pero obviamente no continúan como iguales. Shusgis era rico, y liberal con sus riquezas. Había lujos en mis habitaciones que yo no hubiese creído posibles en Invierno: por ejemplo, una ducha, y un calefactor eléctrico, además de la chimenea bien provista. Shusgis rió: —No deje que el Enviado pase frío, me dijeron; viene de un mundo caliente, un mundo de horno, y no puede tolerar el frío de aquí. Trátelo como si estuviese preñado. Póngale pieles en la cama y estufas en el cuarto, caliéntele el agua del baño, y tenga las ventanas cerradas. ¿Le parece bien? ¿Se sentirá usted cómodo? Por favor dígame qué otra cosa quiere.

¡Cómodo! Nadie en Karhide me había preguntado alguna vez, en ninguna circunstancia, si yo me sentía cómodo.

—Señor Shusgis —dije emocionado —. Me siento perfectamente en casa.

No estuvo satisfecho hasta conseguir otra piel de pesdri para la cama, y más leños para la chimenea.

—Sé cómo es —dijo —. Cuando yo esperaba un niño nunca alcanzaba a calentarme del todo: tenía los pies siempre fríos, me pasé el invierno sentado junto al fuego. Hace mucho, por supuesto, pero lo recuerdo bien. —Los guedenianos son casi siempre padres jóvenes; la mayoría, luego de los veinticuatro años, usa anticonceptivos, y deja de ser fértil, en la fase femenina, alrededor de los cuarenta. Shusgis había entrado en la cincuentena, de ahí su «hace mucho, por supuesto», y parecía difícil imaginarlo como joven madre. Era un político jovial, astuto y duro cuyos actos de bondad servían a lo que más le interesaba: él mismo.

El tipo de Shusgis es panhumano. Lo he encontrado en la Tierra, y en Hain, y en Ollul. Espero encontrarlo también en el infierno.

—Está usted bien informado de mis gustos y mi aspecto, señor Shusgis. Me envanece usted. No pensé que mi reputación me hubiese precedido.

—No —dijo Shusgis entendiéndome perfectamente —; hasta hace poco lo tuvieron a usted escondido bajo la nieve, allí en Erhenrang, ¿eh? Pero lo dejaron ir, lo dejaron ir. Y entonces entendimos, aquí, que usted no era otro de esos karhíderos lunáticos, sino la cosa real.

—No creo seguirlo del todo.

—Bien, Argaven y los suyos le tenían miedo, señor Ai. Le tenían miedo a usted y les alegraba verle a usted la espalda. Miedo de que si no lo trataban a usted adecuadamente, o lo hacían callar, podría haber un contragolpe. ¡Saqueadores del espacio exterior! Así que no se atrevieron a tocarlo. Y trataron de que no se lo oyera a usted. Porque le tienen miedo, a usted y a lo que puede traerle a Gueden.

El hombre exageraba. Yo no había dejado de aparecer en las noticias de Karhide, por lo menos mientras Estraven estaba en el poder. Pero yo ya había tenido antes la impresión de que por algún motivo no se había hablado mucho de mí en Orgoreyn, y Shusgis confirmaba esas sospechas.

—¿Entonces no teme usted lo que traigo a Gueden?

—¡No, no nosotros, señor!

—Yo sí, a veces.

Shusgis decidió que la mejor respuesta era una carcajada jovial. No juzgo mis palabras. No soy un vendedor. No estoy vendiendo progreso a los aborígenes. Hemos de encontrarnos como iguales, con una comprensión y un candor compartidos, antes que mi misión pueda siquiera empezar.

—Señor Ai, hay mucha gente que desea conocerlo, y algunos de ellos son los que usted deseaba ver aquí, la gente que produce resultados. Solicité el honor de recibirlo porque mi casa es amplia y porque me conocen bien como una especie de personaje neutral, no un dominador ni un mercader público y sólo un simple comisionado que hace su trabajo y no dejará de decirle lo que usted quiera saber a propósito de los dueños de casa. —Rió. —Pero esto significa que tendrá que acompañarnos a comer muy a menudo, si no le importa.

—Estoy a su disposición, señor Shusgis.

—Entonces esta noche habrá una pequeña cena con Vanake Siose.

—Comensal por Kuvera, distrito tercero, ¿no es así?

—Por supuesto yo había husmeado un poco antes de venir a Orgoreyn. Shusgis hizo una alharaca a propósito de mi condescendencia, que me había permitido aprender algo sobre el país.

Las maneras eran aquí bastante distintas de las de Karhide; allí, el alboroto de Shusgis hubiese degradado su propio shifgredor, o hubiese insultado el mío. No estaba seguro, pero la alternativa habría sido casi ineludible.

Necesitaba ropas adecuadas para una cena, habiendo perdido mi buen traje de Erhenrang en el asalto a Siuvensin, de modo que esa tarde tomé un taxi al centro de la ciudad y me compré un atuendo orgota. Abrigo y camisa eran parecidos a los de Karhide, pero en vez de pantalones ajustados para el verano llevaban el año entero unas polainas altas hasta los muslos, abultadas e incómodas; los colores eran azules y rojos chillones, y la tela y el corte y confección un poco burdos. Un trabajo producido en serie. Estas ropas me ayudaron a descubrir lo que faltaba en esta maciza e imponente ciudad: elegancia. La elegancia es un precio bajo si hay que pagarlo en favor de la ilustración, y yo estaba dispuesto a pagarlo. Regresé a la casa de Shusgis y me pasé un buen rato en el baño de ducha caliente, que brotaba a la vez de todos lados como una niebla de agujas. Recordé las frías bañeras de latón de Karhide del Este en las que yo había dado diente con diente en el verano último, y la palangana de bordes escarchados de mi habitación en Erhenrang. ¿Era eso elegancia? Que viva la comodidad. Me puse los llamativos atavíos rojos, y fui con Shusgis a la cena en un coche privado con chofer. Hay más sirvientes, más servicios en Orgoreyn que en Karhide. Esto se explica porque todos los orgotas son empleados del Estado; el Estado tiene la obligación de proporcionar empleo a todos los ciudadanos y así lo hace. Esta, al menos, es la explicación aceptada, aunque como la mayoría de las explicaciones económicas parece, a veces, a cierta luz, que omitiera el punto principal.

En la sala blanca de recepción del comensal Slose, alta, ardientemente iluminada, había veinte o treinta invitados, tres de ellos comensales y todos notables de una u otra especie; algo más que un grupo de orgotas empujados por la curiosidad de ver al «extraño». Yo no era aquí una rareza, como lo había sido todo un año en Karhide, ni un monstruo, ni un misterio. Yo era ahora, parecía, una llave.

¿Qué puerta podía abrirles? Algunos de ellos tenían una cierta idea, esos políticos y oficiales que me daban la bienvenida tan efusivamente, pero no yo.

No lo descubriría durante la cena. En todo Invierno, aun en las tierras heladas y bárbaras de Perunter, se piensa que hablar de negocios en las comidas es de una vulgaridad execrable. Sirvieron en seguida la sopa, y posponiendo mis preguntas presté atención a la famosa sopa de pescado y a los otros huéspedes. Slose era un hombre frágil, aniñado, de ojos muy claros y brillantes, y una voz apagada e intensa: parecía un idealista, un alma dedicada. Me gustó de algún modo, pero me pregunté a qué estaría dedicado en verdad. A mi izquierda se sentaba otro comensal, un hombre carigordo llamado Obsle. Era tosco, cordial, e inquisitivo. Al tercer sorbo de sopa ya estaba preguntándome qué demonios era eso de que yo había nacido en otro mundo; cómo era allí, más caluroso que en Gueden, todos decían, caluroso hasta qué punto.

—Bueno, en la Tierra, en esta misma latitud nunca nieva.

—Nunca nieva. ¿Nunca nieva? —Obsle rió de veras como ríe un niño ante una buena mentira, animando a próximos combates.

—Lo más parecido en la Tierra a las zonas habitables de ustedes son las regiones subárticas. Estamos más distanciados que ustedes de la última edad glacial, pero no completamente fuera. En lo fundamental Terra y Gueden son mundos muy parecidos; como todos los mundos habitables. El hombre se desarrolló sólo en un estrecho espectro de ambientes. Gueden es uno de los extremos…

—¿Entonces hay mundos más calurosos que el nuestro?

—La mayoría. Algunos son calientes; Gde, por ejemplo. Es principalmente un desierto de arena y piedra. Era un mundo templado al principio, y una civilización exploradora arruinó el equilibrio natural hace cincuenta o sesenta mil años, quemando bosques como leña, por así decir. Todavía hay gente allí, pero se parece, si he entendido el texto, a la idea yomesh del sitio destinado a los ladrones después de la muerte.

Esto arrancó una mueca de aprobación a Obsle, una sonrisa que me hizo revisar de pronto mi estimación de este hombre.

—Algunos subcultistas opinan que esas circunstancias de más allá de la vida son reales, y están físicamente situadas en otros mundos, otros planetas del universo. ¿Se ha encontrado usted alguna vez con una idea semejante, señor Ai?

—No. Han hablado de mí de muchos modos, pero nunca como un fantasma. —Mientras hablaba miré casualmente a mi derecha, y cuando dije «fantasma» vi uno. Oscuro, con ropas oscuras, estaba sentado junto a mi, el espectro de la fiesta.

La atención de Obsle se había vuelto a su otro vecino, y la mayoría escuchaba ahora a Slose, a la cabecera de la mesa. Dije en voz baja:

—No esperaba verlo aquí, Señor Estraven.

—Lo inesperado es lo que hace posible la vida —dijo Estraven.

—Me encomendaron algo para usted.

Estraven me miró, esperando.

—Se trata de dinero, dinero para usted. Fored rem ir Osbod lo manda. Lo tengo conmigo en la casa de Shusgis. Veré de enviárselo.

—Muy amable de su parte, señor Ai.

Estraven me pareció tranquilo, sumiso, reducido: un exiliado que se consume en tierra extraña. No mostró ningún deseo de hablar conmigo, y a mí me alegró no hablarle. No obstante, de cuando en cuando, durante aquella cena ruidosa, pesada, y larga, aunque toda mi atención estaba vuelta a los orgotas, poderosos y complicados, que pretendían favorecerme o utilizarme, tuve siempre conciencia de la proximidad de Estraven, de su silencio, de su rostro oscuro y apartado. Y se me ocurrió, aunque rechacé esta idea como infundada, que yo había venido a Mishnori a comer pez negro junto con los comensales por mi propia voluntad, y que tampoco ellos me habían traído aquí. Me había traído Estraven.

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