15. Hacia el Hielo

Desperté. Hasta ahora había sido extraño, inverosímil, despertar dentro de un oscuro cono de calor, y oír la voz de la razón que me decía esto es una tienda, y te encuentras vivo, y ya no estás en la granja de Pulefen. Hoy no hubo extrañeza, sino una agradecida sensación de paz. Desperté, me senté, bostecé, y traté de peinarme hacia atrás pasándome los dedos por el pelo. Miré a Estraven, durmiendo aún, tendido sobre el saco de dormir a medio metro de distancia. No llevaba puestos más que los pantalones; tenía calor. La cara oscura y secreta se mostraba a la luz, a mi mirada. Estraven dormido parecía un poco estúpido, como todos cuando duermen: una cara redonda, fuerte, descansada y remota; sobre el labio superior y las cejas espesas había unas gotas de transpiración. Recordé cómo había sudado durante todo el desfile de Erhenrang, envuelto en una panoplia de rango y luz de sol. Lo vi ahora indefenso, y casi desnudo a una luz fría, y por primera vez lo vi como era.

Despertó tarde, y tardó en levantarse. Al fin se incorporó tambaleándose y bostezando, se puso la camisa, sacó fuera la cabeza un momento para ver cómo era el día, y luego me preguntó si yo quería una taza de orsh. Cuando descubrió que yo había estado trabajando y había puesto a hervir una olla con orsh y el agua que él había dejado como hielo sobre la estufa en la noche anterior, aceptó una taza, me agradeció tiesamente, y se sentó a beber.

—¿A dónde iremos ahora, Estraven?

—Depende de a dónde quiera ir, señor Ai, y cómo.

—¿En qué dirección se sale más rápido de Orgoreyn?

—Hacia el oeste. La costa. Unos cincuenta kilómetros.

—¿Y luego?

—Los puertos estarán helándose o ya helados, aquí. De cualquier modo no habrá viajes largos en invierno. Habrá que esperar escondidos en alguna parte hasta la próxima primavera, cuando los principales mercaderes salen hacia Sid y Perunter. No habrá barcos para Karhide, si continúa el embargo de comercio. Podríamos embarcar en una nave de carga. Lamentablemente, no tengo dinero.

—¿Y la alternativa?

—Karhide. El norte.

—¿A qué distancia? ¿Mil quinientos kilómetros?

—Sí, por carretera, pero esto no es para nosotros. No pasaríamos la primera inspección. Nuestro único camino es hacia el norte entre las montañas, luego el este cruzando el Gobrin, y el sur hasta la frontera de la bahía de Guden.

—¿Cruzando el Gobrin? ¿La capa de hielo?

Estraven asintió.

—No es posible en invierno, ¿o sí?

—Creo que sí, con suerte, como en todos los viajes de invierno. En cierto sentido es mejor cruzar un glaciar en invierno. El buen tiempo, usted sabe, tiende a estacionarse sobre los glaciares, donde el hielo refleja la luz del sol; las tormentas son desplazadas a la periferia. De ahí las leyendas del sitio en el corazón de la tormenta. Tendríamos eso a nuestro favor. Poco más.

—Entonces piensa usted seriamente…

—Hubiera sido un disparate sacarlo a usted de Pulefen si no pensara así.

Estraven parecía todavía tieso, malhumorado, hosco. La conversación de la noche anterior nos había perturbado a ambos.

—Y he de entender que cruzar el hielo es menos arriesgado según usted que esperar a embarcarse en primavera…

Estraven asintió: —Soledad —explicó, lacónico.

Lo pensé un rato. —Espero que haya tenido en cuenta mis incapacidades. Mi resistencia al frío es escasa, no puede compararse con la suya. No soy experto en esquí. No estoy en buena forma, aunque haya mejorado mucho en los últimos días.

Estraven volvió a asentir con un movimiento de cabeza. —Creo que podríamos hacerlo —dijo con esa simplicidad que yo había interpretado siempre como ironía.

—Muy bien.

Estraven me echó una mirada, y apuró la taza de té. Té es un nombre posible: extraído por fermentación del cereal llamado perm, previamente tostado, el orsh es una bebida agridulce, de color castaño, rica en vitaminas A y C, azúcar, y un estimulante agradable semejante a la lobelina. Cuando no hay cerveza en Invierno no hay orsh; si no hay cerveza ni orsh tampoco hay hombres.

—Será duro —dijo Estraven, dejando la taza. —Muy difícil. Necesitamos más suerte.

—Prefiero morir en el Hielo que en ese pozo negro de donde usted me ha sacado.

Estraven cortó un pan de manzana seco, me ofreció una rodaja, y se quedó meditabundo, masticando. —Necesitaremos más comida —dijo.

—¿Qué pasa si llegamos a Karhide? Qué le pasa a usted, quiero decir. Todavía es un proscrito.

Estraven volvió a mí los oscuros ojos de nutria.

—Si, supongo que me convendría quedarme de este lado.

—Y cuando descubran que ha ayudado a escapar a un prisionero…

—No es necesario que lo descubran. —Estraven sonrió, sombrío, y dijo: —Primero tenemos que cruzar el Hielo.

Estallé. —Escuche, Estraven, discúlpeme por lo que dije anoche…

—Nusud. —Estraven se incorporó, masticando todavía, se puso la túnica, el abrigo y las botas, y se deslizó como una nutria fuera de la puerta —válvula, que se cerraba automáticamente. Cuando ya estaba fuera, asomó la cabeza y dijo: —Quizá vuelva tarde, o a la mañana. ¿Podrá arreglárselas aquí?

—Si.

—Muy bien. —Estraven desapareció Nunca conocí a nadie que reaccionara de un modo tan completo y rápido ante un cambio de situación. Yo estaba recobrándome, y dispuesto a partir; él había salido del dangen. En el momento en que esto fue ya claro, Estraven partió. Nunca parecía precipitado ni con prisa, pero estaba siempre listo. Este era sin duda el secreto de la extraordinaria carrera política que él mismo había arruinado en mi beneficio; explicaba también por qué creía en mí y le importaba tanto mi misión. Cuando llegué, él ya estaba preparado. Nadie más lo estaba en todo Invierno. No obstante, Estraven se consideraba a si mismo un hombre lento, pobre en recursos de emergencia.

Una vez me dijo que siendo de pensamientos tan lentos tenía que guiarse a menudo por una especie de intuición acerca de cómo venia la «suerte», y que esta intuición pocas veces le fallaba. Los profetas de las fortalezas no son en Invierno los únicos capaces de ver el futuro. Esa gente ha domesticado y entrenado el presentimiento, pero no le ha dado mayor exactitud. En este sentido los yomeshtas tienen algo que decir: el don no es quizá estricta o simplemente un don de profecía, sino quizá la capacidad de ver (aun en un relámpago) todo a la vez: de ver la totalidad.

Mantuve la pequeña estufa en el punto máximo mientras Estraven estaba fuera, y así conseguí calentarme de veras por primera vez… ¿en cuánto tiempo? Pensé que estaríamos ahora en dern, el primer mes de invierno y del nuevo año, pero había perdido la cuenta en Pulefen.

La estufa era uno de esos excelentes y económicos aparatos perfeccionados por los guedenianos en milenios de lucha contra el frío. Sólo utilizando una pila de fusión se hubiese podido obtener algo mejor. Las baterías biónicas alcanzan para catorce meses de uso continuo; el poder calorífero es notable, y el aparato sirve a la vez como estufa, cocina y luz, todo en uno, y no pesa más de dos kilos. Nunca hubiésemos viajado ochenta kilómetros sin esa estufa. Tenía que haberle costado bastante dinero a Estraven, ese dinero que yo le había pasado con altanería en Mishnori. La tienda, de material plástico, resistente a las inclemencias del tiempo, y diseñada para evitar en parte la condensación interior de agua, que es el defecto principal de las tiendas en tiempo frío; los sacos de dormir de piel de pesdri; las ropas, esquíes, trineos, provisiones, todo era excelente, liviano, durable, caro. Si Estraven había ido a buscar más alimentos, ¿qué otras cosas traería?

Estraven no volvió hasta el anochecer del día siguiente. Yo había salido varias veces con los zapatos para la nieve, probando fuerzas y practicando en las faldas del valle nevado que ocultaba la tienda. Manejaba bien los esquíes pero no los zapatos para la nieve. No me atrevía a subir a las lomas, por miedo a extraviarme. Era una región salvaje, cruzada de arroyos y hondonadas, que se alzaba, empinada, abrupta, hacia las montañas nubosas del este. Tuve tiempo de preguntarme qué sería de mi en esta desolación si Estraven no volvía.

Estraven llegó deslizándose por la loma crepuscular —era un magnífico esquiador —y se detuvo junto a mí, sucio, cansado y cargado. Traía a la espalda un saco grande y abultado de paquetes: Papá Noel que baja por las chimeneas de la vieja Tierra. Los paquetes contenían germen de kadik, pan de manzana seco, té, y tabletas de esa azúcar roja, dura, de sabor terrestre que los guedenianos obtienen por refinación de un tubérculo.

—¿Cómo lo consiguió?

—Lo robé —dijo el que fuera primer ministro de Karhide, adelantando las manos hacia la estufa, que estaba todavía en máximo; Estraven, aun él, parecía helado. —En Turuf. Asunto breve. —Nunca supe más. Estraven no estaba orgulloso de su hazaña y no la creía divertida. El robo es un crimen grave en Invierno; en verdad sólo los suicidas son más despreciados allí que los ladrones.

—Primero comeremos esto —dijo Estraven mientras yo fundía un poco de nieve sobre la estufa. —Lo más pesado. —La mayor parte de la comida que Estraven había juntado antes era raciones de «hiperalimentos», unos cubos de alimentos energéticos, comprimidos, deshidratados, fortalecidos, que los orgotas llaman guichi michi, y así lo llamábamos nosotros aunque, por supuesto, hablábamos en karhidi. Teníamos bastante de este alimento, como para que nos durara sesenta días con la ración común mínima: medio kilo por día y por persona. Luego de lavarse y comer, Estraven estuvo sentado largo rato junto a la estufa pensando en lo que teníamos y en cómo y cuándo utilizarlo. No había allí pesas ni balanzas y lo medimos todo comparándolo con una caja de medio kilo de guichi michi. Estraven conocía bien, como muchos guedenianos, el valor nutritivo y calórico de los distintos alimentos, y las necesidades de su propio organismo en diferentes circunstancias y cómo evaluar las mías de un modo bastante aproximado. Conocimientos de este tipo son de mucho valor para la supervivencia, en Invierno.

Cuando consiguió al fin planear la distribución de las raciones, Estraven se metió en el saco de dormir. Durante la noche oí que hablaba en sueños; números, pesos, días, distancias…

Teníamos que recorrer unos mil quinientos kilómetros. Los primeros cien viajaríamos hacia el norte o el noreste, cruzando el bosque y las estribaciones norteñas de la cordillera de los Sembensyen hasta el gran glaciar, la capa de hielo que cubre el Gran Continente de doble lóbulo hasta el paralelo 45, y en algunos sitios casi hasta el 35. Una de estas prolongaciones hacia el sur es la región de las Tierras de Fuego, los últimos picos de los Sembensyen, y esa región era nuestra primera meta. Allí entre las montañas, razonaba Estraven, encontraríamos el modo de entrar en la capa de hielo. Ya fuese descendiendo por la ladera de una montaña o trepando por la pendiente de un glaciar. Luego viajaríamos por el mismo Hielo, hacia el este, unos mil kilómetros. Donde el borde del glaciar se vuelve otra vez hacia el norte, cerca de la bahía de Guden, cortaríamos camino hacia el sudeste durante unos ochenta a ciento veinte kilómetros atravesando los pantanos de Shenshey, donde la capa de nieve tendría en ese entonces de tres a seis metros de altura, hasta la frontera de Karhide.

Esta ruta nos mantenía desde el principio al fin en tierras deshabitadas o inhabitables. No tropezaríamos con ningún inspector. Esto era de veras importante. Yo no tenía papeles, y Estraven dijo que en los suyos ya no cabían más falsificaciones. De cualquier modo, aunque yo podía pasar por guedeniano cuando nadie esperaba otra cosa, ningún disfraz podía ocultarme a un ojo inquisitivo. En este aspecto, pues, el camino que proponía Estraven parecía el más práctico.

En otros aspectos era una idea de locos.

Me guardé mi opinión, pues yo había hablado en serio cuando dije que prefería morir en la huida, si se trataba de elegir. Estraven, sin embargo, buscaba aún una alternativa. Al día siguiente, mientras equipábamos y cargábamos el trineo con mucho cuidado, Estraven dijo: —Si llamara usted hoy a la nave de las estrellas, ¿cuándo vendría?

—En cualquier momento en un plazo que se iniciaría dentro de ocho días, y se extendería hasta mediados de mes, según el punto de la órbita solar en que esté ahora, en relación con Gueden. Quizá se encuentra del otro lado del sol.

—¿No antes?

—No antes. El dispositivo nafal no tiene aplicación dentro de un sistema solar. La nave sólo puede acercarse aquí impulsada por cohetes, lo que significa ocho días de viaje. ¿Por qué?

Estraven tironeó de la cuerda y la anudó antes de contestar: —Pensaba en la conveniencia de pedir ayuda al mundo de usted, ya que el mío no parece bien dispuesto. Hay un transmisor de radio en Turuf.

—¿Poderoso?

—No mucho. El transmisor grande más poderoso estaría en Kuhumey, a unos cuatrocientos kilómetros al sur de aquí.

—¿Kuhumey es una ciudad importante, no?

—Un cuarto de millón de almas.

—Tendríamos que encontrar el modo de usar el transmisor; luego ocultarnos ocho días con el Sarf alertado… No es muy prometedor.

Estraven asintió.

Arrastré el último saco de germen de kadik fuera de la tienda, lo metí en el sitio libre que quedaba en el trineo, y dije: —Si yo hubiese llamado a la nave aquella noche en Mishnori… la noche en que usted me habló, la noche que me arrestaron… Pero mi ansible lo tenía Obsle; todavía lo tiene, supongo.

¿Podría utilizarlo?

—No, ni siquiera por casualidad, metiendo aquí y allá los dedos. Los indicadores de coordenadas son extremadamente complejos. Ah, si yo lo hubiese utilizado entonces…

—Si yo hubiese sabido que la partida había terminado, ese día —dijo él, y sonrió. No era aficionado a remordimientos.

—Usted lo sabía, pienso. Pero yo no lo creí.

Cuando cargamos el trineo, Estraven insistió en que pasásemos el día ociosos, acumulando energía, y se quedó acostado en la tienda, escribiendo en una libreta de notas, en una rápida y menuda cursiva vertical, la escritura de Karhide, lo que se reproduce como capítulo anterior. No había podido escribir nada en su diario en el último mes, y se sentía fastidiado; era muy metódico en lo que concernía a este asunto. Llevar un diario era para él, pienso, tanto una obligación de familia como un modo de sentirse unido a ellos, el hogar de Estre. Me enteré de esto más tarde; en ese momento no sabía qué estaba escribiendo, y me pasé las horas sentado, encerando esquíes, o sin hacer nada. Silbé una melodía bailable y me detuve en la mitad. Teníamos una sola tienda, y si íbamos a compartirla sin volvernos locos, sería necesaria una cierta dosis de buenas maneras, de restricciones voluntarias. Estraven había alzado los ojos cuando empecé a silbar, pero no se mostró irritado. Me miró con un aire que podría llamarse soñador y dijo:

—Ojalá yo hubiese sabido de esa nave el año pasado… ¿Por qué lo mandaron solo a este mundo?

—El primer Enviado a un mundo siempre llega solo. Un extraño es una curiosidad; dos una invasión.

—La vida del primer Enviado no tiene mucho valor.

—No; los ecúmenos dan verdadero valor a todas las vidas. Mejor que sólo una vida esté en peligro, y no dos, o veinte. Son además costosos, y llevan tiempo, ya sabe usted, esos saltos de mundo a mundo. Además yo mismo pedí que me mandaran.

—En peligro, honor —dijo Estraven citando evidentemente un proverbio, pues continuó en un tono apacible: —Tendremos mucho honor cuando lleguemos a Karhide…

Cuando Estraven hablaba así yo me sorprendía creyendo que de veras llegaríamos a Karhide, cruzando mil doscientos kilómetros de montañas, hondonadas, desfiladeros, volcanes, glaciares, capas de hielo, pantanos helados o bahías heladas, todo desolado, inhóspito, muerto, en medio de las tormentas de pleno invierno en plena Edad Glacial.

Estraven estaba allí escribiendo sus notas, con la misma paciente y obstinada dedicación que yo había visto en un rey loco trepado a un andamio y cimentando unas piedras, y diciendo: —Cuando lleguemos a Karhide…

Este cuando no era sin embargo una esperanza sin fecha. Estraven pretendía llegar a Karhide al cuarto día del cuarto mes de invierno, arhad anner. Partiríamos al día siguiente, el décimo tercero del primer mes, tormenbold dern. Nuestras raciones, de acuerdo con las conjeturas de Estraven, podían estirarse hasta un máximo de tres meses guedenianos, setenta y ocho días; luego tendríamos que viajar veinte kilómetros por día durante setenta días y llegar a Karhide en arhad anner. Esto era definitivo. Lo único que podíamos hacer ahora era dormir bien.

Partimos al alba, calzando los zapatos para la nieve, en medio de una nevada tenue y sin viento. La nieve sobre las lomas era bessa, blanda y suelta todavía, lo que los esquiadores terrestres llaman, creo, nieve primera. El trineo estaba muy cargado; Estraven opinó que el peso total era de alrededor de ciento cincuenta kilos. Un peso difícil de empujar en la nieve floja, aunque el trineo era tan manuable como un botecito bien diseñado; los patines eran excelentes, revestidos con un polímero que suprimía casi del todo la resistencia, pero que por supuesto no servían de nada cuando el trineo se atascaba en un alud. En aquellos terrenos, y subiendo y bajando por terraplenes y barrancas, descubrimos que era mejor ir uno adelante tirando y el otro atrás empujando. La nieve cayó, fina y suave, todo el día. Nos detuvimos dos veces a probar un bocado. En toda aquella región montañosa no se oía un sonido. Continuamos, y de pronto llegó la noche. Nos detuvimos en un valle muy parecido al que habíamos dejado a la mañana, una concavidad entre jorobas de nieve. Yo estaba tan cansado que trastabillaba, aunque no podía creer todavía que el día hubiese terminado. Habíamos cubierto, según el indicador del trineo, poco más de veinte kilómetros.

Si podíamos viajar así en nieve blanda, con el trineo tan cargado, cruzando una región abrupta con lomas y valles que corrían atravesándose en nuestro camino, seguramente marcharíamos todavía mejor cuando llegásemos al hielo, con nieve dura, terreno llano, y una carga cada vez más liviana. Mi confianza en Estraven había sido más un producto de la voluntad que una actitud espontánea: ahora creía del todo en él. Estaríamos en Karhide en setenta días.

—¿Ha viajado antes así? —le pregunté.

—¿En trineo? Muchas veces.

—¿Viajes largos?

—Unos trescientos kilómetros sobre el hielo de Kerm, un otoño, hace años.

El extremo más bajo de las tierras de Kerm, la montañosa península sureña del semicontinente de Karhide, es una región de glaciares como el norte. Las gentes del Gran Continente viven en una estrecha franja de tierra entre dos muros blancos. Un decrecimiento del ocho por ciento en la radiación solar se ha calculado uniría esos muros, y no habría hombres, ni campos, sólo hielo.

—¿Por qué?

—Curiosidad, aventura. —Estraven titubeó y sonrió apenas. —El acrecentamiento de la complejidad y la intensidad de la vida inteligente —dijo, citando una de mis sentencias ecuménicas.

—Ah, extendía usted conscientemente la tendencia evolutiva inherente al Ser; una de cuyas manifestaciones es la exploración. —Los dos nos sentimos complacidos con nosotros mismos, sentados al calor de la tienda, bebiendo té caliente y esperando a que hirviese el potaje de granos de kadik.

—Así es —dijo Estraven. —Seis de nosotros. Todos muy jóvenes. Mi hermano y yo venimos de Estre; cuatro de nuestros amigos de Stok. El viaje no tenía ningún propósito. Queríamos ver el Teremander, una montaña que se alza en el hielo, allá abajo. No mucha gente la ha visto desde tierra.

El potaje estaba listo; algo muy diferente del salvado espeso que nos daban en la granja Pulefen; el sabor recordaba las castañas asadas de la Tierra, y quemaba espléndidamente la boca. Sentí el calor de la comida en el cuerpo, y dije, amable: —Las pocas veces que he comido bien en Gueden ha sido siempre en compañía de usted, Estraven.

—No en aquel banquete de Mishnori.

—No, claro… Usted odia a Orgoreyn, ¿no es así?

—Pocos orgotas saben cocinar. ¿Si odio a Orgoreyn? No, ¿por qué he de odiarlo? ¿Cómo odia uno a un país, o lo ama? Tibe habla de eso; yo no soy capaz. Conozco gente, conozco ciudades, granjas, montañas y ríos y piedras, conozco cómo se pone el sol en otoño del lado de un cierto campo arado en las colinas; pero ¿qué sentido tiene encerrar todo en una frontera, darle un nombre y dejar de amarlo donde el nombre cambia? ¿Qué es el amor al propio país? ¿El odio a lo que no es el propio país? Nada bueno. ¿Sólo amor propio? Bien, pero no es posible hacer de eso una virtud, o una profesión… Mientras tenga amor a la vida amaré también las colinas del dominio de Estre, pero este amor no tiene fronteras de odio. Y más allá, soy ignorante, espero.

Ignorante, en el sentido handdara: ignorar la abstracción, atenerse a las cosas. Había quizá en esta actitud algo femenino, un rechazo de lo abstracto, lo ideal, una sumisión a lo dado que me desagradaba.

Sin embargo, Estraven continuó, escrupuloso: —Un hombre que no detesta un mal gobierno no es un insensato. Y si hubiese algo semejante a un buen gobierno en la tierra sería una verdadera alegría servirlo.

Allí nos entendíamos. —Conozco algo de esa alegría —dije.

—Sí, así me pareció.

Enjuagué nuestros tazones con agua caliente, y eché el agua del lavado por la puerta válvula de la tienda. Era noche cerrada afuera; caía una nieve tenue, apenas visible en el óvalo de luz de la abertura. Protegidos de nuevo en el calor seco de la tienda, tendimos nuestros sacos. Estraven dijo: —Déme los tazones, señor Ai —o algo parecido y yo repliqué: —¿Será así, señor, todo el cruce del hielo Gobrin?

Estraven alzó los ojos y se rió. —No sé cómo llamarlo.

—Mi nombre es Genly Ai.

—Lo sé. Usted use mi nombre natal.

—No sé cómo llamarlo tampoco.

—Har.

—Entonces soy Ai… ¿Quienes usan nombres propios?

—Los hermanos de hogar, o los amigos —dijo Estraven, y diciéndolo pareció remoto, fuera de alcance, a medio metro de mí en una tienda de dos metros y medio de largo. No respondí. ¿Hay algo más arrogante que la sinceridad?

Sentí frío, y me metí en mi saco de pieles. —Buenas noches, Ai —dijo el extraño, y el otro extraño respondió —: Buenas noches, Har.

Un amigo. ¿Qué es un amigo en un mundo donde cualquier amigo puede ser un amante en la próxima fase de la luna? No yo, prisionero de mi virilidad; no un amigo de Derem Har, o cualquier otro de esa raza. Ni hombre ni mujer, y los dos a la vez, cíclicos, lunares, metamorfoseándose al contacto del otro variable de la estirpe humana, no eran de mi carne, no eran amigos: no había amor entre nosotros.

Dormimos. Desperté una vez y oí el golpeteo blando de la nieve sobre la tienda.

Estraven estaba levantado al alba, preparando el desayuno. El día amaneció claro. Cargamos el trineo, y partimos cuando el sol doraba las puntas de los matorrales alrededor de la hondonada, Estraven adelante en los arneses y yo empujando detrás y como al timón. Había ya una costra de nieve, y en cuesta abajo nos deslizábamos rápidamente como un trineo de perros. Aquel día marchamos un tiempo junto al bosque que bordea Pulefen, el bosque de toras, de barbas de hielo, de miembros de gnurl, poblados y enanos. No nos atrevimos a usar la carretera norte, e íbamos a menudo por los sitios talados, y como no había allí árboles caídos ni matorrales la marcha era fácil. Una vez que llegamos a Tarrenbed encontramos menos hondonadas o precipicios. El medidor del trineo indicaba treinta kilómetros en la jornada, y estábamos menos cansados que la noche anterior.

Un paliativo del invierno en Invierno es las muchas horas de luz. El planeta tenía unos pocos grados de inclinación respecto a la eclíptica; no suficientes para diferenciar claramente las estaciones en las latitudes más bajas. Las estaciones no son un efecto hemisférico en Invierno sino global: resultado de una órbita eliptoide. En los lentos extremos de la órbita, en las vecindades del afelio, hay suficiente pérdida de energía solar como para perturbar las ya inestables condiciones del tiempo, y transformar el grisáceo y húmedo verano en un blanco y violento invierno. Más seco que el resto del año, el invierno sería la estación más agradable, prescindiendo del frío. El sol, cuando llega a verse, brilla en lo alto del cielo; no hay allí esa sangría de luz que se pierde en la oscuridad, como en las tierras polares de la Tierra, donde el frío y la noche llegan juntos. Gueden tiene un invierno brillante; amargo, terrible, y brillante.

Tardamos tres días en cruzar el bosque de Tarrenbed. En el último día nos detuvimos temprano e instalamos la tienda. Estraven quería poner unas trampas y cazar pesdris. El pesdri es uno de los animales terrestres de mayor tamaño en Invierno; de las dimensiones de un zorro, ovíparo vegetariano con una espléndida piel blanca o gris. Estraven quería la carne, pues el pesdri es comestible. En esa época emigraba hacia el sur en grandes cantidades; son tan ligeros de miembros y solitarios que vimos sólo dos o tres mientras viajábamos, pero en la nieve de los claros del bosque había innumerables huellas, como de pequeños zapatos para la nieve, que apuntaban todas hacia el sur. Las trampas de Estraven se llenaron en una hora o dos. Estraven limpió y desmembró las seis bestias, colgó a helar un poco de carne, y puso una parte a hervir para la comida de la noche. Los guedenianos no son cazadores, pues hay poco allí que cazar: ningún herbívoro grande y por lo tanto ningún carnívoro grande, excepto en los mares. Los guedenianos pescan, y cultivan la tierra. Nunca había visto antes a un guedeniano con sangre en las manos.

Estraven miró las pieles blancas. —Una semana de trabajo para un cazador de pesdris —dijo, y me tendió una piel para que la tocara. El pelo era tan suave y espeso que era difícil saber cuándo la mano empezaba a sentirlo. Nuestros sacos de dormir, los abrigos y capuchas estaban todos forrados con esa misma piel, un aislador extraordinario y de hermoso aspecto.

—No parece que valga la pena —dije —para un caldo.

Estraven me echó una breve y oscura ojeada y dijo:

—Necesitamos proteínas. —Hizo a un lado las pieles que esa misma noche los russi, las feroces y pequeñas ratas serpientes, devorarían junto con las entrañas y los huesos, lamiendo la nieve ensangrentada.

Estraven tenía razón; generalmente tenía razón. Había de medio kilo a un kilo de carne comestible en un pesdri. Tomé mi parte del caldo esa noche, y podría haber comido la otra mitad sin darme cuenta. A la mañana siguiente, cuando emprendimos la marcha hacia las montañas, advertí que las fuerzas se me habían doblado.

Aquel día subimos. Las benéficas nevadas y el kroxet —tiempo sin viento entre los cinco y los veinte grados centígrados bajo cero —que nos había acompañado en todo el cruce del Tarrenbed, fuera del alcance de cualquier perseguidor, se arruinaba ahora en lluvias y temperaturas sobre cero. Ahora empezaba yo a entender por qué los guedenianos se quejan cuando sube la temperatura en invierno, y se alegran cuando desciende. En la ciudad la lluvia es un inconveniente; para el viajero es una catástrofe. Llevamos el trineo subiendo por los flancos de los Sembensyen toda la mañana inmersos en un caldo frío de aguanieve. A la tarde, ya en las pendientes abruptas, la nieve había desaparecido casi del todo. Torrentes de lluvia, kilómetros de barro y arenisca. Levantamos los patines, pusimos las ruedas, y continuamos subiendo. Como vehículo rodado el trineo valía poco: se atrancaba y volcaba a cada rato. La oscuridad cayó antes que encontráramos un sitio protegido, una cueva o el pie de un acantilado, para levantar allí la tienda, de modo que a pesar de todos nuestros cuidados se nos mojaron las cosas. Estraven había dicho que una tienda como la nuestra nos albergaría con suficiente comodidad, cualesquiera que fuesen las condiciones del tiempo, siempre que mantuviéramos seco el interior. Si los sacos de dormir no están bien secos, el cuerpo pierde mucha temperatura durante la noche, y no se duerme bien; esto hay que evitarlo pues nuestras raciones son muy reducidas. No podemos contar con la luz del sol para secar las cosas, de modo que hemos de mantenerlas secas. Yo había prestado atención, y había sido tan escrupuloso como Estraven en tratar de impedir que la nieve y el agua entraran en la tienda, de modo que no hubiese allí otra humedad que la inevitable de la cocina, los pulmones y los poros. Pero esta noche todo estaba mojado aun antes de armar la tienda. Nos acurrucamos humeando junto a la estufa chabe, y al cabo de un rato teníamos un caldo de carne de pesdri para comer, caliente y espeso, suficiente para compensar todo lo demás. El medidor del trineo, ignorando la dura ascensión que nos había llevado el día entero, indicaba que no habíamos progresado más de quince kilómetros.

—Primer día que no cumplimos nuestro plan —dije. Estraven asintió, y quebró el hueso de una pata para sorber el tuétano. Se había sacado las ropas de abrigo, y estaba allí sentado en camisa y pantalones, descalzo, con el cuello desprendido. Yo tenía todavía mucho frío para quitarme el gabán y las botas. Estraven continuó quebrando huesos, fuerte, tranquilo; el agua le resbalaba del pelo fino y apretado como de las plumas de un pájaro; le goteaba en los hombros como cayendo de unos aleros, y él no lo notaba. No estaba desanimado. Era parte de esta vida.

La primera ración de carne me había provocado cólicos intestinales, y aquella noche me agravé. Pasé mucho tiempo despierto, tendido en aquella empapada oscuridad, escuchando el estruendo de la lluvia.

Al desayuno, Estraven dijo: —Pasaste mala noche.

—¿Cómo lo sabes? —Pues Estraven había dormido profundamente, sin moverse casi, aun cuando yo salía de la tienda.

Me echó otra vez aquella ojeada. —¿Qué pasa de malo?

—Diarrea.

Estraven se sobresaltó y dijo con énfasis: —Es la carne.

—Creo que si.

—Culpa mía. Yo hubiese…

—Está bien.

—¿Puedes viajar?

—Sí.

La lluvia caía y caía. Un viento marino del oeste mantenía la temperatura en cero, aun aquí a mil o mil quinientos metros de altura. Nunca vimos a más de quinientos metros a través de la niebla gris y la masa de lluvia. Nunca alcé la vista hacia lo que nos esperaba allá arriba en la pendiente; no había nada que ver sino la lluvia. Nos guiábamos por la brújula, conservando el rumbo norte en tanto lo permitieran las vertientes y despeñaderos de aquellas estribaciones.

El glaciar que cubría las laderas había estado moliéndolas durante cientos de miles de años, mientras avanzaba y retrocedía en el norte. Había dejado huellas a lo largo de las faldas de granito; huellas largas y rectas, como cortadas con escoplo. A veces podíamos llevar el trineo por esas cicatrices como por un camino.

Yo prefería tirar del trineo; podía apoyarme en los arneses, y el esfuerzo me sacaba el frío. Cuando nos detuvimos para el bocado del mediodía me sentí enfermo y no pude comer. Continuamos subiendo. La lluvia caía y caía. En mitad de la tarde Estraven detuvo el trineo bajo un promontorio de piedra negra. Alzó la tienda casi antes que yo me desprendiera de los arneses. Me ordenó que entrara y me acostara.

—Estoy muy bien —dije.

—No estás bien —dijo él. —Entra.

Obedecí, aunque no me gustó el tono. Cuando entré en la tienda, con las cosas para la noche, me senté para cocinar, pues era mi turno. Estraven me dijo en el mismo tono perentorio que me acostara y me quedase quieto.

—No tienes por qué darme órdenes —dije.

—Lo siento —dijo él, inflexible, vuelto de espaldas.

—No estoy enfermo, ya sabes.

—No, no sabía. Si tú no lo reconoces y lo dices, tengo que guiarme por tu aspecto. No te has recobrado aún, y el viaje ha sido duro. No conozco el limite de tus fuerzas.

—Te avisaré cuando lleguemos a ese límite.

La actitud paternal de Estraven me había irritado. Yo le llevaba una cabeza, y él tenía más grasa que músculos, en un cuerpo que de algún modo parecía más de mujer que de hombre; cuando arrastrábamos juntos el trineo yo tenía que acortar el paso y contener mis fuerzas para no derribarlo: un caballo en yunta con el mulo.

—¿Ya no estás enfermo entonces?

—No. Claro que estoy cansado. Lo mismo que tú.

—Sí, estoy cansado —dijo él —. Estaba ansioso por ti. El camino es largo.

Estraven no se había mostrado condescendiente. Había pensado que yo estaba enfermo, y los enfermos reciben órdenes. Era franco, y esperaba de mí una franqueza equivalente de la que yo quizá no era capaz. Estraven, al fin y al cabo, no conocía normas de masculinidad, de virilidad, que le afectaran un supuesto orgullo. Por otra parte, si era capaz de dejar de lado todas sus ideas de shifgredor, como yo sabia que había hecho conmigo, quizá yo pudiese olvidar asimismo los elementos más competitivos de un amor propio masculino, que Estraven seguramente no entendía, así como yo no entendía su shifgredor…

—¿Cuánto anduvimos hoy?

Estraven miró alrededor y sonrió apenas, amable.

—Diez kilómetros —dijo.

Al día siguiente recorrimos once kilómetros; al otro día diecinueve, y luego salimos de la lluvia, y de las nubes y de las regiones humanas. Era el noveno día de nuestro viaje. Estábamos ahora entre los mil quinientos y los dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, en una meseta alta donde se veían señales de una actividad geológica y volcánica reciente; estábamos en las Tierras del Fuego de la cordillera de los Sembensyen. La meseta se estrechaba poco a poco hasta convertirse en un valle, y el valle en un paso entre paredes de piedra. A medida que nos acercábamos a la salida del paso, las nubes se hacían más tenues y escasas. Al fin un viento norte las dispersó del todo, desnudando los picos que asoman en lo alto del paso, a la derecha y la izquierda, de basalto y nieve, de colores y con parches brillantes y negros, a la luz de un sol repentino, bajo un cielo resplandeciente. Frente a nosotros, barridos y revelados por ráfagas del mismo viento, serpeaban unos valles de hielo y piedras, allá abajo, a centenares de metros. Del otro lado de estos valles se levantaba una gran muralla, una muralla de hielo, y alzando mucho los ojos hasta el borde superior de la muralla, podía verse allí el Hielo mismo, el glaciar Gobrin, enceguecedor, de un blanco que se perdía allá en el norte, un blanco que los ojos no podían medir.

Aquí y allá, de los valles colmados de piedras y de los acantilados y las pendientes y los bordes de la masa de hielo, asomaban unas moles oscuras; y en la meseta se alzaba una montaña, alta como los picos que bordeaban nuestro camino, y de este lado subía pesadamente un mechón de humo de un kilómetro de largo. Más allá había otros picos, cimas, conos de ceniza. El humo brotaba en jadeos de unas bocas ardientes que se abrían en el hielo.

Estraven estaba allí a mi lado, llevando aún los arneses y mirando aquella magnífica y silenciosa desolación: —Me alegra haber vivido para ver esto —dijo.

Yo me sentía como él. Es bueno que el viaje tenga un fin, pero al fin es el viaje lo que importa.

No había llovido aquí en estas laderas que miraban al norte. Los campos nevados se iniciaban en los pasos y continuaban en los valles de piedra. Guardamos las ruedas, descubrimos los patines, nos calzamos los esquíes, y partimos: abajo, al norte, internándonos en aquella silenciosa vastedad de hielo y fuego donde se leía en enormes letras blancas y negras, Muerte, Muerte, escritas todo a lo largo de un continente. El trineo se deslizaba como una pluma, y nos reíamos, felices.

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