20. Un viaje insensato

En alguna de las notas que escribió Estraven mientras cruzábamos el Hielo de Gobrin se pregunta por qué su compañero tiene vergüenza de llorar. Yo podía haber replicado aun entonces que no era tanto vergüenza como miedo. Ahora yo iba por el valle de Sinod, en la noche de su muerte, hacia ese país frío que se extiende más allá del miedo. Descubrí allí que uno puede llorar todo lo que quiera, y que eso no ayuda mucho.

Me llevaron de vuelta a Sassinod y me encerraron en prisión, porque yo había sido visto en compañía de un proscrito, y quizá también porque no sabían que hacer conmigo. Desde el comienzo, aun antes que llegaran órdenes oficiales de Erhenrang, me trataron bien. Mi cárcel karhidi era una habitación amueblada en la Torre de los Señores en Sassinod: chimenea, radio, y cinco comidas diarias. No me sentía cómodo. La cama era dura, las mantas delgadas, el piso desnudo, y el aire frío; como cualquier habitación de Karhide. Pero me mandaron un médico, y en las manos y en la voz de este hombre encontré un consuelo más duradero y provechoso que todas las comodidades de Orgoreyn. Luego de la primera visita creo que dejaron la puerta sin llave. Recuerdo que una vez la vi abierta, y que yo deseaba que la cerraran, pues llegaba del pasillo una corriente de aire helado. Pero yo no tenía ni la fuerza ni el coraje para levantarme de la cama y cerrar la puerta de mi prisión.

El médico, un joven grave, maternal, me dijo con un aire de pacífica convicción. —Ha pasado usted cinco o seis meses mal alimentado y sujeto a esfuerzos excesivos. Está usted agotado. No queda nada que agotar. Acuéstese, descanse. Descanse como los ríos helados en los valles invernales. Quédese quieto. Espere.

Pero cuando me dormía, yo estaba siempre en el camino, junto con los demás, todos malolientes, desnudos, apretándonos unos contra otros para protegernos del frío, todos menos uno. Había alguien que estaba solo, tendido junto a la puerta atrancada, helado, con coágulos de sangre en la boca. El traidor. Se había alejado, abandonándonos, abandonándome. Yo despertaba temblando de furia, una furia débil que se volcaba en un llanto débil.

Debí de haber estado bastante enfermo, pues recuerdo algunos de los efectos de la fiebre alta, y el médico se quedó conmigo una noche o quizá más. No puedo acordarme de esas noches, pero una vez oí mi propia voz, quejosa, diciéndole al médico: —Podía haberse detenido. Vio a los guardias de la frontera. Corrió directamente hacia las armas.

El joven médico no dijo nada por un rato. —No querrá decir que murió por su propia voluntad.

—Quizá…

—Es duro decirlo de un amigo y no lo creo posible en Har rem ir Estraven.

Yo no había tenido en cuenta cuando le hablé al médico, que a estas gentes el suicidio les parecía despreciable. No es para ellos, como para nosotros, una opción. Es el abandono de toda opción, un acto de perfidia. Para un karhídero que leyera nuestros cánones el crimen de Judas no consistiría tanto en haber traicionado a Jesús sino en el acto que negó la posibilidad de perdón, cambio, vida, y selló la desesperación: el suicidio.

—Entonces usted no lo llama Estraven el traidor.

—Nunca. Hay muchos que nunca aprobaron las acusaciones contra él, señor Ai.

Pero yo era incapaz de encontrar en esto algún consuelo, y lloré como antes, atormentado: ¿Entonces por qué lo mataron? ¿Por qué está muerto?

No hubo respuesta, y no habrá ninguna.

Nunca me interrogaron formalmente. Me preguntaron cómo había escapado de la granja de Pulefen y entrado luego en Karhide, y me inquirieron acerca del destino y la intención del mensaje en código que yo había enviado por radio. Se lo dije. Esta información fue directamente a Erhenrang, al rey. La cuestión de la nave parece que fue mantenida en secreto, pero las noticias de mi huida de una prisión orgota, mi viaje sobre el Hielo en invierno, mi presencia en Sassinod, fueron anunciados y discutidos libremente. La parte que había tenido Estraven en todo esto no se mencionó por radio, ni tampoco su muerte. Sin embargo se sabia. Un secreto en Karhide es en un grado extraordinario cuestión de discreción, de un convenido y entendido silencio; omisión de preguntas, pero no omisión de respuestas. Los boletines hablaban sólo del Enviado, el señor Ai, pero todos sabían que era Har rem ir Estraven quien me había librado de manos de los orgotas y había venido conmigo cruzando el Hielo, mostrando así basta qué punto era falsa la historia de los Comensales acerca de mi muerte repentina, atacado por la fiebre de horm, en Mishnori, el último otoño… Estraven había predicho los efectos de mi retorno con bastante exactitud; se había equivocado sobre todo porque los había subestimado. A causa de un extraño que yacía enfermo en un cuarto de Sassinod, y que no actuaba, ni se preocupaba, dos gobiernos cayeron en un plazo de diez días.

Decir que un gobierno orgota cae sólo significa, por supuesto, que un grupo de comensales reemplaza a otro grupo de comensales en las oficinas de los Treinta—y—tres. Algunas sombras se acortan y otras se alargan, como dicen en Karhide. La facción Sarf que me había enviado a Pulefen se mantuvo en el gobierno (a pesar de que habían sido descubiertos mintiendo, y no por primera vez) hasta que Argaven anunció al pueblo el inminente arribo de la nave de las estrellas a Karhide. Ese mismo día el partido de Obsle, la fracción comercio libre, tomó las oficinas principales de los Treinta—y—tres. De modo que les serví de algo, a fin de cuentas.

En Karhide la caída de un gobierno significaba sobre todo la desgracia y el reemplazo de un primer ministro, junto con una reorganización del kiorremi; aunque el asesinato, la abdicación y la insurrección eran alternativas frecuentes, Tibe no trató de mantenerse en el poder. Mi alto valor de cambio en el juego del shifgredor internacional, más mi vindicación (implícita) de Estraven habían puesto mi prestigio muy por encima del de Tibe, tanto que según supe más tarde Tibe renunció aún antes que el gobierno de Erhenrang supiera que yo había transmitido algo a la nave. Tibe había actuado inmediatamente luego de la información de Dessicher; esperó hasta estar seguro de que Estraven había muerto, y luego renunció; venganza y derrota al mismo tiempo.

Una vez que Argaven se enteró de todos los pormenores me envió un mensaje exigiéndome, pidiéndome que fuera en seguida a Erhenrang, junto con una bolsa abundante para gastos. La ciudad de Sassinod, con liberalidad parecida, envió junto conmigo al joven médico, pues yo no estaba todavía en buena forma. Hicimos el viaje en trineo de motor. Recuerdo sólo partes de esas jornadas: tranquilas y sin prisa, con prolongadas paradas mientras las apisonadoras arreglaban adelante el camino, y largas noches en los albergues. Quizá sólo fueron dos o tres días, pero me pareció un viaje largo y no recuerdo mucho hasta el momento en que entramos en Erhenrang por las puertas del norte, a las calles colmadas de nieve y sombras.

Sentí entonces que el corazón se me endurecía de algún modo, y que se me aclaraba la mente. Yo había estado viviendo en fragmentos, desintegrado. Ahora, aunque con la fatiga del fácil viaje, descubrí que aún me quedaban fuerzas. La fuerza de la costumbre, quizá, pues aquí estaba al fin en un sitio que conocía, una ciudad en que había vivido, y trabajado, durante un año. Conocía las calles y las torres, los patios y pasajes y muros sombríos del palacio. Sabía cuál era mi trabajo aquí. Entonces, por primera vez, entendí con claridad que muerto mi amigo yo tenía que llevar a cabo aquello por lo que él había muerto. Yo tenía que poner la piedra angular en el arco.

En las puertas del palacio se me pidió que siguiera hasta una de las casas de huéspedes dentro de los muros. Era la Torre Redonda, que indicaba un alto grado de shifgredor en la corte: no tanto el favor del rey como el reconocimiento de una posición ya muy elevada. Los embajadores de las naciones amigas se alojaban casi siempre allí. Era un buen signo. Para llegar a esa casa, sin embargo, había que pasar por la Esquina Roja, y me volví a mirar el estrecho paraje abovedado y el árbol desnudo junto al estanque, gris de hielo, y la casa todavía vacía.

A las puertas de la Torre Redonda fui recibido por una figura de abrigo blanco y camisa carmesí con una cadena de plata sobre los hombros: Faxe, el profeta de la fortaleza de Oderhord. Viendo ante mí esta cara amable y hermosa, la primera cara conocida que yo encontraba en muchos días, sentí un alivio que ablandó mi resolución. Cuando Faxe me tomó las manos en el raro modo karhidi, saludándome como a un amigo, pude responder de algún modo a su cordialidad.

Había sido enviado al kiorremi por decisión del distrito, Rer del Sur, a principios del otoño. La elección de miembros del consejo entre los reclusos de las fortalezas handdaras no es poco común; no es común sin embargo que un tejedor acepte el cargo, y creo que Faxe lo habría rechazado si no hubiese estado preocupado por el gobierno de Tibe y la dirección en que llevaba al país. De modo que se había quitado la cadena de oro de los tejedores y se había puesto la cadena de plata de los consejeros; y no había tardado en señalarse, pues había sido desde derm miembro del heskiorremi, o consejo interno, que sirve como contrapeso del primer ministro; y era el mismo rey quien lo había llevado a esa posición. Faxe estaba quizá en camino de obtener el grado de eminencia que Estraven no había conseguido un año antes. Las carreras políticas son en Karhide abruptas, precipitosas.

En la Torre Redonda, una casita pomposa y fría, Faxe y yo charlamos un rato antes que yo tuviese que ver a algún otro o hacer alguna declaración o presentación oficial. Faxe me dijo mirándome con sus ojos claros: —Hay una nave que viene, entonces, y va a descender. Una nave mayor que aquella en que vino usted a la isla Horden, hace tres años. ¿Es así?

—Si. Es decir envié un mensaje que los preparará para venir.

—¿Cuándo vendrán?

Comprendí que yo ni siquiera sabía en qué día del mes estábamos, y comprendí también cómo yo había vivido en los últimos tiempos, de espaldas a todo. Tuve que remontarme hacia atrás hasta el día anterior a la muerte de Estraven. Cuando descubrí que la nave, si había estado a distancia mínima, ya se encontraría en órbita planetaria esperando una palabra de mi parte, me sobresalté de nuevo.

—Tengo que comunicarme con la nave. Están esperando instrucciones. ¿Dónde quiere el rey que desciendan? Tiene que ser una zona deshabitada, bastante extensa. Necesito un transmisor…

Todo se arregló prontamente, con facilidad. Las infinitas complicaciones y frustraciones de mis anteriores tratos con el gobierno de Erhenrang se fundieron como trozos de hielo arrastrados río abajo. La rueda giraba… Al día siguiente me recibiría el rey.

Le había llevado seis meses a Estraven arreglar mi primera audiencia con el rey, y el resto de su vida esta segunda audiencia.

Yo estaba demasiado cansado para sentir esta vez algún recelo, y los asuntos que me ocupaban la mente eran bastante más importantes que yo mismo. Fui por el largo corredor rojo bajo los estandartes polvorientos, y me detuve ante el estrado donde ardían las tres grandes chimeneas, con un fuego que crujía y chispeaba. El rey estaba sentado junto a la chimenea central, erguido en un taburete labrado, al lado de la mesa.

—Siéntese, señor Ai.

Me senté ante la chimenea frente a Argaven, y le vi la cara a la luz de las llamas. Parecía enfermo, y viejo. Parecía una mujer que ha perdido a su niño, o un hombre que ha perdido a su hijo.

—Bueno, señor Ai, de modo que esa nave va a descender aquí.

—En los pantanos de Adten, como usted pidió, señor. Bajarán esta noche, poco después de la tercera hora.

—¿Y si se equivocan de sitio? ¿Lo quemarán todo?

—Seguirán la dirección de una onda de radio. No pueden equivocarse.

—Y ¿cuántos de ellos son? ¿Once? ¿Es así?

—Si. No suficientes como para tener miedo, señor. Las manos se le retorcieron a Argaven en un ademán inconcluso: —Ya no le tengo miedo a usted, señor Ai.

—Me alegro, señor.

—Me ha servido usted bien.

—Pero no soy su sirviente.

—Lo sé —dijo Argaven con indiferencia. Se quedó mirando el fuego, mordiéndose el labio.

—Mi transmisor ansible ha de estar en manos del Sarf en Mishnori. Sin embargo, cuando llegue la nave traerá un ansible. Seré desde entonces, si usted no se opone, enviado plenipotenciario del Ecumen, capacitado para discutir y firmar un tratado de alianza con Karhide. Todo esto será confirmado con Hain y las distintas Estabilidades por medio del ansible.

—Muy bien.

No dije más, pues Argaven no me prestaba mucha atención. Movió un leño en el fuego con la punta de bota, y unas pocas chispas rojas subieron chasqueando en el aire. —¿Por qué demonios me traicionó? —preguntó de pronto con una voz alta y estridente y por primera vez me miró a los ojos.

—¿Quién? —dije devolviéndole la mirada.

—Estraven.

—Estraven quiso evitar que usted se traicionara a si mismo. Me apartó cuando usted favoreció a una facción que no me favorecía. Me trajo de vuelta cuando mi regreso podía persuadirlo de que recibiese usted a la misión del Ecumen, y los honores correspondientes.

—¿Por qué nunca me dijo nada de esta nave mayor?

—Porque no lo sabía. Nunca se lo dije a nadie hasta que llegué a Orgoreyn.

—Y buena compañía eligieron para parlotear, ustedes dos. Estraven trató de que los orgotas recibieran a la misión. Ya desde antes venia trabajando con los del Comercio Libre. ¿Y no es esto traición?

—No. Estraven sabia que cualquiera fuese la nación que se aliara primero con el Ecumen, las otras la seguirían en seguida, como también los seguirán a ustedes ahora los pueblos de Sid y Perunter y el Archipiélago, hasta que todos estén unidos. Estraven amaba mucho su país, señor, pero no era sirviente de usted o del país. Servia al amo que yo sirvo.

—¿El Ecumen? —dijo Argaven, sobresaltado.

—No. La humanidad.

Yo no sabía entonces si lo que estaba diciendo era cierto. Cierto en parte; un aspecto de la verdad. No había sido menos cierto decir que los actos de Estraven habían nacido de una lealtad personal, un sentido de responsabilidad y de amistad en relación con un ser humano particular, yo mismo. Ni esto sería tampoco toda la verdad.

El rey no respondió. La cara arrugada, abotagada, sombría, se había vuelto otra vez hacia el fuego.

—¿Por qué llamó a esa nave suya antes de avisarme que había vuelto a Karhide?

—Para obligarlo a actuar, señor. Un mensaje a usted hubiese llegado también a manos de Tibe, quien quizá me hubiese entregado a los orgotas, o hubiese ordenado que me mataran. Como hizo que mataran a mi amigo.

El rey no dijo nada.

—Mi propia supervivencia no importaba tanto, pero tengo y tenía entonces un deber para con Gueden y el Ecumen, una tarea que cumplir. Envié primero una señal a la nave para asegurarme la posibilidad de cumplirla. Este fue el consejo de Estraven, y acertó.

—Bueno, no se equivocó. Por lo menos descenderán aquí, seremos los primeros… ¿Y todos son como usted, eh? ¿Todos perversos, siempre en kémmer? Extraño grupo, y nos disputamos el honor de recibirlos… Dígale al Señor Gorchern, el canciller, cómo esperan que se los reciba. Cuide de que no haya ofensa ni omisión. Se alojarán en palacio, en el sitio que le parezca a usted conveniente. Que sientan que se los recibe con honor. Me ha dado usted un par de satisfacciones, señor Ai. Primero mostrando que los comensales son unos mentirosos, y luego unos tontos.

—Y ahora, aliados de usted, mi señor.

—¡Sí, lo sé! —chilló el rey. —Pero Karhide primero. ¡Karhide primero!

Asentí con un movimiento de cabeza.

Luego de un momento. Argaven dijo: —¿Cómo fue ese viaje por el Hielo?

—Nada fácil.

—Estraven era el hombre adecuado para un viaje tan extravagante. Era duro como hierro. Y nunca perdía la cabeza. Lamento que haya muerto.

No encontré respuesta.

—Recibiré a… sus compatriotas en audiencia mañana a la tarde, a la segunda hora. ¿Hay algo más?

—Mi señor, ¿revocará usted la orden de exilio, limpiando así el nombre de Estraven?

—No todavía, señor Ai. No se apresure. ¿Algo más?

—Nada más.

—Vaya, entonces…

Hasta yo lo traicioné. Le había dicho que no traería la nave hasta que le levantaran la proscripción, y le devolvieran sus derechos. Yo no podía ahora echar a perder aquello por lo que Estraven había muerto, insistiendo en esa condición… Yo no podía sacarlo ahora del exilio.

Pasé el resto del día con el Señor Gorchern y otros, arreglando los detalles de la recepción y el alojamiento. A la hora segunda partimos en trineo de motor a los pantanos de Adten, a unos cincuenta kilómetros al noreste de Erhenrang. El sitio de descenso estaba al borde de una región extensa y desolada, un pantano de turba demasiado cenagoso para levantar granjas o viviendas, y ahora, en pleno irrem, una planicie helada cubierta por una espesa capa de nieve. La señal de radio había funcionado todo el día, y la nave había contestado confirmando su presencia. En las pantallas, mientras descendían, los tripulantes debían de haber visto claramente el limite de la sombra sobre el gran continente a lo largo de la frontera, desde la bahía de Guden al golfo de Charisune, los picos de Kargav todavía a la luz del sol, una cadena de estrellas. Pues era aún el crepúsculo cuando nosotros, alzando la cabeza, vimos la estrella que descendía.

La nave llegó envuelta en luz y ruido, y cuando los estabilizadores tocaron el lago de agua y barro que se formó en seguida bajo el fuego de los cohetes, un vapor blanco subió alrededor: debajo el suelo escarchado era duro como el granito, y la nave se posó allí serenamente, y quedó enfriándose sobre el lago que se fundía con rapidez; un pez grande y delicado que se sostenía erguido sobre la cola, plata oscura en el crepúsculo de invierno.

Junto a mí, Faxe de Oderhord habló por vez primera, luego del sonido y el esplendor del descenso:

—Me alegra haber vivido para verlo —dijo. Eso mismo había dicho Estraven mirando el Hielo, la muerte, y lo hubiese dicho también esta noche. Para alejarme de la amarga nostalgia que me asaltaba, eché a caminar por la nieve hacia la nave, que ya estaba cubierta de escarcha a causa de los refrigeradores del casco. Me acercaba todavía cuando se abrió la portezuela alta, y asomó la escalera; una curva delicada que descendía hacia el suelo. La primera figura fue la de Lang Heo Hew, sin cambios, por supuesto, tal como yo la había visto tres años antes en mi vida, y un par de semanas en la suya. Heo Hew me miró, miró a Faxe, y a los Otros de la escolta que se habían acercado conmigo, y se detuvo al pie de la rampa, y dijo solemnemente en karhidi: —He venido como amiga. —A los Ojos de ella, todos éramos extraños. Dejé que Faxe la saludara primero.

Faxe me señaló a ella, que se me acercó y me tomó la mano derecha según la costumbre de mi pueblo, mirándome a la cara. —Oh Genly —dijo —, ¡no te reconocí! —Era raro escuchar una voz de mujer después de tanto tiempo. Los Otros salieron también de la nave, de acuerdo con mis consejos: en este momento cualquier signo de desconfianza hubiese humillado a la escolta karhidi, impugnando su Shifgredor Salieron de la nave, y saludaron a los karhíderos con una hermosa cortesía. Pero a mí todos me parecían extraños, hombres y mujeres, aunque los conocía bien. Las voces me sonaban raras: demasiado graves, demasiado agudas. Eran como una tropa de animales desconocidos, monos corpulentos de ojos inteligentes, todos ellos en celo, en kemmer… Me tomaban las manos, me tocaban, me abrazaban.

Conseguí dominarme, y decirles a Heo Hew y a Tulier lo que necesitaban saber con mayor urgencia acerca de la situación. Hablamos durante el viaje en trineo, de vuelta a Erhenrang. No obstante, cuando llegamos al palacio tuve que ir enseguida a mi albergue.

El médico de Sassinod entró a verme. La voz tranquila y la cara seria de este joven, no la cara de un hombre ni de una mujer, una cara humana, fueron para mi un alivio, algo familiar, adecuado. Pero luego de ordenarme que me fuera a la cama y de darme un tranquilizante suave, el médico me dijo: —He visto los Enviados compañeros de usted. Es maravilloso, la venida de hombres de las estrellas. ¡Y durante mi vida!

Allí estaba otra vez el deleite, el coraje, tan admirables en el espíritu karhidi —y en el espíritu humano —y aunque yo no pudiera compartirlos con él negarlos hubiese sido un acto innoble. Dije sin convicción, pero con una sinceridad absoluta: —Es también maravilloso para ellos, la venida un mundo nuevo, a una nueva humanidad.

Al final de la Primavera, en las Postrimerías de tuva, cuando las inundaciones del deshielo ya decrecían, y los viajes eran otra vez posibles, dejé mi pequeña embajada en Erhenrang y fui al este de vacaciones. La gente de la nave se había desparramado por todo el planeta. Como se nos había autorizado a utilizar las máquinas voladoras, Heo Hew y tres de los otros habían volado a Sid y el Archipiélago, naciones del hemisferio oceánico que yo había dejado de lado. Otros estaban en Orgoreyn, y dos, de mala gana, en Perunter donde el deshielo no comenzaba hasta después de tuva, y todo se vuelve a helar (dicen) una semana más tarde. Tulier y Ke´sta se las arreglaban bien en Erhenrang, y no tendrían problemas. No había prisa. Al fin y al cabo una nave que saliera en seguida del más próximo de los nuevos aliados de Invierno no podría llegar antes de diecisiete años de tiempo planetario. Invierno es un mundo marginal, en los límites de los planetas habitados.

Más allá, hacia el brazo sur de Orión, no se había encontrado ningún mundo donde viviesen hombres. Y hay un largo camino desde Invierno a los mundos originales del Ecumen, los mundos hogares de la raza; cincuenta años hasta Hain —Davenant, la vida entera de un hombre hasta la Tierra. No había prisa.

Crucé el Kargav, esta vez por pasos más bajos, un camino que serpea a lo largo y por encima de la costa del mar del sur. Hice una visita a la primera aldea en que yo había estado, cuando los pescadores me trajeron de la isla Horden tres años atrás; la gente de este hogar me recibió, ahora como entonces, sin mostrar ninguna sorpresa. Pasé una semana en el importante puerto de Dader, en la desembocadura del río Ench, y luego a principios del verano partí a pie hacia las tierras de Kerm.

Caminé hacia el este y el sur por esas regiones abruptas y empinadas, donde abundaban los desfiladeros y las colinas verdes y los ríos caudalosos y las casas solitarias, hasta que llegué al lago Paso de Hielo. Desde la orilla y mirando hacia las lomas del sur reconocí una luz: el destello, la blanca difusión de la luz, el alto resplandor del glaciar. El Hielo.

Este era un sitio muy antiguo. El hogar y los edificios exteriores eran todos de piedra gris, procedente de la ladera empinada en la que se alzaba el pueblo. Era un lugar desierto, ventoso. Llamé, y me abrieron la puerta. Dije: —Solicito la hospitalidad del dominio. Fui amigo de Derem de Estre.

Quien me abrió la puerta, un joven delgado, serio, de diecinueve o veinte años aceptó mis palabras en silencio, y en silencio me admitió en el hogar. Me llevó a la casa de baños, las habitaciones de descanso, la amplia cocina, y cuando hubo comprobado que el extraño estaba limpio, vestido y alimentado me dejó solo en un dormitorio; las ventanas ranuras miraban al lago gris y el bosque gris de toras que se extendía entre Estre y Stok. Era un lugar desapacible, y una casa desapacible. El fuego rugía en la honda chimenea, dando como siempre más calor al ojo y al espíritu que a la carne, pues los muros y pisos de piedra, y el viento que bajaba de las montañas y el Hielo absorbían la mayor parte del calor de las llamas. Pero yo sentía el frío como antes, en mis primeros dos años en Invierno. Yo ya había vivido bastante en un mundo frío.

Al cabo de una hora el muchacho (tenía la animada delicadeza de una muchacha en el cuerpo y los movimientos, pero ninguna muchacha hubiese podido guardar como él un silencio tan sombrío) vino a decirme que el Señor de Estre me recibiría entonces, si yo estaba de acuerdo. Lo seguí escaleras abajo, a través de largos corredores donde se jugaba algo parecido al juego del escondite. Los que jugaban iban y venían a nuestro lado, alrededor: niños pequeños que chillaban excitados, adolescentes que se deslizaban como sombras de puerta en puerta, llevándose las manos a la boca, conteniendo la risa. Una criatura rolliza de no más de cinco o seis años se escurrió entre mis piernas, y luego se precipitó hacia un costado tomándole la mano a mi escolta.

—¡Sorve! —chilló, clavándome todo el tiempo los ojos muy abiertos. —Sorve, voy a esconderme en la refinería… —y allá fue como un canto rodado arrojado por una honda. El joven Sorve, imperturbable, continuó guiándome y me llevó al hogar de Estre.

Esvans Har rem ir Estraven era un hombre viejo de más de setenta, impedido por una enfermedad artrítica a las caderas. Estaba sentado muy derecho en una silla hamaca frente al fuego. Tenía una cara gastada por el tiempo, como una roca en un torrente, una cara serena, terriblemente serena.

—¿Es usted el Enviado, Genry Ai?

—Yo soy.

El anciano me miró, y yo lo miré. Derem había sido hijo, hijo en la carne, de este viejo señor. Derem, el hijo más joven; Arek, el mayor, el hombre cuya voz había oído en la mía, cuando yo le hablé mentalmente; los dos muertos ahora. No pude ver nada de mi amigo en aquel rostro consumido y duro que me miraba a la cara. No encontré nada allí, sino seguridad, el hecho cierto de la muerte de Derem. Yo había venido en un viaje insensato a Estre, buscando consuelo. No había consuelo, ¿y por qué ese peregrinaje al sitio donde mi amigo había pasado la infancia iba a traer algo distinto, llenaría una ausencia, aliviaría un remordimiento? Nada podía cambiarse ahora. Mi llegada a Estre tenía sin embargo otro propósito, y esto podía llevarse a cabo.

—Estuve con el hijo de usted en los meses anteriores a su muerte. Estuve con él cuando murió. Le he traído los diarios que él llevaba y si hay algo que quiera saber usted de aquellos días…

La cara del anciano no mostró ninguna expresión particular. Nada alteraría esa calma. Pero el joven que había venido conmigo salió de pronto de las sombras hacia la luz, entre la ventana y la chimenea, una luz débil e insegura, y habló allí roncamente.

—En Erhenrang lo llaman todavía Estraven el traidor. El viejo señor miró al muchacho y se volvió hacia mi.

—Este es Sorve Har —dijo. —Heredero de Estre, hijo de mi hijo. —El incesto no estaba prohibido allí; yo lo sabia bien. Solo el carácter extraño que tenía el incesto para mí, criatura terrestre, y la sorpresa de ver una chispa del espíritu de mi amigo en este joven provinciano, sombrío y orgulloso, me dejó callado un rato. Cuando hablé me temblaba la voz. —El rey se retractará. Derem no era un traidor. ¿Qué importa como lo llamen los tontos?

El viejo señor asintió lenta, serenamente. —Importa —dijo.

—¿Ustedes cruzaron el Hielo de Gobrin juntos? —preguntó Sorve, —¿usted y él?

—Lo cruzamos.

—Me gustaría oír esa historia, mi señor Enviado —dijo el viejo Esvans, muy tranquilo. Pero el muchacho, el hijo de Derem, balbuceó: —¿Nos contará usted cómo murió? ¿Nos contará usted de los otros mundos allá entre las estrellas, de los otros hombres, las otras vidas?

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