14. La huida

Cuando Obsle y Yegey dejaron los dos la ciudad, y el portero de Siose me cerró el paso, supe que era hora de que me volviese a mis enemigos, pues ya nada bueno podía esperar de mis amigos. Fui a ver al comisionado Shusgis y lo extorsioné. No teniendo bastante dinero como para comprarlo, recurrí a mi reputación. Entre los pérfidos el nombre de traidor tiene su valor propio. Le dije que estaba en Orgoreyn como agente de las facciones nobles de Karhide, y que planeábamos el asesinato de Tibe, y que él había sido designado como mi contacto Sarf; si se rehusaba a darme la información que yo necesitaba les diría a mis amigos de Erhenrang que él era un agente doble, al servicio de la facción de Comercio Libre, y esto, claro está, volvería a Mishnori y al Sarf. El condenado tonto me creyó. Me dijo casi en seguida lo que yo quería saber, y hasta me pidió mi aprobación.

Mis amigos Obsle, Yegey y los otros no eran aún para mi una amenaza inmediata. Habían comprado seguridad sacrificando al Enviado, y confiaban en que yo no me crearía dificultades ni se las crearía a ellos. Hasta que vi a Shusgis nadie en el Sarf sino Gaum me había prestado alguna atención, pero ahora los tendría a todos pisándome los talones. Tengo que llevar a término mis asuntos y perderme de vista.

No teniendo modo de enviar un mensaje directo a Karhide, ya que una carta podía ser leída, y el teléfono y la radio estaban vigilados, fui por vez primera a la Embajada Real. Sardon rem ir Chenevich, a quien yo había conocido bien en la corte, tenía un cargo en la embajada. Estuvo en seguida de acuerdo en enviarle un mensaje a Argaven informándole qué le había ocurrido al Enviado y dónde estaba prisionero. Yo podía confiar en que Chenevich, una persona inteligente y honesta, evitaría que el mensaje fuese interceptado, pero de lo que Argaven haría luego yo no tenía ninguna idea. Yo quería que Argaven tuviese esa información en caso de que la nave de Ai descendiera de pronto saliendo de las nubes, pues en ese entonces esperaba aún que Ai hubiese tenido tiempo de enviar una señal a la nave, antes que el Sarf lo arrestara.

Yo estaba ahora en peligro, y si me habían visto entrar en la embajada en peligro inmediato. Fui directamente de allí al puerto de caravanas del barrio y en las últimas horas de esa mañana, odstred susmi, dejé Mishnori como había entrado, como peón de carga de un camión. Llevaba conmigo todos los viejos permisos, algo alterados de acuerdo con el nuevo empleo. La falsificación de papeles es asunto de riesgo en Orgoreyn, donde los piden e inspeccionan cincuenta y dos veces por día, pero no es raro a pesar de los riesgos, y mis viejos compañeros de la isla del Pez me habían enseñado los ardides adecuados. Llevar un nombre falso me irrita de verás, pero ninguna otra cosa podría salvarme, o llevarme al otro extremo de Orgoreyn, la costa del mar Occidental.

Mis pensamientos estaban puestos en el Oeste cuando la caravana cruzó traqueteando el puente Kunderer y dejó atrás Mishnori. El otoño volvía ahora la cara hacia el invierno, y yo tenía que llegar a destino antes que los caminos se cerraran al transito rápido, y que mi presencia allí fuese del todo inútil. Había visto una Granja Voluntaria en Komsvashom, y había hablado con ex prisioneros de granjas. Lo que había visto y oído pesaba ahora sobre mí. El Enviado, tan vulnerable al frío que llevaba aun un abrigo cuando la temperatura subía a cero grado, no sobrevivirla a un invierno en Pulefen. De modo que la necesidad exigía rapidez, pero la caravana me llevaba a paso lento, zigzagueando entre las ciudades al norte y al sur del camino, cargando y descargando; me llevó medio mes llegar a Edven, en la desembocadura del río Esagel.

En Edven tuve suerte. Hablando con los hombres de la casa de tránsito me enteré del comercio de pieles río arriba, y cómo los hombres de las trampas iban río arriba y río abajo por trineo o barca de hielo cruzando el bosque de Tarrenbed casi hasta el Hielo.

De esa conversación sobre trampas nació mi plan de poner trampas. Hay pesdris de piel blanca en las tierras de Kerm como en el interior del país; les gustan los sitios donde se siente el aliento del glaciar. Yo los había cazado en mi juventud en los bosques de toras de Kerm, ¿por qué no cazarlos ahora en los bosques de toras de Pulefen?

En aquel noreste lejano de Orgoreyn, en las vastas tierras desérticas al este de los Sembensyen, los hombres son libres de ir y venir, pues no hay bastantes inspectores para acosar a toda la población. Algo de la vieja libertad sobrevive allí a la Nueva Epoca. Edven es un puerto gris construido sobre las rocas grises de la bahía de Esagel; un viento lluvioso sopla en las calles, y los habitantes son gente de mar, torva, y de pocas palabras. Tengo buenos recuerdos de Edven, donde mi suerte cambió.

Compré esquíes, calzado para la nieve, trampas y provisiones, y obtuve mi licencia, autorización e identificación de cazador en la oficina comercial, y fui a pie, Esagel arriba, junto con una partida de cazadores conducida por un viejo llamado Mavriva. El río no estaba aún helado, y en los caminos había vehículos de ruedas, pues había más lluvias que nieve en aquellas vertientes de la costa, aun en este último mes del año. La mayoría de los cazadores esperaban al pleno invierno, y en el mes de dern remontaban el Esagel en barca de hielo, pero Mavriva pretendía llegar bien al norte cuanto antes y atrapar al pesdri cuando comenzaba a emigrar a los bosques. Mavriva conocía aquellas tierras, los Sembensyen del Norte y las Tierras del Fuego tan bien como cualquiera, y en aquellos días en que remontamos el río aprendí de él muchas cosas que me fueron útiles más tarde.

En el pueblo que llaman Turuf me separé de la patrulla fingiendo una enfermedad. Ellos siguieron hacia el norte y yo fui solo hacia el noreste internándome en las altas laderas de los Sembensyen. Pasé algunos días explorando los alrededores y luego, ocultando casi todo lo que llevaba en un valle escondido a unos quince kilómetros de Turuf, volví al pueblo, llegando de nuevo desde el sur; esta vez entré en el pueblo y me alojé en la casa de tránsito, y como preparándome para una cacería con trampas compré esquíes, zapatos para la nieve y provisiones, un saco de dormir y ropa de invierno, todo otra vez; también una estufa chabe, una tienda de piel sintética, y un trineo ligero para cargarlo todo. Luego nada que hacer sino esperar a que la lluvia se transformara en nieve y el barro en hielo: no tardaría mucho, pues ya había pasado más de un mes en llegar de Mishnori a Turuf. En arhad dern el invierno había helado los campos, y la nieve que yo esperaba ya estaba cayendo.

Pasé las cercas electrizadas de la granja Pulefen en las primeras horas de la tarde, y todas las huellas que yo iba dejando eran cubiertas en seguida por la nieve. Dejé el trineo en la hondonada de un arroyo, en el interior del bosque, al este de la granja, y llevando sólo un saco atado a mis espaldas, regresé al camino con mis zapatos para la nieve, y lo seguí directamente, hasta la puerta principal de la granja. Allí exhibí los papeles que yo había vuelto a falsificar mientras esperaba en Turuf. Tenían un «sello azul» ahora, me identificaban como Dener Bend, convicto en libertad bajo palabra, y estaban acompañados por la orden de que me presentara antes de eps dern en la tercera granja voluntaria de la comensalía de Pulefen para un trabajo de dos años como guardia. Los ojos penetrantes de un inspector hubieran entrado en sospechas ante esta batería de papeles, pero aquí había pocos ojos penetrantes.

Nada más fácil que entrar en prisión. Yo esperaba poder salir.

El jefe de guardias me llamó la atención por haber llegado un día más tarde de lo que especificaban mis órdenes, y me enviaron a las barracas. La cena había terminado, y por fortuna era demasiado tarde para que me dieran un par de botas y un uniforme, confiscándome mi buena ropa. No me dieron un arma, pero encontré una a mano mientras me escurría en la cocina pidiéndole al cocinero que me sirviera algo de comer. El cocinero guardaba el arma colgada de un clavo detrás de los hornos. La robé. No tenía dispositivos letales; quizá ocurría lo mismo con todas las armas que tenían allí los guardias. No mataban a gente en las granjas; esos crímenes los dejaban en manos de la desesperación y el invierno.

Había allí unos treinta o cuarenta guardias, y ciento cincuenta o sesenta prisioneros, ninguno de ellos despierto del todo, la mayoría durmiendo profundamente aunque apenas pasábamos de la cuarta hora. Conseguí que un joven guardia me acompañara y me mostrara los prisioneros dormidos. Los vi a la luz enceguecedora de la barraca donde dormían, y abandoné toda esperanza de poder actuar esa primera noche, antes de despertar sospechas. Los prisioneros estaban todos metidos en sus sacos de dormir, como niños en la matriz, invisibles, indistinguibles. Todos menos uno, allí, demasiado largo para ocultarse, un rostro oscuro como una calavera, los ojos cerrados y hundidos, una mata de pelo largo y fibroso.

La fortuna que se me había dado vuelta en Erven ahora daba vuelta al mundo entero al alcance de mi mano. Nunca tuve sino un don, saber cuando la gran rueda responderá a un roce de la mano, saberlo y actuar. Yo había dado este don por perdido, el año anterior en Erhenrang; había creído que no lo recuperaría nunca. Me sentí contento de veras teniendo de nuevo esa certeza, sabiendo que podía encaminar mi fortuna y las posibilidades del mundo como un trineo de rastra corta que desciende la empinada, peligrosa ahora.

Como yo seguía yendo de un lado a otro y mirando alrededor, en mi papel de individuo curioso y de pocas luces, me incluyeron en la última ronda nocturna; a medianoche todos dormían menos yo y el otro guardián nocturno. Yo seguí hurgoneando aquí y allá, paseándome a veces de arriba abajo entre las camas. Decidí mis planes y empecé a prepararme la voluntad y el cuerpo para entrar en doza, pues mis propias fuerzas nunca me bastarían sin ayuda de esa fuerza que viene de la oscuridad. Un rato antes del alba entré de nuevo en el dormitorio y con el arma del cocinero le di a Genly Ai un buen golpe en la cabeza. Luego lo levanté, con saco de dormir y todo, y lo cargué a hombros hasta el cuarto de guardia. —¿Qué haces? —dijo el otro guardia, adormilado —. ¡Déjalo!

—Está muerto.

—¿Otro muerto? Por las entrañas de Meshe, y el invierno apenas ha empezado. —Inclinó la cabeza para mirar la cara del Enviado, que colgaba a mis espaldas. —Ah, el perverso. Por el Ojo que no creía todo lo que dicen de los karhíderos hasta que le eché una mirada, qué monstruo desagradable. Se pasó la semana acostado, gimiendo y suspirando, pero no creía que se moriría así de pronto. Bueno, déjalo afuera y que se quede allí hasta que amanezca. No te estés ahí como si cargaras un saco de turdas.

Me detuve en la oficina de inspección, mientras iba corredor abajo, y siendo yo el hombre a cargo de la guardia nadie me impidió entrar y mirar hasta que encontré el panel que contenía las alarmas y las llaves. Ninguna tenía nombre, pero los guardias habían garrapateado unas letras al lado de los interruptores para ayudar a la memoria cuando había prisa; imaginando que C.C. significaba «cercas», cerré el interruptor que cortaba la corriente de las defensas exteriores de la granja, y luego seguí mi camino arrastrando ahora a Ai por los hombros. Llegué así al guardia que estaba de centinela junto a la puerta. Hice como que trabajaba para alzar ese peso muerto, pues la fuerza doza estaba actuando ya y no quería mostrar con qué facilidad podía mover o cargar a un hombre más pesado que yo. Dije: —Un prisionero muerto. Me indicaron que lo sacara del dormitorio. ¿Dónde lo pongo?

—No sé. Llévelo afuera. Bajo techo, que no lo sepulte la nieve y reaparezca apestando en el deshielo de la primavera. Está nevando peditia. —Se refería a lo que llamaríamos nieve sove, de copos densos y acuosos; la mejor de las noticias para mi.

—Muy bien, muy bien —dije, y llevé mi carga afuera, del otro lado de la barraca, donde el guardián no podía verme. Cargué otra vez a Ai sobre los hombros, fui hacia el noroeste unos pocos centenares de metros, pasé encaramándome por encima de la cerca muerta, deslicé mi carga por debajo, levanté una vez más a Ai, y corrí todo lo que pude hacia el río. No estaba muy lejos de la cerca cuando chilló un silbato, y se encendieron unos reflectores. Nevaba con bastante fuerza como para que no pudieran verme desde unos pocos metros de distancia, pero no lo suficiente como para que mis huellas se borrasen en seguida. Sin embargo, cuando llegué al río todavía no estaban detrás de mí. Fui hacia el norte por unos claros entre los árboles, o por el agua cuando el bosque me cerraba el paso; el río, un pequeño y rápido afluente del Esagel, no se había helado todavía. Todo se veía más claro ahora a la luz del alba, y me apresuré. Encontrándome en la plenitud de la doza, el Enviado no me parecía una carga pesada, aunque entorpecía mis movimientos. Siguiendo el arroyo que se internaba en el bosque llegué al fin a la hondonada, y allí até al Enviado con unas correas al trineo distribuyendo mis ropas y aparatos alrededor y encima, hasta que quedó bien oculto, y luego eché una tela impermeable sobre todo; me cambié entonces de ropa, y comí un poco de mis provisiones, pues el hambre que uno siente en la doza prolongada ya estaba mordiéndome el estómago. Luego partí hacia el norte por el camino principal del bosque. No había pasado mucho tiempo cuando un par de esquiadores me dio alcance.

Yo estaba vestido y equipado ahora como cazador de trampas, y les dije que estaba tratando de alcanzar la patrulla de Mavriva, que había ido hacia el norte en los últimos días de grende. Conocían a Mavriva y aceptaron mi historia luego de echarle una ojeada a mi licencia de cazador. No esperaban encontrar a los fugitivos en camino hacia el norte, pues nada hay al norte de Pulefen sino el bosque y el Hielo, y quizá no tenían mucho interés en encontrarnos. ¿Por qué habían de tenerlo? Siguieron adelante y una hora después me encontré de nuevo con ellos, que volvían a la granja. Uno de ellos era el que me había acompañado en la guardia de la noche. Nunca me había visto la cara, aunque me había tenido delante la mitad de la noche.

Cuando estuve seguro de que se habían ido, dejé el camino principal y durante todo el día seguí un largo semicírculo de vuelta al bosque y las laderas al este de la granja, volviendo al fin desde el este, las tierras desérticas, a la hondonada oculta más arriba de Turuf, donde yo había escondido mi equipo. Era difícil ir en trineo por aquellos terrenos de muchas ondulaciones, y con aquel peso de más, pero la nieve era espesa y estaba afirmándose y yo estaba en doza. Tenía que mantenerme en ese estado pues una vez que la fuerza de la doza cae uno no sirve para nada. Nunca había estado en doza mucho mas de una hora, pero sabía que algunos de los ancianos pueden mantenerse así todo un día y una noche y todavía más, y mi necesidad presente se sumaba ahora a la capacidad desarrollada en mi entrenamiento. En doza uno no se preocupa mucho, y no encontraba ningún motivo de ansiedad excepto la condición del Enviado, que tenía que haber despertado hacía tiempo de aquella dosis de sónico. No se movía, y no había tiempo para atenderlo. ¿Era tan distinto a nosotros que un arma paralizante podía matarlo? Cuando la rueda gira a nuestro alcance, hay que cuidar las palabras; y yo había dicho que estaba muerto dos veces, y lo había cargado como se cargan los muertos. Se me ocurrió que quizá yo había transportado a un hombre muerto entre aquellas lomas, y que mi suerte se había agotado junto con la vida de este hombre. En ese momento me puse a maldecir y a sudar, y la fuerza de la doza pareció escapárseme como agua de una jarra rota. Pero seguí adelante, y la fuerza no me faltó del todo hasta que llegué al escondrijo en la ladera y levanté la tienda e hice lo que pude por Ai.

Abrí una caja de cubos de hiperalimentos, de los que devoré la mayoría, y le di unos cuantos como caldo, pues parecía estar muriéndose de hambre. Ai tenía úlceras en los brazos y el pecho, agravadas por el sucio saco de dormir en que estaba. Cuando le limpié las llagas y lo pasé al caliente saco de pieles, tan bien oculto como era posible en aquel desierto invernal encontré que ya no tenía nada más qué hacer. La noche había caído y la oscuridad mayor, el precio por el emplazamiento voluntario de la fuerza plena del cuerpo, estaba envolviéndome duramente; me encomendé, y encomendé a Ai a esa oscuridad.

Dormimos. Nevó sin duda toda la noche y el día y la noche de mi sueño dangen. Ninguna cellisca: la primera verdadera nevada del invierno. Cuando al fin desperté, e hice un esfuerzo para levantarme y mirar afuera, la tienda estaba hundida a medias en la nieve. La luz del sol y unas sombras azules se extendían vívidas sobre el blanco. Lejos y arriba en el este una nube gris apagaba el brillo del cielo: el humo de Udenushreke, la más cercana de las montañas del bosque. Alrededor del minúsculo pico de la tienda se extendía la nieve; terraplenes, lomas, laderas, todas blancas, sin huellas.

Estando todavía en el período de recuperación me sentía muy débil y somnoliento, pero siempre que podía levantarme le daba caldo a Ai, un poco cada vez; y al anochecer de aquel día me pareció que recuperaba de veras el conocimiento, aunque no la inteligencia. Ai, sentado en el saco de pieles, lloraba como aterrorizado. Cuando me arrodillé junto a él, luchó tratando de apartarme, y siendo este esfuerzo excesivo para él, se desmayó. Aquella noche habló mucho, en una lengua que yo no conocía. Era raro, en aquella oscura quietud de los bosques, oírle murmurar palabras de un lenguaje que había aprendido en otro planeta. El día siguiente fue difícil, pues cada vez que quería cuidarlo Ai me tomaba, pienso, por uno de los guardias de la granja, y tenía terror de que yo le diese alguna droga. Farfullaba entonces en una mescolanza orgota y karhidi, suplicándome que «no» y resistiéndose con la fuerza del pánico. Esto ocurrió una y otra vez, y como yo estaba todavía en dangen, y débil de miembros y voluntad, me pareció que no podría cuidarlo. Se me ocurrió que no sólo lo habían drogado, sino que además le habían cambiado la mente, volviéndolo imbécil o loco. Entonces deseé que Ai hubiese muerto en el trineo en el bosque de toras, o que yo no hubiese tenido suerte, y me hubieran arrestado cuando salía de Mishnori, enviándome a alguna granja a trabajar en mi propia condenación.

Desperté y Ai estaba observándome.

—¿Estraven? —dijo en un débil murmullo de asombro. Sentí que me volvía el ánimo. Pude tranquilizarlo y atenderlo; y aquella noche los dos dormimos bien.

Al día siguiente Ai había mejorado mucho, y se sentó para comer. Las llagas se le estaban curando. Le pregunté qué eran.

—No sé. Creo que las causaron las drogas. Me daban continuamente inyecciones…

—¿Para impedir el kémmer? —Yo lo sabia por hombres que habían estado en una granja, y que habían escapado o fueron puestos en libertad.

—Sí. Y otras, no sé qué eran, drogas de la verdad o algo parecido. Me hacían daño, y seguían dándomelas. ¿Qué estaban tratando de descubrir, qué podía decirles?

—No era el interrogatorio lo que les interesaba, sino domesticarlo a usted.

—¿Domesticarme?

—Haciéndolo a usted sumiso por adición forzada a uno de los derivados de orgrevi. La práctica no es desconocida en Karhide. O quizá estaban experimentando con usted y los otros. Me habían dicho que en las granjas prueban drogas y técnicas para cambiar la mente. Lo dudé cuando me lo dijeron; no ahora.

—¿No tienen estas drogas en Karhide?

—¿En Karhide? —dije —. No.

Ai se frotó la frente, incómodo. —En Mishnori dirán que no hay sitios así en Orgoreyn, supongo.

—Al contrario. Se enorgullecen de tenerlos, y le muestran a usted cintas y fotografías de las granjas voluntarias, donde se rehabilita a los extraviados y se da refugio a restos de grupos tribales. Hasta lo pasearían a usted por la granja voluntaria del primer distrito, en las afueras de Mishnori, una excelente exhibición. Si cree que tenemos granjas en Karhide, señor Ai, usted nos sobreestima; no somos gente sofisticada.

Ai se quedó mirando largo rato la incandescente estufa chabe, que yo había encendido hasta que emitió un calor sofocante. Luego Ai se volvió hacia mí.

—Me lo contó usted esta mañana, lo sé, pero yo no tenía la cabeza muy clara entonces. ¿Dónde estamos, y cómo llegamos aquí?

Se lo dije otra vez.

—¿Y usted… salió así, caminando, conmigo?

—Señor Ai, cualquiera de ustedes los prisioneros, todos juntos, podían haber salido caminando de ese lugar, cualquier noche. Si no hubiesen estado hambrientos, agotados, desmoralizados y drogados; si tuviesen ropas de invierno, y a dónde ir… Y esta es la clave. ¿A dónde irían? ¿A una ciudad? No es posible sin papeles. ¿Al desierto? No es posible sin techo. Supongo que en verano traen más guardias a Pulefen. En invierno, el invierno mismo guarda la granja.

Ai apenas me oía.

—Usted no puede llevarme a cuestas treinta metros, Estraven. Menos todavía correr conmigo a hombros, a campo traviesa en la oscuridad…

—Yo estaba en doza.

Ai titubeó. —¿Inducida voluntariamente?

—Sí.

—¿Es usted… handdarata?

—Crecí en la doctrina handdara y viví dos años como recluso en la fortaleza Roderer. En las tierras de Kerm la mayoría de las gentes de los hogares del Interior son handdaratas.

—Creía que luego del período doza el consumo extremo de energía necesitaba de una especie de colapso…

—Sí, dangen se llama, el sueño oscuro. Dura mucho más que el período doza, y una vez que uno entra en la etapa de recuperación es muy peligroso resistirse. Dormí dos noches seguidas, y todavía estoy en dangen; no podría subir a esa loma. Y el hambre interviene también; me he comido las raciones de casi una semana.

—Muy bien —dijo Ai con una prisa malhumorada —. Entiendo, le creo a usted, qué otra cosa podría hacer. Aquí estoy, ahí está usted… Pero no entiendo para qué lo hizo.

Sentí que perdía la cabeza, tuve que mirar un rato el cuchillo de hielo que estaba junto a mi mano, sin volver los ojos a Ai y sin responder hasta que pude dominarme. Por fortuna, no había en mí mucho calor o animación, y me dije a mi mismo que Ai era un hombre ignorante, un extranjero, mal acostumbrado y asustado. Llegué de ese modo a un cierto nivel de justicia y dije al fin: —Siento que es en parte mi culpa que haya ido usted a parar a Orgoreyn, y a la granja Pulefen. Trato de corregir esa falta.

—Usted no tiene nada que ver con mi venida a Orgoreyn.

—Señor Ai, usted y yo hemos visto las mismas cosas con ojos diferentes: creí por error que pensábamos lo mismo. Permítame que vuelva a la primavera última. Fue entonces cuando le hablé por primera vez al rey Argaven sobre la conveniencia de esperar, de no tomar decisiones acerca de usted o su misión. Faltaba alrededor de medio mes para la ceremonia de la clave del arco. La audiencia ya había sido planeada, y parecía lo mejor llevarla a término, aunque sin esperar ningún resultado. Pensé que usted había entendido, y me equivoqué. Di muchas cosas por sentadas; no quise ofenderlo, prevenirlo; creí que había visto usted el peligro: el poder que Pemmer Harge rem ir Tibe tenía de pronto sobre el kiorremi. Si Tibe hubiese tenido alguna buena razón para temerlo a usted, lo habría acusado de servir a una facción, y Argaven, que es muy sensible a las insinuaciones del miedo, lo habría hecho matar de buen grado. Yo lo prefería a usted abajo, sano y salvo, mientras Tibe estaba arriba y era poderoso. Tal como ocurrieron las cosas, yo fui a parar abajo, junto con usted. Mi caída ya estaba decidida, aunque yo ignoraba que ocurriría aquella misma noche en que hablamos juntos; pero nadie es primer ministro de Argaven mucho tiempo. Luego de recibir la orden de exilio ya no podía comunicarme con usted sin contaminarle mi desgracia, acrecentando la posibilidad de peligro. Vine aquí a Orgoreyn. Traté de sugerirle a usted que viniese también a Orgoreyn. Les aconsejé a los hombres de quienes menos desconfiaba entre los Treinta—y—tres comensales que autorizaran la entrada de usted; no la hubiera conseguido sin este apoyo. Vieron en usted, y yo los animé a que así lo vieran, una vía hacia el poder, un modo de escapar a la creciente rivalidad con Karhide y de restaurar el libre comercio, una posibilidad quizá de librarse del Sarf. Pero en vez de proclamarlo a usted como el Enviado, lo escondieron, y así perdieron la oportunidad, y lo vendieron a usted al Sarf para salvar el pellejo. Confié demasiado en ellos, y esa es mi culpa.

—¿Pero para qué tanta intriga, tanta ocultación y manejos, para qué, Estraven? ¿Qué pretendía usted?

—Lo mismo que usted, señor Ai. La alianza de mi mundo y el suyo. ¿Qué le parece?

Nos quedamos mirándonos por encima de la estufa ardiente como un par de muñecos de madera.

—¿Quiere decir que aunque fuese Orgoreyn quien hiciese la alianza…?

—Aun Orgoreyn. Karhide se hubiese unido pronto. ¿Cree usted que yo podría tener en cuenta mi shifgredor cuando hay tanto en juego para todos nosotros, todos mis hermanos? ¿Qué importa qué país despierte primero, mientras despertemos?

—¡No sé cómo puedo creerle a usted! —estalló Ai. La debilidad física daba a la indignación de Ai un aire de protesta quejosa —. Si todo esto es cierto, tenía que habérmelo dicho antes, en primavera, ahorrándonos a los dos el viaje a Pulefen. Los esfuerzos de usted…

—Sí, fracasaron. Y le trajeron a usted dolor, y vergüenza y peligro. Lo sé. Pero si hubiese tratado de enfrentar a Tibe, usted no estaría aquí ahora, sino en una tumba de Erhenrang. Y hay hoy unas pocas gentes en Karhide, y unas pocas en Orgoreyn, que creen en la historia de usted, porque me han escuchado. Quizá todavía le sirvan a usted. Mi mayor error, sí, es no haberle hablado claramente. No tengo la costumbre. No tengo costumbre de dar, o aceptar, ya sea consejos o reproches.

—No quiero ser injusto, Estraven…

—Pero lo es. Curioso. Soy el único hombre de todo Gueden que ha confiado del todo en usted, y soy el único hombre en Gueden en quien usted no ha querido confiar.

Ai se llevó las manos a la cabeza. Al fin dijo: —Lo lamento, Estraven. —Era a la vez una disculpa y un reconocimiento.

—El hecho es —dije —que usted no puede o no quiere creer que yo creo en usted. —Me incorporé pues se me habían entumecido las piernas y descubrí que yo temblaba de enojo y cansancio. —Enséñeme ese lenguaje de la mente —dije, tratando de hablar tranquilo y sin rencor, —ese lenguaje que no miente. Enséñemelo, y pregúnteme entonces por qué hice lo que hice.

—Me complacería de veras, Estraven.

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