XIII El Canela Fina

Ah, Watson -dijo Holmes-. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna.

(A. Conan Doyle. Aventuras de Sherlock Holmes)

Un altavoz amplificaba la charla del guía; algo sobre los ocho siglos de la Torre del Oro, con música de fondo de un pasodoble. Al cruzarse, el motor de la lancha de turistas resonó afuera, en las aguas del río, y al cabo de unos instantes el movimiento de su oleaje llegó hasta los costados del Canela Fina, balanceando la embarcación atracada al muelle. La cámara olía a rancio y a sudor, entre los mamparos de madera repintada y las manchas de óxido en las planchas de hierro. Mientras motor y música se alejaban, don Ibrahim vio cómo el rayo de sol que entraba por el portillo abierto se desplazaba lentamente a estribor sobre la mesa con restos de comida, haciendo brillar las pulseras de plata en las muñecas de la Niña Puñales antes de retornar lentamente a babor, para inmovilizarse en la calva mal disimulada de Peregil.

– Podíais haber elegido -dijo éste- un sitio que se moviera menos.

Tenía el pelo desordenado sobre el cráneo húmedo de sudor, y se enjugaba la frente con un pañuelo. Lo suyo no eran las superficies oscilantes: ojos de brillo mortecino, semejantes a los de los toros mansos esperando el descabello; piel con ese inconfundible tinte pálido que traen consigo las angustias del mareo. Los barcos de turistas eran muchos, y el aguaje de cada uno lo desencajaba un poco más.

Don Ibrahim no dijo nada. Su propia vida le había enseñado a considerar a los hombres y a ser piadoso con sus miserias y sus vergüenzas. A fin de cuentas la existencia era un sube y baja, y el que más y el que menos terminaba tropezando en un peldaño. Así que retiró silenciosamente la vitola de un Montecristo para acariciar con delicadeza la superficie suave, ligeramente nervuda, de las prietas hojas de tabaco. A continuación lo horadó con la navajita de Orson y se lo llevó a los labios, haciéndolo girar voluptuosamente mientras humedecía el extremo. Saboreando el aroma de aquella perfecta obra de arte.

– ¿Qué tal se porta el cura? -preguntó Peregil.

Había cesado el balanceo y mostraba un poco más de entereza, aunque seguía tan pálido como uno de los cirios de la parroquia que sus tres mercenarios habían dejado, temporalmente, sin titular. Con el puro aún sin encender en la boca, don Ibrahim asintió con mucha gravedad. Un gesto apropiado a la materia que los ocupaba, pues se refería a un digno hombre de iglesia; a un santo varón. Y hasta donde alcanzaba, un secuestro no tenía por qué estar reñido con el respeto. Eso lo había aprendido en Hispanoamérica, donde la gente se fusilaba hablándose todo el rato de usted.

– Se porta bien. Muy entero y tranquilo. Como si no fuera con él.

Apoyado en la mesa y procurando mantener los ojos apartados de los restos de comida, Peregil tuvo fuerzas para componer una desmayada sonrisa:

– Es duro el viejo.

– Ozú -dijo la Niña -. De cojones.

Hacía ganchillo, cuatro al aire y dejo dos, moviendo las manos con rapidez entre el tintineo de las pulseras; y de vez en cuando dejaba sobre la falda aguja y labor para darle un tiento a la caña de manzanilla que tenía cerca, junto a la botella más que mediada. El calor le extendía la mancha oscura de maquillaje en torno a los ojos, agrandándoselos, y la manzanilla le había corrido un poco el carmín. Cuando la embarcación se balanceaba lo hacían también sus largos zarcillos de coral.

Don Ibrahim refrendó el comentario de la Niña Puñales enarcando las cejas. En lo tocante al párroco no exageraba ni tanto así. Habían ido a su encuentro pasada la medianoche, en el callejón al que daba la puerta del jardín de la Casa del Postigo, y llevó un rato echarle una manta por la cabeza y maniatarlo camino de la furgoneta -alquilada por veinticuatro horas- que tenían apostada en la esquina. En la refriega, a don Ibrahim se le partió el bastón de María Félix, el Potro tuvo un ojo a la funerala, y a la Niña le saltaron los empastes de dos dientes. Parecía mentira hasta qué punto un abuelete pequeñajo y reseco, cura por más inri, podía defender su pellejo.

Además de mareado, Peregil estaba inquieto. Echarle mano a un sacerdote y mantenerlo un par de días alejado de la circulación no era precisamente la clase de delito que vuelve comprensivos a los jueces. Tampoco don Ibrahim las gozaba todas consigo; pero tenía plena conciencia de que era tarde para envainársela. Además, se trataba de una idea suya; y los hombres como él iban, sin pestañear, a las duras y a las maduras. Amén de que cuatro kilos y medio, sumando lo correspondiente a cada uno de los compadres, era una pasta flora.

Peregil se había quitado, como don Ibrahim, la americana. Pero a diferencia de las sobrias mangas de camisa blanca del indiano, con elásticos sobre los codos, las del asistente de Pencho Gavira lucían un devastador conjunto de rayas blancas y azules con cuello color salmón y una corbata de crisantemos verdes, rojos y malvas que le colgaba en mitad del pecho igual que un manojo marchito. Un cerco de sudor le humedecía el cuello:

– Espero que os atengáis al plan.

Don Ibrahim lo miró con reprobación, ofendido. Él y sus compadres eran precisos cual bisturíes -se pasó un dedo cauto por las cerdas del bigote y la piel churruscada-, salvo imprevistos aleatorios como el del Potro y la gasolina, o la propensión de ciertos carretes fotográficos a velarse cuando les daba la luz. Además, tampoco el plan operativo era como para saltarle a uno los plomos. Todo consistía en retener al párroco día y medio más, y después darle puerta. Algo fácil, bonito y barato, con un toque, un no sé qué de elegante en la ejecución. Stewart Granger y James Mason, incluso Ronald Colman y Douglas Fairbanks junior -don Ibrahim, el Potro y la Niña habían ido a una videoteca para alquilar ambas versiones y documentar debidamente el asunto-, lo hubieran encontrado impecable.

– En cuanto a nuestros emolumentos…

Dejó el ex falso abogado la frase en el aire, por delicadeza, concentrándose en encender el puro. Hablar de dinero entre gente honorable estaba fuera de lugar. Peregil era tan honorable como podía serlo un cojón de pato, pero eso no era óbice para que le concediesen, al menos en lo formal, el beneficio de la duda. Así que aplicó la llama del mechero a un extremo del Montecristo, llenándose boca y fosas nasales con la primera y deliciosa bocanada, y esperó que el otro completara la sugerencia.

– En el momento en que soltéis al cura -apuntó Peregil, un poco más desenvuelto- os pago a los tres. Millón y medio a cada uno, sin IVA.

Rió entre dientes su propia broma mientras sacaba otra vez el pañuelo para secarse la frente, y la Niña Puñales apartó un momento los ojos del ganchillo para echarle una mirada entre las pestañas postizas espesadas con rímmel. También don Ibrahim le dirigió al esbirro una ojeada entre el humo habano, pero en su caso fue de preocupación. No le gustaba el individuo y mucho menos aquella risa, y por un momento se estremeció con la sospecha de si Peregil tendría dinero suficiente para abonar honorarios, o jugaba de farol. Con un suspiro fatalista le dio otra chupada al puro, y de la americana colgada en el respaldo de la silla sacó el reloj al extremo de su cadena. No era fácil ser jefe, pensaba. Nada cómodo aparentar seguridad, dar órdenes o sugerir comportamientos procurando que no te falle la voz, disimulada la incertidumbre tras un gesto, una mirada, una sonrisa oportuna. Igual Jenofonte, el de los quinientos mil aquéllos, o Colón, o Pizarro cuando trazó la raya en el suelo con su espada y dijo de aquí para allá oro y un par de huevos, habían experimentado, también, aquella incómoda sensación de estar pintando el techo y quedarse sujetos a la brocha mientras desaparecía la escalera bajo sus pies, como en los tebeos de Mortadelo.

Don Ibrahim miró con ternura a la Niña Puñales. Lo único que le preocupaba en la posibilidad de ir a la cárcel era que allí se tendrían que separar… ¿Quién iba entonces a cuidar de ella? Sin el Potro, sin él mismo para decirle ole cuando tararease una copla, alabar su cocido de los domingos, llevarla a la Maestranza las tardes de buen cartel, darle el brazo cuando se le iba la mano en los bares con la prima rubia de Sanlúcar, la pobre se moriría como un pajarito fuera de su jaula. Y además estaba aquel tablao que debían conseguir a toda costa, para tenerla como a una reina.

– Releva al Potro, Niña.

La Niña contó un par de vueltas de aguja más hasta completar la serie. Movió silenciosamente los labios al hacerlo; y luego, apurando de camino el resto de la caña de manzanilla, se puso en pie para alisarse la falda del vestido de lunares mientras echaba un vistazo por el portillo. Tras los geranios plantados en latas vacías de atún Albo, mustios aunque el Potro del Mantelete los regaba cada noche, se veía el antiguo muelle, un par de embarcaciones amarradas y, al fondo, la Torre del Oro y el puente de San Telmo.

– No hay moros en la costa -dijo.

Después, llevándose la labor de ganchillo, cruzó la cámara con revuelo de falda de volantes almidonados, dejando un espeso aroma a Maderas de Oriente que Peregil acusó de modo visible a su paso. Al abrirse la puerta del camarote, don Ibrahim entrevió por un momento al párroco: de espaldas, sentado en una silla, con los ojos vendados por un pañuelo de seda de la Niña, atadas las muñecas al respaldo con esparadrapo ancho comprado la tarde anterior en una farmacia de la calle Pureza. Seguía tal y como lo habían puesto: quieto, hermético, sin decir esta boca es mía salvo cuando le preguntaban si quería un bocadillo, una copita, o echar una meada; y en esos casos se limitaba a mandarlos a tomar por saco.

Entró la Niña y salió el Potro del Mantelete, cerrando la puerta a su espalda.

– ¿Cómo lo lleva? -preguntó Peregil.

– ¿Quién?

El Potro se había parado junto a la mesa, el aire perplejo, un ojo maltrecho del zipizape nocturno. Bajo la camiseta de tirantes se le moldeaban los duros y enjutos pectorales aceitados de sudor. Aún lucía una venda en el antebrazo izquierdo. En el hombro opuesto, junto a la marca de la vacuna, llevaba una cabeza de mujer tatuada en azul, con gorro legionario y un nombre ilegible debajo. Don Ibrahim nunca había preguntado si aquel nombre era el de la hembra infiel causa de su ruina, ni el Potro la mencionó jamás. Igual ni se acordaba. De cualquier modo, la vida de cada uno era la vida de cada uno.

– El cura -insistía Peregil con voz desmayada-. Que cómo lo lleva.

El ex torero y ex boxeador consideró largamente la cuestión. Arrugaba el entrecejo balanceándose un poco sobre las piernas, y por fin miró a don Ibrahim igual que un lebrel recibiendo la orden de un extraño, vuelto al amo en busca de confirmación.

– Lo lleva bien -respondió por fin, al no encontrar objeción en los ojos de su jefe y compadre-. Está quieto y no dice nada.

– ¿No ha hecho preguntas?

El Potro se restregaba con dos dedos la aplastada nariz mientras hacía memoria, voluntarioso. El calor no aguzaba sus reflejos.

– Ninguna -repuso por fin-. Le desabotoné un poco la sotana para que respire, y tampoco dijo ni pío -reflexionó largamente sobre todo aquello-. Ni que fuera mudo.

– Natural -terció don Ibrahim-. Se trata de un hombre de iglesia. Es la dignidad ofendida.

Se sacudió un poco el faldón de la camisa, pues ya le caía sobre la barriga la primera ceniza del puro, mientras el Potro asentía lento con la cabeza, mirando hacia la puerta cerrada como si acabase de resolver algo que lo hubiera intrigado mucho rato. Será eso, repitió dos veces. La dignidad.

Peregil boqueaba, pálido y sudoroso. Tenía el pañuelo como para escurrirlo en un cubo.

– Me voy -dijo. El humo del habano, con el balanceo, le daba a todas luces la puntilla-. Así que manteneos atentos a mis instrucciones.

Empezó a incorporarse, arreglando maquinalmente el pelo sobre su calva. En ese momento el Canela Fina se balanceó al paso de otro barco de turistas, y la mirada de Peregil siguió, con fijeza obsesiva, el movimiento de estribor a babor del rayo de sol que entraba por el portillo de los geranios. La piel se le puso más grasienta y pálida, y aspiró aire igual que un jurel recién pescado, mirando a don Ibrahim y al Potro con ojos de extravío.

– Perdonad -murmuró, la voz ahogada, antes de precipitarse camino de la puerta y la escala.


Fue la peor comida de su vida. Pencho Gavira apenas probó las habas tiernas con chipirones y el salmón a la plancha, y sólo recurriendo a toda su sangre fría llegó a los postres con la sonrisa intacta y sin saltar de la mesa cada cinco minutos para telefonear a su secretaria, que buscaba afanosa a Peregil por toda Sevilla. A veces, en plena conversación con los consejeros del Cartujano, el banquero se quedaba en blanco, pendientes los otros de lo que estaba a medio exponer; y sólo con un inaudito esfuerzo de voluntad era capaz de rematar la cuestión de modo airoso. Habría necesitado todo aquel tiempo para pensar, trazando planes y soluciones a las alternativas que la ausencia del sicario iba haciendo sucederse en su mente; pero no disponía de esa tregua. También esa reunión resultaba decisiva para su futuro, por lo que no podía descuidar a sus comensales. Se batía, por tanto, en dos frentes: como Napoleón contra un ejército inglés y otro prusiano en Waterloo. Una sonrisa, un sorbo de rioja, un planteamiento, una reflexión oculta justo el tiempo de encender un cigarrillo. Poco a poco los consejeros iban entrando por el aro; mas la falta de noticias por parte de Peregil empezaba a ser angustiosa. Gavira tenía la certeza de que su asistente estaba relacionado con la desaparición del cura, y -eso daba sudores fríos- también podía estarlo con la muerte de Bonafé. Aquello le hacía correr estremecimientos por la espina dorsal; pero a pesar de todo el banquero tenía cuajo y aguantaba el tipo. En su lugar, otro con menos arrestos se habría echado a llorar sobre el mantel.

El maître se acercaba entre las mesas, y por su forma de mirarlo Gavira supo que se dirigía a él. Reprimiendo el impulso de precipitarse desde su asiento, concluyó la frase que tenía a medias, apagó el cigarrillo en el cenicero, bebió un sorbo de agua mineral, secó cuidadosamente sus labios con la servilleta y se puso en pie, dirigiéndoles una sonrisa a los consejeros:

– Disculpad un momento.

Después caminó hacia el vestíbulo haciendo un par de inclinaciones de cabeza para saludar a algunos conocidos, con la mano derecha en el bolsillo para evitar que le temblara. El vacío de su estómago se ahondó al ver a Peregil con el pelo despeinado sobre la calva y una corbata espantosa.

– Tengo buenas noticias -anunció el sicario.

Estaban solos. Gavira casi lo empujó dentro de los servicios de caballeros, cerrando la puerta detrás cuando se aseguró de que allí no había nadie.

– ¿Dónde has estado?

Peregil hizo una mueca satisfecha:

– Ocupándome de que mañana no haya misa -dijo.

Toda la tensión, toda la angustia acumulada, se le disparó a Gavira como un resorte. Habría matado a Peregil allí mismo. Con sus propias manos.

– ¿Qué has hecho, cabrón?

Al asistente se le borró la sonrisa de la boca. Parpadeaba, aturdido.

– Pues qué voy a hacer -balbució- Lo que usted me dijo. Neutralizar al cura.

– ¿Al cura?

El esbirro apoyaba la espalda contra el lavabo donde Gavira lo tenía acorralado. La luz de neón le hacía brillar la calva bajo los mechones de pelo que se elevaban desde la oreja izquierda.

– Sí -confirmó-. Unos amigos lo han puesto fuera de circulación hasta pasado mañana. En perfecto estado de salud.

Observaba desconcertado a su jefe, sin comprender aquella actitud agresiva. Gavira dio un paso atrás mientras hacía cálculos.

– ¿Cuándo fue eso?

– Anoche -Peregil aventuró una tímida sonrisa, atento a las reacciones de su jefe-. Está en lugar seguro y bien tratado. El viernes se le suelta, y santas pascuas.

Gavira movía la cabeza. No le cuadraban las cuentas.

– ¿Y el otro?

– ¿Quién es el otro?

– Bonafé. El periodista.

Vio enrojecer a Peregil como si le hubiesen bombeado un litro de sangre a la cara.

– Ah, ése -ahora el asistente parecía desencajado. Alzaba las manos para definir algo en el aire-. Bueno… Se lo puedo explicar todo, créame -bajo el neón, la sonrisa forzada parecía un agujero oscuro en mitad de su cara-. Es algo complicada la historia, pero se la puedo aclarar. Lo juro.

A Gavira le vino una ola de pánico. Si su asistente estaba relacionado con la muerte de Honorato Bonafé, los problemas no habían hecho más que empezar. Dio unos pasos por el cuarto, intentando reflexionar a toda prisa. Pero los azulejos blancos le inspiraban el vacío más absoluto. Se volvió a mirar a Peregil:

– Pues más vale que tu explicación sea buena. Al cura lo busca la policía.

En contra de lo que esperaba, Peregil no se mostró especialmente impresionado. Más bien mostraba alivio por el nuevo giro de la conversación:

– Qué rápidos. Aun así, no se preocupe usted.

Gavira no daba crédito a lo que oía:

– ¿Que no me preocupe?

– En absoluto -el esbirro esbozó una sonrisita nerviosa-. Sólo va a costamos cinco o seis kilos más.

Gavira se fue otra vez hasta él. La duda oscilaba entre tumbarlo de un puñetazo y patearle el cráneo o seguir interrogándolo.

Con un esfuerzo sobre sí mismo, preguntó de nuevo:

– ¿Hablas en serio, Peregil?

– Que sí. Usted tranquilo.

– Oye -esforzándose en mantener la compostura, el banquero se pasaba las palmas de las manos por las sienes-. Tú me estás vacilando.

– Nunca se me ocurriría, jefe -Peregil sonreía con candor-. Ni harto de jumilla.

Gavira se dio otro paseo por el cuarto.

– Vamos a ver… ¿Vienes a decirme que tienes secuestrado a un cura al que la policía busca por asesinato, y quieres que no me preocupe?

A Peregil se le descolgó la mandíbula:

– Cómo que por asesinato.

– Eso he dicho.

El esbirro miró la puerta cerrada. Luego la del retrete. Después de nuevo a Gavira.

– Pero qué asesinato ni qué niño muerto.

– De niño, nada. Adulto. Y culpan a tu maldito cura.

– Venga ya -Peregil soltó una carcajada corta, de absoluta desesperación-. No me gaste esas bromas, jefe.

Gavira se le acercó tanto que el otro casi tuvo que sentarse en el lavabo.

– Mírame la cara. ¿Tengo aspecto de bromear?

No lo tenía, y al asistente no le cupo la menor duda. Ahora Peregil estaba blanco como los azulejos de la pared:

– ¿Un asesinato?

– Eso es.

– ¿Un asesinato de verdad?

– Que sí, coño. Y dicen que ha sido el cura.

Alzó una mano el otro, pidiendo tiempo para digerir todo aquello más despacio. Estaba tan descompuesto que los largos mechones de pelo le colgaban sobre la oreja.

– ¿Antes o después de que lo trincáramos?

– Y yo qué sé. Será antes, supongo.

Peregil tragó saliva con mucha dificultad y mucho ruido:

– A ver si nos aclaramos, jefe. ¿El asesinato de quién?


Después de dejar a Peregil vomitando en el retrete, Pencho Gavira se despidió de los consejeros, subió al Mercedes aparcado ante el restaurante, dijo al chófer que conectara el aire acondicionado y fuese a tomar algo, y con el teléfono móvil en la mano reflexionó un momento. Estaba seguro de que su asistente le había contado la verdad, y -pasado el pánico inicial- eso le daba al problema nuevas perspectivas. Resultaba difícil establecer si todo era una sucesión de casualidades, o si de verdad la gente de Perejil había incurrido en la extraordinaria coincidencia de secuestrar al párroco sólo un poco después de que éste se cargara al periodista. El hecho de que la policía estableciese la muerte de Bonafé a última hora de la tarde, y que la desaparición del párroco no se hubiera producido -según testimonio de la propia Macarena y del cura de Roma- hasta pasadas las doce de la noche, dejaba a Príamo Ferro sin coartada. De un modo u otro, culpable o no, eso cambiaba las posiciones de cada cual. El sacerdote era sospechoso y la policía andaba tras él; retenerlo más tiempo resultaba arriesgado. Gavira tenía la seguridad de que podía ser puesto en libertad sin perjuicio para sus proyectos. Más bien los beneficiaba, pues el cura iba a estar muy ocupado entre encuestas e interrogatorios. Si lo soltaban de noche, con la policía tras él, era más que probable que al día siguiente no hubiera misa en Nuestra Señora de las Lágrimas. El golpe maestro podía venir, pues, de lo inesperado. La filigrana consistía en desembarazarse del párroco y devolverlo a la vida pública con la oportuna limpieza, sin escándalos. Que huyese o se entregara a la policía, eso a Gavira le daba igual. De un modo u otro Príamo Ferro estaba al fílo de quedar fuera de juego por una temporada, y quizá pudieran mejorarse las cosas con una llamada anónima, una denuncia o algo así. No era el arzobispo de Sevilla quien iba a tener prisa por buscarle un sustituto. En cuanto a don Octavio Machuca, para el pragmático banquero estaba bien todo lo que terminaba bien.

Quedaba por resolver la cuestión de Macarena; pero también en eso había ventajas con la nueva situación. La jugada perfecta consistía en venderle a ella la liberación del párroco como un favor, proclamándose Gavira ajeno al exceso de celo de Peregil. Algo del tipo en cuanto me lo dijiste intervine y etcétera. Con el asunto de Bonafé pesando sobre todos, y en especial sobre su admirado don Príamo, ella se iba a guardar mucho de ser indiscreta. Eso podía facilitar, incluso, un acercamiento entre los dos. En cuanto al párroco, que Macarena y el cura de Roma se hicieran cargo de él con policía o sin ella. Gavira no tenía nada contra el cura viejo: igual le daba que se entregara o que emigrase. Con una chispa de suerte, estaba tan acabado como su iglesia.

El aire acondicionado, con el suave ronroneo del motor, mantenía una temperatura perfecta en el interior del Mercedes. Más relajado, Gavira se recostó en el asiento de cuero negro para apoyar la cabeza en el respaldo, contemplándose satisfecho en el espejo retrovisor. Quizá no fuese una mala jornada, después de todo. En su rostro bronceado relucía la sonrisa del Marrajo del Arenal cuando marcó el número telefónico de la Casa del Postigo.


Al colgar el teléfono. Macarena Bruner se quedó mirando a Quart. Parecía reflexionar, muy quieta, apoyada en la mesa cubierta de revistas y libros, en un ángulo de la habitación del piso alto convertida en estudio. Un estudio singular, con azulejos reproduciendo motivos vegetales y cruces de Malta, oscuras vigas en el techo y una gran chimenea de mármol negro. Era el estudio de Macarena, y su huella estaba en todas partes: un televisor con vídeo, un reducido equipo de música, libros de Arte e Historia, antiguos ceniceros de bronce, cómodos sillones de pana oscura, cojines bordados. Había una gran alacena donde se mezclaban antiguos legajos manuscritos, volúmenes encuadernados en pergamino amarillento, cintas de vídeo, y también un par de buenos cuadros en las paredes: un San Pedro de Alonso Vázquez, y otro de autor desconocido representando una escena de la batalla de Lepanto. Junto a la ventana, la talla de un ceñudo arcángel alzaba su espada bajo una campana de vidrio que lo protegía del polvo.

– Ya está -dijo Macarena.

Quart se puso en pie, tenso, dispuesto a la acción. Pero ella permaneció inmóvil, como si todavía no estuviera dicho todo:

– Ha sido un error y se disculpa. Asegura que no tiene nada que ver, y que gente que trabaja indirectamente para él se extralimitó sin su consentimiento.

A Quart eso le daba igual. Ya habría tiempo de establecer la responsabilidad de cada uno. Lo importante era llegar hasta el párroco antes que la policía. Culpable o no, era un eclesiástico; la Iglesia no podía limitarse a verlas venir.

– ¿Dónde lo tienen?

Macarena le dirigió una mirada dubitativa, pero sólo fue un momento.

– Está sano y salvo, en un barco amarrado en el antiguo muelle del Arenal… Pencho llamará cuando lo haya arreglado todo -dio unos pasos por la habitación, cogió un cigarrillo de encima de la mesa y extrajo el mechero del escote-. Me lo ofrece a mí en vez de a la policía, a cambio de la paz. Aunque lo de la policía, por supuesto, es un farol.

Quart dejó escapar el aire de los pulmones, aliviado. Al menos aquella parte del problema quedaba resuelta.

– ¿Vas a decírselo a tu madre?

– No. Es mejor que siga sin saber nada hasta que todo esté bien. Esta noticia puede matarla.

Hizo una mueca de desolación. Tenía mechero y cigarrillo en la mano, sin encender; parecía haberlos olvidado.

– Si hubieras oído a Pencho -añadió-. Atento, encantador, a mi disposición… Sabe que está a punto de ganar la partida y nos vende una alternativa inexistente. Don Príamo no puede escapar cuando lo liberen.

Lo dijo fríamente, absorta en su única preocupación: el párroco. La escuchaba desolado Quart, aunque no por sus palabras. Cada vez que un gesto de Macarena removía recuerdos recientes, él se llenaba de una tristeza inmensa, desesperada. Tras acercársele tanto y llevarlo al terreno donde los límites se diluían y todo, salvo la soledad compartida y la ternura, carecía de sentido, ella se alejaba de nuevo. Era pronto para determinar cuánto perdía y cuánto ganaba el sacerdote Lorenzo Quart en la carne tibia de aquella mujer; pero la traicionada figura del templario lo acosaba como un remordimiento. Todo era una trampa ancha y vieja, con ese río tranquilo por donde discurría el tiempo que nada respeta, o que confirma tarde o temprano la condición de los hombres. Que arrastra las banderas de los buenos soldados. En cuanto a Quart, Sevilla le arrebataba demasiadas cosas en demasiado poco tiempo, sin dejarle a cambio más que una dolorosa conciencia de sí mismo. Ansiaba un redoble de tambor que le devolviese la paz.

Cuando volvió a la realidad, los ojos oscuros, egoístas, de Macarena estaban fijos en los suyos. Pero Quart no era el objeto de su interés. No vio gotas de miel ni luna agitando hojas de buganvillas y naranjos. No había nada que le concerniera; y por un instante el agente del IOE se preguntó qué diablos estaba haciendo él todavía allí, reflejado en aquellos ojos extraños.

– No veo por qué iba a huir el padre Ferro -dijo, haciendo el esfuerzo de retornar a las palabras y a la disciplina que traían consigo-. Si la causa de su desaparición fue un secuestro, eso atenúa las sospechas sobre él.

El argumento no pareció tranquilizarla en absoluto:

– No cambia nada. Dirán que cerró la iglesia con el cadáver dentro.

– Sí. Pero tal vez, como dijo tu amiga Gris, pueda demostrar que no llegó a verlo. Será bueno para todos que se explique por fin. Bueno para ti, y para mí. Bueno para él.

Movió ella la cabeza:

– Tengo que hablar con don Príamo antes que la policía.

Había ido hasta la ventana. Miraba el patio interior, apoyada en el marco.

– Yo también -dijo Quart, acercándose-. Y es mejor que se presente él mismo, acompañado por mí y por el abogado que he hecho venir de Madrid -consultó el reloj-. Que ahora debe de estar con Gris en la Jefatura de Policía.

– Ella nunca acusará a don Príamo.

– Claro que no.

Se volvió hacia Quart. La ansiedad se reflejaba en los ojos oscuros:

– ¿Van a detenerlo, verdad?

Habría levantado los dedos para tocar esa boca, pero el gesto de ella no era suyo, sino de otro. Qué absurdo tener celos de un viejo cura pequeño y sucio, pero lo cierto es que los tenía. Tardó unos segundos en responder:

– No lo sé -tras el momento de duda desvió la mirada hacia el patio. Sentada en una mecedora junto a la fuente de azulejos, abanicándose ajena a todo, Cruz Bruner leía apaciblemente-. Por lo que vi en la iglesia, temo que sí.

– Crees que fue él, ¿verdad? -Macarena también miró a su madre. Lo hizo con una inmensa tristeza-. Aunque no haya desaparecido por su voluntad, tú lo sigues creyendo.

– Yo no creo nada -se zafó Quart, malhumorado-. Creer no es mi trabajo.

Le venía a la memoria el salmo de la Biblia referido a la historia de Uzá, «quien osó tocar el Arca de la Alianza, y el Señor se encolerizó contra él por su atrevimiento, lo hirió y murió allí mismo, junto al Arca de Dios»… Por su parte. Macarena inclinaba el rostro. Había deshecho el cigarrillo entre los dedos, sin llegar a encenderlo, y las briznas de tabaco caían a sus pies.

– Don Príamo nunca haría una cosa así.

Quart movió la cabeza, pero no dijo nada. Pensaba en Honorato Bonafé muerto en el confesionario, fulminado por la cólera implacable del Todopoderoso. Era precisamente al padre Ferro a quien él imaginaba haciendo una cosa así.


Un cuarto para las once. Apoyado en un farol bajo el puente de Triana, Celestino Peregil oyó las campanadas del reloj sin levantar la vista de las luces reflejadas en el agua negra del río. Los faros de los automóviles que pasaban por encima corrían a lo largo de la barandilla de hierro, sobre los arcos remachados y los pilares de piedra, y también más allá del parapeto de jardines y terrazas que se levantaba en el paseo de Cristóbal Colón, junto a la Maestranza. Pero abajo, en la orilla, todo estaba tranquilo.

Echó a andar por la explanada bajo el puente, hacia los antiguos muelles del Arenal. La brisa de Sanlúcar empezaba a rizar suavemente la superficie oscura del Guadalquivir, y el fresquito de la noche levantó el ánimo del sicario. Tras las emociones de las últimas horas, todo iba de vuelta a la normalidad. Incluso la úlcera parecía dispuesta a dejarlo en paz. La cita estaba prevista a las once junto al barco donde aguardaban don Ibrahim y sus secuaces, y el propio Gavira le había dado toda clase de instrucciones y seguridades a Peregil para evitar fallos: irían la señora y el cura alto, y él debía limitarse a efectuar la entrega sin problemas. Al párroco lo iban a sacar del Canela Fina, y la pareja se haría cargo en uno de los antiguos almacenes del muelle, cuya llave llevaba Peregil en el bolsillo. En cuanto al dinero de los tres malandrines, al asistente le había costado un poco convencer a su jefe de que aflojase lo necesario; pero la urgencia del caso y las ganas del banquero por quitarse de encima al párroco facilitaron las cosas. Con una íntima sonrisa, el esbirro se tocó la barriga: llevaba los cuatro millones y medio en billetes de diez mil escondidos bajo la camisa, en el elástico de los calzoncillos; y en su casa tenía otras quinientas mil que había conseguido colarle de clavo a su jefe a última hora, so pretexto de gastos imprescindibles para llevar la cosa a buen término. Tanta viruta en la cintura lo obligaba a caminar rígido, igual que si llevara un corsé.

Empezó a silbar, optimista. Salvo alguna pareja de novios o un pescador aislado, el paseo hasta los muelles se veía desierto. Unas ranas croaban entre los juncos de la orilla, y Peregil las escuchó, complacido. Asomaba la luna sobre Triana y el mundo era maravilloso. Las once menos cinco. Apretó el paso. Estaba deseando terminar con el sainete para irse derecho al Casino, a ver lo que el medio kilo daba de sí. Reservándose cinco mil duros para un homenaje con Dolores la Negra.

– Hombre, Peregil. Qué sorpresa.

Se paró en seco. Dos siluetas sentadas en uno de los bancos de piedra se habían incorporado a su paso. Una delgada, alta, siniestra: el Gitano Mairena. Otra menuda, elegante, con movimientos precisos de bailarín: el Pollo Muelas. Una nube ocultó la luna, o quizá lo que ocurrió fue que los ojos de Peregil se nublaron de pronto. Tenía puntitos negros bailándole ante los ojos, y la úlcera se le despertó de un modo salvaje. Le flaquearon las piernas. Una lipotimia, pensó. Me voy a caer redondo de una lipotimia.

– Adivina qué día es hoy.

– Miércoles -la voz le salía desmayada, apenas audible, en un amago de protesta-. Me queda un día.

Las dos sombras se acercaron. En cada una de ellas, una más arriba que otra, relucía la brasa de un pitillo.

– Llevas mal las cuentas -dijo el Gitano Mairena-. Te queda una hora, porque el jueves empieza a las doce en punto de esta noche -encendió un fósforo y su llamarada iluminó la mano con su meñique amputado y la esfera de un reloj-. Una hora y cinco minutos.

– Voy a pagar -dijo Peregil-. Os lo juro.

Sonó la risa simpática del Pollo Muelas:

– Pues claro. Por eso vamos a sentarnos los tres juntos, en este banco. Para hacerte compañía mientras llega el jueves.

Ciego de pánico, Peregil echó una ojeada alrededor. Las aguas del río no le ofrecían amparo alguno, y las mismas posibilidades iba a encontrar en una carrera desesperada por el muelle desierto. En cuanto a un arreglo negociado, lo que llevaba encima podía resolver temporalmente el asunto, con dos objeciones: ni cubría la totalidad de la deuda con el prestamista, ni él podía justificar su pérdida ante Pencho Gavira, con quien el montante ascendía ya a once millones como once cañonazos. Eso, sin contar el secuestro del párroco que tenía colgado como una soga al cuello, la cita con la señora y el cura alto, y la cara que iban a poner don Ibrahim, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales si los dejaba en la estacada con aquel marrón. A lo que podía sumarse el muerto de la iglesia, la policía, y toda la otra ruina que llevaba encima. De nuevo observó la corriente negra del río. Igual le salía más barato saltar al agua y ahogarse.

Suspiró hondo, muy hondo, y sacó un paquete de cigarrillos. Después miró a la sombra alta y luego a la baja, resignado ante lo inevitable. Quién dijo miedo, pensó. Habiendo hospitales.

– ¿Tenéis fuego?

Aún no había prendido un fósforo el Gitano Mairena cuando Peregil ya estaba corriendo a toda mecha a lo largo del muelle, de vuelta hacia el puente de Triana, como si le fuera la vida en ello. Que era exactamente lo que le iba.

Por un momento se creyó a salvo. Apretaba la carrera respirando acompasado, uno, dos, uno, dos, con la sangre golpeándole muy fuerte en las sienes y el corazón, y los pulmones quemaban igual que si se los estuvieran sacando del pecho para volverlos del revés. Corría casi a ciegas en la oscuridad, oyendo detrás las zancadas de los otros, las imprecaciones del Gitano Mairena, el resuello del Pollo Muelas. Un par de veces creyó que le rozaban la espalda o las piernas, y enloquecido de terror apretó el galope, sintiendo que aumentaba la distancia entre él y sus perseguidores. Las luces de los automóviles sobre el puente se acercaban con rapidez. La escalera, se dijo atropelladamente, ofuscado por el esfuerzo. Había una escalera en algún lugar a la izquierda, y arriba calles, luces, coches, gente. Torció a la derecha acercándose al muro en diagonal, algo golpeó su espalda, aceleró de nuevo mientras dejaba escapar un grito de angustia. Allí estaba la escalera: la adivinó, más que vio, en las sombras. Hizo un último esfuerzo, pero cada vez resultaba más difícil coordinar el movimiento de las piernas. Se desacompasaban, perdía terreno, el cuerpo se iba hacia adelante, en el vacío. Sus pulmones eran una llaga dolorosa y no encontraban aire que respirar. De ese modo llegó al pie de la escalera y pensó, fugazmente, que tal vez iba a conseguirlo. Entonces le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas, encogido, como si lo hubieran abatido de un escopetazo.

Estaba hecho polvo. Bajo la camisa, los billetes se le pegaban al cuerpo con el sudor. Giró hasta quedar tumbado boca arriba sobre el primer peldaño, y todas las estrellas del cielo se le movían alrededor, igual que en una atracción de feria. Dónde se han llevado todo el oxígeno, pensó, una mano conteniendo los saltos del corazón para que éste no escapara por la boca abierta. A su lado, resoplando, apoyados en la pared, el Gitano Mairena y el Pollo Muelas intentaban recobrar el aliento.

– Qué hijoputa -oyó decir al Gitano, entrecortada la voz-. Corre como una bala.

El Pollo Muelas se había puesto en cuclillas, respirando igual que una gaita llena de agujeros. La luz de un farol del puente iluminaba media sonrisa simpática.

– Has estado cojonudo, Peregil, de verdad -dijo casi con ternura, palmeándole la cara en suaves cachetes-. Nos has impresionado un huevo. Palabra.

Después se puso en pie con dificultad, y sin dejar de sonreír le dio otro par de cachetitos amistosos en la mejilla. Luego saltó sobre su brazo derecho, partiéndoselo con un crujido. Así le rompió el primero de los huesos que iban a romperle aquella noche.


Macarena Bruner miró el reloj por enésima vez. Pasaban cuarenta minutos de las once.

– Algo va mal -dijo en voz baja.

Quart estaba seguro de eso, pero no comentó nada. Aguardaban en la oscuridad, junto a la verja cerrada de un embarcadero de patines acuáticos. Sobre sus cabezas, más allá de las palmeras y las buganvillas, tras las terrazas desiertas del Arenal, se veía la cúpula iluminada del teatro de la Maestranza y un ángulo del edificio del Banco Cartujano. Unos trescientos metros orilla abajo, la Torre del Oro iluminada montaba guardia junto al puente de San Telmo. Y justo en la mitad, amarrado al muelle, estaba el Canela Fina.

– Algo ha salido mal -insistió Macarena.

Llevaba un suéter con las mangas anudadas sobre los hombros. Estaba tensa, inquieta, pendiente del muelle donde tenía que presentarse el hombre de Pencho Gavira. La embarcación en la que según su marido, o ex marido, estaba el padre Ferro, se veía silenciosa y a oscuras, sin rastro de vida. Durante un rato -disponían de tiempo- Quart consideró para sus adentros la posibilidad de que el banquero les hubiese hecho una mala jugada; pero tras darle vueltas descartó la idea. Tal como estaban las cosas, había engaños que Gavira no podía permitirse.

Un soplo de brisa hizo crujir las tablas del embarcadero. El agua chapaleó débilmente en los pilares del muelle. Fuera lo que fuese, algo había alterado el plan; y las cosas amenazaban con desarrollarse de modo menos tranquilizador que el previsto. El instinto de Quart decía que aquel punto muerto auguraba nuevos problemas. Suponiendo que el párroco estuviera en el barco -de lo que no tenían más indicio que la palabra de Gavira-, su rescate iba a complicarse mucho si no hacía acto de presencia el presunto mediador. Quart miró el perfil oscuro y vigilante de Macarena, y luego pensó en el subcomisario Navajo. Tal vez estaban llegando demasiado lejos.

– Quizá fuera conveniente -dijo, con suavidad- llamar a la policía.

– Ni lo pienses -ella no apartaba su atención del muelle desierto y del barco-. Antes tenemos que hablar con don Príamo.

Quart miró a uno y otro lado, bajo las acacias que bordeaban la orilla.

– Pues no viene nadie.

– Ya vendrá. Pencho sabe lo que se juega en esto.

Pero nadie acudió a la cita. Pasaron las doce y la tensión se hizo insoportable. Macarena se paseaba nerviosa junto a la verja del embarcadero. Además, había olvidado sus cigarrillos. Quart se quedó vigilando el Canela Fina mientras ella iba hasta una cabina telefónica del paseo, a llamar a su marido. Volvió sombría. El banquero aseguraba que Peregil se comprometió a acudir a las once en punto, con dinero para el rescate. No se explicaba lo ocurrido, pero se reuniría con ellos en quince minutos.

Apareció al cabo de un rato, caminando bajo las acacias hasta unírseles junto al embarcadero. Vestía un polo bajo la americana, pantalón ligero y calzado deportivo. En la oscuridad parecía mucho más moreno que de costumbre.

– No me explico lo de Peregil -dijo a modo de saludo.

No hubo excusas, ni comentarios inútiles. En pocas palabras lo pusieron al tanto de la situación. El banquero estaba muy preocupado por la ausencia de su asistente, y dispuesto a todo con tal de que no mezclaran a la policía. Una cosa era que ésta se las hubiese con el párroco en libertad, y otra muy distinta que los agentes tuvieran que rescatarlo de un secuestro más o menos imputable a Gavira. Mientras hablaban, Quart admiró su sangre fría: no hacía aspavientos, ni protestas de inocencia, ni intentaba convencer a nadie. Había traído cigarrillos, y él y Macarena fumaron con las brasas protegidas en el hueco de la mano. El banquero escuchaba más que hablaba, inclinada la cabeza, dueño de sí. Lo único que parecía preocuparle era que todo se resolviese a gusto de todos. Por fin miró directamente a Quart:

– ¿Usted qué opina?

Esta vez no había suspicacia, ni chulería en el tono. Era objetivo y tranquilo: sota, caballo y rey, una consulta técnica antes de pasar a la acción. Su pelo peinado con brillantina reflejaba las luces del río.

Quart sólo dudó un instante. Tampoco a él lo hacía feliz que el párroco pasara de manos de sus secuestradores a las del subcomisano Navajo, sin tiempo para un largo cambio de impresiones. Miró el Canela Fina.

– Habría que entrar -opinó.

– Pues vamos -dijo Macarena, resuelta.

– Un momento -opuso Quart-. Antes conviene saber qué vamos a encontrar ahí.

Gavira se lo dijo. Según los informes de Peregil, la banda la formaban tres. Un tipo gordo, grande, cincuentón, era el jefe. Había también una mujer y un ex boxeador. Este último podía ser peligroso.

– ¿Conoce el barco por dentro? -le preguntó Quart.

Gavira dijo que no, aunque era del tipo común para turistas: una cubierta superior con varias filas de asientos, un puente a proa y un interior con media docena de camarotes, cuarto de máquinas y una cámara. Ése, en concreto, llevaba mucho tiempo fuera de servicio, casi abandonado. Alguna vez se fijó en él mientras tomaba copas en las terrazas del Arenal.

A medida que iba definiéndose la acción, los fantasmas que en las últimas horas habían turbado a Quart se alejaban poco a poco. La noche, el barco a oscuras, la inminencia de un enfrentamiento, lo llenaban de una expectativa casi gozosa, un poco infantil. Era jugar de nuevo, recobrar los viejos gestos conocidos, el control de sí mismo. Recorrer las casillas del sorprendente juego de la Oca que era la vida. Reconocía por fin su territorio, el paisaje incierto del mundo en que se movía habitualmente; y de ese modo retornaba a ser él mismo. De pronto la presencia de Macarena se acotaba de modo tranquilizador en el orden exacto de las cosas, y el templario inseguro podía recobrar la paz del buen soldado. Descubría incluso en Pencho Gavira -y eso era lo singular de aquella situación- a un inesperado camarada de campaña, traído por la brisa del mar y las aguas del río que se deslizaba despacio y manso a sus pies, diluyendo la antipatía que había podido sentir antes, y que sin duda volvería a experimentar mañana. Pero, al menos por una noche, todos los amigos muertos de un templario no estaban muertos. Y le complacía que aquél, inesperado, hubiese venido a pie, sin escolta, caminando solo bajo las acacias oscuras de la orilla en lugar de atrincherarse tras su miedo y todo lo que tenía por perder, y ahora se dispusiera a abordar el Canela Fina sin otras palabras que las imprescindibles.

– Vamos de una vez -se impacientó Macarena. En ese momento le daban lo mismo el uno que el otro. Sólo tenía ojos para el barco amarrado en el muelle.

Gavira miraba a Quart. Los dientes le resplandecían en las sombras de la cara:

– Después de usted, padre.

Se acercaron, procurando no hacer ruido. La embarcación estaba sujeta a los bolardos del muelle con dos gruesas estachas, una a proa y otra a popa. Subieron sigilosamente por la pasarela hasta llegar a una cubierta donde se amontonaban rollos de cabos, destrozados salvavidas, neumáticos, mesas y sillas viejas. Quart se guardó la cartera en un bolsillo del pantalón y, quitándose la americana, la puso doblada sobre uno de los asientos. Gavira lo imitó sin decir nada.

Recorrían la cubierta superior. Por un momento creyeron escuchar un roce bajo sus pies, y el muelle se iluminó débilmente, como si alguien hubiese echado un vistazo desde el interior por uno de los portillos. Quart contenía el aliento, procurando pisar en silencio del modo que le habían enseñado sus instructores de los servicios especiales de la policía italiana: primero el talón, luego el canto del pie, después la planta. La tensión le tamborileaba en los tímpanos, así que procuró serenarse para escuchar los ruidos a su alrededor. Llegó así al puente, donde el timón y los instrumentos estaban cubiertos por fundas de lona, y fue a apoyarse en el mamparo de hierro, el oído atento. Olía a descuido y suciedad. Vio cómo Macarena y después Gavira entraban tras él y se inmovilizaban tensos a su lado, recortadas sus sombras por la luz distante de los faroles del Arenal. Tranquilo el banquero, cambiando con Quart una mirada inquisitiva. Fruncido el ceño Macarena, mirándolos alternativamente en espera de una señal; tan resuelta como si toda su vida la hubiera pasado asaltando barcos a media noche. Había una puerta de madera tras la que se escuchaba, apagado, el sonido de una radio. Una fina línea de luz se advertía a sus pies, en el umbral.

– Si hay complicaciones, uno a cada hombre -susurró Quart, señalándose el pecho y luego el de Gavira, antes de indicar a Macarena-. Y ella se encarga del padre Ferro.

– ¿Y la mujer? -preguntó Gavira.

– No lo sé. Si interviene, ya veremos. Sobre la marcha.

El banquero sugirió que quizás podrían intentarlo por las buenas, hablando él en nombre de Peregil. Debatieron brevemente y en voz queda la cuestión. El problema, concluyeron, era que los secuestradores esperaban la entrega del rescate, y Gavira sólo llevaba encima sus tarjetas de crédito. Reflexionaba Quart a toda prisa, con sus compañeros de aventura mirándolo expectantes; le dejaban la decisión final de clérigo a clérigo, con los riesgos que cada opción implicaba. Lamentando por última vez no haber recurrido a la policía, Quart intentó recordar la manera de plantearse aquella clase de problemas. Por las buenas, palabras: mucha calma y muchas palabras. Por las malas, rapidez, sorpresa, brutalidad. En ambos casos, no darle nunca al adversario tiempo para pensar. Aturdirlo con un alud de impresiones que bloquearan su capacidad de reacción. Y en el peor de los casos, que la Providencia -o quien estuviese de guardia aquella noche- no permitiera lamentar desgracias.

– Vamos a entrar.

Todo esto es grotesco, se dijo. Después cogió de encima de la bitácora un tubo de acero de tres palmos de longitud y aspecto amenazador. Quien a hierro mata, murmuró para sus adentros. Ojalá aquello concluyese sin que nadie matara a nadie. Después se llenó de aire los pulmones, oxigenándolos media docena de veces, antes de abrir la puerta. A medio camino se preguntó si debía haber hecho la señal de la cruz.


La taza de café se le cayó a don Ibrahim encima de los pantalones. El cura alto había aparecido en la puerta del puente, en mangas de camisa, con su alzacuello puesto y una barra de hierro en la mano derecha. Mientras se ponía en pie con dificultad, estrechando la barriga contra el borde de la mesa, vio detrás a otro hombre moreno, de buena planta, en el que reconoció al banquero Gavira. Después apareció la duquesa joven.

– Tranquilícense -dijo el cura alto-. Venimos a hablar.

El Potro del Mantelete se había incorporado en la litera, en camiseta, el tatuaje legionario del hombro barnizado en sudor, apoyando los pies descalzos en el suelo. Miraba a don Ibrahim como preguntándole si aquella visita debía considerarse dentro o fuera de programa.

– Nos manda Peregil -anunció el banquero Gavira-. Todo está en orden.

Si todo estuviera en orden, se dijo don Ibrahim, ellos no estarían allí, Peregil habría puesto cuatro millones y medio sobre la mesa, y el cura alto no llevaría esa barra en la mano. Algo se había complicado en alguna parte, y miró sobre el hombro de los recién llegados, esperando ver aparecer a la pasma de un momento a otro.

– Tenemos que hablar -repitió el cura alto.

Lo que tenían, pensó don Ibrahim, era que largarse de allí a toda leche él, la Niña y el Potro. Pero la Niña estaba en el camarote con el cura viejo, y desaparecer no era tan fácil; entre otras cosas porque los tres intrusos estaban justo en la puerta de salida. Maldita fuera su estampa, se dijo. Maldita su mala suerte y todos los Peregiles y todos los curas del mundo. Un asunto con sotanas de por medio tenía que traer mal fario. Estaba cantado, y él era un imbécil.

– Aquí hay un malentendido -dijo, por ganar tiempo.

En cuanto a curas, el alto tenía el rostro como de piedra, con la mano crispada en torno a la barra de hierro que le sentaba a su alzacuello como a un Cristo dos pistolas. Don Ibrahim se apoyaba en la mesa, aturdido, con el Potro mirándolo igual que un perro espera la orden de su amo para lanzarse al ataque o lamer la mano. Si al menos pudiera poner a salvo a la Niña, pensó. Que ella no se viera implicada si todo se iba a hacer puñetas.

Estaba en ésas cuando los acontecimientos decidieron por él. La duquesa joven no parecía cohibida en absoluto, sino todo lo contrario. Miraba alrededor echando chispas por los ojos.

– ¿Dónde lo tienen? -preguntó.

Después, sin aguardar respuesta, dio dos pasos a través de la cámara en dirección a la puerta cerrada del camarote. Aquella moza venía caliente, se dijo don Ibrahim. Más por reflejos que por otra cosa, el Potro se puso en pie, cortándole el paso. Miraba a su compadre, indeciso, pero el indiano era incapaz de reaccionar. Entonces el banquero Gavira se acercó a la mujer como para socorrerla; y el Potro, con las ideas más claras al tratarse de un varón adulto, y por aquello de que a quien madruga, etcétera, le calzó un derechazo que tiró al otro contra el mamparo. Entonces se complicaron las cosas. Igual que si hubiera sonado el gong en algún lugar de su maltrecha memoria, el Potro alzó los puños poniéndose a dar saltos por toda la cámara del barco, golpe va y golpe viene, dispuesto a defender el título del peso gallo. A todo esto el banquero Gavira había dado en una alacena de tazas metálicas que se vino abajo con estrépito, la duquesa joven eludió otro derechazo del Potro mientras iba decidida hacia la puerta del camarote donde estaba encerrado el párroco, y don Ibrahim se puso a pedir calma a gritos sin que nadie le hiciera caso.

A partir de ahí ya fue la de Dios es Cristo. Porque la Niña Puñales había oído el ruido y salió a ver qué pasaba, dándose de boca con la duquesa joven; y mientras tanto el banquero Gavira, sin duda para resarcirse del puñetazo del Potro, se venía sobre don Ibrahim con pésimas intenciones. El cura alto, tras mirar indeciso la barra de hierro que llevaba en la mano, la tiró al suelo antes de retroceder unos pasos para esquivar los golpes que el Potro seguía lanzando contra todo cuanto se movía, incluida su propia sombra.

– ¡Calma! -suplicaba don Ibrahim-. ¡Calma!

A la Niña Puñales le dio un ataque de histeria, empujó a la duquesa joven y se lanzó contra el banquero Gavira con las uñas listas para sacarle los ojos. Gavira, con muy escaso sentido de la caballerosidad, la frenó en seco de una bofetada que mandó a la Niña de vuelta al camarote entre revuelo de volantes y lunares, justo a los pies de la silla donde, maniatado y con los ojos vendados, el cura viejo intentaba volver la cabeza para averiguar lo que pasaba. En cuanto a don Ibrahim, la bofetada a la Niña destruyó sus afanes conciliadores, poniéndole un trapo rojo ante la cara. Así que, asumiendo lo inevitable, el gordo ex falso letrado volcó la mesa, agachó la cabeza como le habían enseñado Kid Tunero y don Ernesto Hemingway en el bar Floridita de La Habana, y desempolvando un grito de pelea -«Viva Zapata» dijo, porque fue lo primero que le vino a la cabeza- lanzó sus ciento diez kilos contra el estómago del banquero, llevándoselo con el golpe al otro extremo de la cámara justo cuando el Potro le asestaba al cura alto un derechazo en la cara y el agredido se agarraba a la lámpara para no caerse al suelo. Chisporrotearon los cables de la luz al arrancarlos de cuajo, y el barco se quedó a oscuras.

– ¡Niña! ¡Potro! -gritó don Ibrahim, sofocado por el forcejeo, desasiéndose del banquero Gavira.

Algo se rompió con estrépito. Por todas partes menudeaban los gritos y los golpes en la oscuridad. Alguien, sin duda el cura alto, cayó sobre el indiano, y antes de que éste pudiera incorporarse el otro le sacudió un codazo en la cara que le hizo ver las estrellas. Caray con el clero y la otra mejilla y la madre que los parió. Sintiendo gotas de sangre deslizársele desde la nariz, don Ibrahim se fue a gatas, arrastrando la barriga. Hacía un calor espantoso y la grasa del cuerpo le impedía respirar. En la puerta se recortó un momento la silueta del Potro, que seguía disparando leña a diestro y siniestro, a lo suyo. Se oyeron más golpes y gritos de procedencia diversa, y algo más se partió con ruido de astillas. Un zapato de tacón pisó una mano de don Ibrahim, y después un cuerpo le cayó encima. Reconoció en el acto la falda de volantes y el olor a Maderas de Oriente.

– ¡La puerta, Niña!… ¡Corre a la puerta!

Se levantó como pudo, tirando de la mano que encontró a tientas, le soltó un puñetazo -rallándole por mucho- a alguien que se interpuso en su camino, y con la energía de la desesperación condujo a la Niña hacia el puente y la cubierta. Subió sin aliento, encontrándose que el Potro ya estaba fuera dando saltos alrededor del timón, cuya funda de lona sacudía como si fuera un saco de boxeo. Desfallecido el corazón, agotado, seguro de que estaba a punto de llegarle el infarto de un momento a otro, don Ibrahim agarró al Potro por un brazo y, sin soltar de la mano a la Niña, los condujo a toda prisa hacia la escala para saltar a tierra. Allí, empujándolos ante él, consiguió llevárselos muelle arriba. Cogida de su mano, aturdida, la Niña Puñales sollozaba. Junto a ella, inclinada la frente y respirando por la nariz, hop, hop, el Potro del Mantelete seguía asestándole puñetazos a las sombras.


Sacaron al padre Ferro a la cubierta superior y se sentaron con él, maltrechos y doloridos, gozando del aire fresco de la noche tras la escaramuza. Habían encontrado una linterna, y a su luz Quart pudo observar el pómulo inflamado de Pencho Gavira, que empezaba a cerrarle el ojo derecho, la cara sucia de Macarena, que tenía un arañazo superficial en la frente, y el aspecto desastrado del viejo párroco, con la sotana mal abotonada y la barba de casi dos días llenándole el rostro de ásperas cerdas blancas entre las antiguas cicatrices. El mismo Quart no estaba en mejor estado: el puñetazo que le había dado el tipo con pinta de boxeador antes de apagarse la luz le tenía agarrotada la mandíbula, y el tímpano correspondiente zumbaba de un modo molesto. Con la punta de la lengua se tanteó un diente, creyendo que se movía. Sangre de Cristo.

Era una situación extraña. La cubierta del Canela Fina llena de asientos destrozados, las luces del Arenal sobre el parapeto, la Torre del Oro iluminada tras las acacias, orilla abajo. Y Gavira, Macarena y él formando un semicírculo alrededor del padre Ferro, a quien no habían oído pronunciar una palabra ni una queja. Ni siquiera un gesto de agradecimiento. Miraba la superficie negra del río igual que si estuviera muy lejos de allí.

Fue Gavira quien habló primero. Se había puesto su americana sobre los hombros, preciso y muy tranquilo. Sin eludir su responsabilidad, habló de Celestino Peregil y de cómo éste había interpretado mal sus instrucciones. Ésa era la causa de que él hubiera acudido aquella noche, intentando reparar en lo posible el daño causado. Estaba dispuesto a ofrecer al párroco todo tipo de satisfacciones, incluido el descuartizamiento de Peregil cuando lograse echarle la vista encima; pero era mejor dejar bien claro que eso no cambiaba en nada su actitud respecto a la iglesia. Una cosa era una cosa, matizó, y otra cosa era otra cosa. Tras lo cual interpuso un breve silencio, se pasó los dedos por el pómulo hinchado, y encendió un cigarrillo.

– De modo -añadió tras un instante de reflexión- que vuelvo a quedar al margen de esto.

Y ya no volvió a abrir la boca para nada. Fue Macarena quien habló a continuación, haciendo un relato minucioso de cuanto había ocurrido en ausencia del párroco, y éste la escuchó sin dar señales de emoción, ni siquiera cuando ella mencionó la muerte de Honorato Bonafé y las sospechas de la policía. Lo que llevaba el asunto a Lorenzo Quart. Ahora el padre Ferro se había vuelto hacia él, y lo miraba.

– El problema -dijo Quart- es que usted no tiene coartada.

A la luz de la linterna, los ojos del párroco parecían más oscuros y herméticos:

– ¿Por qué había de necesitarla? -preguntó.

– Bueno -se inclinaba hacia él, los codos sobre las rodillas-. Hay un horario crítico, por decirlo de algún modo, en la muerte de Bonafé: desde las siete o siete y media de la tarde hasta las nueve, más o menos. Depende a qué hora cerrase la iglesia… Si hubiera testigos sobre lo que estuvo haciendo todo ese tiempo, sería estupendo.

Era una dura cabeza la del párroco, pensó una vez más mientras aguardaba la respuesta. Aquel pelo blanco a trasquilones, la nariz ancha, la cara marcada como si la hubiesen tallado a martillazos. La luz de la linterna acentuaba esa apariencia:

– No hay testigos de nada -dijo.

Parecía indiferente a lo que eso significaba. Quart cambió una mirada con Gavira, que permanecía en silencio, y luego suspiró, desalentado:

– Nos complica la situación. Macarena y yo podemos certificar que usted acudió a la Casa del Postigo sobre las once, y que su actitud, desde luego, estaba fuera de toda sospecha. Gris Marsala, por su parte, probará que hasta las siete y media todo transcurrió con normalidad… Supongo que lo primero que va a preguntarle a usted la policía es cómo no vio a Bonafé en el confesionario. Pero no llegó a entrar en la iglesia, ¿verdad?… Es la explicación más lógica. Y supongo que el abogado que pondremos a su disposición le pedirá que se reafirme en ese punto.

– ¿Por qué había de hacerlo?

Lo miró Quart, irritado por lo obvio de todo aquello:

– Pues qué quiere que le diga. Es la única versión creíble. Será más difícil sostener su inocencia si les cuenta que cerró la iglesia sabiendo que había un muerto dentro.

Don Príamo Ferro se mantuvo inexpresivo, igual que si nada fuera con él. Entonces Quart, en tono áspero, le recordó que habían pasado los tiempos en que las autoridades aceptaban como artículo de fe la palabra de un sacerdote; y menos cuando a éste le aparecían cadáveres en el confesionario. Pero el párroco no prestaba atención a sus palabras, limitándose a dirigirle largas y silenciosas miradas a Macarena. Después se quedó otro rato callado, de nuevo sumido en la contemplación del río:

– Dígame una cosa… ¿Qué es lo que conviene a Roma?

Aquello era lo último que esperaba oír Quart. Se movió en su asiento, impaciente.

– Olvídese de Roma -dijo con mal humor-. No es usted tan importante. De todos modos habrá un escándalo. Imagínese: un sacerdote sospechoso de asesinato, y en su propia iglesia.

Si se lo imaginaba, no lo dijo. Se había llevado una mano a la cara y se rascaba la barba. Por alguna extraña razón parecía expectante. Casi divertido.

– Bien -asintió al fin-. Parece que lo ocurrido conviene a todo el mundo. Usted se libra de la iglesia -le dijo a Gavira, que guardó silencio- y ustedes -a Quart- se libran de mí.

Macarena se puso en pie con una exclamación de protesta.

– No diga eso, don Príamo. Hay gente que necesita esa iglesia, y lo necesita a usted. Yo lo necesito. La duquesa también -miró a su marido, desafiante-. Y mañana es jueves, no lo olvide.

Por un momento el duro perfil del padre Ferro pareció dulcificarse un poco.

– No lo olvido -dijo. De nuevo la linterna dibujaba el relieve de la piel tallada a buril-. Pero hay cosas que ya no están en mis manos… Dígame una cosa, padre Quart: ¿Usted cree en mi inocencia?

– Yo sí creo -dijo Macarena, y sus palabras sonaron a súplica. Pero los ojos del párroco seguían fijos en Quart.

– No lo sé -repuso éste-. De veras no lo sé. Aunque lo que yo crea o deje de creer no importa. Usted es un clérigo; un compañero. Mi deber es ayudarlo cuanto pueda.

Príamo Ferro miró a Quart de un modo singular, como no lo había hecho nunca hasta entonces. Una mirada por una vez desprovista de dureza. Agradecida, tal vez. El mentón del anciano tembló un momento, cual si fuese a pronunciar palabras que se resistían en sus labios. De pronto parpadeó apretando los dientes, todo aquello fue borrado en el acto de su rostro, y sólo quedó el pequeño y desabrido párroco que paseó alrededor una mirada hostil, antes de fijarla de nuevo en Quart:

– Usted no puede ayudarme -dijo-. Ni nadie puede hacerlo… No necesito coartadas, ni testimonios, porque cuando yo cerré la puerta de la sacristía, ese hombre estaba muerto dentro del confesionario.

Quart cerró los ojos un segundo. Aquello no dejaba salida.

– ¿Cómo puede estar seguro? -preguntó, aunque conocía la respuesta.

– Porque yo lo maté.

Macarena dio bruscamente la vuelta, conteniendo un gemido, y se agarró a la barandilla sobre el río. Pencho Gavira encendió otro cigarrillo. En cuanto al padre Ferro, se había puesto en pie abotonándose con dedos torpes la sotana.

– Y ahora -le dijo a Quart- es mejor que me entregue a la policía.


La luna se iba despacio por el Guadalquivir, al encuentro de la Torre del Oro que se reflejaba a lo lejos, en la corriente. Sentado en la orilla, con los pies colgando a poca distancia del agua, don Ibrahim inclinaba la cabeza, abatido, restañándose con el pañuelo la sangre que le goteaba de la nariz. Tenía los faldones de la camisa fuera, descubriendo la gruesa barriga manchada de café y grasa del barco. Tumbado junto a él, boca abajo igual que si le hubieran contado hasta diez y ya diese lo mismo, el Potro del Mantelete miraba también el agua negra, silencioso, enarcada una ceja; perdido en lejanos ensueños de plazas de toros y tardes de gloria, de aplausos bajo los focos, en la lona de un ring. Inmóvil como un lebrel cansado y fiel que aguardara junto a su amo.


Y le dicen los madrugadores:

María. Paz qué es lo que esperas…


Al pie de la escalinata de piedra que bajaba hasta el mismo río, la Niña Puñales mojaba la punta de su vestido entre los juncos de la orilla y se la pasaba por las sienes, canturreando bajito una copla. Sonaba queda en el rumor del agua su voz ronca de manzanilla y derrota. Y las luces de Triana hacían guiños desde el otro lado, mientras la brisa que venía de Sanlúcar y del mar, y -contaban- de América, rizaba un poquito el río para aliviar las penas de los tres compadres:


… Quien te dio juramento de amores

ya es soldao de otra bandera.


Don Ibrahim se llevó una mano maquinalmente al pecho y luego la hizo caer en el regazo. Se había dejado atrás, a bordo del Canela Fina, el reloj de don Ernesto Hemingway, y el mechero de García Márquez, y el sombrero panamá, y los puros. Y con los últimos jirones de dignidad y vergüenza, aquellos nunca vistos cuatro millones y medio con los que iban a ponerle un tablao a la Niña. Había hecho muchos negocios ruinosos en su vida; pero como aquél, ninguno.

Suspiró muy hondo, un par de veces, y apoyándose en el hombro del Potro se puso torpemente en pie. La Niña Puñales ya subía del río, recogiéndose con gracia la falda húmeda de lunares y volantes, y a la luz de las farolas del Arenal el ex falso letrado contempló con ternura el caracolillo deshecho sobre su frente, las greñas del moño desordenadas en las sienes, el rímmel corrido de los ojos y aquella boca marchita de la que se había borrado el carmín. El Potro se levantaba también, con su camiseta blanca de tirantes, y hasta don Ibrahim llegó su olor a sudor masculino y honrado. Y entonces, disimulada en la oscuridad, por la mejilla del indiano -aún chamuscada por la botella de Anís del Mono-, se fue abajo una lágrima redonda, gruesa, que le quedó colgando en la barbilla donde ya empezaba a azulear la barba de noche tan infausta.

Pero estaban los tres a salvo, y aquello era Sevilla. Y el domingo toreaba Curro Romero en La Maestranza. Y Triana se erguía iluminada al otro lado del río, como un refugio, custodiada cual centinela impasible por el perfil de bronce de Juan Belmonte. Y había once bares en trescientos metros, en el Altozano. Y la sabiduría, el tiempo cambiante y la piedra inmutable aguardaban en el fondo de botellas de cristal negro y manzanilla rubia. Y en algún sitio una guitarra rasgueaba impaciente, en espera de la voz que le templara una copla. Y después de todo, nada era tan importante. Un día, don Ibrahim, el Potro, la Niña, el rey de España y el papa de Roma, todos ellos estarían muertos. Pero aquella ciudad seguiría allí, donde siempre estuvo, oliendo a azahar y naranjas amargas, y a dama de noche, y a jazmín en primavera. Mirándose en el río por el que habían llegado y se habían ido tantas cosas buenas y malas, tantos sueños y tantas vidas:


Paraste el caballo,

yo lumbre te di

y fueron dos verdes

luceros de mayo

tus ojos pa mí…


Cantó la Niña. Y como si el cantar fuera una señal, un lejano redoble de tambor o un suspiro tras una reja, los tres compadres se pusieron en marcha, el uno junto al otro, sin mirar atrás. Y la luna los fue siguiendo silenciosamente por el agua del río, hasta que se alejaron entre las sombras y sólo quedó atrás, muy bajito, el eco de la última copla de la Niña Puñales.

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