18. En el Hielo

A veces, mientras me quedo dormido en una habitación oscura y tranquila, el pasado viene a mí de pronto como una preciada ilusión. La pared de la tienda se levanta sobre mi cara, no visible pero audible, un plano inclinado de débiles sonidos: los mismos de la nieve en el viento. No se ve nada. La luz de la estufa chabe está apagada ahora, y funciona sólo como una esfera de calor, un corazón cálido. La débil humedad y los limites cerrados de un saco de dormir; el sonido de la nieve; una respiración que se oye apenas: Estraven dormido; oscuridad. Nada más. Estamos dentro, los dos, protegidos, descansando, en el centro de todas las cosas. Afuera, como siempre, se extiende la oscuridad, el frío, la soledad de la muerte.

En esos afortunados momentos en que me estoy durmiendo conozco más allá de toda duda cual es el centro de mi vida, ese tiempo del pasado que se ha perdido, y que sin embargo es permanente, el instante que persiste, el corazón cálido.

No trato de decir que fui feliz en esas semanas en que arrastramos el trineo por una capa de hielo, en pleno invierno. Yo tenía hambre, y me sentía agotado, y ansioso a menudo y todo empeoraba con el paso de los días. No era feliz entonces. La felicidad depende de algún modo de la razón, y sólo se gana con el auxilio de la razón. Lo que se me dio entonces fue eso que no se gana y no se conserva, y a veces ni siquiera se reconoce en el momento: alegría.

Siempre me despertaba primero, a veces antes del alba. Mi índice metabólico está un poco por encima del término medio guedeniano, como mi estatura y mi peso. Estraven tuvo en cuenta estas diferencias cuando distribuyó las raciones con esa escrupulosidad suya, propia tanto de un ama de casa como de un hombre de ciencia. Recibí desde el principio unos cincuenta gramos diarios más de comida. Protestas de injusticia de nada valían ante la obvia justicia de la división desigual. De cualquier modo, la ración era pequeña. Yo tenía hambre, hambre constante, hambre diaria. Me despertaba el hambre.

Si era todavía de noche yo encendía la luz de la estufa chabe, y ponía al fuego un trozo de hielo —ahora derretido —que habíamos traído la noche anterior. Estraven, mientras tanto, estaba trabado, lo mismo que otras noches, en una fiera y silenciosa lucha con el sueño, como si disputara con un ángel. Triunfador al fin, se sentaba, me miraba de un modo vago, sacudía la cabeza, y despertaba. Por el tiempo en que terminábamos de vestirnos, y ya enrollados los sacos de dormir, el desayuno estaba listo: un tazón de orsh caliente, y un cubo de guichi michi que había aumentado de tamaño en el agua caliente y era ahora un bollo pastoso. Masticábamos lenta, solemnemente, recogiendo todas las migas caídas. La estufa se enfriaba mientras comíamos. La empacábamos en seguida junto con la olla y los tazones, nos echábamos encima los abrigos con capucha, nos poníamos los guantes, y nos arrastrábamos al aire libre. El frío era allí perpetuo, y me sorprendía todas las mañanas. Si uno ya había estado afuera a aliviar el cuerpo, la segunda salida era todavía más dura.

A veces nevaba; a veces la prolongada luz de las primeras horas del día, dorada y azul, se extendía sobre kilómetros de hielo; casi siempre el cielo era gris.

A la noche llevábamos el termómetro con nosotros al interior de la tienda, y cuando lo sacábamos afuera era interesante ver la aguja que se movía bruscamente hacia la izquierda (los tableros indicadores guedenianos se leen en sentido contrario a las agujas del reloj) registrando una rápida caída de cinco, diez, veinticinco grados hasta que se detenía en algún punto entre veinte y cincuenta bajo cero.

Uno de nosotros recogía la tienda y la doblaba mientras el otro cargaba la estufa, los sacos y demás en el trineo. Cubríamos todo con la tienda y estábamos ya listos para los patines y los arneses. En las correas y abrazaderas había pocas partes de metal, pero los arreos tenían broches de una aleación de aluminio, demasiado pequeños para cerrarlos con los guantes puestos, y que ardían en aquel frío como si estuviesen al rojo blanco. Yo tenía que cuidarme los dedos cuando la temperatura descendía a los veinte grados bajo cero, especialmente si había viento, pues podían congelárseme con extraordinaria rapidez. Los pies no me molestaban nunca, y esto era de mucha importancia en un viaje de invierno donde una exposición de una hora podía, al fin y al cabo, lisiarlo a uno durante una semana o para toda la vida. Estraven había tenido que adivinar mi medida y los zapatos para la nieve que me había conseguido eran un poco grandes, pero un par extra de calcetines resolvía la diferencia. Nos poníamos los esquíes, nos metíamos en los arneses lo más rápido posible, sacudíamos y limpiábamos el trineo si los patines se habían helado, y partíamos.

En las mañanas luego de una nevada pesada teníamos que pasar un tiempo mientras excavábamos alrededor de la tienda y el trineo antes de salir. La nieve nueva no era demasiado dura, aunque se amontonaba en lomas alrededor, y, al fin de cuentas, el único impedimento que encontrábamos en cientos de kilómetros, lo único que sobresalía del hielo.

Íbamos hacia el este guiándonos por la brújula. La dirección habitual del viento era norte—sur, alejándose del glaciar. Día tras día el viento soplaba desde la izquierda. La capucha no me bastaba para ampararme de ese viento, y llevaba una máscara para protegerme la nariz y la mejilla izquierda. Aun así el párpado izquierdo se me heló un día, y yo creí que había perdido el ojo. Aun cuando Estraven alcanzó a abrírmelo con la lengua y el aliento, no pude ver un rato, y era probable que se me hubiese helado algo más que las pestañas. A la luz del sol los dos usábamos los protectores de ranuras guedenianos, y la nieve no nos enceguecía. No teníamos en verdad muchas oportunidades. El hielo, como Estraven había dicho, tiende a mantener una presión alta sobre el área central, donde miles de kilómetros cuadrados de blanco reflejan la luz del sol. No estábamos en esa zona central, sin embargo, sino en los márgenes, entre el centro y la región de turbulencias, desviadas tormentas de lluvia que asolaban continuamente las regiones subglaciales. Luego de un viento del norte los días eran despejados y brillantes, pero los del noroeste o noreste traían nieve o alzaban la nieve caída y seca en nubes enceguecedoras y corrosivas como arena o polvo, o reduciéndose casi a nada se arrastraba en estelas sinuosas a lo largo de la superficie, dejando el cielo blanco, el aire blanco, el sol invisible, ninguna sombra; y la nieve misma, el Hielo, desaparecía.

Alrededor del mediodía nos deteníamos, y cortábamos y amontonábamos unos pocos bloques de hielo que nos amparaban contra el viento. Calentábamos agua para mojar un cubo de guichi michi, y bebíamos el agua caliente, a veces con un poco de azúcar; nos poníamos de nuevo los arneses, y continuábamos la marcha.

Pocas veces hablábamos durante la marcha o en el almuerzo, pues se nos habían paspado los labios, y cuando uno abría la boca, el frío entraba lastimando los dientes, la garganta y los pulmones; era necesario mantener la boca cerrada y respirar por la nariz, por lo menos cuando el aire estaba a cuarenta o cincuenta grados bajo cero. En temperaturas menores todo el proceso de la respiración se complicaba todavía más por la rapidez con que se nos congelaba el aliento; si no teníamos cuidado el hielo nos cerraba las narices, y luego, para no sofocarnos, aspirábamos una bocanada de cuchillos.

En ciertas condiciones el aliento se helaba instantáneamente con un levísimo crujido, como fuegos de artificio distantes, y una lluvia de cristales: cada aliento una tormenta de nieve.

Tirábamos del trineo hasta que estábamos cansados o empezaba o oscurecer; nos deteníamos, levantábamos la tienda, estacábamos el trineo si había amenaza de huracán, y nos instalábamos para la noche. En un día común arrastrábamos el trineo entre once y doce horas, y recorríamos entre dieciocho y treinta kilómetros.

No parece un buen promedio, pero las condiciones eran un poco adversas. La capa de nieve no era siempre la más adecuada para los esquíes o los patines. Cuando era liviana y reciente el trineo se atascaba a menudo; cuando se había endurecido en parte, el trineo se adhería bien, pero no nosotros en los esquíes, y parecía como si algo nos empujara continuamente hacia atrás, con una sacudida; y cuando la nieve era dura se amontonaba a menudo en ondas sastrugi, según la dirección del viento, y que en algunos casos llegaban a un metro de altura. Teníamos que empujar el trineo por encima de cada uno de estos bordes acuchillados, o cornisas fantásticas; resbalar luego hacia abajo, y trepar de nuevo, pues estas ondas nunca corrían en la dirección de nuestro curso. Yo había imaginado que la meseta de hielo de Gobrin era una suerte de sabana, como un estanque helado, pero había allí cientos de kilómetros que se parecían más a un mar alborotado por la tormenta, helado de pronto. El problema de instalar el campamento, asegurarlo todo, sacarse la nieve pegada a la ropa, era exasperante. A veces no parecía que valiese la pena. Era tan tarde, hacia tanto frío, nos sentíamos tan cansados, que hubiese sido mucho más fácil acostarse en un saco de dormir junto al trineo y no preocuparse por la tienda. Recuerdo qué evidente me parecía esto en ciertas noches, y la amargura de mi resentimiento cuando Estraven se me imponía con una metódica, tiránica insistencia para que hiciésemos todo cabal y completamente. Yo lo odiaba entonces, con un odio que nacía directamente de la muerte que acechaba en mi interior. Yo odiaba las exigencias obstinadas, intrincadas, duras, que me planteaba Estraven en nombre de la vida.

Cuando habíamos concluido todo esto, entrábamos en la tienda, y casi en seguida el calor de la estufa chabe podía sentirse como un ambiente acogedor y protector. Algo maravilloso nos envolvía entonces: calor. La muerte y el frío estaban en otra parte, afuera. El odio quedaba afuera también, Comíamos y bebíamos. Cuando el frío era extremo, aun el excelente aislamiento de la tienda no alcanzaba a mantenerlo fuera, y nos tendíamos en nuestros sacos tan cerca de la estufa como era posible. En la superficie interior de la tienda aparecía una piel de escarcha. Abrir la puerta válvula era dejar entrar una ráfaga de frío que se condensaba instantáneamente, llenando la tienda con un torbellino neblinoso de nieve fría. Cuando la tormenta arreciaba, agujas de hielo entraban por los protegidos orificios de ventilación, y un polvo impalpable oscurecía el aire. En esas noches el ruido del huracán era increíble, y no podíamos conversar si no gritábamos con las cabezas juntas. Había también noches de calma, de una quietud que parecía propia del tiempo en que las estrellas empezaron a formarse, o luego del acabamiento de todo.

Cenábamos y antes de una hora Estraven bajaba la estufa, si era posible, y cerraba la emisión de luz. Mientras, murmuraba una breve y hermosa invocación, las únicas palabras rituales que yo haya aprendido de los handdaras: —Alabadas sean la oscuridad y la creación inconclusa —decía, y la oscuridad era. Dormíamos. En la mañana había que hacerlo todo de nuevo.

Así ocurrió durante cincuenta días.

Estraven llevaba un diario, aunque durante las semanas en el Hielo escribía raramente algo más que una nota sobre el tiempo y la distancia que habíamos recorrido en el día. Entre estas notas hay referencias ocasionales a sus propios pensamientos o a algunas de nuestras conversaciones, pero ni una palabra a propósito de las conversaciones más profundas que tuvimos después de la cena y antes de dormir muchas noches del primer mes en el hielo, cuando todavía nos quedaba energía para hablar, y en los días en que una tormenta nos ataba a la tienda. Le dije una vez a Estraven que yo no era una criatura aborrecible pero tampoco deseada, recurriendo a un estilo paraverbal en aquel planeta no—aliado, y le pedí que no hablara con los demás de lo que sabía ahora de mí, por lo menos hasta que yo pudiera discutir los últimos acontecimientos con la gente de la nave. Estraven asintió, y mantuvo su palabra. Nunca dijo o escribió nada sobre nuestras silenciosas conversaciones.

El lenguaje de la mente era lo único que yo podía darle a Estraven como don de mi civilización, esa realidad extraña que a él tanto le interesaba. Yo podía hablar y describir interminablemente, y en verdad no tenía otra cosa que dar, y aun era posible que no hubiera nada más importante entre lo que podíamos darles a las gentes de Invierno. Pero no puedo decir que yo haya infringido la ley del embargo cultural por gratitud a Estraven. No estaba pagándole ninguna deuda. Esas deudas no se pagan. Ocurría que Estraven y yo habíamos llegado al punto en que compartíamos cualquier cosa que valiera la pena compartir.

Supongo que un día se descubrirá que el contacto sexual es posible entre los guedenianos de doble sexo y los hainis humanos normales de sexos divididos, aunque ese contacto será necesariamente estéril. Habrá que probarlo. Estraven y yo no probamos nada excepto quizá un punto bastante sutil. Lo más cerca que estuvimos de una crisis en relación con nuestros deseos sexuales ocurrió en una de las primeras noches, nuestra segunda noche en el Hielo. Habíamos pasado todo el día luchando y retrocediendo en el área atravesada de cortes y hendeduras al este de las Tierras del Fuego. Estábamos cansados aquella noche, pero animosos, convencidos de que pronto encontraríamos un curso adecuado. Pero luego de cenar Estraven fue mostrándose más y más taciturno, y cortó en seco mi charla. Dije al fin luego de un rechazo directo: —Har, he dicho algo equivocado otra vez, por favor, explícamelo.

Estraven callaba.

—He cometido algún error de shifgredor. Lo siento. No termino de aprender. Ni siquiera he entendido realmente el significado de la palabra.

—¿Shifgredor? Viene de un viejo vocablo que significaba sombra.

Estuvimos en silencio un rato, y al fin Estraven me miró con una mirada amable, directa. A la luz rojiza de la estufa la cara de Estraven me pareció tan blanda, vulnerable y remota como la cara de una mujer que está mirándolo a uno sumida en sus pensamientos, y sin hablar.

Y entonces vi de nuevo, y para siempre, lo que siempre había temido ver, y que siempre había evitado ver: que él era una mujer tanto como un hombre. Toda necesidad de explicarse los orígenes de ese miedo desapareció con el miedo mismo; y al fin no quedó en mí otra cosa que haber aceptado a Estraven tal como era. Hasta entonces yo lo había rechazado, había rehusado reconocerlo. Estraven había tenido mucha razón cuando dijo que él, la única persona de Gueden que había confiado en mí, era el único guedeniano de quien yo desconfiaba. Pues él era el único que me había aceptado del todo como ser humano; a quien yo le había agradado como persona y me había sido leal, y que por lo mismo había esperado de mi un grado semejante de reconocimiento, de aceptación. Yo me había resistido, y había tenido miedo. Yo no quería dar mi confianza y mi amistad a un hombre que era una mujer, a una mujer que era un hombre.

Estraven me explicó, tiesa y sencillamente, que estaba en kémmer, y que había estado tratando de evitarme aunque era difícil.

—No he de tocarte —dijo con mucho esfuerzo, y en seguida apartó los ojos.

Yo dije: —Entiendo. Estoy en todo de acuerdo.

Pues me parecía, y creo que a él también, que de esa tensión sexual que había entre nosotros, admitida y entendida ahora, aunque no por eso aliviada, de esa tensión nacía la notable y repentina seguridad de que éramos amigos; una amistad que los dos necesitábamos tanto en nuestro exilio, y ya tan probada en los días y noches de aquel duro viaje, y que también, tanto ahora como después, podía llamarse amor. Pero ese amor venia de la diferencia entre nosotros, no de las afinidades y semejanzas, y esto era un puente en verdad, el único puente tendido sobre lo que tanto nos separaba. Para nosotros el contacto sexual hubiese sido encontrarnos de nuevo como extraños. Nos habíamos tocado del único modo posible. No fuimos más allá. No sé si teníamos razón.

Hablamos algo más aquella noche, y recuerdo que me costó mucho contestar de un modo coherente cuando Estraven me preguntó cómo eran las mujeres. Nos sentimos bastante tiesos y precavidos uno con el otro en el próximo par de días. Un amor profundo entre dos personas incluye, al fin y al cabo, el poder y la posibilidad de causar un daño profundo. Nunca se me hubiese ocurrido antes de esa noche que yo pudiera lastimar a Estraven.

Ahora que las barreras estaban bajas, las limitaciones, en mis términos, de nuestra conversación y comprensión, me parecían intolerables. Muy pronto, dos o tres noches después, le dije a mí compañero cuando terminábamos de devorar un festín especial, potaje azucarado de kadik, en celebración de una jornada de treinta y tres kilómetros: —La primavera última, aquella noche en la Esquina Roja, me dijiste que te gustaría saber más de la lengua paraverbal.

—Si, recuerdo.

—¿Quieres que veamos si puedo enseñarte a hablar esa lengua?

Estraven rió. —Quieres sorprenderme mintiendo.

—Si me mentiste alguna vez, fue hace mucho tiempo, y en otro país.

Estraven era una persona sincera, pero pocas veces se expresaba de modo directo. Lo que yo le decía ahora le pareció divertido y comentó: —En otro país te diría otras mentiras. Pero yo pensaba que estaba prohibido enseñar tu ciencia a… nativos, hasta que nos unamos a los ecúmenos.

—No prohibido. No se ha hecho. Yo lo haré, sin embargo, si quieres. Y si puedo. No soy seductor.

—¿Hay maestros especiales de ese arte?

—Si. No en Alterra, donde la sensibilidad natural es muy alta, y, dicen, las madres les hablan mentalmente a los niños que llevan en el vientre. No sé qué contestan los niños. Pero a la mayoría tienen que enseñarnos, como si fuese una lengua extranjera. O mejor como si fuese nuestra lengua nativa, y la aprendiéramos muy tarde.

Creo que Estraven entendió el motivo de mi ofrecimiento, deseaba de veras aprender, y decidimos empezar enseguida. Recordé todo lo que pude de cómo me habían educido, a los doce años.

Le dije que se vaciara la mente, que la dejara a oscuras. Lo hizo sin duda de un modo más rápido y completo que yo al principio; al fin y al cabo Estraven era un adepto de los handdaras. En seguida le hablé mentalmente con toda la claridad posible. Sin resultado. Probamos de nuevo. Como no es posible hablar así sin haber recibido antes el mensaje del otro, hasta que una nítida recepción haya sensibilizado la potencialidad telepática, primero yo tenía que llegar a él. Traté durante media hora, hasta que se me fatigó el cerebro. Estraven parecía abatido: —Pensé que no me seria difícil —confesó. Los dos nos sentíamos cansados, y esa noche no lo intentamos más.

Los esfuerzos que siguieron tampoco tuvieron éxito. Traté de enviarle una frase mientras él dormía, recordando que mi eductor me había hablado una vez de los mensajes que se recibían durante el sueño entre los pueblos pretelepáticos, pero no resultó.

—Quizá a mi especie le falte esa capacidad —me dijo Estraven. —Ha habido bastantes rumores y señales como para que se les diese nombre, pero no sé de ningún caso probado de telepatía entre nosotros.

—Así ocurrió con mi pueblo durante miles de años. Unos pocos sensitivos naturales, que no comprendían su propio don, y sin nadie alrededor que enviara o recibiera. Todo el resto latente, si llegaban a eso. Como te dije excepto en el caso de un sensitivo innato, la capacidad, aunque tiene una base fisiológica, es psicológica, un producto de la cultura, un efecto lateral del empleo de la mente. Los niños pequeños, los defectuosos, los miembros de sociedades no desarrolladas o regresivas no pueden hablar de este modo. La mente tiene que haber alcanzado ante todo un cierto grado de complejidad. No es posible sacar aminoácidos de átomos de hidrógeno; antes todo tiene que hacerse más complejo; la misma situación. El pensamiento abstracto, las distintas interacciones sociales, los intrincados ajustes culturales tienen que llegar a un cierto nivel antes que sean posibles las conexiones, antes que sea posible llegar de algún modo a las potencialidades.

—Quizá los guedenianos no han alcanzado ese nivel.

—Están muy por encima. Pero la suerte cuenta también. Como en la creación de aminoácidos… O buscando analogías, pero que ayudan a entender, piensa en el desarrollo del método científico, por ejemplo en el empleo de técnicas experimentales. Hay en el Ecumen pueblos que tienen una vasta cultura, una organización social compleja, filosofía, arte, ética, un elevado estilo y notables realizaciones en todos estos campos; y sin embargo nunca aprendieron a pesar con exactitud una piedra. Pueden aprender ahora, por supuesto, pero no lo hicieron durante medio millón de años… Hay pueblos que no conocen la matemática, nada más allá de las operaciones aritméticas simples; todos ellos son capaces de entender los principios del cálculo, pero ninguno lo logró hasta ahora. Mi propia gente, los terrestres, unos tres mil años atrás ignoraban los usos del cero —Estraven parpadeó. —En cuanto a Gueden, tengo la curiosidad de saber si el resto de nosotros no tendrá también el poder de la profecía, si esto no es parte también de la evolución de la mente. Lo sabremos si los guedenianos nos transmiten las técnicas.

—¿Te parece algo útil?

—¿La profecía exacta? ¡Bueno, por supuesto!

—Tienes que llegar a creer que es inútil para poder practicarla.

—Tu handdara me fascina, Har, pero de cuando en cuando me pregunto si no es una mera paradoja convertida en estilo de vida…

Intentamos otra vez la comunicación de las mentes. Yo nunca había enviado una y otra vez a un no receptor. Empecé a sentirme como un ateo que reza. Al fin Estraven bostezó y dijo: —Estoy sordo, sordo como una piedra. Mejor que durmamos. —Me mostré de acuerdo. Estraven apagó la luz, murmurando su breve elogio a la oscuridad, nos metimos en los sacos, y en uno o dos minutos Estraven ya se deslizaba en el sueño como un nadador que se desliza en aguas oscuras. Sentí ese sueño como si fuese el mío, la relación empática estaba allí, y una vez más le hablé con la mente, somnoliento, llamándolo por su nombre:

—¡Derem!

Estraven se incorporó del todo, pues su voz sonó muy por encima de mí, alta en la oscuridad: —¡Arek! ¿Eres tú?

—No. Genly Ai. Estoy hablándote con la mente.

Estraven contuvo el aliento. Buscó algo en la estufa, encendió la luz, y me miró con ojos oscuros y atemorizados: —Soñé —dijo, —pensé que estaba en casa.

—Te hablé con la mente y me oíste.

—Me llamaste… Era mi hermano. Era su voz la que oí. Me llamaste… ¿me llamaste Derem? Yo… Esto es más terrible de lo que había pensado. —Estraven sacudió la cabeza, como un hombre que trata de librarse de una pesadilla, y luego se llevó las manos a la cara.

—Har, lo siento mucho…

—No, llámame por mi nombre. Si puedes hablar dentro de mi cráneo con la voz de un muerto puedes llamarme por mi nombre. ¿Acaso él me llamaría Har? Oh, ya veo porque no hay mentiras en este lenguaje. Es algo terrible… Muy bien, háblame de nuevo.

—Espera.

—No. Adelante.

Sintiendo la mirada de Estraven, ardiente y asustada, le hablé mentalmente:

—Derem, amigo mío, no hay nada que temer entre nosotros.

Estraven no me quitó los ojos de encima, y pensé que no me había entendido, pero me dijo en seguida:

—Ah, pero algo hay.

Al cabo de un rato, dominándose, Estraven dijo con una voz tranquila: —Me hablaste en mi lengua.

—Bueno, no conoces la mía.

—Dijiste que había palabras, si… Sin embargo, lo había imaginado como… un entendimiento…

—La empatía es otro asunto, aunque algo relacionado. Nos ayudó a conectarnos anoche. Pero en este modo de lenguaje se activan los centros cerebrales de la palabra, tanto como…

—No, no, no. Deja eso para después. ¿Por qué hablas con la voz de mi hermano? —Estraven contenía ahora la voz.

—No puedo decirlo. No lo sé. Cuéntame de tu hermano.

—Nusud… Mi hermano entero, Arek Har rem ir Estraven. Tenía un año más que yo. Hubiera sido Señor de Estre. Nosotros… Dejé mi casa, ya sabes, la dejé por él. Murió hace catorce años.

Estuvimos callados un tiempo. No pude saber o preguntar qué había detrás de esas pocas palabras. A Estraven le habían costado mucho trabajo.

Dije al fin: —Háblame con la mente, Derem. Llámame por mi nombre. —Yo sabía que él podía hacerlo: había simpatía entre las partes, o como diría un experto, las fases eran consonantes, y él por supuesto no tenía idea de cómo levantar una barrera voluntaria. Si yo hubiese sido un Oyente, hubiese podido oír cómo pensaba Estraven.

—No —dijo —. Nunca. No todavía…

Pero ningún terror, ni angustia, ni conmoción podían contener a esa mente insaciable mucho tiempo. Cuando hubo apagado otra vez la luz oí de pronto un tartamudeo en mi oído interior: —Genry… —Aun hablando así, Estraven no era capaz de pronunciar la l…

Respondí en seguida, y oí en la oscuridad un sonido inarticulado de miedo en el que había un levísimo tono de satisfacción. —No más, no más —dijo Estraven en voz alta. Al cabo de un rato nos dormimos.

Nunca fue fácil para él. No porque no tuviera esa capacidad, o no pudiera desarrollarla, pero lo perturbaba profundamente, y no acababa de aceptarla del todo. Aprendió en poco tiempo a levantar las barreras pero no estoy seguro de que les tuviera confianza. Quizá todos fuimos así, cuando los primeros eductores volvieron hace siglos del mundo de Rokanon, enseñando «el último arte». Quizá un guedeniano, siendo excepcionalmente completo, siente el lenguaje telepático como una violación de esa totalidad que ven en sí mismos, una brecha abierta en la integridad, y de difícil aceptación. Quizá la explicación fuese el carácter de Estraven, donde el candor y la reserva eran igualmente poderosos: toda palabra que el dijese brotaba de un hondo silencio. Había oído mi voz como la voz de un muerto, la voz del hermano. No sé qué hubo, además de amor y muerte, entre Estraven y ese hermano, pero sé que cada vez que yo le hablaba con la mente, Estraven se sobresaltaba apartándose como si le tocaran una herida. De modo que esta continuidad nos unía, sí, pero de un modo austero y oscuro, que no admitía en verdad mucha más luz (como yo había esperado) y mostraba sobre todo la extensión de la oscuridad.

Y día tras día nos arrastramos hacia el este por la llanura de hielo. El punto medio de nuestro tiempo de viaje, tal como lo habíamos planeado, el día trigésimo quinto, odorni anner, nos encontró no muy lejos de la mitad del trayecto. De acuerdo con el medidor del trineo habíamos recorrido unos seiscientos cincuenta kilómetros, pero quizá sólo tres cuartas partes nos habían acercado de veras a la meta, y no podíamos saber sino de un modo muy aproximado cuánto nos faltaba todavía.

Habíamos consumido días, kilómetros, raciones en nuestra larga lucha por entrar en el Hielo. Estraven no estaba tan preocupado como yo por los centenares de kilómetros que se extendían ante nosotros. —El trineo está liviano —dijo. —Cerca del fin estará todavía más, y aun podemos reducir las raciones si es necesario. Hemos estado comiendo muy bien, ya sabes.

Se me ocurrió que Estraven ironizaba, y no sé cómo pude equivocarme.

En el día cuadragésimo y en los dos siguientes nos detuvo una tormenta de nieve. Durante esas largas horas que pasamos en la tienda, Estraven durmió casi continuamente, y no comió nada, aunque de cuando en cuando bebía un poco de orsh o agua con azúcar. Insistía en que yo comiese algo, aun una media ración.

—No tienes experiencia en pasar hambre —dijo.

Me sentí humillado. —¿Y qué experiencia tienes tú, Señor de Dominio y Primer Ministro?

—Genry, nosotros practicamos la privación, hasta que somos verdaderos expertos. Me enseñaron a pasar hambre cuando yo aún era niño, en Estre, y luego en la fortaleza Roderer, con los handdaratas. Perdí la práctica en Erhenrang, es cierto, pero empezaba a recuperarla en Mishnori… Por favor, haz como te digo, amigo. Sé lo que hago.

Estraven continuó ayunando, y yo comiendo.

Tuvimos luego cuatro días de marcha; el frío era muy intenso, nunca por encima de los treinta grados bajo cero, y al fin estalló otra tormenta de nieve que nos golpeó desde el este. Pasados los dos primeros minutos de ráfagas fuertes, la nieve que caía era tan espesa que yo no alcanzaba a ver a Estraven a dos metros de distancia. Me había puesto de espaldas a Estraven, al trineo y a aquella nieve sofocante, enceguecedora, barrosa, para recuperar de algún modo el aliento, y cuando me volví otra vez, un minuto más tarde Estraven había desaparecido. El trineo había desaparecido. No había nadie allí. Di unos pocos pasos hacia el sitio donde habían estado Har y el trineo y tanteé alrededor. Grité y no pude oír mi propia voz. Me encontré sordo y abandonado en un mundo sólido de partículas grises y punzantes. Sentí pánico y me adelanté tambaleándome, emitiendo un frenético llamado mental: —¡Derem!

Justo bajo mi mano, arrodillado, Estraven dijo: —Vamos, dame una mano con la tienda.

Lo ayudé, y nunca mencioné mi instante de pánico. No era necesario.

La tormenta duró dos días; cinco días perdidos, y habría más. Nimmer y anner son los meses de los huracanes.

—Las raciones se han reducido bastante, ¿eh? —dije una noche mientras medía las porciones de guichi michi y las ponía a remojo.

Estraven me miró. En la cara ancha y firme las mejillas eran flacas ahora, con sombras profundas, los ojos hundidos, y la boca paspada y agrietada. Dios sabe qué aspecto tenía yo. Estraven me miró sonriendo: —Llegaremos si nos ayuda la suerte, y si no, no llegaremos.

Era lo que Estraven estaba diciendo desde el principio. Mi ansiedad, mi impresión de que el viaje era una última apuesta desesperada, y otras actitudes más de este tipo, me habían impedido ser lo bastante realista como para creer lo que decía Estraven. Aun entonces yo pensaba: Seguramente, ahora que hemos trabajado tanto…

Pero el Hielo no sabia cuánto habíamos trabajado. ¿Por qué tendría que saberlo? Las proporciones se mantenían.

—¿Cómo anda tu suerte, Derem? —dije al fin. Estraven no sonrió. No contestó tampoco. Al cabo de un rato dijo: —He estado pensando en la gente de allá abajo. —Allá abajo, para nosotros, había llegado a significar el sur, el mundo bajo la llanura de hielo, las regiones de tierra, hombres, caminos, ciudades, todo lo que ahora era difícil imaginar. —Sabes que le envié un mensaje al rey sobre ti, el día que dejé Mishnori. Le dije lo que Shusgis me contó, que te enviarían a la granja de Pulefen. En ese momento yo no estaba muy seguro de mis propias intenciones, pero seguí mi impulso. He reflexionado mucho sobre ese impulso, desde entonces. Lo que puede ocurrir es algo así; el rey verá la posibilidad de poner en juego su shifgredor. Tibe le aconsejará en contra, pero Argaven ya debe de estar bastante cansado de Tibe ahora, y puede ignorar el consejo. Averiguará. ¿Dónde está el Enviado, huésped de Karhide? Mishnori mentirá. Murió de fiebre de horm este otoño, muy lamentable. ¿Cómo es posible entonces que nuestra propia embajada informe que está en la granja de Pulefen? No está allí, miren ustedes mismos. No, no por supuesto que no, aceptamos la palabra de los comensales de Orgoreyn… Pero pocas semanas luego de este intercambio de noticias, el Enviado aparece en el norte de Karhide, habiendo escapado de Pulefen. Consternación en Mishnori; indignación en Erhenrang. Pérdida del honor para los comensales, sorprendidos en una mentira. Serás para el rey un preciado tesoro, mi hermano de la sangre perdido y reencontrado. Durante un tiempo. Tienes que llamar a tu nave, en seguida. Trae a tu gente a Karhide y cumple tu misión, inmediatamente, antes que Argaven vea a un enemigo en ti, antes que Tibe o algún otro consejero lo asuste una vez más, aprovechando que está loco. Si hace un pacto contigo lo respetará. Romperlo sería romper su propio shifgredor. Los reyes de Harge cumplen sus promesas. Pero tienes que actuar rápido, y traer pronto la nave.

—Lo haré, si veo el más mínimo signo de bienvenida.

—No, perdona que te aconseje, pero no te quedes esperando a que te den la bienvenida. Te darán la bienvenida, supongo. Lo mismo a la nave. Karhide ha sido humillada varias veces en el último medio año. Le darás a Argaven la oportunidad de cambiarlo todo. Creo que correrá el riesgo.

—Muy bien, pero tú, mientras tanto…

—Soy Estraven el traidor. No tendré nada que ver contigo.

—Al principio.

—Al principio —asintió Estraven.

—¿Podrás esconderte si hay peligro al principio?

—Oh sí, ciertamente.

La comida estaba preparada y comimos. Comer era un asunto tan importante y absorbente que nunca hablábamos en esos momentos; el tabú tenía ya entonces verdadera forma, quizá la forma original: ni una palabra hasta la última miga. Cuando así fue, Estraven dijo: —Bueno, espero que mis predicciones sean acertadas. Tú… tú perdonarás…

—¿Que me hayas dado un consejo directo? —dije, pues al fin yo había llegado a entender ciertas cosas. —Por supuesto, Derem. En verdad, ¿cómo lo dudas? Sabes que no tengo shifgredor que pueda dejar de lado. —Esto divirtió a Estraven, pero no le quitó aquel aire meditabundo.

—¿Por qué —dijo al fin —, por qué viniste solo, por qué te enviaron solo? Todo, aún, depende del descenso de esa nave. ¿Por qué lo hicieron tan difícil para ti, y para nosotros?

—Es la costumbre del Ecumen, y hay razones. Aunque ahora empiezo a preguntarme si he entendido bien esas razones. Pensé que yo venía solo para ayudaros a vosotros; solo, tan obviamente solo, tan vulnerable que no podía ser una amenaza, romper ningún equilibrio. No una invasión sino un muchacho mensajero. Pero hay algo más. Solo no puedo cambiar tu mundo. Pero tu mundo en cambio puede cambiarme a mí. Solo, tengo que escuchar, tanto como hablar. Solo, la relación que yo tenga al fin con la gente de aquí, si la tengo, no será únicamente política: también individual, personal, algo más o menos que una relación política. No nosotros y ellos, no yo y eso, sino yo y tú. Una relación no tanto política o pragmática como mística. En un cierto sentido el Ecumen no es un cuerpo político sino un cuerpo místico. Considera que los ecúmenos son extremadamente importantes. Comienzos y medios. La doctrina es exactamente lo contrario de la doctrina de que el fin justifica los medios. Los modos de aplicarla, pues, han de ser sutiles, y lentos, y raros, y riesgosos; algo parecidos al proceso de la evolución, que es en muchos aspectos un modelo… De modo que me mandaron solo, ¿para favoreceros? ¿O para favorecerme a mí? No lo sé. Si, ha hecho difíciles las cosas. Pero en el mismo plano podría preguntarte por qué tus gentes nunca estuvieron preparadas para inventar vehículos que volaran por el aire. ¡Un pequeño aeroplano nos hubiera evitado a ti y a mí muchas dificultades!

—¿Cómo podría ocurrírsele a un hombre cuerdo la posibilidad de volar? —dijo Estraven, serio. Era una respuesta justa en un mundo donde no hay nada alado, y los mismos ángeles de la jerarquía yomesh no vuelan sino que se deslizan, sin alas, descendiendo a la tierra como una nieve blanda que cae como las semillas que se lleva el viento en ese mundo sin flores.

A mediados de nimmer, luego de mucho viento y de fríos amargos, tuvimos algunos días de buen tiempo. Las tormentas, si las había, se habían trasladado al sur, allá abajo, y nosotros, en el corazón de la tormenta, sólo teníamos un cielo nublado. Al principio estas nubes eran bastante tenues, de modo que en el aire había una vaga radiación, una luz solar difusa reflejada por las nubes y la nieve, arriba y abajo. Más tarde el cielo se oscureció de algún modo. Desapareció todo resplandor, y no quedó nada. Salimos de la tienda a la nada. El trineo y la tienda estaban allí, y Estraven a mi lado, pero ni él ni yo arrojábamos ninguna sombra. Había una luz opaca alrededor, en todas partes. Cuando caminábamos por la nieve quebradiza la sombra no revelaba las pisadas. No dejábamos huellas. Trineo, tienda, él mismo, yo mismo; nada más en absoluto. Ningún sol, ningún cielo, ningún horizonte, ningún mundo. Un vacío gris blanquecino, en el que estábamos suspendidos de alguna manera. La ilusión era tan completa que me costaba mantener el equilibrio. Mis oídos estaban acostumbrados a que los ojos les informaran mi posición; no había confirmaciones de ese tipo ahora, como si me hubiese quedado ciego. Todo parecía más fácil cuando cargábamos el trineo, pero empujando o tirando, sin nada delante, nada que mirar, ningún punto de apoyo para el ojo, era al principio desagradable, y luego agotador. Íbamos sobre patines, en una buena superficie de nieve dura, sin sastrugi, y sólida —en esto no había engaño —hasta una profundidad de mil o dos mil metros. Tendríamos que haber viajado con mucha rapidez, pero íbamos cada vez más lentamente, tanteando el camino en una llanura donde no había ningún obstáculo, y se necesitaba un notable esfuerzo de voluntad para mantener la marcha a un paso normal. La más pequeña variación en la superficie llegaba como una sacudida, como cuando al subir una escalera nos encontramos con un escalón inesperado o esperado pero ausente. No veíamos delante de nosotros; no había sombras que revelaran esos accidentes. Esquiábamos a ciegas con los ojos abiertos. Día tras día marchamos así, y comenzamos a abreviar las etapas de cada jornada, pues a media tarde los dos transpirábamos y temblábamos de tensión y fatiga. Llegué a desear la nieve, la cellisca, cualquier cosa, pero una mañana tras otra salíamos de la tienda al vacío, al día blanco, lo que Estraven llamaba la no—sombra.

En una ocasión, alrededor de un mediodía, en odorni nimmer, el sexagésimo primer día de viaje, aquella nada blanda y ciega comenzó a fluir retorciéndose. Pensé que me engañaban los ojos, como había ocurrido otras veces, y presté poca atención a la oscura e incomprensible conmoción del aire, hasta que de pronto llegué a vislumbrar una imagen del sol, pequeña, pálida y muerta. Y bajando los ojos y mirando adelante vi una enorme forma negra que salía pesadamente del vacío viniendo hacia nosotros. Unos tentáculos negros se retorcían hacia arriba, tanteando.

Me detuve bruscamente, de modo que Estraven se tambaleó en los esquíes, pues los dos íbamos en los arneses, tirando. —¿Qué es eso?

Estraven miró las formas monstruosas y oscuras que se ocultaban en la niebla, y dijo al fin: —Los despeñaderos… Tienen que ser los despeñaderos de Esherhod. —Y seguimos adelante. Estábamos a kilómetros de aquellas formas, que yo había visto al alcance de la mano. El aire blanco fue transformándose en una niebla densa y baja, que se desvaneció en seguida, y los vimos entonces claramente a la luz del crepúsculo: nunatakas, pináculos altos y asolados que nacían del hielo, y que apenas se asomaban a la superficie nevada, así como los témpanos que asoman apenas sobre el mar: montañas sumergidas y frías, muertas durante eones.

Estas montañas mostraban que nos habíamos desviado un poco al norte, si podíamos creer en el mapa mal dibujado que teníamos. Al día siguiente nos volvimos por primera vez un poco al sur del este.

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