Mirad esta casa. La ha construido un espíritu santo. Barreras mágicas la protegen.
(El Libro de los Muertos)
Era media mañana cuando Quart fue a la iglesia, tras una visita al Arzobispado y otra al subcomisario Navajo. Nuestra Señora de las Lágrimas estaba desierta, y el único signo de vida era la lamparilla del Santísimo que ardía junto al altar. Se sentó en un banco y estuvo largo rato mirando a su alrededor los andamios contra los muros, el techo ennegrecido, los relieves dorados del retablo en penumbra. Cuando Óscar Lobato salió de la sacristía, no mostró sorpresa por encontrarlo allí. Se acercó hasta quedar en pie a su lado, mirándolo inquisitivo. El vicario vestía una camisa gris clerical, pantalón vaquero y zapatillas de deporte. Parecía haber envejecido desde el incidente de la última entrevista. Llevaba el pelo rubio despeinado y cercos de fatiga bajo los cristales de las gafas. Su piel tenía un tono graso de haber madrugado mucho, o pasado la noche en vela.
– Vísperas ataca de nuevo -le dijo Quart.
Después le mostró la copia del mensaje que acababa de recibir por fax reexpedido desde Roma, donde había llegado hacia la una de la madrugada; a la misma hora en que él discutía con Bonafé en el vestíbulo del hotel Doña María. Pero el agente del IOE no le contó nada de eso al padre Óscar, ni tampoco que, como en la ocasión anterior, el equipo del padre Arregui pudo desviar al intruso hacia un archivo paralelo, donde dejó su mensaje creyendo hacerlo en el ordenador personal del Santo Padre. Rastreada su señal por el padre Garofí, ésta llevó a los jesuitas hasta la línea telefónica de El Corte Inglés, en el centro de Sevilla, donde el pirata había hecho un bucle electrónico para disimular su rastro.
El templo del Señor es campo de Dios, es edificación de Dios. Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es santo.
– Primera a los Corintios -dijo el padre Óscar, devolviéndole el papel a Quart.
– ¿Sabe algo de esto?
El vicario se lo quedó mirando, el aire abatido, a punto de decir algo. Sin embargo se limitó a mover la cabeza, negativo, mientras tomaba asiento a su lado.
– Usted sigue disparando a ciegas -dijo por fin.
Se quedó callado un rato y luego torció la boca:
– No es tan bueno como decían -añadió.
Quart se guardó el mensaje de Vísperas en el bolsillo:
– ¿Cuándo se marcha?
– Mañana por la tarde.
– Creo que su nuevo destino es un mal sitio.
– Es peor -sonreía con tristeza-. Allí llueve día y medio al año. Igual daba que me desterrasen al desierto de Gobi.
Miraba de soslayo a su interlocutor, casi atribuyéndole la culpa. Quart alzó una mano para mostrar la palma vacía.
– Yo soy ajeno a eso -dijo suavemente.
– Lo sé -Óscar Lobato se pasó los dedos por el pelo, hacia atrás, y quedó un poco en silencio, mirando la lamparilla encendida del altar-. Es monseñor Aquilino Corvo en persona quien me ajusta las cuentas. Considera que lo he traicionado -soltó una risita malhumorada y se volvió hacia Quart- ¿Sabe?… Yo era un joven sacerdote de confianza, con un futuro por delante. Eso lo decidió a colocarme junto a don Príamo, como secante. Y en vez de ser un topo del Arzobispado, me pasé al enemigo.
– Alta traición -apuntó Quart.
– Eso es. Hay ciertas cosas que la jerarquía eclesiástica no perdona jamás.
Quart asintió. De eso podía él dar fe.
– ¿Por qué lo hizo?… Usted sabía mejor que nadie que era una batalla perdida.
El vicario cruzaba los píes sobre el reclinatorio de madera del banco, mirándose las zapatillas.
– Creo que ya contesté a esa pregunta durante nuestra ultima conversación -las gafas le resbalaban sobre el puente de la nariz, y eso acentuaba su aspecto inofensivo-. Tarde o temprano don Príamo será apartado de la parroquia y llegará el tiempo de los mercaderes… La iglesia será derribada y sobre su túnica echarán suertes -se reía del mismo modo oscuro que antes, la mirada fija ante sí-. Lo que ya no tengo tan claro es que la batalla esté perdida.
Emitió un largo suspiro muy bajo, preguntándose si hablar con Quart de todo aquello servía para algo. Después alzó la mirada hasta el altar y la bóveda, y se quedó así, inmóvil. Parecía muy cansado.
– Hasta hace sólo un par de meses yo era un clérigo brillante -añadió por fin-. Bastaba con mantenerse pegado al sillón del arzobispo y tener la boca cerrada… Pero aquí descubrí mi dignidad como hombre y como sacerdote -miraba alrededor y parecía encontrar en las paredes cubiertas de andamios razones ocultas para su discurso-… Es paradójico, ¿verdad?, que eso me lo enseñara un viejo párroco detestable en su aspecto y maneras; un cura aragonés, testarudo como una mula, aficionado al latín y a la astronomía -se recostó en el banco, cruzando los brazos, vuelto de nuevo a Quart-. Lo que son las cosas. Antes el destino que me espera habría supuesto una tragedia. Hoy lo veo de otro modo. Dios está en cualquier parte, en cualquier rincón porque va con nosotros. Y Jesucristo ayunó cuarenta días en el desierto. Monseñor Corvo no lo sabe, pero es ahora cuando siento de verdad que soy sacerdote, con una razón para luchar y resistir. Con el destierro sólo consiguen hacerme más combativo y más fuerte -acentuó la sonrisa desesperada, triste-. Me acaban de acorazar la fe.
– ¿Es usted Vísperas?
El padre Óscar se había quitado las gafas y las limpiaba en su camisa. Los ojos miopes miraban a Quart con recelo.
– Sólo le importa eso, ¿verdad?… La iglesia, el padre Ferro, yo mismo, le damos igual -chasqueó la lengua, despectivo-. Usted tiene su misión.
Limpió lentamente un cristal y luego el otro, distraído, cual si el pensamiento discurriese lejos.
– Quién sea Vísperas -añadió por fin- es lo de menos. Se trata de una advertencia, o una apelación a lo que de noble queda en los fundamentos de esta empresa donde usted y yo trabajamos -se puso las gafas-… Un recordatorio de que aún existen la honestidad y la decencia.
Quart sonrió con escasa simpatía:
– ¿Qué edad tiene usted? ¿Veintiséis?… En su caso, eso se quita con los años.
La mueca de desdén torcía la boca del padre Óscar:
– ¿Ese cinismo se lo prestaron en Roma, o lo llevaba puesto?… -movió la cabeza-. No sea estúpido. El padre Ferro es un hombre honrado.
Quart contuvo un sarcasmo. Una hora antes había estado en el Arzobispado, efectuando una detenida visita a los archivos donde se guardaba el expediente completo de don Príamo Ferro. Un expediente cuyos extremos le había confirmado punto por punto el propio monseñor Corvo en una breve conversación mantenida en la Galería de los Prelados, bajo los retratos de sus ilustrísimas Gaspar Borja (1645) y Agustín Spínola (1640). Diez años atrás, el padre Ferro se había visto sometido a expediente eclesiástico en la diócesis de Huesca, como resultado de una venta no autorizada de bienes de la iglesia. Durante su última etapa al frente de la parroquia de Cillas de Ansó, en el Pirineo, habían desaparecido una tabla y un Cristo crucificado. El Cristo no era gran cosa; pero la tabla, del primer cuarto del siglo XV y atribuida al Maestro de Retascón, fue echada en falta por el obispo local. De todas formas la parroquia era de tercer orden y ese tipo de incidentes resultaban comunes en la época, cuando los párrocos podían disponer casi con entera libertad del patrimonio bajo su custodia. El padre Ferro había salido bien librado, con una amonestación simple de su ordinario.
La coincidencia de datos con la información sugerida por Honorato Bonafé era singular; y Quart intuyó que el arzobispo Corvo, tan reticente otras veces y tan franco aquélla, no veía con desagrado que aquel punto oscuro en el pasado del padre Ferro circulase un poco por aquí y por allá. Llegó a preguntarse, incluso, si la fuente informativa del periodista no luciría, de modo más o menos directo, anillo episcopal y ribete púrpura en la sotana. De cualquier forma la historia de Cillas de Ansó era cierta; y Quart obtuvo una segunda entrega del folletín en la Jefatura de Policía, cuando el subcomisario Navajo hizo un par de llamadas a su colega madrileño el inspector jefe Feijoo, responsable del grupo de investigación de arte. Un retablo del Maestro de Retascón que coincidía punto por punto con el desaparecido en Cillas de Ansó había sido adquirido legalmente, con recibo en forma, por la casa de subastas Claymore de Madrid, que lo revendió por un alto precio. El director de Claymore, un conocido marchante llamado Francisco Montegrifo, confirmaba el pago de cierta cantidad al sacerdote don Príamo Ferro Ordás. Cantidad irrisoria en comparación con el precio, sextuplicado, que el cuadro alcanzó en la subasta. Pero eso -había matizado el tal Montegrifo al inspector jefe Feijoo, y éste al subcomisario Navajo- eran cosas de la oferta y la demanda.
– A propósito de la honradez del padre Ferro -le dijo Quart al vicario-. Usted no tiene pruebas de que lo haya sido siempre.
Óscar Lobato lo miró molesto:
– No sé qué pretende insinuar, pero me da igual. Yo respeto al hombre que conozco. Así que busque a su Judas en otro sitio.
– ¿Es su última palabra?… Quizá estemos a tiempo.
No dijo de qué. El otro lo miraba con hostil curiosidad.
– ¿A tiempo? Eso huele a ofrecimiento de perdón. ¿Serán buenos conmigo si coopero?… -agitó la cabeza, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, y se puso en pie-. Tiene gracia. Don Príamo comentó ayer, tras una conversación que por lo visto mantuvieron en casa de la duquesa, que tal vez estuviese usted empezando a comprender. Pero que comprenda o no es lo de menos. Lo único que interesa es matar al mensajero, ¿verdad?… Para usted y sus jefes, lo malo no es el problema, sino que alguien se atreva a denunciar el problema. Todo se reduce a un cuello que cortar.
Volvió a mover la cabeza del mismo modo, y con una última mirada de desprecio se alejó hacia la sacristía. De pronto pareció pensar algo, pues se detuvo a mitad de camino:
– Puede que Vísperas se equivocase, después de todo -dijo vuelto a medias hacia Quart, en voz alta que resonaba en la bóveda-. Quizá ni siquiera el Santo Padre merece sus mensajes.
Un rayo de sol se movía muy despacio de izquierda a derecha sobre las losas gastadas del suelo, al pie del altar mayor. Quart lo estuvo observando un rato, y luego alzó los ojos hasta la vidriera por donde entraba la luz: un Descendimiento en el que a Cristo le faltaban los vidrios coloreados del torso, la cabeza y las piernas. El resultado era que San Juan y la Virgen parecían bajar de la cruz sólo dos brazos en el vacío, y el emplomado en torno a la silueta ausente se asemejaba a la huella de un fantasma: una presencia desvanecida que hiciera inútil el sufrimiento y el esfuerzo de la madre y el discípulo.
Se puso en pie y caminó hasta el altar mayor y la entrada de la cripta. Junto a la verja de hierro, cerrada sobre los peldaños que bajaban hacia la oscuridad, tocó la calavera esculpida en el dintel; y como la vez anterior la gelidez de la piedra enfrió el latir de la sangre en su muñeca. Dominando la sensación incómoda que producían el silencio de la iglesia, aquellos peldaños oscuros y el aire húmedo y cerrado que venía de abajo, Quart se obligó a permanecer allí, inmóvil, mirando la negrura de la cripta. Del griego kriptos, oculto, murmuró. Donde la piedra escondía las claves de otros tiempos y otras vidas. Donde yacían los huesos de catorce duques del Nuevo Extremo y la sombra de Carlota Bruner.
Frotándose la muñeca entumecida, Quart se volvió hacia el retablo del altar mayor, que la claridad de las vidrieras colmaba de suave resplandor dorado, dejando en penumbra los detalles interiores para resaltar los relieves externos, la hojarasca y los angelotes, las cabezas de las tallas orantes de Gaspar Bruner de Lebrija y de su esposa. Y en el centro, en su hornacina bajo el dosel, tras el andamio de tubos metálicos atornillados que sostenían una pequeña plataforma, la imagen de la Virgen alzaba los ojos al cielo con las perlas del capitán Xaloc corriéndole como lágrimas por el rostro y la túnica azul, asentada sobre la media luna y con un pie aplastando la cabeza de la serpiente que arrebató a los hombres el paraíso a cambio de la lucidez; de la medusa cuya visión los convirtió después en piedra para que guardasen el terrible secreto. Isis o Ceres, o Astarté, o Tanit, o María: daba igual el nombre elegido para resumir el refugio, la madre, el resguardo, el miedo ante la oscuridad, y el frío, y la nada. Era un vértigo, reflexionó Quart, la cantidad de símbolos que se podían concitar en aquella imagen y su evolución a través de las religiones y de los siglos. De pie sobre la media luna, vestida de azul, color simbólico del astro de la noche y también de las sombras cimerias, el sable de la heráldica, la tierra, la muerte.
El rayo de sol en el suelo se había desplazado otra baldosa a la derecha y menguaba de tamaño cuando el agente del IOE anduvo hasta el centro de la nave y recorrió con la vista la cornisa sobre los andamios, de la que se había desprendido el trozo mortal para el secretario del arzobispo. Fue hasta allí e intentó mover la estructura metálica, pero estaba calzada y ahora se mantenía firme. Se situó aproximadamente donde estaba el padre Urbizu al recibir el impacto en la cabeza. Diez kilos de estuco cayendo desde una altura de casi diez metros resultaban mortales de necesidad. Había espacio en la pasarela del andamio junto a la cornisa para que alguien los hubiese hecho caer; pero el informe policial negaba aquella posibilidad. Eso, más la historia del arquitecto municipal resbalando en el tejado -esta vez ante testigos, matizó Quart con alivio-, parecía descartar en ambas muertes la intervención humana y cargaba el asunto, como Vísperas y el padre Ferro sostenían, a cuenta de la ira de Dios. O a la del Destino, que a juicio de Quart era una buena explicación para los caprichos de un cruel relojero cósmico que parecía despertar cada mañana con ganas de broma. O quizás el azar de unos dioses rabelesianos, soñolientos y torpes como los descritos por Heine, a quienes, cuando se les escapaba una tostada del desayuno, ésta les caía siempre sobre la tierra por la parte de la mantequilla.
A aquellas alturas de la investigación, Quart había establecido de sobra los ingenuos móviles de Vísperas. Sus mensajes eran una apelación a la justicia y al sentido común de Roma; la reivindicación de un viejo cura que libraba su última batalla en un rincón olvidado del tablero. Pero en algo tenía razón el padre Óscar: Vísperas se equivocó al mandar sus mensajes. Ni Roma podía entenderlos, ni monseñor Spada enviaba a la persona adecuada. El mundo y las ideas a las que apelaba el pirata informático habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Era como si, después de una guerra nuclear que arrasara la Tierra, los satélites del espacio siguieran enviando señales inútiles a un planeta muerto, mientras ellos giraban fieles y silenciosos allá arriba, en la soledad del espacio infinito.
Quart anduvo unos pasos hacia atrás, recorriendo con la vista la estructura de los andamios y las deterioradas vidrieras de las ventanas abiertas sobre el muro izquierdo de la iglesia. Después se volvió hacia la nave, y Gris Marsala estaba detrás de él, mirándolo.
Cuando el alcalde de la ciudad declaró inaugurada la exposición El arte religioso en la Sevilla barroca, los aplausos llenaron los salones de la fundación cultural del Banco Cartujano. Después, una docena de camareros de chaquetilla blanca pasearon bandejas con bebidas y canapés mientras los invitados admiraban las obras maestras que durante veinte días iban a quedar expuestas en el edificio del Arenal. Entre el Cristo de la Buena Muerte de Juan de Mesa, cedido por la Universidad, y un San Leandro de Murillo procedente de la sacristía mayor de la Catedral, Pencho Gavira saludaba a los caballeros y besaba las manos de las damas, sonriendo a derecha e izquierda. Vestía un impecable traje gris marengo y la raya de su pelo engominado era tan perfecta como la blancura de los puños y el cuello de su camisa.
– Has estado muy bien, alcalde.
Manolo Almanzor, alcalde de Sevilla, cambió unas agradecidas palmaditas en la espalda con el banquero. Era un tipo bigotudo y regordete, con una cara honesta que le había valido el favor popular y una reelección; pero un escándalo de contrataciones irregulares, un cuñado enriquecido de forma oscura y la denuncia por acoso sexual planteada contra él por tres de sus cuatro secretarias en el Ayuntamiento lo dejaban con un pie en la calle a menos de un mes de las municipales.
– Gracias, Pencho. Pero éste es mi último acto público.
Sonreía el banquero, consolador:
– Ya vendrán tiempos mejores.
El alcalde movió la cabeza, dubitativo y triste. En todo caso, Gavira iba a endulzarle su adiós a la política. A cambio de la recalifícación municipal del solar de Nuestra Señora de las Lágrimas, el precontrato de venta y la retirada de todo impedimento al proyecto urbanístico en Santa Cruz, Almanzor obtenía la cancelación automática de cierto generoso crédito con el que acababa de adquirir una lujosa vivienda en el barrio más caro y exclusivo de Sevilla. Con su frialdad de jugador de póker, el director general del Cartujano se lo había resumido admirablemente días atrás durante una cena en el restaurante Becerra, al plantear sin rodeos la oferta: los duelos, alcalde, con pan son menos.
Pasó un camarero con una bandeja y Gavira cogió una copa de jerez frío, mojando los labios mientras miraba alrededor. Entre damas con vestido de cóctel y caballeros encorbatados -Gavira estipulaba esa prenda formal en todas las tarjetas de invitación para actos sociales del Cartujano- el segundo frente, el eclesiástico, también andaba por allí. Su Ilustrísima el arzobispo de Sevilla se movía por un ángulo de la sala junto a Octavio Machuca, en apariencia cambiando impresiones sobre el Valdés Leal cedido para la exposición por la iglesia del Hospital de la Caridad. In Ictu Oculi: la muerte apagando una vela ante la corona y las tiaras de un emperador, un obispo y un papa. Pero Gavira sabía que ése no era el tema de conversación.
– Cabrones -oyó decir al alcalde, a su lado.
Manolo Almanzor no se refería al arzobispo ni al banquero. Gavira vio que miraba en torno, a los invitados que le daban ostensiblemente la espalda. Toda Sevilla estaba al corriente de que duraría menos de un mes en el cargo. El candidato a sucederle, un político de su mismo partido -Andalucismo Andaluz-, andaba por el salón recibiendo parabienes anticipados con una sonrisa cauta. Gavira hizo un guiño de ánimo:
– Tómate una copa, alcalde.
Le alcanzó un whisky de la bandeja, y el otro apuró la mitad de un solo trago mientras clavaba en el banquero, con agradecimiento, su mirada de perro apaleado. Era sorprendente, reflexionó Gavira, la facilidad con que los muertos que se tienen de pie crean el vacío alrededor. Manolo Almanzor, en otro tiempo objeto de adulación, olía a cadáver político ambulante y nadie se acercaba ya, por miedo a quedar socialmente contaminado. Eran las reglas del juego: en su mundo no había piedad para los vencidos, salvo el trago de alcohol en vísperas de la ejecución. El mismo Gavira seguía a su lado, ofreciéndole whisky a cuenta del Cartujano tras hacerle inaugurar la exposición, en parte porque aún lo necesitaba, y en parte porque había comprado a aquel hombre y eso implicaba cierta responsabilidad para su orgullo. Se preguntó si alguna vez alguien le ofrecería una copa a él.
– Cárgate esa iglesia, Pencho -el alcalde apuraba su vaso, con rencor-. Construye lo que te salga de los huevos y jódelos a todos.
Asintió Gavira, distraído, de nuevo con el pensamiento en la pareja que conversaba junto al Valdés Leal, y disculpándose con Almanzor inició un movimiento de aproximación que procuró tuviese apariencia casual, una especie de ida a la derecha y luego a la izquierda, igual que un velero dando bordadas. De camino sonrió en los lugares correspondientes, estrechó y besó algunas manos y un par de mejillas maquilladas, correcto, seguro, sintiéndose envidiado por los hombres y admirado por las mujeres que se acercaron a él apenas se alejó un poco del alcalde. Dos veces oyó susurrar a su espalda el nombre de Macarena, pero logró que eso no le descompusiera la sonrisa. Puso su copa sobre una bandeja, se tocó el nudo de la corbata y un momento después estaba junto a monseñor Corvo y don Octavio Machuca.
– Bonito cuadro -dijo, por decir algo.
El arzobispo y el banquero miraron el lienzo como si hasta ese momento no hubieran reparado en él. La Muerte llevaba la guadaña en la mano y un féretro bajo el brazo descarnado. A sus pies, un mapamundi, una espada, libros, pergaminos, alegorizaban su triunfo sobre la vida, la gloria, la ciencia y los placeres terrenales. Con otra mano huesuda apagaba la llama de un cirio, y las dos cuencas vacías de la calavera miraban al espectador. In Ictu Oculi. Gavira no sabía latín, pero el cuadro era muy conocido en Sevilla, y su significado resultaba evidente. La Muerte golpea a cualquiera en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Bonito? -el arzobispo cambió una mirada con el viejo Machuca. Siguiendo las últimas directrices papales sobre apariciones públicas de los prelados, Aquilino Corvo vestía sotana filetata, un discreto pero elocuente ribete rojo completando la cruz de oro sobre el pecho y el brillo de la piedra amarilla en la mano que sostenía bajo la cruz-… Sólo un joven diría eso de esta escena terrible -echó hacia atrás la cabeza, mirando hoscamente la tiara episcopal del lienzo, tan parecida a la suya-. Todo parece muy lejano visto desde su perspectiva, querido Gavira. Para nosotros, el cuadro resulta algo más próximo… ¿No le parece, don Octavio?
Movía la cabeza el viejo banquero, avizores los ojos rapaces tras la nariz ganchuda. En realidad monseñor Corvo era casi veinte años más joven que él; pero al titular de la sede hispalense le gustaba darse aires venerables, por aquello de la dignidad del cargo.
– Pencho es un triunfador -apuntó Machuca-. Y no teme que le apaguen el cirio.
Había un brillo socarrón tras los párpados entrecerrados del anciano. Una de sus manos se hundía en el bolsillo de la americana cruzada de corte antiguo, y la otra colgaba a un costado, casi tan descarnada como la que extinguía la llama en el lienzo de Valdés Leal. El arzobispo sonrió, cómplice.
– Todos estamos sujetos a la voluntad de Dios -dijo en tono profesional.
Gavira lo admitió vagamente, sin cuestionar la cosa. Miraba al viejo banquero y éste interpretó el gesto:
– Hablábamos de tu iglesia.
Aquilino Corvo pasó por alto el posesivo sin alterar la sonrisa, cosa que Gavira consideró de buen augurio. A fin de cuentas, el Arzobispado iba a recibir una substanciosa indemnización, amén del compromiso contraído por el Cartujano de construir una iglesia en otro sitio. Sin olvidar la fundación para la obra social entre la comunidad gitana, que el arzobispo había deslizado hábilmente en el paquete. En última instancia, alguien había tenido también que costearle la jofaina a Pilatos.
– Todavía es la iglesia de Su Ilustrísima -matizó atento Gavira, que nunca cerraba todos los caminos a nadie. Conocía los riesgos de negar retiradas dignas.
Monseñor Corvo agradeció el detalle con un gesto de la mano donde brillaba el anillo. Puesto que de iglesias se trataba, parecía obligado un comentario oficial al respecto.
– Conflicto doloroso -dijo tras breve silencio en busca de la frase adecuada.
– Pero inevitable -añadió Gavira.
Puso gesto de pésame para suavizar el matiz. Tono grave, algo sobreentendido de hombre a hombre, conscientes ambos de las decisiones penosas que a veces imponía el progreso. Por el rabillo del ojo vio intensificarse el brillo socarrón tras los párpados entornados de Octavio Machuca, y recordó que el viejo estaba al corriente de que, entre las ofertas hechas por el Cartujano a Su Ilustrísima, se contaba un informe todavía inédito sobre las actividades contrarias al celibato de media docena de clérigos de su diócesis. Todos eran sacerdotes muy queridos en sus parroquias, y la publicación de tales datos, que incluían fotografías y declaraciones, habría causado serio revuelo. Aquilino Corvo no contaba con medios ni autoridad técnica para encarar el problema, y un escándalo podía obligarlo a tomar decisiones que deseaba menos que nadie. Aquellos sacerdotes eran buenos hombres; y en tiempos de cambio y escasez de vocaciones, cualquier decisión precipitada arriesgaba ser inoportuna, y lamentable. Por eso Monseñor había aceptado con alivio el compromiso de Gavira para comprar y bloquear el informe. En la Iglesia católica, problema aplazado significaba problema resuelto.
De todos modos, concluyó Gavira, era difícil que Octavio Machuca conociera el resto de la operación; aunque la mirada del viejo banquero le hiciera sospechar que estaba al corriente. Una sensación incómoda, habida cuenta que el propio Gavira era inspirador de la maniobra, tras pagar a la agencia de detectives que realizó el trabajo, y recurrir después a sus influencias en la prensa para camuflar de favor al arzobispo lo que, en rigor, no era sino una impecable acción de chantaje.
– Su Ilustrísima garantiza su neutralidad -comentó Machuca, todavía observando las reacciones de Gavira-. Pero me contaba hace un momento que la actuación disciplinaria contra el padre Ferro va despacio. Por lo visto -los párpados redujeron su mirada a una estrecha rendija- el sacerdote enviado de Roma no ha logrado reunir suficientes pruebas contra él.
Monseñor Corvo alzó una mano, sugiriendo mayor precisión. Ahora se le veía molesto bajo su placidez pastoral. No se trataba exactamente de eso, apuntó su voz grave, perfecta para el pulpito. El padre Lorenzo Quart no había ido a Sevilla para actuar contra el párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas, sino para proporcionar a Roma información especializada. Con exquisito énfasis, el prelado recordó a sus interlocutores que la sede hispalense, por pura formalidad eclesiástica, no podía actuar directamente. Hilvanó después los conceptos de penoso problema, párroco en edad avanzada, cuestión de disciplina y demás. Se daba con Roma una coincidencia de criterios, aunque había matices. En este punto Aquilino Corvo evitó los ojos de Gavira y miró a Octavio Machuca, consultándole silenciosamente sobre la oportunidad de proseguir. El anciano se mantuvo inescrutable, así que Su Ilustrísima apuntó que la gestión del padre Lorenzo no discurría con la, ejem, diligencia deseable. El propio arzobispo había alertado a sus superiores sobre ese punto, pero en semejante terreno tenía las manos atadas. Contemplaba los toros desde la barrera, si es que le permitían el símil laico. Esperaba haberse explicado bien.
– ¿Quiere decir -Gavira fruncía el ceño, irritado- que no prevé un alejamiento próximo del padre Ferro?
Esta vez el arzobispo alzó ambas manos, como a punto de decirles ite, missa est.
– Más o menos -ahora miraba la corbata de Gavira, evasivo-. Se conseguirá, por supuesto. Pero no en dos o tres días. Un par de semanas quizás -carraspeó incómodo-. Un mes, a lo sumo. Ya digo que el asunto está fuera de mis manos. Aunque tiene usted, por supuesto, toda mi simpatía.
Gavira alzó los ojos al Valdés Leal, dándose tiempo para reprimir cualquier inconveniencia. Sentía deseos de morderse los labios, o dar un golpe en la nariz del arzobispo. Contó hasta diez mirando los ojos vacíos de la Muerte, y al cabo se obligó a esbozar una sonrisa. Machuca no le quitaba ojo:
– Demasiado tiempo, ¿no es cierto? -preguntó el banquero.
Parecía dirigirse al arzobispo, pero las rendijas de sus párpados rapaces seguían apuntando a Gavira. Fue Monseñor quien se creyó en la obligación de responder. En lo que a su autoridad se refería -precisó-, mientras no llegara una orden de Roma y el padre Ferro continuase diciendo misa cada jueves, nada podía hacer.
Gavira no pudo disimular su mal humor:
– Tal vez Su Ilustrísima no necesitaba traspasar el tema a Roma -aventuró, áspero- Pudo decidir bajo su responsabilidad, cuando estábamos a tiempo.
El reproche hizo palidecer al arzobispo.
– Puede ser -se había erguido, mirando a Octavio Machuca de soslayo- Pero también los prelados tenemos nuestra conciencia, señor Gavira. Con su permiso.
Hizo una seca inclinación de cabeza y pasó entre ellos, alejándose con cara de pocos amigos. Machuca movió la nariz de un lado a otro, dos veces, sin que Gavira pudiera precisar si se hallaba desolado o divertido con la escena. En cualquier caso, pensaba. había cometido un error. Porque un error era todo aquello que no producía beneficio a corto, medio o largo plazo.
– Has ofendido su dignidad pastoral -dijo Machuca, socarrón.
Reprimiendo un juramento a flor de labios -habría supuesto un segundo error-, Gavira hizo un gesto de impaciencia:
– La dignidad de Monseñor tiene un precio, como todo, un precio que yo puedo pagar -dudó un instante, en atención al viejo banquero-. Que el Cartujano puede pagar.
– Pero de momento el cura sigue ahí -Machuca hizo una pausa de tres segundos. Una pausa increíblemente malvada- Me refiero al cura viejo.
Observaba a Gavira con curiosidad, pero éste era demasiado consciente de ello. Se tocó la corbata y los puños de la camisa, mirando alrededor. Una mujer hermosa pasó cerca y cambió con ella una sonrisa distraída.
– Eso -prosiguió Machuca, mirando alejarse a la mujer- mantiene a Macarena y a tu suegra en primera línea. De momento.
Era inútil. Gavira se había rehecho y encaraba la situación, impasible.
– No se preocupe -dijo-. Lo conseguiré.
– Eso espero, porque el tiempo se te acaba. ¿Cuántos días te quedan para la junta?… ¿Una semana?
– Lo sabe usted muy bien -el viejo había dicho te quedan y se te acaba. Era odiosa, pensó Gavira, aquella sensación de estar pasando siempre un examen tras otro, sometido a una especie de reválida continua-. Ocho días.
Machuca movió lentamente la cabeza.
– Una final de infarto, que dicen los del Betis -miró en torno, como si otras cosas le ocuparan la cabeza; de pronto se volvió hacia él-: ¿Sabes una cosa, Pencho?… Tengo auténtica curiosidad por ver cómo sacas adelante todo esto. En el consejo van a por ti -sonreía con la boca apergaminada, igual que una serpiente a punto de desprenderse de su piel-. Pero si lo consigues, enhorabuena. Lo que no mata, engorda.
Se alejó Machuca, reclamado por unos conocidos, y Gavira quedó solo bajo el Valdés Leal. Había cerca un tipo regordete y blando, con una papada que parecía prolongación de las mejillas, el pelo lacado y un bolso de piel en la muñeca. El desconocido se acercó cuando sus miradas se cruzaron:
– Soy Honorato Bonafé, de la revista Q+S -extendía una mano, a modo de saludo- ¿Podemos hablar un momento?
Gavira ignoró aquella mano mientras miraba alrededor, el ceño fruncido, preguntándose quién había dejado entrar a aquel individuo.
– Sólo le robaré unos minutos.
– Telefonee a mi secretaria -sugirió fríamente el banquero, volviéndole la espalda- Un día de éstos.
Dio unos pasos entre la gente, alejándose. Para su sorpresa, Bonafé anduvo a su lado. Fruncía la boca mirándolo de reojo, entre obsequioso y seguro de sí. Ruin, concluyó Gavira deteniéndose por fin: aquélla era la descripción exacta del fulano.
– Preparo un reportaje -dijo el otro con rapidez, antes que lo despachase de mala manera- Sobre esa iglesia que le interesa a usted.
– Y a mí qué me cuenta.
Bonafé alzó una mano pequeña y fofa, la misma que había ignorado Gavira.
– Bueno -continuaba frunciendo la boca en mohín conciliador- Si tenemos en cuenta que el Banco Cartujano es el principal interesado en el derribo de Nuestra Señora de las Lágrimas, creo que una conversación, o unas declaraciones… Ya me entiende.
Gavira se mantuvo impasible.
– Pues no. No entiendo en absoluto.
Untuoso, paciente, Honorato Bonafé obsequió al banquero con un rápido esbozo del panorama: el Cartujano, la iglesia y la recalificación del terreno. El párroco, individuo algo dudoso, enfrentado al arzobispo de Sevilla y bajo expediente disciplinario o algo parecido. Dos muertos por accidente, o vaya usted a saber. Un enviado especial de Roma. Y bueno, una bella esposa, o ex esposa, hija de la duquesa del Nuevo Extremo. Y ella y aquel cura de Roma…
Se detuvo de pronto, al ver la expresión de Gavira. El banquero había dado un paso hacia él y lo miraba muy de cerca.
– Bueno, ya me entiende -zanjó Bonafé, resumiendo sobre la marcha- Se lo cuento para que se haga idea: titulares, portada y demás. Publicamos la historia completa la semana que viene. Y naturalmente, su opinión o sus palabras tienen mucho peso.
El banquero seguía inmóvil, mirándolo sin decir palabra. Honorato Bonafé inició una sonrisa pero la dejó allí, inconclusa, entre los labios sonrosados que fruncía paciente, a la espera de respuesta.
– Usted -dijo por fin Gavira- quiere que yo le cuente.
– Eso es.
Pasó cerca Peregil, y Gavira creyó advertir en él una mirada de alarma al ver a Bonafé. Estuvo tentado de llamarlo para preguntarle si tenía algo que ver con la presencia del periodista en la exposición; mas no era momento para un careo. Lo que de verdad le apetecía era sacar de allí a patadas a aquel individuo gordito y blando con modales de chantajista.
– ¿Y qué gano hablando con usted?
La sonrisa del periodista se disparó por fin, insolente y segura. Ese es el lenguaje, insinuaba el mohín de la boca.
– Bueno. Controla la información. Aporta su versión de los hechos -Bonafé hizo una pausa cargada de sentidos-… Nos pone de su parte, para entendernos.
– ¿Y si no lo hago?
– Ah. Eso es diferente. El reportaje se publicará de todos modos, pero usted habrá dejado pasar su oportunidad.
Ahora le llegó a Gavira el turno de sonreír, y lo hizo con su mueca más peligrosa: la del Marrajo del Arenal.
– Eso suena a amenaza.
El otro movía la cabeza, ajeno a las sonrisas y a los matices.
– No, por Dios. Sólo pongo mis cartas sobre la mesa -los ojillos abolsados, porcinos, brillaban de codicia-. Juego limpio con usted, señor Gavira.
– ¿Y por qué juega limpio conmigo?
– Oh, pues… No sé -Bonafé se estiraba los faldones de su chaqueta arrugada-. Supongo que, de cara a la opinión pública, su imagen despierta simpatía, ya me entiende: joven banquero que impone un nuevo estilo, etcétera. Usted da bien en las fotos, gusta a las señoras. En una palabra: vende. Es un hombre de moda, y mi revista puede contribuir mucho y bien a que siga de moda. Considérelo una operación de imagen -puso cara de circunstancias-. Mientras que su mujer…
– ¿Qué pasa con mi mujer?
Las palabras sonaban igual que astillas de hielo, pero Bonafé no parecía reparar en las señales de peligro:
– Ella también da bien en las fotos -dijo, sosteniendo la mirada de su interlocutor con mucho aplomo-. Aunque creo que ese torero… Bueno, ya sabe. Eso acabó. Precisamente ahora el sacerdote de Roma… ¿Sabe a quién me refiero?
Gavira pensaba muy rápido, sopesando los pros y los contras. Sólo necesitaba una semana de tregua, y después todo daría igual. Y el precio de aquel tipo estaba a la vista.
– Si, ya comprendo -respondió, todavía el aire ausente- Y dígame: ¿cuánto calcula que puede costarme esa operación de imagen?
Bonafé alzó ambas manos para juntar las yemas de los dedos, en gesto de oración, o de acción de gracias. Parecía relajado. Feliz.
– Oh, bueno -dijo-. Yo había pensado en una conversación detenida sobre esa iglesia. Un cambio de impresiones. Y luego, no sé -le dirigió una mirada significativa al banquero- Quizá le interese invertir en prensa.
Volvió a pasar cerca Peregil, mirándolos como al azar. Gavira observó que su asistente seguía preocupado. El banquero compuso una última sonrisa volviéndose hacia Bonafé, mas nadie hubiera interpretado aquel gesto como indicio de simpatía. Tampoco el otro debió de considerarlo así, pues parpadeó un instante, inquieto.
– Hace tiempo que invierto en prensa -dijo Gavira- Lo que pasa es que aún no había tenido que ocuparme de gente como usted.
Frunció la boca el periodista en una mueca cómplice, de modo que se le estremeció la papada igual que si fuera gelatina. Y Gavira, observándolo, se dijo que Honorato Bonafé daba el tipo perfecto para ese personaje abyecto, viscoso, que suele aparecer asesinado en las películas.
– Lo que me fascina de Europa -dijo Gris Marsala- es su larga memoria. Basta entrar en un lugar como éste, mirar un paisaje, apoyarse contra un viejo muro, y todo está ahí. Tu pasado, tus recuerdos. Tú misma.
– ¿Por eso anda obsesionada con la iglesia? -preguntó Quart.
– No es sólo esta iglesia.
Se hallaban en el atrio, ante el Nazareno de pelo natural y los exvotos polvorientos colgados en la pared. Los dorados del retablo relucían al fondo, bajo los andamios, en la penumbra que rodeaba la imagen de la Virgen y las tallas orantes de los duques del Nuevo Extremo.
– Quizás hay que ser norteamericana para comprenderlo -añadió Gris Marsala al cabo de unos instantes-. Allí tienes la impresión, a veces, de que todo esto fue construido por gente extraña, ajena. De pronto un día vienes y comprendes que es tu propia historia. Que tú misma, por mano de los antepasados, colocaste piedra sobre piedra. Puede que eso explique la fascinación que muchos compatriotas míos sienten por Europa -le sonrió a Quart, el aire absorto-. Inesperadamente doblas una esquina y recuerdas. Te creías huérfana y resulta que no es así. Tal vez por eso ahora no quiero regresar.
Se apoyaba en la pared blanca, junto a la pila de agua bendita. Llevaba, como siempre, el pelo encanecido sujeto con una pequeña trenza en la nuca y el viejo polo azul oscuro que olía ligeramente a sudor. Colgaba los pulgares en los bolsillos traseros de los téjanos manchados de yeso y cal.
– A mí me convirtieron en huérfana varias veces -dijo-. Y la orfandad es esclavitud. La memoria te da aplomo, sabes quién eres y a dónde vas. O a dónde no vas. Sin ella estás a merced del primero que llega y te llama hija suya. ¿No cree? -aguardó, hasta ver que su interlocutor asentía en silencio-. Defender la memoria es defender la libertad. Sólo los ángeles pueden permitirse el lujo de ser espectadores.
Quart hizo un gesto de comprensión que no comprometía a nada. En ese momento pensaba en el informe que había recibido de Roma sobre aquella mujer, y que ahora estaba en su mesa del hotel, con algunos párrafos subrayados en rojo. Ingresó a los dieciocho años en una orden religiosa. Arquitectura y Bellas Artes en la Universidad de Los Ángeles, con cursos especializados en Sevilla, Madrid y Roma. Brillante expediente académico. Siete años profesora de arte. Cuatro años directora de un colegio religioso universitario de Santa Bárbara. Crisis personal con complicaciones de salud. Dispensa temporal indefinida. Tres años en Sevilla, donde vivía de dar clases a alumnos norteamericanos de Bellas Artes. Discreta, sin nada que señalar, apenas mantenía contacto con una residencia local de la orden a la que pertenecía. Domiciliada en vivienda particular. No había pedido separación del estado religioso. No constaba que hubiese realizado estudios especiales de informática.
Quart miró a la monja. Afuera, en la plaza, la luz subía de intensidad y el calor empezaba a hacerse notar. Agradeció el refugio fresco que brindaba la iglesia.
– Es su memoria recobrada, entonces, lo que la retiene aquí.
– Más o menos.
Gris Marsala sonrió tristemente, observando la medalla militar atada a las flores secas del ramo de novia, entre los exvotos del Nazareno -piernas, brazos, figurillas de latón y cera-, con aire de preguntarse el paradero de las manos que llevaron aquellas flores. Se había endurecido la expresión en sus ojos, cuya claridad intensificaba la luz exterior.
– Los futuristas -dijo, tras un nuevo silencio- propusieron dinamitar la ciudad de Venecia, para destruir así un modelo. Lo que entonces parecía una paradoja esnob se ha vuelto realidad en la arquitectura, en la literatura… En la teología. Arrasar ciudades bombardeándolas sólo es un ejemplo excesivo; un modo brutal de abreviar las cosas -sonreía ensimismada y triste, mirando el seco ramo de novia- Hay métodos más sutiles.
– Ustedes no pueden vencer -dijo suavemente Quart.
– ¿Nosotros?… -la monja lo miró sorprendida-. No se trata de un clan, o una secta. Sólo gente agrupada en torno a esta iglesia, cada uno con motivos personales distintos -movía la cabeza; todo aquello resultaba obvio- El padre Óscar, por ejemplo, es joven y ha descubierto una causa de la que enamorarse, como podría haber sido una mujer, o la Teología de la Liberación… En cuanto a don Príamo, me recuerda ese libro magnífico de un español a quien tuve ocasión de oír en la universidad. Ramón Sender: La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. ¡Aquel conquistador pequeño, desconfiado y duro, que cojeaba de viejas heridas e iba siempre armado a pesar del calor, pues no se fiaba de nadie!… Igual que él, nuestro párroco ha decidido rebelarse contra un rey lejano e ingrato, y librar su guerra personal. ¿No tiene gracia?… También a tipos como Aguirre los reyes les enviaban gente como usted, con órdenes de cárcel o ejecución -suspiró, antes de guardar silencio un instante-. Imagino que es inevitable.
– Hábleme de Macarena.
Al escuchar el nombre, Gris Marsala miró a Quart con atención. Soportaba éste el escrutinio, impasible.
– Macarena -dijo por fin la monja- defiende su propia memoria: algunos recuerdos, el baúl de su tía abuela y las lecturas que la marcaron desde niña. Se debate en lo que ella misma, en sus momentos de humor, llama el efecto Buddenbroock: la conciencia de un mundo que se extingue, la tentación gatopardesca de aliarse con los advenedizos para sobrevivir. La desesperanza de la inteligencia.
– Cuénteme más cosas.
– No hay mucho más que contar. Todo está a la vista -Gris Marsala miró a través de la puerta abierta la plaza llena de sol-. Heredó un mundo que ya no existía, eso es todo. También ella es una huérfana que se aferra a los restos de su naufragio.
– ¿Y qué papel juego yo en todo esto?
Se sintió incómodo apenas la pregunta abandonó sus labios, pero ella no parecía darle demasiada importancia. Vio que movía los hombros bajo el polo manchado de yeso.
– No sé. Usted se ha convertido en el testigo -pareció reflexionar un poco más-. Todos están tan solos que necesitan a alguien que levante acta. Imagino que desean su comprensión, o más bien la de quienes lo enviaron aquí. Del mismo modo que Aguirre, en el fondo, anhelaba la de su rey.
– ¿También Macarena?
Esta vez Gris Marsala tardó un poco en responder. Miraba los rasguños en los nudillos de la mano de Quart.
– Usted le gusta-dijo al fin, con sencillez-. Como hombre, quiero decir. Y no me sorprende. No sé si es consciente, pero su presencia en Sevilla le da a todo un cariz especial. Imagino que ella intenta seducirlo, a su manera -sonrió quedamente, adoptando el aire de un chico malvado-. Y no me refiero al aspecto físico de la cuestión.
– ¿Le importa?
La monja le dirigió un vistazo de curiosidad desapasionada.
– ¿Por qué había de importarme?… No soy lesbiana, padre Quart. Se lo digo por si le preocupa la naturaleza de mi amistad con Macarena -soltó una corta carcajada, apoyándose con desenvoltura en la vieja puerta de roble. Seguía teniendo, pensó Quart una vez más, a pesar del pelo gris como su nombre y los cercos de edad en torno a los ojos, un cuerpo de muchacha delgada y ágil, subrayado por los téjanos ceñidos y aquellas silenciosas zapatillas blancas-. En cuanto a los varones en general y los sacerdotes atractivos en particular, tengo cuarenta y seis años y soy virgen por votos y voluntad propia.
Quart miró hacia la plaza por encima del hombro de la mujer, incómodo.
– ¿Qué le pasa a Macarena con su marido?
– Que ella lo ama -parecía un poco sorprendida, como si todo fuese tan evidente que sobraran las explicaciones. Después observó a Quart con atención, y en la boca se le dibujó una lenta sonrisa de ironía-. No ponga esa cara, padre. Salta a la vista que usted frecuenta poco el confesionario. No sabe nada de las mujeres.
Quart salió al exterior y el sol fue a caer sobre los hombros de su chaqueta negra como una manta de plomo. Gris Marsala lo siguió mientras sorteaba un montón de arena y gravilla y se detenía ante la hormigonera. El sacerdote miró la espadaña de la iglesia, entre los andamios de tablones y tubos atornillados, y al hacerlo su vista se detuvo en la Virgen decapitada sobre la puerta.
– Me gustaría visitar su casa, hermana Marsala.
El sonido de los pasos de la monja se detuvo sobre la gravilla.
– Me sorprende usted.
– No lo creo.
Hubo un silencio. Cuando Quart se giró hacia ella vio que lo observaba, entre molesta y divertida.
– Detesto eso de hermana Marsala. ¿O quizá sólo es una forma de darle tono oficial a la solicitud?… -ahora enarcaba las cejas, irónica-. Al fin y al cabo está proponiendo visitar la casa donde vive una monja sola. ¿No le preocupa el qué dirán? Monseñor Corvo, por ejemplo. O sus jefes en Roma… -se dio una exagerada palmada en la cadera, burlona, cual si acabara de caer en la cuenta-. Aunque, por supuesto, es usted quien informa a sus jefes de Roma.
Quart dudó un segundo entre fruncir el ceño o echarse a reír. Se echó a reír.
– Sólo es una sugerencia -dijo-. Una idea. Estoy reuniendo piezas de un rompecabezas -miró a su alrededor, otra vez la espadaña entre los andamios, la imagen mutilada, de nuevo a ella-. Ver cómo vive me ayudaría.
Ahora se enfrentaba directamente a sus ojos. Era sincero, y Gris Marsala se daba cuenta.
– Ya entiendo. Busca pistas del crimen, ¿verdad?
– Eso es.
– Ordenadores conectados con Roma y cosas así.
– Exacto.
– Y si me niego, ¿entrará de todos modos, igual que hizo en casa de don Príamo?
– ¿Cómo sabe eso?
– El padre Óscar me lo dijo.
Demasiada información circulando, pensó Quart, irritado. Se lo contaban todo unos a otros en aquel extraño club, y el único que obtenía las cosas con sacacorchos era él. Sintió un gran cansancio con el sol despiadado en la cabeza y los hombros; la tentación de soltarse el alzacuello o quitarse la chaqueta. Pero siguió inmóvil, una mano en el bolsillo, aguardando.
Gris Marsala se movía lentamente en torno a la hormigonera, con una mano en el borde. Miraba dentro igual que si esperase encontrar algo olvidado. También sonreía, reflexiva.
– ¿Por qué no? -dijo por fin-. Nunca ha ido un hombre a mi casa en estos tres años. No estará mal comprobar cómo se siente una -deslizó sobre Quart una larga ojeada valorativa e hizo una mueca-. Espero no arrojarme sobre usted apenas cierre la puerta… ¿Se defendería como Santa María Goretti, o está dispuesto a concederme alguna posibilidad? -con el dedo índice hizo un curioso gesto, un movimiento circular en torno a las patas de gallo que tenía alrededor de los ojos, y luego deslizó el dedo a lo largo de su nariz hasta la boca-. Aunque mucho me temo que a mi edad ya no soy una prueba para el celibato de nadie… Es duro, ¿sabe?, para cualquier mujer, darse cuenta de que ha perdido su atractivo para siempre -otra vez se endureció la expresión en los ojos claros, cuyas pupilas parecían desaparecer, contraídas por la luz cegadora de la plaza-. Sobre todo para una monja.
– Póngase cómodo -dijo Gris Marsala.
Era una ironía evidente. Las comodidades resultaban mínimas en el pequeño saloncito de la casa; un segundo piso cuyo estrecho balcón, adornado con macetas y protegido del calor y la luz por una estera de esparto, daba a la calle San José, en las proximidades de la Puerta de la Carne. Habían tardado sólo diez minutos en ir desde Nuestra Señora de las Lágrimas por calles que el sol convertía en hornos revocados de cal, con aquella claridad hiriente que penetraba hasta los más insospechados rincones. Sevilla era, sobre todo, luz. Paredes blancas y luz en todos sus matices, concluyó Quart, que había caminado junto a Gris Marsala en una especie de zigzag, buscando la sombra de los aleros y las esquinas como cuando en Sarajevo monseñor Pavelic y él se movían de resguardo en resguardo, a causa de los francotiradores.
Se detuvo en el centro de la habitación mientras guardaba las gafas de sol en el bolsillo interior de su chaqueta, y miró alrededor. Todo estaba inmaculadamente limpio y ordenado. Había un sofá tapizado en tela con tapetes de ganchillo en los brazos y el respaldo, un televisor, un pequeño mueble con libros y cintas musicales, una mesa de trabajo con lápices y bolígrafos dentro de jarras de cerámica, papeles y carpetas. Y un ordenador personal. Sintiendo los ojos de Gris Marsala, Quart fue hasta el PC: un 486 con impresora. Suficiente para Vísperas, aunque sin modem de conexión a la línea telefónica que estaba al otro extremo del cuarto. El teléfono, además, era de clavija antigua, directamente encastrada en la pared, incompatible con el ordenador.
Se acercó a mirar las cintas y los libros. En lo musical predominaba el barroco; pero encontró mucho flamenco clásico y moderno, con todo Camarón completo. Los libros eran tratados de arte y restauración, con manuales técnicos o estudios sobre Sevilla. Dos de ellos, Arquitectura barroca sevillana de Sancho Corbacho y la Guía artística de Sevilla y su provincia, estaban llenos de hojitas autoadhesivas con anotaciones, marcando páginas. El único libro religioso era una Biblia de Jerusalén en piel, de lomera muy gastada. En la pared, protegida por un cristal, había una lámina con la reproducción de un cuadro. Le echó un vistazo al pie impreso: La partida de ajedrez, de Pieter Van Huys.
– ¿Culpable o inocente? -preguntó Gris Marsala, a espaldas de Quart.
– Inocente, de momento -repuso éste-. Por falta de pruebas.
La escuchó reír mientras se volvía hacia ella, sonriendo también. Al hacerlo vio reflejada su imagen en la pared opuesta, a espaldas de la mujer, sobre un antiguo y bello espejo enmarcado en madera muy oscura. Era el único objeto que desentonaba en la modesta vivienda, y a Quart le llamó la atención. Debía de ser un espejo muy caro.
La monja siguió la dirección de su mirada.
– ¿Le gusta? -preguntó.
– Mucho.
– Pasé varios meses comiendo mortadela y pan Bimbo para poder pagarlo -se miró un momento en el espejo y encogió los hombros. Después fue a la cocina y vino con dos vasos de agua fresca.
– ¿Qué tiene de especial? -preguntó Quart una vez hubo dejado el vaso vacío en la mesa.
– ¿El espejo?… -Gris Marsala dudó un instante-. Puede considerarlo una especie de revancha personal. Un símbolo. Es el único lujo que me he permitido desde que vivo en Sevilla -miró a Quart con malicia burlona-. Eso, y dejar que un hombre, aunque sea cura, entre en mi casa -ladeó la cabeza, echando cuentas respecto a sí misma-. No son muchas debilidades, ¿verdad?, para tres años.
– Pero no me ha saltado encima -dijo Quart-. Se autocontrola bien.
– Es que las monjas veteranas somos gente dura.
Suspiró con exagerada tristeza antes de unir su sonrisa a la del sacerdote. Aún sonreía cuando cogió los dos vasos y los llevó a la cocina. Se oyó correr el agua del grifo y regresó un momento después, secándose las manos en el polo, el aire pensativo. Miró el espejo, el saloncito, y por fin de nuevo a Quart.
– Desde que eres novicia te enseñan que en la celda de una religiosa los espejos son peligrosos -dijo-. Tu imagen, según la regla, debe reflejarse en el rosario y el devocionario. No posees nada tuyo: el vestido, la ropa interior, incluso las compresas higiénicas, debes recibirlas de manos de la comunidad. La salvación de tu alma no tolera individualismos ni decisiones personales.
Se quedó callada como si ya hubiese dicho cuanto quería decir, y dio unos pasos hacia la ventana, alzando un poco la estera de esparto. La claridad inundó la habitación, deslumhrando a Quart.
– He sido fiel a las reglas durante toda mi vida -añadió ella-. Y aquí en Sevilla lo soy también, a pesar de esta pequeña infracción del voto de pobreza -fue hasta el espejo y se miró largamente el rostro-. Tuve un problema. Usted lo conoce, pues Macarena me ha dicho que se lo contó. Un problema de enfermedad del espíritu, más que físico. Yo era directora de un colegio de universitarias, en Santa Bárbara. Jamás cambié una palabra con el obispo de mi diócesis que no fuese para cuestiones profesionales. Pero me enamoré de él, o creí estarlo, que es lo mismo… Y el día que me vi ante un espejo, maquillándome discretamente los ojos a mis cuarenta años porque él tenía anunciada una visita, comprendí lo que estaba ocurriendo -se miró la cicatriz de la muñeca antes de mostrársela a Quart a través del reflejo en la superficie de cristal-. No fue un intento de suicidio como sospecharon mis compañeras, sino un acceso de cólera. De desesperación. Y cuando salí del hospital y pedí consejo a mis superioras, todo lo que se les ocurrió fue recomendarme oraciones, disciplina y el ejemplo de nuestra hermana Santa Teresita de Lisieux.
Se quedó un poco callada, frotándose las muñecas como si intentara borrar la cicatriz.
– ¿Recuerda a Teresa de Lisieux, padre? -añadió mientras el sacerdote asentía en silencio-. A pesar de padecer tuberculosis y dormir en una celda helada, nunca pidió una manta para combatir el frío de la noche, sino que fue capaz de soportar humildemente los dolores de su enfermedad… ¡Y el buen Dios recompensó tanto sufrimiento llevándosela consigo a la edad de veinticuatro años!
Parecía reír muy quedo, entre dientes, entornando los ojos cual si observara algo muy lejos de allí, con todas aquellas pequeñas arrugas acusándose más en su cara. Había sido una mujer atractiva, pensó Quart. En cierto modo lo seguía siendo. Se preguntó cuántos religiosos, hombres o mujeres, hubieran tenido el valor de hacer lo que ella hizo.
Gris Marsala fue a sentarse en el sillón y Quart permaneció de pie, la chaqueta abierta y las manos en los bolsillos, apoyado en el mueble de los libros y la música, mirándola. Ella le dirigió una sonrisa extraordinariamente amarga:
– ¿Ha visitado alguna vez un cementerio de monjas, padre Quart?… Filas de pequeñas lápidas alineadas, todas iguales. Y grabado en ellas, el nombre de religión; no el de bautismo. Lo que fueron consiste exclusivamente en su pertenencia a una orden; lo demás no cuenta ante Dios. Imposible encontrar sepulturas que inspiren más tristeza. Es como esas necrópolis de guerra con miles de cruces que llevan la inscripción «desconocido». Provocan una insufrible sensación de soledad. Y también la pregunta millonaria: ¿De qué ha servido todo esto?
Jugueteaba con uno de los tapetitos de ganchillo puestos sobre los brazos del sofá, y de pronto parecía muy desamparada, lejos de aquel aplomo que reforzaba cada una de sus palabras y gestos. Quart contuvo el impulso de sentarse junto a ella; no se trataba de piedad, sino de oportunidad operativa. Quizá no tuviese mejor ocasión para iluminar los ángulos de sombra de Gris Marsala. Habló con mucho cuidado, pescador que no tensa demasiado el sedal para que el pez no se asuste y escape:
– Son las normas. Usted lo sabía cuando profesó.
Ella lo miró igual que si hubiera hablado en otro idioma.
– Cuando profesé desconocía el sentido de palabras como represión, intolerancia, o incomprensión -sacudió la cabeza-. Ésa es la norma real. Igual que en el 1984 de Orwell, con el ojo de la Gran Hermana sobre ti. Y cuanto más joven y atractiva eres, peor. Comadreos, grupitos, amigas preferidas, celos, envidias… Ya conoce el viejo dicho: se juntan sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse… Si alguna vez dejo de creer en Dios, espero seguir creyendo en el Juicio Final. ¡Cómo me gustaría encontrar allí a algunas de mis compañeras y a todas mis superioras!
– ¿Por qué se hizo monja?
– Esto se parece cada vez más a una confesión general. No lo traje aquí para descargar mi conciencia… ¿Por qué se hizo cura?… ¿La vieja historia del padre opresivo y la madre excesivamente afectuosa?
Negó Quart con la cabeza, incómodo. No era ése el terreno al que pretendía llevar la conversación.
– Mi padre murió siendo yo muy niño -dijo.
– Ya. Otro caso de proyección edípica, que diría ese viejo cochino de Freud.
– No creo. También llegué a pensar en hacerme militar.
– Qué literario. El rojo y el negro -había puesto el tapetito sobre sus rodillas y lo doblaba cuidadosamente una y otra vez, con gesto distraído-. Mi padre era celoso, dominante. Y yo temía decepcionarlo. Si analiza a fondo ciertas vocaciones femeninas, sobre todo de chicas que fueron guapas, descubrirá con insospechada frecuencia una angustia de años bajo el acoso continuo de un padre: todos los hombres buscan lo mismo, etcétera. A muchas religiosas, como es mi caso, nos enseñaron desde niñas a tener cuidado con los hombres y a no perder el control frente a ellos… Le sorprendería saber cuántas fantasías sexuales de monjas giran en torno al tema de la bella y la bestia.
Se miraron largamente, sin necesitar palabras. Flotaba ahora entre los dos, percibió el sacerdote, la más grata sensación extraíble del oficio que ambos, de un modo u otro, desempeñaban. Aquella solidaridad singular y dolorosa que sólo era posible entre clérigos reconociéndose unos a otros en un mundo difícil. Una camaradería hecha de rituales, sobreentendidos, intuición, instinto de grupo y soledades paralelas, comprensibles. Soledades compartidas.
– ¿Qué puede hacer -añadió Gris Marsala- una monja que a los cuarenta años comprende que sigue siendo la misma niña dominada por su padre?… Una criatura que, por afán de no desagradarle, de no cometer ningún pecado, cargó con el pecado más grande: el de no haber vivido jamás una vida verdaderamente propia… ¿Hizo bien o fue una irresponsable y una estúpida cuando, con dieciocho años, renunció al amor terrenal que incluye palabras como confianza, entrega, o sexo? -observó a Quart cual si de veras esperase de éste una respuesta-. ¿Qué hacer cuando esas reflexiones vienen demasiado tarde?
– No lo sé -dijo él, amistoso y sincero-. Sólo soy un cura de infantería, sin demasiadas respuestas -paseó la vista por la habitación, los modestos muebles y el ordenador, y al retornar a ella esbozó una sonrisa-. Quizá romper un espejo, y después comprarse otro -hizo una pausa-. Se necesita mucho coraje para eso.
Gris Marsala estuvo un rato sin responder nada. Después desdobló despacio el tapetito, colocándolo cuidadosamente sobre el brazo del sofá.
– Quizá -dijo al fin-. Pero el reflejo ya no es el mismo -había una desesperada ironía en sus ojos claros cuando de nuevo los alzó hasta Quart-. Pocas cosas hay tan trágicas en la vida como descubrir algo a destiempo.
Estaban esperándolo en Casa Cuesta, puntuales en torno a la mesa bajo el anuncio de vapores Sevilla-Sanlúcar-Mar, como una banda de facinerosos contritos en torno a una botella de La Ina.
– Sois un desastre -dijo Celestino Peregil-. Me estáis haciendo quedar fatal.
Don Ibrahim miraba la ceniza de su puro, a punto de desplomársele sobre el chaleco blanco. Tenía el ceño fruncido y se pasaba, molesto, un dedo por las cerdas del bigote chamuscado mientras Peregil les leía la cartilla. A su lado, el Potro del Mantelete mantenía los ojos fijos en la superficie de la mesa, en un lugar indeterminado que más o menos estaba entre su mano izquierda, aún vendada con gasa y pomada para las quemaduras, y el rodal húmedo de vino dejado por la copa que en ese momento se llevaba a la boca. La Niña Puñales era la única que parecía ajena a la vergüenza general, con sus ojos negros de copla ausentes, fijos en un cartel amarillento de la pared -Plaza de toros de Linares, 1947, Gitanillo de Triana, Manolete y Dominguín-, y las manos largas, morenas y descarnadas, de uñas tan rojas como sus labios y sus pendientes de coral, con las pulseras de plata en torno a las muñecas tintineando a cada viaje de ida y vuelta entre su copa y la botella. Ella sola se había bebido más de la mitad.
– En mala hora os encargué este negocio -añadió Peregil.
Estaba furioso, en baja forma, con el nudo de la corbata torcido y un tono grasiento en la piel y en la calva, deshecha la complicada arquitectura del pelo apelmazado con fijador desde la oreja izquierda. Menos de una hora antes, Pencho Gavira le había echado una bronca. Resultados, imbécil. Te pago para que me proporciones resultados, y llevas una semana mareando la perdiz. Seis millones te di para el asunto, y seguimos igual, y encima está ese periodista, el tal Bonafé, queriendo mojar la magdalena. Que por cierto, Peregil, cuando tengamos un rato vas a contarme qué tienes tú que ver con ese fulano, ¿verdad? Me lo vas a contar muy despacito, porque huelo que aquí hay gato encerrado. En cuanto a lo otro, tienes hasta el miércoles para solucionarme la papeleta. ¿Me oyes? Hasta el miércoles. Porque el jueves no quiero que en esa iglesia entre ni Dios. De lo contrario vas a cagar los seis kilos gramo por gramo. Subnormal. Que eres un subnormal.
– Las cosas de curas traen muy mal fario -apuntó don Ibrahim.
Peregil lo miró con dureza:
– El mal fario lo tenéis vosotros.
Inclinaba un poco la cabeza el Potro, del mismo modo que cuando era amonestado por el arbitro o aguantaba, estoico, broncas del público en plazas de polvo y sol.
– Lo de la gasolina -dijo la Niña Puñales – fue un aviso del Cielo. Las llamas del Purgatorio.
Seguía mirando, ausente, el último cartel de Manolete, y una mosca que había estado bebiendo en los rodales de vino de la mesa se paseaba por sus pulseras de plata. Don Ibrahim observó con ternura su perfil gitano, el maquillaje que se le cuarteaba en torno a las patas de gallo y sobre el carmín de la boca, y una vez más sintió la incómoda carga de la responsabilidad. El Potro levantó la cabeza para lanzarle una de esas miradas suyas de perro fiel. Sin duda había digerido ya el «tenéis mal fario» de Peregil, y aguardaba alguna señal para saber en qué plan iban a tomarse aquello. Don Ibrahim lo tranquilizó con una ojeada, que de nuevo paseó después por la ceniza de su cigarro antes de fijarla, llena de melancolía, en el sombrero panamá, colgado en el respaldo de la silla contigua junto al bastón que le había regalado María Félix. Y qué ocurre, se dijo tristemente clásico, cuando Ulises, de noche en la terrible lucidez del puente de su nave, oye romper arrecifes por la proa y siente, al mismo tiempo, fijos en él los ojos confiados de sus argonautas pelágicos. Atadme esa mosca por el rabo. De adivinar sus pensamientos, hasta el último argonauta saltaría por la borda. Y don Ibrahim, el primero.
– Un aviso del Cielo -admitió, dándole respaldo a la tesis de la Niña por respeto y a falta de otra cosa, mientras intentaba conferir a su semblante la adecuada gravedad homérica-. Al fin y al cabo no se puede luchar contra los elementos.
– Ozú.
Peregil resumió su parecer sobre los avisos celestiales con una blasfemia larga y barroca – relacionada con las hipotéticas bragas de la Virgen – que hizo levantar la cabeza, interesado, al camarero que fregaba vasos detrás del mostrador.
– ¿Eso -inquirió Peregil al recobrar aliento- quiere decir que os rajáis?
Don Ibrahim se puso en el pecho la mano del sello de oro falso, con dignidad ejemplar. Al hacerlo le cayó, por fin, la ceniza del habano sobre la barriga.
– Aquí no se raja nadie.
– Nadie -repitió el Potro como un eco, mirando ensimismado la lona del ring.
– Pues ya me contaréis vosotros -dijo Peregil-. El tiempo se acaba. En esa iglesia no puede haber misa el próximo jueves.
Alzó el ex falso letrado la mano:
– Descartado el continente -sugirió-, ocupémonos del contenido. Aunque por razones de conciencia hayamos decidido no atentar contra un recinto sagrado, no hay obstáculo, u óbice, para que nos ocupemos del elemento humano -le dio una chupada al cigarro, viendo alejarse el aro de humo habanero-. Me refiero al cura.
– ¿A cuál de los tres?
– Al párroco -don Ibrahim sonrió a medias, confidencial-. Según los informes obtenidos por la Niña en la vecindad y entre las feligresas, el vicario joven se marcha de viaje mañana martes, con lo que el titular de la parroquia queda solo ante el peligro -sus ojos enrojecidos y tristes, desprovistos de pestañas desde el episodio de la gasolina, se posaron en el sicario de Pencho Gavira-. ¿Me sigues, amigo Peregil?
– Te sigo -Peregil cambiaba de postura en la silla, interesado-. Pero no sé a dónde.
– Tú, o quien sea, no queréis que haya misa el jueves… ¿Correcto?
– Correcto.
– Pues si no hay cura, no hay misa.
– Claro. Pero el otro día me dijisteis que os daba escrúpulo de conciencia romperle una pierna al viejo. Y yo, dicho sea de paso, estoy de vuestra conciencia hasta los cojones.
– No hay que llegar tan lejos -el indiano miró alrededor y luego al Potro y a la Niña, antes de bajar el tono, cauto-. Imagínate que ese digno sacerdote, ese venerable ministro del Señor, desaparece dos o tres días sin menoscabo físico.
Un rayo de esperanza iluminaba la sonrisa del esbirro:
– ¿Podéis encargaros de eso?
– Claro -don Ibrahim le dio otra chupada al puro-. Algo limpio, sin complicaciones ni fracturas de por medio. Sólo te costará un poco más.
Peregil lo miró con desconfianza:
– ¿Cuánto más?
– Nada, poca cosa -don Ibrahim miró fugazmente a sus compadres y aventuró una cifra-: Kilo y medio por barba en concepto de alojamiento y dietas.
Cuatro millones y medio no eran nada a tales alturas, así que Peregil hizo un gesto para indicar que la cuestión carecía de importancia. En aquel momento estaba más tieso que la mojama; pero si resultaba, no era eso lo que iba a regatear Pencho Gavira.
– ¿Qué habéis pensado?
Miraba don Ibrahim por la ventana, hacia el estrecho arco blanco del callejón de la Inquisición, dudando si dar detalles. Sentía calor, mucho calor a pesar del vino fresco, y también el deseo de quedarse en mangas de camisa y respirar hondo. Cogió el abanico de la Niña y se dio aire. A saber cómo podía terminar aquello.
– Hay un sitio en el río -adelantó-. Un barco donde vive el Potro. Podemos retener allí al cura hasta el viernes, si quieres.
Peregil miró los ojos inexpresivos del Potro y enarcó las cejas:
– ¿Saldría bien?
Otra vez asintió, grave y seguro, don Ibrahim. De todas formas, se decía en ese instante, hay momentos de la vida en que los hombres se vuelven prisioneros de sus propios pasos; como Cortés cuando dijo aquello de a Tenochtitlán se va por ahí, o sea, sus y a ellos. Se abanicó alzando un poco la cabeza en busca de más aire, cual si ventease a su espalda el olor a humo de las naves ardiendo en las playas de Veracruz.
– Saldrá bien.
Como todos los hombres cuando desean ser tranquilizados, a Peregil se le veía más tranquilo. Sacó un paquete de rubio americano y encendió uno.
– ¿Seguro que no le haréis daño al viejo?… Porque imagínate que se resiste.
– Por favor -don Ibrahim lanzó una inquieta mirada de soslayo a la Niña y después colocó la mano del cigarro puro en el hombro del Potro-. Un anciano sacerdote. Un santo varón.
Seguía mostrándose de acuerdo Peregil. Pero era necesario mantener también, les recordó, la vigilancia sobre el cura de Roma y la, ejem, señora. Y las fotos. Sobre todo que no se olvidaran de las fotos.
– ¿Sabéis que la idea no es mala? -añadió después, volviendo al asunto del párroco-, ¿Cómo se os ocurrió?
Mientras se acariciaba los restos de bigote, don Ibrahim compuso una sonrisa entre halagada y modesta:
– De una película que pasaron ayer en la tele: El prisionero de Zenda.
– Me parece que la he visto -Peregil se tocaba el pelo colgante sobre la oreja, intentando camuflarse de nuevo la calva. Su humor era otro. Hasta había hecho una señal al camarero para que trajese una segunda botella, que la Niña Puñales veía acercarse con ojos impasibles de azabache, mientras sus uñas largas, descascarilladas, acariciaban el cristal de la copa vacía-… ¿Ésa del fulano al que los amigos meten en la cárcel, y luego encuentra un tesoro y se venga de ellos?
Don Ibrahim movió de un lado a otro la cabeza. El camarero había descorchado la botella, y el fino canturreaba al llenar las copas mientras la Niña lo acompañaba moviendo los labios, en silencio.
– No -dijo-. Esa es El conde de Montecristo. La nuestra es la del hermano malvado que secuestra al rey para coronarse él, pero entonces llega Stewart Granger y lo salva.
– Hay que ver -Peregil asentía, complacido, mirando al Potro-. La verdad es que con la tele se aprende un huevo.
Honorato Bonafé poseía ciertas cualidades porcinas, y no sólo en el aspecto moral de su carácter. Cuando llegó a la penumbra fresca del atrio, el sudor le corría generosamente por la papada color de rosa, encharcándole el cuello de la camisa. Sacó un pañuelo del bolsillo y fue enjugándoselo poco a poco, con toquecitos de sus manos blandas y pequeñas, mientras miraba los exvotos colgados en la pared, la mitad de los bancos arrinconados a un lado de la nave, los andamios contra los muros y sobre el altar mayor. Atardecía en Santa Cruz. La última luz que entraba por las incompletas vidrieras era dorada y rojiza, dándole un halo de misterio a las figuras desconchadas y polvorientas en la madera tallada. Dos ángeles fijaban su mirada en el vacío, y las tallas orantes de los duques del Nuevo Extremo parecían figuras reales, agazapadas en las sombras del retablo.
Dio unos pasos inseguros mirando la bóveda, el pulpito y el confesionario, cuya puerta estaba abierta. No había nadie allí ni tampoco en la sacristía. Anduvo hasta la verja de hierro de la cripta, miró los escalones que bajaban a la oscuridad y luego se volvió hacia el altar. La talla de la Virgen estaba en su hornacina, rodeada por los tubos y las plataformas de los andamios. Bonafé la estuvo contemplando desde abajo y después, con la decisión de quien ejecuta movimientos bien meditados, fue a la escalera del andamio y subió hasta la imagen, unos cinco metros sobre el piso. La luz rojiza que entraba por las vidrieras iluminaba los escorzos de la talla barroca, el corazón traspasado por puñales sobre el pecho, los ojos de Dolorosa alzados al cielo. Y en las mejillas, en el manto azul y en la corona de estrellas que circundaba su cabeza, relucían las perlas del capitán Xaloc.
Bonafé extrajo otra vez el pañuelo del bolsillo, secó más sudor de su frente y su papada, y luego se sirvió de él para quitar el polvo que cubría las perlas, observándolas con mucha atención. Se volvió a mirar la nave desierta de la iglesia, antes de sacar del bolsillo una pequeña navaja que abrió con cuidado. Después raspó ligeramente una de las perlas engarzadas en el manto de la talla y la estudió un rato, pensativo. Al cabo de unos momentos de indecisión introdujo la punta de la navaja en el engarce con mucho tiento, presionando hasta desprender la perla de su alvéolo. Era gruesa, del tamaño de un garbanzo, y la tuvo un rato en la palma de la mano antes de metérsela en el bolsillo de la chaqueta con sonrisa satisfecha.
La luz crepuscular entraba a través del Cristo sin cuerpo de la vidriera rota, tiñendo de rojo las gotas de sudor en el blando perfil de Bonafé. Aún recurrió otra vez al pañuelo para enjugarse la cara. Y en ese momento oyó un suave roce a su espalda, mientras una ligera vibración estremecía la estructura del andamio.