– ¿No hueles los jazmines?
– ¿Cuáles, si no hay jazmines?
– Los que estaban aquí antiguamente.
(Antonio Burgos. Sevilla)
Si existe sangre azul, la de María Cruz Eugenia Bruner de Lebrija y Álvarez de Córdoba, duquesa del Nuevo Extremo y doce veces grande de España, era de color azul marino. La madre de Macarena Bruner había tenido antepasados en el cerco de Granada y en la conquista de América, y sólo dos casas de la rancia aristocracia española, Alba y Medina-Sidonia, la superaban en solera. Sin embargo, hacía mucho que sus títulos estaban desprovistos de contenido. El tiempo y la historia fueron engullendo las tierras y el patrimonio, y la extensa relación que cruzaba en todas direcciones su árbol genealógico y los cuarteles de sus escudos de armas, era una retahíla de conchas vacías como las que blanquean arrojadas por el mar a las playas. A la anciana señora que tomaba sorbos de coca-cola frente a Lorenzo Quart en el patio de la Casa del Postigo le faltaban un mes y siete días para cumplir setenta años. Sus antepasados habían viajado de Sevilla a Cádiz sin salir de sus tierras, el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia la sostuvieron sobre la pila de bautismo, y el propio general Franco, a pesar de su desdén hacia la antigua aristocracia española, no pudo sustraerse de besarle la mano en aquel mismo patio andaluz después de la guerra civil, inclinado muy a su pesar sobre el mosaico romano que ocupaba el suelo desde que fue traído directamente, cuatro siglos atrás, de las ruinas de Itálica. Pero el tiempo discurre implacable, rezaba la leyenda del reloj inglés de pared que daba las horas y los cuartos en la galería de columnas y arcos mudéjares, decorada con alfombras de las Alpujarras y bargueños del XVI que la amistad familiar del banquero Octavio Machuca había rescatado de un triste destino en las almonedas sevillanas. Del antiguo esplendor quedaban el patio lleno de aromas y macetas con geranios, aspidistras y helechos, la reja plateresca, el jardín, el comedor de verano con bustos romanos de mármol, algunos muebles y cuadros en las paredes. Y entre todo eso, con una doncella, un jardinero y una cocinera como única asistencia en una casa donde creció, cuando niña, entre una veintena de personas de servicio, con el aire ausente de una sombra tranquila inclinada sobre su memoria, vivía la vieja dama de cabello blanco y collar de perlas en torno al cuello. La misma que ofrecía más café a Quart, mientras se daba aire con un ajado abanico cuyo país fue pintado, con dedicatoria personal, por Julio Romero de Torres.
Quart se sirvió un poco más en la taza, levemente agrietada, de la Compañía de Indias. Estaba en camisa, pues la duquesa había insistido tanto en que se quitara la chaqueta a causa del calor que no tuvo más remedio que obedecer, colgándola del respaldo de la silla. Una camisa de manga corta, negra, con alzacuello impecable, que le dejaba al descubierto los antebrazos bronceados y fuertes. Su pelo gris al rape y el aspecto deportivo y limpio le daban apariencia de misionero, apuesto, saludable, en contraste con el pequeño y duro padre Ferro, que ocupaba la silla contigua enfundado en su raída sotana llena de manchas. Sobre la mesita baja puesta en el patio, junto a la fuente central, había café, chocolate, y una insólita botella de coca-cola familiar. La vieja duquesa, acababan de oírle decir, no soportaba las latas. El sabor era distinto, metálico. Hasta las burbujas picaban de forma diferente.
– ¿Más chocolate, padre Ferro?
Asentía breve el párroco sin mirar a Quart, acercando su taza para que Macarena Bruner la llenara de nuevo ante la mirada aprobadora de su madre. La duquesa parecía complacida con dos sacerdotes en casa. Hacía años que el padre Ferro acudía puntual a las cinco de la tarde, salvo los miércoles, para rezar el rosario con la anciana señora y ser invitado después a merendar, en el patio con buen tiempo, o en el comedor de verano los días de lluvia.
– Qué suerte vivir en Roma -comentaba la duquesa entre un abrir y cerrar de abanico-. Tan cerca de Su Santidad.
Era extraordinariamente despierta y vivaz para su edad. Tenía el pelo blanco con suaves reflejos azulados, y manchas de vejez en las manos, los brazos y la frente. Delgada, menuda, de facciones angulosas, su piel estaba arrugada igual que uva seca. Una fina línea de carmín definía sus labios casi inexistentes, y de las orejas le colgaban pendientes con pequeñas perlas, idénticas a las del collar. Los ojos eran oscuros igual que los de su hija, pero el tiempo los había vuelto húmedos, rodeados de cercos rojizos. Continuaban siendo, sin embargo, resueltos e inteligentes, con un brillo que a menudo se volvía opaco; como si recuerdos, pensamientos, viejas sensaciones, pasaran ante ellos oscureciéndolos a la manera de una nube que sigue su camino. Había sido rubia en su infancia y juventud -Quart pudo comprobarlo en un cuadro de Zuloaga colgado en el saloncito junto al vestíbulo-, muy diferente en aspecto a su hija, salvo el parecido de los ojos. El pelo negro de Macarena procedía sin duda del marido, apuesto caballero en una foto enmarcada cerca del Zuloaga. Moreno, de blanca sonrisa, el duque consorte había lucido fino bigote, se peinaba hacia atrás con la raya muy alta, y llevaba un imperdible de oro sujetando bajo la corbata los picos del cuello de la camisa. Uno, se dijo Quart, colocaba en un ordenador todos esos datos seguidos por las palabras señorito andaluz, y salía aquella foto. A tales alturas conocía lo bastante la historia familiar de Macarena Bruner para saber que Rafael Guardiola Fernández-Garvey fue el hombre más atractivo de Sevilla; y también cosmopolita, elegante, capaz de dilapidar en quince años de matrimonio los restos del ya menguado patrimonio de su mujer. Si Cruz Bruner era una consecuencia de la Historia, el duque consorte había sido consecuencia de los peores vicios de la aristocracia sevillana. Todos los negocios emprendidos terminaban en sonoras quiebras, y sólo la amistad del banquero Octavio Machuca, que siempre acudía, leal, a sacar las castañas del fuego, evitó que el duque consorte del Nuevo Extremo diese con sus huesos en la cárcel. Acabó sin un duro, arrumado por un último negocio de cría de caballos juergas flamencas hasta la madrugada, y una salud destrozada por litros de manzanilla, cuarenta cigarrillos y tres habanos diarios. Pidiendo a gritos confesión, como en las películas antiguas y los folletines románticos. Lo enterraron, confeso y sacramentado, con el uniforme de caballero de la Real Maestranza de Sevilla, penacho y sable incluidos, y al entierro acudió, de luto y tiros largos, toda la buena sociedad local. La mitad -había puntualizado un malévolo cronista de sociedad- consistía en maridos cornudos, deseosos de asegurarse de que efectivamente descansaba en paz. La otra mitad eran acreedores.
– Una vez me recibió en audiencia Su Santidad -le dijo a Quart la vieja duquesa-. También a Macarena, cuando su boda.
Inclinaba un poco la cabeza, evocadora, mirando el estampado de su vestido oscuro cual si entre las pequeñas flores rojas y amarillas hubiese un rastro de tiempos perdidos. Entre su visita a Roma y la de su hija distaba más de un tercio de siglo y varios papas; pero se refería a Su Santidad como si siempre fuera el mismo, y Quart se dijo que, de algún modo, ése era el planteamiento lógico. Cuando se llega a los setenta años, algunas cosas cambian demasiado rápidamente o ya no cambian en absoluto.
El padre Ferro seguía contemplando, hosco, el fondo de su taza de chocolate, y Macarena Bruner observaba a Quart. La hija de la duquesa del Nuevo Extremo vestía téjanos y camisa azul a cuadros, con el pelo recogido en cola de caballo, e iba sin maquillaje. Se movía despacio, tranquila y segura de sí, con la jícara del chocolate del párroco o la cafetera en las manos, atenta a su madre y a los invitados, y sobre todo a Quart. Parecía divertida con la situación.
Cruz Bruner bebió un sorbito de coca-cola y sonrió afable, con el vaso y el abanico en el regazo:
– ¿Qué le ha parecido nuestra iglesia, padre?
Tenía una voz firme a pesar de los años. Insólitamente firme y serena. Ahora lo miraba en espera de respuesta. Sintiendo también los ojos de Macarena Bruner, Quart sonrió a medias, cortés.
– Entrañable -dijo, confiando en que aquello no lo comprometiera demasiado en un sentido o en otro. De soslayo advertía la presencia oscura, silenciosa, del padre Ferro. Estaban en terreno neutral después de cambiar algunas fórmulas convencionales en presencia de la duquesa y de su hija. El resto del tiempo procuraban no dirigirse la palabra, pero Quart intuía que aquello era sólo el prólogo de algo. Así que se reservaba para más tarde. Nadie invita a café a un cazador de cabelleras y a su presunta víctima sin tener algo entre ceja y ceja.
– ¿No cree que sería una lástima perderla? -insistió la duquesa.
Quart movía la cabeza, tranquilizador:
– Espero que no ocurra nunca.
– Creíamos -dijo Macarena Bruner, con intención- que usted vino a Sevilla para eso.
El collar de marfil le destacaba entre el cuello abierto de la camisa, y Quart no pudo menos que preguntarse si también escondía aquella tarde el encendedor de plástico en el tirante del sujetador. Habría pagado a gusto dos meses de Purgatorio por ver la expresión del padre Ferro mientras ella encendía un cigarrillo.
– Se equivocan -dijo-. Estoy aquí porque mis superiores quieren hacerse una idea exacta de la situación -bebió otro sorbo de café y puso cuidadosamente la taza sobre el platillo, en la mesita taraceada-. Nadie pretende desalojar al padre Ferro de su parroquia.
El aludido se enderezó en su silla:
– ¿Nadie? -bajo el pelo cano a trasquilones, su cara llena de cicatrices se alzaba hacia las galerías del piso alto, como si a modo de respuesta alguien estuviese a punto de asomarse allá arriba-. Se me ocurren varios nombres y entidades, así, de pronto. El arzobispo, por ejemplo. El Banco Cartujano. El yerno de la señora duquesa… -los ojos oscuros y recelosos se clavaron en Quart- Y no me diga que a Roma le quita ahora el sueño la defensa de una iglesia y de un cura.
Os conozco de sobra, decían aquellos ojos. Así que no me vengas con historias. Sintiéndose observado por Macarena Bruner, Quart hizo un ademán conciliador:
– A Roma le importa cualquier iglesia y cualquier cura.
– No me haga reír -dijo el padre Ferro. Y se rió sin ganas.
Cruz Bruner le tocó afectuosamente un brazo con el abanico.
– Estoy segura de que el padre Quart no pretende hacerle reír, don Príamo -miraba a Quart pidiéndole que confirmara sus palabras-. Parece un sacerdote muy cabal, y creo que su misión es importante. Puesto que de informarse se trata, deberíamos cooperar con él -le dirigió un vistazo rápido a su hija antes de abanicarse un poco, el gesto fatigado-. La verdad nunca hace daño a nadie.
Inclinaba el párroco la frente testaruda, respetuoso y cimarrón a un tiempo.
– Ojalá compartiera su inocencia, señora -bebió un poco de chocolate, y una gota le quedó suspendida en los reflejos blancos y grises, mal afeitados, de la barbilla. Se la secó con un pañuelo enorme, mugriento, que extrajo del bolsillo de la sotana-. Pero me temo que en la Iglesia, como en el resto del mundo, casi todas las verdades son mentira.
– No diga eso -se escandalizaba la duquesa, medio en broma medio en serio-. Se va usted a condenar.
Cerraba y abría el abanico, agitándolo ante sus ojos. Y entonces, por primera vez. Lorenzo Quart vio sonreír de verdad al padre Ferro. Una mueca bonachona y escéptica, semejante a la de un oso adulto al que incomodan los oseznos. Un gesto que suavizaba su rostro tallado a buril, humanizándolo de modo inesperado: el de la foto polaroid que tenía en su habitación del hotel, hecha en aquel mismo patio. Por asociación, Quart se acordó de monseñor Spada, su jefe del IOE. Arzobispo y párroco sonreían del mismo modo, a la manera de gladiadores veteranos para quienes la dirección del pulgar, arriba o abajo, fuera lo de menos. Se preguntó si alguna vez él sonreiría así. Macarena Bruner todavía lo miraba, y también ella parecía poseer el secreto de esa sonrisa.
La duquesa observó a su hija y después a Quart.
– Escuche, padre -dijo, tras corta reflexión-. Esa iglesia es importante para mi familia… No sólo por lo que significa; sino porque, como dice don Príamo, una iglesia que se destruye es un trozo de cielo que desaparece. Y no me interesa que el lugar a donde quiero ir se reduzca en extensión -llevó a sus labios el vaso de coca-cola, entornando los ojos con placer cuando las burbujas le cosquillearon la nariz-. Confío en nuestro párroco para que me haga llegar en un plazo razonable.
El padre Ferro se sonaba ruidosamente la nariz con el pañuelo.
– Usted irá allí, señora -se sonó otra vez-. Tiene mi palabra.
Se metió el pañuelo en el bolsillo, mirando a Quart como si lo desafiara a desmentir su facultad para hacer aquel tipo de promesas. Cruz Bruner aplaudía con el abanico contra la palma de la mano, encantada.
– ¿Ve? -le dijo a Quart-. Ésa es la ventaja que tiene invitar a merendar a un sacerdote seis días a la semana… Se consiguen ciertos privilegios -los ojos húmedos miraban al padre Ferro agradecidos, graves y burlones a un tiempo-. Ciertas seguridades.
Se removió el párroco en su silla, incómodo por el silencio de Quart.
– Sin mí llegaría lo mismo -dijo, hosco.
– Tal vez sí, y tal vez no. Pero estoy segura de que, si no me facilitan la entrada, usted será capaz de montar un buen escándalo allá arriba -la anciana señora le echó una ojeada al rosario de azabache que estaba en la mesita llena de revistas y diarios, junto a un libro de oraciones, y suspiró esperanzada-. A mi edad, eso tranquiliza.
Del jardín cercano, al otro lado de la reja abierta bajo uno de los arcos de la galería, llegaba el canto de los mirlos. Una melodía suave, salpicada de tonalidades dulces, que cada vez terminaba con dos trinos agudos. Mayo era el mes de celo, explicó la duquesa, vuelta de lado para escuchar. Los mirlos solían posarse junto a la tapia que daba a un convento de clausura, y a menudo sonaban juntos su canto y el de las hermanas. Su padre el duque, abuelo de Macarena, había pasado los últimos años de vida grabando el canto de aquellas aves. Las cintas y discos andaban por la casa en alguna parte. A veces, entre los pájaros, podían oírse los pasos del abuelo sobre la gravilla del jardín.
– Mi padre -añadió la anciana duquesa- era un hombre muy de antes. Muy gran señor. No le habría gustado ver en qué termina el mundo que conoció -por el modo en que inclinaba la cabeza al decirlo, era evidente que tampoco a ella le gustaba-… Hay un libro publicado antes de la guerra civil, Los latifundios en España, que incluye a mi familia como una de las más ricas de Andalucía. Pero ya entonces era sólo sobre el papel. El dinero ha cambiado de manos; las grandes fincas son de los bancos y de los financieros, esos que tienen cortijos con verjas electrificadas, y coches todo terreno de lujo. y compran todas las bodegas de Jerez. Gente lista enriquecida en cuatro días, como pretende hacer mi yerno.
– Mamá.
La duquesa alzó una mano en dirección a su hija.
– Déjame que diga lo que quiera. Aunque a don Príamo no le haya gustado nunca Pencho, a mí sí. Y que te hayas separado de él no cambia las cosas -se abanicó de nuevo, con vigor insospechado en una anciana de su edad-. Pero reconozco que en lo de la iglesia no se está comportando como un caballero.
Macarena Bruner encogió los hombros.
– Pencho nunca lo fue -había cogido un terrón del azucarero y lo chupaba, distraída. Quart la estuvo mirando hasta que de pronto alzó los ojos hacia él, con el azúcar deshaciéndosele en la boca-. Ni pretende hacerse pasar por tal.
– No, claro -la ironía silbó de pronto, inesperada, en boca de la vieja dama-. Tu padre, ése sí que era un caballero. Un caballero andaluz.
Se quedó pensativa, tocando con la punta de los dedos el zócalo de azulejos que rodeaba la fuente del patio. Aquellos azulejos, le explicó inesperadamente a Quart sin que viniese a cuento, eran del siglo XVI y estaban dispuestos según las más ortodoxas leyes de la heráldica: no encontraría en toda la casa un solo color junto a otro color, ni metal junto a metal. Ningún rojo y verde, o plata y oro, iban emparejados, sino fronteros.
– Un caballero andaluz -repitió, al cabo de un instante de silencio. Y la línea de carmín en sus labios marchitos y casi inexistentes se agitó un poco, igual que una sonrisa amarga que no hubiese llegado a concretarse nunca en público.
Macarena Bruner movía la cabeza como si el anterior silencio hubiera estado destinado a ella:
– Para Pencho la iglesia no significa nada -parecía dirigirse a Quart más que a su madre-. Se traduce en metros cuadrados de suelo urbanizable. No podemos exigirle que comparta nuestros puntos de vista.
De nuevo intervino la duquesa:
– Desde luego -afirmó-. Quizás alguien de tu clase.
A su hija no le gustó aquello. Ahora la miraba muy seria:
– Tú te casaste con alguien de tu clase.
– Tienes razón -la anciana volvía a esbozar una sonrisa triste-. Al menos, hombre por hombre, tu marido lo es de la cabeza a los pies. Valiente, con esa insolencia que da no contar sino con las propias fuerzas… -le dirigió una rápida mirada al párroco-. Nos guste o no lo que haga con nuestra iglesia.
– Aún no lo ha hecho -opuso Macarena-. Y no lo hará, si puedo evitarlo.
Cruz Bruner frunció un poco más los labios:
– Pues se lo estás haciendo pagar bien caro, hija mía.
Se adentraban en un terreno donde la vieja dama parecía molesta, y la forma de dirigirse a su hija mostraba una discreta censura. Esta contempló el vacío sobre el hombro de Quart, satisfecho de no ser el objeto ausente de aquella mirada.
– No ha terminado de pagar -murmuró Macarena
– De un modo u otro -opinó la madre-, siempre será tu marido, vivas con él o no. ¿Verdad, don Príamo?… -de nuevo dueños de si, los ojos húmedos y burlones se posaron en Quart-. Al padre no le gusta mi yerno, pero sostiene el carácter indisoluble del matrimonio. De cualquier matrimonio.
– Es cierto -al párroco le habían caído gotas de chocolate en la sotana y se las sacudía con la mano, airado- Lo que un sacerdote ata en la tierra no puede desatarlo ni Dios.
Qué difícil pensaba Quart, trazar la línea objetiva entre orgullo y virtud. Entre verdad y error. Resuelto a mantenerse al margen, miraba bajo sus zapatos el mosaico romano traído de Itálica por los antepasados de Macarena Bruner. Una nave y peces alrededor, y algo que parecía una isla con árboles y una mujer en la orilla con un cántaro, o un ánfora. También había un perro con la leyenda Cave canem y una mujer y un hombre que se tocaban. Algunas piedrecillas incrustadas estaban sueltas, y las acomodo con el pie.
– ¿Y qué dice de todo esto ese banquero, Octavio Machuca? -preguntó, y en el acto vio dulcificarse la expresión de la duquesa.
– Octavio es un buen y viejo amigo. El mejor que tuve nunca.
– Está enamorado de la duquesa -dijo Macarena.
– No digas tonterías.
La anciana señora se abanicaba, mirando a su hija con desaprobación. Macarena insistió, echándose a reír, y la duquesa se vio forzada a admitir que Octavio Machuca le había hecho un poco la corte al principio, recién establecido en Sevilla, cuando era soltera. Pero semejante matrimonio resultaba inimaginable en la época. Después ella se casó. El banquero nunca lo hizo mas tampoco se insinuó nunca en vida de Rafael Guardiola, que era su amigo. Esto lo dijo como si de algún modo lo lamentara, sin que Quart pudiera averiguar si se refería a una cosa u otra.
– Te pidió que te casaras con él -apuntó Macarena.
– Eso fue más tarde, ya viuda. Pero creí mejor dejar las cosas como estaban. Ahora paseamos cada miércoles por el parque. Somos viejos y buenos amigos.
– ¿De qué hablan? -se interesó Quart, sonriendo para templar la indiscreción.
– De nada -dijo la hija-. Los he espiado, y se limitan a coquetear en silencio.
– No le haga caso. Me apoyo en su brazo y charlamos de nuestras cosas. Del tiempo que se fue. De cuando él era un joven aventurero, antes de sentar cabeza.
– Don Octavio le recita El tren expreso, de Campoamor.
– ¿Cómo sabes tú eso?
– Me lo ha contado él.
Cruz Bruner se irguió tocándose el collar de perlas, con un rastro de antigua coquetería:
– Pues sí, es verdad. Sabe que me gusta mucho. «Mi carta, que es feliz pues va a buscaros, / cuenta os dará de la memoria mía…» -los versos quedaron suspendidos en una sonrisa melancólica-. También hablamos de Macarena. La quiere como a una hija y fue su padrino de boda… Mire la cara que pone el padre Ferro. A él tampoco le gusta Octavio.
El párroco arrugaba el gesto, despechado. Se hubiera dicho que aquellos paseos lo ponían celoso. Los miércoles eran los días que la duquesa del Nuevo Extremo rezaba el rosario sin él, y tampoco lo invitaba a merendar.
– Ni me gusta ni me deja de gustar, señora -apuntó incómodo-. Pero considero censurable la postura de don Octavio Machuca en el problema de Nuestra Señora de las Lágrimas. Pencho Gavira es subordinado suyo, y podía prohibirle seguir adelante con este sacrilegio -el desagrado endurecía más su rostro lleno de cicatrices-. En eso no las ha servido bien a ustedes dos.
– Octavio tiene un sentido de la vida extraordinariamente práctico -afirmó Cruz Bruner-. A él la iglesia le da lo mismo. Respeta nuestros vínculos sentimentales, pero también cree que mi yerno tomó la decisión adecuada -se quedó mirando los escudos nobiliarios labrados en las enjutas de los arcos del patio-. El futuro de Macarena, decía él, no era mantenerse a flote sobre los restos del naufragio, sino subirse a un yate nuevo y flamante. Y eso es mi yerno quien habría podido costeárselo.
– De todas formas -intervino su hija- hay que decir que don Octavio no toma partido ni a favor ni en contra. Permanece neutral.
Alzó don Príamo Ferro un dedo apocalíptico:
– No conozco neutrales cuando está de por medio la casa de Dios.
– Por favor, padre -Macarena le sonreía con dulzura-. Tómelo con calma. Y con un poco más de chocolate.
Rechazó el párroco aquella tercera taza con aire digno, para quedarse mirando, enfurruñado, la punta de sus gruesos zapatones sin lustrar. Ya sé a quién me recuerda, se dijo Quart. A Jock, el fox-terrier peleón y gruñón de La dama y el vagabundo, pero mucho más atravesado. Miró a la anciana duquesa:
– Antes se refirió usted a su padre el duque… ¿Era el hermano de Carlota Bruner?
La vieja dama pareció sorprendida.
– ¿Conoce la historia? -jugueteó un instante con las varillas del abanico; luego miró a su hija y por fin de nuevo a Quart-. Carlota era mi tía: hermana mayor de mi padre. Es un triste asunto de familia, como quizá usted sepa… Desde niña. Macarena estuvo obsesionada con esa historia. Se pasaba el día con su baúl, leyendo las desdichadas cartas que nunca llegaron, probándose viejos vestidos en la ventana donde dicen que ella se asomaba.
Había algo nuevo en el ambiente. El padre Ferro desvió la mirada, molesto, cual si estuviese lejos de sentirse a sus anchas en aquel tema. En cuanto a Macarena, parecía preocupada.
– El padre Quart -dijo- tiene una de las postales de Carlota.
– Eso es imposible -objetó la duquesa-. Están dentro del baúl, en el palomar.
– Pues la tiene. Una donde se ve la iglesia. Alguien la puso en su habitación del hotel.
– Qué tontería. ¿Quién iba a hacer una cosa así? -la vieja dama miró a Quart brevemente, con recelo-, ¿Te la ha devuelto? -preguntó a su hija.
Ésta negó despacio con la cabeza:
– He permitido que la conserve. De momento.
La duquesa parecía perpleja:
– No me lo explico. Al palomar sólo subes tú, y el servicio.
– Sí -Macarena miraba al párroco-. Y también don Príamo.
El padre Ferro casi estuvo a punto de saltar de la silla.
– Por el amor de Dios, señora -su tono era agraviado, a medio camino entre la indignación y el sobresalto-. No estará insinuando que yo…
– Bromeaba, padre -dijo Macarena, con una expresión tan indefinible que Quart se preguntó si realmente ella había hablado en broma, o no-. Pero lo cierto es que la postal llegó al hotel Doña María. Y eso es un misterio.
– ¿Qué es el palomar? -preguntó Quart.
– No se ve desde aquí, sino desde el jardín -explicó Cruz Bruner-. Llamamos así a la torre de la casa, porque en otro tiempo hubo un palomar. Mi abuelo Luis, el padre de Carlota, era aficionado a la astronomía, e instaló un observatorio. Con el tiempo se convirtió en la habitación donde mi pobre tía pasó, recluida, sus últimos años… Ahora es don Príamo quien trabaja allí.
Miró Quart al párroco sin disimular su sorpresa. Se explicaba ahora los libros encontrados en su vivienda:
– No sabía que era usted aficionado.
– Lo soy -el párroco parecía molesto-. Y no hay razón para que lo sepa, porque ése no es asunto suyo ni de Roma. La señora duquesa tiene la bondad de permitirme utilizar el observatorio.
– Es cierto -confirmó Cruz Bruner, complacida-. Todos los instrumentos están anticuados, pero el padre los conserva limpios, en uso. Y me cuenta sus observaciones. No tiene material para descubrimientos, por supuesto. Pero es agradable -se golpeó suavemente las piernas con el abanico, sonriendo-. Yo no tengo fuerzas para subir allí, aunque Macarena sí va a veces.
Sorpresa tras sorpresa, pensaba Quart. Era un insólito club, el del padre Ferro. El cura indisciplinado y astrónomo.
– Tampoco usted me contó -se había vuelto hacia los ojos oscuros de Macarena, preguntándose qué otras sorpresas encerraban- su interés por la astronomía.
– Me interesa la paz -repuso ella, con sencillez-. Y arriba, cerca de las estrellas, hay paz. El padre Ferro trabaja y me permite estar allí, leyendo o mirando, tranquila.
Observó Quart el cielo por encima de sus cabezas; un rectángulo de azul enmarcado por los aleros del patio andaluz. Había una sola nube, a lo lejos. Era pequeña, solitaria e inmóvil como el padre Ferro.
– En otro tiempo -dijo- esa ciencia estaba prohibida a los clérigos. Excesivamente racional, y por tanto peligrosa para el alma -ahora le sonreía sinceramente al viejo sacerdote-. La Inquisición lo habría encarcelado por eso.
Bajó la frente el párroco. Malhumorado. Duro.
– La Inquisición -murmuró- me habría encarcelado por un montón de cosas, además de la astronomía.
– Pero ya no lo hacen -dijo Quart, que se acordaba del cardenal Iwaszkiewicz.
– No será por falta de ganas.
Por primera vez rieron todos juntos, incluido el mismo padre Ferro, a regañadientes primero y luego del mismo modo bonachón que la vez anterior. Era como si al hablar de astronomía Quart se hubiera acercado a él un poco más. Macarena se daba cuenta y parecía satisfecha, mirando alternativamente al uno y al otro. Sus ojos tenían de nuevo reflejos color de miel, y parecía feliz, recobrada aquella risa sonora y franca, de muchacho. Entonces le sugirió al párroco que le enseñase a Quart el palomar. Relucía el telescopio de latón junto a los arcos mudéjares abiertos a modo de galería en los cuatro costados de la torre, sobre los tejados de Santa Cruz. En la distancia, entre antenas de televisión y bandadas de palomas volando en todas direcciones, podían verse la Giralda, la Torre del Oro y un trecho del Guadalquivir con los trazos azules de las Jacarandas en flor de sus orillas. El resto del paisaje ante el que un siglo atrás había languidecido Carlota Bruner estaba ocupado ahora por edificios modernos de cemento, acero y cristal. No había ninguna vela blanca a la vista, ni barcos balanceándose en la corriente, y los cuatro pináculos del Archivo de Indias parecían centinelas olvidados sobre la antigua Lonja que guardaba el papel, el polvo y la memoria de un tiempo muerto.
– Magnífico lugar -dijo Quart.
El padre Ferro no contestó. Había sacado su pañuelo sucio del bolsillo y frotaba el tubo del telescopio, echándole el aliento. El instrumento era un modelo azimutal de lentes, muy viejo, de casi dos metros de longitud, situado sobre un trípode de madera. El largo tubo de latón y todas las piezas metálicas estaban bruñidas con esmero y relucían bajo los rayos del sol que se iba lentamente hacia la otra orilla, sobre Triana. No había muchas más cosas de interés en el palomar: un par de viejos sillones de cuero cuarteado por el tiempo, un escritorio con muchos cajones, una lámpara, un grabado de la Sevilla del XVII en la pared, y algunos libros encuadernados en piel: Tolstoi, Dostoievsky, Quevedo, Heine, Galdós, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán, y también tratados de cosmografía, mecánica celeste y astrofísica. Quart se acercó a echarles un vistazo: Tolomeo, Porta, Alfonso de Córdoba. Algunas ediciones eran muy antiguas.
– Nunca lo hubiera imaginado -comentó-. Me refiero a usted, y a todo esto.
Era el suyo un tono conciliador, no del todo desprovisto de sinceridad. Había algo en su punto de vista sobre el padre Ferro que cambiaba con rapidez en las últimas horas. Por su parte, el párroco frotaba el telescopio como si en el interior del tubo de latón estuviese un genio dormido a quien correspondieran todas las respuestas. Al cabo de un instante encogió los hombros bajo la sotana tan raída y llena de lamparones que parecía virar del negro al gris. Era un curioso contraste, consideró Quart: el pequeño y descuidado sacerdote, y aquel instrumento que relucía bajo el cuidado minucioso de su pañuelo.
– Me gusta mirar el cielo de noche -dijo por fin-. La señora duquesa y su hija me permiten venir un par de horas cada día, después de la cena. Puedo subir directamente desde el patio, sin molestar a nadie.
Quart tocó el lomo de uno de los libros. Della celeste fisionomía, 1616. A su lado había unas Tabulae Astronomicae de las que no había oído hablar en la vida. Tosco cura rural, había dicho Su Ilustrísima Aquilino Corvo. El recuerdo lo hizo sonreír para sus adentros mientras hojeaba las tablas astronómicas.
– ¿Cuándo se aficionó a esto?
El padre Ferro, que ya parecía satisfecho con el estado del telescopio, se había guardado el pañuelo en el bolsillo y, vuelto hacia Quart, observaba sus gestos con recelo. Al cabo de un momento le cogió el libro de las manos para devolverlo a su sitio.
– Viví muchos años en una montaña. De noche, cuando me sentaba en el porche de la iglesia, no había otra distracción que mirar el cielo.
Se calló de pronto, con brusquedad, como si hubiese dicho más de lo que exigían las circunstancias. Y no resultaba difícil imaginarlo inmóvil al oscurecer bajo el pórtico de piedra de su iglesia rural, observando la bóveda celeste allí donde ninguna luz humana podía perturbar la armonía de las esferas girando en el Universo. Quart tomó un volumen de los Cuadros de viaje de Heme, y lo abrió al azar por una página marcada con cinta roja:
«La vida y el mundo son el sueño de un dios ebrio, que escapa silencioso del banquete divino y se va a dormir a una estrella solitaria, ignorando que crea cuanto sueña… Y las imágenes de ese sueño se presentan, ahora con una abigarrada extravagancia, ahora armoniosas y razonables… La Ilíada, Platón, la batalla de Maratón, la Venus de Médicis, el Munster de Estrasburgo, la Revolución francesa, Hegel, los barcos de vapor, son pensamientos desprendidos de ese largo sueño. Pero un día el dios despertará frotándose los ojos adormilados, sonreirá, y nuestro mundo se hundirá en la nada sin haber existido jamás…»
Había una ligera brisa cálida. De los patios y calles que se extendían a sus pies, entre los techos de tejas pardas y las terrazas, llegaban hasta el palomar sonidos amortiguados por la altura y la distancia. Tras las ventanas de un colegio cercano, un coro de voces infantiles recitaba una lección, un poema o un canto. Quart aguzó el oído: algo sobre nidos y pájaros. De pronto cesó el recitado y el coro estalló en gritos, risas. Hacia los Reales Alcázares, un reloj daba tres campanadas. Quince minutos para las seis.
– ¿Por qué las estrellas? -preguntó Quart, devolviendo el libro de Heine a su lugar.
El padre Ferro había sacado del bolsillo de la sotana una caja de lata estrecha y abollada, y de ella un cigarrillo de tabaco negro, sin filtro, que se puso en la boca tras humedecer un extremo con los labios.
– Son limpias -dijo.
Encendía el pitillo con un fósforo en el hueco de la mano, inclinando la cabeza rapada a trasquilones, y el gesto le arrugaba más la frente y el rostro tallado por viejas cicatrices. El humo se fue por los arcos de la galería mientras el olor, acre y fuerte, llegaba hasta Quart.
– Comprendo -dijo éste, y los ojos oscuros del párroco se detuvieron en él con un chispazo de interés, o curiosidad, mientras a su boca acudía algo parecido a una sonrisa que no llegó a definir. Incómodo, sin saber si lamentarlo o felicitarse por ello, Quart comprendió que algo había cambiado. El carácter neutral del palomar situado entre cielo y tierra disipaba un tanto la mutua desconfianza, como si al modo antiguo ambos se acogieran a sagrado. Por un instante sintió el impulso de camaradería que a menudo -no demasiado a menudo, en su caso- se establecía entre un clérigo y otro. Soldados perdidos, solitarios, reconociéndose en la confusión de un campo de batalla hostil.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allá arriba?
El párroco lo miraba con el cigarrillo consumiéndosele en la boca.
– Veintitantos largos años -dijo.
– Una parroquia pequeña, supongo.
– Muy pequeña. Cuarenta y dos habitantes a mi llegada. Ninguno cuando me fui: morían o se iban. Mi última feligresa era octogenaria, y no resistió las nieves del último invierno.
Una paloma se había posado en el alféizar de la galería y se paseaba arriba y abajo, cerca del sacerdote. Éste se la quedó mirando del mismo modo que si esperase un mensaje y ella pudiera traerlo atado a una de las patas. Pero cuando emprendió el vuelo con un aleteo, el párroco mantuvo la vista fija en el mismo sitio. Sus gestos torpes, su desaliño, seguían recordándole a Quart al viejo y detestable cura de su infancia; pero ahora era capaz de advertir importantes diferencias. Había creído que la tosquedad del padre Ferro respondía a un estado primitivo original. Que se limitaba a ser uno de esos apéndices marginales y miserables del oficio, grises eclesiásticos incapaces -como el lejano sacerdote que ocupaba la memoria de Quart- de superar su propia mediocridad y su ignorancia. Sin embargo, el palomar desvelaba una variedad clerical distinta: la regresión voluntaria, la renuncia al desempeño brillante de la vocación o la profesión elegida podían darse en forma de paso atrás realizado con plena conciencia. Saltaba a la vista que el padre Ferro había sido alguna vez -y de algún modo continuaba siendo, casi en la clandestinidad-, algo más que un grosero cura rural, o el párroco hosco y cerrado que se atrincheraba en el latín preconciliar para decir misa en Nuestra Señora de las Lágrimas. Aquél no era un problema de cultura ni de edad, sino de actitudes. Puestos a usar las referencias de Quart: si de elegir bandera se trataba, era evidente que don Príamo Ferro había escogido la suya.
Había un cuaderno abierto sobre el escritorio, con dibujos a lápiz de una constelación de estrellas. Pensó Quart en el sacerdote inclinado ante su telescopio, de noche, absorto en el silencio del firmamento que giraba despacio al otro extremo de la lente, mientras Macarena Bruner leía Ana Karenina o las Sonatas sentada en uno de los viejos sillones, con las mariposas nocturnas revoloteando a la luz de la lámpara. De pronto sintió un inquietante deseo de echarse a reír. Aquello le producía unos celos terribles.
Cuando alzó los ojos encontró la mirada reflexiva del padre Ferro, como si la expresión que había dejado traslucir le diese que pensar:
– Orión -dijo, y Quart, desconcertado, tardó unos segundos en comprender que se refería al croquis dibujado en el cuaderno-. En esta época del año sólo puede verse la estrella superior del hombro izquierdo del Cazador. Se llama Betelgeuse y aparece por allí -señaló un punto del cielo todavía azul, en el horizonte-. Hacia el Oeste-Noroeste.
Seguía con el pitillo en la boca, y las brasas del pésimo tabaco le caían sobre la pechera de la sotana. Quart pasó páginas llenas de anotaciones, dibujos y cifras. Sólo reconoció la constelación del León, su propio signo zodiacal, en cuyo cuerpo de metal, según la leyenda, rebotaban las jabalinas de Hércules.
– ¿Usted es de los que creen -preguntó- que todo está escrito en las estrellas?
El párroco hizo una mueca agria, en las antípodas de cualquier sonrisa.
– Hace tres o cuatro siglos -dijo- esa clase de preguntas le costaban a un cura la cabeza.
– Le repito que vengo en son de paz.
A otro perro con ese hueso, decían los ojos de Príamo Ferro. Ahora se reía en voz baja, sarcástico. Una especie de chirrido.
– Habla de astrología -apuntó, al cabo-. Lo mío es astronomía. Espero que conste el matiz en su informe a Roma.
Después se calló, pero seguía mirando a Quart con curiosidad, como si lo calibrase de nuevo tras una desafortunada primera impresión.
– Ignoro dónde están escritas las cosas -añadió tras una larga pausa-. Aunque basta echarle a usted un vistazo para comprender que no leemos el mismo alfabeto.
– Acláreme eso.
– No hay mucho que aclarar. Crea o no en ella, usted sirve a una multinacional cuyos estatutos se basan en toda esa demagogia que el humanismo cristiano y la Ilustración nos metieron en la cabeza: el hombre evoluciona a través del sufrimiento hacia estadios superiores, el género humano está llamado a reformarse, la buena voluntad concita la buena voluntad… -se volvió hacia el ventanal, con más brasas cayéndole en la pechera-. O que la Verdad con mayúscula existe, y se basta a sí misma.
Quart movía la cabeza.
– No me conoce -protestó-. No sabe nada de mí.
– Conozco a quienes lo emplean, y eso me basta.
Fue de nuevo junto al telescopio, al acecho de más motas de polvo. Otra vez metió las manos en los bolsillos de la sotana como para sacar el pañuelo, pero las mantuvo allí.
– ¿Qué sabe usted -añadió- y qué saben sus jefes en Roma, con su mentalidad de funcionarios?… ¿Qué saben del amor o del odio, salvo definiciones teológicas y susurros de confesionario?… -se balanceaba un poco sobre los pies, las manos todavía en los bolsillos- Basta mirarlo: su modo de hablar, o de moverse, delata a quien dará cuenta de pecados de omisión, no de pecados cometidos. Pertenece a esos telepredicadores, pastores de una iglesia sin alma, que hablan de los fieles con el lenguaje que las televisiones emplean para referirse a la audiencia.
– Se equivoca conmigo, padre. Mi trabajo…
Entre dientes, el párroco dejó oír de nuevo el chirrido semejante a una risa.
– ¡Su trabajo! -se había vuelto de pronto a Quart- Ahora quiere decirme que se mancha las manos, ¿verdad?… A pesar de ir siempre tan pulcro y pulido por la vida. Pero estoy seguro de que no le faltan justificaciones ni coartadas. Es joven, fuerte, con jefes que le dan cama y comida, piensan por usted y le arrojan huesos para que roa. Es un perfecto policía de una corporación poderosa que dice servir a Dios. Seguramente no amó nunca a una mujer, no odió a un hombre, no compadeció a un desgraciado. No hay pobres que lo bendigan por su pan, ni enfermos por su consuelo, ni pecadores por su esperanza de salvación… Usted hace lo que le mandan, y nada más.
– Yo cumplo las reglas -dijo Quart, y en el acto se arrepintió de haber dicho aquello.
– ¿Las cumple? -el párroco lo miraba con intensa ironía-. Enhorabuena. Eso quiere decir que salvará su alma. Los que cumplen las reglas siempre van al cielo -torció la boca llevando los dedos hasta la colilla, que apuró con una última chupada-. A gozar de la presencia de Dios.
Tiró la colilla por el ventanal y se quedó viéndola caer.
– Me pregunto -Quart lo miraba con dureza- si aún tiene usted fe.
En su boca, aquello resultaba una paradoja; y el propio Quart era muy consciente de eso. Además, su cometido no incluía tales preguntas, más propias de los perros negros del Santo Oficio. Como habría dicho monseñor Spada, en el IOE no trabajamos con las ideas de otros, sino con sus hechos. Limitémonos a ser buenos centuriones, dejando para Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz la peligrosa tarea de hurgar en el corazón humano.
Pese a todo ello, Quart aguardó una respuesta durante el largo silencio que vino después. El párroco se movía despacio junto al telescopio, y el reflejo de la silueta negra se deslizó a lo largo del tubo de latón bruñido.
– Aún es adverbio de tiempo.
Lo dijo por fin, hosco, ceñudo, cerrado en sí mismo, y después estuvo un rato callado, reflexionando sobre el tiempo, o los adverbios. Parecía seguir el hilo de un secreto razonamiento.
– Pero yo perdono los pecados -añadió más tarde, a modo de conclusión-. Y ayudo a morir en paz.
Se diría que aquello lo explicaba todo, aunque Quart estaba lejos de imaginar qué. Sintió la tentación de ser malévolo.
– No es usted quien perdona -puntualizó, mordaz- Sólo Dios puede hacerlo.
El párroco lo miró, sorprendido de verlo todavía allí.
– Cuando yo era un joven sacerdote -dijo de pronto- leí toda la filosofía de la Antigüedad: de Sócrates a San Agustín. Y toda la olvidé, salvo un gusto agridulce de melancolía y desilusión. Ahora, con sesenta y cuatro años, lo único que sé de los hombres es que recuerdan, que tienen miedo y que mueren.
Debía de mostrar Quart una expresión singular, de sorpresa y embarazo; pues el padre Ferro asintió con los ojos negros y duros fijos en él, cual si con ese gesto lo invitase a dar crédito a sus palabras. Después se volvió hacia el cielo. La nube solitaria -quizá ya no fuese la misma- había ido al encuentro del sol poniente, y ahora extendía un resplandor rojizo sobre las siluetas de los edificios lejanos.
– Durante mucho tiempo -prosiguió el párroco- lo busqué allá arriba. Me habría gustado tener unas palabras con Él; una especie de ajuste de cuentas, mano a mano. Vi sufrir y morir a mucha gente… Olvidado por mi obispo y quienes lo rodeaban, viví en una soledad atroz, de la que salía para decir misa cada domingo en una iglesia pequeña y casi vacía, o para caminar bajo la nieve y la lluvia, chapoteando en el barro, llevando la extremaunción a ancianos que sólo esperaban mi llegada para morirse. Y durante un cuarto de siglo, sentado a la cabecera de agonizantes que se agarraban a mis manos porque yo era su único consuelo, sólo hablé en una dirección. Jamás obtuve una respuesta.
Se interrumpió, y parecía que aún estuviese dándole una oportunidad a aquella respuesta; pero sólo se escuchaban los sonidos amortiguados por la distancia y el hucheo de las palomas en los aleros de la torre. Fue Quart quien habló ahora:
– O nacemos y morimos de acuerdo a un plan, o nacemos y morimos por accidente.
La vieja cita teológica no era una afirmación ni una respuesta. Sólo una invitación a proseguir el razonamiento interrumpido. Por primera vez Quart comprendía al hombre que estaba ante él; y vio que el otro se daba cuenta. Un brillo de reconocimiento suavizaba la mirada del viejo sacerdote:
– ¿Cómo preservar, entonces -prosiguió el párroco-, el mensaje de la vida en un mundo que lleva el sello de la muerte?… El hombre se extingue, sabe que se extingue, y que a diferencia de reyes, papas y generales, no quedará ninguna memoria de él. Tiene que haber algo más, se dice. De lo contrario, el Universo es una broma de mal gusto; un caos desprovisto de sentido. Y la fe se convierte en una forma de esperanza. Un consuelo. Quizá por eso ya ni el Santo Padre cree en Dios.
A Quart se le escapó una carcajada que sobresaltó a las palomas.
– Por eso defiende usted su iglesia con uñas y dientes.
– Pues claro -el padre Ferro frunció el ceño con malhumor-. ¿Qué más da que yo tenga fe o no la tenga?… Los que acuden a mí sí la tienen. Y eso justifica de sobra la existencia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Fíjese en que no es casualidad que se trate de una iglesia barroca: el arte de la Contrarreforma, del no penséis, dejadlo para los teólogos, contemplad las tallas y los dorados, esos altares suntuosos, esas pasiones que, desde Aristóteles, son el resorte esencial para fascinar a las masas… Aturdios con la gloria de Dios. Un excesivo análisis os roba la esperanza; destruye el concepto. Sólo nosotros somos la tierra firme que os pone a salvo del torrente tumultuoso. La verdad mata antes de tiempo.
Alzó Quart una mano:
– Hay una objeción moral, padre. Eso se llama alienación. Planteada así, su iglesia es la televisión del siglo XVII.
– ¿Y qué? -el párroco encogía los hombros, despectivo-. ¿Qué fue el arte religioso barroco sino un intento por arrebatarles audiencia a Lutero, a Calvino?… Además, dígame dónde estaría el papado moderno sin la televisión. La fe desnuda no se sostiene. La gente necesita símbolos con los que abrigarse, porque fuera hace mucho frío. Somos responsables de nuestros últimos fíeles inocentes, aquellos que nos siguieron creyendo, como en la Anahasis, que los conducíamos al mar, y a casa. Al menos mis viejas piedras, mi retablo y mi latín son más dignos que todas esas canciones con megafonía, las pantallas gigantes y la santa misa convertida en espectáculo para masas aturdidas por la electrónica. Creen que así van a conservar la clientela, pero nos envilecen y se equivocan. La batalla está perdida, y llega el tiempo de los falsos profetas.
Cerró la boca e inclinó la cabeza, hosco, al dar por concluida la conversación. Después fue a apoyarse en la ventana, mirando hacia el río. Al cabo de un instante, Quart, que no supo qué hacer o qué decir, fue a apoyarse a su lado en el alféizar. Nunca habían estado tan cerca uno del otro; la cabeza del párroco le llegaba a la altura del hombro. Permanecieron así un rato, sin decir palabra, hasta mucho después que los relojes dieran seis campanadas en las torres de Sevilla. La nube solitaria se había deshecho y el sol descendía en el cielo que continuaba dorándose despacio, al oeste. Entonces don Príamo Ferro habló de nuevo:
– Sólo sé una cosa: cuando termine la seducción habremos terminado también nosotros, porque la lógica y la razón significan el final. Pero mientras una pobre mujer necesite arrodillarse en busca de esperanza o consuelo, mi pequeña iglesia debe mantenerse en pie -sacó del bolsillo el pañuelo sucio y se sonó ruidosamente. La luz poniente resaltaba los pelos blancos de su barbilla mal afeitada-. Con toda nuestra miserable condición a cuestas, los curas como yo seguimos siendo necesarios… Somos la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que aún redobla la gloria de Dios. Y sólo un loco envidiaría semejante secreto. Nosotros conocemos -ahora el párroco torció el gesto bajo las cicatrices, en una mueca absorta y oscura- al ángel que tiene la llave del abismo.