IX El mundo es un pañuelo

Digna de ser morena y sevillana.

(Campoamor. El tren expreso)

Los focos que iluminaban la catedral creaban un espacio irreal entre noche y luz. Desorientadas por el contraste, las palomas volaban en todas direcciones, apareciendo de pronto y desapareciendo después en la oscuridad, entre la inmensa y armónica montaña de cúpulas, pináculos y arbotantes donde campeaba la torre de la Giralda. Era casi fantástico, pensaba Lorenzo Quart. Un paisaje de fondo tan extraordinario como el de las antiguas superproducciones de Hollywood a base de tela pintada y mucho cartón piedra. La diferencia consistía en que la plaza Virgen de los Reyes era auténtica, construida a fuerza de ladrillos y de siglos -la parte más antigua databa del XII-, y no había estudio cinematográfico capaz de reproducir su aspecto impresionante, por mucho dinero o mucho talento que se le echara al asunto. Aquél era un decorado único, irrepetible. Un escenario perfecto. Sobre todo cuando Macarena Bruner anduvo por él unos pasos para detenerse bajo la enorme farola central de la plaza, y se quedó allí, inmóvil contra la claridad dorada de la piedra y los proyectores de luz. Alta y esbelta, el collar de marfil en la piel morena del cuello, el pelo recogido en cola de caballo. Los ojos negros, tranquilos, quietos en Quart.

– Apenas hay sitios así -dijo.

Era cierto, y el hombre de Roma se daba cuenta de hasta qué punto la presencia de aquella mujer acentuaba la fascinación del lugar. La hija de la duquesa del Nuevo Extremo vestía igual que por la tarde en el patio de la Casa del Postigo. Ahora llevaba una chaqueta ligera sobre los hombros, y en la mano un bolso de cuero parecido a una mochila de caza. Habían ido hasta allí caminando casi en silencio, después que Quart dejase al padre Ferro en el observatorio y se despidiera de la duquesa. Vuelva a visitarnos, había dicho la anciana señora, complacida, y le ofreció como recuerdo un pequeño azulejo procedente de la antigua decoración de la casa: un pájaro que los alarifes mudéjares habían incluido en el alicatado del patio, y que, caído de la pared con los bombardeos de 1843, llevaba siglo y medio entre varias docenas de piezas rotas o defectuosas, en un sótano junto a las antiguas caballerizas. Después, cuando Quart salió a la calle con su azulejo en el bolsillo. Macarena lo retuvo junto a la verja de la entrada. La sugerencia de un paseo antes de tapear algo como cena en las tascas de Santa Cruz había venido de ella. Si no tiene otro compromiso, añadió observándolo desde el fondo de sus ojos oscuros y serenos. Un obispo o algo así. Quart se había echado a reír, abotonándose la americana, y de nuevo ella le miró las manos, y después la boca y otra vez las manos, hasta que también se puso a reír con aquella risa suya, tan franca y sonora como la de un muchacho. Y allí estaban los dos, en la plaza Virgen de los Reyes, con la catedral iluminada al fondo y las palomas revoloteando encima, entre la luz y la noche. Y Macarena seguía mirando a Quart y éste la miraba a ella. Y nada de todo eso, pensaba él con la calma lúcida que solía reservarse en aquel tipo de situaciones, contribuía a la saludable tranquilidad de espíritu que las sagradas ordenanzas recomendaban para la salvación eterna de un sacerdote.

– Quiero darle las gracias -dijo ella.

– ¿Por qué?

– Por don Príamo.

Pasaron más palomas rumbo a la noche. Ellos caminaban ahora hacia los Reales Alcázares y el arco abierto bajo la muralla. Macarena se volvía a observar a Quart, con una ligera sonrisa que le iba y venía a la boca de vez en cuando.

– Usted se ha acercado a él lo suficiente, me parece -añadió-. Quizás ahora pueda comprender.

Quart hizo un gesto ambiguo. Podía comprender algunas cosas, dijo. La actitud del párroco, o su intransigencia respecto a la iglesia y su cometido en ella. Pero ésa era sólo una parte del problema. Su misión en Sevilla consistía en un informe general sobre la situación, que incluyese, a ser posible, la identidad de Vísperas. Y sobre el pirata informático, la investigación seguía en ayunas. El padre Óscar estaba a punto de irse sin que Quart estableciera su posible relación con el caso. También tenía que revisar informes de la policía y las encuestas del Arzobispado sobre las muertes en la iglesia. Además -se tocó la chaqueta a la altura del bolsillo interior donde llevaba la tarjeta de Carlota Bruner- quedaba por resolver el misterio de la postal y la cita señalada en el Nuevo Testamento de su habitación.

– ¿Quiénes son sospechosos? -preguntó ella.

Estaban bajo el arco de la muralla, junto al pequeño altar barroco de la Virgen encerrado en su urna de cristal, y la risa de Quart arrancó ecos a la bóveda. Una carcajada seca, desprovista de humor.

– Todos lo son -dijo, mirando la imagen como si dudara entre incluirla o no en aquel todos-. Don Príamo Ferro, el padre Óscar, su amiga Gris Marsala… Incluso usted misma. Aquí todo el mundo es sospechoso, por acción u omisión -miró a derecha e izquierda cuando salieron al patio de banderas de los Alcázares, del mismo modo que si esperase hallar a alguno de ellos allí, al acecho-. Estoy seguro de que se encubren unos a otros -caminó un poco más, se detuvo brevemente y miró de nuevo alrededor-. Bastaría con que cualquiera de ustedes hablase con franqueza durante treinta segundos para que mi investigación quedara resuelta.

Macarena Bruner estaba a su lado, mirándolo con fijeza, el bolso de cuero apretado contra el pecho.

– ¿Eso es lo que cree?

Quart aspiraba el aroma de los naranjos que llenaban el patio.

– Estoy seguro -dijo-. Completamente seguro. Imagino que Vísperas es uno de ustedes, que envió ese mensaje como señuelo para atraer la atención de Roma y ayudar al padre Ferro a conservar su iglesia… Cree que una apelación al Papa significa establecer la verdad y que ésta resplandezca. Pues la verdad, se dice nuestro ingenuo pirata informático, no puede perjudicar a una causa justa. Entonces aterrizo yo en Sevilla, dispuesto a buscar el tipo de verdad que interesa en Roma, que tal vez no coincida con la de ustedes. Quizá por eso nadie me ayuda, sino que plantean misterio sobre misterio, incluido el acertijo de la postal.

Caminaron de nuevo, cruzando la plaza. A veces sus pasos los acercaban, y Quart podía advertir su perfume: algo cercano al jazmín, con fragancias de azahar. Macarena Bruner olía como aquella ciudad.

– Quizá el objetivo no es ayudarlo a usted -dijo ella al cabo de un momento-, sino ayudar a otros. Tal vez todo sea para hacerle comprender lo que está ocurriendo.

– De acuerdo: yo puedo entender la actitud del padre Ferro. Pero mi comprensión no les sirve para nada. Enviaron su mensaje en espera de un buen clérigo lleno de amor y comprensión, y lo que les mandan es un soldado con la espada de Josué -movió un poco la cabeza, con mal humor-. Porque yo soy un soldado, como ese sir Marhalt que tanto le gustaba cuando jovencita. Sólo informo de hechos y busco responsables. La comprensión y las soluciones, si las hay, corresponden a otros -hizo una pausa, antes de añadir una débil sonrisa-. No sirve de nada seducir al mensajero.

Habían llegado al pasadizo que comunicaba el patio de banderas con el barrio de Santa Cruz. Bajo la luz del recodo, sus sombras se deslizaron juntas por las paredes encaladas. Aquello creaba una extraña sensación de intimidad, y Quart sintió alivio cuando salieron de nuevo al otro lado, a la noche abierta.

– ¿Eso piensa? -preguntó Macarena Bruner-. ¿Que pretendo seducirlo?

Quart no respondió. Siguieron caminando en silencio a lo largo de la muralla, y luego por una de las calles estrechas que se adentraban en el barrio judío.

– También sir Marhalt -dijo ella, después de unos instantes-tomaba partido por las causas justas.

– Eran otros tiempos. Además, a su sir Marhalt se lo inventó John Steinbeck. Ahora ya no quedan causas justas. Ni siquiera la mía lo es -se quedó en suspenso, cual si meditara sobre la verdad de aquello-. Pero es la mía.

– Olvida al padre Ferro.

– Eso no es una causa justa. Es un recurso personal. Cada uno se las arregla como puede.

Quart caminaba mirando al frente, pero pudo advertir que ella hacía un movimiento de impaciencia:

– Por favor. He visto Casablanca veinte veces. Y esto es lo que me faltaba. Un cura jugando a los héroes desengañados -se había adelantado un poco y ahora se volvía hacia él, despectiva y malhumorada-. A Humphrey Bogart.

– No. Yo soy más alto. Y usted se equivoca. No ha visto nada, ni sabe nada de mí -sentía deseos de cogerla por el brazo y detenerla mientras hablaba, pero se contuvo. Ella seguía caminando un poco adelantada, y miraba de nuevo al frente como negándose a escuchar-. No sabe por qué soy cura, ni por qué estoy aquí, ni qué he hecho para estar aquí. No sabe a cuántos Príamos Ferro he conocido en mi vida, ni qué es lo que hice con ellos cuando recibí las órdenes apropiadas.

Lo dijo con una amargura que cayó en el vacío; Macarena Bruner no podía saber. Vio que giraba en redondo sobre sus zapatos:

– Parece que lamente no tener una cabeza que enviar a Roma con el próximo correo -se encaraba con él, un poco inclinado el cuerpo hacia adelante-. Creyó que todo sería fácil, ¿verdad?… Pero yo estaba segura de que las cosas cambiarían cuando conociera de cerca a la víctima.

– Se equivoca -Quart negó sosteniendo su mirada-. Nada cambia, al menos en lo formal, que yo conozca mejor al padre Ferro.

– ¿Y en el resto? -se tocaba la frente con un dedo-. Sus ideas.

– El resto es asunto mío. Y sepa que he conocido de cerca a muchas de mis víctimas, como usted dice. Eso no cambió nada.

La oyó suspirar, despectiva:

– Supongo que no. Supongo que a cuenta de eso le compran ropa a medida en buenos sastres, y lleva zapatos caros y tarjetas de crédito, y un reloj estupendo en la muñeca -lo miraba de arriba abajo, provocadora e insolente-. Ésas deben de ser sus treinta monedas.

Demasiado agresiva. Demasiado desdén en sus palabras para que todo aquello le diera lo mismo, así que Quart empezó a preguntarse desesperadamente hasta dónde pretendía llegar. Estaban quietos el uno frente al otro, en una de las calles estrechas con faroles de hierro cuyos balcones cargados de macetas casi se tocaban de lado a lado, sobre sus cabezas.

– Celebro que lo suponga, porque es así -Quart se cogió con dos dedos la solapa de la americana, mostrándosela-. Esta ropa, y estos zapatos, y esas tarjetas de crédito, y este reloj, resultan muy útiles cuando se trata de impresionar a un general serbio, o a un diplomático norteamericano… Hay curas obreros, curas casados, curas que dicen misa de ocho y hay curas como yo. Y no sabría decirle quién hace posible que siga existiendo quién -apuntó una sonrisa amarga, pero su pensamiento ya había volado lejos de las palabras que pronunciaba; Macarena Bruner seguía demasiado cerca, en aquella calle demasiado estrecha-. Aunque en algo coincidimos su padre Ferro y yo: ninguno se hace ilusiones en lo tocante al oficio.

Después se quedó callado, porque de pronto tuvo miedo de la necesidad de justificarse ante ella. Se hallaban solos en la calle, a la luz de un lejano farol, y estaba muy hermosa mirándolo en silencio, con la boca entreabierta mostrando el despunte de sus incisivos blancos. Respiraba despacio, con la serenidad de la mujer hermosa que tiene plena conciencia de serlo. Su expresión ya no era de desprecio, como si éste se hubiera agotado en las palabras mismas; y era el de Quart un miedo masculino y real, físico, muy parecido al vértigo. Tanto que hubo de contenerse para no dar un paso atrás que lo habría llevado con la espalda contra la pared:

– ¿Por qué no me cuenta lo que sabe?

Vio que lo miraba como si hubiese esperado de él otras palabras; otro gesto. Los ojos de la mujer, hasta entonces fijos en los suyos, se deslizaron por su rostro y el alzacuello de la camisa negra.

– Aunque no lo crea, yo sé muy poco -respondió, tras un silencio que se hizo extraordinariamente largo-. Puedo adivinar cosas, quizá. Pero no seré quien se las cuente. Haga su trabajo mientras los demás hacen el suyo.

Dijo eso y se quedó otra vez callada e inmóvil, a la espera de averiguar qué tenía Quart que responder a eso. Pero él no dijo nada, sino que echó a andar por la calle estrecha; y ella lo siguió en silencio, abrazando su bolso de cuero contra el pecho.


En Las Teresas colgaban jamones entre botellas de La Guita, viejos carteles de Semana Santa y de la Feria de Abril, fotos de toreros delgados y serios muertos tiempo atrás, con la tinta de sus dedicatorias amarilleando tras el cristal de los marcos. Los camareros anotaban los precios de las consumiciones sobre el mostrador de madera mientras Pepe, el encargado, cortaba lonchas finas de Jabugo con un cuchillo largo y afilado como una hoja de afeitar:


Cómo me alegra,

primito hermano,

cómo me alegra,

comer jamón serrano

de pata negra.


Cantaba entre dientes, por sevillanas. Había llamado doña Macarena a la acompañante de Quart y les puso delante, sin que ninguno de los dos tuviera ocasión de pedir nada, tapas de magro con tomate, puntillas fritas, caña de lomo, champiñones a la plancha, y dos copas esbeltas, de largo tallo, llenas en sus dos tercios de olorosa y dorada manzanilla. Cerca de la puerta, acodado en la barra junto a Quart, un parroquiano de aspecto habitual y rostro enrojecido trasegaba concienzudamente tinto tras tinto; y de vez en cuando Pepe interrumpía la copla y, sin retirar su atención de las lonchas de jamón, le dirigía unas palabras sobre cierto partido de fútbol que estaba a punto de jugarse entre el Sevilla y el Betis.

– Apoteósico -puntualizaba el de la cara colorada, con tozudez alcohólica; y mientras Pepe asentía con la cabeza, reanudando la copla, el otro volvía a hundir la nariz en el vaso de vino. Por el bolsillo superior de su chaqueta asomaba la cabeza un pequeño ratón gris, auténtico, al que de vez en cuando ofrecía trocitos del plato de queso que estaba a su lado, en la barra. El roedor devoraba el queso con diligencia, y nadie parecía sorprenderse lo más mínimo.

Macarena bebía manzanilla a lentos sorbos. Apoyaba un codo en la barra, tan segura como si estuviera en la Casa del Postigo. En realidad, pudo apreciar Quart, se movía por todo Santa Cruz cual si fueran las habitaciones de su propia casa; y en cierto modo lo eran, o lo habían sido durante siglos. Saltaba a la vista que cada rincón venía inscrito en su memoria genética, en su instinto de territorio. Quart confirmó la impresión -y eso no tranquilizaba al agente del IOE- de que le era difícil concebir ese barrio y la ciudad sin la presencia de aquella mujer y lo que ésta significaba. Cabello negro recogido en la nuca, dientes blancos, ojos oscuros. De nuevo recordó las pinturas de Romero de Torres, el edificio de la Tabacalera ahora convertido en Universidad. Carmen la cigarrera y las hojas de tabaco húmedo enrollándose en la palma de la mano, contra la cara interior de un muslo de mujer de piel morena. Alzó los ojos y encontró los de ella fijos en los suyos. Otra vez reflejos de miel, reflexivos. Tranquilos.

– ¿Le gusta Sevilla? -inquirió de pronto Macarena.

– Mucho -respondió turbado, preguntándose si ella penetraba sus sentimientos.

– Es un sitio especial -seguía mirándolo sin dejar de picotear en los platos; ahora daba cuenta de un champiñón a la plancha-. Aquí el pasado convive sin problemas con el presente. Gris dice que los sevillanos somos viejos y sabios. Todo puede aceptarse, todo es posible -miró brevemente a su vecino de la cara colorada, y sonrió-… Hasta compartir queso con un ratón en la barra de un bar.

– ¿Su amiga es experta informática?

Lo miró con extrañeza. Casi admirada.

– No se da por vencido, ¿verdad? -pinchó otro champiñón con un palillo y se lo llevó a la boca-. Usted es hombre de ideas fijas. ¿Por qué no se lo pregunta a ella?

– Ya lo hice. Y salió con evasivas, como todo el mundo.

Miraba hacia la puerta, por encima del hombro de la mujer, y vio entrar a un hombre gordo, cincuentón y vestido de blanco, que por un instante no le pareció completamente desconocido. El gordo se quitó el sombrero al pasar junto a ellos, echó un vistazo en el interior como si buscara inútilmente a alguien, consultó el reloj que extrajo de un bolsillo de su chaleco y fue a desaparecer por la otra puerta, balanceando un bastón con puño de plata. Quart observó que tenía la mejilla izquierda enrojecida, cubierta por crema o pomada, y un curioso bigote corto y muy encogido, como si se lo acabasen de chamuscar.

– ¿Y qué hay de la postal? -le preguntó a Macarena, prosiguiendo la conversación-… ¿Tiene Gris Marsala acceso al baúl de su tía abuela Carlota?

La vio sonreír un poco, divertida por sus ideas fijas.

– Alguna vez estuvo cerca, si es a lo que se refiere. Pero también podía haber sido don Príamo. Tal vez el padre Óscar, o yo misma. O mi madre… ¿Se imagina a la duquesa, con sus coca-colas y una gorra de béisbol puesta del revés, haciendo saltar las claves de seguridad del Vaticano a las tantas de la madrugada?… -pinchó un trozo de carne con tomate y se lo ofreció a Quart-. Me temo que su investigación puede rondar lo grotesco.

Quart cogió un extremo del palillo, y sus dedos rozaron los de Macarena.

– Me gustaría echarle un vistazo a ese baúl.

Se llevó la tapa a la boca mientras ella lo miraba:

– ¿Usted y yo, a solas? -sonreía-. Es una idea algo atrevida, aunque temo que el fin sea comprobar si tengo ordenador pirata -Pepe había puesto sobre la barra el plato de jamón y ella miraba las lonchas rojizas veteadas de oloroso tocino, distraída-. Por qué no. Podré contárselo a mis amigas, y me apetece imaginar qué cara pondrá el arzobispo cuando se entere -inclinó la cabeza, pensativa-. O mi marido.

Quart miraba los aros de plata en los lóbulos de sus orejas, bajo el cabello liso bien peinado hacia atrás, tenso en la cola de caballo.

– No quisiera crearle más problemas.

Ella se echó a reír de pronto.

– ¿Problemas?… Espero que Pencho reviente de rabia y de celos. Si además de fastidiarle la iglesia le cuentan que hay un sacerdote interesante de por medio, puede volverse loco -observó a Quart, atenta-. Y peligroso.

– Me inquieta usted -Quart apuraba su copa de manzanilla, y era evidente que no se sentía inquieto en absoluto.

Reflexionaba Macarena:

– De cualquier modo -dijo- lo del baúl de Carlota es una buena idea. Comprenderá mejor lo que significa Nuestra Señora de las Lágrimas.

– Su amiga Gris -Quart probó una loncha de jamón- se queja de la falta de dinero para continuar las obras…

– Es cierto. La duquesa y yo tenemos lo justo para vivir, y la parroquia está arruinada. El sueldo de don Príamo es pequeño, y la colecta dominical no paga ni la cera de las velas. A veces nos sentimos como esos exploradores de las películas, con la sombra de los buitres planeando sobre nuestras cabezas… Los jueves, sobre todo, se produce un espectáculo curioso.

Entonces le detalló a Quart, ante un par de nuevas manzanillas, que Nuestra Señora de las Lágrimas era intocable mientras se dijera misa en ella por el alma de su antepasado Gaspar Bruner de Lebrija, todos los jueves -día de su fallecimiento en el año 1709- a las ocho de la mañana. Esa era la causa de que cada jueves pudiera verse en la última fila de bancos a un enviado del arzobispo y a un notario pagado por Pencho Gavira, al acecho ambos de una irregularidad o un descuido.

Quart no podía creer aquello, y ambos rieron juntos. Pero la risa de Macarena se extinguió antes que la suya:

– Parece infantil, ¿verdad? -se había puesto repentinamente seria-. Que todo dependa de esa estupidez -alzó la copa para llevársela a los labios, pero interrumpió el gesto a la mitad, dejándola de nuevo en el mostrador-. Cualquier otro sacerdote que no dijera misa o pasara por alto la fórmula condenaría la iglesia a la piqueta; y tanto el arzobispo de Sevilla como el Banco Cartujano habrían ganado la partida… Por eso tengo miedo a que, alejado el padre Óscar, intenten algo contra don Príamo.

Miraba a Quart con inquietud en apariencia sincera. Éste no sabía qué pensar.

– Eso es una barbaridad -argumentó por fin-. Monseñor Corvo no me es simpático, pero estoy seguro de que nunca toleraría…

Alzó ella una mano de forma irreflexiva, a punto de ponérsela sobre los labios. A Quart le extrañó no sentir el contacto. Macarena debió de interpretar su mirada, pues retiró la mano dejándola sobre la barra.

– No hablo del arzobispo.

Jugueteaba con el tallo de la copa de Quart. Y me estás liando, se dijo de pronto éste en sus adentros. Ignoraba si ella lo hacía por cuenta propia o ajena, si el objetivo consistía en seducir al mensajero o neutralizar al enemigo: pero lo cierto es que, so pretexto de hacerle ver el otro lado de la trinchera, lo que estaban consiguiendo entre unos y otros era que perdiera toda perspectiva. Necesitas algo a lo que asirte, pensó. Tu trabajo, la investigación, la iglesia, lo que sea. Datos y hechos aunque no sirvan para otra cosa. Preguntas y respuestas, cabeza tranquila. Serenidad como la que ella tiene y derrocha a cada instante, mujer instrumento del Maligno, faro de perdición, enemiga del género humano y del alma inmortal. Mantén la distancia o estás listo, Lorenzo Quart. ¿Cómo era aquello de monseñor Spada?… Si un clérigo lograba mantener el dinero lejos del bolsillo, y las piernas fuera de la cama de una mujer, tenía muchas posibilidades de salvar su alma. O lo que fuera.

– Volviendo a lo del dinero -dijo. Había que hablar, proponer preguntas aunque fueran inútiles. Él estaba allí para investigar, no para que la Carmen de la Tabacalera le pusiera los dedos en los labios-. ¿Han pensado en vender los cuadros que hay en la sacristía para proseguir las obras de restauración?

– Esos lienzos no valen nada. Ni siquiera el Murillo es un Murillo.

– ¿Y las perlas?

Lo miraba como si acabara de oír una estupidez enorme:

– También podría el Vaticano – sugirió- vender su pinacoteca y dar el dinero a los pobres.

Terminó su copa antes de buscar el billetero en su bolso y pedir la cuenta. Quart insistía en pagar, pero ella no lo permitió. El encargado se disculpaba con una sonrisa. Usted perdone, padre, doña Macarena es cliente, etcétera.

Salieron a la calle, donde un farol proyectó sus sombras alargadas. En los trechos con poca luz tomaba el relevo la luna, blanca y casi redonda entre las sombras de los aleros y los balcones que se acercaban sobre sus cabezas. Al cabo de un instante ella mencionó de nuevo las perlas, y al hacerlo parecía burlarse de Quart.

– Usted sigue sin comprender -dijo-. Son las lágrimas de Carlota. El testamento del capitán Xaloc.


En las calles estrechas resonaba fácilmente el eco de los pasos, así que los tres truhanes se mantenían a distancia de la pareja, relevándose en primera línea para no despertar sospechas: a veces don Ibrahim con la Niña Puñales, el Potro del Mantelete siguiéndolos más retrasado, y otras el Potro solo, o con la Niña del brazo -del sano, porque el quemado lo llevaba en cabestrillo-, siempre en contacto visual con el cura y la duquesa joven. La tarea no resultaba fácil, pues el trazado de Santa Cruz era irregular, con muchas vueltas, revueltas y pasajes sin salida. En una ocasión los tres socios tuvieron que quitarse de enmedio y retroceder a toda prisa corriendo de puntillas entre las sombras, presas del pánico, cuando Quart y Macarena llegaron hasta una placita cerrada y volvieron sobre sus huellas tras quedarse allí un par de minutos, conversando.

Ahora todo iba bien. La pareja caminaba por una calle con suaves vueltas y revueltas y amplios zaguanes donde era fácil seguirlos sin demasiado riesgo. Así que, más relajado, gruesa mancha clara en la penumbra, don Ibrahim sacó un habano del bolsillo y se lo puso en la boca haciéndolo girar con voluptuosidad entre los dedos. Ocho o diez pasos delante caminaban el Potro del Mantelete y la Niña Puñales, controlando los pasos del cura y de la duquesa joven; y el ex falso abogado sintió una oleada de ternura al observar a sus compadres. Cumplían su deber a conciencia, pendientes del doble objetivo que los precedía calle arriba. En sitios muy silenciosos la Niña se quitaba los zapatos de tacón para no hacer ruido, e iba descalza con aquella gracia suya que los años no habían conseguido arrancarle a pesar de todo, los pies desnudos y los zapatos en la mano, junto al bolso donde llevaba la labor de ganchillo, la cámara de fotos de Peregil y el inexistente recorte de periódico donde se contaba que un hombre de ojos verdes como el trigo verde había matado una vez a otro por sus amores. Eterna Niña con su traje de lunares, el pelo teñido, su caracolillo de Estrellita Castro, y aquel aire de folklórica siempre camino de un tablao ya imposible. A su lado, serio, masculino, el Potro le daba el brazo sano con la deferencia del que sabe, o intuye, que ese gesto cortés, de hombre respetuoso y cabal como siempre fueron los hombres que sabían vestirse por los pies, era el más valioso homenaje que una mujer como la Niña podía recibir en el mundo.

Con el bastón bajo el brazo, don Ibrahim inclinó la cabeza para encender el puro ocultando la llama bajo el ala ancha de su panamá, y al guardar en el bolsillo el abollado mechero de plata -esta vez recuerdo de Gabriel García Márquez, a quien conoció, decía, cuando el autor de El coronel Páramo no tiene quien le visite era humilde reportero de sucesos en Cartagena de Indias- tocó las entradas para la corrida del domingo que había comprado, aquella misma tarde, el Potro del Mantelete. En ratos libres, el antiguo torero y boxeador se buscaba la vida con las cuadrillas de trileros que se establecían cerca del puente de Triana, arropando al artista manipulador de los tres cubiletes y la bolita -la borrega, en lenguaje del oficio- sobre la caja de cartón: aquí la tengo aquí no la tengo, vista y no vista, ésta me gana y ésta me pierde, venga y apueste cinco mil duros, caballero. Los ganchos alrededor, fingiendo que no paraban de ganar, y un par de compadres en las esquinas, dando el agua cuando asomaba la madera, o sea, la pasma. Con su aire grave, formal, y la chaqueta a cuadros demasiado estrecha, el Potro inspiraba confianza a la gente; así que, merced a su actuación como reclamo, él y sus colegas habían aliviado por la mañana a un turista portorriqueño de un buen fajo de dólares. De modo que, para hacerse perdonar la metida de gamba del Anís del Mono, el Potro se descolgó con tres entradas de sombra para los toros. Entradas en las que había invertido, íntegros, sus beneficios del trile, pues el cartel era de tronío: Curro Romero, Espartaco y Enrique Ponce -a Curro Maestral lo quitaron del cartel a última hora, sin explicaciones-, con seis toros de Cardenal y Murube, seis.

Don Ibrahim soltó una bocanada de humo, abriendo y cerrando las mandíbulas para comprobar el estado de la piel cuidadosamente cubierta de crema para quemaduras. Las cerdas del bigote y las cejas estaban chamuscadas, pero no podía quejarse de la suerte: a punto habían estado de tener una desgracia con la gasolina, aunque todo quedó en churrascos superficiales, la mesa quemada, una mancha de humo en el techo, y el susto. Un susto de muerte, sobre todo cuando vieron correr al Potro alrededor del cuarto con un brazo ardiendo -el izquierdo; por suerte era muy hombre y fumaba con la zurda-, como en aquella película de Vincent Price, la de los crímenes en el museo de cera. Hasta que la Niña, con gran presencia de ánimo y diciendo Virgen Santísima, los roció a don Ibrahim y a él con un chorro del sifón que tenía en la cocina, antes de echar sobre la mesa una manta para apagar el fuego. Después todo fue humo, explicaciones, vecinas agolpadas en la puerta, y una desazón inmensa cuando llegaron los bomberos y allí no quedaba nada por apagar, salvo la encendida vergüenza de los tres socios. De tácito acuerdo, ninguno volvería nunca a referirse al infausto suceso. Pues como zanjó don Ibrahim, alzado académicamente un dedo mientras la Niña volvía de la farmacia con un tubo de pomada y unas gasas, la vida tiene dolorosos capítulos que es preciso olvidar a toda leche.

El cura y la duquesa joven debían de haberse detenido a conversar, porque la Niña y el Potro estaban discretamente en una esquina, pegados a la pared, disimulando. Don Ibrahim agradeció la pausa -autopropulsar sus ciento diez kilos en largas caminatas no era tarea fácil- y miró la luna sobre los oscuros límites de la calle estrecha, saboreando el aroma del cigarro cuyo humo subía en espirales suaves, entre la luz plateada que se derramaba sobre Santa Cruz en cuanto los faroles eléctricos quedaban lejos o desaparecían tras un recodo. Ni siquiera el olor a orín y suciedad próximo a algunos bares, en las calles más oscuras, lograba desplazar el aroma de los naranjos, las damas de noche y las flores asomadas a los balcones cubiertos con persianas tras las que se escuchaba, al pasar, música apagada, fragmentos de conversaciones, el diálogo de una película o los aplausos de un concurso de televisión. De una casa cercana salían los compases de un bolero que le recordaron a don Ibrahim otras noches de luna llena en otros tiempos y otras calles, y el indiano se meció en la nostalgia de sus dos juventudes caribeñas: la real y la imaginada, que se mezclaban en el recuerdo de noches elegantes en las cálidas playas de San Juan, largos paseos por La Habana Vieja, aperitivos en Los Portales de Veracruz con mariachis que cantaban Mujeres divinas, de su amigo Vicente, o aquella María Bonita en cuya composición mucho había tenido él que ver. O tal vez, se dijo con una nueva y larga chupada al habano, sólo fuese nostalgia de su juventud, a secas. Y de los sueños que luego la vida se encarga de irte arrancando a mordiscos.

De todos modos -meditó mientras veía al Potro y a la Niña reanudar la marcha y caminaba tras ellos-, siempre le quedaría Sevilla; algunos de cuyos lugares encontraba tan parecidos a los que marcaron los años de sus recuerdos. Pues aquella ciudad conservaba en los rincones de las calles, en los colores y en la luz, como ninguna otra, el rumor del tiempo que se extingue despacio, o más bien de uno mismo extinguiéndose con aquellas cosas del tiempo a las que se anclan la propia vida y la memoria.

Aunque lo malo de las agonías largas era que uno se arriesgaba a perder la compostura. Don Ibrahim le dio otra chupada al puro mientras movía tristemente la cabeza: en un portal, bajo periódicos y cartones, dormía la sombra confusa de un mendigo; y adivinó, más que vio, el platillo vacío de la limosna, a su lado. Instintivamente metió la mano en el bolsillo, apartando las entradas de los toros y el mechero de García Márquez hasta encontrar una moneda de veinte duros que, inclinándose con esfuerzo sobre la barriga, puso junto al cuerpo dormido. Diez pasos más lejos recordó que no le quedaba calderilla para el parte telefónico a Peregil, y consideró la posibilidad de volver atrás y rescatar la moneda; mas se contuvo, confiando en que el Potro o la Niña llevaran cambio. Un gesto es una profesión de fe. Y aquello no hubiera sido honorable.


El mundo es un pañuelo, pero después de esa noche Celestino Peregil habría de preguntarse muchas veces si el encuentro de su jefe Pencho Gavira con la duquesa joven y el cura de Roma fue casual, o ella quiso pasearlo a propósito ante sus narices, sabiendo como sabía que a esa hora el marido, ex marido o lo que técnicamente fuese el banquero a aquellas alturas, siempre tomaba una copa en el bar del Loco de la Colina. El caso es que Gavira estaba sentado en la terraza llena de gente, con una amiga, y Peregil dentro, en la barra cerca de la puerta, haciendo de guardaespaldas. Había pedido su jefe una malta escocesa con mucho hielo y saboreaba el primer trago mirando a su acompañante, una atractiva modelo sevillana que, a pesar de su notorio déficit intelectual, o quizás precisamente gracias a él, empezaba a ser conocida por una breve frase de un anuncio de Canal Sur sobre cierta marca de sujetador. La frase ingeniosa era «el busto es mío», y la modelo -una tal Penélope Heidegger, que tenía motivos anatómicos poderosos para afirmar aquello- la pronunciaba con devastadora sensualidad. Hasta el punto de que, saltaba a la vista, Pencho Gavira se disponía muy seriamente a compartir durante las próximas horas, y no por primera vez, la propiedad titular del busto en cuestión. Una forma como otra cualquiera, pensaba Peregil, de olvidarse un rato del Banco Cartujano, de la iglesia y de todo aquel trajín que los llevaba por la calle de la Amargura.

El esbirro se reacomodó el pelo sobre el cráneo con la palma de la mano y miró alrededor. Desde su apostadero junto a la barra y la puerta podía ver la calle Placentines hasta la esquina, incluida la generosa porción de muslos de la tal Penélope que su escueta minifalda de lycra dejaba al descubierto bajo la mesa, junto a las piernas cruzadas de Pencho Gavira; que estaba en mangas de camisa, con la corbata floja y la chaqueta colgada en el respaldo de la silla porque la temperatura era agradable. A pesar de lo que estaba cayendo, Gavira tenía buen aspecto: todo repeinado con fijador y el caracolillo negro tras la oreja, buena planta y oliendo a dinero, el reloj de oro reluciente en la muñeca fuerte y morena. En el hilo musical del bar sonaba Europa, de Santana. Una escena feliz, apacible, casi doméstica. Y Peregil se dijo que todo parecía ir sobre ruedas. No había rastro del Gitano Mairena ni del Pollo Muelas, y el escozor de la uretra se le había ido con un frasco de Blenox. Y en ese momento, justo cuando estaba más relajado y tranquilo, prometiéndoselas felices en nombre de su Jefe y de él mismo -controlaba a un par de maduritas de buen ver sentadas al fondo, con las que ya tenía establecido contacto visual-, y encargaba otro whisky de doce años -tuelf years old, le había dicho al camarero con aplomo cosmopolita-, se le ocurrió pensar dónde estarían a esas horas don Ibrahim, el Potro y la Niña, y qué tal iban los asuntos que se traían entre manos. Según las últimas instrucciones se aprestaban a quemar un poquito la iglesia, lo justo para impedir la misa del jueves y dejarla fuera de servicio; pero no había resultados de momento. Sin duda tendría algún mensaje al llegar a casa, en el contestador automático. En eso pensaba Peregil, llevándose al gaznate el contenido del vaso que acababan de ponerle sobre el mostrador. Entonces vio doblar la esquina a la duquesa joven y al cura de Roma, y estuvo a punto de atragantarse con un trozo de hielo.

Se apartó un poco de la barra, acercándose a la puerta sin salir a la calle. Presentía una catástrofe. Por mucha Penélope y mucho busto que hubiera de por medio, no era ningún secreto que Pencho Gavira seguía estando celoso de su todavía legítima. Y aunque no hubiera sido así, la portada del Q+S y las fotos con el torero Curro Maestral daban motivos sobrados para que el banquero anduviese caliente, y mucho. Para más inri, aquel cura tenía una pinta estupenda, bien vestido, el aire saludable, con clase. Como Richard Chamberlain en El pájaro espino, pero en machote. Así que Peregil se echó a temblar, y más cuando detrás vio asomar la cabeza por la esquina, discretamente, al Potro del Mantelete con la Niña Puñales cogida del brazo. Al cabo se les unió don Ibrahim, y los tres socios se quedaron allí, desconcertados y disimulando de mala manera, y Peregil se dijo tierra, trágame. Eramos pocos y parió la abuela.


A Pencho Gavira la sangre le batía en las sienes cuando se levantó despacio, intentando dominarse.

– Buenas noches. Macarena.

Nunca actúes bajo el primer impulso, le había dicho una vez el viejo Machuca, cuando empezaba. Haz cosas que te diluyan la adrenalina, ocupa las manos y deja libre el pensamiento. Date tiempo. Así que se puso la chaqueta y la abrochó cuidadosamente mientras miraba los ojos de su mujer. Eran fríos como dos círculos de escarcha oscura.

– Hola, Pencho.

Apenas una mirada para la acompañante, un casi imperceptible rictus de desprecio en la comisura de la boca ante la falda ceñida y el escote comprimiendo aquel busto que era patrimonio nacional. Por un momento, Gavira dudó sobre a quién correspondía hacer reproches. Toda la terraza y el bar y la calle entera estaban mirándolos.

– ¿Queréis tomar algo?

Sus enemigos, muchos, podían decir de él cualquier cosa menos que era un hombre poco templado. Aún le quedaron arrestos para media sonrisa cortés, aunque tenía todos los músculos del cuerpo en tensión y un velo rojo descendía sobre su vista a medida que el martilleo le aumentaba en el cerebro, con la sangre golpeando fuerte en los oídos. Se arregló el nudo de la corbata y los puños de la camisa hasta mostrar los gemelos, mirando al cura en espera de las presentaciones. El dómine iba muy elegante, con un traje ligero negro cortado a medida, camisa de seda negra y alzacuello. Además era muy alto, el fulano. Casi dos palmos más que él. A Pencho Gavira le fastidiaban los altos. En especial cuando se exhibían de noche por Sevilla con su mujer. Se preguntó si estaría muy mal visto romperle la cara a un sacerdote en la puerta de un bar.

– Pencho Gavira. El padre Lorenzo Quart.

Nadie hizo ademán de sentarse, y Penélope Heidegger siguió en su silla, momentáneamente olvidada, al margen del asunto. Gavira le tendió la mano al otro, apretando duro, y notó que la aguantaba con firmeza. El cura de Roma tenía unos ojos inexpresivos y tranquilos, y el banquero se dijo que, a fin de cuentas, aquel tipo no tenía por qué estar al corriente de nada. Pero cuando se volvió a mirar a su mujer, los ojos de Macarena se le antojaron banderillas negras. Empezó a sentirse más escocido de lo que era capaz de controlar. Notaba las miradas de la gente fijas en él: aquello iba a dar de sí para toda una semana.

– ¿Ahora sales con curas?

No había querido decirlo así. Ni siquiera había querido decirlo, pero dicho estaba. Entonces vio deslizarse una levísima sonrisa de triunfo por los labios de Macarena y supo que había caído en la trampa. Aquello lo enfureció un poco más.

– Eso es una grosería, Pencho.

El planteamiento estaba claro, y cualquier cosa que dijera o hiciera iba a ser anotada en su contra. Ella sólo pasaba por allí, y en aquella terraza toda Sevilla era testigo. Hasta podía presentar al cura alto como su director espiritual. A todo esto, el cura alto los miraba a los dos sin decir esta boca es mía, prudente y a la espera. Era obvio que no pretendía buscar problemas; pero tampoco parecía preocupado, o incómodo por la situación. Hasta era el suyo un aspecto simpático, tan silencioso y con aquel aire deportivo, de jugador de baloncesto vestido de luto por Giorgio Armani.

– ¿Cómo andamos de celibato, padre?

Parecía que otro Pencho Gavira distinto a él estuviese tomando por su cuenta las riendas del asunto, y el banquero se dejara llevar sin poder evitarlo. Casi resignado a su suerte, sonrió después de decir aquello. Era una sonrisa ancha, inquietante. Malditas sean todas las mujeres del mundo, decía la sonrisa. Por su culpa estamos usted y yo aquí, mirándonos a la cara.

– Bien, gracias -la voz del sacerdote sonaba considerada, dueña de sí, pero Gavira observó que se había ladeado ligeramente. Ya no le daba como antes el cuerpo de frente, sino que parecía disponerse a interponer el hombro izquierdo entre ambos. También había sacado la mano izquierda que antes llevaba en el bolsillo. A este cura, se dijo el banquero, ya le han sacudido antes.

– Hace días que intento hablar contigo -Gavira se dirigía a Macarena, sin perder de vista al otro-. Y no te pones al teléfono.

Ella encogió los hombros, desdeñosa.

– No hay nada de que hablar -dijo muy despacio y claro-. Además, he estado ocupada.

– Ya lo veo.

En su silla, la Heidegger cruzaba y descruzaba las piernas en beneficio de los transeúntes, el público y los camareros. Acostumbrada a ser centro de las conversaciones, aquello la hacía sentirse desplazada.

– ¿No me vas a presentar? -le preguntó desde atrás a Gavira, molesta.

– Cállate -el banquero se encaraba de nuevo con el sacerdote-. En cuanto a usted…

Vio por el rabillo del ojo que Peregil se había acercado un poco a la puerta, por si lo necesitaba. En ese momento pasó por la calle un tipo con chaqueta a cuadros y un brazo en cabestrillo. Tenía la nariz aplastada, igual que los boxeadores, y miró fugazmente a Peregil como si esperase alguna señal de éste. Al no obtener respuesta siguió camino calle abajo, perdiéndose tras la esquina.

– En cuanto a mí -dijo el sacerdote. Estaba endiabladamente tranquilo, y Gavira se preguntó cómo iba a salir él de aquello sin perder la cara o sin organizar un escándalo. Entre ambos. Macarena disfrutaba con el espectáculo.

– Sevilla engaña mucho, padre -dijo Gavira-. Le sorprendería lo peligrosa que puede llegar a ser, cuando no se conocen las reglas.

– ¿Las reglas? -el otro lo miraba con mucha calma-. Me sorprende usted, Moncho.

– Pencho.

– Ah.

El banquero sentía írsele la cabeza por momentos:

– No me gustan los curas sin sotana -añadió, áspero-. Parece que se avergüencen de serlo.

El sacerdote miraba a Gavira, imperturbable.

– No le gustan -repitió, como si aquello diese que pensar.

– En absoluto -el banquero movía la cabeza-. Y aquí las mujeres casadas son sagradas.

– No seas imbécil -dijo Macarena.

El cura miró distraídamente los muslos de la Heidegger, y luego otra vez a su interlocutor.

– Comprendo -dijo.

Gavira alzó una mano, apuntándole al otro el pecho con el dedo índice.

– No -la voz se le había vuelto lenta, espesa, con ecos de amenaza. Se arrepentía de cada palabra apenas pronunciada, pero era imposible evitarlo; todo era bastante cercano a una pesadilla-. Usted no comprende nada de nada.

Miraba el cura aquel dedo, como si le sorprendiera verlo allí. El velo rojo se espesaba ante los ojos de Gavira, y éste sintió, más que vio, a Peregil acercándose un poco más, buen subalterno presto al quite. Ahora sí había inquietud en los ojos de Macarena, cual si todo estuviese yendo mucho más lejos de lo previsto. Gavira sentía un irreprimible deseo de abofetearlos, primero a ella y luego al cura, y volcar en el gesto toda la rabia y el malhumor acumulado en las últimas semanas: la crisis de su matrimonio, la iglesia. Puerto Targa, el consejo de administración que en pocos días iba a decidir su futuro al frente del Cartujano. Por un momento le pasó ante los ojos toda su vida, la lucha paso a paso por levantar cabeza, el encaje de bolillos con don Octavio Machuca, la boda con Macarena, las innumerables veces que se había jugado el tipo a cara o cruz, y había ganado. Y ahora que estaba a punto de llegar, Nuestra Señora de las Lágrimas despuntaba allí, en mitad de Santa Cruz, semejante a un escollo. Era todo o nada: o lo esquivas o te hundes. Y el día que dejes de pedalear te caerás, como repetía el viejo.

Hizo un esfuerzo de voluntad para no alzar el puño y golpear al cura alto. Entonces vio que éste había cogido un vaso de la mesa, el suyo, y lo sostenía entre los dedos con aire distraído, pero muy cerca del borde donde podía cascarlo con sólo un gesto de la muñeca. Y Gavira comprendió que aquél no era un clérigo de los que ponen la otra mejilla. Eso tuvo la virtud de calmarlo de pronto, haciéndole mirar al otro con curiosidad. Incluso con retorcido respeto.

– Ése es mi vaso, padre.

Había casi desconcierto en su tono de voz. El sacerdote se excusó con una suave sonrisa, dejando el vaso sobre la mesa donde Penélope Heidegger tamborileaba impaciente con las uñas lacadas de rosa. Después hizo una leve inclinación de cabeza, y él y Macarena prosiguieron su camino sin más comentarios. Y Pencho Gavira se llevó el vaso de malta a los labios y bebió un larguísimo trago viéndolos irse pensativo, incluso agradecido, mientras a su espalda Peregil exhalaba un suspiro de alivio.

– Llévame a mi casa -dijo la Heidegger, que se había puesto de morros.

Gavira, que tenía los ojos fijos en la esquina por donde se iban su mujer y el cura, ni siquiera se volvió. Apuraba el vaso, reprimiendo las ganas de romperlo contra el suelo.

– Que te lleve tu madre.

Después le dio el vaso a Peregil, con una mirada que era una orden. Y Peregil, con un nuevo y resignado suspiro, estrelló lo más discretamente que pudo el vaso ante sus pies. Al hacerlo sobresaltó a una estrafalaria pareja que en ese momento pasaba frente al bar: un gordo vestido de blanco, con sombrero y bastón, que llevaba del brazo a una mujer con traje de lunares, caracolillo como el de Estrellita Castro y una cámara de fotos en la mano.


Se reunieron los tres pasada la esquina, bajo el pórtico árabe de la mezquita, en los escalones que olían a estiércol de coche de caballos y a la Sevilla de toda la vida. Don Ibrahim tomó asiento con dificultad apoyado en el bastón, la ceniza del puro desplomándosele en la inmensa barriga.

– Hemos tenido suerte -dijo-. Había suficiente luz para las fotos.

Se habían ganado el descanso de un par de minutos y estaba de buen humor, con la satisfacción del deber cumplido. Audaces fortuna llevat y todo eso; aunque no estaba muy seguro del verbo. La Niña Puñales fue a sentarse a su lado, tintineante de zarcillos y pulseras, la cámara fotográfica sobre la falda.

– Digo -confirmó su voz aguardentosa y ronca. Tenía los zapatos a un lado y se frotaba los tobillos huesudos, llenos de varices-. Esta vez Peregil no puede quejarse. Por sus muertos que no.

Don Ibrahim se daba aire con el panamá, acariciando su chamuscado bigote. En aquel momento de triunfo el aroma del habano le sabía a gloria bendita:

– No -rubricó, festivo-. No puede. Él mismo es testigo ocular de que todo se ha ejecutado de forma impecable; casi castrense. ¿No es cierto. Potro?… Planteamiento, nudo y desenlace. Igual que los comandos en las películas.

De pie como si montara guardia, pues nadie le había dicho que se sentara, el Potro del Mantelete hizo un gesto afirmativo:

– Mismamente -dijo-. Planteamiento y todo eso.

– ¿Por dónde van los tórtolos? -se interesó el ex falso letrado, encasquetándose de nuevo el sombrero.

El Potro echó un vistazo calle abajo y dijo que camino del Arenal; sobraba tiempo para alcanzarlos. La luz amarillenta de los faroles le endurecía más el rostro en torno a la nariz aplastada. Don Ibrahim cogió la cámara de la falda de la Niña y se la entregó a él.

– Anda, saca el carrete no vaya a estropearse.

Obediente, entre la mano del brazo en cabestrillo y la sana, el Potro abrió la cámara mientras don Ibrahim buscaba el otro carrete. Por fin lo encontró, deshizo el envoltorio y se lo pasó a su compinche.

– Habrás rebobinado, imagino -comentó de pasada-. Antes de abrir la cámara.

El Potro se había quedado muy quieto, como si el árbitro acabase de ordenarle que no agachara tanto la cabeza, y observaba a don Ibrahim de hito en hito. De pronto cerró la tapa de la cámara de golpe.

– ¿Qué es lo que había que rebobinar? -preguntó suspicaz, alzando una ceja.

Con el carrete nuevo en una mano y el puro en la otra, don Ibrahim lo estuvo mirando un rato largo:

– Anda la hostia -dijo.


Caminaron en silencio hasta el Arenal. Quart comprobó que Macarena se volvía a mirarlo de vez en cuando, pero ni ella ni él dijeron nada. Tampoco es que hubiera mucho que decir, salvo aclarar las dudas del sacerdote sobre el encuentro con el marido: casual o intencionado. Pero, imaginó, eso no llegaría a saberlo nunca.

– Por aquí se fue -dijo al fin Macarena, cuando llegaron al río.

Quart miró alrededor. Estaban al pie de la antigua torre árabe llamada del Oro, bajando por una ancha escalinata hacia los muelles del Guadalquivir. No había un soplo de brisa, y la luz de la luna inmovilizaba las sombras de las palmeras, las Jacarandas y las buganvillas.

– ¿Quién?

– El capitán Xaloc.

La orilla se veía desierta, con los barcos de turistas oscuros e inmóviles, amarrados a sus bolardos junto a los pontones de hormigón. El agua negra reflejaba las luces de Triana en la ribera opuesta, delimitada por faros de automóviles sobre los puentes de Isabel II y San Telmo.

– Este era el antiguo puerto de Sevilla -dijo Macarena. Llevaba la chaqueta sobre los hombros y seguía estrechando su bolso de cuero contra el pecho-. Hace sólo un siglo, aquí atracaban buques de vapor, veleros… Aún había restos de lo que fue el gran centro del comercio con América, y los barcos zarpaban para irse por el río hasta Sanlúcar y después a Cádiz, antes de cruzar el Atlántico -dio unos pasos y se detuvo junto a una de las escaleras que descendían hasta el agua oscura-. En viejas fotos de la época se ven bergantines, goletas, chalupas y todo tipo de embarcaciones amarradas a las dos orillas… Del otro lado quedaban los botes de pescadores, y unos con toldos blancos que traían a las cigarreras de la Fábrica de Tabacos desde Triana. Aquí, en este muelle, estaban los tinglados del puerto, las grúas y los almacenes.

Se quedó en silencio mirando arriba el paseo del Arenal, la cúpula del teatro de la Maestranza, los edificios modernos que se interponían entre ellos y la torre de la Giralda, iluminada a lo lejos, y el oculto Santa Cruz.

– Parecía un bosque de mástiles y velas -añadió, al cabo de un instante-. Ese era el paisaje que Carlota divisaba desde la torre del palomar.

Habían vuelto a pasear bajo la sombra lunar de los árboles, a lo largo del muelle. Una pareja de jóvenes se besaba en el círculo de luz de un farol de hierro, y Quart vio a Macarena mirarlos con sonrisa pensativa.

– Parece sentir nostalgia -dijo él- de una Sevilla que nunca conoció.

Se acentuó la sonrisa de la mujer, un momento antes de que su rostro volviese a quedar en penumbra.

– Se equivoca. La conocí muy bien. Y la conozco. He leído y he soñado mucho en torno a esta ciudad. Unas cosas me las contaron mi abuelo y mi madre. Otras no me las ha contado nadie -se tocó la muñeca, allí donde debía latirle el pulso-. Las siento aquí.

– ¿Por qué eligió usted a Carlota Bruner?

Macarena tardó unos pasos en contestar.

– Me eligió ella a mí -se volvía un poco hacia Quart-. ¿Creen los sacerdotes en fantasmas?

– No mucho. Los fantasmas son refractarios a la luz eléctrica, a la energía nuclear… A los ordenadores.

– Quizá sea ése su encanto. Yo sí creo, o al menos en cierta clase de ellos. Carlota era una joven romántica que leía novelas. Vivía entre algodones en un mundo artificial, a salvo de todo. Y un día conoció a un hombre. Me refiero a un hombre de verdad. Fue como si hubiera caído un rayo a sus pies, y ya jamás pudo resignarse. Por desgracia, Manuel Xaloc también se enamoró de ella.

A veces pasaban junto a la sombra inmóvil de un pescador sentado en el muelle, la brasa de un cigarrillo, el reflejo de luz al extremo de la caña y el sedal, un chapoteo en el agua tranquila. Un pez se agitaba sobre los adoquines del muelle, y la luna centelleó en sus escamas húmedas hasta que una mano oscura lo devolvió al cubo del que había escapado en su agonía.

– Hábleme de Xaloc -pidió Quart.

– Era un joven y pobre segundo oficial de treinta años, a bordo de uno de los vapores que hacían el recorrido Sevilla-Sanlúcar. Se conocieron durante un viaje que Carlota hizo con sus padres río abajo. Dicen que era también un hombre apuesto, e imagino que el uniforme contribuía a ello. Ya sabe que eso ocurre a menudo con los marinos, los militares…

Parecía a punto de añadir «y con ciertos sacerdotes», pero la frase quedó en el aire. Pasaban junto a un barco de turistas amarrado al muelle, negro y silencioso. A la luz de la luna, Quart alcanzó a distinguir su nombre: Canela Fina.

– El caso es -proseguía Macarena- que Manuel Xaloc fue sorprendido rondando las rejas de la Casa del Postigo, y mi bisabuelo Luis hizo que perdiera su empleo. También movió todas sus influencias, que eran muchas, para que no encontrase trabajo en ninguna parte. Desesperado, decidió irse a América, a hacer fortuna; y ella juró aguardarlo. Es un argumento perfecto para un folletín romántico, ¿verdad?…

Caminaban uno junto al otro, y otra vez sus pasos los acercaron hasta rozarse. Ahora Macarena esquivó un bolardo de hierro en la oscuridad, y el movimiento la trajo hasta Quart. Por primera vez éste la tuvo muy cerca, contra su costado. Le pareció que tardaba una eternidad en apartarse de nuevo.

– Xaloc embarcó aquí mismo -añadió ella-. A bordo de una goleta llamada Nausicaa. Y a Carlota ni siquiera le permitieron decirle adiós. Vio irse el velero río abajo, desde el palomar; y aunque resulta imposible que lo distinguiera desde tan lejos, siempre aseguró que él estaba en la popa, agitando un pañuelo hasta que el barco se perdió de vista.

– ¿Qué tal le fue al marino?

– Le fue bien. Después de un tiempo consiguió el mando de un barco e hizo contrabando entre Méjico, Florida y las costas de Cuba -había un rastro de admiración en la voz de Macarena, y Quart entrevió fugazmente a Manuel Xaloc en el puente de un barco, entre dos luces, con una columna de humo dándole caza en el horizonte-. Cuentan que no fue precisamente un santo varón, y que también ejerció la piratería. Algunos barcos que se cruzaron con el suyo aparecieron a la deriva, misteriosamente saqueados, o se hundieron sin dejar rastro. Supongo que tenía prisa por ganar dinero y volver… Durante seis años navegó por el Caribe y se hizo una reputación. Los norteamericanos pusieron precio a su cabeza. Y un día, inesperadamente, desembarcó en este mismo lugar con una fortuna en cartas bancarias y monedas de oro, además de una bolsa de terciopelo con veinte perlas maravillosas para su boda.

– ¿A pesar de no haber recibido noticias de ella?

– A pesar de eso -se habían detenido sobre un muelle de pontones, cuyos pilares de hormigón se hundían en el agua; entre ellos crecían juncos y plantas-. Supongo que también Manuel Xaloc era un romántico. Creyó, razonadamente, que mi bisabuelo había incomunicado a Carlota. Pero confiaba en su amor. Te esperaré, había dicho ella. Y en cierto modo él no se equivocaba. Seguía esperando en la torre, mirando el río -Macarena miraba también la corriente oscura, bajo el muelle-. Hacía dos años que había perdido la razón.

– ¿Llegaron a verse?

– Sí. Mi bisabuelo estaba destrozado, pero al principio mantuvo su negativa. Era un arrogante canalla, y culpaba a Xaloc de la desgracia. Al final, por consejo de los médicos y a ruegos de su mujer, accedió a una entrevista. El capitán llegó una tarde al patio que usted conoce, vestido con el uniforme de la marina mercante: azul marino, botones dorados… ¿Imagina la escena?… Su piel estaba quemada por el sol, y el bigote y las patillas le habían encanecido. Cuentan que aparentaba veinte años más de los que realmente tenía. Carlota no lo reconoció. Lo trató como a un extraño, sin dirigirle la palabra. Al cabo de diez minutos sonaron las campanadas de un reloj y ella dijo: «debo ir a la torre. Él puede regresar de un momento a otro». Y se fue.

– ¿Y qué dijo Xaloc?

– No abrió la boca. Mi bisabuela lloraba y mi bisabuelo estaba sumido en la desesperación. Entonces cogió su gorra y salió de allí. Fue a la iglesia donde habían soñado casarse, y entregó al párroco las veinte perlas de Carlota. Aquella noche la pasó caminando por Santa Cruz, y al amanecer se fue con el primer velero que largó amarras. Esta vez nadie lo vio agitar un pañuelo.

Había una lata de cerveza vacía en el suelo. Macarena la empujó con el pie, haciéndola caer al agua. Se oyó una leve salpicadura y ambos se quedaron viendo irse la pequeña mancha oscura sobre la corriente.

– El resto -dijo ella- puede leerlo en los periódicos de la época. Era 1898, y mientras Xaloc navegaba de regreso, el Maine volaba en el puerto de La Habana. El gobierno español autorizó la guerra de corso contra Norteamérica, y él se hizo en el acto con una patente. Su barco era un yate armado muy rápido, el Manigua, con una dotación reclutada entre gentuza de las Antillas. Con él anduvo forzando el bloqueo. En junio de 1898 atacó y hundió dos mercantes en el golfo de Méjico, y hubo un encuentro nocturno con el cañonero Sheridan, del que ninguno de los dos salió bien parado…

– Lo dice usted con orgullo.

Macarena se echó a reír. Era cierto, dijo. Estaba orgullosa del que pudo ser su tío abuelo, de no mediar la imbécil ceguera de la familia. Manuel Xaloc había sido un hombre de verdad, y lo fue hasta el final. ¿Sabía Quart que pasó a la historia como el último corsario español, y el único que operó durante la guerra de Cuba?… Su hazaña póstuma supuso romper el bloqueo del puerto de Santiago, entrando de noche con mensajes y suministros para el almirante Cervera. Y en la madrugada del 3 de julio se hizo a la mar con los otros barcos. Podía haberse quedado en el puerto, pues era marino mercante y no estaba bajo las órdenes de la escuadra, que todos sabían condenada al desastre: viejos buques con malas máquinas y pobremente armados contra acorazados y cruceros yanquis. Pero quiso zarpar. Lo hizo el último, cuando todos los españoles, que habían ido saliendo uno tras otro, ya estaban hundidos o ardiendo. Ni siquiera pretendió escapar, sino que puso rumbo hacia los buques enemigos, a toda máquina, con el pabellón negro izado junto a la bandera de España. Cuando se hundió, todavía intentaba embestir al acorazado Indiana. No hubo supervivientes.

Las luces de Triana, reflejadas en el río, se agitaban suavemente en el rostro de Macarena.

– Veo -dijo Quart- que conoce bien su historia.

La sonrisa de ella vino lenta, sin llegar a ensancharse del todo:

– Claro que la conozco. He leído los relatos de esa batalla cientos de veces. Hasta guardo los recortes de prensa en el baúl.

– ¿Carlota no lo supo nunca?

– No -se había sentado en uno de los bancos de piedra, frente a un embarcadero flotante, y buscaba cigarrillos en el bolso-. Todavía esperó doce años en aquella ventana, mirando el Guadalquivir. Poco a poco los barcos fueron desapareciendo y el puerto siguió su declive. Las goletas dejaron de ir y venir río arriba. Y un día también ella desapareció de la ventana -se puso el cigarrillo en la boca y metió la mano por el escote, en dirección al hombro izquierdo, para coger el encendedor-. A tales alturas, su historia y la del capitán Xaloc eran leyenda. Ya le dije que hasta se hicieron canciones sobre ellos. Así que fue enterrada en la cripta de la iglesia donde se habría casado. Y por indicación de mi abuelo Pedro, que era el nuevo jefe de nuestra casa tras la muerte del padre de Carlota, las veinte perlas se engarzaron como lágrimas en la imagen de la Virgen.

Encendió el cigarrillo protegiendo la llama del mechero en el hueco de las manos, esperó a que se enfriase y volvió a ponérselo bajo el tirante del sujetador sin prestarle atención al modo en que Quart seguía sus movimientos. Sumida en el recuerdo del capitán Xaloc.

– Ese fue el homenaje de mi abuelo -prosiguió, con la brasa del cigarrillo entre los dedos- a la memoria de su hermana y al hombre que pudo haber sido su cuñado. Ahora la iglesia es cuanto queda de ellos. Eso, y los recuerdos de Carlota, las cartas y lo demás -miró a Quart como si de pronto hubiese recordado su presencia-. Incluida esa postal.

– También queda usted, y su memoria.

La luz de la luna bastaba para iluminarle a Macarena la sonrisa. No había un ápice de alegría o de bienestar en ella.

– Yo moriré, como los otros murieron -dijo en voz baja-. Y el baúl y cuanto contiene terminarán en una almoneda, entre objetos cubiertos de polvo -aspiró una bocanada de humo y la expulsó rápido, casi con despecho-. Como termina todo.

Quart se había sentado junto a ella. Sus hombros se rozaban ligeramente, pero no hizo ningún esfuerzo por aumentar la distancia. Era grato estar cerca. Le llegaba el aroma suave del jazmín mezclado con el del tabaco rubio.

– Por eso libra usted su batalla.

Ella movió lentamente la cabeza:

– Sí. No la del padre Ferro, sino la mía. Una batalla contra el tiempo y el olvido -continuaba hablando en voz baja; tanto que Quart debía hacer un esfuerzo para captar sus palabras-. Yo pertenezco a una casta que se extingue, y soy consciente de ello. Eso resulta casi conveniente, pues ya no hay lugar para gente como la que hubo en mi familia, o para memorias como la mía… O para historias hermosas y trágicas como la de Carlota Bruner y el capitán Xaloc -la brasa del cigarrillo brilló en su boca-. Me limito a librar mi guerra personal, a defender mi espacio -elevaba el tono de voz, y ya no parecía ensimismada. Ahora se volvía directamente a Quart-. Cuando termine, me encogeré de hombros y aceptaré que llegue el final con la conciencia tranquila; a la manera de esos soldados que sólo se rinden tras disparar el último cartucho. Después de haber cumplido con el apellido que llevo y con las cosas que amo. Eso incluye Nuestra Señora de las Lágrimas y el recuerdo de Carlota.

– ¿Por qué ha de terminar todo así? -preguntó Quart, con suavidad-, Podría tener hijos.

Algo cruzó el rostro de la mujer como un latigazo. Después hubo un silencio desconcertante, muy largo, hasta que por fin ella habló de nuevo:

– No me haga reír. Mis hijos habrían sido extraterrestres sentados frente a una pantalla de ordenador, vestidos como en las comedias yanquis de la tele; y el nombre del capitán Xaloc les iba a sonar a serie de dibujos animados -lanzó el cigarrillo a la corriente del río, y Quart siguió con los ojos la trayectoria de la brasa hasta que desapareció en el agua-. Así que voy a ahorrarme ese final. Lo que haya de morir morirá conmigo.

– ¿Y su marido?

– No lo sé. De momento ya lo ha visto; en buena compañía -dejó escapar una breve carcajada, tan despectiva y cruel que Quart deseó no ser nunca objeto de una risa como aquélla-. Hagámosle pagar todas sus facturas… Después de todo, Pencho es ese tipo de hombre al que le gusta dar con los nudillos en la barra y luego salir con la cabeza muy alta -inclinó la frente, y el gesto parecía un augurio, o una amenaza-. Pero esta vez la cuenta va a ser muy alta. Demasiado cara.

– ¿Todavía tiene posibilidades?

Se volvió a estudiarlo con extrañeza burlona:

– ¿Con quién? ¿Con su negocio de la iglesia? ¿Con la ordinaria de las tetas grandes?… ¿Conmigo? -al moverse en la sombra, los ojos oscuros reflejaban luces distantes, palidez de claro de luna-. Cualquier hombre las tendría antes que él. Incluso usted.

– A mí déjeme fuera de esto -dijo Quart. Su tono debió de ser convincente, pues ella ladeó un poco la cabeza, interesada.

– ¿Por qué dejarlo fuera? Sería una hermosa venganza. Y agradable. Al menos eso espero.

– ¿Una venganza contra quién?

– Contra Pencho. Contra Sevilla. Contra todo.

La sombra silenciosa y chata de un remolcador pasó río abajo, recortándose en el contraluz de la otra orilla. Al rato les llegó un sordo rumor de máquinas que no parecían provenir del barco, como si éste se deslizara sin ayuda por la corriente.

– Parece un buque fantasma -dijo ella-. Igual que la goleta en que se fue el capitán Xaloc.

La única luz visible de la embarcación, el solitario fanal de babor, iluminaba en rojo su rostro. Lo siguió con la vista hasta que ya en el recodo del río empezó a virar y apareció también la luz verde del otro costado. Luego la roja fue ocultándose despacio, y sólo quedó el diminuto rastro verde empequeñeciéndose hasta desaparecer por completo.

– Viene en noches así -añadió, al cabo de unos instantes-. Con esta luna. Y Carlota se asoma a su ventana. ¿Quiere ir a verla?

– ¿A quién?

– A Carlota. Podemos acercarnos hasta el jardín, y esperar. Como cuando yo era niña. ¿No le gustaría acompañarme?

– No.

Lo miró largamente en silencio. Parecía sorprendida.

– Me pregunto -dijo después- de dónde saca usted esa maldita sangre fría.

– No es tan fría como cree -y Quart se echó a reír, bajito-. En este momento me tiemblan las manos.

Era cierto. Tenía que contenerse para no rodear con ellas la nuca de la mujer, bajo la cola de caballo, y atraerla hacia él. Sangre de Dios. Desde algún lugar remoto en su conciencia le llegaban las carcajadas de monseñor Paolo Spada. Criaturas abominables, Salomé, Jezabel. Invención del Maligno. Ella acercó una mano y la enlazó con los dedos de Quart, comprobando que el temblor era real. La mano estaba cálida y tibia, y por primera vez no se tocaron estrechándolas en un saludo. Entonces Quart se desasió suavemente, y golpeó muy fuerte, con el puño, el banco de piedra donde estaban sentados. El dolor le llegó hasta el hombro como un estallido.

– Creo que es hora de regresar -dijo, poniéndose en pie.

Ella le miraba la mano y luego la cara, desconcertada. Después se levantó sin decir palabra y ambos caminaron despacio hasta el Arenal, evitando cuidadosamente rozarse el uno al otro. Quart se mordía los labios para no gemir de dolor. Sentía la sangre gotear por sus dedos, desde los nudillos maltrechos.


Hay noches que son demasiado largas, y aquélla no había terminado. Cuando Quart llegó al hotel Doña María y recibió la llave de manos de un soñoliento conserje, Honorato Bonafé estaba sentado en un sillón del vestíbulo, esperándolo. Entre los muchos rasgos desagradables de aquel individuo, pensó malhumorado el sacerdote, se contaba el de aparecer en los momentos más inoportunos.

– ¿Podemos hablar un momento, padre?

– No. No podemos.

Con la mano herida dentro del bolsillo y la llave en la otra, Quart hizo ademán de seguir camino al ascensor; pero Bonafé le cortó el paso. Sonreía del mismo modo viscoso que en su anterior entrevista. También llevaba idéntica ropa, un arrugado traje beige y el bolso sujeto a la muñeca por una correa. Quart miró desde arriba el pelo lacado de peluquería del periodista; la prematura papada y los ojos pequeños y astutos que lo observaban. Nada de lo que hubiese llevado hasta allí a aquel individuo podía ser bueno.

– He estado investigando -dijo Bonafé.

– Largúese -repuso Quart, dispuesto a pedirle al conserje que lo echase de allí.

– ¿No le interesa saber lo que yo sé?

– Nada que tenga que ver con usted me interesa.

Bonafé fruncía los labios húmedos con aire dolido, manteniendo aquella sonrisa obsequiosa y ruin a un tiempo.

– Lástima -deploró-. Podríamos llegar a un acuerdo. Y mi oferta es generosa -movía un poco la gruesa cintura, contoneándose-. Usted me cuenta un par de cosas que yo pueda citar sobre esa iglesia y su párroco, y a cambio le doy un bonito dato que ignora -se acentuó la sonrisa-… Y de paso, evitamos hablar de sus paseos nocturnos.

Quart se quedó inmóvil, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar:

– ¿De qué me está hablando?

El periodista parecía satisfecho de haber despertado su interés:

– De lo que he averiguado sobre el padre Ferro.

– Me refiero -Quart seguía muy quieto, mirándolo fijamente- a eso de los paseos nocturnos.

Alzó el otro la mano pequeña, de uñas pulidas por la manicura, quitándole importancia al asunto.

– Oh, bueno, qué quiere que le diga. Ya sabe -guiñó un ojo-. Su intensa vida social en Sevilla.

Quart apretó la llave en la mano sana mientras consideraba la posibilidad de utilizarla contra el fulano. Pero aquello era imposible. Ningún sacerdote, ni siquiera alguien tan falto de mansedumbre cristiana y con la inquietante especialidad de Lorenzo Quart, podía pegarse con un periodista a causa de un nombre de mujer, de noche y a veinte metros del Arzobispado de Sevilla, pocas horas después de haber tenido una escena pública con un marido celoso. Aunque se perteneciese al IOE, por menos de eso lo mandaban a uno a evangelizar la Antártida. Así que hizo un esfuerzo inaudito por mantener la cabeza tranquila y contenerse. Mía es la venganza, había dicho teóricamente el de Allá Arriba.

– Le propongo un pacto, padre – dijo Bonafé, que iba a lo suyo-. Nos contamos un par de cosas, lo dejo fuera de esto y tan amigos. Puede fiarse de mí. Que sea periodista no quiere decir que no posea un código moral -se tocó el pecho a la altura del corazón, teatral, los ojillos relucientes de cinismo entre los párpados abolsados-. A fin de cuentas, mi religión es la Verdad.

– La Verdad -repitió Quart.

– Eso es.

– ¿Y qué verdad quiere contarme sobre el padre Ferro?

Otra vez se intensificó la sonrisa del otro. Una mueca servil. Cómplice.

– Bueno -se miraba las uñas, pendiente del brillo-. Tuvo problemas.

– Todos los tenemos.

Bonafé chasqueó la lengua con gesto mundano.

– No de esta clase -bajaba el tono, temiendo que los oyese el conserje-. Por lo visto, en su anterior parroquia estaba necesitado de dinero. Así que vendió algunas cosas: una imagen valiosa, un par de cuadros… No cuidó la viña del Señor del modo adecuado -reía, divertido con su propio chiste-. O se bebió el vino.

Quart se mantuvo impasible. Había sido adiestrado mucho tiempo atrás para asimilar información y analizarla luego. De todos modos, sintió una molesta punzada en su orgullo. Si era cierto, él tenía que haberlo sabido; pero nadie le había informado de ello.

– ¿Y qué tiene que ver eso con Nuestra Señora de las Lágrimas?

Bonafé fruncía la boca, valorativo.

– Nada, en principio. Pero convendrá conmigo en que se trata de un bonito escándalo -la sonrisa que tanto detestaba Quart adquirió contornos canallas-. El periodismo es así, padre: un poco de esto, un poco de lo otro… Basta con algo de verdad en alguna parte, y ya tenemos una historia de portada. Después se desmiente, se completa la información, o lo que sea. Pero mientras tanto, esa semana has vendido doscientos mil ejemplares.

Quart lo miró con desprecio:

– Hace un momento dijo que su religión era la Verdad.

– ¿Eso dije?… -el desdén del sacerdote le resbalaba a Bonafé sobre la sonrisa, que parecía blindada-. Sin duda me referí a la verdad con minúsculas, padre.

– Largúese.

– ¿Perdón?

Bonafé ya no sonreía. Retrocedió un paso, mirando suspicaz la punta aguda de la llave que su interlocutor sujetaba entre los dedos de la mano izquierda. Quart había sacado la derecha del bolsillo, con los nudillos hinchados y cubiertos de una costra de sangre seca, y los ojos del periodista iban de la una a la otra, inquietos.

– Digo que se vaya de aquí, o hago que lo echen. Incluso puedo olvidar que soy clérigo y echarlo yo mismo -avanzó un paso hacia Bonafé, que retrocedió dos-. A patadas.

Protestó débilmente el periodista. La mano herida de Quart lo intimidaba:

– Usted no se atreverá…

No dijo más. Se daban precedentes evangélicos: los mercaderes del templo y todo eso. Incluso había un expresivo relieve sobre el particular a pocos metros de allí, en la puerta de la mezquita, entre San Pedro y un San Pablo que por cierto empuñaba espada. Así que la mano sana de Quart lo llevó dos o tres metros hacia atrás, en dirección a la puerta, ante los sorprendidos ojos del conserje de noche. Era como arrastrar una cosita menuda y fofa, sin consistencia. Desconcertado, Bonafé intentaba rehacerse arreglándose la ropa cuando recibió un último empujón que lo proyectó directamente a través de la puerta abierta hasta la calle. El bolso que llevaba en la muñeca se le había soltado, cayendo al suelo. Quart se inclinó a recogerlo y lo tiró a los pies del otro, en la acera.

– No quiero verlo más -dijo-. Nunca.

A la luz del farol de la calle, el periodista intentaba recomponer su dignidad. Le temblaban las manos y estaba despeinado, blanco de humillación e ira.

– Aún no he terminado con usted -articuló por fin. La voz se le rompía en un sollozo casi femenino-. Hijoputa.

No era la primera vez que lo llamaban aquello, así que Quart se encogió de hombros. Después, desentendiéndose del asunto, dio media vuelta para cruzar el vestíbulo rumbo a su habitación. Detrás del mostrador de recepción, todavía con una mano cerca del teléfono -un poco antes consideraba la posibilidad de llamar a la policía-, el conserje de noche tenía los ojos abiertos como platos. Ver para creer, decía su mirada, mezcla de estupefacción y de respeto. Vaya con el cura.


Aparte la inflamación y los rasguños en los nudillos de la mano derecha, Quart podía mover la articulación sin dificultad. Así que, maldiciendo en voz alta su estupidez, se quitó la chaqueta y fue hasta el cuarto de baño para lavar la herida con Multidermol. Después aplicó sobre la mano un pañuelo con todo el hielo que pudo conseguir en el minibar de la habitación. Estuvo así un rato ante la ventana, mirando la plaza Virgen de los Reyes y la catedral iluminadas tras el alero del Arzobispado, sin poderse quitar a Honorato Bonafé de la cabeza.

Cuando el hielo terminó de fundirse, la mano ya no estaba tan mal. Se acercó entonces a su chaqueta y sacó cuanto había en los bolsillos, ordenándolo sobre la cómoda antes de colgar la prenda en una percha del armario: cartera, estilográfica, tarjetas para notas, pañuelos de celulosa, monedas sueltas. La postal del capitán Xaloc quedó boca arriba, mostrando la vieja foto amarillenta de la iglesia, el aguador con su borrico diluido igual que un fantasma en el halo blanquecino que bordeaba la ilustración. Y la imagen, la voz, el olor de Macarena Bruner, acudieron de pronto; roto el dique donde aquello esperaba el momento de desbordarse. La iglesia, su misión en Sevilla, Bonafé, quedaron de pronto difuminados como la silueta del aguador evanescente, y todo fue sólo ella: su media sonrisa en la penumbra de los muelles del Guadalquivir, el reflejo de miel en los ojos oscuros, el olor tibio de su cercanía, la piel del muslo donde Carmen la cigarrera liaba hojas de tabaco húmedo bajo la falda arremangada y revuelta… Macarena desnuda en una tarde calurosa, contraste sobre sábanas blancas y el sol filtrándose en rayas horizontales entre las persianas, con minúsculas gotas de sudor en la raíz del pelo negro, y en el pubis oscuro, y en las pestañas.

Seguía haciendo mucho calor. Era casi la una de la madrugada cuando abrió la ducha y se desnudó despacio, dejando caer la ropa a sus pies. Y mientras lo hacía, el espejo del armario le devolvió la imagen de un desconocido. Un tipo alto de mirada sombría que se despojaba de los zapatos, los calcetines y la camisa, y después, con el torso desnudo, se inclinaba para soltar el cinturón y hacer que los pantalones negros se deslizaran hasta el suelo. El calzón de algodón blanco bajó por los muslos, descubriendo el sexo excitado por el recuerdo de Macarena. Por un instante Quart observó al extraño que lo miraba con atención desde el otro lado del espejo. Delgado, el vientre plano, las caderas estrechas, los pectorales marcados, firmes, como la curva de los músculos en los hombros y en los brazos. Tenía buen aspecto aquel individuo silencioso como un soldado sin edad y sin tiempo, desprovisto de su cota de malla y de sus armas. Y se preguntó para qué diablos le servía aquel buen aspecto.

El rumor del agua y la conciencia de su propio cuerpo le trajeron el recuerdo de otra mujer. Había ocurrido en Sarajevo, agosto del 92, durante un corto y azaroso viaje que Quart hizo a la capital bosnia para mediar en la evacuación de monseñor Franjo Pavelic, un arzobispo croata muy estimado por el papa Wojtila, cuya cabeza estaba amenazada tanto por los musulmanes bosnios como por los serbios. En aquella ocasión fueron necesarios 100.000 marcos alemanes, llevados por Quart a bordo de un helicóptero de Naciones Unidas -maletín sujeto con una cadena a su muñeca y escolta de cascos azules franceses- para que unos y otros consintieran en la evacuación del prelado a Zagreb, sin pegarle un tiro en un control callejero como ya habían hecho con su vicario monseñor Jesic, muerto por un francotirador. Era el Sarajevo de la época dura, bombas en las colas del agua y el pan, veinte o treinta muertos diarios y centenares de heridos que se amontonaban, sin luz ni medicamentos, en los pasillos del hospital de Kosovo; cuando ya no quedaba tierra en los cementerios y las víctimas recibían sepultura en campos de fútbol. Jasmina no era exactamente una prostituta. Había chicas que sobrevivían ofreciéndose como intérpretes a periodistas y diplomáticos en el hotel Holiday Inn, y a menudo intercambiaban con ellos algo más que palabras. El precio de Jasmina era tan relativo como todo en aquella ciudad: una lata de conservas, un paquete de cigarrillos. Se había acercado a Quart inducida por su indumentaria eclesiástica, contándole una historia que en la ciudad asediada resultaba poco original: un padre inválido y sin tabaco, la guerra, el hambre. Quart prometió conseguirle cigarrillos y algo de comida, y ella regresó por la noche, vestida de negro para eludir a los francotiradores. Por un puñado de marcos Quart le consiguió medio cartón de Marlboro y un paquete de raciones militares. Aquella noche hubo agua corriente en las habitaciones, y ella pidió permiso para darse la primera ducha en un mes. Se había desnudado a la luz de una vela, poniéndose bajo el chorro de agua mientras él la miraba fascinado, la espalda contra el marco de la puerta. Era rubia y tenía la piel clara y unos pechos grandes y firmes. Allí, el agua corriéndole por el cuerpo, se había vuelto a mirar a Quart con una sonrisa de invitación, agradecida. Pero él se quedó inmóvil, limitándose a devolverle la sonrisa. No fue esa vez cuestión de reglas. Sencillamente, ciertas cosas no podían hacerse a cambio de medio cartón de cigarrillos y una ración de comida. Así que cuando ella estuvo seca y vestida bajaron al bar del hotel, y a la luz de otra vela se bebieron media botella de coñac mientras las bombas serbias continuaban cayendo afuera. Después, con su medio cartón y su comida, Jasmina deslizó un rápido beso en la boca del sacerdote y se fue corriendo, entre las sombras.

Sombras y rostros de mujer. El agua fría corriéndole por la cara y los hombros hizo mucho bien a Quart. Mantenía la mano herida fuera del chorro, apoyada en los azulejos de la pared, y estuvo así un rato inmóvil, erizada la piel. Después salió, y el agua le goteaba por todo el cuerpo para dejar huellas en las baldosas del suelo. Se secó ligeramente con una toalla y fue a tumbarse en la cama, boca arriba. Rostros de mujer y sombras. Bajo su cuerpo desnudo, la silueta húmeda quedaba impresa en las sábanas. Puso la mano herida entre sus muslos y sintió crecer la carne, vigorosa y endurecida por el pensamiento y los recuerdos. Vislumbraba, a lo lejos, la silueta de un hombre que caminaba solo, entre dos luces. Un templario solitario, en un páramo, bajo un cielo sin Dios. Cerró los ojos, angustiado. Intentaba rezar, desafiando el vacío escondido en cada palabra. Sentía una inmensa soledad. Una tranquila y desesperada tristeza.

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