Ya ha visto a un héroe -comentó- Y eso vale algo.
(Eckermann. Conversaciones con Goethe)
– Creo que ya se conocen -dijo Su Ilustrísima.
Estaba recostado en el sillón con la actitud del arbitro que procura mantenerse a distancia para que la sangre no salpique sus zapatos. Quart y el padre Ferro se miraban en silencio. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas no había aceptado la silla que con un gesto le ofreció monseñor Corvo, y estaba de pie en medio del despacho, pequeño y obstinado, con su cara que parecía tallada a golpes de buril, el pelo blanco recortado a trasquilones y la sotana vieja, raída, bajo la que asomaban los enormes zapatos sin lustrar.
– El padre Quart desea hacerle unas preguntas -añadió el arzobispo.
Las arrugas y cicatrices del párroco se mantuvieron impasibles. Miraba hacia un punto indefinido del espacio sobre el hombro del prelado, a la ventana cuyos visillos difuminaban la silueta ocre de la Giralda:
– No tengo nada que decirle al padre Quart.
Monseñor Corvo asintió lentamente, como si acabara de escuchar la respuesta que esperaba.
– Muy bien -admitió-. Pero yo soy su obispo, don Príamo. Y a mí sí está ligado usted por voto de obediencia- se había quitado un momento la pipa de la boca y señalaba con ella, alternativamente, a los dos sacerdotes-. De modo que, si lo prefiere, me responderá a mí a través de las preguntas que le haga el padre Quart.
Los ojos oscuros y opacos del párroco vacilaron un instante.
– Es una situación ridícula -protestó, áspero, y Quart vio que se volvía un poco hacia él, haciéndolo responsable de todo aquello.
El arzobispo compuso una desagradable sonrisa.
– Me consta -dijo-. Pero con este recurso de jesuitas todos quedaremos satisfechos. El padre Quart hará su trabajo, yo asistiré complacido al diálogo, y usted pondrá a salvo, al menos en lo formal, su inaudita soberbia -soltó una bocanada de humo parecida a una amenaza y se ladeó en el sillón; la diversión anticipada le bailaba en los ojos-. Ahora puede empezar, padre Quart. Es todo suyo.
Y Quart empezó. Fue duro, brutal a veces, pasando factura al párroco del seco recibimiento en la iglesia el día anterior, la hostilidad manifestada en el despacho de Su Ilustrísima, el mal disimulado desprecio que le causaba su condición de viejo cura rural, testarudo, miserable. Era algo más complejo, más profundo que la antipatía personal, o la misión que lo había llevado a Sevilla. Y para sorpresa de monseñor Corvo, y en último extremo también de él mismo, actuó como un fiscal desprovisto de misericordia; acosando al anciano con un desdén ácido, despiadado, del que sólo Quart conocía el auténtico origen. Y cuando por fin, consciente de lo injusto que era todo, se detuvo a recobrar aliento, lo turbó la idea súbita de que Su Eminencia el inquisidor Jerzy Iwaszkiewicz habría aprobado aquello punto por punto.
Los dos hombres lo miraban; incómodo el arzobispo, la pipa entre los dientes y el ceño fruncido. Inmóvil el párroco, clavados en Quart unos ojos a los que el interrogatorio, más adecuado para un delincuente que para un sacerdote de sesenta y cuatro años, había velado con la humedad rojiza, contenida, de lágrimas que se niegan a salir. Quart se removió en la silla, ocultando su embarazo bajo el gesto de anotar en una tarjeta. Aquello era golpear a un hombre con las manos atadas.
– Recapitulando -ahora suavizaba un poco el tono; consultó innecesariamente sus notas para eludir la mirada del párroco-: Usted niega ser autor del mensaje recibido en la Santa Sede, y niega asimismo conocimiento del hecho, o sospechas sobre el autor y sus intenciones.
– Lo niego -repitió el padre Ferro.
– ¿Ante Dios? -preguntó Quart, excesivo, siempre un poco avergonzado de sí mismo.
El viejo sacerdote se giró hacia monseñor Corvo, en demanda de un auxilio que el otro no podía eludir. Oyeron al arzobispo carraspear mientras alzaba la mano del anillo pastoral.
– Dejaremos al Todopoderoso fuera de esto, si no les importa -el prelado lo miraba entre el humo de su pipa-. No creo que esta conversación incluya la responsabilidad de tomar juramento a nadie.
Aceptó Quart en silencio, volviéndose de nuevo al párroco:
– ¿Qué puede contarme de Óscar Lobato?
El cura encogió los hombros.
– Nada, salvo que es un excelente joven y un digno sacerdote -había un leve temblor en su barbilla mal afeitada-. Lamentaré separarme de él.
– ¿Tiene su vicario conocimientos avanzados de informática?
Entrecerró los ojos el padre Ferro. Ahora la suya era una mirada recelosa, semejante a la del campesino que ve acercarse nubes de pedrisco.
– Eso deberían preguntárselo a él -dirigió un vistazo a la estilográfica de su interlocutor e hizo un gesto cauto, indicando la puerta con el mentón-. Está ahí, esperándome.
Quart sonreía de modo casi imperceptible, seguro en apariencia, pero había algo en todo aquello que lo hacía sentirse igual que si caminara en el vacío. Algo fuera de lugar, como una nota falsa. El padre Ferro estaba diciendo casi todo el tiempo la verdad, pero inserta en ello había una mentira; tal vez una sola, tal vez no demasiado grave, pero que alteraba la consistencia del conjunto.
– ¿Qué me dice de Gris Marsala?
Los labios del párroco se endurecieron.
– La hermana Marsala tiene dispensas de su orden -miraba al arzobispo como si lo pusiera por testigo-. Es libre de entrar y salir, y trabaja de forma voluntaria. Sin ella, el edificio se habría venido abajo.
– Algo abajo se vino ya -dijo monseñor Corvo.
No había podido reprimirse; sin duda pensaba en el trozo de cornisa y en su difunto secretario. Quart seguía pendiente del sacerdote:
– ¿Cuál es la naturaleza de su relación con usted y el vicario?
– La normal.
– No sé lo que considera normal -Quart calculaba su desdénal milímetro, con mala fe-. Ustedes, los viejos curas rurales, tienen una equívoca tradición de normalidad en cuanto a amas y sobrinas…
Vio por el rabillo del ojo que monseñor Corvo casi pegaba un salto en el sillón. Se trataba de una provocación consciente, y el objetivo era obvio. Atrapó al vuelo un relámpago de cólera.
– Oiga -la ira blanqueaba los nudillos del párroco en los puños apretados-. Espero que no esté… -se interrumpió de pronto para observar a Quart con fijeza, como grabándose en la memoria hasta el último detalle de su cara-. Hay quien podría matarlo por eso.
La amenaza no desentonaba con el carácter sacerdotal del padre Ferro, ni con su aspecto seco, endurecido bajo aquella sotana llena de manchas que oscilaba a impulsos de la ira. Quizás yo mismo, decía esa apariencia. El asunto quedaba a la libre interpretación de cada cual.
Quart miró al sacerdote con perfecta calma:
– ¿Como su iglesia, por ejemplo?
– ¡Por el amor de Dios! -terció el arzobispo, escandalizado-. ¿Es que se han vuelto locos?
Sobrevino un largo silencio. El rectángulo de luz en la mesa de monseñor Corvo se había desplazado a la izquierda, lejos del alcance de su mano, y enmarcaba el tomo de La imitación de Cristo, donde el padre Ferro mantenía ahora fija su mirada. Quart observó al anciano, interesado. Se parecía mucho a otro sacerdote a quien él nunca se quiso parecer; el hombre al que casi había logrado olvidar -algún tiempo, desde el seminario, una carta o una postal; y después el silencio- y sólo acudía a su memoria como un fantasma, cuando el viento del sur reavivaba olores y sonidos agazapados en la memoria. El mar batiendo en las rocas y el aire húmedo y salino tierra adentro, y la lluvia. Olor de brasero y mesa camilla en invierno. Rosa rosae, Quoúsque tándem abutere Catilina, Nox atra cava circunvolat umbra. Tic tac de gotas de agua en el cristal empañado de la ventana, campanillazos al alba y un rostro mal afeitado, grasiento, inclinado sobre el altar murmurando plegarias a un Dios duro de oído, vueltos hombre y niño, oficiante y acólito, hacia una tierra estéril orillada a un mar cruel. Del mismo modo, acabada la cena. Éste es el cáliz de mi sangre. Podéis ir en paz. Y la respiración sorda, de animal fatigado, luego en la sacristía, cuando un jovencísimo Lorenzo Quart lo ayudaba a despojarse de los ornamentos bajo manchas de humedad que se extendían por el techo. El seminario, Lorenzo. Irás a un seminario; un día serás sacerdote, como yo. Tendrás un futuro, como yo. Quart detestaba con todas sus fuerzas y toda su memoria aquella tosquedad, la pobreza de espíritu, la misma limitación oscura y miserable, misa de madrugada, siesta en la mecedora oliendo a cerrado y a sudor, rosario a las siete, chocolate con las beatas, un gato en el portal, un ama o una sobrina que de un modo u otro aliviaran la soledad o los años. Y después el final: la demencia senil, la consunción de una vida estéril y sórdida en un asilo con la sopa cayéndole entre las encías desdentadas. Para mayor gloria de Dios.
– Una iglesia que mata para defenderse… -Quart hacía un esfuerzo para regresar al presente y a Sevilla: a lo que era, en vez de a lo que podía haber sido-. Quiero saber cómo interpreta el padre Ferro esas palabras.
– No sé de qué me habla.
– Figuran en el mensaje que alguien introdujo en la Santa Sede. Y se refieren a su iglesia… ¿Cree que puede haber un designio providencial en todo esto?
– No estoy obligado a responder a esa pregunta.
Quart se encomendó a monseñor Corvo, pero éste se lavaba las manos con su más diplomática sonrisa:
– Es cierto -confirmó, encantado con las dificultades de Quart-. Tampoco quiso responderme a mí.
Era una pérdida de tiempo. El agente del IOE tenía constancia de que todo aquello no llevaba a ninguna parte, pero había un ritual que cumplir. Así que adoptó un tono muy oficial para preguntarle al cura si era consciente de lo que se estaba jugando. Los sesenta y cuatro años del otro se burlaron, sarcásticos, a modo de respuesta. Impasible, Quart siguió recorriendo el formulario: necesidad del informe, posible punto de partida para graves medidas disciplinarias, etcétera. Que el padre Ferro se encontrara a un año de la jubilación, por encima del bien y del mal como quien dice, no bastaba para asegurar la tolerancia de sus superiores. En la Santa Sede…
– No sé nada de esas muertes -le cortó el párroco, a quien la Santa Sede tenía ostensiblemente sin cuidado-. Fueron accidentes.
Quart se lanzó por la brecha:
– ¿Quizá muy oportunos desde su punto de vista?
Había un tonillo de camaradería, una insinuación del tipo vamos, hombre, ábrase un poco y procuremos arreglar esto de una puñetera vez. Pero el viejo tenía las conchas blindadas:
– Antes mencionó a la Providencia. Plantéele a ella la cuestión, y yo rezaré por usted.
Respiró Quart despacio, un par de veces, antes de intentarlo de nuevo. Lo que más le irritaba era el buen rato que debía de estar pasando Su Ilustrísima, en butaca de patio y escudado tras el humo de la pipa.
– ¿Está usted en condiciones de asegurar, bajo su carácter sacerdotal, que no medió intervención humana en las dos muertes de su parroquia?
– Vayase al infierno.
– ¿Perdón?
Hasta el neutral monseñor Corvo había dado otro respingo en su asiento. El párroco lo miraba:
– Con todo el respeto que debo a Su Ilustrísima, me niego a seguir contestando a este interrogatorio, y desde ahora guardaré silencio.
Aquel desde ahora era un eufemismo, y así lo hizo constar Quart. Llevaban veinte minutos de conversación, y lo único que había hecho don Príamo Ferro era precisamente guardar silencio. Monseñor Corvo repuso con una mueca y echando más humo; él oficiaba de acólito. Así que Quart se puso en pie. La cabeza canosa e hirsuta del párroco, tan parecida a la que no quería recordar, le llegaba a la altura del segundo botón de la camisa. No había regresado más que una vez, tras su ordenación: una visita rápida a la madre viuda, otra a la sombra negra agazapada en la iglesia como un molusco al fondo de su concha. Y había dicho misa allí, en el altar ante el que tantas veces actuó de monaguillo, sintiéndose extranjero en la nave húmeda y fría, por cuyos rincones vagaba el espectro del niño perdido frente al mar, bajo la lluvia. Después se fue sin regresar nunca más, y la iglesia, y el viejo párroco, y el pueblo de casitas blancas, y el mar desprovisto de piedad y de sentimientos, se fueron difuminando despacio en su recuerdo, como un mal sueño del que había logrado despertar.
Volvió lentamente a la realidad. Todo cuanto detestaba seguía ante él, en los ojos negros y obstinados que lo miraban con dureza, como un reproche.
– Tengo una pregunta más. Sólo una -había guardado las inútiles tarjetas y la estilográfica-. ¿Por qué se niega a abandonar esa iglesia?
El padre Ferro lo miró de abajo arriba. Correoso como un trozo de cuero viejo, era la definición. Aunque a Quart se le ocurrían unas cuantas.
– Ese no es asunto suyo -dijo-. Concierne a mi obispo y a mí.
Quart se felicitó mentalmente por acertar de antemano la respuesta, e hizo un gesto dando por concluida aquella estupidez. Para su sorpresa, Aquilino Corvo acudió al quite:
– Le ruego que conteste al padre Quart, don Príamo.
– El padre Quart nunca lo entendería.
– Estoy seguro de que pondrá su mejor voluntad. Inténtelo, se lo ruego.
Entonces el párroco hizo un gesto hosco y torpe, y movió testarudo la cabeza recortada a trasquilones, murmurando que Quart nunca había escuchado la confesión de una pobre mujer arrodillada en busca de consuelo, el llanto de un recién nacido, la respiración de un moribundo o el sudor de una mano en la suya. Así que, aunque hablase horas y horas, allí nadie iba a entender nunca una maldita palabra. Y Quart, a pesar del pasaporte diplomático que llevaba en el bolsillo, a pesar del respaldo oficial de la Curia, de la tiara y las llaves de Pedro que lucía en el extremo superior izquierdo de sus credenciales, comprendió que carecía del más mínimo poder sobre aquel huraño anciano de aspecto miserable, en las antípodas de lo que cualquier eclesiástico relacionaría con la gloria de Dios. Fue un fogonazo de inquietud que proyectó un instante, sobre su aplomo, la silueta de un viejo fantasma: Nelson Corona. Afloraba el mismo distanciamiento de la realidad oficial, idéntica mirada resuelta en los ojos que ahora tenía delante. Con la diferencia de que, tras los cristales empañados de las gafas del brasileño, Quart había visto mezclarse a un tiempo la resolución y el miedo; mientras que la mirada opaca del padre Ferro no reflejaba más que una firmeza semejante a piedra oscura. Ya concluía el párroco, de vuelta al silencio que lo abroquelaba como una coraza, cuando Quart le oyó decir que su iglesia era un refugio; una trinchera. Aquello era pintoresco, así que el enviado vaticano enarcó una ceja, irónico, e intentó recobrar, en busca de sosiego, el viejo desdén ante el cura de pueblo: de nuevo alfil de élite frente a peón de brega, con el fantasma de Nelson Corona esfumándose por una esquina del tablero.
– Curiosa definición.
Sonrió Quart, seguro de sí. De pronto era otra vez fuerte y sin fisuras, sin remordimientos, y ya volvía a ver sólo la sotana raída llena de manchas, el mentón mal afeitado del párroco. Resulta singular, se dijo, el efecto tranquilizador del desprecio. Pone las cosas en su sitio igual que una aspirina, un poco de alcohol o un cigarrillo. Así que decidió formular otra pregunta:
– ¿Una trinchera, frente a qué?
Era innecesario, y de pronto supo que iba a arrepentirse antes de cerrar la boca. Desde abajo, pequeño y duro, el padre Ferro miraba directamente a los ojos de Quart:
– Frente a tanto cuento -dijo-. Y tanta mierda.
Los coches de caballos, pintados de negro y amarillo, se alineaban a la espera de clientes bajo la sombra de los naranjos. Apoyado en la pared de una tienda de recuerdos turísticos, el Potro del Mantelete vigilaba la puerta del Arzobispado. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuadros demasiado estrecha, abierta sobre un suéter blanco de cuello de cisne que moldeaba sus pectorales enjutos y recios. Un palillo se le movía rítmicamente de una a otra comisura de la boca, y entornaba los ojos bajo las cejas surcadas de cicatrices con la mirada fija en el hueco que enmarcaban las columnas gemelas del pórtico barroco. No lo pierdas de vista, había ordenado don Ibrahim antes de meterse dentro de la tienda a mirar postales y curiosear, porque los tres de plantón hacían demasiado bulto en la acera. Como el Potro era hombre cabal, de confianza, y la espera se prolongaba, don Ibrahim y la Niña Puñales, después de repasar ante la mirada suspicaz del tendero todos los expositores de postales y las vitrinas con camisetas, abanicos, castañuelas y reproducciones en plástico de la Giralda y la Torre del Oro, decidieron trasladarse al bar más cercano, en la otra esquina de la calle, donde la Niña debía de rondar ya la quinta manzanilla. Así que el Potro, en ausencia de nuevas órdenes, no perdía de vista la puerta. En la hora larga que el cura alto llevaba allí adentro, aquél sólo había apartado la mirada dos veces: el tiempo empleado por una pareja de guardias en pasarle por delante, una vez calle arriba y otra, al regreso, calle abajo; momentos dedicados por el Potro a contemplarse detenidamente las puntas de los zapatos. Cuatro cornadas, dos reenganches en la Legión y un cerebro que funcionaba a piñón fijo, contuso por golpes y campanillazos de asalto en asalto, imprimen carácter. Si don Ibrahim o la Niña Puñales hubieran llegado a olvidarlo, él habría sido capaz de permanecer inmóvil noche y día, bajo el sol o la lluvia, hasta ser relevado o caer desfallecido, sin mover los ojos de la puerta del Arzobispado como un concienzudo centinela. Del mismo modo que veintitantos años atrás, durante una bronca impresionante en una plaza de mala muerte, cuando su apoderado le dijo aquello de si no te mata el toro, desgraciado, te mata el público a la salida, el Potro del Mantelete, con el sudor en la cara y el miedo en los ojos, se había ido a los medios con la muleta en la cintura para quedarse allí, inmóvil, hasta que el morlaco -Carnicero, se llamaba- se le vino encima, y con la cuarta y última cornada de su carrera lo sacó para siempre de la plaza y de los toros. Después, episodios similares fueron añadiendo cicatrices a su cuerpo y a su memoria en el pugilismo, en el Tercio y en el penal del Puerto de Santa María. Porque si es cierto que la materia gris del Potro del Mantelete tenía las mismas luces que un trozo de madera, en su caso era ésta, sin duda, madera de héroe.
De pronto vio salir al cura alto. Parecía demorarse en la puerta, indeciso, mirando hacia el interior del edificio como si alguien reclamara desde dentro su atención. Entonces un joven rubio y con lentes salió tras él y se pusieron a conversar en la puerta. El Potro del Mantelete miró hacia el bar donde aguardaban don Ibrahim y la Niña Puñales, pero éstos parecían muy ocupados con la manzanilla. Entonces el Potro se quitó el palillo de la boca, escupió entre sus pies, a la acera, y cruzó la plaza para alertarlos; lo hizo describiendo un círculo cuya tangente pasaba por la puerta del Arzobispado. A medida que se acercaba distinguió mejor el aspecto del cura alto: hubiera podido pasar por uno de esos actores de cine, de no ser por el traje negro, el cuello redondo de la camisa y el pelo como el de un paraca o un legionario. En cuanto al más joven, su aspecto era desaliñado. Tenía la piel clara y granitos en el cuello, como los adolescentes. Y mucha más pinta de cura que el otro.
– Déjenlo en paz -oyó decir al rubio.
El alto lo miraba muy serio.
– Su párroco está loco -respondió-. Vive en otro mundo. Si es usted quien envió el mensaje, le hizo mal servicio a él y a su iglesia.
– Yo no envié nada.
– De eso tenemos que hablar los dos. Muy despacio.
Al rubio le temblaba un poco la voz. Parecía agresivo, aunque tal vez sólo estaba inquieto, o asustado:
– No tengo nada que decirle a usted.
– Ese disco está rayado -el cura alto sonreía de modo desagradable-. Y se equivoca. Tiene muchas cosas que contarme. Por ejemplo…
La conversación quedó atrás a medida que el Potro del Mantelete se alejaba de los curas. Siguió caminando algo más aprisa hasta el bar. Había serrín en el suelo, cáscaras de gambas, y caña de lomo y jamones colgados sobre el mostrador. De pie ante la barra, don Ibrahim y la Niña Puñales bebían en silencio. En la radio, colocada en un estante entre dos botellas de Fundador, cantaba Camarón:
El vino mata el dolor
y la memoria…
A don Ibrahim, con un habano entre los dedos, alejado del mostrador por el arco rotundo de su barriga, le caía la ceniza sobre el faldón de la chaqueta blanca. A su lado, la Niña Puñales había pasado de la manzanilla al anís Machaquito, y en ese momento se llevaba a los labios la copa con huellas de espeso carmín en el borde. Llevaba los ojos muy pintados, un vestido azul de lunares blancos, zarcillos de plata y el caracol negro del pelo bien repeinado sobre la frente marchita de tonadillera sin fortuna, como en las cubiertas de los tres o cuatro viejos discos de 45 rpm. que don Ibrahim atesoraba como oro en paño en su cuarto de pensión junto a Nat King Colé, Los Panchos, Beny Moré, Antonio Machín y una antediluviana gramola Telefunken. El caso es que el ex falso letrado y la Niña Puñales se volvieron a mirar al Potro; y éste, parado en el umbral, hizo con la cabeza un gesto en dirección a la calle.
– Agua -dijo.
Los tres socios se agruparon en la puerta, a mirar. El cura alto se había separado del otro y caminaba por la acera de la plaza, junto a la mezquita.
– Vaya un cura -dijo la Niña, con su voz ronca de copla.
– No tiene mala planta -admitió don Ibrahim, ecuánime, entornando el ojo crítico.
El toque de Machaquito hacía brillar los ojos guasones de la tonadillera:
– Ozú. Que me diera él los santos óleos.
Don Ibrahim cambió una mirada grave con el Potro del Mantelete. En campaña, cual era el caso, aquellas frivolidades resultaban fuera de lugar.
– ¿Y el viejo? -preguntó, por centrar el tema.
– Todavía está dentro -informó el Potro.
El ex falso abogado chupaba el puro, pensativo.
– Dividamos nuestras mesnadas -dijo por fin-. Tú, Potro, sigue al cura viejo cuando salga, y una vez se meta en casa te vienes para acá con el informe. La Niña y el que suscribe controlaremos al cura alto -hizo una pausa para consultar, solemne, el reloj de don Ernesto Hemingway-. Antes de pasar a la vía de autos, necesitamos información: la madre de las victorias, etcétera. ¿Cómo lo veis?
Sus compadres debían de verlo bien, porque asintieron; grave y cejijunto el Potro, con aspecto de estar analizando el sentido de alguna palabra pronunciada cinco minutos antes, y con aire ido la Niña, mirando alejarse al cura. Aún tenía la copa en la mano, y parecía dispuesta a rematar el Machaquito. En la radio, Camarón seguía su cante de vino y ausencias, y el camarero, camisa blanca y corbata negra, llevaba el ritmo con discretas palmas, por lo bajini, detrás del mostrador. Don Ibrahim miró a su tropa y decidió levantar los ánimos con alguna arenga apropiada. Sevilla es lo más grande del mundo, o algo así. Y nos la vamos a comer con patatas. Aquello sonaba bien, pero era quizás excesivo. Y además, no venía a cuento.
– La fortuna es de los audaces -dijo, tras pensarlo un rato. Y le dio otra chupada al puro.
– Ozú.
La Niña Puñales apuraba la última gota de anís. El Potro, todavía con el ceño arrugado, movió por fin la cabeza:
– ¿Qué quiere decir mesnadas?
El aplomo de Lorenzo Quart se basaba en un exceso de conciencia técnica. De modo que, cuando llegó a su habitación, lo primero que hizo fue abrir el maletín de cuero donde guardaba su ordenador portátil y trabajar durante una hora en el informe destinado a monseñor Spada. Un documento que el director del IOE recibió por línea telefónica en cuanto estuvo redactado. En las ocho páginas, Quart se abstenía cuidadosamente de establecer conclusiones sobre los personajes, la iglesia o la posible identidad de Vísperas, limitándose a una transcripción bastante fiel de las conversaciones mantenidas con monseñor Corvo, Gris Marsala y Príamo Ferro.
Sólo al cerrar la tapa del ordenador, mientras recogía los cables y el alimentador, se relajó un poco. Estaba en mangas de camisa, con el cuello suelto, y dio unos pasos por la habitación, junto a las dos camas con baldaquino y la ventana abierta a la plaza Virgen de los Reyes. Era pronto para bajar a comer, así que echó un vistazo a algunos libros sobre Sevilla que había comprado en una pequeña librería frente al Ayuntamiento. En la misma bolsa estaba la revista Q+S, adquirida en un kiosco por recomendación de monseñor Corvo -«Para que se vaya familiarizando con el panorama», había sugerido, mordaz, el prelado-. Observó la portada y luego las fotos del interior. «Un matrimonio en crisis», era el titular. Junto a las imágenes de la mujer con su acompañante, había otra de un hombre joven, muy serio, bien vestido, con cuello blanco y raya impecable en el pelo: «Se confirma la separación. Mientras el financiero Gavira se consolida como hombre fuerte de la banca andaluza. Macarena Bruner trasnocha en Sevilla». Quart arrancó las páginas y las guardó en su maletín. En ese momento se dio cuenta de que en la mesa de noche estaba la edición del Nuevo Testamento que los Gedeones Internacionales distribuían gratis a los hoteles. No recordaba haberlo puesto allí, sino en el cajón donde solía guardar cuanta documentación, publicidad, cartas y sobres le estorbaban. Lo abrió al azar, y comprobó que dos páginas estaban marcadas por una vieja tarjeta postal. En la parte inferior pudo leer: Iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Sevilla. 1895. La fotografía era imperfecta, con una especie de halo pálido que envolvía el motivo central; mas la iglesia estaba allí, con sus tonos desvaídos pero inconfundibles: el pórtico de columnas salomónicas, la imagen de la Virgen en su hornacina y con la cabeza intacta, la espadaña del campanario. Parecía en mejor estado que el actual. Ante ella, en la plaza, había un tenderete donde un hombre con faja y sombrero andaluz vendía verduras a dos mujeres de negro de espaldas al fotógrafo. Al otro lado, por la calle estrecha que salía de la plaza, se iba un borrico de aguador, con una tinaja a cada lado del lomo y el propietario transformado en silueta apenas visible, fantasma a punto de desvanecerse en el halo blanco que bordeaba la imagen.
Quart le dio vuelta a la postal. Había unas líneas escritas con letra inglesa de ángulos suaves y tinta ya poco legible, convertida en trazos pálidos de color marrón claro:
Aquí rezo por ti cada día y espero tu regreso, en el lugar sagrado de tu juramento y mi felicidad.
Te amaré siempre.
Carlota
No había matasellos sobre la estampilla intacta de veinticinco céntimos con la efigie de Alfonso XIII niño, y la fecha manuscrita del encabezamiento estaba borrada por una mancha de humedad. Quart descifró un 9 y tal vez un 7 al final, lo que podía significar año 1897. La dirección sí estaba, en cambio, perfectamente clara: Capitán don Manuel Xaloc. A bordo del buque «Manigua». Puerto de La Habana. Cuba.
Cogió el teléfono, marcando el número de Recepción. El conserje negaba que alguien hubiese subido al cuarto ni preguntado por Quart desde las ocho de la mañana, hora en que había comenzado su turno. Tal vez podría informarse con las encargadas de la limpieza. Quart habló con ellas y colgó el teléfono sin averiguar nada. No recordaban haber tocado el Nuevo Testamento, y no podían decirle si estaba en el cajón o sobre la mesa cuando arreglaron la habitación. Pero nadie había entrado allí, excepto ellas.
Fue a sentarse frente a la ventana con la tarjeta en la mano y sin dejar de mirarla. Un barco atracado en el puerto de La Habana en 1897. Un capitán llamado Manuel Xaloc y una tal Carlota que lo amaba y rezaba por él en Nuestra Señora de las Lágrimas. ¿Tenía algún sentido lo escrito en el reverso de la postal, o sólo la foto de la iglesia era lo que contaba?… De pronto recordó el Evangelio de los Gedeones. ¿Marcaba la tarjeta una página, o estaba puesta al azar? Execró su descuido mientras se incorporaba y acudía a la mesa, mas por suerte había dejado el libro abierto boca abajo. Eran las páginas 168 y 169 -San Juan, 2- y aunque no había ningún párrafo subrayado, pudo hallar la cita con facilidad. Era demasiado evidente:
«15 Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas;
16 y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi padre casa de mercado.»
Movió la cabeza, observando alternativamente el libro y la postal. Pensaba en monseñor Spada y en Su Eminencia el cardenal Iwaszkiewicz, y decidió que no les iba a complacer en absoluto el giro que parecía tomar aquello. Y a él, mucho menos. Alguien era aficionado a cierto tipo de juegos inquietantes, como infiltrarse en ordenadores papales o en cuartos de hotel y evangelios ajenos. Quart pasó revista a todos los rostros hasta ese momento conocidos, preguntándose si entre ellos estaría el que buscaba. Sangre de Dios. Sentía una creciente exasperación, y arrojó libro y postal sobre la colcha de una cama. Tal como estaban las cosas, era lo que faltaba: un fantasma jugando al escondite.
Quart salió del ascensor en la planta baja, pasó junto a la vitrina con la colección de abanicos del hotel y anduvo por el pasillo que rodeaba el vestíbulo. Su silueta negra y sobria contrastaba en el ambiente. El Doña María era un establecimiento de cuatro estrellas para turistas, situado en un bello edificio antiguo de la calle Don Remondo, a dos pasos de Santa Cruz; y a los decoradores se les había ¡do un poco la mano en la planta baja, sobrecargada de motivos folklóricos, toreros y cuadros con mujeres andaluzas de teja y mantilla. En la puerta, una joven guía turística de aire fatigado, que sostenía en alto una pequeña bandera holandesa, congregaba a un grupo multicolor equipado con aparatos fotográficos y cámaras de vídeo. Al acercarse al mostrador para dejar la llave, Quart alcanzó a leer su nombre en la plaquita de plástico que llevaba sobre el pecho: V. Oudkerk. Sonrió compasivo, y la joven le devolvió otra sonrisa resignada antes de alejarse al frente de su tropa.
– Una señora lo espera, don Lorenzo. Acaba de llegar.
Quart miró al conserje, sorprendido, y luego se volvió hacia los sillones del vestíbulo. Había allí una mujer morena, de pelo negro y largo hasta más abajo de los hombros: gafas oscuras, téjanos, zapatos mocasín y americana marrón sobre una camisa azul claro. Parecía muy hermosa, y a medida que Quart se fue acercando y ella se puso en pie pudo confirmarlo mientras apreciaba el contraste del collar de marfil sobre la piel bronceada, la pulsera de oro en la muñeca, el bolso de piel de Ubrique en el sofá, a su lado. La mano delgada, elegante, de uñas perfectas, que extendía ante sí, presta al saludo:
– Me llamo Macarena Bruner.
La había reconocido unos segundos antes, gracias a las fotos de la revista. Quart no pudo evitar quedarse mirando su boca. Era grande, bien dibujada, entreabierta con el leve destello de los incisivos muy blancos bajo el labio superior en forma de corazón. Matizada por un poco de lápiz de labios rosa pálido, casi incoloro.
– Vaya -dijo ella. Parecía estudiarlo con detalle tras sus gafas oscuras, un poco sorprendida-. Realmente tiene buen aspecto.
– También usted lo tiene -respondió Quart, con calma.
Era un poco más baja que él, que rondaba el metro ochenta y cinco. Los téjanos y el cinturón de cuero moldeaban bajo la chaqueta unas caderas atractivas. Llevaba tres gatitos bordados en la camisa, generosamente colmada por los volúmenes correspondientes, y Quart creyó oportuno apartar la mirada, vagamente inquieto, so pretexto de consultar el reloj. Ella lo seguía observando, reflexiva.
– Quisiera que habláramos -dijo por fin.
– Naturalmente. Se lo agradezco, porque pensaba ir a verla -Quart miró a su alrededor-… ¿Cómo ha dado conmigo?
– Una amiga. Gris Marsala.
– Ignoraba que fueran amigas.
La vio sonreír con desenvoltura: un brillo de marfil en la boca, gemelo al del collar sobre la piel color tabaco rubio. Saltaba a la vista que era una mujer segura de sí, tanto por su condición como por su belleza; pero Quart era consciente de que el severo traje negro y el alzacuello la desconcertaban un poco, igual que a Gris Marsala. Era algo frecuente en las mujeres, hermosas o no; como si el hábito sacerdotal situase al hombre fuera del alcance común a su especie.
– ¿Podemos hablar ahora?
– Claro.
Tomaron asiento uno frente al otro. Ella cruzando las piernas, en el sofá que había ocupado mientras esperaba; él en un sillón contiguo.
– Sé a qué ha venido a Sevilla.
– No espere que me sorprenda -Quart esbozaba una sonrisa de resignación-. Mi viaje parece del dominio público.
– Gris me recomendó verlo a usted.
La miró con renovado interés. Mantenía puestas las gafas oscuras, y se preguntó cómo eran sus ojos.
– Qué extraño. Ayer su amiga no parecía dispuesta a cooperar.
El cabello de Macarena Bruner resbalaba sobre el hombro cubriéndole media cara, y ella se lo echó atrás con un gesto. Era muy negro y abundante, apreció Quart. Una belleza andaluza semejante a las que pintaba Romero de Torres, o a la Carmen de la Fábrica de Tabacos descrita por Merimée. Cualquier pintor, cualquier francés o cualquier torero podían perder la cabeza por aquella mujer. Durante una fracción de segundo se preguntó si también cualquier cura.
– No debe tener una falsa idea de esa iglesia -puntualizaba ella. Hizo una corta pausa, antes de añadir-: Ni del padre Ferro.
Quart se permitió una risa contenida cuyo objeto, más que otra cosa, era poner aquella incómoda fracción de segundo en el lugar conveniente. Así que buscó aplomo en el sarcasmo:
– No me diga que también forma parte de su club de fans.
Tenía una mano colgando en el brazo del sillón, y a pesar de los cristales oscuros se percató de que ella miraba esa mano. La retiró discretamente, cruzando los dedos con la otra.
Macarena Bruner permaneció unos instantes en silencio. Se había apartado de nuevo el cabello de la cara y parecía meditar sobre la conveniencia de proseguir o no aquella conversación.
– Oiga -dijo por fin-. Gris y yo somos amigas. Y en cuanto a usted, cree que su presencia aquí puede ser útil, aunque sus intenciones no sean buenas.
Quart captó el tono conciliador. Alzó una mano y vio que una vez más ella seguía el movimiento:
– Hay algo que me irrita en todo esto, ¿sabe?… No sé cómo debo llamarla. ¿Señora Bruner?
Estaba incómodo ante su mirada oculta por cristales ahumados, y ella se daba perfecta cuenta de ello.
– Llámeme Macarena.
Se quitó las gafas negras, y a Quart lo sorprendió la belleza de los ojos grandes, oscuros con reflejos de miel. Alabado sea Dios, habría dicho en voz alta de creer realmente que Dios se ocupara de ese tipo de cosas. Así que se limitó a sostener la mirada de aquellos ojos como si la salvación de su alma dependiera de eso. Quizá dependiera, después de todo, si es que había un alma y una Providencia.
– Bien, Macarena -dijo, inclinándose hacia ella hasta apoyar los codos en las rodillas. Al acercarse pudo sentir su perfume; suave, como jazmín-. Algo me irrita mucho en esta historia. Todo el mundo da por sentado que estoy en Sevilla para fastidiar a don Príamo Ferro. Y no es cierto. He venido a elaborar un informe sobre la situación. Y carezco de ¡deas preconcebidas. Lo que ocurre es que el padre está muy poco dispuesto a cooperar -se echó hacia atrás en el asiento, ácido-… En realidad nadie está dispuesto a cooperar.
Ahora fue ella la que sonrió:
– Nadie se fía, y es lógico.
– ¿Por qué?
– Porque el arzobispo ha estado hablando mal de usted. Lo llama el cazador de cabelleras.
Hizo Quart una mueca. Santo varón, Su Ilustrísima.
– Sí. Somos viejos conocidos.
– Pero lo del padre Ferro puede arreglarse -ella se mordía el labio inferior-. Tal vez yo pueda hacer algo.
– Sería mejor para todos, y en especial para él. Pero dígame por qué lo haría usted… ¿Qué gana en esto?
Movió de nuevo la cabeza, como si eso no tuviera importancia, y el cabello volvió a resbalar sobre el hombro. Se lo apartó, mirando fijamente a Quart.
– ¿Es cierto que el Papa recibió un mensaje?
Era indudable que Macarena Bruner conocía el efecto de sus ojos. Quart tragó saliva con disimulo; mitad por la mirada, mitad por la pregunta.
– Es confidencial -respondió, suavizándolo con una sonrisa-. Comprenda que ni lo confirme ni lo desmienta.
Ella encogió los hombros con desdén:
– Es un secreto a voces.
– En ese caso, permítame no añadir la mía.
Brillaron los ojos oscuros, reflexivos. Macarena Bruner se recostó en un brazo del sofá, y el movimiento hizo que los gatitos bordados bajo su chaqueta se desperezaran, sugerentes.
– La última palabra sobre Nuestra Señora de las Lágrimas la tiene mi familia -explicó-. Quiero decir mi madre y yo. Si el edificio se declara en ruina, y si el Arzobispado autoriza su demolición, la decisión final sobre el destino del solar nos pertenece.
– No del todo -objetó Quart-. Según mis noticias, el Ayuntamiento tiene algo que decir.
– Pleitearemos.
– Pero usted sigue técnicamente casada. Y su esposo…
Lo interrumpió, negando con la cabeza:
– Hace seis meses que vivimos en casas diferentes. Mi marido no tiene derecho a actuar por su cuenta.
– ¿Y no intenta convencerla?
– Lo intenta -ahora Macarena Bruner sonreía de un modo nuevo; un gesto desdeñoso y distante, casi cruel, que le endurecía la boca-. Pero da lo mismo que lo intente o no. Esa iglesia va a sobrevivir.
– ¿Sobrevivir? -se extrañó Quart-. Curiosa palabra. Habla de ella como si estuviera viva.
Le miraba otra vez las manos:
– Tal vez lo esté. Hay muchas cosas que están vivas, aunque no lo parezcan -se había quedado absorta un momento, y pareció regresar bruscamente-. Pero me refería a que es necesaria. El padre Ferro también lo es.
– ¿Por qué? Hay otros curas y otras iglesias en Sevilla.
Ella se rió de verdad. Una risa franca y sonora, tan contagiosa que Quart, sin venir a cuento, estuvo a punto de imitarla.
– Don Príamo es especial, y su iglesia también -aún sonreía, y los reflejos de miel reaparecieron en su mirada, fija en Quart-. Pero no podría explicárselo con palabras. Tiene que ir allí.
– Ya estuve. Y su párroco favorito estuvo a punto de echarme a patadas.
Macarena Bruner se echó a reír otra vez. Quart nunca había oído reír a una mujer de forma tan estruendosa y simpática. Asombrado de sí mismo, se encontró deseando verla hacerlo de nuevo. En su cerebro bien adiestrado sonaron alarmas por todas partes. Aquello empezaba a parecerse mucho a zascandilear por jardines que sus viejos mentores eclesiásticos aconsejaban mantener a distancia: serpientes, manzanas, encarnaciones de Dalila y toda la parafernalia.
– Sí -dijo ella-. Gris me lo contó. Pero inténtelo de nuevo. Vaya a misa; observe lo que ocurre allí. Quizá comprenda mejor.
– Lo haré. ¿Frecuenta usted la misa de ocho?
No hubo mala intención en la pregunta, pero la mirada de Macarena Bruner viró al recelo, súbitamente seria.
– Ése no es asunto suyo.
Abría y cerraba las patillas de sus gafas de sol. Quart alzó un poco ambas manos en una disculpa, y siguió un breve silencio incómodo. Para salvar la situación miró alrededor en busca de un camarero y preguntó si quería tomar algo. Ella negó con la cabeza. Ahora parecía más relajada, y Quart formuló otra pregunta:
– ¿Qué piensa de las dos muertes?
Esta vez la risa fue desagradable, entre dientes:
– Que no se debe jugar con la ira de Dios.
Quart la miró muy serio:
– Singular punto de vista.
– ¿Por qué? -parecía sinceramente sorprendida-. Ellos, o quienes los enviaron, se lo andaban buscando.
– No es un sentimiento muy cristiano.
Hizo un gesto de impaciencia, cogiendo el bolso que tenía a su lado y volviéndolo a dejar. Liaba y desliaba los dedos en la correa de la bandolera.
– Usted no comprende, padre… -lo miró, indecisa- ¿Cómo debo llamarlo? ¿Reverendo? ¿Padre Quart?
– Puede llamarme Lorenzo, a secas. No voy a oírla en confesión.
– ¿Por qué no? A fin de cuentas es un sacerdote.
– Un poco singular, quizás -admitió Quart-. Y aquí no ejerzo exactamente como tal.
Al hablar había desviado un par de segundos la vista, incapaz de sostener del todo la situación. Cuando volvió a mirar, ella lo observaba con una curiosidad nueva, casi maliciosa.
– Sería divertido confesarme con usted. ¿Le gustaría?
Quart respiró con calma una, dos veces. Después frunció un poco los labios, como si considerase en serio la cuestión. La portada del Q+S pasó ante sus ojos como un mal presagio.
– Es posible -dijo- Pero temo no ser objetivo con ese sacramento, en su caso. Es demasiado…
– ¿Demasiado qué?
No era juego limpio por su parte, se dijo con amargura. Ella presionaba al límite. Presionaba demasiado, y eso era excesivo incluso para un tipo con los nervios del sacerdote Lorenzo Quart. Respiró otras dos veces, cual si aquello fuera una sesión de yoga. Plantéatelo así, se dijo. Procura que la calma no te abandone ahora.
– Atractiva -respondió con perfecta frialdad-. Supongo que es la palabra adecuada. Pero eso lo sabe mejor que yo.
Macarena Bruner apreció la respuesta con un breve silencio. Notable, decían sus ojos.
– Gris tiene razón -dijo-. Usted no parece un cura.
Asintió Quart sin bajar del todo la guardia:
– Imagino que el padre Ferro y yo somos especies diferentes…
– Acertó. Él es mi confesor.
– Estoy seguro de que se trata de una buena elección -hizo una pausa esmerada para despojar de ironía cualquiera de sus palabras-. Se trata de un hombre riguroso.
Ella no se dejó embaucar por el adjetivo:
– Usted no sabe nada de él.
– Es justo lo que pretendo. Saber. Pero no encuentro a nadie que me ilustre.
– Yo lo haré.
– ¿Cuándo?
– No sé. Mañana por la noche. Lo invito a cenar en La Albahaca.
Quart intentaba pensar con rapidez.
– La Albahaca -repitió, para ganar tiempo.
– Sí. En la plaza de Santa Cruz. Suelen exigir corbata, pero tratándose de usted no creo que haya problemas con ese cuello que lleva. Aunque sea sacerdote, sabe vestirse bastante bien.
Aún tardó él tres segundos en hacer un gesto afirmativo. Por qué no. Después de todo, para eso había viajado a Sevilla. Sería una buena ocasión para beber a la salud del cardenal Iwaszkiewicz.
– Puedo ponerme una corbata, si lo desea. Aunque nunca tuve problemas en ningún restaurante.
Macarena Bruner se había puesto en pie, y Quart la imitó. Ella le miraba otra vez las manos.
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -acentuó la sonrisa mientras se ponía las gafas negras-. Nunca he cenado antes con un cura.
El aire que don Ibrahim se daba con el sombrero olía a azahar y naranjas amargas. A su lado, en un banco de la plaza Virgen de los Reyes, la Niña Puñales hacía ganchillo mientras vigilaban la puerta del hotel Doña María: cuatro al aire, dejo dos, uno corto y uno largo. La Niña repetía la secuencia moviendo silenciosamente los labios igual que si rezara, con el ovillo sobre la falda mientras el tejido le iba creciendo despacio entre las manos, y las pulseras de plata tintineaban en sus muñecas. Aquella labor era para otra colcha de su ajuar. Hacía casi treinta años que el ajuar de boda de la Niña Puñales amarilleaba entre bolas de naftalina, en un armario de su pequeño piso del barrio de Triana; pero ella seguía añadiéndole piezas como si el tiempo se le hubiera detenido en los dedos, en espera del hombre moreno con ojos verdes que un día vendría a buscarla entre coplas de aguardiente y luna blanca.
Un coche de caballos cruzó la plaza, llevando en la trasera a cuatro hooligans ingleses que bebían cerveza tocados con sombrero cordobés -jugaban el Betis y el Manchester-, y don Ibrahim lo siguió con la vista mientras se retorcía el mostacho entre suspiros de desaliento. Pobre Sevilla, musitó al cabo de un instante, abanicándose más fuerte con el panamá blanco; y la Niña Puñales asintió sin alzar la cabeza, pendiente de su labor: cuatro al aire, dejo dos. Ahora don Ibrahim había tirado la colilla del cigarro puro, y lo miraba consumirse humeando en el suelo. Por fin, con sumo esmero, lo ayudó a morir con la contera del bastón; detestaba a los tipos brutales capaces de aplastar la colilla de un buen cigarro como si en vez de apagarla, la asesinaran. El anticipo de Peregil le había permitido comprar una caja entera, nueva, precinto intacto, de Montecristos; cosa que no podía permitirse desde que el cabo Finisterre era soldado raso. Dos de ellos asomaban, espléndidos, por el bolsillo superior de la americana de su arrugado traje de lino blanco. Se llevó una mano al pecho, palpándolos con ternura. El cielo era azul, olía a azahar, estaba en Sevilla, tenía entre manos un buen negocio, habanos en el bolsillo y treinta mil pesetas en la cartera. Para que su felicidad fuera completa, sólo echaba en falta tres entradas para los toros; tres tendidos de sombra con el Faraón de Camas en el cartel, o esa joven promesa. Curro Maestral; que según el Potro tenía maneras, pero ni punto de comparación con el difunto Juan Belmente que en paz descanse. El mismo Curro Maestral que salía en las revistas entrando a matar a las mujeres de los banqueros. Lo cual, bien mirado, también era asunto de cuernos.
Y hablando de mujeres. El cura alto acababa de aparecer en la puerta del hotel, conversando con una muy aparente. Don Ibrahim le dio con el codo a la Niña Puñales, y ésta interrumpió su labor. La dama llevaba gafas oscuras y era todavía joven, de aspecto agradable, vestida de modo informal pero con ese toque de clase, elegante y desenvuelto, característico de las mujeres andaluzas de buena casta. Ella y el cura se estrechaban la mano. Aquello introducía variantes insospechadas en el asunto, así que don Ibrahim y la Niña Puñales cambiaron significativas miradas:
– Aquí hay tomate, Niña.
– Digo.
El ex falso letrado se puso en pie no sin dificultad, calándose el panamá de paja blanca mientras sostenía el bastón de María Félix con aire resuelto. Dio a la Niña instrucciones para seguir con el ganchillo sin perder de vista al cura alto, y él se puso en marcha con la mayor discreción, propulsando trabajosamente sus ciento diez kilos tras los pasos de la mujer con gafas negras. De ese modo la siguió mientras se internaba en Santa Cruz y torcía a la izquierda por la calle Guzmán el Bueno, hasta verla desaparecer en el portal del palacio conocido como Casa del Postigo. Con el ceño fruncido y los ojos vigilantes, don Ibrahim se acercó al arco de la fachada, pintada de calamocha y cal entre los inevitables naranjos de la placita que le servía de acceso. La Casa del Postigo era un lugar muy conocido en Sevilla: un palacio del siglo xvi, residencia tradicional de los duques del Nuevo Extremo. Así que el indiano tomó buena nota mientras realizaba un reconocimiento táctico. Las ventanas estaban protegidas con verjas de hierro, y bajo el balcón principal un escudo heráldico presidía la entrada con su yelmo ornado con un león por cimera, bordura con áncoras y cabezas de moros o caciques indios, una banda con una granada dentro, y la divisa Oderint dum probent. Que huelan lo que prueben o algo así, tradujo para sus adentros el ex letrado, alabando el evidente sentido común de la frase. Después se adentró como quien no quiere la cosa en el portal oscuro, hacia la cancela de hierro forjado que cerraba el paso al patio interior, bellísimo recinto de columnas mozárabes con grandes macetas de plantas y flores en torno a una fuente muy bonita de mármol y azulejos. Permaneció allí hasta que una sirvienta uniformada de negro se acercó a la cancela, recelosa. Entonces le dedicó su más inocente sonrisa, y levantando un poco el sombrero hizo mutis hacia la calle con la torpeza de un turista despistado. Una vez fuera se detuvo de nuevo ante la fachada. Aún sonreía bajo el frondoso mostacho manchado de nicotina cuando extrajo del bolsillo uno de los cigarros y, cuidadosamente, le quitó la vitola. Montecristo, Habana, rezaba en torno a la minúscula flor de lis. Horadó el extremo con una navajita que llevaba en la cadena del reloj. La navajita era un detalle -solía contar- de sus amigos Rita y Orson, en memoria de aquella tarde inolvidable en La Habana Vieja, cuando les enseñó la fábrica de tabacos Partagás, en la esquina de Dragones y Barcelona, y luego Rita y él estuvieron bailando en el Tropicana hasta las tantas. Andaban por allí rodando La dama de Shanghai o algo parecido, y Orson se emborrachó hasta las cejas y todos se habían dado besos y abrazos, y terminaron regalándole aquella navajita con la que el Ciudadano Welles capaba los vegueros. Sumido en el recuerdo, o tal vez en lo imaginario del recuerdo, don Ibrahim se puso el habano entre los labios, haciéndolo girar mientras saboreaba la hoja de tabaco puro de su envoltura exterior. Interesantes, se dijo, las amistades femeninas del cura alto. Después acercó el mechero al extremo del Montecristo, disfrutando por anticipado de la media hora de placer que tenía por delante. Para don Ibrahim, la vida era inconcebible sin un cigarro cubano que llevarse a la boca. Su aroma obraba el milagro de reconstruirle un pasado glorioso, y Sevilla, La Habana -tan parecida-, su juventud caribeña en la que ni él mismo era capaz de distinguir lo real de lo inventado, se fundían con la primera bocanada de humo en un ensueño tan extraordinario como perfecto.
La luz de puticlub era roja, y en el estéreo cantaba Julio Iglesias. El vaso de Celestino Peregil tintineó cuando Dolores la Negra le puso más hielo en el whisky.
– Qué buena estás, Loli -dijo Peregil.
Era la enunciación de un hecho objetivo. Dolores movió las caderas detrás de la barra, pasándose un cubito de hielo por el ombligo desnudo, bajo la camiseta corta que le sujetaba dos senos enormes, oscilantes al ritmo de la música. Era una hembra grande, agitanada, treintañera larga, con más tiros que la ventana de un bosnio.
– Te voy a echar un polvo glorioso -anunció Peregil, pasándose una mano por la cabeza para acomodarse el pelo que le camuflaba la calva-. Que vas a caerte de la cama.
Acostumbrada a tales protocolos y a los polvos gloriosos de Peregil, Dolores se marcó dos pasos de baile mirándolo a los ojos; después le sacó la punta de la lengua entre los labios, echó el cubito de hielo que se había pasado por el ombligo dentro de su vaso, y fue a ponerle más champaña catalán a otro cliente, un fulano a quien las chicas le habían sacado ya dos botellas e iban camino de la tercera. En el estéreo, Julio Iglesias insistía en el hecho de que él era un truhán y era un señor, y a continuación se empeñó en discutir con José Luis Rodríguez El Puma si para llevarse al huerto a una mujer había que ser o no ser torero. Indiferente a la polémica, Peregil bebió un sorbito de whisky echándole un ojo a Fátima, la mora, que bailaba sola en la pista con una falda por las ingles, botas hasta las rodillas y un escote donde le saltaban alegremente las tetas. Fátima era su segunda opción para aquella noche, así que se puso a considerar los pros y los contras del asunto.
– Hola, Peregil.
No los había oído llegar, ni acercársele. Se pusieron uno a cada lado, apoyados en la barra igual que si contemplaran el paisaje de botellas alineadas en los estantes adornados con espejos. Peregil los vio reflejados ante él, entre las etiquetas y las jarras de propaganda: el gitano Mairena a su diestra, vestido de negro, flaco y peligroso con su aire de bailaor flamenco, un anillo enorme de oro junto al muñón del meñique que él mismo se había cortado de un tajo durante un motín, en el penal de Ocaña. El Pollo Muelas a la siniestra, rubio, pulcro y menudo, que parecía ir continuamente empalmado por la navaja de afeitar que llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón, y decía siempre usted perdone antes de darle a alguien una mojada.
– ¿Nos invitas a una copa? -preguntó el gitano despacito, afectuoso, recreándose en la suerte. Y de pronto Peregil tuvo mucho calor. Con aire desmayado reclamó la atención de Dolores. Gintonic para Mairena, lo mismo para el Pollo Muelas. Los dos vasos quedaron sobre la barra, intactos. En el espejo, ambas miradas se clavaban en él.
– Te traemos un recado -dijo el gitano.
– De un amigo -matizó el otro.
Peregil tragó saliva, confiando en que con aquella luz roja no se le notara mucho. El amigo se llamaba Rubén Molina y era un prestamista del Baratillo a quien llevaba meses firmándole pagarés ya vencidos, cuyo total ascendía a una suma que el propio Peregil era incapaz de recordar sin sentirse al filo de la lipotimia. Respecto a sus deudores, Rubén Molina era famoso en ciertos ambientes sevillanos por la costumbre de enviar sólo dos mensajes para el pago con apremio: el primero de palabra y el segundo de obra. Mairena y el Pollo Muelas eran sus heraldos de plantilla.
– Decirle que pagaré. Tengo un asunto entre manos.
– Eso mismo dijo Frasquito Torres.
Sonreía el Pollo Muelas, peligrosamente comprensivo y simpático. Al otro lado, en el espejo, la cara larga y ascética del gitano se mantenía tan festiva como si acabara de enterrar a su madre. Mirándose entre ambos, Peregil quiso tragar saliva por segunda vez, pero sin éxito: la alusión a Frasquito Torres le había puesto la garganta demasiado seca. Frasquito era un tipo de buena familia, muy bala perdida, muy conocido en Sevilla, que durante un tiempo había estado recurriendo, como Peregil, a los fondos del prestamista Molina. Incapaz de pagar, vencido el plazo, alguien lo había esperado en el portal de su casa para romperle, uno por uno, todos los dientes de la boca. Lo habían dejado allí, con los dientes dentro de un cucurucho de papel de periódico metido en el bolsillo superior de la chaqueta.
– Necesito sólo una semana.
El gitano Mairena levantó un brazo y lo pasó en torno a los hombros de Peregil, con un gesto tan inesperadamente amistoso que éste se desencajó de miedo. El muñón del meñique mutilado le rozaba la barbilla.
– Qué casualidad -la camisa negra del gitano olía a sudor viejo y humo de tabaco-. Porque eso es lo que tienes, compadre. Siete días justos y ni un minuto más.
Peregil afirmaba las manos sobre la barra para evitar que le temblaran. En los estantes de enfrente, las etiquetas de las botellas se le fundían unas con otras: White Larios, Johnnie Ballantine's, Dyc Label, Four Horses, Centenario Walker. La vida es letal, se dijo. Siempre termina matándote.
– Decidle a Molina que no hay problema -balbució-. Que soy gente formal. Que estoy a punto de rematar una buena operación.
Dicho aquello echó mano al vaso y vació lo que quedaba de un solo y largo trago. Un cubito de hielo crujió, siniestro, al chocar con sus dientes, recordándole que Frasquito Torres había tenido que volver a entramparse con otro prestamista para pagar una prótesis de noventa mil duros. El gitano mantenía el brazo alrededor de sus hombros.
– Qué bonito suena eso -se choteaba el Pollo Muelas-. Rematar.
Julio Iglesias seguía a lo suyo. Marcándose pasos de baile. Dolores la Negra se vino por detrás de la barra mientras meneaba las caderas, a darles conversación. Mojó un dedo en el whisky de Peregil, se lo chupó succionando mucho con los labios, restregó el vientre contra el mostrador y agitó el contenido de su camisa con impecable pericia profesional antes de quedarse mirando a los tres hombres, decepcionada. Peregil parecía haber visto a un fantasma, los fulanos estaban con cara de pocos amigos, y además -indicio inquietante- sus gintonics seguían intactos. Así que Dolores dio media vuelta y, sin dejar de mover las caderas al son de la música, se quitó de en medio. Después de toda una vida a uno y otro lado de una barra americana, sabía muy bien cuándo no estaba el horno para bollos.