6. Un camino a Orgoreyn

El cocinero, que llegaba siempre a la casa muy temprano, me despertó sacudiéndome y hablándome al oído:

—¡Despierte, despierte, Señor Estraven, traen un mensaje de la Casa del Rey! —Entendí al fin, y aturdido por el sueño y los reclamos del cocinero me levanté de prisa y fui a la puerta de mi cuarto, donde esperaba el mensajero, y así entré en mi destierro desnudo y estúpido como un recién nacido.

Leyendo el papel que me dio el mensajero me dije a mí mismo que yo había esperado esto, aunque no tan pronto. Pero cuando tuve que mirar cómo aquel hombre clavaba el condenado papel en la puerta de la casa, sentí como si estuviese clavándome los clavos en los ojos, y le di la espalda, y me quedé allí, turbado y abatido, destrozado por una pena que no había esperado.

Me sobrepuse al fin, y atendí a lo que era ahora más importante, y cuando los gongs dieron la hora novena ya había dejado el palacio. No había nada que me retuviese. Me llevé lo que pude. En cuanto a los bienes y el dinero ahorrado, no podía sacarlos sin poner en peligro a los hombres con quienes yo trataba, y cuanto más me ayudaran mis amigos más riesgos corrían. Le escribí a mi viejo kemmerante, Ashe, cómo podía obtener provecho de algunas cosas de valor que servirían para nuestros hijos, pero indicándole que no tratara de mandarme dinero, pues Tibe tendría vigiladas las fronteras. No pude firmar la carta. Llamar a alguien por teléfono sería mandarlo a la cárcel, y yo quería irme en seguida, antes que algún amigo inocente llegara a verme y perdiera su libertad y sus bienes como recompensa por este acto de amistad.

Crucé la ciudad hacia el oeste, y deteniéndome en una esquina pensé de pronto: ¿Por qué no ir hacia el este, del otro lado de las montañas y las llanuras, de vuelta a las tierras de Kerm, como un mendigo que viaja a pie, y llegar así a Estre donde nací, la casa de piedra en la boscosa ladera de una montaña? ¿Por qué no volver a mi hogar? Me detuve así tres o cuatro veces mirando por encima del hombro. Cada una de estas veces creí ver entre los indiferentes rostros de la calle a alguno que era quizá un espía, el hombre que vigilaba mi salida de Erhenrang; y cada una de estas veces pensé en la locura de volver a mi casa. Un suicidio. Yo había nacido para vivir en el destierro, parecía, y mi único modo de volver era un modo de morir. De modo que seguí hacia el Oeste, y ya no miré atrás.

Luego de los tres días de gracia que se me habían concedido, y si no había contratiempos, yo me encontraría en Kuseben a orillas del golfo, a ciento treinta kilómetros. A la mayoría de los exiliados se les envía una nota de advertencia, la noche anterior a la orden de destierro, y tienen así la posibilidad de embarcarse en una nave, Sess abajo, antes que los contramaestres puedan ser castigados por dar ayuda. Cortesías semejantes no eran propias de la vena de Tibe. Ningún navegante se atrevería a llevarme ahora; todos me conocían en el puerto, ya que yo mismo lo había construido para Argaven. No podía embarcarme, y la frontera terrestre de Erhenrang está a más de seiscientos kilómetros. No me quedaba otra cosa que cruzar Kuseben a pie.

El cocinero lo había previsto. Yo lo mandé fuera en seguida, pero antes de irse el hombre me había juntado toda la comida preparada que pudo encontrar para mi viaje de tres días. Esa bondad me conservó la vida, y también el ánimo, pues cada vez que en mi viaje comí de ese pan y de esa fruta pensé: «Hay un hombre que no me considera traidor, pues me ha dado esto.»

Es duro, descubrí, que lo llamen traidor a uno, y extraño también, pues cuesta poco dar a alguien ese nombre; un nombre que se pega, se ajusta, convence. Yo mismo estaba a medias convencido.

Llegué a Kuseben al anochecer del tercer día, inquieto y con los pies llagados, pues en esos últimos años en Erhenrang yo había cedido al lujo y a la buena mesa y ya no era un buen caminador; y allí, esperando por mí a las puertas del pueblo, estaba Ashe.


Habíamos sido kemmerantes siete años, y habíamos tenido dos hijos. Nacidos de la carne de Ashe se llamaban como él, Fored rem ir Osbod, y habían sido criados en aquel clan—hogar. Tres años antes Ashe había visitado la fortaleza de Orgni y llevaba ahora la cadena dorada; celibatario de los profetas. No nos habíamos visto en esos tres años, y sin embargo mirándolo a la luz del crepúsculo bajo el arco de piedra sentí aquel viejo hábito de nuestro amor, como si se hubiese roto un día antes, y vi en Ashe aquella fidelidad que lo había impulsado a compartir mi ruina. Y comprendiendo que ese lazo ya inútil me apretaba de nuevo, sentí furia; pues el amor de Ashe me había obligado siempre a actuar contra mis sentimientos.

No me detuve. Si yo tenía que ser cruel no había necesidad de ocultarlo, y de fingir amabilidad.

—Derem —me llamó Ashe, siguiéndome. Apresuré el paso descendiendo por las empinadas calles de Kuseben, hacia los muelles.

Un viento sur soplaba desde el mar, moviendo los follajes negros de los jardines, y en aquel templado y tormentoso crepúsculo de verano huí de Ashe como de un asesino. Ashe me alcanzó pronto, pues las llagas de los pies me impedían caminar de prisa, y me habló:

—Derem, iré contigo. —No respondí.

—Diez años atrás en este mes de tuva hicimos votos…

—Y hace tres años rompiste esos votos, abandonándome, y elegiste mal.

—Nunca rompí los votos que hicimos, Derem.

—Es cierto. No había nada que romper. Fue un voto falso, un voto segundo. Lo sabes, ya lo sabías entonces. El único verdadero voto de fidelidad nunca fue dicho, no podía ser dicho, y el hombre a quien hice ese voto está muerto hace tiempo, y la promesa ya no vale. No me debes nada, ni yo a ti. Déjame ir.

Mientras yo hablaba mi cólera y mi amargura se iban volviendo de Ashe hacia mi y mi propia vida, que quedaba atrás como una promesa rota. Pero Ashe no lo sabía, y me miró con lágrimas en los ojos. —¿Me permites, Derem? No te debo nada, pero te quiero bien —dijo tendiéndome un pequeño paquete.

—No, no me falta dinero, Ashe. Déjame ir. Tengo que ir solo.

Seguí mi camino, y Ashe no me siguió, pero sí la sombra de mi hermano. Yo había hecho mal, pues no tenía que haberlo nombrado; yo había hecho mal casi todas las cosas.

La fortuna no me esperaba en el puerto. No había allí ningún barco de Orgoreyn que pudiese sacarme de Karhide antes de medianoche. Quedaban pocos hombres en los muelles, y estos pocos ya regresaban de prisa a sus casas; el único con quien pude hablar, un pescador que arreglaba el motor de una barca, alzó los ojos echándome una mirada, y me volvió la espalda en silencio. Tuve miedo entonces. El hombre me conocía, y esto significaba que estaba avisado. Tibe trataba de acorralarme y mantenerme en Karhide hasta que se me acabara el tiempo. Yo había sentido hasta ahora dolor y furia, pero no miedo. No se me había ocurrido que la orden de destierro no fuese sino una mera excusa para mi ejecución. Una vez que sonara la sexta hora yo era pieza libre para los hombres de Tibe, y nadie podría acusarlos de asesinato, ya que serían entonces bravos ejecutores de la justicia.

Me senté en un saco de arena, envuelto en las sombras y resplandores ventosos del puerto. El mar golpeaba y lamía los pilares, y unos botes de pesca tironeaban de las amarras, y allá en el otro muelle ardía una lámpara. Miré un rato la luz y más allá la oscuridad sobre el mar. Algunos despiertan ante el peligro, no yo. Mi don es la previsión. Amenazado de cerca me vuelvo estúpido, y allí estaba ahora, sentado en un saco de arena pensando si un hombre podría ir a nado hasta Orgoreyn. No había hielo en el golfo de Charisune desde hacia un mes o dos, y se podía sobrevivir un rato dentro del agua. La distancia a la costa orgota era de casi doscientos kilómetros. Yo no sabía nadar. Cuando dejé de mirar el mar y volví los ojos a las calles de Kuseben, me encontré buscando a Ashe, con la esperanza de que me hubiera seguido. Habiendo alcanzado este punto, la vergüenza me sacó del estupor y pude pensar otra vez.

El dinero o la violencia era la alternativa si yo me decidía a tratar con el pescador que trabajaba en la barca, al abrigo del muelle; pero no valía la pena, ya que el motor parecía descompuesto. El robo entonces, aunque los motores de las barcas de pesca estaban todos bajo llave. Abrir el circuito cerrado, encender el motor, alejarse en el bote bajo las lámparas del muelle y viajar así hasta Orgoreyn, no habiendo manejado nunca una barca de motor, parecía una tonta aventura desesperada. Nunca había manejado una barca de motor, pero había remado en el lago Paso de Hielo, en Kerm, y allí, sujeto al muelle exterior, entre dos lanchas, había un bote de remos. Me decidí. Corrí por el muelle bajo las lámparas que me miraban, salté al bote, solté las amarras, puse los remos y remé en las aguas revueltas y negras del puerto donde se deslizaban y se reflejaban las luces. Cuando estuve bastante lejos me interrumpí para enderezar el tolete de un remo, que no trabajaba bien; todavía me faltaba un buen trecho, aunque esperaba que alguna patrulla o algún pescador orgota me rescataran al alba. Me incliné sobre la horquilla y sentí como una debilidad que me corría por todo el cuerpo. Pensé que iba a desmayarme, y caí hacia atrás encogido sobre el asiento. Era la enfermedad del miedo, que estaba dominándome. Pero yo no sabía que la cobardía era algo que pesaba tanto en el estómago. Alcé los ojos y vi dos figuras en el extremo del muelle, como dos varitas saltarinas en el distante resplandor eléctrico del otro lado del agua, y entonces empecé a pensar que mi parálisis no era efecto del temor sino de un arma de largo alcance.

Llegué a ver que uno de ellos sostenía un arma de saqueo, y si hubiese sido después de medianoche supongo que el hombre habría disparado, matándome; pero el arma de saqueo es muy ruidosa, y alguien podía pedir explicaciones. De modo que habían usado un arma sónica. Un arma sónica extiende eficazmente el campo de resonancia sólo en un radio de unos treinta metros. No conozco el alcance del arma para un disparo letal, pero yo no había estado demasiado lejos; me doblaba ahora sobre mí mismo como un niño con cólicos. Me costaba respirar; el campo debilitador me había alcanzado el pecho; pronto enviarían una barca de motor para terminar de una vez conmigo, y no podía perder más tiempo echado así sobre los remos, jadeando. Había oscuridad a mis espaldas, y adelante, y remé hacia la oscuridad. Remé con brazos débiles, mirándome las manos para estar seguro de que sostenían los remos, pues yo no los sentía. Salí así al mar abierto y a la negrura, fuera del golfo. Allí tuve que detenerme. A cada golpe de remo me aumentaba el entumecimiento de los brazos. El corazón me latía de modo irregular, y mis pulmones no aspiraban aire. Traté de remar, pero no estaba seguro de que los brazos se me movieran. Quise recoger los remos, y no pude. Cuando el reflector de una patrulla del puerto me mostró en la noche como un copo de nieve en un campo de hollín, ni siquiera pude apartar los ojos del resplandor.

Me desprendieron las manos de los remos, me alzaron sacándome del bote, y me dejaron tendido en la cubierta de la barca como un pez negro. Sentí que me miraban, pero no llegaba a entender qué decían, excepto una vez, cuando alguien que podía ser el capitán habló con voz firme: —No es todavía la hora sexta —y de nuevo, respondiendo a otra voz: —¿Y a mí qué? El rey lo desterró. Seguiré las órdenes del rey y no de cualquier subordinado.

De modo que contra las órdenes de los hombres de Tibe en la costa, y contra los argumentos de la tripulación, que temía ser castigada, aquel oficial de una patrulla de Kuseben me llevó a través del golfo de Charisune y me dejó a salvo en el puerto de Shelt en Orgoreyn. No sé si lo hizo por shifgredor y contra los hombres de Tibe que hubiesen matado a un hombre indefenso, o por bondad. Nusud. «Lo admirable es inexplicable.»

Alcancé a incorporarme cuando la costa orgota apareció como un color gris saliendo de la niebla de la mañana; moví trabajosamente las piernas, y al fin bajé de la nave internándome en las calles portuarias de Shelt, pero allí caí de nuevo en algún sitio. Cuando desperté me encontraba en el Hospital de Comensales de Charisune, Área de la Costa Cuatro, Comensalidad Veinticuatro, Sennedni. De esto no había duda pues estaba grabado o cincelado en escritura orgota en la cabecera de la cama, la lámpara junto a la cama, la taza de metal sobre la mesa de noche, la mesa de noche, los uniformes de las enfermeras, las ropas de cama, y el camisón que yo tenía puesto. Un médico entró y me dijo: —¿Por qué se resistió usted a la doza?

—Yo no estaba en doza —dije —. Yo estaba en un campo sónico.

—Los síntomas de usted eran los de alguien que se ha resistido a la fase de relajación de la doza. —El médico era un viejo dominante, y al fin me obligó a admitir que yo debía de haber usado la fuerza doza, contrarrestando así la parálisis mientras remaba, aun sin darme cuenta. Luego a la mañana, durante la fase dangen que requiere inmovilidad, yo me había levantado echando a caminar, y de ese modo casi me había matado a mí mismo. Cuando todo quedó explicado según su gusto, el médico me dijo que podría irme en un día o dos y se volvió hacia la cama de al lado. Detrás de él vino el inspector.

Detrás de todos los hombres de Orgoreyn viene el inspector.

—¿Nombre?

Yo no había preguntado cómo se llamaba él. Tenía que aprender a vivir apartado de las sombras, como es costumbre en Orgoreyn; no ofenderse, no ofender sin razón. Pero no le di mi nombre de tierras, que no le interesaba a ningún hombre de Orgoreyn.

—¿Derem Har? No es un nombre orgota. ¿De qué comensalidad?

—Karhide.

—No es una comensalidad de Orgoreyn. Los papeles de entrada y la identificación, ¿dónde están, por favor?

¿Dónde estaban mis papeles?

Yo había rodado bastante tiempo por las calles de Shelt antes que alguien me hubiese transportado al hospital, y había llegado allí sin papeles, bienes, abrigo, zapatos, o dinero. Cuando oí esto ya no sentí más cólera y me reí. No hay cólera en el fondo del pozo. Mi risa ofendió al inspector. —¿No se da cuenta de que es usted un extraño indigente y anónimo? ¿Cómo piensa volver a Karhide?

—En ataúd.

—No está dando respuestas adecuadas a preguntas oficiales. Si no tiene intención de volver a su propio país será enviado a una granja de voluntarios, donde hay sitio para criminales proscritos, extraños, y personas no identificadas. No hay otro sitio para indigentes y subversivos en Orgoreyn. Mejor que declare la intención de regresar a Karhide antes de tres días o tendré…

—He sido expulsado de Karhide.

El médico, que cuando oyó mi nombre había vuelto la cara desde la otra cama, llevó al inspector a un lado y le murmuró algo. Al inspector se le fue agriando la cara, como cerveza mala, y cuando estuvo de nuevo a mi lado me dijo, tomándose tiempo y refunfuñándome cada palabra: —¿He de presumir entonces que declarará usted la intención de solicitar permiso de residencia permanente en la Gran Comensalía de Orgoreyn, dependiendo esto de que obtenga y retenga ocupación útil como dígito de una comensalía o vecindad?

—Sí —dije. La palabra permanente, una palabra calavera como quizá no hay otra, había eliminado toda posibilidad de broma.

Cinco días más tarde se me concedió residencia permanente subordinada a mi registro como dígito en la municipalidad de Mishnori (que yo había elegido), y se me dieron papeles de identificación temporarios para mi viaje a la ciudad. Yo hubiese pasado hambre esos cinco días, si el viejo médico no me hubiese mantenido en el hospital. Le gustaba tener un primer ministro de Karhide en su sala, y el primer ministro le estaba agradecido.

Me trasladé a Mishnori como tripulante de barcas de tierra en una caravana que llevaba pescado fresco de Sbelt. Un viaje rápido y oloroso, que terminaba en los extensos mercados de Mishnori Sur, donde pronto encontré ocupación en las casas del hielo. Siempre hay trabajo en el verano en esos sitios, donde se cargan y empacan y almacenan y embarcan materiales perecederos. Yo trabajaba sobre todo en pescado, y vivía en una isla cerca de los mercados junto con mis compañeros de la casa del hielo. La isla del Pescado, la llamaban; hedía a nosotros. Pero el trabajo me gustaba pues me permitía pasar la mayor parte del día en el depósito refrigerado. Mishnori es un baño de vapor en verano. Las puertas de las montañas están cerradas: los ríos hierven, los hombres transpiran. En el mes de ockre hay diez días y diez noches en que la temperatura no baja nunca de quince grados, y un día el calor subió a treinta grados. Luego de pasarme el día en mi fresco refugio que olía a pescado, yo salía a ese horno de fundición, y caminaba tres kilómetros hasta los muelles de Kunderer, donde hay árboles, y puede verse el río caudaloso, aunque no bajar a las orillas. Allí me paseaba hasta tarde y al fin regresaba a la isla del Pescado a través de la noche cerrada y calurosa. En aquellos barrios de Mishnori la gente rompía los faroles de la calle, para poder actuar en la oscuridad. Pero los coches de los inspectores estaban siempre vigilando e iluminando esas calles oscuras, quitándoles a los pobres la única intimidad que les quedaba, la noche.

La nueva ley de registros de extranjeros, promulgada en el mes de kus como una movida táctica, en esa pugna secreta de Orgoreyn y Karhide, invalidó mi registro, y me dejó sin empleo; me pasé medio mes esperando en las antesalas de infinitos inspectores. Mis compañeros de trabajo me prestaban dinero y robaban pescado para mi cena, y así llegué a registrarme de nuevo antes de morirme de hambre; aunque yo ya había aprendido la lección.

Me gustaban esos hombres duros y leales, pero vivían en una trampa que no tenía salida, y a mi me esperaba un trabajo entre gente que me gustaba menos. Hice los llamados que venía postergando desde tres meses atrás.

Al día siguiente yo lavaba mi camisa en el patio de la isla del Pescado junto con otros hombres, todos desnudos o semidesnudos, cuando a través de los vapores y hedores de la grasa y el pescado y el golpeteo del agua oí que alguien me llamaba por mi nombre de tierras: y allí estaba el comensal Yegey en el lavadero, con el mismo aspecto con que se me había aparecido en la recepción del embajador del Archipiélago en la sala de ceremonias del palacio de Erhenrang, siete meses antes.

—Salga de ahí, Estraven —me dijo en la voz alta, grave, nasal de la gente rica de Mishnori. —Oh, deje esa camisa.

—No tengo otra.

—Sáquela de esa sopa entonces y venga. Está caluroso aquí.

Los otros hombres lo miraron con una curiosidad sombría, reconociéndolo como hombre rico, aunque no sabían que era un comensal. No me gustó verlo allí; hubiese podido enviar a alguien. Muy pocos orgotas tienen algún sentido de la decencia, y yo quería sacarlo de allí cuanto antes. No me sentía cómodo en la camisa mojada, de modo que le dije a un muchacho desocupado que iba y venia por el patio que me la guardara hasta que yo volviese. Pagué mis deudas y la renta, y con los papeles en el bolsillo del hieb, y sin camisa, dejé la isla de los Mercados, y fui con Yegey de vuelta entre las casas de los poderosos.

Así fui registrado en los archivos de Orgoreyn, secretario de Yegey, aunque no como dígito sino como dependiente. Los nombres comunes no les bastan, han de señalar alguna clasificación, e indicar el tipo antes que se vea la cosa. Pero esta vez la clasificación resultó adecuada. Yo era dependiente, y pronto me encontré maldiciendo el propósito que me había traído aquí a comer el pan de otro hombre. Pues durante todo un mes no me dieron señal de que yo me hubiese acercado algo más a la meta que cuando estaba en la isla del Pescado.

En el lluvioso anochecer del último día de verano, Yegey me llamó a su estudio, donde lo encontré hablando con el comensal del distrito de Sekeve, Obsle, a quien yo había conocido en Erhenrang como jefe de la comisión de comercio naval. Bajo de estatura, inclinado de hombros, con ojitos triangulares en una cara de veras chata, hacía una rara pareja con Yegey, todo delicadeza y huesos. La vieja regañona y el joven petimetre, parecían, pero eran algo más que eso. Eran dos de los Treinta—y—tres que gobernaban Orgoreyn, y, de nuevo, eran algo más que eso.

Una vez cambiadas las primeras cortesías, y luego de beber un trago de agua de vida de Sidish, Obsle suspiró y me dijo: —Cuénteme ahora por qué hizo usted lo que hizo en Sassinod, Estraven, pues si hubo alguna vez un hombre incapaz de equivocarse en la oportunidad de un acto o la consideración de un shifgredor yo pensaba que ese hombre era usted.

—El miedo se sobrepuso en mí a la precaución, comensal.

—¿Miedo de qué demonios? ¿De qué tenía usted miedo, Estraven?

—De lo que está ocurriendo ahora. La continuación de esa lucha de prestigio en torno al valle de Sinod; la humillación de Karhide, la cólera que nace de la humillación; la utilización de esa cólera por parte del gobierno karhidi.

—¿Utilización? ¿Con qué propósito?

Obsle no era hombre de buenas maneras; Yegey, delicado y quisquilloso, nos interrumpió: —Comensal, el Señor Estraven es mi huésped y no es necesario que soporte interrogatorios…

—El Señor Estraven responderá a preguntas cuándo y cómo le parezca adecuado, como ha hecho hasta ahora —dijo Obsle sonriendo con una mueca, una aguja oculta en un montón de grasa —. Sabe muy bien que está aquí entre amigos.

—Tomo mis amigos donde los encuentro, comensal, pero desde hace un buen tiempo no me preocupa conservarlos.

—Ya entiendo. Podemos empujar un trineo juntos sin ser kemmerantes, como decimos en Eskeve, ¿eh?. Qué demonios, sé por qué lo exiliaron a usted, mi querido: por poner a Karhide por encima del rey.

—Mejor por poner al rey por encima de su primo, quizá.

—O por poner a Karhide por encima de Orgoreyn —dijo Yegey —. ¿Me equivoco, Señor Estraven?

—No, comensal.

—¿Quiere decir —preguntó Obsle —, que Tibe desea que Karhide tenga un gobierno como el nuestro, eficiente?

—Sí, creo que Tibe, empleando la disputa del valle de Sinod como un aguijón, y afilándolo cada vez que sea necesario, puede traer a Karhide el cambio más grande del último milenio. Tiene un modelo de trabajo, el Sarf. Y sabe cómo manejar los miedos de Argaven. Es más fácil que tratar de despertar el coraje de Argaven, como hice yo. Si Tibe triunfa, descubrirán, caballeros, que tienen un enemigo digno de ustedes.

Obsle asintió con un movimiento de cabeza. —Renuncio al shifgredor —dijo Yegey —. ¿Qué trata de decir, Estraven?

—Esto: ¿cabrán en el Gran Continente dos Orgoreyns?

—Ay, ay, ay, el mismo pensamiento —dijo Obsle —, la misma idea: me la puso usted en la cabeza hace mucho tiempo, Estraven, y nunca pude quitármela. Nuestra sombra se alarga demasiado. Pronto cubrirá también a Karhide. Una contienda entre dos clanes, si; un saqueo entre dos ciudades, sí; una disputa fronteriza y unos pocos asesinatos y graneros incendiados, sí; ¿pero una contienda entre dos naciones? ¿Un saqueo en que intervienen cincuenta millones de almas? Oh, por la dulce leche de Meshe; es una imagen que me ha quemado como un fuego, algunas noches, y he tenido que levantarme, empapado en sudor… No estamos seguros, no estamos seguros. Tú lo sabes, Yegey, tú lo has dicho a tu modo, muchas veces.

—He votado hasta trece veces contra el mantenimiento de esa disputa del valle de Sinod. ¿De qué ha servido? El partido de las dominaciones dispone de veinte votos incondicionales, y cualquier movida de Tibe fortalecerá el poder que el Sarf tiene sobre esos veinte. Tibe levanta una cerca a lo largo del valle, pone guardias en esa cerca armados de fusiles de saqueo… ¡Fusiles de saqueo! Uno pensaría que los guardan en los museos de historia. Proporciona un blanco a la facción de las dominaciones, cada vez que ellos lo necesitan.

—Así se fortalece Orgoreyn, pero también Karhide. Toda respuesta de ustedes a las provocaciones de Tibe, toda humillación infligida a Karhide, todo acontecimiento que implique para nosotros una pérdida de prestigio servirá para que Karhide sea más fuerte, hasta que se parezca a Orgoreyn: todo el país gobernado desde un centro. Y en Karhide no guardan las armas de saqueo en museos históricos. Son las armas de la guardia del rey.

Yegey sirvió otra rueda de agua de vida. Los nobles orgotas bebían ese fuego precioso, traído desde Sid a una distancia de ocho mil kilómetros sobre océanos de nieblas, como si fuese cerveza común. Obsle se enjugó la boca y parpadeó. —Bueno —dijo —, todo esto es como lo he pensado, y como lo pienso ahora. Y hay un trineo, parece, que podemos empujar juntos. Pero quiero hacer una pregunta. Me ha echado usted la capucha sobre los ojos, y dígame pues: ¿qué es toda esa oscuridad, esa ofuscación y esos dislates a propósito de un Enviado del otro lado de la luna?

Genly Ai, entonces, había pedido permiso para entrar en Orgoreyn.

—¿El Enviado? Es lo que él dice.

—Y él dice que es…

—Un mensajero de otro mundo.

—Por favor, Estraven, dejemos de lado esas condenadas y oscuras metáforas de la lengua karhidi. Renuncio al shifgredor, lo descarto. ¿Me contestará ahora?

—Ya lo he hecho.

—¿Es una criatura extraña? —dijo Obsle, y Yegey —: ¿Y ha tenido una audiencia con el rey Argaven?

Respondí sí a los dos. Guardaron silencio un minuto y luego ambos empezaron a hablar al mismo tiempo, y no trataron de ocultar su interés. Yegey estaba dando un rodeo, pero Obsle atacó directamente: —¿Y qué papel desempeñaba ese extraño en los planes de usted, Estraven? Parece que usted se apoyó en él, y cayó al suelo. ¿Por qué?

—Porque Tibe me hizo una zancadilla. Yo tenía los ojos puestos en las estrellas, y no miré el barro a mis pies.

—¿Estudiaba usted astronomía, mi querido?

—Sería bueno que todos estudiáramos astronomía, Obsle.

—¿Es una amenaza para nosotros, este Enviado?

—Creo que no. Nos trae de afuera proposiciones de comunicaciones y comercio, tratados y alianzas, nada más. Vino solo, sin armas ni defensas, sin otra cosa que un dispositivo de comunicaciones, y su nave, que hemos examinado de arriba abajo. No es hombre de temer, me parece. Sin embargo, nos trae el fin de las comensalías y el reino en las manos desnudas.

—¿Por qué?

—¿Cómo podremos tratar con extranjeros excepto como hermanos? ¿Cómo podría Gueden tratar con una unión de ochenta mundos sino como un mundo?

—¿Ochenta mundos? —dijo Yegey, y rió nerviosamente. Obsle me miró un rato de reojo y dijo —: Prefiero pensar que ha estado demasiado tiempo con los locos del palacio y ha enloquecido también usted… ¡En nombre de Meshe! ¿Qué es esa charla de alianzas con el sol y tratados con la luna? ¿Cómo vino aquí ese hombre, cabalgando en un cometa? ¿Subido a un meteoro? Una nave. ¿Qué clase de nave flota en el aire, en el espacio vacío? Sin embargo, no está usted más loco que antes, Estraven, lo que quiere decir estrictamente loco, sabiamente loco. Todos los karhíderos son locos. Adelante, mi Señor, yo iré detrás. ¡En marcha!

—No voy a ninguna parte, Obsle. ¿A dónde tendría que ir? Ustedes, sin embargo, pueden ir a alguna parte. Si siguen ustedes un rato al Enviado, quizá él les muestre un camino que los ayudará a salir del valle de Sinod, libres de esa maldición que ha caldo sobre nosotros.

—Muy bien. Estudiaré astronomía en mis años de viejo. ¿A dónde me llevará?

—Hacia la grandeza, si son ustedes más sabios que yo, caballeros. He estado con el Enviado, he visto la nave en la que cruzó el vacío, y sé que es de veras y por cierto el mensajero de otro mundo. En cuanto a la honestidad de su mensaje y la verdad de sus descripciones acerca de ese más allá, no hay modo de estar seguro. No se lo puede juzgar sino como se juzgaría a cualquier otro hombre. Si fuera uno de los nuestros yo diría que es un hombre honesto. Esto lo verán ustedes mismos, quizá. Pero hay algo indiscutible: ante este Enviado las líneas dibujadas en la tierra no son fronteras, ni ninguna defensa. Estamos ante un desafío mayor que el de Karhide a las puertas de Orgoreyn. Los hombres que acepten ese desafío, que abran por vez primera las puertas de la tierra, serán los jefes de todos nosotros. Todos: los tres continentes, toda la tierra, nuestra frontera actual no es una línea entre dos montes, sino la línea que traza nuestro planeta alrededor del sol. Arriesgar shifgredor a cualquier posibilidad menor sería un acto de locos ahora.

Yo había convencido a Yegey, pero Obsle parecía hundido en su propia grasa, mirando con aquellos ojitos. —Tardaremos un mes en creerlo —dijo —. Y si hubiese venido de otra boca que la suya, Estraven, yo habría dicho que es todo inventado, una red para nuestro orgullo, y tejida con las luces de las estrellas. Pero sé que es usted serio, demasiado serio para recurrir al argumento de una desgracia, y engañarnos. No puedo creer que esté diciendo la verdad, y sé al mismo tiempo que una mentira se le atragantaría a usted para siempre… Bueno, bueno. ¿Querrá hablar con nosotros, como parece haber hablado con usted?

—Eso es lo que pretende: hablar, que lo escuchen allí o aquí. Tibe lo hará callar si trata de hacerse oír de nuevo en Karhide. Tengo miedo por él, no parece entender en qué peligro se encuentra.

—¿Nos dirá usted todo lo que sabe?

—Por supuesto, ¿pero hay una razón por la que no pueda venir aquí y decírselo a ustedes él mismo?

Yegey dijo mordiéndose delicadamente una uña:

—Creo que no. Ha pedido permiso para entrar en la Comensalía. Karhide no se ha opuesto. El pedido está estudiándose…

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