5. La domesticación del presentimiento

Mi ama de llaves, un hombre voluble, arregló mi viaje al Este. —Si alguien quiere visitar las fortalezas ha de cruzar el Kargav. Del otro lado de las montañas, y el antiguo Karhide, hasta Rer, la vieja ciudad de los reyes. Bien, un compadre mío es jefe de una caravana de barcas terrestres en el paso de Eskar, y me decía ayer mientras bebíamos una copa de orsh que este verano harán el primer viaje en guedeni osme, pues la primavera ha sido tan templada y el camino a Engohar ya está abierto y en un par de días limpiarán el paso. Bueno, nadie me verá cruzando el Kargav; a mí que me den un techo seguro en Erhenrang. Pero soy un yomeshta, alabados sean los Novecientos que sostienen el trono, y bendita sea la Leche de Meshe, y uno puede ser un yomeshta en cualquier parte. Somos muchos los recién venidos, verá usted, pues mi Señor Meshe nació hace 2.002 años, pero el viejo camino del handdara es diez mil años más antiguo. Tiene que regresar usted a las Tierras Antiguas si está buscando el camino Antiguo. Bueno, mire señor Ai. Siempre habrá aquí en esta isla un cuarto para usted, pero me parece prudente de veras que se vaya de Erhenrang un tiempo, pues todos saben ya que el traidor exhibió mucho en Palacio la amistad que le tenía a usted. Ahora que el viejo Tibe es la nueva Oreja del Rey todo irá otra vez sin tropiezos. Bien, si baja usted a Puerto Nuevo encontrará allí a mi compadre, y si le dice que va de mi parte…

Y así seguía. El hombre, como dije, era voluble, y habiendo advertido que yo no tenía shifgredor aprovechaba toda posibilidad de darme consejos; aunque los disfrazara a menudo con un si y un como si. Tenía a su cargo la superintendencia de la isla; yo lo llamaba mi ama de llaves, pues era ancho de nalgas, que se le sacudían al caminar, de cara redonda y blanda, y de naturaleza fisgona, agradable, bondadosa. Me trataba con amabilidad, y por una pequeña suma mostraba mi cuarto a quienes buscaban emociones extrañas: ¡Vean el cuarto del Misterioso Enviado! Era tan femenino en el aspecto y las maneras que una vez le pregunté cuántos hijos tenía. Puso mala cara. Nunca había dado a luz. Pero había sido progenitor de cuatro. Tuve un pequeño sobresalto, como muchas otras veces. El impacto de una cultura tan diferente no tenía demasiada importancia comparado con el impacto biológico que yo sentía como hombre entre seres humanos que eran, cinco sextas partes del tiempo, hermafroditas neutros.

Las noticias que se oían por radio se referían a menudo a las actividades del primer ministro, Pemmer Harge rem ir Tibe. Muchas eran noticias del norte del valle de Sinod. Tibe, evidentemente, iba a insistir en las aspiraciones de Karhide a esa zona, precisamente la clase de actos que en cualquier otro mundo en esa misma etapa de civilización llevaría a la guerra. Pero en Gueden nada llevaba a la guerra. Disputas, asesinatos, enemistades, todo esto cabía en el repertorio humano de Gueden, pero no llevaba a la guerra. Estas gentes parecían carecer de la capacidad de movilizar. Se comportaban en este sentido como bestias; o como mujeres. No se comportaban como hombres o como hormigas. Nunca lo habían hecho hasta ahora. Lo que yo conocía de Orgoreyn indicaba que en los últimos cinco o seis siglos se había convertido en una nación cada vez más capaz de ser movilizada, una verdadera nación —estado. La competencia de prestigio, hasta entonces limitada sobre todo a lo económico, podía obligar a Karhide a emular a aquel vecino mayor, a dejar de ser una familia mal avenida, como había dicho Estraven, para transformarse en cambio en una nación, y además en una nación patriótica, como también había dicho Estraven. Si esto llegaba a ocurrir, los guedenianos tendrían una buena posibilidad de convertirse en un pueblo preparado para la guerra.

Yo quería ir a Orgoreyn y comprobar si mis hipótesis eran válidas, pero antes tenía que cerrar mis asuntos en Karhide. De modo que vendí otro rubí al joyero de la cara cubierta de cicatrices que tenía una tienda en la calle Eng, y sin otro equipaje que mi dinero, el ansible, unos pocos instrumentos, y una muda de ropa, el primer día del primer mes del verano inicié mi viaje como pasajero de una caravana de mercaderes.

Las barcas de tierra partieron al alba desde los muelles barridos por el viento. Dejaron Puerto Nuevo, pasaron bajo el Arco y doblaron hacia el este: veinte vehículos oruga parecidos a barcazas, pesados, lentos, que se desplazaban en columna por las calles de Erhenrang entre las sombras de la mañana. Las barcas transportaban cajas de lentes, carretes de cinta grabada, alambres de cobre y platino, telas de fibra vegetal de los Bajos del Oeste, cajones de escama seca de pescado del Golfo, sacos de cojinetes y otros implementos mecánicos, y diez carretadas de grano kardik orgota: carga destinada a. la frontera de Tormentas de Perin, el rincón noroeste del país. Todo el transporte de mercancías del Gran Continente recurre a estos vehículos movidos por la electricidad y llevados en barcazas cuando los ríos y canales son navegables. Durante los meses de nevadas el único transporte aparte de los esquíes y trineos manejados por el hombre son unos tractores —arados muy lentos, trineos de motor, y unas erráticas naves de hielo que se deslizan sobre los ríos helados. Durante el deshielo no se puede confiar en ninguna clase de transporte, de modo que la mayor parte del tráfico se hace de prisa a principios del verano. Los caminos están entonces atestados de caravanas. Las autoridades vigilan el tránsito y todos los vehículos y caravanas tienen que mantenerse en continuo contacto de radio con los puestos de la ruta. Los vehículos se mueven a una velocidad media de cuarenta kilómetros por hora terrestre. Los guedenianos podrían dar mayor velocidad a estos vehículos, pero no lo hacen. Si se les pregunta por qué no, responden siempre ¿por qué? Como si le preguntáramos a un terrestre por qué motivo todos nuestros vehículos van tan rápido. Todos contestarían ¿por qué no? Es una cuestión de preferencias. Los terrestres piensan que han de ir adelante, que es necesario progresar. La gente de Invierno, que vive siempre en el año uno, siente que el progreso es menos importante que la presencia. Mis gustos eran terrestres, y cuando dejamos Erhenrang la marcha metódica de la caravana llegó a impacientarme. Yo tenía ganas de bajar y echar a correr. Me alegraba dejar atrás aquellas calles de piedra que serpeaban entre empinados techos negros y torres innumerables, esa ciudad sin sol donde todas mis posibilidades se habían transformado en miedo y en traición.

Luego de subir a los macizos de Kargav la caravana se detuvo brevemente pero a menudo en las posadas del camino. En las primeras horas de la tarde, desde lo alto de una loma, vislumbramos por primera vez la línea de la cordillera. Vimos Kostor que tiene cinco mil metros de altura; el vasto declive del lado oeste ocultaba las cimas del norte, que en algunos casos alcanzaban una altura de diez mil metros. Al sur del Kostor una cadena de picos blancos se alzaba contra el cielo incoloro. Conté trece picos, el último una bruma indefinida en el horizonte sur. El conductor me dio los nombres de los trece picos y me contó historias de avalanchas, y barcas de tierra que el viento de las montañas había arrastrado fuera del camino, y tripulaciones enteras aisladas durante semanas en alturas inaccesibles, y otros episodios parecidos, todo con el amable propósito de aterrorizarme. Me habló de la vez en que vio caer un camión a un precipicio de unos trescientos metros; lo más notable, dijo, fue la lentitud de la caída. Le pareció que el vehículo flotaba cayendo en el abismo, toda la tarde, y al fin se alegró de ver cómo desaparecía, sin ningún sonido, en la capa de nieve del fondo, de más de doce metros de espesor.

A la hora tercera nos detuvimos a cenar en una posada: un sitio amplio de anchas y ruidosas chimeneas y cuartos espaciosos de techo de vigas y numerosas mesas con buena comida, pero no nos quedamos a pasar la noche. La nuestra era una caravana diurna—nocturna, que se apresuraba (en estilo karhidi) a ser la primera de la estación en la región de Tormentas Perin, y recoger allí la crema del mercado. Recargaron las baterías del vehículo, un nuevo turno de conductores ocupó sus puestos, y continuamos la marcha. Un camión de la caravana servía como dormitorio, sólo para los conductores. No había camas para pasajeros. Pasé la noche en la cabina, helado en el duro asiento, con una interrupción alrededor de medianoche para comer algo en una posada pequeña de las lomas. Karhide no es un país cómodo. Desperté al alba y vi que todo había quedado atrás y estábamos en un escenario de piedra, hielo, y luz, y el camino estrecho subía y subía bajo nuestros pasos. Pensé, estremeciéndome, que había cosas más importantes que la comodidad; uno no era una mujer anciana, o un gato doméstico.

No había más posadas ahora, entre esas tremendas extensiones de nieve y granito. A la hora del almuerzo las barcas fueron deteniéndose en silencio, una tras otra, en un declive de treinta grados cubierto de nieve, y todos bajaron de las cabinas, y se reunieron alrededor de la barca—dormitorio, donde servían tazones de sopa caliente, hogazas secas de pan de manzana, y cerveza amarga en frascos. Nos quedamos allí golpeando el suelo con los pies, comiendo y bebiendo, de espaldas al viento áspero que arrastraba un polvo centelleante: nieve seca. Volvimos luego a las barcas y continuamos la marcha, arriba y adelante. Al mediodía, en los pasos de Vehod, de alrededor de cuatro mil metros, había veinticinco grados centígrados al sol y diez bajo cero a la sombra. Los motores eléctricos eran tan silenciosos que uno podía oír el desplazamiento de las nieves en los inmensos macizos azules del otro lado de los abismos, a treinta kilómetros de distancia.

A la tarde llegamos al pie del Eskar, de cinco mil setenta metros de altura. Mirando la empinada cara del sur del monte Kostor, por donde habíamos estado trepando todo el día con movimientos infinitesimales, vi una rara formación de roca a unos quinientos metros de altura sobre el camino, y que parecía un castillo.

—¿Ve allá arriba la fortaleza? —me preguntó el conductor.

—¿Es eso un edificio?

—La fortaleza de Ariskostor.

—Pero nadie puede vivir ahí.

—Oh, los viejos pueden. En otro tiempo yo conducía una caravana que les traía alimentos de Erhenrang, a fines del verano. Por supuesto nadie podía salir o entrar en diez de los once meses del año, pero no les importaba. Hay ahora siete u ocho reclusos allí arriba.

Alcé los ojos a aquel emplazamiento de roca viva, solitaria en la vasta soledad de las alturas y no le creí al conductor, pero suspendí mi incredulidad.

El camino descendía serpenteando del extremo norte al extremo sur, bordeando precipicios, pues el lado este del Kargav es más abrupto que el oeste, y desciende a las llanuras en altos escalones, fallas geológicas de la época en que aparecieron las montañas. Al atardecer vimos un hilo de puntos diminutos que se arrastraba a través de una inmensa mancha blanca allá abajo, a más de dos mil metros: una caravana de barcas que había dejado Erhenrang un día antes que nosotros. Llegamos al día siguiente, a la tarde, y nos deslizamos por el mismo declive nevado. muy pausadamente, en silencio, pensando que un solo estornudo podía desencadenar una avalancha. Desde allí vimos durante un momento, abajo y mas allá de nosotros, hacia el este, unas vastas tierras cubiertas de nubes y de sombras de nubes y rayada por ríos de plata; las llanuras de Rer.

En el anochecer del cuarto día desde nuestra partida de Erhenrang, llegamos a Rer. Entre las dos ciudades hay mil setecientos kilómetros, un muro de varios kilómetros de altura, y dos o tres mil años. La caravana se detuvo fuera de las Puertas Occidentales, donde los camiones embarcan en las balsas de los canales. En Rer no puede entrar ninguna barcaza de tierra, ni ningún coche. Fue construida antes que Karhide utilizara vehículos motorizados, y habían estado utilizándolos durante veinte siglos. No hay calles en Rer. Hay pasos cubiertos, como túneles, y en el verano las gentes caminan por encima o por abajo, según les parezca. Las casas, las islas y los hogares se suceden en todas direcciones, de un modo caótico, en una profusa y prodigiosa confusión que de pronto culmina (como siempre culmina la anarquía karhidi) en verdadero esplendor: las altas torres del palacio de Un, rojas como la sangre, y sin ventanas, construidas hace diecisiete siglos. Allí se albergaron los reyes de Karhide durante todo un milenio, hasta que Argaven Harge, primer rey de la dinastía, cruzó el Kargav y se estableció en el valle de la Cascada del Oeste. Todos los edificios de Rer son fantásticamente macizos, de sólidos cimientos inmunes a los rigores del clima, y a prueba de agua. En invierno el viento de los llanos barre la nieve de la ciudad, pero cuando la nieve se apila no limpian las calles, aunque en verdad no tienen calles que limpiar. Se desplazan entonces por los túneles de piedra, o abren agujeros temporarios en la nieve. De las casas sólo emergen los techos, y las puertas de invierno están instaladas bajo los aleros o en el techo mismo como puertas —trampa. El deshielo es mala época en esa llanura de muchos ríos. Entonces los túneles son alcantarillas, y los espacios entre las casas se transforman en lagos o canales, por donde van y vienen las gentes de Rer, remando, apartando trozos de hielo con los remos. Y siempre, por encima del polvo del verano, los tejados nevados del invierno, o las aguas primaverales, se alzan las torres rojas, el corazón desierto de la ciudad, indestructible.

Me alojé en una posada donde el precio de las habitaciones era notablemente alto, a sotavento de las torres. Me levanté al alba luego de una noche de pesadillas, y le pagué a ese extorsionador la cama, el desayuno y unas indicaciones erróneas a propósito del camino por donde yo quería ir. Salí a pie en busca de Oderhord, una antigua fortaleza no muy apartada de Rer. A cincuenta metros de la posada ya me encontré perdido. Dejando atrás las torres y con la alta cima del Kargav a mi derecha, salí de la ciudad hacia el sur, y el hijo de un labrador que encontré en el camino me dijo dónde tenía que doblar hacia Oderhord.

Llegué allí al mediodía. Esto es, llegué a algún sitio al mediodía, pero yo no sabía bien a dónde. Era aquello una floresta o un bosque, pero los árboles parecían más cuidados que de costumbre en ese país donde se les prestaba mucha atención, y el sendero corría por la falda de la montaña entre los árboles. Al cabo de un rato advertí a mi derecha, no lejos del camino, una casita de madera, y poco más allá, a la izquierda, otra construcción mayor, también de madera, y de alguna parte llegaba el olor fresco y delicioso de unas frituras de pescado.

Fui lentamente por el sendero, algo intranquilo. Yo no sabía qué opinaban los handdaratas de los turistas. En verdad yo sabía muy poco de ellos. El handdara es una religión sin instituciones, sin sacerdotes, sin jerarquías, sin votos, y sin credo; no sé todavía si tienen o no Dios. Es una religión elusiva, que se nos aparece siempre como alguna otra cosa. La única manifestación constante del handdara es la que se muestra en las fortalezas, sitios de retiro donde la gente va a pasar una noche, o la vida entera. No me hubiese interesado tanto en investigar este culto curiosamente intangible en sus lugares secretos si yo no hubiera deseado una respuesta a la pregunta que los investigadores habían dejado sin contestar: ¿Quiénes son los profetas y qué hacen realmente?

Yo había estado en Karhide más tiempo que los investigadores, y pensaba a veces que las historias a propósito de los profetas y sus profecías podían no ser ciertas. Las leyendas de predicciones son muy comunes en todos los dominios del hombre. Los dioses hablan, los espíritus hablan, las computadoras hablan. La ambigüedad oracular o la probabilidad estadística alimenta a los crédulos, y la fe borra las discrepancias. Sin embargo, valía la pena investigar las leyendas. Yo no había encontrado aún a ningún karhíder que aceptase la posibilidad de comunicaciones telepáticas; no creerían hasta que no vieran: exactamente mi posición a propósito de los profetas del handdara.

Mientras iba por el sendero advertí que a la sombra de aquel bosque montañoso se había levantado toda una aldea o pueblo, tan desordenadamente como Rer, pero recogido, pacifico, rural. Sobre todos los senderos y los tejados pendían los capullos de los hemmenes, el árbol más común de Invierno, una conífera vigorosa de agujas de color escarlata pálido. Las piñas del hemmen cubrían los caminos que se bifurcaban en todas direcciones, el polen del hemmen perfumaba el viento, y todas las casas estaban construidas con la madera oscura del hemmen. Me detuve al fin preguntándome a qué puerta llamaría, cuando una persona que paseaba entre los árboles salió a mi encuentro y me dio esta bienvenida:

—¿Busca usted hospedaje? —me preguntó.

—Traigo una pregunta para los profetas. —Me había parecido mejor que ellos creyeran, al menos en un principio, que yo era un karhíder. Lo mismo que los investigadores nunca había tenido dificultades en hacerme pasar por nativo; entre tantos dialectos karhidis nadie prestaba atención a mi acento, y las pesadas ropas ocultaban mis anomalías sexuales. Me faltaban el abundante pelo pajizo y los ojos oblicuos del guedeniano típico, y era más oscuro y más alto que la mayoría, pero no me salía de las variantes normales. Me habían depilado de modo permanente la barba antes que yo dejara Ollul (en ese tiempo nada sabíamos aún de las tribus de «cuero» de Perunter que no sólo son barbados sino que además tienen pelo en todo el cuerpo, como los terranos blancos). De vez en cuando me preguntaban cómo me había roto la nariz. Tengo una nariz roma; las narices guedenianas son prominentes y delgadas, con pasajes estrechos, apropiados para la aspiración de aire subhelado. La persona que estaba allí en el sendero de Oderhord me miró la nariz con cierta curiosidad, y respondió:

—Entonces quizá usted quiera hablar con el tejedor. Está ahora abajo en el cañadón, a no ser que haya salido en trineo. ¿O piensa hablar antes con uno de los celibatarios?

—No estoy seguro. Soy sumamente ignorante.

El joven rió y me hizo una reverencia. —¡Muy honrado! —dijo —. He vivido aquí tres años y todavía no he adquirido una ignorancia que valga la pena mencionar. —Parecía divertido, pero se mostró amable a la vez, y recordando algunos fragmentos doctrinarios del handdara entendí que había estado vanagloriándome demasiado, como si me hubiese acercado a el diciéndole «Soy sumamente hermoso».

—Quiero decir; no sé nada acerca de los profetas.

—¡Envidiable! —dijo el joven. —Mire, hemos de ensuciar la nieve con marcas de pisadas, para ir a alguna parte. ¿Puedo mostrarle el camino a la cañada? Mi nombre es Goss.

Era su primer nombre. —Genry —dije, abandonando mi «l». Seguí a Goss adentrándome en la sombra helada de la cañada. El sendero estrecho cambiaba a menudo de dirección, subiendo con el declive de la montaña y bajando de nuevo; aquí y allí, cerca o lejos del sendero, entre los macizos troncos de los hémmenes, aparecían las casitas de color de bosque. Todo era rojo y castaño, húmedo, quieto, fragante, sombrío. De una de las casas llegó el silbido débil y dulce de una flauta karhidi. Goss caminaba, leve y rápido, con la gracia de una muchacha, algunos metros delante de mí. De pronto la camisa blanca le resplandeció a la luz, y pasé detrás de él de la sombra del bosque a un prado verde y asoleado.

A media docena de pasos había una figura, erguida, inmóvil, nítida; el hieb carmesí y el blanco de la camisa como una capa de esmalte contra el verde de las hierbas altas. A unos treinta metros más allá se alzaba otra estatua: blanca y azul; este hombre no se movió ni miró hacia nosotros todo el tiempo que hablamos con el primero. Estaban practicando la disciplina handdara de la presencia, que es una suerte de trance —los handdaratas, inclinados a las negaciones, lo llaman un atrance —que implica la pérdida del yo (¿inflación del yo?) mediante una conciencia y receptividad de extrema sensualidad. Aunque la técnica parece oponerse a la mayoría de las llamadas técnicas místicas es quizá también una disciplina mística, cuya meta sería la experiencia de lo inminente; pero soy aún incapaz de definir con certeza las prácticas de los handdaratas. Goss le habló al hombre del traje carmesí. Cuando el hombre dejó aquella inmovilidad y se volvió hacia nosotros, acercándose, noté en mí un temor reverente. En aquella luz de mediodía la figura del hombre resplandecía con una luz propia.

Era tan alto como yo, y delgado, con un rostro hermoso, claro, abierto. Cuando nuestros ojos se encontraron tuve el súbito impulso de hablarle en silencio, de tratar de alcanzarlo con el lenguaje de la mente que yo no había utilizado nunca desde mi llegada a Invierno, y que no me convenía utilizar por ahora. Sin embargo, ese impulso fue más fuerte que mis sentencias. Le hablé así. No hubo respuesta. Continuó mirándome atentamente, y al cabo de un momento me sonrió, y me dijo con una voz dulce, bastante alta:

—¿Entonces es usted el Enviado?

Tuve un sobresalto y dije:

—Sí.

—Mi nombre es Faxe. Nos honra recibirlo. ¿Nos acompañará un tiempo en Oderhord?

—De buen grado. Quisiera aprender las técnicas de ustedes en la profecía. Y si algo que yo pueda decirles en cambio, acerca de quién soy yo, de dónde vengo.

—Lo que usted desee —dijo Faxe con una sonrisa tranquila —. Es agradable que haya cruzado el Océano del Espacio, y haya sumado luego al viaje casi dos mil kilómetros y el cruce del Kargav para venir a vernos.

—Yo deseaba venir a Oderhord por la fama de sus profecías.

—Quiere vernos mientras profetizamos entonces, ¿o trae una pregunta para nosotros?

Aquellos ojos claros obligaban a la verdad.

—No sé —dije.

—Nusud —dijo Faxe, —no es nada. Si se queda aquí un tiempo quizá descubra que tiene una pregunta, o que no hay pregunta. Sólo de cuando en cuando, ya sabe usted, pueden reunirse los profetas, y trabajar juntos, así que en cualquier caso se quedará unos días.

Así lo hice, y fueron días buenos. No había horario excepto para el trabajo comunitario, en los campos, el jardín, recolección de leña, mantenimiento; y los transeúntes como yo eran llamados por cualquier grupo que necesitara de pronto una mano. Aparte de estas tareas, podía pasar todo un día sin que nadie dijera una palabra; aquellos con quienes más hablaba yo eran el joven Goss, y Faxe, el tejedor; el extraordinario carácter de este hombre, tan límpido e insondable como un pozo de agua clara, era la quintaesencia del carácter del sitio. Había noches en que nos reuníamos en la sala del hogar o en alguna de las casas bajas rodeadas de árboles; conversábamos y bebíamos cerveza, y a veces se tocaba música, la vigorosa música de Karhide, de melodía simple y ritmos complejos, siempre fuera de tiempo. Una noche dos reclusos bailaron, hombres viejos, canosos, y de miembros flacos; los pliegues de los párpados les ocultaban a medias los ojos oscuros. La danza era lenta, precisa, ordenada; fascinaba al ojo y a la mente. Empezaron a bailar después de cenar, a la tercera hora. Los músicos tocaban a veces, o callaban: sólo el hombre de los tambores no interrumpía nunca el ritmo sutil y cambiante. A la hora sexta, a medianoche, luego de cinco horas terrestres, los dos viejos estaban bailando todavía. Esta era la primera vez que yo veía el fenómeno de doza —el uso voluntario y controlado de lo que llamamos «fuerza histérica» —y desde entonces me sentí más dispuesto a creer lo que se contaba de los viejos del handdara.

Era una vida introvertida, autosuficiente, estancada, detenida en aquella singular «ignorancia» tan apreciada por los handdaratas, de acuerdo con la doctrina que aconsejaba la inactividad o la no interferencia. En esta doctrina (expresada en la palabra nusud, que he traducido como «no es nada») está la raíz del culto, y no pretendo entenderla. Pero comencé a entender mejor a Karhide, luego de medio mes en Oderhord. Detrás de la política, pasiones, y actividades había siempre una vieja oscuridad, pasiva, anárquica, silenciosa: la oscuridad fecunda del handdara.

Y en aquel silencio inexplicablemente se alzaba la voz del profeta.

El joven Goss, a quien le agradaba el papel de guía, me dijo una vez que mi pregunta a los profetas podía referirse a cualquier cosa, y no había fórmulas precisas. —Cuanto más específica y limitada sea la pregunta, más exacta será la respuesta —dijo —. La vaguedad engendra vaguedad, y algunas preguntas, por supuesto, no tienen respuesta.

—¿Y si hago una pregunta que no tiene respuesta? —inquirí. Este juego parecía sofisticado, pero no desconocido. Sin embargo, no esperaba la respuesta de Goss: —El tejedor la rechazará. Las preguntas sin respuesta han llevado a la ruina a grupos enteros de profetas.

—¿A la ruina?

—¿No conoce la historia del Señor de Shord que obligó a los profetas de la fortaleza de Asen a responder a la pregunta: Que significado tiene la vida? Bueno, eso ocurrió hace un par de miles de años. Los profetas estuvieron en la oscuridad seis días y seis noches. Al cabo de ese tiempo todos los celibatarios eran catatónicos, los zanis estaban muertos, el perverso golpeó al Señor de Shod con una piedra hasta matarlo, y el tejedor… Era un hombre llamado Meshe.

—¿El fundador del culto yomesh?

—Si. dijo Goss, y se rió como si la historia fuese de veras divertida, pero no pude saber si el chiste era a costa de los yomeshtas o de mí.

Yo había decidido hacer una pregunta de si o no, que por lo menos demostraría de un modo evidente la extensión y tipo de oscuridad o ambigüedad de la respuesta. Faxe me confirmó lo que decía Goss, que la pregunta podía concernir a un tema que los profetas ignoraran del todo. Podía preguntarles si la cosecha de hierba sería buena en el hemisferio norte de S, y ellos me responderían, aunque no hubiesen tenido hasta entonces ningún conocimiento de la existencia de un planeta llamado S. Esto parecía situar al asunto en el plano de la adivinación por probabilidades, como el tallo de milenrama o el tiro de las monedas. No, dijo Faxe, de ningún modo. La ley de probabilidades no operaba aquí. Todo el proceso era en realidad el reverso de una coincidencia.

—Entonces leen las mentes.

—No —dijo Faxe con una sonrisa severa y cándida.

—Quizá lo hacen, sin saberlo.

—¿De que serviría? Si el consultante conociera la respuesta, no vendría aquí a preguntar y a pagarnos.

Elegí una pregunta de la que ciertamente yo ignoraba la respuesta. Sólo el tiempo podía probar la verdad o la falsedad de la profecía, a menos que (como yo esperaba) fuese una de esas admirables profecías profesionales que siempre tienen aplicación, cualquiera sea el resultado. No era una pregunta trivial. Yo había abandonado la idea de preguntar cuando dejaría de llover o alguna insignificancia de este tipo, pues sabía ahora que la tarea de los nueve profetas de Oderhord era trabajosa y arriesgada. El costo era alto para el consultante —dos de mis rubíes fueron a los cofres de la fortaleza —, pero mas altos para quienes respondían. Y a medida que yo iba conociendo a Faxe, se me hacía más difícil creer que fuese un mistificador profesional, y me parecía todavía más difícil creer que fuese un hombre honesto, que se engañaba a sí mismo. La inteligencia de Faxe era dura, clara y pulida como mis rubíes. No me atreví a tenderle una trampa. Le pregunté lo que más deseaba saber.

En onnederhead, el décimooctavo día del mes, los nueve profetas se reunieron en el edificio mayor, comúnmente cerrado con llave: una sala alta, de piso de piedra, y fría, iluminada apenas por un par de estrechas aberturas en los muros y un fuego que ardía en la profunda chimenea de un extremo. Los nueve se sentaron en círculo sobre la piedra desnuda, todos ellos encapuchados, envueltos en túnicas: unas siluetas duras e inmóviles, como un círculo de dólmenes en el débil resplandor del fuego próximo. Goss, y un par de otros jóvenes reclusos, y un médico del dominio más cercano miraron en silencio desde asientos instalados junto a la chimenea, mientras yo cruzaba la sala y entraba en el círculo. Todo era muy informal, y muy tenso. Uno de los encapuchados alzó los ojos cuando estuve entre ellos y vi un rostro extraño, tosco, pesado, y unos ojos insolentes que me miraban.

Faxe estaba sentado con las piernas cruzadas, inmóvil, pero como cargado de una fuerza creciente, de modo que la voz dulce y alta le restallaba ahora como una descarga eléctrica. —La pregunta —dijo.

Me detuve en medio del círculo e hice mi pregunta: —¿Será este mundo Gueden miembro del Ecumen de los Mundos Conocidos antes que pasen cinco años?

Silencio. Me quedé allí, inmóvil, como en el centro de una telaraña tejida de silencio.

—Hay respuesta —dijo el tejedor, serenamente. Las estatuas encapuchadas se ablandaron entonces moviéndose; aquel que me había mirado de modo tan raro le murmuró algo a un vecino. Dejé el círculo y me uní a los observadores junto al fuego.

Dos de los profetas permanecieron recogidos sin hablar. Uno de ellos alzaba de vez en cuando la mano derecha, golpeaba rápida y levemente el piso diez o veinte veces, y luego se sentaba otra vez inmóvil. Yo no había visto antes a ninguno de ellos: eran los zanis, dijo Goss. Estaban locos. Goss los llamaba «divisores del tiempo», lo que podía significar «esquizofrénicos». Los psicólogos de Karhide, aunque incapaces de leer en las mentes, y por esto mismo semejantes a cirujanos ciegos, se las ingeniaban para sacar el mayor provecho posible a las drogas, la hipnosis, el shock loca, el toque criónico y otras terapias mentales. Pregunté si no se podía curar a aquellos dos psicópatas.

—¿Curar? —dijo Goss —¿Curaría usted a un cantante quitándole la voz?

Cinco de los miembros del grupo eran reclusos de Oderhord, adeptos a la práctica handdara de la presencia, y también, dijo Goss, y mientras fuesen profetas, celibatarios, ya que no tomaban compañero o compañera durante los períodos de potencia sexual. Uno de estos celibatarios debía estar en kémmer durante la profecía. Pude distinguirlo, pues yo ya conocía la sutil intensificación física, esa especie de resplandor que señala la primera fase del kémmer.

Junto al kémmerer estaba el perverso.

—Vino de Espreve, con el médico —me dijo Goss. —Algunos grupos de profetas provocan artificialmente estados de perversión inyectando hormonas masculinas o femeninas en los días que preceden a la profecía. Un perverso natural es mas adecuado. Viene de buena gana, le agrada la notoriedad.

Goss había empleado el pronombre que designa al animal macho, no el pronombre del ser humano que es parte masculina del kémmer, y parecía un poco turbado. En Karhide las cuestiones sexuales se discuten libremente, y se habla del kémmer con respeto, pero también con gusto, y sin embargo son reticentes cuando se trata de una perversión; al menos, eran reticentes conmigo. La prolongación excesiva del período de kémmer, acompañada por un desequilibrio hormonal permanente hacia lo masculino o lo femenino, provoca lo que ellos llaman perversión; no es extremadamente rara: tres o cuatro por ciento de los adultos pueden ser perversos o anormales psicológicos; normales, de acuerdo con nuestros hábitos. No se los excluye de la sociedad, pero son tolerados con cierto desdén, como los homosexuales en muchas sociedades bisexuales. El término popular para ellos en karhidi es muertos—vivos. Son todos estériles.

El perverso del grupo, luego de echarme aquella rara y larga mirada, ya no reparó en nadie excepto en la criatura más próxima, el kémmerer, cuya creciente actividad sexual se desarrollaría todavía más, hasta alcanzar al fin una plena capacidad sexual femenina, sostenida por el poder masculino excesivo y constante del perverso. El perverso no dejaba de hablar en voz baja, inclinándose hacia el kémmerer, que le respondía apenas y parecía rechazarlo. Ninguno de los otros hablaba desde hacía un tiempo, no había otro sonido que el susurro constante del perverso. Faxe observaba a uno de los zanis. El perverso puso de pronto una mano delicada sobre la mano del kémmerer. El kémmerer evitó rápidamente el contacto, con miedo o disgusto, y miró a Faxe como pidiendo auxilio. Faxe no se movió, el kémmerer se quedó en su sitio, quieto, cuando el perverso lo tocó otra vez. Uno de los zanis alzó la cara y rió con una risa larga, falsa y alta.

Faxe alzó una mano. Los rostros de los demás se volvieron inmediatamente hacia él, como si el tejedor hubiese recogido todas las miradas en una gavilla, en una madeja.

Habíamos entrado en la sala en las primeras horas de la tarde, bajo la lluvia. La luz grisácea había muerto pronto en las ventanas—ranuras, bajo los aleros. Ahora unas cintas de luz blanquecina se extendían como velámenes oblicuos y fantasmagóricos, triángulos y formas oblongas, de la pared al piso, sobre las caras de los nueve profetas: fragmentos opacos del resplandor de la luna, que se alzaba afuera, sobre el bosque. El fuego se había apagado hacía tiempo, y no había otra luz que las líneas y rayas pálidas que se consumían en el círculo, esbozando una cara, una mano, una espalda inmóvil. Durante un rato vi el perfil rígido de Faxe como una piedra blanca en un difuso polvo luminoso. La diagonal de la luz lunar subió hasta alcanzar un bulto negro, el kémmerer, la cabeza caída entre las rodillas, las manos en el piso, el cuerpo sacudido por un continuo temblor, repetido por el palmoteo de las manos del zani, que golpeaba en la oscuridad del piso de piedra. Estaban conectados, todos ellos, como si fueran los puntos de suspensión de una telaraña. Sentí, y no por mi voluntad, la conexión, la comunicación que corría sin palabras, inarticulada, a través de Faxe, y que Faxe trataba de ordenar y encauzar, pues él era el centro, el tejedor. La luz pálida se hizo trizas y murió en la pared del este. La trama de fuerza, de tensión, de silencio creció todavía más.

Traté de evitar el contacto con aquellas mentes. Me desasosegaba la callada tensión eléctrica, la impresión de que me arrastraban dentro de algo, convirtiéndome en un punto o una figura de la estructura de la tela. Pero cuando yo alzaba una barrera era peor; me sentía aislado y arrinconado en mi propia mente, abrumado por alucinaciones visuales y táctiles, un torbellino de imágenes y nociones primitivas, visiones y sensaciones directas todas de índole sexual y de una violencia grotesca, un caldero rojo y negro de furia amorosa. Me encontraba en medio de abismos boqueantes de labios irregulares, vaginas heridas, puertas del infierno. Perdí el equilibrio, me sentí caer… Si no podía apartarme de este caos yo caería de veras, me volvería loco, y era imposible apartarse. Las fuerzas empáticas y paraverbales que operaban entonces, inmensamente poderosas y oscuras, tenían su origen en perversiones y frustraciones sexuales, en una trastornada visión del tiempo, y en una asombrosa disciplina de total atención a la realidad inmediata; estas fuerzas estaban fuera del alcance de mi voluntad. Y sin embargo eran fuerzas que obedecían a una voluntad; Faxe era todavía el centro. Pasaron horas y segundos, la luz de la luna brilló en la otra pared, y luego ya no hubo ninguna luz y sólo oscuridad, y en medio de esa oscuridad Faxe el tejedor: una mujer, una mujer vestida de luz. La luz fue plata, la plata fue una armadura, una mujer que sostenía una espada. La luz ardió de pronto, intolerable, la luz en los miembros de la mujer, y el fuego, y la mujer gritó de terror y dolor: —¡Sí, si, sí!

La risa cantarina del zani empezó de nuevo ja—ja—ja—ja y se hizo más y más alta en un aullido ondulante que subía y subía, un aullido interminable que iba de un extremo a otro del tiempo. Hubo un movimiento en la oscuridad, unos pies que se arrastraban y restregaban en el suelo, una redistribución de siglos antiguos, una evasión de figuras. —Luz, luz —dijo una voz inmensa en sílabas que se prolongaban, una vez o innumerables veces. —Luz, un leño a la chimenea, allí. Algo de luz. —Era el médico de Espreve. Había entrado en el círculo, roto ahora. Estaba arrodillado junto a los zanis, los más débiles, los fusibles; los dos estaban caídos en el suelo, los cuerpos en ovillo. El kémmerer yacía con la cabeza apoyada en las rodillas de Faxe, jadeando, temblando aún. La mano de Faxe le acariciaba el pelo con una descuidada ternura. El perverso se había retirado a un rincón, hosco y abatido. La sesión había quedado atrás, el tiempo pasaba ahora como de costumbre; la trama de poder se había deshecho en indignidad y cansancio. ¿Dónde estaba mi respuesta, el misterio del oráculo, la ambigua voz de la profecía?

Me arrodillé junto a Faxe. Me miró con aquellos ojos claros. Durante un momento lo vi como antes en la oscuridad: una mujer armada de luz y ardiendo en un fuego, gritando: —Sí…

La voz serena de Faxe interrumpió la visión:

—¿Tienes tu respuesta, consultante?

—Tengo mi respuesta, tejedor.

En verdad yo tenía mi respuesta. Antes de cinco años Gueden sería un miembro del Ecumen, sí. Ningún enigma, ningún ocultamiento. Aun entonces tuve conciencia de la índole de esa respuesta, no tanto una profecía como una observación. Yo mismo no pude escapar a esa certidumbre: la respuesta era cierta. Tenia esa claridad imperativa del presentimiento.

Tenemos naves nafal y transmisión instantánea y comunicación de las mentes, pero aún no aprendimos a domesticar los presentimientos; para eso hemos de ir a Gueden.

—Yo fui el filamento —me dijo Faxe un día o dos después —. La energía crece y crece en nosotros, renovándose siempre, acrecentando su propio impulso cada vez, hasta que irrumpe al fin, y la luz está en mi, alrededor, soy la luz… El viejo de la fortaleza de Arbin me dijo una vez que si lo pusiéramos en un vacío en el momento de la respuesta, el tejedor ardería durante años. Esto es lo que dicen de Meshe los yomeshtas; que Meshe vio claramente el pasado y el futuro, no un instante, sino toda la vida luego de la pregunta de Shord. Parece difícil de creer. Dudo que haya un hombre capaz de soportarlo. Pero no es nada…

Nusud, la ubicua y ambigua negativa de los handdaratas.

Paseábamos juntos y Faxe me miraba. La cara del tejedor, una de las más hermosas que yo haya visto nunca, parecía delicada y dura, como piedra cincelada.

—En la oscuridad —dijo —hubo diez, no nueve. Había un extraño.

—Si, un extraño. No pude protegerme. Es usted sensible, un poderoso telépata natural. Por eso es también, supongo, el tejedor, quien mantiene las tensiones y reacciones en una estructura que se alimenta continuamente a si misma hasta que al fin la estructura se quiebra, y usted va en busca de la respuesta.

Faxe me escuchaba con un grave interés.

—Es raro ver desde afuera los misterios de mi disciplina, a través de los ojos de usted. Yo sólo puedo verlos desde adentro, como discípulo.

—Si me permite, si usted así lo desea, Faxe, me agradaría hablarle en el lenguaje de la mente. —Yo estaba seguro ahora de que Faxe era un comunicante natural; su consentimiento, y luego algo de práctica, ayudaría a bajar un poco aquella barrera inconsciente.

—¿Y después oiría yo lo que piensan otros?

—No, no. No más que ahora, como empático. El lenguaje de la mente es comunicación, enviada y recibida de modo voluntario.

—¿Entonces por qué no hablar en voz alta?

—Bueno, es posible mentir, hablando.

—¿No en el otro lenguaje?

—No deliberadamente.

Faxe reflexionó un rato.

—Una disciplina que debiera interesar a reyes, políticos, hombres de negocios.

—Los hombres de negocios lucharon desde un principio contra ese lenguaje, cuando se descubrió que era una técnica accesible. La prohibieron durante años.

Faxe sonrió.

—¿Y los reyes?

—No tenemos más reyes.

—Si, ya veo… Bueno, gracias, Genry. Pero mi tarea es desaprender, no aprender, y no quisiera aprender un arte que cambiará el mundo.

—Las profecías de usted cambiarán el mundo, y antes de cinco años.

—Y yo cambiaré junto con el mundo, Genry. Pero no deseo cambiarlo.

Llovía, la primera llovizna larga del verano guedeniano. Caminamos por la ladera bajo los hémmenes, más arriba de la fortaleza, donde no había senderos. La luz caía en grises entre las ramas oscuras, de las agujas escarlatas goteaba un agua clara. El aire era helado, pero apacible, colmado del sonido de la lluvia.

—Faxe, explíqueme. Ustedes los handdaratas tienen un don que hombres de todos los mundos han deseado alguna vez. Usted lo tiene. Puede predecir el futuro. Y sin embargo vive como el resto de nosotros. Parece que no es nada…

—¿Por qué tendría que ser algo, Genry?

—Bueno, por ejemplo, la rivalidad entre Karhide y Orgoreyn, esa disputa a propósito del valle de Sinod. Karhide ha perdido prestigio en las últimas semanas, parece. ¿Por qué entonces no consulta el rey Argaven a los profetas, preguntándoles qué curso tomar, o a quién elegir como primer ministro entre los miembros del kiorremi, o algo semejante?

—No es fácil preguntar.

—No veo por qué. Bastaría con preguntar, ¿quien me serviría mejor como primer ministro? Sólo eso.

—Si, pero el rey no sabe qué significa me serviría mejor. Podría querer decir que el hombre elegido entregara el valle de Orgoreyn, o se exiliará, o asesinará al rey. Podría querer decir muchas cosas que el rey no esperaría ni aceptaría nunca.

—La pregunta tendría que ser muy precisa.

—Si, pero serían necesarias muchas preguntas, y también el rey ha de pagar su precio.

—¿Un precio alto?

—Muy alto —dijo Faxe, tranquilo —. El consultante paga lo que puede, como usted sabe. Los reyes han venido a veces a oír a los profetas, pero no a menudo.

—¿Qué pasa si uno de los profetas es un hombre poderoso?

—Los reclusos de la fortaleza no tienen rango ni posición. Es posible que me manden al kiorremi en Erhenrang; bueno, si voy, me llevo conmigo mi posición y mi sombra, pero no mis dones de profecía. Si mientras sirvo en el kiorremi se me presenta una pregunta tendré que ir a la fortaleza de Orgni, pagar el precio, y así tendré una respuesta. Pero los handdaratas no queremos respuestas. Es difícil evitarlas, pero lo intentamos.

—Faxe, creo que no entiendo.

—Bueno, venimos aquí a la fortaleza a aprender, y sobre todo a no preguntar.

—Pero las respuestas vienen de ustedes.

—¿No entiende aún, Genry, por qué perfeccionamos y practicamos la profecía?

—No.

—Para mostrar que no sirve de nada tener una respuesta cuando la pregunta está equivocada.

Reflexioné un rato, mientras caminábamos juntos bajo la lluvia y las ramas oscuras del bosque de Oderhord. La cara encapuchada de Faxe parecía fatigada, y tranquila. La extraña luz se había apagado, y sin embargo yo sentía aún un cierto temor respetuoso. Faxe me miraba con ojos claros, cándidos, amables, y me miraba desde una tradición de trece mil años de edad: un modo de pensar y un modo de vivir tan antiguo, tan firme, integro y coherente que daba a un ser humano la capacidad de olvidarse de sí mismo, el poder y la integridad de un animal salvaje, una criatura que mira a los ojos de un eterno presente.

—Lo desconocido —dijo la tranquila voz de Faxe en el bosque —, lo imprevisto, lo indemostrable… el fundamento de la vida. La ignorancia es el campo del pensamiento. Lo indemostrable es el campo de la acción. Si se demostrara que no hay Dios no habría religiones. Ni handdara, ni yomesh, ni dioses tutelares, nada. Pero si se demostrara que hay Dios tampoco habría religiones… Dígame, Genry, ¿qué se sabe? ¿Qué hay de cierto en este mundo, predecible, inevitable, lo único cierto que se sabe del futuro de usted, y del mío?

—Que moriremos.

—Si. Sólo una pregunta tiene respuesta, Genry, y ya conocemos la respuesta… La vida es posible sólo a causa de esa permanente e intolerable incertidumbre: no conocer lo qué vendrá.

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