1. Parada en Erhenrang

De los archivos de Hain. Transcripción del documento Gueden-01-01101-934-2. Al estable en Ollul: Informe de Genly Ai, primer móvil en Invierno/Gueden. Ciclo haini 93. Año ecuménico 1490-97.

Escribiré mi informe como si contara una historia, pues me enseñaron siendo niño que la verdad nace de la imaginación. El más cierto de los episodios puede perderse en el estilo del relato, o quizá dominarlo; como esas extrañas joyas orgánicas de nuestros océanos, que si las usa una determinada mujer brillan cada día más, y en otras en cambio se empañan y deshacen en polvo. Los hechos no son más sólidos, coherentes, categóricos y reales que esas mismas perlas; pero tanto los hechos como las perlas son de naturaleza sensible.

No soy siempre el protagonista de la historia, ni el único narrador. No sé en verdad quién es el protagonista: el lector podrá juzgar con mayor imparcialidad. Pero es siempre la misma historia, y si en algunos momentos los hechos parecen alterarse junto con una voz alterada, no hay razón que nos impida preferir un hecho a otro; sin embargo, no hay tampoco en estas páginas ninguna falsedad, y todo es parte del relato.

La historia se inicia en el diurno 44 del año 1491, que en el país llamado Karhide del planeta Invierno era odharhahad tuva, o el día vigésimo segundo del tercer mes de primavera, en el año uno. Aquí es siempre año uno. El día de año nuevo sólo cambia la fecha de los años pasados o futuros, ya se cuente hacia atrás o hacia adelante a partir de la unidad Ahora. De modo que era la primavera del año uno en Erhenrang, ciudad capital de Karhide, y mi vida estaba en peligro, y no lo sabia.

Yo asistía a un desfile. Caminé y me puse detrás de los gosivoses, y delante del rey. Llovía.

Nubes de lluvia sobre torres oscuras, lluvia en calles de paredes altas. La tormenta sombría golpea la ciudad de piedra, por donde discurre lentamente una vena de oro. Primero llegan los mercaderes, potentados y artesanos de la ciudad de Erhenrang, en hileras ordenadas, magníficamente vestidos, avanzando en la lluvia como peces en el agua. Los rostros son perspicaces y severos. Nadie marca el paso. No hay soldados en este desfile, ni siquiera soldados de imitación.

Luego siguen los señores y alcaldes y representantes, una persona, o cinco, o cuarenta y cinco, o cuatrocientos, de todos los dominios y codominios de Karhide, una vasta y ordenada procesión que desfila a la música de los cornos de metal y las tablas huecas de madera o de hueso, y la animada y rica melodía de las flautas eléctricas. Los varios estandartes de los dominios se confunden a la luz de la lluvia en un movimiento de color, con los banderines amarillos que bordean la calle, y los músicos de los distintos grupos baten y entretejen numerosos ritmos, que resuenan en la profunda calle de piedra.

Ahora pasa una tropa de juglares, y lanzan al aire unas pulidas esferas de oro, que recogen luego, y arrojan otra vez en surtidores de brillante juglaría. De pronto, parece que todas las esferas juntas hubieran apresado literalmente la luz, y centellean como el cristal: el sol asoma entre las nubes.

Luego siguen cuarenta hombres vestidos de amarillo, tocando gosivoses. El gosivós, que no se oye sino en presencia del rey, emite un bramido insensato y desconsolado. Cuarenta gosivoses tocando juntos y la tierra se tambalea, y las torres de Erhenrang se tambalean, y las nubes dejan caer una última llovizna. Si esta la música de palacio no es raro entonces que los reyes de Karhide sean todos locos.

Luego, la compañía real, guardias y funcionarios y dignatarios de la ciudad y la costa, diputados, senadores, cancilleres, embajadores, señores del reino; no guardan el paso ni el orden de las filas, y sin embargo caminan muy dignamente, y el rey Argaven XV va también entre ellos, de túnica, camisa y pantalones blancos, polainas de cuero azafranado y puntiagudo gorro amarillo. No tiene otro adorno ni signo de jerarquía que un anillo de oro. Detrás, ocho robustas criaturas sostienen la litera del rey, tosca, con zafiros amarillos, que no ha llevado a ningún rey desde siglos atrás, una reliquia ceremonial de hace mucho tiempo. Junto a la litera marchan ocho guardias armados con «armas de saqueo», reliquias también de un pasado más bárbaro, pero cargadas con balas de hierro dulce. La muerte marcha detrás del rey. Detrás de la muerte vienen los estudiantes de las escuelas de artesanía, los colegios, los oficios, los servidores del rey, largas hileras de niños y jóvenes vestidos de rojo, verde y oro; y al fin unos pocos vehículos, lentos, oscuros, silenciosos, que cierran el desfile.

La compañía real, y yo entre ellos, se aprieta en una plataforma de troncos junto al arco inconcluso de las Puertas del Río. El desfile celebra la próxima conclusión de los trabajos, que completarán la carretera nueva y el puerto ribereño de Erhenrang, una vasta operación de dragado y construcción de edificios y caminos que ya ha llevado cinco años e inscribirá el reino de Argaven XV en los anales de Karhide. Estamos bastante apretados sobre la plataforma, en nuestros ropajes empapados. La lluvia ha cesado; brilla el sol: el sol de Invierno, espléndido, radiante, traicionero. Le digo a la persona que está a mi izquierda:

—Hace calor. Hace de veras calor.

La persona de mi izquierda —un karhíder rechoncho y moreno, de melena espesa y bruñida, que viste una sobretúnica pesada de cuero verde trabajada con oro, y una abrigada camisa blanca, y unos abrigados pantalones, y un collar de pesados eslabones de plata del ancho de una mano —, ésta persona, transpirando profusamente, replica. —Si, así es.

Todo alrededor de nuestra plataforma se extienden los rostros de los ciudadanos, vueltos hacia arriba como una playa de guijarros, redondos, de color castaño, y un brillo de mica en los miles de ojos atentos.

Ahora el rey asciende por una plancha de troncos que lleva de la plataforma a la cima del arco: los pilares todavía no unidos se alzan sobre la multitud; los muelles y las aguas. Mientras sube, la multitud se agita y dice en un vasto murmullo: —¡Argaven!

El rey no responde. Nadie espera una respuesta. Los gosivoses emiten un sonido atronador, discordante, y callan. Silencio. El sol brilla sobre la ciudad, el río, la multitud, y el rey. Los albañiles han puesto en marcha un montacargas eléctrico, y a medida que el rey asciende, el cabrestillo que sostiene la clave del arco se eleva pasando junto a él, y se detiene en el aire, y baja hasta posarse casi en silencio —un bloque que pesa toneladas —sobre los dos apoyos, transformándolos en una sola fábrica: un arco. En los andamios, un albañil con paleta y balde espera al rey. Todos los otros trabajadores ascienden por escalas de cuerda, como un enjambre de moscas. El rey y el albañil se arrodillan en una tabla estrecha, arriba, entre el río y el sol. Tomando la paleta, el rey echa cemento en las junturas del arco. No se contenta con unos pocos golpes; no le devuelve la paleta al albañil y trabaja ahora metódicamente. El cemento es de color rosado, distinto del resto, y luego de observar el trabajo de abeja del rey le pregunté a la persona de mi izquierda: —¿Es siempre rojo el cemento de los arcos? —Pues ese mismo color es visible en todos los arcos del Puente Viejo, que se cierne maravillosamente sobre el río, aguas arriba.

Enjugándose la frente oscura, transpirada, el hombre —y he de decir hombre pues ya he dicho un karhíder —, el hombre responde: —Hace mucho tiempo el cemento de los arcos era siempre una amalgama de huesas y sangre. Huesos humanos, sangre humana, pues sin el ligamento de la sangre el arco se vendría abajo. Ahora usamos sangre de animales.

Así me habla a menudo, franco y sin embargo precavido, irónico, como si no olvidara nunca que yo veo y juzgo desde la perspectiva de un extraño: rara lucidez en un hombre de tan alta jerarquía, y de una raza tan aislada. Es uno de los poderosos del reino; no estoy seguro del apropiado equivalente histórico, visir, canciller o primer ministro; la palabra karhidi correspondiente significa Oreja del Rey. Es señor de un dominio y señor del reino, agente de acontecimientos notables. El nombre es Derem Har rem ir Estraven.

Parece que el rey ha concluido su trabajo de albañilería, y me alegro, pero él cruza bajo el ápice del arco, en una telaraña de andamios, y empieza de nuevo en el otro apoyo. Nadie es demasiado impaciente en Karhide. No parecen en verdad gentes flemáticas, y sin embargo son tercas, pertinaces, y terminan las obras de albañilería. Las multitudes de los terraplenes miran complacidas el trabajo del rey, pero yo estoy aburrido, y tengo calor. Antes nunca tuve calor en Invierno; nunca lo tendré otra vez, y sin embargo no llego a apreciar lo que pasa. Me he vestido para la Edad de Hielo y no para la luz del sol, con capas y capas de ropa, fibras vegetales, artificiales, pieles, cuero, una maciza armadura contra el frío, donde ahora me marchito como hoja de rábano. Tratando de distraerme miro a la multitud y a las gentes del desfile, reunidas ahora alrededor de la plataforma, con los estandartes de los dominios y los clanes colgando inmóviles y brillantes a la luz del sol, y yo le pregunto ociosamente a Estraven qué estandarte es este, y ese otro, y aquel. Los conoce a todos, aunque hay centenares, algunos de dominios remotos, emblemas y gallardetes de Perin, tormentosa zona fronteriza, y las tierras de Kerm. —He nacido en Kerm —me dice Estraven cuando admiro sus conocimientos —. De cualquier modo es mi obligación conocer los dominios. Son todos Karhide. Gobernar esta tierra es gobernar a los señores. Esto no significa que así haya sido alguna vez. ¿Conoce usted el dicho: «Karhide no es una nación sino una pelea de familia»? —Yo nunca lo había oído y sospecho que es invención de Estraven; tiene su sello.

En este momento otro miembro del kiorremi, la cámara alta o parlamento, presidida por Estraven, se abre paso acercándose a empellones y habla con Estraven. Es un primo del rey: Pemmer Harge rem ir Tibe. Habla en voz baja, y adopta una postura algo insolente, sonriendo a menudo. Estraven, sudando como hielo al sol, pulido y frío como el hielo, responde a los murmullos de Tibe en voz alta, y en un tono de cortesía trivial, de modo que el otro queda haciendo el papel de tonto. Presto atención, mientras observo que el rey termina el trabajo, y no entiendo nada, excepto la animosidad entre Tibe y Estraven. No tiene relación conmigo, de cualquier modo, pero me interesa la conducta de esta gente que manda en una nación, según el antiguo estilo, y en las fortunas de veinte millones de habitantes. La complejidad y la sutileza del poder han aumentado tanto entre las gentes del Ecumen que sólo una mente privilegiada puede dominarlo de algún modo; aquí ese poder está todavía limitado, todavía visible. En Estraven, por ejemplo, el poder es como una expansión de su propio carácter: no puede hacer un gesto cualquiera o decir una palabra sin llamar la atención. Estraven lo sabe, y ese conocimiento le da un sentido de la realidad del que casi todos los demás carecen: una cierta densidad de ser, sustancialidad, grandeza humana. Nada tiene tanto éxito como el éxito.

No confío en Estraven, cuyos motivos son siempre oscuros; no me agrada; sin embargo siento esa autoridad y respondo a ella, así como respondo al calor del sol.

Estoy todavía entretenido en estos pensamientos, cuando el sol palidece detrás de unas nubes, y una ráfaga de lluvia pronto corre río arriba, dispersando a la multitud en los terraplenes, oscureciendo el cielo. Cuando el rey desciende por la escalerilla la luz irrumpe una última vez, y la figura blanca y el arco inmenso se alzan un instante vívidos y espléndidos en el cielo oscuro de la tormenta. Las nubes se cierran. Un viento frío viene desgarrando la calle Puerto—y—Palacio, el río es ahora gris, y los árboles se estremecen. El desfile ha concluido. Media hora después esta nevando.

El coche del rey se aleja por la calle Puerto—y—Palacio, y las gentes empiezan a moverse como un canto rodado en una marea lenta. Estraven se vuelve de nuevo y me dice: —¿Cenará conmigo esta noche, señor Ai? —Acepto, más sorprendido que agradado. Estraven me ha ayudado mucho en los últimos seis u ocho meses, pero yo no esperaba ni deseaba una invitación a cenar ni ningún favor personal semejante. Harge rem ir Tibe está aun junto a nosotros, escuchando, y me parece de pronto que está aquí para eso, para escuchar. Molesto por este clima de intriga afeminada dejo la plataforma y me pierdo en la multitud, agachándome y encogiéndome. No soy mucho más alto que el guedeniano medio, pero la diferencia es más notable en una multitud. Es él, miren, ahí va el Enviado. Por supuesto, esto era parte de mi trabajo, pero una parte que se hacía más dura y más difícil a medida que pasaba el tiempo. Muy a menudo me encontraba deseando el anonimato, la uniformidad. Yo quería ser como todos los otros.

En la calle de las Refinerías, un par de cuadras después, doblé hacia mis habitaciones, y de pronto, allí donde la multitud raleaba, descubrí a Tibe a mi lado.

—Un acontecimiento perfecto —dijo el primo del rey, sonriéndome. Los dientes largos, limpios y amarillos aparecían y desaparecían en una cara amarilla y como entretejida, aunque no era un hombre viejo, de finas arrugas.

—Un buen augurio para el puerto —dije.

Más dientes.

—Sí, de veras.

—La ceremonia del arco es muy impresionante…

—Sí, de veras. Esa ceremonia viene de mucho tiempo atrás. Pero el señor Estraven se lo habrá explicado todo.

—El señor Estraven es muy cortés.

Yo trataba de hablar de un modo insípido y sin embargo todo lo que le decía a Tibe parecía tener doble significado.

—Oh sí, de veras —dijo Tibe —El señor Estraven es famoso por la amabilidad con que trata a los extranjeros. —Tibe sonrió otra vez, y me pareció que todos esos dientes tenían también significado, doble, múltiple; treinta y dos diferentes significados.

—Pocos extranjeros son tan extranjeros como yo, señor Tibe. Agradezco mucho cualquier amabilidad.

—¡Si, de veras, sí! Y la gratitud es una emoción noble y rara, muy elogiada por los poetas. Rara sobre todo aquí en Erhenrang, quizá porque es impracticable. Nos ha tocado una época difícil, una época ingrata. Las cosas no son como en tiempo de nuestros abuelos, ¿no?

—No podría decirlo, señor, pero he escuchado la misma queja en otros mundos.

Tibe me miró un rato como estudiando a un lunático. Luego mostró los largos dientes amarillos.

—¡Ah, sí! ¡Si, de veras! Siempre olvido que usted viene de otro planeta. Pero, claro, no es asunto que pueda olvidarse. Aunque me parece qué la vida de usted sería más atinada, segura y simple si pudiese olvidar, ¿eh?, ¡Si, de veras! Aquí está mi coche, tuve que dejarlo lejos de la carretera. Me gustaría llevarlo a usted a la isla, pero tendré que renunciar al privilegio, ya que he de presentarme muy pronto en la Casa del Rey, y los parientes pobres tienen que ser puntuales, como dice el adagio, ¿eh? ¡Sí, de veras! —El primo del rey se subió al cochecito eléctrico, de color negro, mostrándome los dientes por encima del hombro, mirándome con unos ojos velados de arrugas.

Eché a caminar hacia mi isla. Ahora ya fundidas las últimas nieves invernales, el jardín ha quedado al descubierto, y las puertas de invierno, a tres metros por encima del nivel de la calle, han sido selladas por unos pocos meses, hasta que vuelvan el otoño y las nieves. A un lado del edificio, en el barro y el hielo, y la vegetación de primavera del jardín, lozana, vívida, tierna, una joven pareja hablaba de pie, las manos derechas unidas. Estaban en el primer período de kémmer. Los copos blandos revoloteaban alrededor mientras ellos se miraban a los ojos, las manos juntas, descalzos en el barro helado. Primavera e invierno.

Cené en mi isla, y cuando la hora cuarta sonó en los gongos de la torre Remni, yo entraba en el palacio, listo para la comida. Los karhíderos tienen cuatro comidas principales al día: desayuno, almuerzo, merienda y cena, junto con eventuales bocados en los intervalos. No hay ganado en Invierno, ni productos manufacturados: leche, manteca, queso; los únicos alimentos ricos en proteínas e hidratos de carbono son las distintas variedades de huevos; pescado, nueces, y granos de hainish. Una dieta de bajas calorías en un clima crudo y hay que realimentarse muchas veces. Yo me había acostumbrado, parecía, a comer cada pocos minutos. No descubrí hasta más avanzado el año que los guedenianos habían perfeccionado la técnica del estómago perpetuamente colmado y a la vez siempre insatisfecho.

Nevaba aún, un chubasco de primavera, mucho más agradable que la lluvia del deshielo que había caído hasta hacía poco. Fui hacia el palacio y entre las construcciones, en la pálida y silenciosa oscuridad de la nevada, extraviándome sólo una vez. El palacio de Erhenrang es una ciudadela, una zona amurallada de edificios, torres, jardines, patios, claustros, pasadizos elevados, calzadas estrechas, bosquecillos y mazmorras, el producto de siglos de paranoia activa. Sobre todo esto se alzan las paredes sombrías, rojas y ornamentadas de la Casa del Rey, habitada siempre, pero sólo por el rey. El resto, sirvientes, funcionarios, señores, maestros, parlamentarios, guardias y los demás duermen en otro palacio, recinto, barraca, o casa de la ciudadela. La casa de Estraven, signo del alto favor del rey, era el edificio de la Esquina Roja, construido cuatrocientos cuarenta años atrás para albergue de Harmes, compañero de kémmer de Emran III, de belleza todavía célebre, y que fuera secuestrado, mutilado, y convertido en imbécil por partidarios de la facción mediterránea. Emran III murió cuarenta años después, todavía descargando su cólera sobre las desgracias del pueblo: Emran el malaventurado. La tragedia es tan antigua que ya ha perdido todo horror, y sólo un cierto aire de deslealtad y melancolía cubre las piedras y sombras de la casa.

El jardín era pequeño y tapiado; unos árboles de sérem se inclinaban sobre el estanque de piedras. En los pálidos rayos de luz que entraban por las ventanas yo veía los copos de nieve y las esporas filamentosas y blancas de los árboles, que caían lentas y juntas al agua oscura. Estraven estaba esperándome al frío, descubierto y sin abrigo, observando los copos y las semillas que descendían secreta y continuamente en la noche. Me saludó apenas, y me llevó al interior de la casa. No había otros huéspedes.

Me sorprendí, pero nos sentamos en seguida a la mesa, y no se habla de negocios mientras se come; además, mi asombro se volvió a la comida, que era excelente, aun el infaltable pan de manzana, transformado por un cocinero cuyo arte alabé de todo corazón. Luego de la cena bebimos cerveza caliente junto al fuego. En un mundo donde hay un utensilio común de mesa para deshacer el hielo que se forma en el vaso, entre sorbo y sorbo, uno llega a apreciar la cerveza caliente.

Estraven había conversado amablemente, mientras cenábamos; ahora callaba, instalado allí delante, junto al extremo de la chimenea. Aunque pronto se cumplirían dos años de mi llegada a Invierno yo estaba todavía muy lejos de poder ver a los habitantes del planeta tal como ellos se veían a si mismos. Lo había intentado varias veces, pero mis esfuerzos concluían en un modo de mirar demasiado deliberado: un guedeniano me parecía entonces primero un hombre, y luego una mujer, y les asignaba así categorías del todo irrelevantes para ellos, y para mí fundamentales. De modo que mientras sorbía la ácida cerveza humeante se me ocurrió que durante la cena la conducta de Estraven había sido femenina, todo encanto y tacto y ausencia de sustancia, graciosa y diestra. ¿Era quizá esta blanda y sutil femineidad el motivo de mi desconfianza y mi rechazo? Pues me parecía imposible pensar en Estraven como mujer: esa presencia, oscura, irónica, poderosa, a mi lado, a la luz del fuego; y sin embargo cada vez que lo imaginaba como hombre, me parecía ver cierta falsedad, cierta impostura: ¿en él o en mi propia actitud hacia él? La voz de Estraven era delicada y resonante, pero no profunda, y apenas masculina aunque tampoco femenina, ¿pero qué decía ahora?

—Lamento —decía —haber tenido que postergar tanto tiempo el placer de tenerlo a usted en mi casa; y en ese sentido me alegra saber que ya no hay entre nosotros ninguna cuestión de patronazgo.

Me quedé pensando en lo que acababa de oír. Estraven había sido hasta entonces mi patrón, esto era indiscutible. ¿Acaso la audiencia en la corte que el rey me concediera para el día siguiente nos había puesto a ambos en un mismo plano?

—No estoy seguro de entenderlo a usted —le dije.

Estraven calló un rato, también perplejo.

—Bueno —dijo al fin —, estando usted aquí… Ya no he de favorecerlo ante el rey, por supuesto.

Estraven hablaba como si estuviese avergonzado de mi, no de si mismo. La invitación a cenar, parecía evidente, tenía un significado que se me escapaba. Pero mi torpeza era una cuestión de costumbres y la de Estraven una cuestión de ética. Lo único que se me ocurrió al principio fue que no me había equivocado al desconfiar de Estraven. No sólo era hábil y poderoso, sino también desleal. Todos estos meses en Erhenrang era él quien me había escuchado, quien había respondido a mis preguntas, mandando médicos e ingenieros a verificar la rareza de mi cuerpo y de mi nave, presentándome a gente que yo necesitaba conocer, y elevándome poco a poco de mi condición primera de monstruo imaginativo a la de enviado misterioso, a punto de ser recibido por el rey. Ahora, habiéndome transportado a esas alturas peligrosas, Estraven me anunciaba fríamente y de pronto que me retiraba todo apoyo.

—Usted mismo me apoyó y…

—Fue un error.

—Quiere decir que aunque me consiguió esta audiencia no le ha hablado al rey de mi misión como usted… —Tuve la sensatez de callar antes de «prometió».

—No puedo.

Yo estaba furioso, pero Estraven no parecía ni enojado ni avergonzado.

—¿Me dirá por qué?

Al cabo de un rato Estraven dijo: —Si —y en seguida calló otra vez. Durante esta pausa se me ocurrió que un extraño inepto e indefenso no puede exigirle explicaciones a un primer ministro, sobre todo cuando no entiende, y quizá nunca entienda, los fundamentos del poder y las obras del gobierno. No había duda de que se trataba de shifgredor, prestigio, imagen, posición, relación de orgullo, el intraducible y soberano principio de autoridad social que domina en Karhide y en todas las civilizaciones de Gueden. Y si era esto, yo no lo entenderla.

—¿Oyó usted lo que me dijo hoy el rey en la ceremonia?

—No.

Estraven se inclinó hacia adelante, sacó la jarra de cerveza de las cenizas calientes, y volvió a llenarme el vaso. No dijo nada más, y continué:

—No oí que el rey le hablara.

—Yo tampoco —dijo Estraven.

Entendí al fin que se me escapaba de nuevo otra señal. Maldiciendo las afeminadas tortuosidades de Estraven, le dije: —¿Trata de decirme, señor Estraven, que ha perdido usted el favor del rey?

Me pareció descubrir entonces en Estraven una expresión de enojo, aunque habló con voz indiferente.

—No trato de decirle nada, señor Ai.

—¡Dios, ojalá tratara!

Estraven me miró con curiosidad. —Bueno, digámoslo así. Hay gentes en la corte que disfrutan del favor del rey, como usted dice, pero que no apoyan ni la presencia ni la misión de usted.

Y por eso corres a unirte a esa gente, y me vendes para salvar el pellejo, pensé, pero no hubiese servido de nada decirlo. Estraven era un cortesano, un político, y yo un tonto por haberle tenido confianza. Aun en una sociedad bisexual el político es muy a menudo algo menos que un hombre íntegro. La invitación a cenar mostraba claramente el punto de vista de Estraven: yo aceptaría esa traición con la misma facilidad con que él la había cometido. Salvar las apariencias importaba más que la honestidad. De modo que me obligué a decir: —Lamento que la amabilidad de usted le haya traído dificultades. —Brasas encendidas. Tuve la satisfacción de sentir una cierta superioridad moral, pero no por mucho tiempo; Estraven era demasiado impredecible.

Se echó hacia atrás de modo que el resplandor del fuego le encendió las rodillas y las manos, delgadas y fuertes, y el vaso de plata, aunque el rostro continuó envuelto en la oscuridad: un rostro ensombrecido siempre por el cabello abundante y bajo, las cejas y las pestañas espesas, y una expresión amable y oscura. ¿Es posible leer en la cara de un gato, una foca, una nutria? Algunos guedenianos, me parece, son como esos animales de ojos brillantes y hundidos que tienen siempre la misma expresión mientras uno habla.

—Me he creado dificultades —me respondió —por algo que no tiene ninguna relación con usted, señor Ai. Karhide y Orgoreyn, como usted sabe, discuten desde hace tiempo a propósito de una franja de tierra en la frontera de la cascada del Norte, cerca de Sassinod. El abuelo de Argaven sostuvo los derechos de Karhide sobre el valle de Sinod, pero los comensales nunca admitieron ese reclamo. Mucha nieve de una sola nube, y continúa cayendo. He estado ayudando a algunos campesinos karhidis que viven en el valle a mudarse al este, más allá de la antigua frontera, pensando que la discusión se agotaría si dejábamos el valle a los orgotas, que han vivido allí varios milenios. Hace algunos años yo trabajaba en la administración de la cascada del Norte, y llegué a conocer a algunas de esas gentes. Me disgustaba la idea de que los matarían en operaciones de saqueo, o que los enviarían a los campos de voluntarios de Orgoreyn. ¿Por qué no eliminar el motivo de la disputa? Pero esto no es una idea patriótica. En verdad es una idea cobarde, e impugna el poder mismo del rey.

Las ironías de Estraven, y estas idas y venidas con Orgoreyn a propósito de una cuestión de fronteras, no me interesaban Retomé nuestro asunto. Aunque no confiara en Estraven, podía sacarle aún algún provecho.

—Lo siento —dije —, pero parece una lástima que los problemas de unos pocos campesinos reduzcan las posibilidades de mi misión ante el rey. Lo que está en juego es mucho más que unos pocos kilómetros de fronteras nacionales.

—Si. Mucho más. Pero quizá los ecúmenos, cuyas fronteras están separadas de las nuestras por cien años luz, puedan tenernos un poco de paciencia.

—Los ecúmenos estables tienen mucha paciencia, señor. Esperarán cien años o quinientos a que Karhide y el resto de Gueden deliberen y consideren si se unirán o no al resto de la humanidad. Hablo así porque quisiera tener esperanzas, y porque me siento decepcionado de veras. Se me había ocurrido que con el apoyo de usted…

—También yo lo pensé. Bueno, los glaciares no se forman de un día para otro… —Los lugares comunes le venían fácilmente a la boca, pero Estraven tenía la cabeza en otra parte. Reflexionaba. Sentí que el guedeniano me movía de aquí para allá junto con otros peones en una partida por el poder. —Ha venido usted —dijo al fin —en momentos extraños. Todo está cambiando; hemos tomado una nueva senda. No, no tanto; pero el camino nos ha llevado muy lejos. Pensé que la presencia de usted, su misión, impediría que nos equivocáramos, dándonos una nueva posibilidad. Pero en el momento adecuado, y en el sitio adecuado. Todo es muy azaroso, señor Ai.

Estas generalidades me impacientaron todavía más:

—¿Quiere decir —pregunté —que no es este el momento adecuado? ¿Me aconseja usted que cancele la audiencia?

Mi falta de tino sonaba peor aún en karhidi, pero Estraven no sonrió, ni pestañeó.

—Temo que eso sea privilegio del rey —dijo con voz suave.

—Oh Dios, si. No me expresé bien. —Me llevé un momento las manos a la cabeza. Acostumbrado a la sociedad terrestre, abierta y libre, nunca dominaría el protocolo, o la impasividad, tan valorizada por los karhideros. Yo no ignoraba lo que era un rey; la historia misma de la Tierra está poblada de reyes; pero no tenía ninguna experiencia propia a propósito de privilegios, ningún tacto. Recogí el vaso y tomé un trago fuerte y caliente. —Bueno, le diré al rey menos de lo que pensaba decirle, cuando contaba con el apoyo de usted.

—Bien.

—¿Por qué bien? —pregunté.

—Señor Ai. Usted no está loco, yo no estoy loco. Pero ninguno de los dos es un rey, se da usted cuenta… Supongo que iba a decirle a Argaven, de un modo claro y racional, que la misión de usted es la de intentar una alianza entre Gueden y el Ecumen. Y, de un modo claro y racional, ya está enterado, porque como usted sabe yo mismo se lo he dicho. Le presenté el caso de usted, traté de interesarlo. Todo se hizo mal, en un mal momento. Olvidé, estando tan interesado yo mismo, que Argaven es un rey, y no ve las cosas de modo racional sino como un rey. Todo lo que le dije significa para Argaven que su poder está amenazado, que el reino es una mota de polvo en el espacio, y una fruslería para hombres que gobiernan un centenar de mundos.

—Pero el Ecumen no gobierna, coordina. No tiene otro poder que el de los mundos y estados miembros. Aliado al Ecumen, Karhide estará menos amenazado que nunca, y será mucho más importante.

Estraven calló un rato. Se quedó mirando el fuego, y las llamas centelleaban reflejadas en el vaso y la ancha y brillante cadena de plata que el guedeniano llevaba sobre los hombros. La vieja casona estaba en silencio. Durante la cena nos había atendido un sirviente, pero los karhíderos, no teniendo instituciones que hagan posible la esclavitud o lazos de servidumbre, alquilan servicios, y no gente, y a esta hora los sirvientes se habían ido todos a sus casas. Un hombre como Estraven debía de tener guardianes, pues el asesinato político es una costumbre común en Karhide, pero yo no había visto ni oído a ningún guardia. Estábamos solos.

Yo estaba solo, con un extranjero, entre los muros de un palacio sombrío, en una nevosa ciudad extranjera, en el corazón de la Edad de Hielo, y en un mundo extraño.

Todo lo que yo había dicho, esta noche y desde el instante en que había llegado a Invierno, me pareció de pronto increíble y estúpido. ¿Cómo podía esperar yo que este hombre, o cualquiera, creyese mis historias de otros mundos, de otras razas, de un vago y benevolente gobierno instalado en el espacio exterior? Todo era un disparate. Yo había aparecido en Karhide en una nave rara, y en algunos aspectos era distinto de los guedenianos. Esto necesitaba de una explicación. Pero mis explicaciones habían sido arrogantes y absurdas. En este momento ni yo mismo las creía.

—Yo le creo a usted —me dijo Estraven, el extranjero, el extraño que estaba a solas conmigo; y yo había estado tan absorto en mis preocupaciones que alcé sorprendido los ojos —. Temo que Argaven también le crea. Pero no confía en usted. En parte porque ya no confía en mí. He cometido errores, me mostré descuidado. Ni siquiera puedo pedirle a usted que me tenga confianza, pues lo he puesto en peligro. Olvidé lo que es un rey, olvidé que el rey se siente Karhide, olvidé el patriotismo, y que el rey es por necesidad el perfecto patriota. Permítame una pregunta, señor Ai: ¿Sabe usted por propia experiencia, lo que es el patriotismo?

—No —dije, —sacudido por la fuerza de esa intensa personalidad que ahora se volcaba enteramente sobre mi —. No me parece. Si por patriotismo no entiende usted el amor al sitio natal, pues eso sí lo conozco.

—No, no hablo del amor, cuando me refiero al patriotismo. Hablo del miedo. El miedo del otro. Y las expresiones de ese miedo son políticas, no poéticas: odio, rivalidad, agresión. Crece en nosotros, ese miedo, crece en nosotros año a año. Nuestro camino nos llevó demasiado lejos. Y usted, que procede de un mundo donde las naciones desaparecieron hace siglos, que apenas entiende de qué hablo, que nos ha mostrado el nuevo camino… —Estraven calló, un rato, y luego continuó diciendo, dueño otra vez de si mismo, tranquilo y cortés: —Es ese miedo lo que ahora me impide apoyarlo a usted en la corte. Pero no miedo por mi, señor Ai. No estoy actuando patrióticamente. Al fin y al cabo hay otras naciones en Gueden.

Yo no entendía a dónde iba Estraven, pero estaba seguro de que no decía lo que parecía decir. De todas las almas enigmáticas, obstructivas, oscuras que yo había encontrado en esta ciudad helada, esta era la más oscura. Yo no entraría en esa partida laberíntica. No respondí. Un momento después Estraven continuó, con cierta cautela: —Si lo he entendido bien, los ecúmenos se interesan sobre todo en el bienestar de la humanidad. Los orgotas, por ejemplo, saben ya cómo subordinar los intereses locales al interés general, y de esto no hay experiencia en Karhide. Y los comensales de Orgoreyn son casi todos gente cuerda, aunque poco inteligente, mientras que el rey de Karhide no sólo es loco, sino también estúpido.

Era evidente que Estraven no conocía la lealtad. Le dije, algo disgustado: —Entonces, estar al servicio del rey ha de ser una tarea difícil.

—No sé si he estado alguna vez al servicio del rey —dijo el primer ministro del rey —. O si lo he intentado. No soy el sirviente de nadie. Un hombre no ha de tener otra sombra que la propia…

Los gongs de la torre Remni estaban dando la hora sexta, medianoche, y aproveché para irme. Me estaba poniendo el abrigo junto a la puerta cuando Estraven me dijo: —He perdido mi oportunidad, ya que usted, supongo, dejará Erhenrang —¿por qué lo suponía? —pero llegará un día en que podremos hablar de nuevo. Hay tantas cosas que quiero saber. Acerca de cómo piensan las mentes de ustedes en particular. Apenas empezó usted a explicármelo.

La curiosidad de Estraven parecía de veras genuina. Tenía la desfachatez de los poderosos. Las promesas de ayuda también habían parecido genuinas. Le dije si, por supuesto, cuando él quisiera, y eso fue el fin de la velada. Estraven me acompañó a cruzar el jardín, cubierto por una delgada capa de nieve a la luz de la luna de Gueden, grande, opaca, bermeja. Sentí un escalofrío cuando salimos, pues la temperatura había descendido a bajo cero, y Estraven me dijo en un tono de sorpresa cortés: —¿Tiene usted frío? —Para el, por supuesto, era una tibia noche de primavera.

Yo estaba cansado y abatido. —He tenido frío desde que llegué a este mundo —dije.

—¿Cómo llama usted a este mundo?

—Gueden.

—¿Nunca lo llamaron con un nombre de ustedes?

—Si, los primeros exploradores. Lo llamaron Invierno.

Nos habíamos detenido en las puertas del jardín amurallado. Afuera, los muros y techos del palacio se alzaban confusamente como cimas nevadas y oscuras, iluminadas aquí y allá por el débil resplandor amarillo de las ventanas. Alcé los ojos, de pie bajo el techo abovedado, y me pregunté si la clave del arco estaría también cimentada con sangre y huesos. Estraven se volvió, abandonándome. Nunca se entretenía mucho en recibimientos y despedidas. Salí atravesando los patios y callejones silenciosos del palacio y las calles bajas de la ciudad. La nieve iluminada por la luna crujía bajo mis botas. Me sentía helado, desanimado, obsesionado por la perfidia, y la soledad, y el miedo.

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