Tienes que talar, talar y seguir talando, y tienes que abatir sin piedad, hasta que se despejen las filas de árboles y el bosque pueda considerarse sano.
(Jean Anouilh. La Alondra )
Hay perros que definen a sus amos, y coches que anuncian a sus propietarios. El Mercedes de Pencho Gavira era oscuro, reluciente, enorme, con una amenazadora estrella de tres puntas enhiesta sobre el radiador como el punto de mira de un ametrallador de proa. Aún no se había detenido del todo cuando Celestino Peregil ya estaba de pie en el bordillo de la acera, manteniendo abierta la portezuela para que bajara su jefe. El tráfico frente a La Campana era intenso, y la contaminación maculaba el cuello color salmón de la camisa del esbirro, entre la chaqueta cruzada azul marino y la corbata de seda a flores rojas, verdes y amarillas, que le destellaba en mitad del pecho como un infame semáforo. La humareda de los tubos de escape hacía ondear su pelo lacio y escaso, destruyendo la paciente disposición de camuflaje que cada mañana construía, con esmero y mucho fijador, desde la oreja izquierda.
– Has perdido más pelo -dijo Gavira con mala fe, mirándole al pasar el destruido peluquín. Sabía que nada mortificaba más a su escolta y asistente que ese género de alusiones; pero el financiero atribuía al uso periódico de la espuela la virtud de mantener despiertos a los animales de su cuadra. Además, Gavira era un hombre duro, hecho a sí mismo, y su naturaleza incluía tales ejercicios de caridad cristiana.
A pesar del tráfico y la contaminación, se anunciaba un hermoso día. Gavira consideró brevemente el panorama, bien erguido en la acera, mientras disponía los puños de su camisa para que sobresalieran de las mangas de la chaqueta; lo justo para mostrar el reflejo del sol de mayo en los gemelos de veinticuatro quilates que lastraban las dobles vueltas de seda azul pálido, confeccionadas por el mejor camisero de Sevilla. Parecía un modelo de revista de moda para caballeros, a la espera del fotógrafo, cuando se tocó el nudo de la corbata y, con la misma mano, pasó la palma por la sien para rozarse el pelo negro y abundante, algo ondulado tras las orejas, peinado hacia atrás con reluciente brillantina. Pencho Gavira era moreno, apuesto, ambicioso, elegante, triunfador, tenía dinero y estaba a punto de conseguir mucho más. De esos siete adjetivos o situaciones, cuatro o cinco eran debidos íntegramente al propio esfuerzo, y ése era su orgullo, y también su esperanza. El fundamento de la mirada segura, satisfecha, que paseó en torno antes de caminar hacia la esquina de la calle Sierpes, con el cabizbajo Peregil pegado a sus talones como un esbirro contrito.
Don Octavio Machuca estaba sentado en su mesa habitual de la confitería La Campana, revisando los papeles que le pasaba Cánovas, su secretario. Iba para algunos años que el presidente del Banco Cartujano cambiaba las mañanas de su despacho en el Arenal, decorado con maderas nobles y cuadros, por una mesa y cuatro sillas en aquella terraza donde latía el corazón de la ciudad. Allí leía el ABC y miraba pasar la vida mientras atendía sus asuntos desde la hora del desayuno hasta el aperitivo, antes de irse a comer a su restaurante favorito. Casa Robles. Ahora casi nunca iba al banco antes de las cuatro de la tarde, y sus empleados y clientes no tenían más remedio que acudir a La Campana para despachar los asuntos de urgencia. Esto incluía al propio Gavira, que como vicepresidente y director general no podía eludir tan incómodo trance casi a diario.
Ésa era, sin lugar a dudas, la causa de que su mirada de triunfador se ensombreciera según iba acercándose a la mesa donde el hombre a quien debía su presente y su futuro estaba sentado ante un café con leche y medio mollete de Antequera con mantequilla. Una sombra que se acentuó de modo notable cuando Gavira tuvo el desafortunado gesto de mirar hacia su izquierda y advertir, al paso, la portada del Q+S exhibida de modo preferente entre las revistas y periódicos de un kiosco de prensa. Fue sólo un instante; y el financiero, que sentía en la nuca la mirada de Peregil, prosiguió camino como si nada hubiera visto. Pero la nube negra ganaba terreno y un ramalazo de cólera le estremeció el estómago, templado por una hora diaria de gimnasio y sauna. Aquella revista llevaba dos días sobre la mesa de su despacho del Arenal, y Gavira conocía, igual que si las hubiese realizado él mismo, todas y cada una de las imágenes de que constaba el reportaje de páginas interiores, y la portada: una foto, algo borrosa por el granulado del teleobjetivo, donde podía reconocer a su mujer, Macarena Bruner de Lebrija, heredera del ducado del Nuevo Extremo y descendiente de una de las tres familias de más abolengo de la aristocracia española -Alba y Medína-Sidonia eran las otras-, saliendo del hotel Alfonso XIII a las cuatro de la madrugada con el torero Curro Maestral.
– Llegas tarde -objetó el viejo.
No era cierto, y Pencho Gavira lo sabía sin necesidad de mirar el lujoso reloj que llevaba en la muñeca izquierda. Mantener la tensión con un discreto y continuo acoso era algo que había aprendido precisamente de don Octavio Machuca: colocaba a los subordinados en una saludable incertidumbre, evitando que se durmieran en los laureles. Peregil, con la raya en la oreja y los vicios más o menos ocultos, era su inmediato conejillo de Indias.
– No me gusta que la gente llegue tarde -insistió Machuca en voz alta, como contándoselo al camarero de chaleco rayado que aguardaba instrucciones junto a la mesa, bandeja de latón en mano, atento al menor de sus gestos. Por la mañana siempre le reservaban la misma mesa, junto a la puerta del local.
Gavira asintió levemente, asumiendo con calma el sentido de aquellas palabras. Después le pidió una cerveza al camarero, se desabrochó el botón de la americana y fue a sentarse en la silla de mimbre que el presidente del Banco Cartujano indicaba a su lado con un gesto. Tras un par de abyectas inclinaciones de cabeza, Peregil fue a ocupar un asiento en otra mesa más lejana donde Cánovas, el secretario, se había retirado a guardar papeles en una cartera de piel negra. El secretario era un tipo flaco, ratonil. padre de nueve hijos e individuo de moral intachable, que servía al banquero desde los tiempos en que éste pasaba tabaco rubio y perfumes de Gibraltar. Nadie recordaba haberlo visto sonreír nunca, quizá porque el sentido del humor de Cánovas yacía en el panteón de su abarrotado libro de familia. De todos modos el secretario le era antipático, y Gavira acariciaba secretos proyectos sobre su futuro: un despido fulminante cuando el viejo decidiera dejar vacío el despacho del Arenal que apenas pisaba.
Sin decir palabra, mirando como su jefe y protector en dirección al tráfico de gente y automóviles, Gavira esperó hasta que el camarero vino con su cerveza. Bebió un sorbo inclinado hacia adelante, procurando que la espuma no le gotease en la raya perfecta del pantalón, y después se secó los labios con un pañuelo antes de acomodarse de nuevo en el respaldo.
– Tenemos al alcalde -dijo por fin.
Octavio Machuca no movió un músculo de la cara. Miraba al frente, hacia el cartel de la Peña Botica (1935) que blanquiverdeaba el balcón del segundo piso al otro lado de la calle, junto al edificio neomudéjar del Banco de Poniente. Gavira observó las manos huesudas del viejo financiero, largas como garras y moteadas con manchas de vejez. Machuca era muy delgado y muy alto, con una gran nariz tras la que un par de ojos oscuros, siempre rodeados de profundas ojeras como de insomnio permanente, escudriñaban con expresión de ave rapaz acostumbrada a cazar bajo cualquier tipo de cielo, hasta saciarse. Los años no habían impreso en aquellos ojos tolerancia o piedad, sino cansancio. Buzo y contrabandista en su juventud, prestamista en Jerez, banquero en Sevilla antes de cumplir los cuarenta años, el fundador del Banco Cartujano estaba a punto de jubilarse; y su única aspiración conocida era desayunar por las mañanas en la esquina de Sierpes, frente a la Peña Botica y la sede bancaria de la competencia, que el Cartujano acababa de anexionarse tras labrar su ruina palmo a palmo.
– Ya era hora -dijo Machuca.
Seguía mirando al otro lado de la calle, y Gavira no supo si se refería al Banco de Poniente o al asunto del alcalde.
– Anoche cenamos juntos -comentó para confirmarlo, estudiando de reojo el perfil del viejo-, Y esta mañana mantuvimos una conversación telefónica larga y cordial.
– Tú y tu alcalde -murmuró Machuca igual que si se esforzara en situar un rostro vagamente conocido. Cualquier otro podía tomar aquello por un síntoma de senilidad; mas Pencho Gavira conocía a su presidente demasiado bien para incurrir en conclusiones fáciles.
– Sí -confirmó voluntarioso, alerta, atento a cualquier matiz: exactamente el tipo de actitud que le había ayudado a ser lo que era-. Accede a recalificar el terreno y a vendérnoslo acto seguido.
No había triunfo en su voz, siendo legítimo que lo hubiera. Era una regla no escrita en el mundo que ambos compartían.
– Habrá un escándalo -objetó el viejo banquero.
– Le da igual. Dentro de un mes expira su mandato, y sabe que no será reelegido.
– ¿Y la prensa?
– La prensa se compra, don Octavio -Gavira remedó el gesto de pasar páginas con las manos-. O se le dan mejores huesos a roer.
Vio que Machuca asentía, atando cabos. Precisamente Cánovas acababa de guardar en el portafolios un explosivo dossier obtenido por Gavira sobre irregularidades en los subsidios de paro de la Junta de Andalucía. El plan era hacerlo público de forma simultánea, a fin de que actuase como pantalla.
– Sin oposición del Ayuntamiento -añadió- y con la Consejería del Patrimonio Cultural en el bolsillo, sólo queda ocuparnos del aspecto eclesiástico del problema -hizo una pausa en espera de comentarios, pero el viejo permaneció en silencio-. En cuanto al arzobispo…
Dejó la frase en el aire, cauto, ofreciéndole al otro el próximo movimiento. Necesitaba indicios, complicidad, avisos a los navegantes.
– El arzobispo quiere su parte -habló Machuca, por fin-. A Dios lo que es de Dios, ya sabes.
Asintió Gavira con mucho cuidado:
– Naturalmente.
Ahora el viejo banquero se había vuelto a mirarlo.
– Pues dáselo, y santas pascuas.
No era tan fácil, y ambos lo sabían. El viejo cabrón.
– Estamos de acuerdo, don Octavio -puntualizó Gavira.
– Entonces no hay más que hablar.
Machuca movía la cucharilla en su taza de café con leche, volviendo a sumirse en la contemplación del cartel de la Peña Bética. En la otra mesa, ajenos a la conversación, el secretario y Peregil se miraban con hostilidad. Gavira eligió cuidadosamente el tono y las palabras:
– Con todo respeto, don Octavio, sí hay más que hablar. Tenemos entre manos el mejor golpe urbanístico que ha visto Sevilla desde la Exposición Universal de 1992: tres mil metros cuadrados en pleno barrio de Santa Cruz. Y. relacionado con eso, la compra de Puerto Targa por los saudíes. O sea: de ciento ochenta a doscientos millones de dólares. Pero me va usted a permitir que economice lo más posible -bebió un poco de cerveza para mantener el eco del verbo economizar-… No quiero pagar diez a cambio de algo que conseguiremos por cinco. Y el arzobispo se ha puesto a pedir la luna.
– De algún modo habrá que gratificarle a monseñor Corvo el detalle de lavarse las manos -Machuca arrugaba un poco la piel de los párpados, en algo que ni remotamente podía relacionarse con una sonrisa-. O las facilidades técnicas, que dirías tú. No se consigue todos los días que un arzobispo acceda a la secularización de un solar como ése, desahuciar al párroco y derribar la iglesia… ¿No te parece? -había alzado una de sus manos huesudas para enumerarlo todo, pero la dejó caer sobre la mesa con gesto de cansancio-. Eso se llama encaje de bolillos.
– Lo sé perfectamente. Mi trabajo me ha costado, si me permite decirlo.
– Es la razón de que estés donde estás. Ahora págale al arzobispo la compensación que él ha insinuado y zanja esa parte del asunto. A fin de cuentas, el dinero con que trabajas es mío.
– Y de los otros accionistas, don Octavio. Ésa es mi responsabilidad. Si algo aprendí de usted es a honrar mis compromisos sin tirar los cuartos.
El banquero encogió los hombros.
– Como veas. Al fin y al cabo es tu operación.
Lo era para lo bueno y para lo malo. Aquello significaba un recordatorio, pero hacía falta mucho más para descomponerle el temple a Pencho Gavira.
– Todo está bajo control -afirmó.
El viejo Machuca era afilado como una hoja de afeitar. Gavira, que lo sabía de sobra, vio cómo los ojos rapaces iban del cartel bético a la fachada del Banco de Poniente. La operación de Santa Cruz y la de Puerto Targa eran más que un buen negocio: en ellas Gavira se jugaba suceder a Machuca en la presidencia o quedar inerme ante un consejo de administración de viejas familias del dinero sevillano, poco dispuestas hacia los abogados jóvenes, ambiciosos y advenedizos. Sintió cinco pulsaciones de más en la muñeca, bajo la correa de oro del Rolex.
– ¿Qué hay del párroco? -la mirada del viejo se había vuelto de nuevo hacia él: un destello de interés bajo la aparente indiferencia-. Dicen que el arzobispo sigue sin estar muy seguro de su cooperación.
– Algo de eso hay -Gavira sonreía diluyendo suspicacias-. Pero tomamos medidas para despejar el problema -miró hacia la otra mesa, a Peregil, e hizo una pausa insegura; entonces comprendió que necesitaba añadir algo, un argumento-… No es más que un anciano obstinado.
Fue una distracción y un error, y lo comprendió al instante. Con visible placer. Machuca se introdujo por la brecha abierta.
– Impropio de ti -lo miraba a los ojos como una serpiente veterana que disfrutara infundiendo temor. Gavira contabilizó en su muñeca otro exceso de diez pulsaciones, por lo menos- Yo también soy anciano, Pencho. Y lo sabes mejor que nadie: aún tengo buenos dientes para morder… Sería peligroso olvidarlo, ¿verdad? -los párpados de rapaz se arrugaron de nuevo-. Cuando tan cerca estás de la meta.
– No lo olvido -resulta difícil tragar saliva sin que el interlocutor lo note, pero Gavira lo hizo dos veces-. En cuanto a ese párroco, entre usted y él no hay punto de comparación.
El banquero movía la cabeza, reprobador.
– Te encuentro bajo de forma, Pencho. Tú, recurriendo al halago.
– Usted no me conoce, don Octavio.
– No digas sandeces. Te conozco muy bien, y por eso has llegado donde has llegado. Y a donde estás a punto de llegar.
– Yo siempre le hablo con franqueza. Incluso cuando no le gusta.
– Te equivocas. Siempre aprecio tu franqueza, tan calculada como todo lo demás. Como tu ambición y tu paciencia… -el banquero miró en el interior de su taza, cual si buscara allí más detalles sobre el carácter de Gavira-. Y en lo que se refiere al punto de comparación, tal vez estés en lo cierto y ese cura y yo no tengamos nada que ver, salvo los años vividos. Lo ignoro. porque no lo conozco. Pero voy a darte un buen consejo, Pencho… ¿Tú aprecias mis consejos, verdad?
– Usted sabe que sí, don Octavio.
– Me alegro, porque éste es de los mejores. Desconfía siempre de un anciano que se aferra a una idea. Es tan raro llegar a viejo con ideas por las que luchar, que los pocos afortunados no se las dejan arrebatar fácilmente -se detuvo como si recordara algo-. Además, creo que las cosas se han complicado, ¿no?… Un cura de Roma y todo eso.
El suspiro de Pencho Gavira sonó a sincero. Quizá lo era.
– Se mantiene usted muy al día, don Octavio.
Machuca cambió una mirada con su secretario, que seguía sentado a la otra mesa, inmóvil frente a Peregil, con la cartera de piel negra sobre las rodillas y la expresión de un ratón jugando al poker. Mudo y ciego hasta nueva orden. Peregil, en cambio, se removía inquieto y lanzaba de soslayo miradas nerviosas a Gavira. La proximidad de don Octavio Machuca, la conversación de éste con su jefe y la presencia imperturbable de Cánovas lo intimidaban.
– Ésta es mi ciudad, Pencho -dijo Machuca-. No sé de qué te extrañas.
Gavira sacó un paquete de tabaco rubio y encendió un cigarrillo. El presidente no fumaba, y él era el único a quien permitía hacerlo en su presencia.
– Tranquilícese -dijo con la primera bocanada de humo-. Todo está bajo control -expulsó una segunda con más lentitud-. Sin cabos sueltos.
– No estoy intranquilo -el banquero movía la cabeza, mirando distraído a la gente que pasaba-. Repito que es tu operación, Pencho. Yo me jubilo en octubre; salga bien o mal, nada de esto cambiará mi vida. Pero sí puede cambiar la tuya.
Con aquello el viejo pareció dar por zanjado el asunto. Bebió el resto de su café con leche, y entonces se volvió de nuevo hacia Gavira:
– Por cierto, ¿qué sabes de Macarena?
Era un golpe bajo. Muy bajo. Y resultaba evidente que lo había estado reservando para el final. Si algún cabo suelto quedaba, era precisamente ése. Gavira miró el kiosco de periódicos y sintió la cólera martillearle el estómago. Porque también resultaba inoportuna la casualidad: justo cuando acababa de encomendarle a Peregil un seguimiento discreto de las andanzas de su mujer, aquellos periodistas del Q+S la veían golfeando con el torero y se inflaban a fotos. Perra suerte y maldita Sevilla.
Había exactamente once bares en los trescientos metros que separaban Casa Cuesta del puente de Triana. La media era uno cada veintisiete metros y veintisiete centímetros, calculó mentalmente don Ibrahim, más acostumbrado a libros y números. Cualquiera de los tres compadres podía recitar la relación completa hacia adelante, hacia atrás, o en orden alfabético: La Trianera. Casa Manolo. La Marinera. Dulcinea. La Taberna del Altozano. Las Dos Hermanas. La Cinta. La Ibense. Los Parientes. El Bar Ángeles. Y el kiosco de Las Flores al final, ya casi en la orilla, junto al azulejo con la Virgen de la Esperanza y la estatua de bronce del torero Juan Belmonte. Se habían detenido en todos y cada uno de ellos a discutir la estrategia, y ahora cruzaban el puente en estado de gracia, evitando pudorosamente mirar a la izquierda, hacia las nefastas edificaciones modernas de la isla de la Cartuja, y recreándose en el paisaje que se ofrecía a la derecha, Sevilla de toda la vida, hermosa y reina mora, con las palmeras a lo largo de la otra orilla, la Torre del Oro, el Arenal y la Giralda. Y casi a tiro de piedra, asomada al Guadalquivir, la plaza de toros de la Maestranza: la catedral del Universo donde la gente iba a rezar a los hombres valientes que la Niña Puñales cantaba en sus coplas.
Caminaban por la acera del puente junto a la barandilla de hierro, hombro con hombro igual que en las viejas películas americanas, con la Niña en el centro y ellos dos, don Ibrahim y el Potro del Mantelete, flanqueándola como leales gentilhombres. Y en el reflejo azul, ocre y blanco de la mañana sobre el río, mecido en los vapores suaves del fino La Ina que había templado generosamente sus espíritus, sonaba un rasgueo de guitarra andaluza que sólo ellos podían escuchar. Una música imaginaria, o tal vez real, que daba a su paso corto y algo precipitado, a la forma en que dejaban a su espalda la familiar Triana para adentrarse en la otra margen del Guadalquivir, la firmeza y decisión de un paseíllo entre sol y sombra a las cinco de la tarde. Don Ibrahim, el Potro y la Niña iban a entrar en campaña; a buscarse la vida en territorio hostil, abandonando la seguridad de sus pastos habituales. Había sido por tanto inevitable que el ex falso letrado, en el bar Los Parientes, creían recordar, levantara el sombrero panamá -que en una ocasión se quitó para abofetear a Jorge Negrete cuando preguntaba aquello de si es que en España no hay machos- y citara solemne a un tal Virgilio. O quizás fuese Horacio. En resumen, un clásico:
Entonces, como lobos rapaces en la oscura tiniebla,
emprendimos camino
hacia el centro
de la flamígera Hispalis.
O algo así. El sol reverberaba en el agua mansa del río. Bajo el puente, una joven de cabello negro y largo remaba en una barquita o una piragua, su estela recta cortando a contraluz aquel destello de orilla a orilla. Al pasar frente a la Virgen de la Esperanza, la Niña Puñales hizo la señal de la cruz ante la mirada, agnóstica pero considerada, de don Ibrahim, que incluso se quitó el puro de la boca por respeto. En cuanto al Potro del Mantelete, también se persignó rápida y furtivamente con la cabeza baja, igual que cuando escuchaba el clarín en plazas miserables de polvo, miedo y moscas, o la campana lo obligaba a separar la espalda del rincón y salir a cuerpo descubierto al centro del ring, mirando las gotas de su propia sangre sobre la lona. Pero en este caso el gesto no iba dirigido a la Virgen, sino al perfil de bronce, el capote y la montera de Juan Belmonte.
– Debiste cuidar más de tu mujer.
El viejo Machuca movió un poco la cabeza de arriba abajo, mirando a la gente que pasaba ante la terraza de La Campana. Había sacado del bolsillo un pañuelo de batista blanca con sus iniciales bordadas en hilo azul, y se tocaba la punta de la nariz. Pencho Gavira observó las manchas de vejez en las manos como garras del anciano. Todo en él recordaba al ave de presa. Una vieja águila inmóvil y malvada, observando.
– Las mujeres son complicadas, don Octavio. Y su ahijada mucho más.
El banquero doblaba meticulosamente el pañuelo. Parecía meditar sobre aquello, pues asintió despacio.
– Macarena -dijo, como si aquel nombre lo resumiera todo Y esta vez tue Gavira quien asintió.
La amistad de Octavio Machuca con los duques del Nuevo Extremo tenía cuarenta años de solera. El Cartujano había financiado, casi a fondo perdido, varios ruinosos negocios con los que el difunto Rafael Guardiola y Fernández-Garvey. duque consorte y padre de Macarena, liquidó los últimos restos del patrimonio familiar. Mas tarde, tras la ruina definitiva planteada con el fallecimiento del duque -una angina de pecho en plena juerga gitana en paños menores y a las cuatro de la madrugada-, el viejo Machuca en persona se había encargado de satisfacer a los acreedores y vender las escasas propiedades no embargadas a fin de conseguir algo de liquidez, puesta en su banco al más alto interés posible. Así pudo conservar para la viuda y la hija la residencia de la Casa del Postigo, y una renta anual que, sin excesivos lujos, permitió a la duquesa viuda. Cruz Bruner, envejecer con el decoro adecuado a su apellido. En la Sevilla que importaba se conocía todo el mundo, y no faltaba quien afirmara que la mencionada renta anual era inexistente, y que el dinero salía directamente de los fondos personales de Octavio Machuca. También como la sospecha de que el banquero honraba con ello una relación algo mas que amistosa, hilvanada en vida del difunto duque. Incluso, en lo referente a Macarena, algunos comentaban que ciertas ahijadas se aprecian cual si fuesen hijas propias; pero nadie ofreció jamás pruebas del asunto, ni tuvo el valor necesario para plantearle al viejo la cuestión. En cuanto a Cánovas, que llevaba el papeleo, los secretos y las cuentas privadas del banquero era sobre aquel particular, como sobre muchos otros, tan expresivo como un plato de lengua estofada.
– Ese torero… -dijo Machuca al cabo de un rato- Maestral ¿no es cierto?
Gavira sentía un amargo sabor en la boca. Dejó caer el cigarrillo, cogió el vaso de cerveza y bebió un largo trago, pero aquello no mejoró las cosas. Puso de nuevo el vaso sobre la mesa y se quedó mirando la gota que le había caído en la raya del pantalón. Una blasfemia sonora, castiza, le rondó los labios como una tentación.
El viejo seguía mirando pasar gente, igual que si estuviera al acecho de un rostro familiar. Había sostenido a Macarena Bruner en la pila de bautismo de la catedral, y fue él quien la condujo del brazo bajo la misma nave, vestida de raso blanco y bellísima, hasta el pie del altar donde aguardaba Pencho Gavira. Un matrimonio que las malas lenguas sevillanas habían definido como hechura del viejo banquero, pues garantizaba el patrimonio y el futuro de su ahijada y daba, a cambio, el espaldarazo social a su protegido, por entonces joven y ambicioso abogado que subía como un meteoro en la jerarquía del Cartujano.
– Habría que hacer algo -añadió Machuca, pensativo.
A pesar de la humillación y la vergüenza que sentía, Gavira se echó a reír:
– No querrá usted que vaya y le pegue un tiro al torero.
– Claro que no -el banquero se volvió a medias, con una mirada exageradamente curiosa en sus ojos ladinos-… ¿Serías capaz de pegarle un tiro al amante de tu mujer?
– De hecho es mi ex mujer, don Octavio.
– Ya. Es lo que dice ella.
Gavira sacudió con un dedo la manchita de humedad antes de estirarse la raya del pantalón. Por supuesto que era capaz, y ambos lo sabían. Pero no iba a hacerlo.
– Eso no cambiaría las cosas -dijo.
De cualquier modo era cierto. Desde que ella volvió a la Casa del Postigo, al torero lo habían precedido un banquero de la competencia y un famoso bodeguero jerezano. Iban a necesitarse muchas balas, de recurrir a ese método. Y Sevilla no era Palermo. Además, el propio Gavira se consolaba en las últimas semanas con una conocida modelo sevillana, especialista en lencería fina. Así que el viejo Machuca estuvo de acuerdo con una doble y lenta inclinación de cabeza. Había otros sistemas.
– Yo conozco a un par de directores de sucursal -Gavira sonreía, templado y peligroso-. Y usted a unos cuantos empresarios de plazas de toros… Quizá ese chico, Maestral, lo tenga difícil la próxima temporada.
Los párpados de rapaz se arrugaron sobre los ojos del presidente del Cartujano. Casi era una sonrisa.
– Qué lástima -se lamentaba el viejo-. No parece mal torero.
– Pero es guapito -apuntó Gavira, con rencor-. Siempre le quedará el recurso de dedicarse a las telenovelas.
Después miró hacia el kiosco de periódicos, y la nube negra que lo rondaba volvió a ensombrecer la mañana. Porque Curro Maestral no era el problema. Había algo más importante que la portada del Q+S donde escoltaba a Macarena Bruner, ambos difuminados por efecto de la escasa luz y del teleobjetivo del fotógrafo. Y la cuestión no afectaba al honor matrimonial de Gavira, sino a su propia supervivencia en el Cartujano y a la sucesión del viejo Machuca en la presidencia del consejo. La maniobra inmobiliaria en torno a Nuestra Señora de las Lágrimas tenía todos los cabos atados, excepto uno: existía cierto antiguo privilegio familiar documentado en 1687, estipulando una serie de condiciones que, de no cumplirse, originarían la devolución a los Bruner del terreno cedido para la iglesia. Pero una ley posterior, aprobada en el siglo xix durante la desamortización eclesiástica del ministro Mendizábal, hacía revertir la propiedad del terreno, en caso de secularización, a la municipalidad de Sevilla. El asunto era legalmente complejo y, si la duquesa y su hija interponían una demanda judicial, todo podía paralizarse durante un tiempo. Sin embargo el proyecto estaba en fase avanzada, había demasiadas inversiones y compromisos de por medio, y un fracaso obligaría a Octavio Machuca a desautorizar a su delfín ante el consejo de administración -donde Gavira tenía buenos y sólidos enemigos- justo cuando el joven vicepresidente del Cartujano estaba a punto de hacerse con el poder absoluto. Eso significaba poner su cabeza en el tajo del verdugo. Pero, según sabían la revista Q+S, media Andalucía y toda Sevilla, la cabeza de Pencho Gavira no era algo que Macarena Bruner apreciara mucho en los últimos tiempos.
Cuando Lorenzo Quart salió del hotel Doña María, en vez de recorrer los escasos treinta metros que lo separaban de la puerta del Arzobispado caminó un poco hacia el centro de la plaza Virgen de los Reyes y se detuvo un instante, observando el panorama. Era la encrucijada de tres religiones: el viejo barrio judío a su espalda, los muros blancos del convento de La Encarnación a un lado, el Palacio Arzobispal a otro, y al fondo, junto al muro de la antigua mezquita árabe, el minarete transformado en campanario para la catedral cristiana: la Giralda. Había coches de caballos, vendedores de tarjetas postales, gitanas con churumbeles pidiendo una limosna para la leche del niño, y turistas que miraban hacia lo alto, asombrados, mientras hacían cola para visitar la torre. Una jovencita extranjera con acento norteamericano se apartó de un grupo para formularle a Quart cierta pregunta banal sobre alguna dirección próxima a la plaza; un pretexto para observar de cerca su rostro bronceado, tranquilo, que contrastaba poderosamente con el pelo gris muy corto y el alzacuello negro y blanco. Quart dio una respuesta superficial y cortés antes de desentenderse de la muchacha, que regresó junto a sus compañeras entre un coro de risas contenidas, cuchicheos y miradas sobre el hombro. Alcanzó a escuchar las palabras he's gorgeous, o sea, guapísimo. Aquello habría, sin duda, motivado la hilaridad de monseñor Spada. El recuerdo del director del IOE y sus consejos técnicos en la escalinata de la plaza de España, cuando la última conversación en Roma, lo hicieron sonreír. Después, todavía con la sonrisa en la boca, recorrió con la vista la torre de la Giralda, desde la base hasta la veleta que daba nombre al conjunto. Levantaba al cielo sus ojos azul-grises como un insólito turista, las manos en los bolsillos del traje negro cortado a medida por un excelente sastre romano casi tan prestigioso como Cavalleggeri e Hijos. España, el sur, la vieja cultura de la Europa mediterránea, sólo podían intuirse desde lugares como aquél. Sevilla era una superposición de historias, de vínculos imposibles de explicar unos sin otros. Rosario de tiempo, y sangre, y rezos en lenguas diferentes bajo un cielo azul y un sol sabio que todo lo igualaban en el transcurso de los siglos. Piedras supervivientes a las que aún era posible oír hablar. Bastaba olvidarse un momento de las cámaras de vídeo, las postales, los autocares cargados de turistas y jovencitas impertinentes, y acercar el oído a ellas, escuchando.
Faltaba media hora para su cita en el Arzobispado, así que subió por la calle Mateos Gago a tomar un café en la cervecería Giralda. Le apetecía sentarse cerca de la barra, disfrutando del suelo ajedrezado en blanco y negro, los azulejos y los grabados de la antigua Sevilla en las paredes. Sacó del bolsillo el Elogio de la milicia templario de Bernardo de Claraval, para leer unas páginas al azar. Era un viejísimo volumen en octavo cuya lectura alternaba cada día con los maitines, laudes, vísperas y completas del breviario; uso que cumplía rigurosamente, con aquella minuciosa disciplina suya que no apelaba a la piedad, sino al orgullo. A menudo, en las muchas horas pasadas en hoteles, cafeterías y aeropuertos, entre dos citas o viajes profesionales, el sermón medieval que durante doscientos años fue guía espiritual de los monjes soldados que combatían en Tierra Santa le ayudaba a soportar la soledad del oficio. A veces se dejaba llevar por el estado de ánimo que su lectura le producía, imaginándose último superviviente de la derrota de Hattin, la Torre maldita de Acre, los calabozos de Chinon o las hogueras de París: un templario solitario y muy cansado cuyos amigos estuvieran todos muertos.
Leyó unas líneas que en realidad podía recitar de memoria -«Se tonsuran el cabello, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la malla que los protege…»- y alzó después el rostro para mirar la luz de la calle, los transeúntes que pasaban bajo las hojas verdes de los naranjos. Una mujer joven, esbelta, de aspecto extranjero, se detuvo un momento para recogerse el cabello, ayudándose con el reflejo del cristal en la ventana entreabierta. Lo hizo alzando los brazos desnudos con un gesto de extrema gracia, bellísima y concentrada en la propia imagen, hasta que sus ojos fueron un poco más allá y encontraron los de Quart. Por un instante sostuvo la mirada, sorprendida y curiosa, antes de que la naturalidad del gesto quedara destruida. Entonces, un joven con una cámara fotográfica al cuello y un mapa en la mano llegó a su lado y, pasándole el brazo por la cintura, se la llevó consigo.
Puede que la palabra no fuera exactamente envidia, o tristeza. No había un término exacto para definir la desolación familiar a cualquier clérigo ante el contacto próximo de parejas; hombres y mujeres a quienes era legítimo desarrollar el antiguo ritual de la intimidad, gestos que permitían acariciar la curva de una nuca hasta los hombros, la línea suave de unas caderas, los dedos de una mujer sobre la boca de un hombre. Y en el caso de Quart, al que en principio no hubiera resultado difícil acortar distancias con buena parte de las mujeres hermosas que se cruzaban en su camino, era más intensa aquella certidumbre de autodisciplina desconsolada, dolorosa, semejante a los amputados que aseguran sentir el hormigueo, el malestar de manos o piernas ya inexistentes como si todavía estuvieran ahí.
Miró el reloj, guardó el libro y se puso en pie. Al salir casi estuvo a punto de tropezar con un caballero muy gordo, vestido de blanco, que se disculpó cortésmente quitándose el sombrero panamá. El gordo se quedó mirando a Quart cuando éste anduvo despacio en dirección a la plaza y al edificio rojizo de fachada barroca que quedaba a la derecha, tras una fila de naranjos. Un conserje se acercó a identificar al recién llegado, pero a la vista del alzacuello le cedió inmediatamente el paso bajo las dos columnas dobles que sostenían el balcón principal, con el emblema heráldico de los arzobispos hispalenses tallado en piedra. Quart salió al patio, donde se proyectaba la sombra de la Giralda, y luego ascendió por la suntuosa escalera bajo la bóveda de Juan de Espinal, desde la que ángeles y querubines observaban a los recién llegados con aire aburrido, matando el tiempo en su inmovilidad de siglos. Arriba había pasillos con despachos, sacerdotes atareados que iban de un lado para otro con el aplomo de quien conoce el terreno. Casi todos vestían trajes con cuello redondo, pecheras y camisas oscuras o grises, y algunos llevaban corbatas o polos bajo la chaqueta; parecían más funcionarios que sacerdotes. Quart no vio ninguna sotana.
El nuevo secretario de monseñor Corvo salió a su encuentro. Era un clérigo blandito, calvo, de aspecto muy limpio y modales suaves, con alzacuello y ropa gris. Sustituía al padre Urbizu, fallecido al caerle encima la cornisa de Nuestra Señora de las Lágrimas. Sin decir palabra lo condujo a través del salón cuyo techo, dividido en sesenta recuadros, contenía emblemas y escenas bíblicas destinadas, en principio, a alentar las virtudes de los prelados sevillanos en el gobierno de su diócesis. Había allí una veintena de frescos y lienzos, entre ellos cuatro Zurbarán, un Murillo y un Matia Preti con San Juan Bautista degollado; y mientras caminaba junto al secretario se preguntó Quart por qué en las antesalas de los obispos y de los cardenales era tan frecuente tropezarse con la cabeza de alguien sobre una bandeja. Aún tenía ese pensamiento cuando encontró a don Príamo Ferro. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas estaba de pie en un extremo, obstinado y oscuro como el color de su vieja sotana. Conversaba con un clérigo muy joven, rubio y con lentes, a quien Quart identificó como el albañil que lo había estado observando en la puerta de la iglesia cuando conoció al padre Ferro y a Gris Marsala. Los dos sacerdotes se interrumpieron para mirarlo, impasibles los ojos del párroco, hosco y desafiante el joven. Quart les dirigió una leve inclinación de cabeza, pero ninguno hizo ademán de responder al saludo. Era evidente que llevaban tiempo esperando, y nadie les había ofrecido una silla.
Su Ilustrísima don Aquilino Corvo, titular de la sede hispalense, solía adoptar la pose de El caballero de la mano en el pecho que colgaba en una de las salas del museo del Prado. Sobre el traje negro apoyaba una mano blanca donde lucía el distintivo de su dignidad: anillo con una gran piedra amarilla. Las sienes escasas de pelo, el rostro largo y anguloso, el brillo de la cruz de oro, completaban una reminiscencia del personaje que el arzobispo se complacía en acentuar. Aquilino Corvo era un prelado de pura raza, procedente de una cuidada selección eclesiástica. Hábil, maniobrero, habituado a navegar bajo cualquier tipo de tormentas, su titularidad al frente de la sede sevillana no era fortuita. Tenía importantes apoyos en la Nunciatura de Madrid, contaba con el respaldo del Opus Dei, y sus relaciones eran óptimas con el Gobierno y la oposición en la Junta de Andalucía. Eso no le impedía ocuparse de aspectos marginales de su ministerio; incluso personales. Por ejemplo, era aficionado a los toros y ocupaba una barrera en la Maestranza cada vez que toreaban Curro Romero o Espartaco. Asimismo era socio de los dos clubs de fútbol locales, el Betis y el Sevilla, tanto por neutralidad pastoral como por prudencia eclesiástica: su undécimo mandamiento consistía en no poner todos los huevos en el mismo cesto. También odiaba a Lorenzo Quart con toda su alma.
Como era de prever tras el recibimiento del secretario, la primera parte de la entrevista transcurrió fría pero correcta. Quart hizo entrega de sus credenciales -una carta del cardenal Secretario de Estado y otra de monseñor Spada-, dio al arzobispo detalles generales y de sobra conocidos por éste sobre su misión, y su interlocutor le ofreció apoyo incondicional, pidiéndole que lo mantuviera informado. En realidad, Quart sabía que el arzobispo iba a hacer todo lo posible por sabotear su misión, y monseñor Corvo, que no tenía la menor esperanza de que Quart le diese cuenta de nada, estaba dispuesto a cambiar un año de Purgatorio por una silla de pista si el enviado especial de Roma pisaba una piel de plátano. Pero eran profesionales y conocían las reglas a observar, al menos en cuestión de apariencias. Ninguno mencionó, tampoco, la causa de que se mirasen desde uno y otro lado de la mesa igual que esgrimistas cuya falsa despreocupación desaparecería, como un rayo, en cuanto uno de ellos descubriera un hueco donde asestarle al otro una estocada. Sobre ambos planeaba la sombra de su último encuentro en aquel despacho, un par de años atrás y recién llegado Su Ilustrísima a la dignidad arzobispal, cuando Quart le entregó copia de un grueso informe con los fallos de seguridad en torno a la visita del Santo Padre a Sevilla, durante el último Año Eucarístico. Un cura casado, relapso y suspendido a divinis, había estado a punto de pegarle un navajazo al Pontífice con el pretexto de entregarle un memorándum sobre el celibato. También fue hallado un artefacto explosivo en el convento de monjas donde debía pernoctar Su Santidad, en uno de los cestos de ropa limpia bordada primorosamente para la ocasión por las hermanas. Y en las agendas de todos los terroristas islámicos del Mediterráneo figuraban con escalofriante detalle las horas e itinerarios de la visita papal, merced a las continuas filtraciones del Arzobispado a la prensa. Fue el IOE, y Quart en concreto, quien tomó con urgencia cartas en el asunto, poniendo patas arriba el plan de seguridad original de Su Ilustrísima, para rechifla de la Curia y desesperación del Nuncio. Que por cierto llegó a comentar el caso ante Su Santidad, en términos que a monseñor Corvo estuvieron a punto de costarle, amén de la recién estrenada sede hispalense, un ataque de apoplejía. Con el tiempo, superado el tropiezo, el arzobispo se consolidó como un excelente prelado; pero aquella crisis de novicio, su humillación y el papel jugado por Quart en ella roían su corazón y mansedumbre de una manera muy poco pastoral. Detalle que Su Ilustrísima había confiado aquella misma mañana a su atribulado confesor, un anciano clérigo de la catedral con quien reconciliaba los primeros viernes de cada mes.
– Esa iglesia está sentenciada -dijo el arzobispo. Tenía una voz de las que parecen expresamente hechas para el sermón del domingo, nítida y clerical-. Sólo es cuestión de tiempo.
Hablaba con la firmeza de su dignidad eclesiástica, quizá cargando un poco el tono por hallarse en presencia de Quart. Aunque en Roma no significara nada, un prelado en su propia sede resultaba algo a considerar. Monseñor Corvo era consciente de ello, y le gustaba ponerle acentos a la autonomía de su poder local. Solía alardear de no conocer de Roma más que el Anuario Pontificio, y de no abrir nunca el listín telefónico del Vaticano.
– Nuestra Señora de las Lágrimas -continuó el arzobispo- se encuentra en estado de ruina. Para conseguir esa declaración oficial luchamos con una serie de trabas administrativas y técnicas… Las primeras parecen a punto de resolverse, porque la Consejería del Patrimonio Cultural ha renunciado a la conservación del edificio alegando falta de presupuestos; y la alcaldía de Sevilla está a punto de refrendarlo. Si no se ha cerrado ya el expediente es a causa del suceso que costó la vida al arquitecto municipal. Un caso de mala suerte.
Monseñor Corvo hizo una pausa para contemplar la docena de pipas inglesas que tenía alineadas en un soporte de madera de cerezo. A su espalda, tras los visillos, se adivinaban la torre de la Giralda y los arbotantes de la catedral. Había un rectángulo de sol en la piel verde que tapizaba el tablero de la mesa, y el prelado puso allí la mano del anillo con gesto en apariencia casual. La luz arrancó un reflejo a la piedra amarilla y una leve sonrisa a Lorenzo Quart.
– Su Ilustrísima ha mencionado problemas técnicos -dijo.
Estaba sentado en una incómoda silla frente a la mesa del arzobispo, a un lado de la habitación con paredes cubiertas por las obras de los padres de la Iglesia y las encíclicas papales, todo encuadernado con las armas arzobispales en el lomo. Al otro extremo de la estancia había un reclinatorio bajo un crucifijo de marfil, y un pequeño sofá con dos sillones y una mesita baja donde monseñor Corvo dispensaba recibimientos más cordiales a personas de su aprecio. Era evidente que el enviado especial del IOE no figuraba entre ellas.
– La secularización del edificio, requisito previo a su demolición, se nos ha complicado mucho -la gravedad del arzobispo no bastaba para disimular su recelo frente a Quart. Elegía con sumo cuidado las palabras, calculando las implicaciones de cada una-. Hay un antiguo privilegio de 1687, otorgado con sanción papal ese mismo año por mi ¡lustre antecesor en esta sede hispalense, que es terminante: mientras se diga misa cada jueves en la iglesia por el alma de Gaspar Bruner de Lebrija, su benefactor, ésta conservará sus fueros.
– ¿Por qué los jueves?
– Por lo visto murió ese día. Los Bruner eran poderosos, así que imagino que don Gaspar debía de tener a mi ilustre antecesor bien agarrado por el pescuezo.
– Y el padre Ferro, por supuesto, dice una misa cada jueves…
– La dice cada día de la semana -confirmó el arzobispo-. A las ocho de la mañana, salvo domingos y festivos que dice dos.
Quart se inclinó un poco hacia la mesa, con falsa inocencia:
– Pero Su Ilustrísima posee autoridad para llamarlo al orden.
El arzobispo lo miró torvamente. El anillo se le movía en la mano impaciente, estropeando el bello efecto de luz.
– No me haga reír -no parecía propenso a la risa en lo más mínimo, y el tono se hizo desabrido-. Usted sabe que no es un problema de autoridad. ¿Cómo va a impedirle un arzobispo a un párroco que diga misa?… Lo que hay es un problema de disciplina. Aunque sea un hombre de edad, ultraconservador incluso en algunos aspectos de su ministerio, el padre Ferro mantiene posturas muy personales. Entre otras, se pone por montera todas mis pastorales y llamadas al orden.
– ¿Ha considerado Su Ilustrísima la suspensión de ese sacerdote?
– He considerado, he considerado… -monseñor Corvo miraba a Quart con irritación-. Las cosas no son tan simples. Pedí a Roma la suspensión ab officio del padre Ferro, pero tales cosas van despacio. Me temo además que, desde esa desafortunada infiltración informática en el Vaticano, esperan a que usted regrese con su informe de cazador de cabelleras.
Quart pasó por alto la ironía. No te quieres mojar, pensaba. Por eso nos pasas la patata caliente. Es mejor que los verdugos sean otros y conservar las manos limpias.
– ¿Y mientras tanto, Monseñor?
– Pues todo en el aire. El Banco Cartujano tiene a punto una operación para utilizar el solar, de la que mi diócesis -monseñor Corvo pareció reflexionar sobre aquel posesivo y rectificó suavemente-: esta diócesis, saldría muy beneficiada. Aunque no tengamos otro derecho sobre ese terreno que el moral, fruto de tres siglos de culto, el Cartujano nos cede una generosa compensación. Buena en estos tiempos en que los cepillos de cualquier parroquia crían telarañas -el arzobispo se permitió una leve sonrisa a cuenta de su chiste, que Quart puso buen cuidado en no secundar-. Además, el banco se compromete a financiar una iglesia en uno de los barrios más pobres de Sevilla, y a crear una fundación de apoyo a nuestra obra social entre la comunidad gitana… ¿Qué le parece?
– Convincente -repuso Quart, ecuánime.
– Pues ya ve. Todo paralizado por la obstinación de un cura a punto de jubilarse.
– Pero es muy querido en su parroquia. Al menos eso cuentan.
Monseñor Corvo puso de nuevo en juego la mano del anillo. Esta vez la alzó, adversativa, antes de situarla junto a la cruz de oro que le colgaba del pecho.
– Tampoco hay que exagerar. Los vecinos lo saludan y una veintena de beatas va a misa. Aunque eso no significa nada. La gente grita «bendito el que viene en nombre del Señor», y al rato se aburre y te crucifica -el arzobispo miraba, indeciso, las pipas alineadas sobre la mesa; por fin eligió una curva, con anillo de plata-. He buscado algo disuasorio. Incluso consideré alterar su prestigio entre los feligreses, tras sopesar mucho el bien y el mal que de ello se desprendería. Pero temo ir demasiado lejos, y que el remedio sea peor que la enfermedad. También nos debemos a esa gente, y el padre Ferro es un hombre obstinado pero sincero -golpeaba un poco la cazoleta de la pipa contra la palma de la mano-. Quizá usted, que tiene más práctica en llevar a la gente de Caifás a Pilatos…
Era un insulto evangélico formulado de modo impecable, así que Quart no tuvo nada que objetar. Su Ilustrísima abrió un cajón de la mesa para extraer una lata de tabaco inglés y se puso a llenar la cazoleta, dejando a cargo de su interlocutor el trabajo de proseguir la conversación. Quart inclinó un poco la cabeza; sólo mirándole directamente los ojos era posible percibir su sonrisa. Pero el arzobispo no lo miraba.
– Naturalmente, Monseñor. El Instituto para las Obras Exteriores hará lo posible por aclarar este desorden -comprobó con satisfacción que se crispaba el gesto de Su Ilustrísima-. Aunque tal vez desorden no sea la palabra adecuada…
Monseñor Corvo estuvo a punto de perder la compostura, pero se rehizo admirablemente. Durante cinco segundos permaneció en silencio, introduciendo el tabaco en la pipa. Cuando por fin habló, el despecho era perceptible en su tono de voz:
– Usted es de esos a quienes las sandalias del Pescador les vienen pequeñas, ¿verdad?… Con sus mafias en Roma y todo lo demás. Jugando a policías de Dios.
Quart sostuvo la mirada del arzobispo con irreprochable calma:
– Son muy duras las palabras de Su Ilustrísima.
– Déjese de ilustrísimas y de pepinillos en vinagre. Sé a qué ha venido a Sevilla, y sé lo que su jefe, el arzobispo Spada, se juega en esto.
– Todos nos jugamos mucho, Monseñor.
Era cierto, y el matiz no pasó inadvertido al prelado. El cardenal Iwaszkiewicz era peligroso, pero Paolo Spada y el propio Quart también lo eran. En cuanto al padre Ferro, se trataba de una bomba de relojería ambulante que alguien debía desactivar. La tranquilidad de la Iglesia depende a menudo de las formas, y en el caso de Nuestra Señora de las Lágrimas las formas estaban seriamente amenazadas.
– Oiga, Quart -de mala gana. Aquilino Corvo suavizaba el tono-. Yo no deseo complicarme la vida, y este asunto se enreda demasiado. Le confieso que la palabra escándalo me da pavor, y no quiero aparecer ante la opinión pública como el prelado que chantajea a un pobre párroco para enriquecerse con la venta del solar… ¿Comprende?
Quart comprendía, e hizo un leve gesto aceptando la tregua.
– Además -prosiguió el arzobispo- al Cartujano le puede salir el tiro por la culata, precisamente a causa de la esposa o ex esposa, que no estoy muy seguro, de quien lleva la operación: Pencho Gavira. Un hombre influyente, en alza. Él y Macarena Bruner tienen problemas personales graves. Y ella toma partido abierto por el padre Ferro.
– ¿Es una mujer religiosa?
Al arzobispo se le escapó una carcajada seca, entre dientes. No era ésa la palabra, matizó. No exactamente. En los últimos tiempos tenía en un válgame Dios a toda la buena sociedad sevillana; que tampoco se escandalizaba por cualquier cosa.
– Tal vez sería útil que hablara usted con ella -le dijo a Quart-. Y con su madre, la vieja duquesa. En espera del expediente de ruina y la suspensión del párroco, si ellas retirasen su apoyo podríamos pararle un poco los pies a ese sacerdote.
Quart había sacado unas tarjetas del bolsillo para tomar notas; siempre utilizaba el dorso de tarjetas de visita propias o ajenas. Al arzobispo no le pasó inadvertido que la estilográfica fuese una Montbalanc, pues la miró moverse con ojo crítico. Tal vez le parecía impropia de un clérigo.
– ¿Desde cuándo está paralizado el expediente de ruina? -quiso saber Quart.
La mirada censora que monseñor Corvo dirigía a la estilográfica se trocó en inquietud.
– Desde las muertes -repuso, cauto.
– Muertes misteriosas, según cuentan.
El arzobispo, que se había llevado la pipa a la boca y acercaba un fósforo encendido a la cazoleta, torció el gesto. Nada había de misterioso, informó a Quart. Sólo dos casos de mala suerte. Un tal Peñuelas, arquitecto municipal, fue comisionado por el Ayuntamiento para elaborar el expediente de ruina. No era un hombre simpático, y protagonizó un par de agarradas notables con el padre Ferro, que distaba de ser modelo de mansedumbre En el curso de sus idas y venidas, a Peñuelas le cedió la barandilla de madera de un andamio y se cayó desde el tejado, con tan mala fortuna que fue a ensartarse en uno de los tubos metálicos a medio montar.
– ¿Estaba solo o acompañado? -se interesó Quart
Captando el sentido de la pregunta, monseñor Corvo movió la cabeza. Nada oscuro por ese lado. Otro funcionario acompañaba al fallecido. También el padre Óscar, el vicario, se encontraba allí. Fue quien le dio los últimos sacramentos.
– ¿Y el secretario de Su Ilustrísima?
El arzobispo entornó los ojos tras una bocanada de humo, Hasta Quart llegaba el aroma del tabaco inglés
– Eso fue más doloroso. El padre Urbizu era mi colaborador desde hacía años -hizo una pausa reflexiva, como si creyera necesario añadir algo en memoria del difunto-. Un hombre excelente
Quart asintió despacio con la cabeza, como si también él hubiera conocido a Urbizu y compartiese el dolor por su pérdida
– Un hombre excelente -repitió, con aire de meditar el adjetivo- Cuentan que andaba presionando al padre Ferro en nombre de Su Ilustrísima.
Aquello no le gustó a monseñor Corvo. Se había quitado la pipa de la boca y miraba a su interlocutor con el ceño fruncido:
– Presionar es una palabra desagradable. Y excesiva -Quart observo que disimulaba su impaciencia golpeando la mano libre en el canto de la mesa- Yo no puedo ir llamando a la puerta de las iglesias para discutir con los párrocos. Así que Urbizu mantuvo en mi nombre conversaciones con el padre Ferro; pero éste siguió en sus trece. Algunos encuentros fueron un poco subidos de tono e incluso el padre Óscar llegó a amenazar a mi secretario.
– ¿Otra vez el padre Óscar?
– Sí. Oscar Lobato. Contaba con un buen currículum y lo destine a Nuestra Señora de las Lágrimas para que me ayudase en el relevo del viejo cura. como en aquella película de Bing Crosby
– Siguiendo mi camino -apuntó Quart.
– Pues éste lo siguió también. A la semana, mi caballo de Troya se pasó al enemigo. Por supuesto, he tomado medidas -el arzobispo hizo un gesto para barrer al vicario de encima de la mesa-… En cuanto a mi secretario, continuó visitando la iglesia y a los dos sacerdotes. Incluso consideré la posibilidad de retirarles la imagen de Nuestra Señora de las Lágrimas, que es una talla antigua, muy valiosa. Pero justo el día que el pobre Urbizu iba a plantear esa eventualidad, un trozo de cornisa se desprendió del techo y le abrió la cabeza.
– ¿Hubo investigación?
El arzobispo observó a Quart en silencio, la pipa entre los dientes. Parecía no haber oído la pregunta.
– Sí -dijo al cabo de un momento-. Porque en este caso todo ocurrió sin testigos, y además yo lo tomé como… Bueno. Un asunto personal -volvió a situar una mano sobre el pecho mientras Quart recordaba las palabras de monseñor Spada: «Ha jurado no dejar piedra sobre piedra»-… Pero la investigación coincidió en que tampoco había indicios de homicidio.
– ¿El informe excluía una muerte provocada y no probada?
– No, pero técnicamente era casi imposible. La piedra cayó del techo. Nadie pudo tirarla desde allí.
– Salvo la Providencia.
– No diga estupideces, Quart.
– No es mi intención, Monseñor. Sólo constato la veracidad del informe de Vísperas, cuando afirma que al padre Urbizu lo mató la propia iglesia. Como al otro.
– Eso es una atrocidad sin sentido. Y precisamente lo que temo: que empiecen con las tonterías sobrenaturales y nos metan de por medio a nosotros, como si esto fuese una novela de Stephen King. Ya nos ronda un periodista, un tipo desagradable que anda fastidiando con la historia. Si lo encuentra en su camino, cuídese de él. Dirige una revista de escándalos llamada Q+S, y es quien publica esta semana la foto de Macarena Bruner en situación comprometida con un torero. Se llama, y no es un chiste, Honorato Bonafé.
Quart encogió los hombros.
– Vísperas acusaba a la iglesia. El edificio mata para defenderse, dijo.
– Ya. Muy espectacular. Ahora dígame para defenderse de quién. ¿De nosotros? ¿Del banco? ¿Del Maligno?… Yo tengo mis ideas sobre Vísperas.
– Podríamos compartirlas, Monseñor.
Cuando bajaba la guardia, a los ojos de Aquilino Corvo asomaba el desprecio que sentía por Quart. Ahora le enturbió la mirada unos segundos, antes de ocultarse tras el humo de la pipa.
– Gánese el sueldo. Para eso ha venido.
Sonrió de nuevo Quart. Cortés, disciplinado:
– Hábleme entonces Su Ilustrísima del padre Ferro.
Durante cinco minutos, entre chupada y chupada a la pipa y con muy escaso sentido de la caridad pastoral, monseñor Corvo se despachó a gusto con la biografía del párroco. Tosco cura rural durante casi toda su vida: desde los veintitantos a los cincuenta y cuatro años, en un pueblo perdido del Alto Aragón; un lugar olvidado de Dios donde se le fueron muriendo los feligreses, uno por uno, hasta que se quedó sin parroquia. Después, diez años en Nuestra Señora de las Lágrimas. Cerril, fanático, inculto y reaccionario como una mula de varas. Sin el menor sentido de lo posible, del tipo omnia sunt possibilia credenti, esa gente que confunde su punto de vista con la realidad que los rodea. Quart, aconsejó el prelado, tendría que asistir a una de sus homilías dominicales. Todo un espectáculo. El padre Ferro manejaba las penas del infierno con el mismo desahogo que un predicador de la Contrarreforma, y tenía en vilo a la parroquia con esa cantinela del fuego eterno que ya nadie osaba utilizar. Cada vez que terminaba el sermón, un suspiro de alivio recorría las filas de los feligreses.
– Y sin embargo -concluyó el arzobispo- en otras cosas resulta de lo más contradictorio y avanzado. Inoportunamente avanzado, diría yo.
– ¿Por ejemplo?
– Su postura sobre los anticonceptivos, sin ir más lejos: descaradamente a favor. O los sacramentos a homosexuales, divorciados y adúlteros. Hace un par de semanas bautizó a un niño al que el titular de otra parroquia había negado las aguas porque sus padres no estaban casados. Cuando su colega fue a pedirle explicaciones, respondió que él bautizaba a quien le daba la gana.
A Su Ilustrísima se le había apagado la pipa. Encendió otro fósforo y miró a Quart por encima de la llama.
– En resumen -añadió-. Una misa en Nuestra Señora de las Lágrimas es como viajar en un túnel del tiempo que pegue saltos hacia adelante y hacia atrás.
Quart disimuló una sonrisa.
– Me lo imagino -dijo.
– No. Le aseguro que no se lo imagina. Espere a verlo en acción. Reza parte de la misa en latín, porque dice que eso impone más respeto -la pipa ya tiraba, y monseñor Corvo se reclinó en el sillón, satisfecho-. El padre pertenece a una especie casi desaparecida: viejos curas campesinos que se ordenaban sin disciplina y sin vocación, con el único objeto de escapar a la miseria y la pobreza, y que todavía se asilvestraban más en parroquias rurales dejadas de la mano de Dios. Añada a eso un tremendo orgullo que lo vuelve incontrolable, y que ha terminado por hacerle perder el sentido del mundo en que vive… En otro tiempo lo habríamos fulminado en el acto, o enviado a América, a ver si Dios Nuestro Señor lo llamaba a su seno merced a unas fiebres en el Dañen, mientras convertía indígenas a golpes de crucifijo en el lomo. Pero ahora hay que tener mucho tiento, con los periodistas y la política que lo complican todo.
– ¿Por qué no se le ha suspendido ex informata conscientia? Eso permite a Su Ilustrísima apartarlo del ministerio por causas reservadas, sin publicidad.
– Tendría que haber cometido un delito de orden civil o eclesiástico, y no es el caso. Además, nadie garantiza que eso no empeorase su resistencia. Prefiero que todo siga sus cauces ordinarios ab officio.
– Dicho de otro modo. Monseñor: que sea Roma quien cargue con el muerto.
– Eso lo ha dicho usted.
– ¿Y el padre Óscar?
Entre los dientes que sostenían la pipa asomó una mueca muy desagradable. No me gustaría estar en la piel del vicario, se dijo Quart.
– Oh, ése es diferente -puntualizó el arzobispo-. Buen bagaje cultural, seminario en Salamanca. Un futuro prometedor que ha tirado por la borda. De todos modos, su caso sí está resuelto. Tiene hasta mediados de la semana que viene para abandonar la parroquia. Lo trasladamos a una diócesis de Almería, un desierto rural junto al cabo de Gata, para que se dedique a la oración y medite sobre el peligro de dejarse llevar por entusiasmos juveniles.
– ¿Podría ser Vísperas?
– Podría. Da el perfil, si es a lo que se refiere. Pero husmear en la basura no es trabajo de un arzobispo -monseñor Corvo guardó un silencio cargado de intención-. Eso lo dejo para el IOE y para usted.
Quart no se dio por enterado:
– ¿Cuáles son sus actividades?
– Pues las habituales en un vicario: ayuda en el culto, dice misa, se encarga del rosario de la tarde… También hace de albañil para la hermana Marsala en sus ratos libres.
Quart se quedó rígido en la silla. Había piezas sueltas moviéndose por todas partes.
– Disculpe Su Ilustrísima. ¿Ha dicho la hermana Marsala?
– Sí. Gris Marsala, una monja norteamericana que lleva en Sevilla una eternidad. Es experta, o eso dicen, en restauración de monumentos religiosos… ¿Todavía no la conoce?
Atento al chasquido de las piezas al encajar en su cerebro, Quart apenas prestaba atención a las palabras del prelado. Así que era eso, se dijo. La nota discordante.
– La conocí ayer. Aunque ignoraba que fuese monja.
– Pues lo es -no había un ápice de simpatía en el tono de monseñor Corvo-. Con el padre Óscar y Macarena Bruner forma las huestes de don Príamo Ferro. Su presencia en Sevilla es a título particular, pues goza de las dispensas de su orden y está fuera de mi jurisdicción. No tengo derecho a obligarla a retirarse de allí. Tampoco puedo exagerar, persiguiendo a curas y monjas. Todo se ha desbordado un poco.
Soltaba bocanadas de humo como un calamar escudándose tras su tinta. Por fin le echó un último vistazo a la pluma de Quart y encogió los hombros.
– Voy a hacer entrar al párroco. Lo convoqué para esta mañana, pero antes quería tener una conversación privada con usted. Creo que ya es hora de que pongamos las cosas en su sitio. ¿No le parece? Una especie de careo.
El arzobispo miró, sin tocarlo, un timbre que tenía sobre la mesa, junto a un manoseado ejemplar de La imitación de Cristo, de Tomás Kempis.
– Una última advertencia, Quart. Usted no me cae simpático, pero es un sacerdote de carrera, y sabe tan bien como yo que incluso en esta profesión abundan los mediocres. El padre Ferro es uno de ellos -se quitó la pipa de la boca para señalar los volúmenes encuadernados que cubrían las paredes del despacho-. Ahí está el pensamiento de la Iglesia: de San Agustín a Santo Tomás, y las encíclicas de todos los pontífices. Todo se encuentra entre estas cuatro paredes, y yo soy su administrador temporal. Eso me obliga a manejar valores cotizables en bolsa y al mismo tiempo a mantener voto de pobreza, a pactar con enemigos y a condenar en ocasiones a los amigos… Cada mañana me siento a esta mesa para gobernar con la ayuda de Dios Nuestro Señor a sacerdotes intelectuales, estúpidos, fanáticos, honestos, políticos, opuestos al celibato, malvados, santos y pecadores. El asunto del padre Ferro lo habríamos solucionado con el tiempo, poco a poco. Ustedes se han metido por medio, haciendo sonar una música diferente; así que báilenla. Roma locuta, causa finita. Yo me limito a ser observador a partir de ahora. Que el Todopoderoso sea indulgente conmigo, pero me lavo las manos y dejo el campo libre a los verdugos -pulsó el timbre e hizo un gesto en dirección a la puerta-. No hagamos esperar más al padre Ferro.
Quart enroscó despacio el capuchón de la estilográfica y se la guardó en el bolsillo, con las tarjetas llenas de su letra apretada y minuciosa. Se mantenía tenso en el borde de la silla, con la inmovilidad de un soldado.
– Yo tengo mis órdenes, Monseñor -dijo, sereno- Y las cumplo a rajatabla.
Su Ilustrísima lo miraba de arriba abajo, con extrema dureza.
– No me gustaría hacer su trabajo, Quart -dijo por fin-. Le aseguro, por la salvación de mi alma, que no me gustaría en absoluto.