Odirni Dern. Ai pregunta desde el saco de dormir:
—¿Qué escribes, Har?
—Una relación de hechos.
Ai ríe un poco. —Yo debiera llevar un diario para los archivos ecuménicos, pero soy incapaz de perseverar sin un escritor de voz.
Expliqué que mis notas estaban destinadas al pueblo de Estre, que las incorporaría cuando llegara el momento a los archivos del dominio; esto volvió mis pensamientos a mi hijo y a mi hogar; traté de apartar esos pensamientos, y dije: —Tu progenitor, quiero decir tus padres, ¿viven todavía?
—No —dijo. —Murieron hace setenta años.
Me quedé perplejo. Ai no tenía treinta años. —¿Esos años que cuentas son distintos de los nuestros?
—No. Oh, sí. Son los saltos en el tiempo. Veinte años de la Tierra a Hain Davenant, de allí cincuenta a Ellul, de Ellul a aquí diecisiete. Dejé la tierra hace sólo siete años, pero nací allí hace ciento veinte años.
En otros días, en Erhenrang, Ai me había explicado cómo el tiempo se acorta dentro de las naves que van de mundo en mundo casi tan rápido como la luz de las estrellas, pero yo nunca consideré este hecho en relación con los años de una vida humana, o las vidas que uno deja atrás en su propio mundo. Mientras uno vive unas pocas horas a bordo de una de esas naves inimaginables que viajan entre los planetas, todos los que han quedado atrás, en casa, envejecen y mueren, y los hijos de esta gente envejecen también… Dije al fin: —Y pensé que yo era un exiliado.
—Tú en mi beneficio, yo en el tuyo —dijo Ai, y rió de nuevo, un sonido bastante animoso en aquel pesado silencio. Dejamos el paso hace tres días y el trabajo ha sido duro y de escasa utilidad; pero Ai ya no se desanima ni confía demasiado, y es más paciente conmigo. Quizá el trabajo, el sudor, lo libró de las drogas. Quizá hemos aprendido a tirar juntos del trineo.
Empleamos el día de hoy en bajar de la saliente basáltica por la que trepamos ayer. Desde el valle parecía un buen camino para llegar al hielo, pero a medida que ascendíamos fuimos encontrando detritos y paredes de roca, y cada vez más empinados, hasta que ni aun sin el trineo hubiese sido posible subir. Esta noche estamos de vuelta al pie de la montaña, en el valle de piedras. Nada crece aquí. Rocas, pedruscos, cantos rodados, arcilla, barro. Un brazo del glaciar se ha retirado de esta pendiente hace cincuenta o cien años, dejando al aire los huesos pelados del planeta; ninguna carne de humus, de hierba. Aquí y allá unas fumarolas vierten una pesada niebla amarilla, baja, que se arrastra por el suelo. El aire huele a azufre, la temperatura es de diez grados bajo cero; un aire quieto; cielo nublado. Espero que no nieve mucho antes que crucemos este sombrío territorio entre nosotros y el brazo de glaciar que asoma a unos pocos kilómetros al este de la cordillera. Parece ser un ancho río de hielo que desciende de la meseta, entre dos montañas, dos volcanes coronados de vapor y humo. Si podemos abordarlo desde las laderas del volcán más próximo, seria quizá un buen camino ascendente hasta la meseta de hielo. Al este un glaciar más pequeño desciende a un lago helado, pero describiendo una curva y aun desde aquí es posible ver las profundas hendeduras; intransitable para nosotros, equipados como lo estamos ahora. Acordamos intentar la vía del glaciar entre los volcanes, aunque marchando hacia el oeste perderemos por lo menos dos días, uno en ir hacia el Oeste y otro en volver hacia el este.
Opposde dern. Nieva neserem. No hay posibilidad de viajar. Dormimos todo el día. Hemos tirado del trineo durante casi medio mes; despertamos descansados.
Ottormenbod dern: Nieva neserem. Hemos dormido lo suficiente. Ai me enseñó un juego terrestre que se juega en casillas con piedrecitas; lo llaman go, y es un juego excelente y difícil. Como dice Ai, sobran aquí las piedras para jugar al go.
Ai resiste el frío bastante bien, y si el coraje bastara, lo soportaría como una lombriz de nieve. Es raro verlo envuelto en la túnica y el abrigo con la capucha puesta cuando el frío no es inferior a los quince grados bajo cero; pero cuando viajamos, si hay sol y el viento no es demasiado cortante, pronto se saca el abrigo y suda como uno de nosotros.
En la tienda hemos llegado a una solución de compromiso. Ai quiere mantenerla caliente, yo fría, y la comodidad de uno es una pulmonía del otro. Hemos encontrado un punto medio, y Ai tiembla fuera del saco de dormir, mientras que yo me sofoco en el mío; pero considerando las distancias que hemos recorrido para compartir esta tienda un rato, lo hacemos bastante bien.
Gedeni danern. Ha aclarado luego de la cellisca; amainó el viento; el termómetro alrededor de los diez grados bajo cero todo el día. Hemos acampado en los bajos de la vertiente oriental del volcán más próximo: el monte Dremegole en mi mapa de Orgoreyn. El compañero del otro lado del río de hielo es el Drumner. El mapa está muy mal trazado; hay un pico alto que asoma al oeste y que no aparece en el mapa, y las proporciones son todas erróneas. Los orgotas, es evidente, no vienen a menudo a las Tierras del Fuego. En verdad, no hay muchas razones para venir excepto la grandiosidad del escenario. Hoy hemos recorrido dieciocho kilómetros, trabajo difícil: roca desnuda. Ai se durmió temprano. Me he lastimado el tendón de un tobillo: metí el pie entre dos piedras y traté de sacarlo tironeando como un loco; anduve cojeando a la tarde. El descanso de la noche me curará del todo. Mañana bajaremos al glaciar.
Nuestras provisiones de alimentos parecen haber disminuido de un modo alarmante, pero es porque hemos estado consumiendo las cosas de mayor bulto. Teníamos alrededor de unos cincuenta kilos de comida; la mitad era producto de mis robos en Turuf: treinta kilos han desaparecido ya, luego de quince días de viaje. Hemos empezado a comer guichi michi a razón de medio kilo por día, dejando para más adelante dos sacos de germen de kadik, un poco de azúcar y una caja de pasteles secos de pescado. Me alegra haberme librado de esos pesados bultos de Turuf. El trineo es más liviano ahora.
Sordnz danern. Cinco grados bajo cero; lluvia helada, viento que desciende al río de hielo y sopla como dentro de un túnel. Acampamos a quinientos metros de la orilla, en una veta larga y chata de nieve reciente. El descenso del Dremegole es abrupto y empinado, rocas desnudas y pedregales; en el borde del glaciar hay muchas hendeduras, con tanta grava y pedruscos apresados por el hielo que también aquí probamos las ruedas. Antes de marchar cien metros una rueda se atascó doblando el eje. De ahí en adelante recurrimos a los patines. Hoy no viajamos más de seis kilómetros, alejándonos todavía de nuestro rumbo. El glaciar parece moverse en una larga curva hacia el Oeste y la meseta del Gobrin. Aquí el espacio entre los volcanes es de más de seis kilómetros, y no ha de ser difícil continuar hacia el centro, aunque hay demasiadas grietas, y la superficie es muy irregular.
El Drumner está en erupción. La cellisca que nos moja los labios tiene sabor a humo y azufre. Una oscuridad se cernió todo el día en el Oeste, aun bajo las nubes de lluvia. De cuando en cuando todas las cosas, las nubes, la lluvia, el hielo, el aire, se vuelven de un color rojo apagado; luego recobran lentamente el color gris. El glaciar se extiende un poco a nuestros pies.
Eskichve rem ir Her ha supuesto que la actividad volcánica en el noroeste de Orgoreyn y en el archipiélago ha estado aumentando en los últimos diez o veinte milenios, y presagia el fin del hielo, o por lo menos una recesión y un periodo interglacial. El CO2 liberado por los volcanes en la atmósfera será con el tiempo una capa aisladora que conservará las ondas largas de energía calórica reflejadas desde la tierra, y permitirá que el calor solar nos llegue directamente. La temperatura media del mundo, dice, subirá al fin unos quince grados, hasta alcanzar los veinte grados centígrados. Me alegra no estar presente entonces. Ai dice que teorías similares se han propuesto en la Tierra para explicar la recesión todavía incompleta de la última Edad de Hielo. Todas esas teorías son en gran parte irrefutables e indemostrables; nadie sabe con certeza por qué viene el hielo, por qué se va. Nadie ha hollado la Nieve de la Ignorancia.
Sobre el Drumner, ahora, en la oscuridad, arde un palio de fuegos opacos.
Eps danern. El medidor indica hoy veintitrés kilómetros, pero no estamos a más de doce en línea recta desde el campamento de anoche. No salimos todavía del paso de hielo entre los dos volcanes. El Drumner está en erupción. Sierpes de fuego bajan arrastrándose por las laderas oscuras, visibles cuando el viento barre las turbulencias de las nubes de ceniza, humo y vapores blancos. Continuamente, sin pausa, hay un siseo en el aire; un sonido tan prolongado e intenso que es difícil oírlo cuando uno se detiene a escuchar; y sin embargo ocupa y colma todos los intersticios de tu propio ser. El glaciar tiembla día y noche, cruje y rechina, se estremece bajo nuestros pies. Todos los puentes de nieve que la ventisca pudo haber levantado sobre las hendeduras han desaparecido ahora, destruidos, derribados por estos golpes y sacudidas del hielo y de la tierra bajo el hielo. Vamos hacia atrás y adelante, buscando el fin de una grieta que podría devorarse el trineo entero, y luego buscando el fin de la grieta siguiente. Tratando de ir hacia el norte y obligados siempre a ir hacia el este o el oeste. Sobre nosotros el Dremegole, en simpatía con los trabajos del Drumner, gime y echa un humo fétido.
La cara de Ai estaba cubierta de escarcha esta mañana: nariz, orejas, barbilla, todo de un gris muerto. Acerté a mirarlo y le friccioné la cara reavivándole la circulación, pero hemos de tener más cuidado. El viento que baja del cielo es mortal en verdad, y tenemos que darle la cara mientras subimos.
Me alegraré cuando salgamos de este brazo de hielo hendido y arrugado. Las montañas tienen que mirarse, y no oírse.
Arhad danern. Un poco de nieve sove, entre los cinco y los diez grados bajo cero. Hemos hecho hoy diecinueve kilómetros, y ocho de ellos provechosos; el borde del Gobrin se ve ahora más cerca, en el norte, encima. Notamos ahora que el río de hielo tiene kilómetros de ancho: el «brazo» entre el Drumner y el Dremegole es sólo un dedo, y nos encontramos en el dorso de la mano. Mirando desde aquí hacia atrás se ve el glaciar hendido, dividido, desgarrado y atravesado por los picos negros y humeantes. Mirando hacia adelante el glaciar se hace más ancho, alzándose y curvándose lentamente, empequeñeciendo los bordes oscuros de tierra, y al fin encuentra la pared de hielo allá arriba, debajo de velos de nubes y humo y nieve. Hollín y cenizas caen ahora junto con la nieve, y hay restos de escoria dentro y fuera del hielo; una superficie adecuada para caminar, pero bastante abrupta para el trineo, y los patines ya necesitan una capa de barniz plástico. Dos o tres veces unos proyectiles volcánicos cayeron en el hielo cerca de nosotros. Sisean ruidosamente cuando golpean la superficie, y arden abriendo agujeros en el hielo. Las cenizas caen acompasadamente, junto con la nieve. Nos arrastramos con paso infinitesimal hacia el norte, a través del caos de un mundo que se hace a sí mismo.
Alabada sea la creación inconclusa.
Nederhad danern. No nieva. desde la mañana; nublado y ventoso, y aproximadamente diez grados bajo cero. El glaciar múltiple fluye descendiendo a un valle desde el oeste, y nosotros nos encontramos ahora en la extrema orilla occidental. El Dremegole y el Drumner han quedado de algún modo a nuestras espaldas, aunque una cresta afilada del Dremegole todavía se alza al este de nosotros, casi al nivel de los ojos. Hemos trepado y nos hemos arrastrado hasta un punto en que hemos de escoger entre seguir el curso del glaciar en una larga curva hacia el oeste, subiendo así poco a poco hasta la meseta del hielo, o ascender a los acantilados de hielo, a un kilómetro y medio del campamento de esta noche, ahorrándonos así treinta o cuarenta kilómetros de viaje, a costa de un cierto riesgo.
Ai está de parte del riesgo.
Hay algo frágil en Ai. Es una criatura desprotegida, expuesta, vulnerable, aun en el órgano sexual que tiene que llevar siempre fuera de si mismo; pero es fuerte, increíblemente fuerte. No estoy seguro de que pueda tirar del trineo más tiempo que yo, pero lo hace con más fuerza y más rápido que yo; el doble de mi fuerza. Es capaz de levantar el trineo por atrás o adelante para remontar un obstáculo; yo no podría sostener un peso semejante sino en doza. Como complemento de esta fragilidad y esta fuerza, Ai cae fácilmente en la desesperación y acepta en seguida cualquier desafío: un animoso e impaciente coraje. Esta tarea lenta, difícil, arrastrada, en que estamos metidos, le ha consumido el cuerpo y la voluntad, de modo que si fuese un miembro de mi raza yo diría que es un cobarde. Sin embargo, no hay nada de cobardía en Ai; es de una valentía diligente que nunca vi. Está ya dispuesto, decidido, a jugarse la vida en la prueba cruel y rápida del precipicio.
«Fuego y miedo; buenos sirvientes, malos señores.» Ai ha conseguido que el miedo lo sirva. Yo permito que el miedo me guíe, muchas veces. Ai une el coraje a la razón. ¿Por qué molestarse en buscar el curso seguro en un viaje semejante? Hay cursos insensatos, que no tomaré, pero no hay ninguno seguro.
Stred danern. Poca suerte. No encontramos modo de subir con el trineo, aunque lo intentamos todo el día.
Nieve sove en ráfagas, mezclada con ceniza espesa. La oscuridad duró el día entero, pues el viento que estuvo virando hacia el este nos echó otra vez encima el palio de humo del Drumner. Aquí arriba el hielo se sacude menos, pero hubo un verdadero temblor mientras tratábamos de trepar a una saliente; soltó al trineo de sus amarras y yo fui arrastrado dos metros, golpeándome, pero Ai logró retener el trineo con mano firme, evitando que cayéramos hasta el pie del acantilado, quizá más de doce metros. Si en uno de estos accidentes yo o él nos rompíamos una pierna o un hombro, sería el fin para los dos, y este es precisamente el riesgo, bastante horrible, si se lo mira de cerca. El valle más bajo del glaciar detrás de nosotros parece blanqueado por el humo: la lava toca allí el hielo. No podemos retroceder, es evidente. Mañana intentaremos el ascenso más al oeste.
Berni danern. Poca suerte. Hemos de ir más al oeste. La oscuridad de un crepúsculo tardío, todo el día. Tenemos los pulmones irritados no por el frío (la temperatura no baja de los veinte grados bajo cero, ni siquiera de noche, con el viento del Oeste) sino por las cenizas y humos de la erupción. Al concluir este segundo día de esfuerzos inútiles, subiendo a gatas y serpeando sobre bloques sueltos y acantilados de hielo hasta tropezar con una pared o una saliente, probando más lejos y fracasando otra vez, Ai estaba agotado y furioso. Parecía que iba a llorar en cualquier momento, pero no lo hizo. Opina, creo, que el llanto es algo malo o vergonzoso. Aun cuando estaba muy enfermo y débil, los primeros días de nuestra huida, me ocultaba la cara cuando lloraba. Razones personales, raciales, sociales, sexuales, ¿cómo saber por qué Ai no tiene que llorar? Sin embargo su nombre mismo es un grito de dolor. Por eso lo busqué por vez primera en Erhenrang, hace mucho tiempo, parece ahora. Oyendo hablar de un «extraño» pregunté cómo se llamaba, y oí como respuesta el grito de dolor de una garganta humana en la noche. Ahora Ai duerme. Le tiemblan y se le sacuden los brazos: fatiga muscular. El ruido de alrededor, hielo y piedra, ceniza y nieve, fuego y sombra, tiembla y se sacude y murmura. Acabo de mirar afuera y vi el resplandor del volcán como una fluorescencia de color rojo apagado, en el vientre de unas vastas nubes que se ciernen sobre la oscuridad.
Orni danern. Mala suerte. El día vigésimo segundo del viaje, y desde el décimo día no hemos progresado hacia el este; en verdad hemos perdido treinta o cuarenta kilómetros yendo hacia el oeste. Desde el día decimoctavo no hemos ganado terreno, y hubiese sido lo mismo que nos quedáramos sentados. Si al fin llegamos al Hielo, ¿tendremos bastante comida para el cruce? Es difícil pasar por alto este pensamiento. La niebla y la lóbrega erupción nos impiden ver lejos, y nos es difícil escoger bien el camino. Ai quiere intentar todo ascenso, por más abrupto que sea, que muestre alguna clase de salientes. Mis precauciones lo impacientan. Tenemos que vigilar nuestros malos humores. Yo estaré en kémmer mañana o pasado y las tensiones aumentarán. Mientras nos golpeamos la cabeza contra acantilados de hielo en un crepúsculo ceniciento y frío. Si yo redactara un nuevo canon yomesh enviaría aquí a los ladrones después de la muerte. Ladrones que roban sacos de comida de noche en Turuf. Ladrones que le roban a uno el nombre y el corazón y lo mandan afuera a la vergüenza y el exilio. La cabeza me pesa. Tengo que revisar todo esto más tarde. Ahora estoy demasiado cansado.
Harhahad danern. En el Gobrin. El día vigésimo tercero. Estamos en el Hielo Gobrin. Acabábamos de iniciar la marcha esta mañana cuando vimos, sólo a unos pocos cientos de metros del campamento de la noche pasada, un sendero que subía hacia el Hielo, una carretera de amplia curva y superficie de ceniza que subía de los pedregales y abismos del glaciar entre acantilados de hielo. Caminamos por esta vía como si paseásemos por la avenida Sess. Estamos sobre el Hielo. Nos encaminamos de nuevo hacia el este, al hogar. Estoy contagiado por el verdadero placer que muestra Ai luego de nuestra hazaña. Considerado sobriamente, estamos aquí arriba tan mal como antes. Las hendeduras —algunas suficientemente anchas como para devorar aldeas enteras —corren hacia el interior del continente, el norte, hasta perderse de vista. La mayoría se cruza en nuestro camino; de modo que también nosotros tenemos que ir hacia el norte, no al este. La superficie es irregular. Llevamos el trineo entre enormes bloques de hielo, escombros empujados hacia arriba por la tensión de la capa misma, inmensa y flexible, contra y entre las montañosas Tierras del Fuego. Los bordes rotos por la presión son de formas raras: torres caídas, gigantes desmembrados, catapultas. Un kilómetro y medio de espesor aquí al principio, y luego el Hielo sube y aumenta, tratando de pasar por encima de las montañas, ahogando en silencio las bocas de fuego. Algunos kilómetros al norte un pico asoma en el hielo, el afilado y gracioso cono estéril de un volcán joven, miles de años más joven que la capa de hielo que gruñe y empuja, destrozada en grietas, bloques y precipicios de dos mil metros de altura sobre las laderas más bajas, escondidas.
Durante el día, volviendo la cabeza, veíamos el humo del Drumner que colgaba detrás de nosotros como una extensión castaño grisácea de la superficie de hielo. Un viento bajo y continuo sopla desde el noroeste, limpiando el aire del hollín y el hedor de las entrañas del planeta, ese aire que hemos respirado días y días, y que aplasta el humo a nuestras espaldas, cubriendo así, con una tapa oscura, los glaciares, las montañas más bajas, los valles de piedra, el resto del territorio. No hay sino Hielo, dice el Hielo. Aunque el joven volcán del norte parece decir algo diferente.
Ninguna nevada; nubes altas y tenues. Veinte grados bajo cero en la meseta al crepúsculo. Bajo nuestros pies: una mezcla de hielo nuevo, hielo viejo, y nieve blanda. El hielo nuevo es engañoso: una materia pulida y azul cubierta apenas por un barniz blanco. Los dos resbalamos a menudo. Me deslicé una vez cinco metros sobre el vientre en hielo nuevo; Ai, en los arneses, se dobló de risa. Me pidió disculpas y me explicó que hasta entonces había creído ser el único en Gueden que resbalaba sobre el hielo.
Veinte kilómetros hoy, pero si pretendemos mantener este ritmo de marcha entre estos costurones hendidos, levantados, quebrados, nos agotaremos pronto o terminaremos en algo peor que un resbalón en el hielo.
La luna menguante está baja, opaca como sangre seca, y tiene un halo castaño, incandescente.
Guirni danern. Alguna nieve; el viento aumenta y la temperatura disminuye. Veinte kilómetros hoy; y la distancia recorrida desde nuestro primer campamento es ahora de cuatrocientos seis kilómetros. El término medio es pues de casi diecisiete kilómetros por día; dieciocho y medio si omitimos los dos días en que estuvimos esperando el fin de la cellisca. De todos esos kilómetros en que habíamos empujado el trineo, entre ciento veinte y ciento sesenta, no nos aproximaron a nuestro destino. No estamos mucho más cerca de Karhide que en el momento de partir. Pero tenemos más posibilidades, creo, de llegar.
Desde que salimos de la lobreguez volcánica, no empleamos todo el tiempo en trabajar y preocuparnos, y hablamos de nuevo en la tienda después de cenar. Como ahora estoy en kémmer yo hubiese preferido ignorar la presencia de Ai, pero esto es difícil en una tienda de dos hombres. El problema es que Ai, a su curioso modo, está también en kémmer, siempre en kémmer. Un deseo extraño y poco intenso ha de ser ése, presente todos los días del año, y que no conoce nunca el cambio de sexo; pero ahí está, y aquí estoy yo. Hoy mi extremada conciencia física de Ai era difícil de ignorar, y yo estaba demasiado cansado para desviarla en un no—trance o cualquier otra forma de disciplina. Al fin Ai me preguntó si me había ofendido. Le expliqué mi silencio, con cierto embarazo. Temía que se riera de mí. Al fin y al cabo, Ai ya no es una rareza, un monstruo sexual; aquí en el Hielo cada uno de nosotros es una criatura singular, aislada; yo a medida que me alejo de mis semejantes, mi sociedad y mis normas, y Ai lo mismo. No hay aquí un mundo poblado de guedenianos que explican y confirman mi existencia. Somos iguales al fin; iguales, extraños, solitarios. Ai no se rió, por supuesto. Al contrario, me habló con una gentileza que yo no le conocía. Al cabo de un rato él mismo se puso a hablar de aislamiento, de soledad.
—La soledad de tu raza es asombrosa. No hay ningún otro mamífero en el planeta, ni otras especies ambisexuales, ni animales que sean inteligentes, ni siquiera para domesticarlos. Tiene que darle un cierto color al pensamiento, esta singularidad. No hablo sólo del pensamiento científico, aunque los guedenianos son extraordinarios planteando hipótesis. Lo más notable es que hayan desarrollado el concepto de evolución a pesar de ese abismo insondable que los separa de los animales inferiores. Pero en un plano filosófico, emocional, estar tan solos en un mundo tan hostil afecta la visión de todas las cosas.
—Un yomeshta diría que la singularidad del hombre es su divinidad.
—Señores de la Tierra, sí. Otros cultos en otros mundos han llegado a la misma conclusión. Tienden a ser los cultos de las civilizaciones agresivas, dinámicas, que destruyen el equilibrio ecológico. Orgoreyn, creo, ha tomado ese camino; por lo menos parecen empeñados en llevarse todo por delante. ¿Qué dicen los handdaratas?
—Bueno, en el handdara… sabes, no hay teoría, ni dogma… Quizá son menos conscientes de la distancia que separa a los hombres de las bestias, ya que les preocupa más la semejanza, la relación, el todo del que son parte, las cosas vivas. —Yo había tenido la balada de Tormer todo el día en la cabeza, y dije las palabras:
La luz es la mano izquierda de la oscuridad,
y la oscuridad es la mano derecha de la luz.
Las dos son una, vida y muerte,
juntas como amantes en kémmer,
como manos unidas,
como el término y el camino.
Me tembló la voz mientras lo decía, pues recordaba que en la carta que me escribió mi hermano antes de morir él me citaba las mismas palabras.
Ai reflexionó, y al cabo de un tiempo dijo: —Los guedenianos son criaturas solitarias, y a la vez, nada las divide. Quizá tienen la obsesión de la totalidad, como nosotros la obsesión del dualismo.
—Nosotros también somos dualistas. La dualidad es inevitable, ¿no? Mientras haya un mi mismo, y un otro.
—Yo y Tú —dijo Ai —. Al fin y al cabo hay ahí más distancia que entre los distintos sexos…
—Dime, ¿en qué difiere de tu sexo el otro sexo de tu raza?
Ai pareció sobresaltarse, y en verdad la pregunta me sobresaltó a mi; el kémmer provoca de pronto estos arranques de espontaneidad. Los dos nos sentíamos ahora demasiado atentos a nosotros mismos.
—Nunca lo pensé —dijo Ai al fin. —Nunca viste a una mujer. —Recurrió a la palabra terrestre, que yo conocía.
—Vi fotografías. Parecían guedenianos embarazados, pero con pechos más grandes. ¿Difieren mucho de tu sexo en actitudes mentales? ¿Son como especies diferentes?
—No. Si. No, por supuesto que no, no realmente. Pero las diferencias son importantes. Supongo que lo más importante, el factor de mayores consecuencias para la vida de cada uno, es nacer hombre o mujer. En la mayoría de las sociedades eso determina las expectativas, actividades, actitudes, normas, costumbres… casi todo. El vocabulario. Variantes semióticas. Ropa. Aun la comida. Las mujeres tienden a comer menos. Es difícil separar las diferencias innatas de las adquiridas. Aun donde las mujeres participan de la vida de la sociedad en un nivel de igualdad con los hombres, son ellas siempre quienes llevan el peso del embarazo, y tienen a su cargo casi todo el trabajo de la crianza.
—¿Entonces la igualdad no es la norma común? ¿Son mentalmente inferiores?
—No sé. No parece haber a menudo entre ellas genios matemáticos, o compositores de música, o inventores, o filósofos. Pero no porque sean estúpidas. Físicamente tienen menos fuerza que los hombres, pero viven un poco más. Psicológicamente…
Luego de haberse quedado mirando un rato la luz de la estufa, Ai meneó la cabeza. —Har —explicó, —no puedo decirte cómo son las mujeres. No lo pensé mucho antes, cómo son en general, ya entiendes. Y, Dios, ahora casi ya no me acuerdo. Llevo aquí dos años… No sabes. En cierto sentido las mujeres son para mi más extrañas que tú. Contigo comparto un sexo al menos… —Ai apartó los ojos y se rió, de mala gana y nervioso. Mis propios sentimientos eran confusos, y abandonamos el tema.
Irmí danern. Veintiocho kilómetros hoy, del este al noreste siguiendo la brújula, el trineo en patines. Luego de la primera hora de empujar y tirar dejamos atrás las aristas y grietas. Los dos nos atamos entonces a los arneses, yo adelante al principio, con el probador de hielo, aunque no había necesidad de probar. La nieve helada es aquí de más de medio metro sobre el hielo sólido y sobre esta capa hay otra de nieve reciente con buena superficie. No tropezamos nunca, ni nosotros ni el trineo, tan liviano que era difícil creer que estábamos arrastrando un peso de alrededor de cien kilos. Durante la tarde nos turnamos en los arneses, ya que uno solo podía tirar sin cansancio en esta espléndida superficie. Fue una lástima que el duro trabajo de trepar las laderas de roca nos tocara cuando la carga era pesada todavía. Ahora vamos livianos. Demasiado livianos; muchas veces me sorprendo pensando en comida. Comemos, dice Ai, etéreamente. Hoy viajamos todo el día, leves y rápidos sobre la tersa llanura de hielo, de un blanco pleno, bajo un cielo azul grisáceo, ininterrumpido, excepto unas pocas cimas nunatakas, ahora muy detrás de nosotros, y una mancha de oscuridad, el aliento del Drumner, detrás de esas cimas. Nada más: el sol velado, el hielo.