VI La corbata de Lorenzo Quart

En usted están todas las mujeres del mundo.

(Joseph Conrad. La flecha de oro)

Lorenzo Quart sólo tenía una corbata. Era de seda azul marino, comprada en una camisería de Via Condotti que estaba a ciento cincuenta pasos de su casa. Siempre había utilizado el mismo tipo de prenda: un corte tradicional, algo más estrecho que los habituales de moda. La usaba poco, siempre con trajes muy oscuros y camisas blancas, y cuando estaba ajada o sucia compraba otra idéntica para sustituirla. Eso ocurría sólo un par de veces al año, pues eran las camisas negras de cuello romano las que usaba más a menudo, planchadas por él mismo con la pulcritud de un militar veterano, dispuesto a sufrir inesperadas revistas de uniforme por parte de superiores obsesionados por el reglamento. Todos los actos de la vida de Quart se articulaban en torno a un supuesto reglamento. Su estricta observancia databa desde que tenía memoria; mucho antes de que, tumbado boca abajo con los brazos en cruz y la cara contra las losas frías del suelo, se viera ordenado sacerdote. Ya desde el seminario, Quart había asumido la disciplina de la Iglesia como una norma eficaz para ordenar su vida. A cambio obtuvo seguridad, futuro, y una causa por la que ejercer su talento; pero a diferencia de otros compañeros, ni entonces ni más tarde, ya ordenado, vendió nunca su alma a un protector o a un amigo poderoso. Creía -y era quizá su única ingenuidad- que observar las reglas bastaba para asegurarse el respeto de los demás. Y lo cierto es que no faltaron superiores impresionados por la disciplina y la inteligencia del joven sacerdote. Eso impulsó su carrera: seis años de seminario y dos de facultad estudiando Filosofía, Historia de la Iglesia y Teología, y una beca en Roma para doctorarse en Derecho Canónico, sistema legal interno de la Iglesia. Allí, los profesores de la Universidad Gregoriana propusieron su nombre a la Academia Pontificia para Eclesiásticos y Nobles, donde Quart cursó Diplomacia y Relaciones entre Iglesia y Estado. Después, la Secretaría de Estado estuvo fogueándolo en un par de nunciaturas europeas hasta que monseñor Spada lo reclutó formalmente para el Instituto de Obras Exteriores, apenas cumplidos los veintinueve. Entonces Quart fue a Enzo Rinaldi y pagó ciento quince mil liras por su primera corbata.

Desde aquello habían pasado diez años, y seguía teniendo problemas con el nudo. No es que ignorase el modo de hacer un cruce, vuelta de derecha a izquierda y otra de arriba abajo. Pero, inmóvil frente al espejo del cuarto de baño, miraba el cuello blanco de la camisa y la seda azul marino que tenía entre los dedos con una certidumbre de extrema vulnerabilidad. Prescindir del cuello romano y la camisa negra en una cena con Macarena Bruner se le antojaba peligroso, como un caballero templario que renunciase a la cota de malla al parlamentar con los mamelucos bajo las murallas de Tiro. La idea le arrancó una sonrisa inquieta, mientras miraba el reloj en su muñeca izquierda. Tenía el tiempo justo para vestirse y caminar hasta el restaurante de la cita, que con ayuda del mapa localizó en la plaza de Santa Cruz, a pocos pasos de la antigua muralla árabe. Eso confería malas connotaciones al símil templario.

Lorenzo Quart era puntual como cualquiera de las máquinas suizas de pelo rapado y uniforme multicolor que montaban guardia en el Vaticano. Siempre calculaba las horas dividiéndolas en espacios precisos del mismo modo que si llevara una agenda mental. Eso le permitía apurar al máximo cualquier fracción de tiempo disponible. Había suficiente para ocuparse de la corbata, así que se obligó a hacer el nudo tranquilamente, ajustándolo con cuidado. Le gustaba moverse despacio, porque su autocontrol era el orgullo; y la memoria de sus relaciones con el resto del mundo consistía en un estado continuo de tensión para evitar un gesto precipitado, una palabra fuera de lugar, un demasiado pronto o demasiado tarde, un movimiento impaciente que rompiese la serenidad de la regla. Siempre contaba, ante todo, la regla. Merced a ella, incluso cuando transgredía otros códigos que no eran el suyo -acto que monseñor Spada, con probado talento para el eufemismo, denominaba «moverse por el borde exterior de la legalidad»- las formas morales quedaban a salvo. Su única fe era la fe del soldado. Y en su caso no era exacto el viejo dicho de la Curia: Tutti i preti sono falsi. Que todos los curas fueran farsantes o no era algo que no le daba frío ni calor. Lorenzo Quart era un tranquilo templario honrado.

Quizá por eso, al cabo de un instante de contemplar su imagen en el espejo, Quart desanudó la corbata y se la quitó. Después hizo igual con la camisa blanca, arrojándola sobre el taburete del cuarto de baño. Con el torso desnudo fue al armario y sacó del cajón una camisa negra de clérigo, con cuello redondo, y se la puso en lugar de la otra. Al abotonarla, sus dedos rozaron la cicatriz que tenía bajo la clavícula izquierda, recuerdo de la operación sufrida después que un soldado norteamericano le rompiera el hombro de un culatazo durante la invasión de Panamá. Aquélla era su única cicatriz profesional; la roja insignia del valor o palma del martirio, como ironizaba monseñor Spada. Y aunque el asunto impresionaba mucho a Su Ilustrísima y a los pusilánimes husmeadores de currículums de la Curia, él hubiera preferido que el energúmeno provisto de casco de kevlar, fusil M-16 y parche identifícativo J. Kowalski sobre el chaleco antibalas -«otro polaco», precisaría después, ácido, monseñor Spada-, tomara más en serio el pasaporte diplomático vaticano cuando fue exhibido ante sus narices en la Nunciatura, el día que Quart negoció la rendición del general Noriega.

Salvo el culatazo, lo de Panamá había sido una operación impecable que ahora se consideraba en el IOE modelo clásico de diplomacia en crisis. A las pocas horas de producirse la invasión norteamericana y la entrada de Noriega en la legación diplomática vaticana, Quart había aterrizado allí con urgencia después de un azaroso vuelo desde Costa Rica. Su misión oficial era ayudar al nuncio, pero en realidad iba a controlar las negociaciones y a informar directamente al IOE, relevando de esa tarea a monseñor Héctor Bonino, un argentino-italiano ajeno a la carrera diplomática, que carecía de la confianza plena de la Secretaría de Estado a la hora de manejar cuestiones heterodoxas. Y el cuadro era, en efecto, singular: los soldados norteamericanos, entre alambradas y caballos de Frisia, instalaron un potente equipo de megafonía que durante las veinticuatro horas atronaba el aire con música de rock duro a toda potencia, dirigida a socavar el aguante psicológico del nuncio y sus refugiados. En el edificio, alojados por despachos y pasillos, vegetaban un nicaragüense jefe de la contrainteligencia de Noriega, cinco etarras vascos, un asesor económico cubano que amenazaba todo el tiempo con suicidarse si no lo devolvían sano y salvo a La Habana, un agente del Cesid español que entraba y salía como Pedro por su casa para jugar al ajedrez con el nuncio e informar a Madrid, tres narcotraficantes colombianos, y el propio general Noriega alias Carapiña, con aquella cara devastada por cráteres lunares puesta a precio por los norteamericanos. A cambio del asilo, monseñor Bonino exigía que sus invitados asistieran a misa diaria; y era conmovedor verlos darse fraternalmente la paz unos a otros, el cubano a los narcos, los etarras al nicaragüense y éste al del Cesid, con Noriega todo letanías y golpes de pecho bajo el ceño fruncido del nuncio, mientras en la calle Bruce Springsteen martilleaba Born in U.S.A. La noche crítica del asedio, cuando comandos Delta con la nariz pintada de negro intentaron asaltar la Nunciatura, Quart se mantuvo en contacto telefónico con los arzobispos de Nueva York y Chicago hasta conseguir que el presidente Bush desautorizase el allanamiento. Por fin Carapiña se entregó sin demasiadas condiciones, el nicaragüense y los etarras fueron trasladados discretamente fuera de Panamá, y los narcos se esfumaron por las buenas, reapareciendo más tarde en Medellín. Sólo el cubano, que salió el último, tuvo problemas cuando los marines detectaron su presencia dentro del maletero de un viejo Chevrolet Impala alquilado por Quart, donde el agente del Cesid español lo sacaba de la Nunciatura por amor al arte, jugándose la carrera. El acuerdo negociado para su salida era secreto, y precisamente por eso el soldado Kowalski no estaba al tanto. Tampoco era el suyo un oficio de sutilezas diplomáticas; así que el intento de mediación de Quart terminó con su hombro roto a pesar del alzacuello clerical y el pasaporte pontificio. En cuanto al cubano, un tipo nervioso llamado Girón, estuvo un mes en una cárcel de Miami. Y no sólo incumplió su promesa de suicidarse, sino que a la salida obtuvo asilo político en Estados Unidos tras una entrevista concedida al Reader's Digest, bajo el título: Yo también fui engañado por Castro.


Había un desconocido sentado en el vestíbulo, y se puso en pie cuando Quart salió del ascensor. Debía de rondar los cuarenta años y era grueso de cintura, con el pelo lacio lacado de peluquería escaseándole en la coronilla.

– Me llamo Bonafé -se presentó-. Honorato Bonafé.

Quart se dijo que pocos nombres contradecían con tanto descaro el aspecto de su propietario. Honorabilidad y buena fe eran los últimos conceptos asociables con aquella papada prematura que parecía prolongación de las mejillas, y los párpados abolsados en torno a unos ojos pequeños y astutos, que miraban a su interlocutor como preguntándose cuánto podrían obtener por su traje y sus zapatos, si lograban hacerse con ellos para venderlos de segunda mano.

– ¿Podemos hablar un momento?

Era un sujeto desagradable, pero más lo era su sonrisa: una mueca fija, obsequiosa y encanallada a un tiempo, semejante a la de un clérigo de la vieja escuela que intentase ganar el favor de un obispo. A aquel individuo, pensó Quart, le habría ido bien la ropa talar en vez del arrugado traje beige y el bolso de cuero sujeto a la muñeca izquierda por su correa. Una muñeca de mano pequeña, gordezuela y fofa, de esas que al estrechar otra sólo ofrecen la punta de los dedos.

Se detuvo Quart reservado, dispuesto a escuchar, mirando por encima de la cabeza del visitante el reloj de pared que marcaba quince minutos para la cita con Macarena Bruner. El otro siguió la dirección de su mirada, dijo de nuevo que sólo sería un momento, y luego alzó la mano del bolso casi a punto de apoyarla en el brazo del sacerdote. Quart miró aquella mano desaconsejando el contacto. El tal Bonafé detuvo el gesto a la mitad, en el aire, mientras desarrollaba una confusa presentación de intenciones en un tono cómplice que acentuó más el desagrado de Quart. Pero fue el nombre de la revista Q+S lo que disparó sus alarmas profesionales:

– Resumiendo, padre. Que me tiene a su disposición para lo que guste.

Fruncía Quart el ceño, receloso y desconcertado. Que se condenara si aquel tipo no acababa de guiñarle un ojo.

– Se lo agradezco. Pero no veo la relación.

– No la ve -Bonafé movió la cabeza como si compartiera una broma ingeniosa-. Y sin embargo todo está muy claro, ¿verdad?… Lo que hace en Sevilla.

Sangre de Dios. Era justo lo que faltaba: un individuo de semejante catadura inmiscuido en lo que Roma pretendía discretísimo trabajo con pies de plomo. Conteniendo su malestar, Quart se preguntó cómo eran posibles tantas filtraciones por todas partes.

– No sé a qué se refiere.

Su interlocutor lo miraba con mal disimulada insolencia:

– ¿De veras no lo sabe?

Era suficiente, así que Quart le echó una ojeada al reloj.

– Disculpe. Tengo una cita.

Anduvo por el vestíbulo hacia la calle, sin despedirse. Pero el otro caminó a su lado.

– ¿Me permite acompañarlo?… Podríamos conversar mientras tanto.

– No tengo nada que decir.

Dejó la llave en recepción y salió a la calle con el periodista detrás. Había restos de claridad en el cielo, recortando la silueta oscura de la Giralda. En la plaza Virgen de los Reyes se encendían las luces en ese momento.

– Creo que no me entiende -insistió Bonafé, sacando un ejemplar de Q+S que llevaba doblado en el bolsillo- Trabajo para esta revista -hizo una pausa ofreciéndosela a Quart; pero al ver que no mostraba interés volvió a guardarla-. Sólo pido una pequeña charla amistosa: usted me cuenta un par de cosas y yo seré buen chico. Le aseguro que ambos saldríamos beneficiados de esta cooperación.

En aquellos labios sonrosados, la palabra cooperación adquiría connotaciones obscenas. Quart hizo un esfuerzo por contener su repugnancia:

– Le ruego que no insista.

– Venga, hombre -despuntaba la grosería bajo el tono amistoso-. El tiempo de tomar algo.

Habían llegado a la esquina del palacio arzobispal, bajo la luz de una farola. De pronto Quart se detuvo y giró sobre sus talones.

– Escuche, Buenafé.

– Bonafé -puntualizó el otro.

– Bonafé o como se llame. Lo que yo hago en Sevilla no es asunto suyo. Y en cualquier caso, nunca se me ocurriría ir contándolo por ahí.

Protestó el periodista, frunciendo la boca con aire mundano mientras barajaba tópicos del oficio: deber de la información, búsqueda de la verdad, etcétera. El público tenía derecho a saber.

– Además -añadió, tras pensarlo un instante- para ustedes es mejor estar dentro que fuera.

Aquello sonaba a amenaza críptica, y Quart empezó a impacientarse.

– ¿Ustedes?… ¿Se refiere a algún tipo de club?

– No, hombre. Ya sabe: ustedes -de nuevo sonreía viscoso, conciliador-. El clero y todo eso.

– Ya. El clero.

– Ajá.

– El clero y todo eso.

La papada hizo tres pliegues cuando Bonafé asintió de nuevo, esperanzado:

– Veo que nos entendemos.

Ahora Quart lo miraba con calma, las manos cruzadas a la espalda:

– ¿Y qué desea saber, exactamente?

– Bueno. Un poco de todo -Bonafé se rascaba una axila bajo la chaqueta-. Qué opinan en Roma de esa iglesia, por ejemplo. Cuál es la situación canónica del párroco… Y lo que usted pueda contarme sobre su cometido aquí -acentuó la sonrisa medio servil, medio cómplice-. Se lo pongo facilito.

– ¿Y qué pasará si me niego?

El periodista chasqueó la lengua, como si a tales alturas de su relación eso quedara fuera de lugar.

– Pues que terminaré escribiendo el reportaje de todos modos. Y quien no está conmigo está contra mí -al hablar se balanceaba sobre la punta de los pies-… ¿No dice eso el Evangelio?

– Escuche, Buenafé…

– Bonafé -alzaba un índice, preciso-. Honorato Bonafé.

Quart lo observó un instante en silencio. Después miró a derecha e izquierda antes de acercársele un paso con aire confidencial. Pero había algo en su gesto, tal vez la diferencia de estatura o la expresión en los ojos del sacerdote, que hizo al otro retroceder hasta la pared.

– En realidad me importa un bledo cómo se llame -dijo Quart en voz baja-, porque espero no volver a encontrármelo nunca -se aproximó un poco más, hasta que vio a Bonafé parpadear, incómodo-. Lo que quiero decirle es que ignoro si es un insolente, un chantajista, un imbécil o todas esas cosas a la vez. En cualquier caso, y a pesar de mi condición eclesiástica, soy propenso al pecado de ira; así que le aconsejo desaparezca de mi vista. Inmediatamente.

La luz del farol ponía trazos verticales en la cara del otro. Esfumada la sonrisa, miraba a Quart con despecho.

– Es impropio de un cura -protestó, temblorosa la papada-. Me refiero a su actitud.

– ¿Se lo parece? -ahora le llegaba a Quart el turno de sonreír, y lo hizo de forma muy poco amistosa-… Le sorprendería la cantidad de impropiedades de que soy capaz.

Volvió la espalda alejándose, mientras se preguntaba cuánto iba a pagar por aquella pequeña victoria. Lo único claro era la necesidad de concluir la investigación antes de que todo empezara a complicarse demasiado, si eso no había ocurrido ya. Un periodista husmeando en las sacristías era la gota que desbordaba el vaso. Absorto en ello, Quart cruzó la plaza Virgen de los Reyes sin prestar atención a una pareja sentada en un banco; un hombre y una mujer que se pusieron en pie y caminaron detrás, a cierta distancia. Él era gordo, con traje blanco y sombrero panamá, y ella vestía de lunares, con un curioso caracolillo repeinado sobre la frente. Seguían a Quart cogidos del brazo, como cualquier matrimonio apacible que disfrutara del templado anochecer; pero al pasar frente a un hombre con suéter de cuello de cisne y chaqueta a cuadros, que masticaba un palillo apoyado en la puerta del bar Giralda, cambiaron con él una mirada de inteligencia. En ese momento las torres de Sevilla empezaron a dar campanadas, despertando a las palomas que ya dormitaban en la penumbra de los aleros.


Cuando el cura alto entró en La Albahaca, don Ibrahim mandó al Potro del Mantelete con una moneda de cinco duros a la cabina telefónica más próxima, para darle el parte a Peregil. Menos de una hora después, el esbirro de Pencho Gavira se dejaba caer por allí, a echarle un vistazo al panorama. Tenía aspecto cansado e iba con una bolsa de Marks amp; Spencer en la mano. Encontró a sus huestes estratégicamente distribuidas por la plaza de Santa Cruz, frente a la antigua mansión del siglo XVII convertida en restaurante: el Potro inmóvil contra la pared, cerca de la salida que daba a la muralla árabe, y la Niña Puñales haciendo punto sentada en el zócalo de la cruz de hierro del centro de la plaza. En cuanto a don Ibrahim, movía su imponente sombra de un lado a otro mientras balanceaba el bastón, con la brasa de un Montecristo bajo el ala ancha del sombrero de paja blanca.

– Está dentro -le dijo a Peregil-. Con la dama.

Después resumió su informe, consultando a la luz de un farol el reloj que extrajo del chaleco. Veinte minutos antes había enviado en descubierta a la Niña, con el pretexto de vender unas flores, y después él mismo llegó a cambiar algunas palabras con los camareros aprovechando la adquisición, en el estanco del restaurante, del habano que ahora tenía en la boca. La pareja ocupaba el mejor rincón en uno de los tres pequeños salones del local -pocas mesas y clientela exclusiva-, bajo una razonable copia de Los borrachos de Velázquez. Habían encargado ensalada de vieiras con albahaca y trufas, la señora, y foie de oca fresco salteado sobre salsa de vinagre con miel, el reverendo padre. El agua mineral era sin gas, de Lanjarón, y el vino un tinto Pesquera de la ribera del Duero, del que don Ibrahim se excusaba por no haber podido averiguar la añada; pero, como le matizó a Peregil retorciéndose un extremo del mostacho, un interés excesivo habría infundido, quizás, sospechas a la servidumbre.

– ¿Y de qué hablan? -preguntó Peregil.

El ex falso letrado hizo un gesto de solemne impotencia.

– Eso -puntualizó- está fuera de mi ámbito.

Peregil consideraba el asunto. La situación seguía bajo control; don Ibrahim y sus dos secuaces se estaban portando, y las cartas que le ponían en la mano mostraban buen aspecto. En su mundo, como en la mayor parte de los mundos posibles, la información siempre era dinero; todo consistía en sacar el mejor partido, eligiendo el postor idóneo. Por supuesto, él hubiera preferido que todo revirtiese en última instancia a su jefe natural, Pencho Gavira, principal interesado por su doble condición de banquero y de marido. Pero el agujero de los seis millones y la deuda con el prestamista Rubén Molina seguían impidiéndole ver las cosas con claridad. Llevaba varios días durmiendo fatal, y la úlcera hacía otra vez de las suyas. Por las mañanas, al situarse ante el espejo del cuarto de baño para ocultar su cráneo bajo la compleja arquitectura del peinado con raya en la oreja izquierda, Peregil sólo encontraba desolación en el malhumorado careto que lo miraba desde el espejo. Se estaba quedando calvo, tenía el estómago hecho polvo, debía seis kilos a su propio jefe y casi el doble al prestamista, y albergaba además la sospecha de que su último espasmo glorioso con Dolores la Negra le había dejado un alarmante picorcillo en el aparato genitourinario. Justo lo que le faltaba. Y es que la vida era una puñetera mierda.

Con un agravante. Peregil le echó un vistazo a la redonda silueta blanca de don Ibrahim, que aguardaba instrucciones, y luego a la Niña Puñales haciendo punto a la luz de las farolas, y al Potro del Mantelete apoyado en la esquina. A lo mucho que se complicaba su vida, venía a añadirse ahora una situación complementaria e incómoda: la información obtenida merced a los tres socios ya circulaba en el mercado, pues Peregil necesitaba liquidez con urgencia. Honorato Bonafé, director de Q+S, le había pasado aquella misma tarde otro cheque al portador, esta vez como pago por algunas confidencias sobre el cura de Roma, la ex -o lo que fuera- de su jefe, y el asunto de Nuestra Señora de las Lágrimas. Con ese precedente, la próxima tentación era obvia: Macarena Bruner y el cura elegante significaban otra primera página en cualquier revista sevillana. Y aquella cena en La Albahaca y sus eventuales derivaciones, por muy descafeinadas que llegaran a ser, eran el cling de una caja registradora sonando en las intenciones de Peregil. Pero Bonafé, aunque pagara bien, resultaba un tipo imprevisible y peligroso. Venderle un cura, o varios, tenía su pase. Mas añadir al lote la mujer del jefe por segunda vez, eso iba de la golfería a la alta traición institucionalizada. Y algunos billetes de mil los pintaba de verde el diablo.

Nada se perdía, sin embargo, con prever toda eventualidad. De sus años como investigador privado, Peregil recordaba aquello de que el plan se hace según la hipótesis más probable, y la seguridad conforme a la más peligrosa. Y lo más peligroso era no ligar ni una pareja cuando todo el mundo andaba con poker de ases y escaleras de color; así que, en lo que a supervivencia se refería, acumular información era su particular seguro de vida. Con tal pensamiento se volvió hacia el rostro grave de don Ibrahim, que aguardaba en la sombra con su habano humeando bajo el mostacho, el bastón al brazo y los pulgares en las sisas del chaleco. Estaba satisfecho de él y de sus colegas, y aquello le inyectó un poco de optimismo, hasta el punto de meterse la mano en el bolsillo para pagarle el Montecristo del restaurante; pero se contuvo a tiempo. No era cosa de acostumbrarlos mal. Además, igual lo del cigarro era mentira.

– Buen trabajo -dijo.

Don Ibrahim no respondió al elogio, limitándose a dar un par de chupadas al habano mientras miraba hacia la Niña Puñales y al Potro, dándole a entender a Peregil que era de justicia compartir con ellos la gloria correspondiente.

– Quiero que sigáis así -añadió el esbirro de Pencho Gavira-. Que el cura no vaya a mear sin que yo lo sepa.

– ¿Y qué hay de la dama?

Aquello eran aguas mayores. Peregil se mordía el labio inferior, inquieto.

– Discreción absoluta -concluyó por fin-. Sólo me interesa lo que ella tenga que ver con este cura, o con el más viejo. De eso no quiero que se os escape detalle.

– ¿Y de lo otro?

– ¿Qué es lo otro?

– Pues no sé. Ejem. Lo otro.

Don Ibrahim miraba alrededor, incómodo. Era lector diario de ABC, pero también solía echarle de vez en cuando un vistazo a Q+S, que la Niña Puñales compraba con el Hola, el Semana y el Diez Minutos; aunque en opinión del ex falso abogado aquélla era mucho más sensacionalista y de peor gusto que el resto.

Las fotos de la señora Bruner y el torero, por ejemplo, resultaban fuera de tono. A fin de cuentas ella era de familia ilustre; y además una mujer casada.

– Los curas -dijo Peregil- Vosotros centraos en los curas.

De pronto se acordó de lo que llevaba en la bolsa, y sacó de ella una cámara Canon con objetivo zoom de 80 a 200 milímetros Venía de comprarla de segunda mano, y esperaba que el desembolso -otro navajazo en el bajo vientre de sus maltrechas finanzas- acabara por valer la pena.

– ¿Sabéis hacer fotos?

Don Ibrahim compuso un gesto de suficiencia, como si la duda fuera ofensiva.

– Naturalmente -se tocaba el pecho con la mano que sostenía el bastón-. Yo mismo, en mi juventud, fui fotógrafo en La Habana -meditó un instante, para añadir-: Así costeé mis estudios.

A la débil luz de la plaza, Peregil veía brillar sobre la barriga del ex falso letrado la cadena de oro con el reloj de Hemingway.

– ¿Tus estudios?

– Eso es.

– Los de abogado, supongo.

Todo había salido años atrás en la prensa y ambos lo sabían de sobra, como Sevilla entera. Aun así don Ibrahim tragó saliva, sosteniendo con gravedad la mirada de su interlocutor:

– Naturalmente -después hizo una digna pausa y añadió, con valor-: No tengo otros.

Le dio Peregil la bolsa sin más comentarios. Después de todo qué sería de nosotros sin nosotros mismos, pensaba. La vida es un naufragio, y cada uno echa a nadar como puede.

– Quiero fotos -ordenó- Cada vez que ese cura y la señora se encuentren donde sea, quiero que les hagáis una foto. De modo discreto, ¿eh?… Sin que lo noten. Ahí tenéis también dos rollos de película de alta sensibilidad por si hay poca luz; así que no se os vaya a ocurrir tirar con flash.

Se habían ido bajo un farol, y don Ibrahim miraba el contenido de la bolsa.

– Mal se nos puede ocurrir -dijo-. Aquí no hay ningún flash.

Peregil, que encendía un pitillo, miró al indiano mientras se encogía de hombros:

– No te jode. El más barato cuesta cinco mil duros.


La Albahaca era una antigua mansión del siglo XVII. Los propietarios tenían la vivienda en la segunda planta, y tres salones de la parte baja se habían convertido en restaurante. Aunque todas las mesas estaban ocupadas, el maítre -Macarena Bruner lo llamaba Diego- les había reservado una en el mejor salón, junto a la gran chimenea y bajo una vidriera emplomada que daba a la plaza de Santa Cruz. Habían hecho una entrada espectacular, vestidos ambos de negro, ella bellísima en su traje de chaqueta con falda corta, escoltada por la silueta oscura y delgada de Lorenzo Quart. La Albahaca era uno de los lugares a donde cierta clase de sevillanos llevaban a sus invitados venidos de fuera, a mostrarlos y a hacerse ver, y la entrada de la hija de la duquesa del Nuevo Extremo con el sacerdote no pasó en absoluto inadvertida. Macarena había cambiado un par de saludos al llegar, y desde las mesas próximas no se les quitaba ojo de encima. Se inclinaban las cabezas, las bocas cuchicheaban en voz baja y las joyas relucían entre las candelas encendidas. Mañana, se dijo Quart, esto va a saberlo toda Sevilla.

– No he estado en Roma desde mi viaje de boda -contaba ella, en apariencia indiferente a la expectación suscitada-. El Papa nos recibió en audiencia especial. Yo iba de negro, con teja y mantilla. Muy española… ¿Por qué me mira de ese modo?

Quart masticó despacio el último trocito de foie de oca y situó cuchillo y tenedor en el borde inferior de su plato, ligeramente inclinados hacia la derecha. Por encima de la llama de la vela, los ojos de Macarena Bruner seguían todos sus movimientos.

– No parece una mujer casada.

Ella se echó a reír, y la llama puso reflejos de miel en sus ojos oscuros:

– ¿Cree que la vida que llevo no conviene a una mujer casada?

Quart apoyó un codo en la mesa mientras ladeaba un poco la cabeza, evasivo:

– Yo no juzgo ese tipo de cosas.

– Pero ha venido con alzacuello, en vez de la corbata que me prometió.

Se miraron sin prisas el uno al otro. Ahora el resplandor interpuesto de la vela ocultaba la parte inferior del rostro de la mujer, aunque Quart adivinó la sonrisa en el brillo de su mirada.

– En lo que a mi vida se refiere -dijo Macarena Bruner-, no hago de ella ningún secreto. He abandonado el domicilio conyugal. También tengo un amigo que es torero. Y antes del torero hubo algún otro -la pausa fue calculada, perfecta; y muy a pesar suyo, él admiró su temple-… ¿No se siente escandalizado?

Quart puso un dedo sobre la empuñadura del cuchillo, en el filo del plato. Su trabajo no consistía en escandalizarse de esas cosas, repitió con suavidad. El asunto competía más bien al padre Ferro, confesor de la dama. También entre los curas había especialidades.

– ¿Y cuál es la suya?… ¿Cazador de cabelleras, como dice el arzobispo?

Alargó una mano, apartando el candelabro que ardía en mitad de la mesa. Ahora podía vérsele la boca, grande y dibujada, con el labio superior en forma de corazón y el destello blanco de los incisivos, gemelo al collar de marfil en la piel morena del cuello. Llevaba la chaqueta sobre una blusa de seda cruda escotada y ligera. La falda era muy corta, con un borde de encaje sobre las medias negras y los zapatos de tacón bajo, del mismo color. El conjunto subrayaba unas piernas demasiado largas y bien torneadas para la tranquilidad espiritual de cualquier cura, incluido Quart; con la diferencia de que él poseía más mundo a cuestas que la mayor parte de los curas que conocía. Aunque tampoco eso garantizase nada.

– Hablábamos de usted -dijo, recreándose en el curioso instinto que lo impelía a ponerse de lado, como en los duelos antiguos, cuando la gente se perfilaba para esquivar el pistoletazo.

Ahora los ojos de Macarena Bruner se cargaban de ironía:

– ¿De mí? ¿Qué más puede interesarle?… Mido un metro setenta y cuatro, tengo treinta y cinco años que no aparento, una carrera universitaria, pertenezco a la hermandad de la Virgen del Rocío, y en la feria de Sevilla nunca me visto de flamenca, sino con traje corto y sombrero cordobés -hizo una corta pausa, como haciendo memoria, y se miró la pulsera de oro de la muñeca izquierda, desprovista de reloj-… Cuando mi boda, mi madre me cedió el ducado de Azahara, título que no utilizo, y a su muerte heredaré otros treinta y tantos más, doce grandezas de España, la Casa del Postigo con algunos muebles y cuadros, y lo justo para ir viviendo sin perder las maneras. Soy quien se encarga de la conservación de lo que queda, y de poner en orden los archivos de la familia. Ahora trabajo en un libro sobre los duques del Nuevo Extremo cuando los Austrias… En cuanto al resto, no hace falta que yo se lo cuente -tomó la copa de vino para llevársela a la boca-. Puede hojear cualquier revista.

– No parece que le importe mucho.

Ella bebió un corto sorbo y se quedó mirando a Quart, la copa todavía en alto.

– Y es cierto. No me importa. ¿Quiere que le haga confidencias?

Quart movió la cabeza gris.

– No lo sé -se sentía sincero y tranquilo. También expectante, con una extraña y divertida lucidez. Lo atribuyó de pasada al vino, que por otra parte apenas había probado-. En realidad no sé por qué me ha invitado a cenar esta noche.

Vio beber otra vez a Macarena Bruner. Más despacio, reflexionando con el gesto.

– Se me ocurren varias razones -dijo ella por fin, poniendo la copa sobre el mantel-. Es extremadamente cortés, por ejemplo. Muy distinto a los modales untuosos que tienen algunos sacerdotes. En usted la cortesía parece una forma de mantener a distancia a los demás -le echó una rápida ojeada valorativa a la parte inferior del rostro, la boca tal vez, pensó Quart, y luego se fijó en las manos, que él mantenía ahora apoyadas por las muñecas en el borde de la mesa, a cada lado del plato que en ese momento un camarero se disponía a retirar-. También es silencioso; no aturde a la gente como un charlatán de feria. En eso me recuerda a don Príamo… -el camarero había retirado los platos y ella le sonrió a Quart-. Además lleva el pelo con canas prematuras y muy corto, como un soldado, igual que uno de mis personajes favoritos: Sir Marhalt, el caballero veterano e impasible de Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, de John Steinbeck. Quedé enamoradísima de Marhalt en cuanto lo leí, siendo jovencita. ¿Le parecen motivos suficientes?… Además, como dijo Gris, es usted un cura que sabe llevar bien la ropa. El cura más interesante que he visto nunca, si eso le sirve de algo -le dirigía una última mirada, que resultó incómoda en cinco segundos de más-… ¿Le sirve de algo?

– No gran cosa, en mi especialidad.

Macarena Bruner asintió suavemente, apreciando la tranquila respuesta.

– También me recuerda -prosiguió- a un capellán de mi colegio de monjas. Cada vez que iba a decir misa se notaba desde días antes, porque todas las madres andaban revueltas. Por fin se escapó con una, la más gordita, que nos daba clase de Química. ¿No sabe que las monjas se enamoran a veces de los curas?… Ése fue el caso de Gris. Era directora de un colegio universitario en Santa Bárbara, California. Y un día descubrió, horrorizada, que amaba al obispo de su diócesis. Habían anunciado su visita y allí estaba ella delante del espejo, depilándose las cejas y a punto de darse un poco de sombra en los ojos… ¿Qué le parece?

Se quedó mirando a Quart, al acecho de su reacción; pero él permaneció impasible. La propia Macarena Bruner se habría sorprendido de la cantidad de sacerdotes y religiosas a cuyos amores y odios sacaba punta el IOE. Se limitó a encoger un poco los hombros, animándola a proseguir. Si su intención había sido escandalizarlo, erraba el tiro. De lejos.

– ¿Y cómo lo resolvió?

Ella alzó una mano, moviéndola en el aire, y la pulsera relució al resbalar hacia atrás en su muñeca. Desde las mesas cercanas, una docena de pares de ojos seguían cada uno de sus gestos.

– Pues dándole un golpe al espejo, así, y al romperlo se cortó una vena. Después fue a ver a la superiora de su orden y le pidió un plazo de libertad, para reflexionar. De eso hace algunos años.

El maître estaba a su lado, imperturbable como si no hubiese escuchado una palabra. Esperaba que todo fuese bien, y quizá la señora deseara alguna otra cosa. Ella no había encargado más que la ensalada, y Quart tampoco quiso segundo plato, ni el postre con que la casa, desolada por la falta de apetito de la señora duquesa y el reverendo padre, deseaba obsequiarles. Decidieron seguir con el vino mientras aguardaban los cafés.

– ¿Hace mucho que se conocen usted y la hermana Marsala?

– Tiene gracia oírselo decir. La hermana Marsala… Nunca pensé de ese modo en ella.

Su copa estaba casi vacía. Quart tomó la botella de la mesita que tenían cerca y se la llenó. La suya seguía casi intacta.

– Gris es mayor que yo – prosiguió ella-, pero coincidimos en Sevilla varias veces hace tiempo. Venía mucho con sus alumnos norteamericanos: cursos de verano para extranjeros, Bellas Artes… La conocí cuando hacían prácticas de restauración en el comedor de verano de mi casa. Fui quien se la presentó al padre Ferro y logré que la metieran en el proyecto, cuando las relaciones con el arzobispo eran cordiales.

– ¿Por qué tanto interés en esa iglesia?

Lo estudió como si aquella pregunta fuese una idiotez. La había construido su familia. Sus antepasados estaban enterrados en ella.

– Pues a su marido no parece importarle mucho.

– Claro que no le importa. Pencho tiene otras cosas en la cabeza.

La luz de la vela arrancó brillos rojizos al ribera del Duero cuando acercó la copa a sus labios. Esta vez fue un largo trago, y Quart se creyó obligado a acompañarla un poco.

– ¿Y es cierto -dijo después, enjugándose la boca con una punta de la servilleta- que ya no viven juntos aunque siguen casados?

Lo miró, inquisitiva. Dos preguntas seguidas sobre su vida conyugal era algo que no parecía esperar aquella noche. Ahora bailaba un brillo divertido en los reflejos de miel.

– Cierto -respondió, tras un silencio-. No vivimos juntos. Y sin embargo ninguno ha pedido el divorcio, ni la separación, ni nada. El confía quizás en recuperarme; para eso se casó conmigo con el aplauso de todos. Yo era su consagración social.

Quart paseó la mirada por la gente de las mesas próximas y luego se inclinó un poco hacia ella:

– Disculpe. No termino de comprender ese plural. ¿El aplauso de quiénes?

– ¿No conoce a mi padrino? Don Octavio Machuca fue amigo de mi padre, y nos tiene un especial cariño a la duquesa y a mí. Como él dice, soy la hija que no tuvo nunca. Por eso, para asegurar mi futuro, apoyó mi boda con el más brillante joven talento del Banco Cartujano; destinado a sucederle, ahora que está a punto de jubilarse.

– ¿Se casó por eso? ¿Para asegurar su futuro?

Era una pregunta desprovista de matices. El cabello de Macarena Bruner le había resbalado desde el hombro cubriéndole media cara, y ella lo apartó con un gesto de la mano. Miraba a Quart calibrando su interés.

– Bueno. Pencho es un hombre atractivo. También posee una magnífica cabeza, como suele decirse. Y una virtud: es valiente. De los pocos hombres que he conocido capaces de jugársela de verdad por lo que sea: un sueño o una ambición. Y en el caso de mi marido, ex marido o como guste llamarlo, su sueño es su ambición -una vaga sonrisa le asomó a los labios-. Supongo que incluso me casé enamorada de él.

– ¿Y qué ocurrió?

Lo observaba otra vez igual que antes, como si intentase averiguar cuánto interés personal ponía en sus preguntas.

– Nada, en realidad -dijo, neutra-. Cumplí mi parte, y él la suya. Pero cometió un error. O varios. Uno de ellos fue que debió dejar nuestra iglesia en paz.

– ¿Nuestra?

– Mía. Del padre Ferro. De la gente que acude a misa cada día. De la duquesa.

Esta vez era Quart quien sonreía:

– ¿Siempre llama duquesa a su madre?

– Cuando hablo de ella con terceros, sí -sonrió también, con una ternura que Quart no le había visto hasta entonces-. Le gusta. También le gustan los geranios, Mozart, los curas chapados a la antigua y la coca-cola. Esto último es algo insólito, ¿verdad?, en una mujer de setenta años que duerme una vez a la semana con su collar de perlas y todavía se empeña en llamar mecánico al chófer… ¿Aún no la conoce? Lo invito a tomar café mañana, si quiere. Don Príamo nos visita cada tarde, para rezar el rosario.

– Dudo que al padre Ferro le apetezca verme. No le caigo bien.

– Déjelo de mi cuenta. O de cuenta de mi madre. Don Príamo y ella se llevan de maravilla. Tal vez sea buena ocasión para que ustedes hablen de hombre a hombre… ¿Se dice de hombre a hombre tratándose de curas?

Quart sostuvo su mirada, inexpresivo:

– En cuanto a su marido…

– Usted no cesa de hacer preguntas. Para eso ha venido, supongo.

Parecía lamentar irónicamente que ése fuera el motivo. Seguía mirando las manos de Quart como cuando se vieron por primera vez en el vestíbulo del hotel, y éste las había retirado un par de veces de la mesa, incómodo. Por fin resolvió dejarlas quietas sobre el mantel.

– ¿Qué quiere saber de Pencho? -prosiguió ella-. ¿Que se equivocó al creer comprarme? ¿Si esa iglesia es la causa de que yo le declarase la guerra? ¿Que a veces sabe comportarse como un deliberado hijo de mala madre…?

Lo dijo todo con mucha calma, en tono perfectamente objetivo. Un grupo se levantaba de una mesa próxima, y algunos de sus miembros la saludaron. Todos miraban a Quart con curiosidad, en especial las mujeres, rubias y bronceadas, con ese aire andaluz de buena casta que les daba no haber pasado hambre en su vida. Macarena Bruner respondió con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Quart la observaba con atención:

– ¿Y por qué no pide el divorcio?

– Porque soy católica.

Imposible saber si hablaba en serio o en broma. Se quedaron los dos en silencio, y él se recostó un poco en el respaldo de la silla, estudiando todavía a la mujer. El collar y la blusa de seda cruda bajo la chaqueta negra resaltaban la piel morena y el escote, junto al resplandor dorado de la vela sobre la mesa. Miró los ojos grandes y oscuros que se mantenían tranquilos, pendientes de los suyos. Y comprendió que algo estaba yendo demasiado lejos para la salud de su alma, en el caso -siempre se le difuminaban la razón y el instinto al llegar a ese punto- de que su alma estuviese sujeta a oscilaciones externas, como los valores de bolsa. Si el símil resultaba válido, en ese momento nadie daría un céntimo por ella.

Abrió la boca y dijo algo por el simple hecho de hacerlo, para llenar el silencio. Dijo cualquier cosa, oportuna y con el tono adecuado, y a los cinco segundos olvidó sus propias palabras; pero había cumplido su deseo de llenar aquel vacío. Ahora Macarena Bruner hablaba de nuevo, y Quart pensó en monseñor Paolo Spada. Oración y duchas frías, había recetado la sonrisa del Mastín, en la escalera de la Plaza de España.

– Hay cosas que me gustaría explicarle -decía ella-, pero no creo ser capaz… -miraba sobre el hombro de Quart mientras éste asentía sin saber a qué; lo importante era que de nuevo lograba prestar atención-. En la vida hay lujos que se pagan caros, y a Pencho le toca pagar el suyo. Es de los que piden la cuenta sin descomponer el gesto, dando con los nudillos en la barra para preguntar cuánto se debe. En eso es muy hombre -ironizó- Muy torero. Pero la procesión va por dentro, y él sabe que yo lo sé. Sevilla es un patio de vecinos; el cotilleo nos encanta. Cada rumor que le llega, cada sonrisa disimulada a sus espaldas, es una puñalada en su orgullo -paseó la mirada por el salón, divertida-. Imagínese lo que van a decir cuando sepan que estoy cenando con usted.

– ¿Ésa es su intención? -Quart era de nuevo dueño de sí-. ¿Exhibirme como un trofeo?

Lo miró con sabiduría algo hastiada, vieja de siglos.

– A lo mejor. Las mujeres somos muy complicadas en comparación con los hombres, tan rectos en sus mentiras, tan infantiles en sus contradicciones… Tan consecuentes en su vileza -el maítre en persona trajo los cafés; cortado para ella, solo para él. Macarena Bruner se puso un terrón de azúcar y sonrió absorta-. De lo que puede estar seguro es de que Pencho lo sabrá mañana por la mañana. Por Dios que hay facturas que se pagan despacio -bebió un corto sorbo y después miró a Quart con los labios húmedos-. Quizá no debí decir por Dios, ¿verdad? Suena a juramento. No tomarás el nombre de Dios en vano y cosas así.

Quart puso cuidadosamente la cucharilla a un lado de su taza.

– No se preocupe -la tranquilizó-. Yo también menciono a Dios de vez en cuando.

– Es curioso -se inclinaba un poco sobre los codos, y su blusa de seda ligera rozaba el borde de la mesa. Por un segundo Quart intuyó el contenido: pesado, moreno y suave. Haría falta más de una ducha fría para olvidar aquello-. Conozco a don Príamo desde que vino a esta parroquia hace diez años, pero no imagino la vida de un sacerdote por dentro. Nunca me lo había planteado hasta hoy, mirándolo a usted -observó de nuevo las manos de Quart, y luego su mirada ascendió hasta el alzacuello-. ¿Cómo se las arreglan con los tres votos?

Si hay preguntas inoportunas, pensaba él, éste es momento adecuado para formularlas. Miró la copa de vino, apelando a toda su sangre fría:

– Cada uno se las arregla como puede. Hay quien lo plantea como obediencia dialogada, castidad compartida y pobreza líquida.

Alzó un poco la copa como en un brindis, sin probarla, y luego la dejó sobre el mantel para beber a sorbos el café, mientras Macarena Bruner se reía con esa risa franca, sonora, tan contagiosa que Quart estuvo a punto de hacerlo también.

– ¿Y usted? -preguntó ella, sonriendo aún-. ¿Es obediente?

– Suelo serlo -dejó la taza y se secó los labios; después dobló cuidadosamente la servilleta para ponerla sobre la mesa-. Es cierto que procuro razonar, pero siempre acato la disciplina. Hay cosas que no funcionan sin disciplina, y la empresa donde trabajo es una de ellas.

– ¿Se refiere a don Príamo?

Quart enarcó las cejas con indiferencia calculada. En realidad no se refería a nadie en especial, aclaró. Pero ya que lo mencionaba, el padre Ferro era un ejemplo escasamente aconsejable. Muy a su aire, por decirlo de un modo piadoso. Pecado capital número uno, según se entra en el Catecismo y a la derecha.

– Usted no conoce nada de su vida, así que no puede juzgar.

– No pretendo juzgar -se permitió otra mueca-, sino comprender.

– Ni siquiera comprender -ella insistía con calor-. Fue párroco rural durante media vida, en un pueblecito perdido de los Pirineos… Pasaba meses bloqueado por la nieve, y a veces debía recorrer ocho o diez kilómetros para llevar la extremaunción a un moribundo. Sólo había viejos, y se le fueron muriendo uno a uno. Los enterraba con sus propias manos, hasta que ya no hubo nadie. Eso le metió en la cabeza ciertas ¡deas fijas sobre la vida y sobre la muerte, y sobre el papel que ustedes los sacerdotes desempeñan en el mundo… Para él, esta iglesia es muy importante. La cree necesaria, y afirma que cada iglesia que se cierra o se pierde es un trozo de cielo que desaparece. Y como nadie le hace caso, en vez de rendirse, lucha. Suele decir que ya perdió demasiadas batallas allá arriba, en las montañas.

Todo eso estaba muy bien, admitió Quart. Muy conmovedor. Incluso había visto un par de películas de argumento parecido. Pero el padre Ferro seguía sujeto a la disciplina eclesiástica. Los curas, precisó, no podemos andar por la vida proclamando repúblicas independientes por nuestra cuenta. No en los tiempos que corren.

Ella movía la cabeza:

– No lo conoce lo suficiente.

– Ni él me lo permite.

– Mañana arreglaremos eso. Se lo prometo -le miraba las manos de nuevo-. En cuanto a su pobreza líquida, parece real. Apenas prueba el vino… Respecto a la otra, usted viste muy bien. Sé reconocer la ropa cara, incluso en un sacerdote.

– Mi trabajo tiene algo que ver. Hay que tratar con gente. Salir a cenar con atractivas duquesas sevillanas -se sostuvieron la mirada, y nadie sonrió esta vez-. Considérela un uniforme.

Hubo un breve silencio que nadie quiso llenar y que Quart encaró con calma. Fue ella quien habló por fin, al cabo de un momento:

– ¿También tiene sotana?

– Claro. Aunque la uso poco.

Trajeron la cuenta y él quiso hacerse cargo, pero Macarena Bruner no lo dejó. Soy yo quien invita, le dijo a Quart, inflexible. Así que éste se la quedó mirando mientras sacaba del bolso una tarjeta oro American Express. Siempre envío las cuentas a mi marido, apuntó con malicia cuando se fue el camarero. Le sale más barato que una pensión de divorcio.

– Nos queda comentar uno de sus tres votos -añadió más tarde-. ¿También practica la castidad compartida?

– Me temo que la castidad la practico a secas.

La vio asentir lentamente y recorrer luego el comedor con la mirada, antes de volver a él de nuevo. Ahora le observaba la boca y los ojos, valorativa:

– No me diga que nunca ha estado con una mujer.

Hay preguntas que no pueden responderse a las once de la noche en un restaurante de Sevilla, a la luz de una vela; pero ella no parecía esperar una respuesta. Extrajo con parsimonia del bolso un paquete de cigarrillos, se puso uno en la boca, y después, con un descaro a la vez natural y calculado, introdujo la mano derecha a la izquierda de su escote, en busca de un encendedor de plástico que llevaba entre la piel y el tirante del sujetador. Quart la observó encender el cigarrillo, negándose a pensar en nada. Y sólo un poco más tarde accedió a preguntarse en qué endiablado embrollo se estaba metiendo.

En realidad, por la educación recibida en Roma y el trabajo de los últimos diez años, la actitud de Quart respecto al sexo había evolucionado de modo distinto al que solían orientar, en los sacerdotes, el comadreo y sordidez del seminario y las normas generales de la institución eclesiástica. En un mundo cerrado, regido por el concepto de culpa, que negaba el contacto con la mujer y donde la única solución oficiosamente aceptada residía en la masturbación o el sexo clandestino y su posterior expiación por el sacramento de la penitencia, la vida diplomática y el trabajo para el Instituto de Obras Exteriores facilitaban lo que monseñor Spada, siempre hábil con los eufemismos, definía como coartadas tácticas. El bien general de la Iglesia, considerado como fin, justificaba a veces el empleo de ciertos medios; y en ese sentido, el atractivo de cualquier apuesto secretario de nunciatura entre las esposas de ministros, financieros y embajadores, víctimas fáciles del instinto de adopción ante sacerdotes jóvenes o interesantes, abría muchas puertas infranqueables por monseñores o eminencias más viejos y correosos. Era lo que monseñor Spada llamaba síndrome de Stendhal, en memoria de dos personajes -Fabricio del Dongo y Julián Sorel- cuyas peripecias había aconsejado leer a Quart apenas ingresado en el IOE. Para el Mastín, la cultura no estaba reñida con el adiestramiento. Todo esto dejaba el asunto a la discreción moral y a la inteligencia de cada protagonista, a fin de cuentas agente de Dios en un campo de batalla donde sus fuerzas eran la oración y el sentido común. Porque, junto a las ventajas de una confidencia obtenida en recepciones, charlas privadas o confesionarios, el sistema encerraba sus riesgos. Muchas mujeres acudían buscando la sustitución afectiva de hombres inalcanzables o maridos indiferentes; y nada más perturbador, para el viejo Adán siempre al acecho bajo buena parte de las sotanas, que la inocencia de una adolescente o las confidencias de una mujer frustrada. En última instancia, la indulgencia oficiosa de los superiores estaba más o menos asegurada -la nave de Pedro era antigua, superviviente y sabia- en función de la ausencia de escándalo y de los resultados operativos.

Paradójicamente en un hombre que sólo poseía la fe del soldado profesional, ése no era el caso de Quart. Cierto es que, en él, la castidad consistía en pecado de orgullo antes que en virtud; pero así era la regla en torno a la que ordenaba su vida. Y como alguno de los fantasmas que acompañaban a sus ojos abiertos en la oscuridad, el templario con la espada como único apoyo bajo un cielo sin Dios necesitaba apelar a la regla, si quería afrontar con dignidad el retumbar de la caballería sarracena acercándose a lo lejos, desde la colina de Hattin.

Retornó al presente con esfuerzo. Ella fumaba con el codo sobre la mesa, el mentón en la palma de la mano donde sostenía el cigarrillo. Por alguna razón, sin llegar siquiera a rozarlas, sintió la proximidad turbadora de sus piernas. Los reflejos doraban los ojos oscuros junto a la llama de la vela, muy próximos, y a él le hubiera bastado extender el brazo para rozar con los dedos su piel, bajo el cabello negro que de nuevo caía sobre el hombro, marfil del collar, oro de la pulsera, blanco de los incisivos reluciendo suavemente en la boca entreabierta. Y entonces, con gesto deliberado, aquella misma mano en cuyos dedos cosquilleaba el deseo se introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta y, cogiendo la postal del capitán Xaloc, la puso entre los dos, sobre el mantel.

– Hábleme de Carlota Bruner.

Todo cambió en un instante. Ella apagó el cigarrillo en el cenicero y se lo quedó mirando desconcertada. Los reflejos de miel se habían desvanecido.

– ¿Dónde consiguió esa postal?

– Alguien la puso en mi habitación.

Macarena Bruner observaba la imagen amarillenta de la iglesia. Movió la cabeza:

– Es mía. Del baúl de Carlota. Es imposible que la tenga usted.

– Pues ya ve. La tengo -Quart cogió la postal entre el pulgar y el índice y le dio vuelta, mostrando la cara escrita-. ¿Por qué no lleva matasellos?

Los ojos de la mujer iban de la tarjeta a Quart, preocupados.

Entonces él repitió la pregunta y ella asintió, pero estuvo un rato en silencio antes de responder.

– Porque no se envió nunca -había cogido la tarjeta y la estudiaba-. Carlota era tía abuela mía. Estaba enamorada de Manuel Xaloc, un marino sin fortuna. Gris me ha dicho que le contó la historia… -movió la cabeza igual que si negase algo; aunque tal vez fuese un gesto desolado, de impotencia o tristeza-. Cuando el capitán Xaloc emigró a América, ella le escribió una carta o una postal casi cada semana, durante años. Pero su padre el duque, mi bisabuelo Luis Bruner, quiso impedirlo. Así que sobornó a los funcionarios de Correos de la ciudad. En seis años ella no recibió ni una carta, y creemos que él tampoco. Cuando Xaloc regresó a buscarla, Carlota había perdido la razón. Pasaba los días en la ventana, mirando el río. No fue capaz de reconocerlo.

Quart señaló la postal.

– ¿Y las cartas?

– Nadie se atrevió a destruirlas. Fueron a parar al baúl donde se guardaron las cosas de Carlota a su muerte, en 1910. Ese baúl me sedujo cuando niña: me probaba los vestidos, los collares de azabache… -Quart la vio iniciar un esbozo de sonrisa, pero sus ojos volvieron a la postal y ésta se le borró de la boca- En su juventud, Carlota viajó con mis bisabuelos a la Exposición Universal de París, a Túnez, donde visitó las ruinas de Cartago y se trajo monedas antiguas… También hay folletos de viajes, de barcos y hoteles: el resumen de una vida, entre viejos encajes y muselinas apolilladas. Imagínese el efecto en mí, con diez o doce años: leí las cartas una por una, y el personaje romántico de mi tía abuela me fascinó. Me fascina todavía.

Trazaba con una uña signos en el mantel, alrededor de la postal. Al cabo de un instante se detuvo, pensativa.

– Una hermosa historia de amor -añadió, alzando los ojos hasta Quart-. Y como todas las hermosas historias de amor, fue una historia desgraciada.

Quart guardaba silencio por miedo a interrumpirla. Fue el camarero quien lo hizo, al acercarse con el recibo de la tarjeta de crédito. Quart observó la firma: nerviosa, llena de ángulos aguzados como puñales. Ella miraba ahora la colilla apagada en el cenicero, ausente.

– Hay una canción bellísima- prosiguió al cabo de un momento- que canta Carlos Cano con letra de Antonio Burgos: «Aún recuerdo el piano / de aquella niña / que había en Sevilla…», y cada vez que la oigo siento ganas de llorar… ¿Sabe que existe, incluso, una leyenda sobre Carlota y Manuel Xaloc? -sonrió por fin, insólitamente tímida e indecisa, y Quart supo que ella creía esa leyenda-. En las noches de luna, Carlota regresa a su ventana mientras, en el Guadalquivir, la goleta fantasma de su amante suelta amarras y zarpa río abajo -se había inclinado sobre la mesa, de nuevo con reflejos dorándole los ojos, y Quart volvió a experimentar la certeza inquietante de estar demasiado cerca-. De pequeña pasé noches enteras apostada en mi cuarto, espiándolos. Y una vez los vi. Ella era una silueta pálida en la ventana; y abajo, en el río, entre la niebla, las velas blancas de un barco antiguo se deslizaban despacio hasta perderse de vista.

Calló, de pronto. Se había echado hacia atrás en la silla. De nuevo la distancia entre ella y Quart.

– Después de sir Marhait -añadió- mi segundo amor fue el capitan Xaloc… -su mirada era una provocación-. ¿Le parece una historia absurda?

– En absoluto. Cada uno tiene sus fantasmas.

– ¿Cuáles son los suyos?

Ahora le tocó a Quart el turno de sonreír desde muy lejos. Tan lejos que Macarena Bruner nunca habría podido llegar hasta allí para comprobar de qué se trataba, en el improbable caso de que él hubiese añadido palabras a aquella sonrisa. Viento y sol, y lluvia. Sabor a sal en la boca. Recuerdos tristes de una infancia humilde, rodillas manchadas de tierra húmeda y largas esperas frente al mar. Fantasmas de una juventud intelectual estrecha, dominada por la disciplina, con algunos recuerdos felices de compañerismo en comunidad y breves períodos de ambición satisfecha. La soledad en un aeropuerto, en un libro, en el cuarto de un hotel. Y el miedo o el odio en los ojos de otros hombres: el banquero Lupara, Nelson Corona, Príamo Ferro. Cadáveres reales o imaginarios, pasados o futuros, en su conciencia.

– No tienen nada de especial -dijo impasible-. También hay buques que zarpan y no regresan. Y un hombre. Un caballero templario con cota de malla que se apoya en su espada, en un desierto.

Ella lo miró de un modo extraño, como si lo viera por primera vez. Y no dijo nada.

– Pero los fantasmas -añadió Quart, tras el silencio- no dejan postales en las habitaciones de hotel.

Macarena Bruner tocó la tarjeta, que seguía sobre el mantel mostrando la cara escrita: Aquí rezo por ti cada día… Sus labios se movieron silenciosamente al leer las palabras que nunca llegaron al capitán Xaloc.

– No lo comprendo -dijo-. Estaba en mi casa, con el baúl y el resto de las cosas de Carlota. Alguien la cogió de allí.

– ¿Quién?

– No tengo la menor idea.

– ¿Cuántos conocen la existencia de esas cartas?

Se lo quedó mirando como si no hubiera oído bien y esperase que repitiera la pregunta, mas no lo hizo. Saltaba a la vista que reflexionaba a toda prisa.

– No -concluyó-. Es demasiado absurdo.

Quart movió una mano y vio que Macarena Bruner retrocedía casi imperceptiblemente en la silla, siguiendo el gesto igual que si temiera sus consecuencias. Cogió la postal y la volvió para mostrar la foto de la iglesia.

– No hay nada absurdo en esto -opuso él-. Se trata del lugar donde está enterrada Carlota Bruner, junto a las perlas del capitán Xaloc. El edificio que su marido quiere derribar y que usted defiende. Un lugar que es objeto de mi viaje a Sevilla y donde, accidentes o no, han muerto dos personas -alzó los ojos hacia la mujer-. Una iglesia que, según un misterioso pirata informático llamado Vísperas, mata para defenderse.

Ella inició otra sonrisa que no llegó a materializarse del todo. En su lugar quedó una mueca preocupada, absorta.

– No diga eso. Me da miedo.

Había más malhumor que aprensión en esas palabras. Quart miró el mechero de plástico al que ella daba vueltas entre los dedos, y supo que Macarena Bruner le acababa de mentir. Ella no era de esas mujeres que se asustan por cualquier cosa.


Desde que Vísperas había dado señales de vida una semana antes, el padre Ignacio Arregui y su equipo de jesuítas expertos en informática vigilaban en turnos de doce horas el sistema central del Vaticano. Aquella noche faltaban diez minutos para la una de la madrugada, y Arregui fue en busca de una taza de café a la máquina expendedora del pasillo. La máquina se había tragado las monedas de cien liras sin proporcionar a cambio más que un vaso vacío y un chorrito de azúcar, y el jesuíta se daba a todos los diablos mirando a través de la ventana la sombra oscura del palacio Belvedere, al otro lado de la calle iluminada por faroles bajo los que en ese momento pasaba la ronda nocturna de suizos. Arregui buscó en los bolsillos de la sotana, reuniendo monedas para intentarlo por segunda vez. Ahora el café salió sin azúcar, por lo que hubo de recurrir al vaso anterior -que por suerte había permanecido en posición erguida en la papelera- para endulzar el brebaje. Después regresó a la sala de ordenadores, quemándose los dedos pulgar e índice a través del plástico del vaso.

– Ahí lo tenemos, padre.

Cooey, el irlandés, se había quitado las gafas y frotaba los cristales con un kleenex, mirando excitado la pantalla de su ordenador. Otro joven jesuíta, un italiano llamado Garofí, tecleaba desesperadamente en el segundo ordenador a la caza del intruso.

– ¿Es Vísperas? -preguntó Arregui. Miraba la pantalla por encima del hombro de Cooey, fascinado por el parpadeo de los iconos rojos y azules y la velocidad vertiginosa a que desfilaban los ficheros recorridos por el pirata informático. Ese ordenador reproducía los movimientos del hacker, mientras el de Garofi trabajaba en su identificación y localización.

– Creo que sí -respondió el irlandés, poniéndose las gafas con los cristales limpios-. Al menos conoce el camino y va muy rápido.

– ¿Ha llegado a las TS?

– A algunas. Pero es listo: no cae en ellas.

El padre Arregui bebió un sorbo de café que le achicharró la lengua:

– Maldito sea.

Las TS -Trampas Saduceas, en la jerga del equipo- eran áreas informáticas dispuestas como redes en la desembocadura de un río, para que los piratas entrasen en ellas desorientándose o revelando datos que hicieran posible su identificación. Las dispuestas contra Vísperas eran sofisticados laberintos electrónicos, señuelos en cuyo recorrido el intruso quedaba expuesto a descubrir cartas de su juego que lo hacían vulnerable.

– Está buscando INMAVAT -anunció Cooey.

De nuevo había un rastro de admiración en su voz, y el padre Arregui miró, ceñudo, el cuello y la nuca de su joven experto, que seguía la progresión del hacker inclinado sobre la pantalla con el ratón bajo los dedos de la mano derecha. Era inevitable, se dijo mientras apuraba el resto del café. Él mismo no podía evitar cierta excitación profesional al ver actuar a un miembro de la cofradía informática, sobre todo si era clandestino y tan limpio como Vísperas. Aunque fuese un delincuente y un pirata que lo tenía una semana sin dormir.

– Ya está -dijo el irlandés.

Hasta Garofi había dejado de teclear y miraba. INMAVAT, el archivo restringido para altos cargos de la Curia, desfilaba a toda velocidad por la pantalla, tripas al aire.

– Sí. Es Vísperas -dijo Cooey, en el tono de quien reconoce la firma de un viejo amigo.

El vaso de plástico sonó como un estallido cuando el padre Arregui lo estrujó en la mano antes de arrojarlo a la papelera. En el ordenador de Garofi parpadeaba el cursor del escáner conectado con la policía y con la red telefónica vaticana.

– Hace lo mismo que la otra vez -dijo el italiano-. Camufla su punto de entrada saltando por distintas redes telefónicas.

El padre Arregui tenía los ojos clavados en el cursor parpadeante que se paseaba arriba y abajo por la lista de ochenta y cuatro usuarios de INMAVAT. Habían trabajado varios días para instalar una trampa saducea destinada a quien intentara infiltrarse en VOIA, la terminal personal del Santo Padre. La trampa, inerte cuando se accedía al archivo con clave normal, sólo funcionaba si el intruso provenía del exterior: al franquear el umbral de INMAVAT arrastraba consigo un código oculto cuya existencia era desconocida para el pirata mismo. Algo parecido a una remora invisible. Al llegar a VOIA, esa señal bloqueaba la entrada al destinatario real para desviar al pirata hacia otro ficticio, VOIATS, donde nada de cuanto hiciera podía causar daño, y dejaría, creyendo hacerlo en el ordenador personal del Papa, cualquier nuevo mensaje que trajera consigo.

El cursor se detuvo parpadeando en VOIA. Fueron diez largos segundos en que los tres jesuitas contuvieron el aliento, pendientes de la pantalla del ordenador gemelo. Por fin el cursor hizo clic y apareció el reloj de espera.

– Está entrando -Cooey lo dijo en voz muy baja, como si Vísperas pudiera oírlos. Tenía el rostro enrojecido, y en las gafas de nuevo empañadas se reflejaba la pantalla.

El padre Arregui se mordía el labio inferior abrochando y desabrochando un botón de la sotana. Si la trampa no funcionaba o Vísperas sospechaba su existencia, el pirata podía enfadarse. Y un pirata furioso en un archivo tan delicado como INMAVAT era impredecible. De todas formas, el equipo de expertos vaticanos se había guardado una carta en la manga: bastaba pulsar una tecla para dejar INMAVAT fuera del sistema. El problema era que, en tal caso. Vísperas comprendería que estaban tras él, y podría desaparecer en el acto. O lo que era peor, volver en otra ocasión con una táctica diferente e inesperada. Por ejemplo, un programa asesino destinado a infectar y destruir cuanto encontrara a su paso.

Desapareció el reloj, cambiando el formato de la pantalla.

– Allá va -apuntó Garofi.

Vísperas estaba dentro de VOIA, y durante un desconcertante momento los tres jesuítas estudiaron angustiados el monitor para ver en cuál de los dos archivos, real o ficticio, había terminado por colarse. A medida que aparecía la clave, Cooey empezó a leer con voz crispada:

– Uve-Cero-Uno-A-Te-Ese.

Después inició una sonrisa grande, orgullosa, satisfecha. Vísperas había infiltrado su fichero pirata en la trampa saducea, y el ordenador personal del Papa estaba fuera de su alcance.

– Alabado sea Dios -dijo el padre Arregui.

Había arrancado por fin el botón de la sotana. Con él en la mano se inclinó a leer el mensaje que aparecía en la pantalla del ordenador:


El enemigo ha arrasado tu santuario.

Rugían los agresores en medio de la asamblea

y levantaron sus propios estandartes.

En la entrada superior abatieron

a hachazos el entramado.

Después, con martillos y mazas

destrozaron todas las esculturas.

Prendieron fuego a tu lugar sagrado

y profanaron la morada de tu nombre.

¿Hasta cuándo nos va a afrentar el enemigo?


Después de aquello. Vísperas cortó el contacto y su señal desapareció de la pantalla.

– Imposible localizarlo -el padre Garofi punteaba inútilmente con el cursor del ratón en su ordenador-. En cada bucle deja detrás una especie de cargas de demolición que destruyen las huellas cuando se va. Ese hacker conoce bien lo que se trae entre manos.

– Y también conoce los Salmos -dijo el padre Cooey, poniendo en marcha la impresora para obtener una copia del texto-. Ése es el 63, ¿verdad?

El padre Arregui negaba con la cabeza.

– 73. Salmo 73 -corrigió, y aún miraba preocupado la pantalla del ordenador de Garofi-: Lamentación ante el Templo Devastado.

– Algo más sí sabemos de él -dijo de pronto el padre Cooey- Es un pirata con sentido del humor.

Los otros dos sacerdotes miraron el recuadro iluminado. En su interior, pequeñas bolitas rebotaban ahora como pelotas de ping-pong, reproduciéndose cada vez; y al encontrarse dos de ellas se producía una pequeña deflagración nuclear, un pequeño hongo de cuyo centro salía la palabra bum.

Arregui estaba indignado.

– Ah, el canalla -decía-. El hereje.

De repente reparó en el botón de la sotana que tenía en la mano, y lo arrojó a la papelera. Atentos a la pantalla, los padres Cooey y Garofi se reían por lo bajo.

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