He amado también a mujeres muertas.
(Enrique Heine. Noches florentinas)
El subcomisario Simeón Navajo, jefe del grupo de investigación de la Jefatura Superior de Sevilla, terminó de comerse el pincho de tortilla y miró a Quart con afecto:
– Mire, páter. Yo no sé si es la iglesia, la casualidad o el arcángel San Gabriel -hizo una pausa, acompañándose con un trago del botellín de cerveza que tenía sobre la mesa de su despacho-. Pero ese sitio tiene mala sombra.
Era diminuto, muy flaco, simpático, de manos inquietas, con gafas redondas de montura de acero y un bigote tupido que parecía brotarle del interior de la nariz. Se hubiera dicho una caricatura a escala de un intelectual de los años sesenta, aspecto reforzado por el pantalón tejano, la camisa roja y amplia de algodón, y las grandes entradas del pelo peinado hacia atrás que llevaba largo, recogido en una coleta. Hacía veinte minutos que revisaban juntos los expedientes sobre las dos muertes en Nuestra Señora de las Lágrimas, y las conclusiones policiales coincidían con los dictámenes forenses: óbitos accidentales. El subcomisario Navajo lamentaba no tener a mano un culpable para podérselo enseñar, esposado, al agente de Roma. Cosas del azar, páter, decía. Ya sabe cómo ocurren esas cosas. Una barandilla mal atornillada, un trozo de escayola que se cae, un par de infelices a los que nunca les ha tocado la bonoloto pero resulta que ese día sale su número. Uno ay y el otro chaf, o sea, angelitos al cielo. Porque al menos, tratándose de una iglesia, el subcomisano daba por sentado que habrían ido al cielo.
– Lo de Peñuelas, el arquitecto municipal, está claro -Navajo movía dos dedos por el borde de la mesa. imitando la supuesta forma de caminar del difunto-. Estuvo media hora paseándose por el tejado de la iglesia en busca de argumentos para el expediente de ruina, y al final se apoyó en una barandilla de madera que hay junto al campanario… La madera estaba podrida, cedió, y Peñuelas se fue abajo para ensartarse en un tubo metálico a medio montar, igual que esos pollos en los asadores -el subcomisario había dejado de pasear los dedos y ahora alzaba uno como si fuera el tubo, haciéndole caer encima la palma de la otra mano; Quart supuso que la mano representaba al tal Peñuelas en el acto de oficiar como pollo-… Todo ocurrió en presencia de testigos, y la inspección posterior no pudo probar manipulaciones en la barandilla.
El subcomisario bebió otro trago del botellín y se limpió el bigote con el dedo donde se había ensartado el arquitecto Peñuelas. Después le dirigió al sacerdote una sonrisa voluntariosa. Se habían conocido un par de años atrás, durante la visita del Papa. Simeón Navajo era el enlace de la policía sevillana, y ambos se entendieron a las mil maravillas. El enviado de Roma había permitido al subcomisario apuntarse todos los tantos espectaculares como propios, incluida la localización del cura opuesto al celibato que pretendía apuñalar al Santo Padre, y el asunto del Semtex escondido en el cesto de ropa blanca de las hermanitas del Santísimo Sacramento. Eso le valió a Navajo una felicitación personal del ministro del Interior y otra de Su Santidad, una foto en la primera página de los periódicos y la cruz al mérito policial con distintivo rojo. Desde entonces, nadie en Jefatura se había atrevido a seguir apodándolo Miss Magnum por recogerse el pelo en una coleta. La Magnum. del calibre 357 estaba entre papeles, en una bandeja sobre la mesa. Casi nunca se la ponía en funda sobaquera, salvo cuando los fines de semana iba a recoger a sus hijos a casa de su ex mujer. Así, decía, ella lo respetaba más. Y a los crios les gustaba.
Quart le echó una ojeada al lugar. Del otro lado de una mampara de vidrio se veía la cabeza de un magrebí con un ojo a la funerala. Estaba sentado frente a un robusto policía en mangas de camisa que movía los labios con cara de pocos amigos, igual que en una película muda. A este lado de la mampara había en la pared una foto enmarcada del rey, un calendario donde los días transcurridos estaban tachados con saña, un archivador gris con una pegatina de la Expo 92 y otra con la hoja de la marihuana, un ventilador, fotos de delincuentes en un tablón de corcho, una diana con dardos y la pared llena de agujeros alrededor, y un póster con varios policías norteamericanos dándole una paliza de ordago a un negro, bajo la leyenda: Quien bien te quiere te hará llorar.
– ¿Qué hay del padre Urbizu? -preguntó Quart.
El subcomisario se rascaba una oreja. Pareció decepcionado al terminar y mirarse el dedo.
– Tres cuartos de lo mismo, páter. Esta vez no hubo testigos, pero mi gente revisó la iglesia centímetro a centímetro. Tal vez quiso apoyarse en un andamio, o lo movió de forma accidental -se puso a balancear las manos igual que un andamio oscilante, con tanto realismo que él mismo se detuvo, como si aquello le diera vértigo-… El extremo superior del andamiaje tocó, e hizo saltar, un gran trozo de escayola de la cornisa que hay arriba; posiblemente ya estaba suelto y sostenido de milagro, si me permite la frase, por la misma estructura metálica. Con tan mala suerte que en cuanto ésta se movió un poco, los diez kilos largos fueron a caerle encima de la cabeza. Imagino que oyó ruido, miró arriba, y zaca.
El relato iba acompañado de la mímica correspondiente, que el subcomisario concluyó volcando una mano hacia arriba sobre la mesa, como si se tratase del padre Urbizu en el momento de pasar a mejor vida. Después se quedó mirando pensativo su propia mano agonizante, y alargó la otra hacia el botellín.
– También es mala suerte -dijo, reflexivo, tras liquidar la cerveza.
Quart, que había sacado un par de tarjetas para tomar notas, sostuvo en alto la estilográfica:
– Pero ¿por qué se cayó la cornisa?
– Depende -Navajo miraba con recelo las tarjetas. Después empezó a sacudirse miguitas de tortilla de la camisa-. Según Newton, porque como resultante de la atracción terrestre y de la fuerza centrífuga en el movimiento de rotación, cualquier objeto abandonado a sí mismo en las proximidades de la superficie de la tierra adquiere una aceleración vertical, directa, sobre la cabeza de los secretarios de arzobispo que se levantan con el pie izquierdo -miró a Quart, como preguntándole qué tal-. Espero que lo haya anotado bien. Eso para que luego digan que la policía no trabaja según bases científicas.
Quart advertía el mensaje. Se echó a reír, guardando de nuevo tarjetas y estilográfica. El subcomisario lo miraba hacer con ojos inocentes.
– ¿Y según usted?
Navajo encogió los hombros bajo la holgada camisa roja. Nada de aquello era importante, ni secreto, pero saltaba a la vista que deseaba mantener el carácter oficioso. Una vez establecidos los resultados de muerte accidental, Nuestra Señora de las Lágrimas seguía siendo asunto exclusivamente eclesiástico. Corrían rumores sobre las presiones especulativas del ayuntamiento y los bancos, y los jefes del subcomisario eran partidarios de mantenerse al margen. A fin de cuentas, aunque español de origen, sacerdote y viejo conocido del subcomisario, Quart era agente de un Estado extranjero.
– Según nuestros expertos -respondió Navajo- la cornisa se cayó porque el fragmento ya estaba dañado, como lo demostró un estudio pericial posterior. Detectamos una bolsa de humedad detrás, en la pared, filtrada por unas junturas del tejado durante años y años.
– ¿De veras descartan por completo la intervención humana?
El subcomisario puso cara de guasa, pero se contuvo. Al fin y al cabo, estaba en deuda con Quart.
– Oiga, páter. Aquí, en la policía, al ciento por ciento no descartamos ni que Judas fuera asesinado por alguno de sus once colegas; así que dejémoslo en un noventa y cinco. De cualquier modo es improbable que alguien le dijera a ese infeliz: oye, espera aquí un momento; y después trepase al andamio, arrancara un trozo de cornisa, y se lo dejase caer encima, fiuuuuu, mientras el otro miraba hacia arriba -los dedos del subcomisario habían trepado al andamio, descendido en forma de objeto contundente, y ahora estaban, como se veía venir, inertes sobre la mesa esperando al forense-. Eso sólo pasa en los dibujos animados.
Cuando se despidió del subcomisario, Quart tenía la impresión de que Vísperas había exagerado las cosas. O quizás aquello de que la iglesia matara para defenderse resultaba -en versión libre, singular y simbólica- rigurosamente cierto. Otra cosa era cuantificar la capacidad de liquidar gente molesta que podía tener, intrínsecamente o con auxilio del azar o la Providencia, un decrépito edificio con tres siglos de antigüedad. Pero, llegadas a ese punto, las cosas ya no afectaban a Quart; ni siquiera al IOE. Los aspectos conflictivos de lo sobrenatural corrían por cuenta de otro tipo de especialistas, más próximos a la cofradía siniestra del cardenal Iwaszkiewicz que al rudo centurión encarnado en monseñor Spada. En cuyo mundo -que era el del buen soldado Quart- uno y uno sumaban dos desde que en principio fue el Verbo.
Reflexionaba sobre eso camino de la iglesia, cuando le pareció escuchar pasos a su espalda al internarse en las callejas estrechas de Santa Cruz; pero aunque se detuvo un par de veces no pudo comprobar nada sospechoso. Continuó, procurando mantenerse cerca de la exigua sombra que brindaban los aleros de las casas. El sol caía fuerte en Sevilla, y las fachadas blancas y ocres reverberaban igual que las paredes de un horno, haciendo que la chaqueta negra pesara en los hombros como plomo candente. Si de veras resultaba haber algo al otro lado, se dijo Quart, los sevillanos que fueran en pecado mortal iban a encontrarse como en casa: el infierno ya lo conocían varios meses al año, en la tierra. Al llegar a la pequeña plaza de la iglesia se detuvo junto a la reja de los geranios, envidiando al canario que, en su jaula y a la sombra, mojaba el pico en una ampollita de agua. No había un soplo de aire y todo colgaba inmóvil: los visillos de la ventana, las hojas de las macetas y de los naranjos. Velas en el mar de los Sargazos.
Fue un alivio cruzar el umbral de Nuestra Señora de las Lágrimas. Los muros albergaban un oasis de sombra fresca con olor a cera y humedad: exactamente lo que Quart necesitaba con urgencia. Así que se detuvo a recobrar aliento junto a la puerta, deslumbrado aún por la claridad exterior. Había allí una pequeña talla de Jesús Nazareno; un atormentado Cristo barroco después de pasar por el tercer grado del patio del Pretorio: cuántos sois, dónde guardas el oro y los denarios de tus seguidores, qué es esa murga de que te llamas Hijo del Padre, adivina quién te dio. Tenía las muñecas atadas por una soga y gruesos goterones de sangre corriéndole desde la frente coronada de espinas, que alzaba hacia lo alto esperando que alguien echase una mano y lo sacara de allí acogiéndose al habeas corpus. Quart nunca había sentido, al contrario que la mayor parte de sus iguales, la certidumbre del parentesco divino del hombre cuya imagen tenía delante; ni siquiera en el seminario, durante lo que llamaba sus años de adiestramiento, cuando los profesores de Teología desmontaban y volvían a montar minuciosamente los mecanismos de la fe en la mente de los jóvenes destinados a ser sacerdotes. «Abba, Abba, ¿por qué me has abandonado?», constituía la pregunta crítica que era preciso evitar a toda costa. A él, que llegó al seminario con la pregunta hecha y convencido de la ausencia de respuesta, el formateo del disquete teológico vino a lloverle sobre mojado; pero era un joven prudente, y supo guardar silencio. En los años de aprendizaje, lo importante para Quart había sido el descubrimiento de una disciplina; unas normas según las que ordenar su vida, manteniendo a raya la certeza del vacío experimentado en el rompeolas frente al mar, cuando la tormenta. Igual habría podido ingresar en el ejército, en una secta o, como bromeaba monseñor Spada -en realidad no bromeaba en absoluto-, en una orden medieval de monjes soldados. Al huérfano del pescador perdido en un naufragio le bastaban su propio orgullo, su autodisciplina y un reglamento.
Contempló de nuevo la imagen. En todo caso, aquel Nazareno los tenía bien puestos. Nadie podía avergonzarse de enarbolar su cruz como bandera. A menudo sentía nostalgia de aquella otra clase de fe, o tan sólo de la fe a secas; cuando hombres negros de polvo y de sol bajo una cota de malla gritaban el nombre de Dios y entraban en combate impulsados por la esperanza de abrirse caminó a mandobles hacia el Cielo y la vida eterna. Vivir y morir era más simple; el mundo era mucho más sencillo unos cuantos siglos atrás.
Se santiguó mecánicamente. En torno al Cristo, protegido por una urna de cristal, colgaba medio centenar de polvorientos exvotos: manos, piernas, ojos, cuerpos de niños de latón y cera, trenzas de cabello, cartas, cintas, notas y placas agradeciendo tal curación o cual remedio. Incluso una vieja medalla militar de la guerra de África atada con las flores secas de un ramo de novia. Como cada vez que tropezaba con semejantes muestras de devoción, Quart se preguntó cuántas angustias, noches en vela junto a un lecho de enfermo, oraciones, historias de dolor, esperanza, muerte y vida, había en cada uno de aquellos objetos que, a diferencia de otros párrocos más a tono con los tiempos, don Príamo Ferro conservaba junto al Jesús Nazareno de su pequeña iglesia. Era la religión de antes, la de siempre, la del sacerdote de sotana y latín, intermediario imprescindible entre el hombre y los grandes misterios. La iglesia del consuelo y la fe, cuando las catedrales, las vidrieras góticas, los retablos barrocos, las imágenes y las pinturas que mostraban la gloria de Dios cumplían la misión desempeñada ahora por las pantallas de los televisores: tranquilizar al hombre ante el horror de su propia soledad, de la muerte y del vacío.
– Hola -dijo Gris Marsala.
Se había deslizado hasta él por la estructura de tubos de un andamio y ahora lo miraba, expectante, con las manos en los bolsillos traseros de los téjanos. Vestía las mismas ropas manchadas de yeso que la vez anterior.
– No me dijo que era monja -le reprochó Quart.
La mujer contuvo una sonrisa, tocándose el pelo encanecido. Seguía llevándolo sujeto en una corta trenza.
– Es cierto. No lo hice -los ojos claros y amistosos lo estudiaron de arriba abajo, como si quisieran confirmar algo-. Creí que un sacerdote sería capaz de olfatear esas cosas sin ayuda de nadie.
– Soy un sacerdote muy lerdo.
Hubo un corto silencio. Gris Marsala sonreía:
– Pues no es eso lo que cuentan de usted.
– Vaya. ¿Quién lo cuenta?
– Ya sabe: arzobispos, párrocos enfurecidos -el acento norteamericano se hacía más intenso entre tanta ere y erre-. Mujeres guapas que lo invitan a cenar.
Quart se echó a reír.
– Es imposible que usted sepa eso.
– ¿Por qué? Existe un invento llamado teléfono. Una lo descuelga y habla. Macarena Bruner es amiga mía.
– Extraña amistad. Una monja y la mujer de un banquero que escandaliza a Sevilla…
Gris Marsala lo miró con dureza:
– Eso tiene muy poca gracia.
Se había revuelto, tenso el rostro, y él movió la cabeza, conciliador, seguro de haber ido demasiado lejos. Más allá del puro interés táctico, sentía la injusticia de su propia reflexión. No juzguéis y no seréis juzgados.
– Tiene razón. Disculpe.
Apartó la vista. Incómodo, preocupado por el desliz, intentaba aclarar las causas de su propia impertinencia. Los reflejos de miel y el collar de marfil sobre la piel de Macarena Bruner rondaban su memoria, inquietantes. De nuevo afrontó a Gris Marsala. Ahora ya no parecía furiosa, sino apenada:
– No la conoce como yo.
– Desde luego.
Quart asintió despacio, a modo de disculpa, y dio unos pasos en busca de tregua. Se adentró así en la nave para observar una vez más los andamios contra los muros, la mayor parte de los bancos corridos y puestos en un rincón, la pintura del techo, ennegrecida entre cercos de humedad. Al fondo, junto al retablo en penumbra, brillaba la lamparilla del Santísimo.
– ¿Qué tiene usted que ver con esto?
– Ya se lo dije: trabajo aquí. Soy arquitecto-restauradora de verdad. Titulada. Universidades de Los Ángeles y Sevilla.
Los pasos de Quart resonaban en la nave. Gris Marsala caminó a su lado, silenciosa con sus zapatillas de tenis. Entre las manchas de humedad y humo que ennegrecían la bóveda asomaban restos de pinturas: las alas de un ángel, la barba de un profeta.
– Se han perdido para siempre -dijo la mujer-. Imposible restaurarlas ya.
Quart miraba la grieta que partía la frente de un querubín como un hachazo.
– ¿Es verdad que la iglesia se está cayendo?
Gris Marsala hizo un gesto de fatiga. Parecía haber oído demasiadas veces esa pregunta.
– Es lo que dicen en el Ayuntamiento, el banco y el Arzobispado para justificar el derribo -alzó una mano, abarcando la nave con el gesto-. El edificio está mal y no ha sido cuidado en los últimos ciento cincuenta años; pero su estructura sigue sólida. Ni en los muros ni en la bóveda hay grietas irreversibles.
– Pero al padre Urbizu -objetó Quart- le cayó encima un trozo del techo.
– Sí. Fue ahí, ¿lo ve? -la mujer indicaba un desperfecto de casi un metro de longitud, en la cornisa que circundaba la nave a diez metros de altura-. Ese fragmento de escayola dorada que falta sobre el pulpito. Un caso de mala suerte.
– El segundo caso de mala suerte.
– El arquitecto municipal se cayó del tejado por su cuenta. Nadie le dijo que podía subir allí.
Para tratarse de una monja, el tono de Gris Marsala resultaba poco piadoso al referirse a los difuntos. Lo andaban buscando, parecía el mensaje implícito. Quart reprimió una mueca sarcástica, preguntándose si también ella obtenía oportunas absoluciones del padre Ferro. Pocas veces encontraba uno rebaños tan fíeles al pastor.
– Imagínese -Quart miraba los andamios, suspicaz- que usted no tiene nada que ver con esta iglesia, y yo le digo: hola, buenas, hágame el informe técnico.
La respuesta llegó inmediata, sin la menor vacilación:
– Vieja y descuidada, pero no en ruina. Casi todos los daños están en los revestimientos, por la humedad filtrada a través del mal estado de las cubiertas. Pero eso ya lo hemos resuelto retejando con cal, cemento y arena; casi diez toneladas de material subidas a quince metros de altura, con estas manos -Gris Marsala las agitaba ante Quart: encallecidas, fuertes, con uñas cortas, rotas, incrustadas de yeso y pintura- y las del padre Óscar. A su edad, don Príamo ya no está para andar por los tejados.
– ¿Y el resto del edificio?
La monja se encogió de hombros:
– Puede sostenerse si logramos terminar las obras esenciales. Una vez eliminadas las goteras estaría bien consolidar las vigas de madera, que en algunos sitios están podridas por ataques de termitas a causa de la humedad. Lo ideal sería sustituirlas, pero carecemos de presupuesto -hizo el gesto de contar dinero con el pulgar y el índice y lo concluyó con un suspiro de desaliento-… Eso en cuanto al edificio. Respecto a la ornamentación, es cosa de restaurar poco a poco las partes más dañadas. Para las vidrieras, por ejemplo, he encontrado un recurso. Un amigo químico que trabaja en un taller de vidrio artesanal se ha comprometido a fabricar gratis piezas de color que sustituyan a las que se perdieron. El procedimiento es lento, porque aparte de la fabricación debemos restaurar el emplomado. Pero no hay prisa.
– ¿De veras no la hay?
– No, si conseguimos ganar esta batalla.
Quart la miró con interés:
– Parece una cuestión personal.
– Es una cuestión personal -admitió ella con sencillez-. Me quedé aquí para eso. Vine a Sevilla intentando resolver algunos problemas, y en este lugar hallé la solución.
– ¿Problemas profesionales?
– Sí. Una crisis, supongo. Ocurre de vez en cuando. ¿Tuvo ya la suya?
Quart negó con la cabeza, cortés, con el pensamiento en otra parte. He de pedir su ficha a Roma, anotaba mentalmente. Cuanto antes.
– Hablábamos de usted, hermana Marsala.
Los ojos claros se entornaron entre las arrugas que cercaban los párpados de la mujer. Nadie hubiese podido afirmar que aquello fuera exactamente una sonrisa:
– ¿Siempre es tan reservado, o se trata de una pose?… Por cierto, llámeme Gris. Lo otro suena ridículo; mire mi aspecto. Pero le estaba diciendo que vine aquí a ordenar mi corazón y mi cabeza, y encontré la respuesta en esta iglesia.
– ¿Qué respuesta?
– La que todos andamos buscando. Una causa, supongo. Algo que justifique en qué creer y por qué luchar -se quedó un rato callada y luego añadió, un poco más bajo-: Una fe.
– La del padre Ferro.
Se lo quedó mirando otra vez en silencio. La trenza gris estaba medio deshecha, y ella la sujetó entre dos dedos y volvió a trenzarse el cabello sin apartar los ojos de Quart.
– Cada uno tiene su propio tipo de fe -dijo por fin-. Algo muy necesario en este siglo que agoniza con tan malos modos, ¿no le parece?… Todas las revoluciones fueron hechas y se perdieron. Las barricadas están desiertas, y los héroes solidarios se han convertido en solitarios que se agarran a lo que pueden para sobrevivir -los ojos claros lo observaron, inquisitivos-. ¿No se sintió nunca como uno de esos peones de ajedrez pasados, que se olvidan en un rincón del tablero y oyen apagarse a su espalda el rumor de la batalla mientras intentan mantenerse erguidos, preguntándose si queda en pie un rey al que seguir sirviendo?
Recorrieron la iglesia. Gris Marsala le mostró a Quart la única pintura que valía la pena: una Purísima atribuida sin mucha convicción a Murillo, que presidía la entrada a la sacristía desde la nave, junto al confesionario. Anduvieron después hasta la cripta, cerrada con una verja de hierro sobre escalones de mármol que se perdían en la oscuridad, y la mujer explicó que iglesias pequeñas como aquella no solían tenerla. Sin embargo. Nuestra Señora de las Lágrimas gozaba de privilegio especial. Catorce duques del Nuevo Extremo yacían allí, incluyendo los fallecidos antes de la construcción de la iglesia. A partir de 1865 la cripta cayó en desuso, y los enterramientos se efectuaron en el panteón familiar de San Fernando. La única excepción había sido Carlota Bruner.
– ¿Qué ha dicho?
Quart tenía apoyada una mano sobre el arco de entrada a la cripta, ornado por una calavera sobre dos tibias. El frío de la piedra le helaba la sangre en la muñeca.
Gris Marsala se volvió, sorprendida por el tono incrédulo del sacerdote.
– Carlota Bruner -repitió, aún confusa-. Tía abuela de Macarena. Murió a principios de siglo y fue enterrada en esta cripta.
– ¿Podemos ver la tumba?
Había una ansiedad mal disimulada en la voz de Quart. La mujer seguía observándolo, indecisa.
– Claro.
Fue a la sacristía en busca de un manojo de llaves, y tras descorrer el cerrojo de la verja hizo girar un anticuado interruptor de porcelana. Una bombilla de pocos vatios, cubierta de polvo, iluminó los escalones. Quart inclinó la cabeza, y tras un corto descenso se encontró en un pequeño recinto de planta cuadrada, con las paredes cubiertas de lápidas mortuorias dispuestas en tres pisos. Los muros de ladrillo tenían grandes cercos blancos y negros de humedad, y flotaba en el aire un olor a moho y falta de ventilación. Una de las paredes ostentaba, tallado en mármol, un escudo heráldico con la divisa: Oderint dum probent. Que me odien con tal de que me respeten, tradujo para sí. Lo presidía una cruz negra.
– Catorce duques -repitió Gris Marsala, a su lado. Hablaba en voz involuntariamente baja, como si el lugar la cohibiese. Quart miró las inscripciones de las lápidas. La más antigua llevaba las fechas 1472-11. Rodrigo Bruner de Lebrija, conquistador y soldado cristiano, primer duque del Nuevo Extremo. La más reciente se hallaba junto a la puerta, entre dos nichos vacíos, y era la única que ostentaba un nombre de mujer en aquel recinto reservado a descubridores, políticos y guerreros:
CARLOTA VICTORIA AMELIA
BRUNER DE LEBRIJA Y MONCADA
1872-1910
DESCANSA EN LA PAZ DEL SEÑOR
Quart pasó los dedos sobre el relieve del nombre esculpido en mármol. Su certeza era absoluta: tenía en el bolsillo una postal escrita un siglo atrás por aquella mujer, diez o doce años antes de su muerte. Así, como al introducir una tarjeta codificada en el lugar oportuno, personajes y sucesos dispersos empezaban a situarse en relación unos con otros. Y en el centro, como una encrucijada común, aquella iglesia.
– ¿Quién era el capitán Xaloc?
Gris Marsala observaba los dedos de Quart, inmóviles sobre el nombre Carlota. Parecía un poco desconcertada:
– Manuel Xaloc fue un marino sevillano que emigró a América en la última década del siglo pasado. Anduvo pirateando por las Antillas antes de desaparecer en el mar, durante la guerra hispanonorteamericana de 1898.
Aquí rezo por ti cada día, releyó mentalmente Quart. Y espero tu regreso.
– ¿Cuál fue su relación con Carlota Bruner?
– Ella enloqueció por él. O por su ausencia.
– Qué me dice.
– Lo que oye -seguía intrigada por el interés de Quart-. ¿O cree que eso sólo pasaba en las novelas?… Ésta fue una de esas historias de folletín romántico, cuya única originalidad es la ausencia de final feliz: una jovencísima aristócrata enfrentada a sus padres, y un joven marino que emigra en busca de fortuna. La aristocracia andaluza hace luz de gas, bloqueo familiar, cartas que no llegan. Y una mujer se consume en la ventana, con el corazón puesto en cada vela de barco que va y viene por el Guadalquivir… -ahora fue Gris Marsala quien tocó la lápida, retirando la mano en seguida-. No pudo soportarlo y se volvió loca.
En el lugar sagrado de tu juramento y mi felicidad, concluía Quart para sí mismo. De pronto deseaba hallarse fuera de allí, a la luz de un sol que borrase las palabras, los juramentos y los fantasmas que había venido a remover en aquella cripta.
– ¿Volvieron a encontrarse?
– Sí. En 1898, poco antes de estallar lo de Cuba. Pero ella no lo reconoció. Ya no era capaz de reconocer a nadie.
– ¿Y qué hizo él?
Los ojos claros de la mujer parecían contemplar un mar encalmado, gris como su nombre.
– Volvió a La Habana, justo a tiempo de intervenir en la guerra. Pero antes dejó aquí la dote que traía para ella. Las veinte perlas que luce la Virgen de las Lágrimas son las que Manuel Xaloc reunió para el collar que debía llevar Carlota el día de su boda -miró la lápida por última vez-. Ella siempre quiso casarse en esta iglesia.
Salieron de la cripta. Gris Marsala cerró la reja de hierro y luego encendió la luz del altar mayor para que pudiera ver mejor la talla de la Virgen de las Lágrimas. Tenía en el pecho un corazón traspasado por siete puñales, y las veinte perlas del capitán Xaloc brillaban en su rostro, en la corona de estrellas y sobre el azul del manto.
– Hay algo que no comprendo -comentó Quart, pensando en la ausencia de matasellos de la tarjeta postal-. Usted habló hace un momento de cartas que no llegaban. Y sin embargo, en esos años de separación, Manuel Xaloc y Carlota Bruner tuvieron que mantener correspondencia… ¿Qué ocurrió?
Gris Marsala sonreía, triste y distante. Rememorar aquella historia no parecía haberla hecho feliz:
– Me ha dicho Macarena que cenarán juntos esta noche. Puede preguntárselo. Nadie sabe más que ella sobre la tragedia de Carlota Bruner.
Apagó la luz, y el retablo volvió a llenarse de sombras.
Después que Gris Marsala volviera a su andamio, Quart se fue por la sacristía. Pero en vez de salir a la calle se demoró allí un poco, echando un vistazo. De una de las paredes colgaba un lienzo muy oscuro y estropeado: una Anunciación de autor anónimo. Había también una talla maltrecha de San José con el Niño, un crucifijo, dos abollados candelabros de latón, una enorme cómoda de caoba y un armario. Permaneció quieto en el centro de la habitación, mirando alrededor, y luego abrió al azar algunos cajones de la cómoda. Encontró misales, objetos litúrgicos y ornamentos. El armario contenía un par de cálices, una custodia, un antiguo copón de latón dorado, media docena de casullas y una viejísima capa pluvial bordada con hilo de oro. Quart cerró sin tocar nada. Aquélla estaba lejos de ser una parroquia próspera.
La sacristía contaba con dos puertas de acceso. Una hacia la iglesia, a través de la pequeña capilla del confesionario por donde Quart había entrado. La otra iba a la calle, a la plaza, mediante un estrecho vestíbulo que también servía de entrada a la vivienda del párroco. Quart observó la escalera con barandilla de hierro que ascendía hasta el rellano iluminado por un tragaluz, y se detuvo mirando el reloj. Sabía que don Príamo Ferro y el padre Óscar se encontraban en ese momento en una dependencia del Arzobispado, convocados por el vicario de su zona para una reunión burocrática oportunamente sugerida por el propio Quart. Disponía, si todo iba bien, de media hora más.
Ascendió despacio por la escalera, cuyos peldaños de madera crujían. La puerta del rellano estaba cerrada; pero soslayar ese tipo de inconvenientes también era parte de su trabajo. En cuanto a cerraduras, la más difícil en el historial de Quart había sido la combinación alfanumérica en la vivienda de cierto obispo dublinés, cuya clave hubo de obtener en la misma puerta, a la luz de una linterna Maglite y con ayuda de un escáner conectado a su ordenador portátil. Después de aquello el obispo, un tipo pelirrojo y rubicundo apellidado Mulcahy, se había visto llamado con urgencia a Roma, donde su plácida rubicundez dio paso a una palidez mortal cuando monseñor Spada le mostró, con cara de pocos amigos, copia fotográfica de toda la correspondencia mantenida por el prelado con los activistas del Ejército Republicano Irlandés: cartas que había cometido la imprudencia de conservar, ordenadas por fechas, tras los tomos de la Summa Teológica que se alineaban en su biblioteca. Aquello tuvo la virtud de inspirar prudencia al fervor nacionalista de monseñor Mulcahy, y la consecuencia de convencer a los grupos especiales del SAS británico de lo innecesario de proceder a su drástica eliminación física. Proyecto previsto, según la información obtenida por confidentes del IOE -10.000 libras esterlinas con cargo a los fondos secretos de la Secretaría de Estado-, durante una próxima visita del prelado dublinés a su colega el obispo de Londonderry. Operación que, por su parte, los ingleses pensaban cargar astutamente a la cuenta de los paramilitares unionistas del Ulster.
La cerradura de don Príamo Ferro no planteaba tantas dificultades. Era un modelo antiguo, convencional. Tras breve examen, Quart extrajo de su billetera una delgada hoja de acero, algo más estrecha que una lima de uñas, y la introdujo apoyándose con una pequeña llave Alien escogida de un manojo que llevaba en el bolsillo. Movió suavemente, sin forzar, hasta sentir en los dedos el leve clic de cada diente al ceder. Entonces la hizo girar, corrió el pestillo y la puerta dejó franco el paso.
Anduvo por el pasillo, estudiando el lugar. Era una vivienda humilde con dos dormitorios, cocina, cuarto de baño y una pequeña sala de estar. Quart empezó por esta última, pero no pudo hallar nada de interés salvo una fotografía en uno de los cajones del aparador. La foto era una polaroid de mala calidad. Había sido tomada en un patio andaluz; el suelo era de mosaico, y se veían macetas con flores y plantas, y una fuente de mármol con azulejos. Don Príamo Ferro estaba allí, con su inevitable sotana negra hasta los pies, sentado junto a una mesa baja con lo que parecía un desayuno, o una merienda. Lo acompañaban dos mujeres: una anciana, vestida con ropas claras, veraniegas y un poco pasadas de moda. La otra era Macarena Bruner, y los tres sonreían a la cámara. Por primera vez Quart veía sonreír al padre Ferro, y le pareció una persona distinta a la que había conocido en la iglesia y en el despacho del arzobispo. Ahora el suyo era un gesto tierno y triste, que rejuvenecía las facciones marcadas por cicatrices, suavizando la dureza de los ojos negros y el obstinado mentón siempre falto de una buena cuchilla de afeitar. Parecía otro hombre más inocente. Más humano.
Quart se guardó la foto en el bolsillo antes de cerrar los cajones. Después fue hasta la máquina de escribir portátil que había en una mesita, abrió la funda y echó un vistazo a los papeles. Por reflejo profesional puso una hoja en el rodillo y pulsó varias teclas para obtener una muestra de los tipos, por si alguna vez necesitaba identificar algo escrito allí. Metió el folio doblado en el mismo bolsillo que la fotografía. En cuanto a los libros del aparador, sumaban una veintena; así que también les dio un vistazo, abriendo algunos y comprobando si ocultaban algo detrás. Eran materias religiosas, manoseados tomos con la liturgia de las horas, una edición del Catecismo de 1992, dos volúmenes de citas latinas, el Diccionario de Historia Eclesiástica de España, la Historia de la Filosofía de Urdanoz, y la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo en tres tomos. No era el tipo de libros que Quart esperaba, y le sorprendió encontrar también varios títulos sobre astronomía que hojeó con curiosidad, sin encontrar nada significativo en ellos. El resto carecía de interés salvo acaso, la única novela que encontró: una viejísima y deteriorada edición en rústica de El abogado del Diablo (Quart encontraba detestable a Morris West y sus atormentados curas de best seller) con un párrafo marcado a bolígrafo en la página 29:
«…Hemos estado alejados mucho tiempo de nuestro deber de pastores. Hemos perdido el contacto con las personas que nos mantienen en contacto con Dios. Hemos reducido la fe a un concepto intelectual, a un árido asentimiento de la voluntad, porque no la hemos visto actuar en las vidas de la gente común. Hemos perdido la compasión y el temor reverente. Trabajamos conforme a cañones, no de acuerdo con la caridad.»
Dejó la novela en su sitio y comprobó el teléfono. Se trataba de una conexión fija, antigua. Nada donde pudiera engancharse una línea de ordenador. Salió de la habitación dejando la puerta como la había encontrado, abierta en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y fue por el pasillo hasta el dormitorio que identifico como del padre Ferro. Olía a cerrado y a soledad clerical Era un cuarto sencillo, ventana a la plaza, amueblado con una cama de metal bajo un crucifijo en la pared, y un armario con espejo. En la mesilla de noche encontró un libro de oraciones, unas pantuflas muy viejas y un orinal de porcelana que le arrancó una sonrisa. En el armario había un traje oscuro, otra sotana en no mejor estado que la de diario, algunas camisas y ropa interior. Apenas encontró más objetos personales, salvo un marco de madera con una fotografía amarillenta donde una pareja, hombre y mujer, de aspecto campesino y ropas de domingo, posaban junto a un sacerdote en quien, a pesar del pelo negro y la grave juventud de sus facciones, Quart reconoció sin dificultad al párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas. La foto era muy vieja y tenía una mancha en un ángulo. Tomada al menos cuarenta años atrás, calculó basándose en el aspecto del padre Ferro: el mentón y los ojos mostraban todo su vigor. Y la mirada orgullosa y solemne del hombre y la mujer, en cuyos hombros apoyaba las manos el joven clérigo, permitía suponer que la instantánea celebraba una reciente ordenación.
El otro dormitorio era sin duda el de Óscar Lobato. En la pared había una litografía de Jerusalén visto desde el Huerto de los Olivos y un cartel de la película Easy Rider con Peter Fonda y Dennis Hopper a lomos de sendas motocicletas. Quart vio también una raqueta de tenis y zapatillas de deporte en un rincón. La mesilla de noche y el armario no contenían nada de interés, así que centró su pesquisa en la mesa puesta contra la pared, junto a la ventana. Encontró papeles diversos, libros sobre Teología e Historia de la Iglesia, la Moral de Royo Marín, la Patrología de Altaner y los cinco tomos del Mysterium Salutis, el grueso ensayo Clérigos de Eugen Drewermann, un juego de ajedrez electrónico, una guía turística de la ciudad del Vaticano, una cajita de píldoras antihistamínicas y un viejo tomo de aventuras de Tintín: El cetro de Ottokar. Y en un cajón, premio a la paciencia de Quart, veinte folios sobre San Juan de la Cruz impresos en letra Courier New de ordenador, y cinco cajas de plástico con una docena de disquetes de 3,5" cada una.
Podía ser Vísperas y podía no ser. De un modo u otro era poco de una parte y mucho de la otra. Escaso como prueba y excesivo como material a comprobar sobre el terreno, concluyó Quart con fastidio mientras examinaba el contenido de las cajas. Revisarlo todo requería tiempo y oportunidad, y él no andaba sobrado de ninguna de las dos cosas. Tendría que ingeniárselas para volver otra vez y copiar cada uno de aquellos disquetes en el disco duro de su ordenador portátil, a fin de revisarlos más tarde, despacio, en busca de indicios. Obtener copias podía llevarle una hora larga, más la dificultad de alejar de nuevo a los dos sacerdotes durante el tiempo necesario.
El calor se filtraba por las cortinas, haciendo transpirar a Quart bajo la ligera chaqueta de alpaca negra. Sacó un pañuelo de celulosa para secarse la frente y después de usarlo hizo una bolita y se lo guardó en el bolsillo. Puso los disquetes en su sitio y cerró el cajón, preguntándose dónde estaría el equipo informático que el padre Óscar utilizaba con aquello. Fuera quien fuese el pirata, necesitaba un ordenador muy potente conectado a una línea telefónica de fácil acceso, además de equipo complementario. Todo requería unas condiciones mínimas de instalación y espacio que no se daban en aquella casa. Óscar Lobato o cualquier otro, lo cierto es que Vísperas no actuaba desde allí.
Quart miró indeciso alrededor. Era hora de marcharse. Y en ese momento, justo cuando echaba hacia atrás el puño izquierdo de la camisa para mirar el reloj, oyó crujir los peldaños de la escalera. Entonces supo que los problemas estaban a punto de empezar.
Celestino Peregil colgó el auricular y se quedó mirando el teléfono, pensativo. Desde un bar próximo a la iglesia, don Ibrahim acababa de pasarle el último informe sobre los movimientos de cada uno de los personajes de la historia. El ex falso letrado y sus secuaces se estaban tomando el encargo muy al pie de la letra. Demasiado, a juicio de Peregil, un poco harto de recibir llamadas cada media hora para ser puesto al corriente de que el cura tal había comprado periódicos en el kiosco de Curro, o que el cura cual estaba sentado en el bar Laredo tomando el fresco. Hasta el momento, la única información realmente valiosa daba cuenta de una entrevista mantenida por Macarena Bruner con el enviado de Roma en el hotel Doña María, detalle que Peregil había acogido con incredulidad, primero, y luego con una especie de satisfacción expectante. Aquel género de cosas siempre terminaba por dar juego.
Y hablando de juego. En las últimas veinticuatro horas el tapete verde le venía complicando un poco más la vida. Después de adelantar cien mil pesetas a don Ibrahim y sus compadres a cuenta de los tres millones prometidos por el trabajo, el asistente de Pencho Gavira había caído en la tentación de utilizar los dos millones novecientas mil restantes para enderezar su crítica situación financiera. Fue una corazonada; uno de esos sentimientos que se presentan de improviso, con la intuición -peligrosa- de que algunos días son diferentes a otros, y aquél era uno de ellos. Se daba cierto fatalismo moruno, además, en la sangre andaluza del individuo. La suerte no pasa dos veces por la misma puerta si nadie le dice ojos negros tienes; ése era el único consejo que le había dado su padre cuando pequeñito, exactamente un día antes de bajar a por tabaco y fugarse con la charcutera de la esquina. Así que, a pesar de la certeza de caminar al borde del abismo, Peregil comprendió de pronto, mientras tapeaba en la barra de un bar, que si no iba en pos de la corazonada la angustia por lo que pudo ser y no fue iba a durarle toda la vida. Porque el peón de brega del hombre fuerte del Banco Cartujano podía ser muchas cosas: un canalla, un calvo vergonzante, un burlanga capaz de vender a su anciana madre, a su jefe o a la mujer de su jefe, por un cartón de bingo; pero sólo imaginar el rumor de una bolita girando en sentido contrario a la ruleta le ponía un corazón de tigre. Las cosas como son. Así que aquella misma noche Peregil se había puesto una camisa limpia y una corbata de crisantemos rojos y malvas, yéndose al casino como quien embarca rumbo a Troya. Estuvo a punto de conseguirlo, y eso decía mucho en favor de su intuición como habitual del tapete. Pero no pudo ser. Y como dijo Séneca, lo que no podía ser no podía ser, y además era imposible. Los dos millones novecientas mil -igual no era Séneca el que lo dijo- siguieron el camino de los otros tres kilos. Así que las finanzas de Celestino Peregil estaban tiesas como la mojama, y los fantasmas del gitano Mairena y el Pollo Muelas se cernían sobre él como su mala sombra.
Se levantó y dio unos pasos inquietos por el angosto cubil invadido de fotocopiadoras y papeles que ocupaba dos plantas más abajo de su jefe, con vistas al Arenal y al Guadalquivir. Desde allí veía la Torre del Oro, el puente de San Telmo y las parejas de novios paseando junto al río, entre las mesas de las terrazas. Aunque iba en mangas de camisa y tenía puesto el aire acondicionado, un molesto calorcillo le agobiaba el resuello; de modo que fue por la botella, puso hielo en un vaso y bebió tres dedos de whisky sin respirar. Preguntándose, tal y como estaban las cosas, cuánto podía durarle aquel panorama.
Una tentación le rondaba la cabeza. Nada bien definido aún; pero que así, en un primer vistazo, ofrecía alguna posibilidad de obtener un respiro en forma de liquidez. Era ponerse a tontear otra vez con fuego, pero lo cierto es que tampoco iba teniendo mucho donde elegir. Todo consistía en que Pencho Gavira nunca estuviese al tanto de que su escolta y esbirro predilecto jugaba con dos barajas. Filtrada de forma discreta, aquella historia podía seguir dando dinero. Después de todo, el cura alto era mucho más fotogénico que Curro Maestral.
Rumiando sin prisas la idea, Peregil se acercó a la mesa en busca de la agenda, donde su dedo índice se detuvo sobre el número de teléfono que ya había marcado alguna que otra vez. Al cabo de un momento cerró la agenda de golpe, cual si luchara con malos pensamientos. Eres una rata de cloaca, se increpó con ecuanimidad insólita en un individuo de semejante catadura. Mas no era su índole moral lo que atormentaba al ex detective, demasiado inquieto por el estado cataléptico de sus finanzas personales. Aquella turbación provenía de una incómoda certeza: si se abusa de ellos, hay remedios que matan. Pero también mataban las deudas, sobre todo las contraídas con el prestamista más peligroso de Sevilla. Así que, tras mucho darle vueltas, abrió otra vez la agenda y buscó de nuevo el teléfono de la revista Q+S. De perdidos, al río. Alguien había dicho una vez que traicionar sólo era un problema de fechas; pero en el mundo de Peregil la cuestión podía ser sólo de horas. Además, traicionar era un verbo demasiado solemne. Él se limitaba a sobrevivir.
– ¿Qué está haciendo aquí?
En el Arzobispado no habían sido capaces de retener el tiempo necesario al padre Óscar. Se encontraba en el pasillo, cerrando el paso y con cara de muy pocos amigos. Quart le dedicó una sonrisa fría que apenas disimulaba su desconcierto y su fastidio:
– Echaba un vistazo.
– Eso parece.
Óscar Lobato movía afirmativamente la cabeza una y otra vez, como si respondiera a sus propias preguntas. Llevaba un polo negro, pantalón gris y calzado deportivo. En realidad no era un joven fuerte. Tenía la piel pálida, aunque ahora se viera enrojecida por el esfuerzo de subir a la carrera. Era bastante más bajo que Quart, y su aspecto -veintiséis años, según el expediente- aparentaba más tiempo dedicado a estudio y vida sedentaria que al ejercicio físico. Pero se le veía furioso, y Quart no subestimaba nunca las reacciones de un hombre así. Estaban además sus ojos: la mirada extraviada tras los cristales de las gafas, sobre las que caía un mechón despeinado de pelo rubio. Y los puños apretados.
No había palabras que solucionasen aquello; así que Quart alzó una mano en demanda de calma, e hizo un gesto solicitando paso libre mientras se ponía un poco de lado igual que si pretendiera irse por el estrecho pasillo. Entonces el padre Óscar se movió hacia la izquierda, cortándole el paso, y el enviado de Roma supo que el incidente estaba a punto de llegar más lejos de lo que había imaginado.
– No sea estúpido -dijo, soltándose el botón de la chaqueta.
Todavía no terminaba de hablar cuando llegó el golpe. Fue un puñetazo a ciegas, rabioso, absolutamente desprovisto de mansedumbre sacerdotal, que Quart esperaba y dejó perderse en el vacío con un precipitado paso atrás.
– Esto es absurdo -protestó.
Lo era. Nada de aquello merecía la pena. Quart levantó ahora ambas manos para aplacar los ánimos; pero la ira desbordaba el rostro y los ojos de su adversario, que lanzó un segundo puñetazo. Esta vez le dio en la mandíbula, de refilón. Era un derechazo sin fuerza, asestado casi al azar, aunque suficiente para conseguir que Quart se sintiera por fin irritado. El vicario debía de creer que en la vida real la gente se pegaba como en el cine. Tampoco es que Quart fuera un experto en golpearse por los pasillos; mas en el ejercicio de su ministerio había asimilado cierto número de habilidades heterodoxas. Nada espectacular: sólo media docena de trucos para salir de malos pasos. Así que, no sin cierta ternura por aquel joven de rostro enrojecido y escaso aliento, hizo como que se apoyaba en la pared y le pegó una patada en la ingle.
El padre Óscar se detuvo en seco, la sorpresa pintada en la cara, y Quart, sabiendo que pasarían cinco segundos antes de que la patada hiciera todo su efecto, le dio un puñetazo detrás de la oreja, no muy fuerte, sólo para evitar cualquier reacción de última hora. Un instante después el vicario se encontraba de rodillas en el suelo, con la cabeza y el hombro derecho contra la pared. Mirando fijamente sus gafas, que se le habían caído y estaban en el suelo, intactas.
– Lo siento -dijo Quart, frotándose los nudillos doloridos.
Era cierto. Lo sentía de verdad, avergonzado por no haber sido capaz de evitar aquel disparate. Dos sacerdotes peleando igual que gañanes era algo fuera de todo lo justificable; y la juventud del adversario no hacía más que acentuar su propio embarazo.
El padre Óscar estaba congestionado e inmóvil, boqueando con dificultad el aire que faltaba a sus pulmones. Los ojos miopes, humillados, seguían mirando sin ver las gafas sobre las baldosas del suelo. Quart se inclinó a recogerlas y se las puso al otro en la mano. Después le pasó un brazo bajo el hombro, ayudándolo a incorporarse. Fueron así hasta la salita de estar, donde el vicario, todavía doblado de dolor, se dejó caer en un sillón de piel sintética, encima de un montón de ejemplares de la revista Vida Nueva que cayeron al suelo o quedaron arrugados bajo sus piernas. Quart fue a la cocina y trajo un vaso de agua que el joven bebió con avidez. Se había puesto las gafas, uno de cuyos cristales estaba empañado por una enorme huella dactilar. El pelo rubio se le pegaba a la frente con gotas de sudor.
– Lo siento -repitió Quart.
Con la mirada en un punto indeterminado, el vicario asintió débilmente. Después alzó una mano para retirarse el pelo de la frente y la dejó allí, como si intentara despejarse la cabeza. Las gafas que resbalaban hasta la punta de la nariz, el polo abierto en el cuello, la palidez de su rostro, le daban un aspecto tan inofensivo que movía a piedad. Debía de ser mucha la tensión a que estaba sometido, para perder el control de aquel modo. Quart se apoyó en el borde de la mesa.
– Cumplo una misión -dijo, en el tono más suave que pudo encontrar-. No hay nada personal en esto.
El otro asentía otra vez, evitando mirarlo.
– Creo que perdí la cabeza -murmuró por fin, con voz apagada.
– Los dos la perdimos -Quart hizo un amago de sonrisa amistosa, destinada al maltrecho amor propio del joven-. Pero deseo que algo quede claro entre usted y yo: no he venido aquí a fastidiar a nadie. Lo único que intento es comprender.
Todavía con la mirada huidiza y la mano en la frente, el padre Óscar le preguntó qué infiernos pretendía comprender registrando una casa a la que nadie lo había invitado. Y Quart, sabiendo que era su última oportunidad para acercarse a él, adoptó un tono de discreta camaradería, citó el carácter de la obediencia debida, mencionó al pirata informático y su mensaje recibido en Roma, dio un par de paseos por la habitación, miró por la ventana, y por fin se detuvo ante el joven sacerdote.
– Hay quien piensa -su tono era de confidencia incrédula; algo así como entre tú y yo, fíjate, vaya idea tonta- que Vísperas es usted.
– No diga gilipolleces.
– No lo son. Al menos da el perfil físico: edad, estudios, intereses, -se apoyó de nuevo en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos-. ¿Cómo anda de informática?
– Como todo el mundo.
– ¿Y esas cajas de disquetes?
El vicario parpadeó dos veces:
– Es privado. Usted no tiene derecho.
– Por supuesto -Quart alzaba las manos con las palmas vueltas hacia arriba, conciliador, para demostrar que no ocultaba nada en ellas- Pero dígame una cosa… ¿Dónde está el ordenador que maneja?
– No creo que eso tenga importancia.
– Pues se equivoca. La tiene.
El gesto del padre Óscar había ganado en firmeza; ya no parecía un jovencito humillado.
– Oiga -enderezaba la espalda en el asiento y sus ojos sostenían la mirada de Quart-. Aquí se está librando una guerra y yo elegí mi bando. Don Príamo es un hombre bueno y un hombre honrado, y los otros no. Es cuanto tengo que decir.
– ¿Quiénes son los otros?
– Todo el mundo. Desde la gente del banco hasta el arzobispo -ahora sonreía por primera vez. Una mueca esquinada, rencorosa-. Incluyo a quienes lo mandan a usted de Roma
A Quart todo aquello le daba lo mismo, pues no era de los que se conmueven por insultos a la bandera. Suponiendo que Roma fuese su bandera.
– Bueno -respondió, objetivo- Cargaremos eso a la cuenta de sus pocos años. A su edad es más acusado el sentido dramático de la vida. Y resulta fácil encandilarse con las causas perdidas y las ideas.
El vicario lo miró con desprecio.
– Las ideas me convinieron en sacerdote -parecía preguntarse cuales eradlas de Quart- Y en cuanto a las causas perdidas, Nuestra Señora de las Lágrimas no está perdida, aún.
– Pues si alguien vence en esto, no será usted. Su traslado a Almería…
Se irguió un poco más el joven, heroico:
– Cada uno paga su dignidad y su conciencia. Quizá mi precio sea ése.
– Bonita frase -ironizó Quart-. Dicho de otro modo, tira por la ventana una brillante carrera… ¿De veras merece la pena?
– ¿De qué sirve al hombre ganarlo todo si pierde su alma? -el vicario miraba a su interlocutor con agudeza, como si el argumento fuese aplastante-. No me diga que olvidó esa cita.
Quart reprimió sus ganas de echarse a reír ante las gafas empañadas del otro.
– No veo relación -dijo- entre su alma y esta iglesia.
– Hay muchas cosas que no ve. Iglesias más necesarias que otras, por ejemplo. Tal vez por lo que encierran en ellas, o simbolizan. Hay iglesias que son trincheras.
Sonreía Quart para sus adentros. Recordaba al padre Ferro utilizando idéntica expresión durante la entrevista en el despacho de monseñor Corvo.
– Trincheras -repitió.
– Sí.
– Cuénteme de qué pretenden defenderse.
El padre Óscar se levantó dolorido, sin apartar los ojos de él, y luego dio unos pasos con dificultad en dirección a la ventana. Allí descorrió las cortinas, dejando entrar el aire y la luz.
– Defendernos de la Santa Madre Iglesia -dijo por fin, sin volverse-. Tan católica, apostólica y romana que ha terminado traicionando su mensaje original. Con la Reforma perdió la mitad de Europa, y en el siglo XVII excomulgó a la Razón. Cien años más tarde perdió a los trabajadores, que comprendieron que estaba del lado de los amos y los opresores. En este siglo que termina está perdiendo a la juventud y a las mujeres. ¿Sabe qué va a quedar de todo esto?… Ratones correteando entre bancos vacíos.
Se quedó callado unos instantes, inmóvil. Quart lo oía respirar.
– Defendernos sobre todo -prosiguió el vicario- de lo que usted viene a traer aquí: la sumisión y el silencio -ahora miraba los naranjos de la plaza con aire obstinado-. En el seminario comprendí que todo el sistema se basa en las formas; en un juego de ambición y claudicaciones. En nuestro oficio nadie se acerca a nadie que no sea útil para promocionarlo. Desde bien jóvenes elegimos un profesor, un amigo, un obispo que nos ayuden a prosperar -Quart escuchó su risa queda, entre dientes; ya no había nada de juvenil en el aspecto del padre Óscar-. Yo creía que un sacerdote sólo realiza cuatro clases de inclinación ante el altar, hasta que conocí a expertos en todo tipo de inclinaciones. Yo mismo era uno de ellos, destinado a la imposibilidad de dar a la gente el signo que nos exige, sin el que caen en manos de quirománticos, astrólogos y mercachifles del espíritu. Pero al conocer a don Príamo comprendí qué es la fe: algo independiente, incluso, de que Dios exista. La fe es el salto a ciegas hacia los brazos de alguien que te acoge en ellos… Es el consuelo frente al miedo y al dolor incomprensibles. La confianza del niño en la mano que lo saca de la oscuridad.
– ¿Y se lo ha contado a mucha gente?
– Claro. A todo el que me quiere oír.
– Pues me parece que va a tener problemas.
– Ya los tengo, como usted sabe mejor que nadie. Pero no lo lamento. Aún no he cumplido veintisiete años, y supongo que podría empezar en cualquier oficio, en otra parte. Pero voy a quedarme, y a pelear allí donde me manden… -le dirigió a Quart una mueca larga y desagradable, muy insolente- ¿Y sabe una cosa?… He descubierto mi vocación de cura incómodo.
Con la cabeza hundida en el respaldo de cuero negro del sillón, Pencho Gavira contemplaba la pantalla de su ordenador. El mensaje estaba allí, infiltrado en el archivo del correo interno:
Lo despojaron de sus vestiduras y sobre su túnica echaron suertes, mas no pudieron destruir el templo de Dios. Porque la piedra que desecharon los arquitectos es la piedra angular. Ella guarda memoria de quienes fueron arrancados de nuestra mano.
De paso, para divertirse un rato, el intruso había añadido un virus inofensivo, una molesta bolita de ping-pong que rebotaba en los cuatro lados de la pantalla, multiplicándose por dos cada vez hasta que, al encontrarse una y otra, estallaban con un efecto de hongo nuclear y volvía a empezar toda la secuencia de nuevo. A Gavira no le preocupaba mucho, pues podía ser limpiado con facilidad; el departamento de informática del banco trabajaba en ello, revisando de paso la eventual existencia de otros virus ocultos de efectos mucho más destructores. Lo inquietante era la facilidad con que el agresor -un empleado del banco o un hacker bromista- había inoculado su bolita saltarina, y la extraña referencia evangélica que, sin duda, tenía que ver con la operación de Nuestra Señora de las Lágrimas.
En busca de consuelo, el vicepresidente del Cartujano apartó la vista del ordenador para mirar el cuadro colgado en la pared principal del despacho. Era un valiosísimo Klaus Paten, adquirido hacía poco más de un mes con el conjunto de valores e inmuebles del Banco de Poniente. El viejo Machuca era poco amigo del arte moderno -lo suyo eran Muñoz Degrain, Fortuny y cosas así-, de modo que Gavira se lo había autoadjudicado como botín de guerra. En otros tiempos los generales se adornaban con banderas capturadas al enemigo, y el Klaus Paten era más o menos eso: el estandarte del ejército vencido, una superficie azul cobalto de 2,20 x 1,80 con un trazo rojo y otro amarillo cruzándola en diagonal, titulada Obsesión n.° 5, bajo el que se reunió durante los últimos treinta años el consejo de administración del banco recién absorbido por el Cartujano. El citado consejo se hallaba a aquellas alturas disperso, cautivo y desarmado; y el Poniente, la única entidad financiera que había hecho sombra al Cartujano en Andalucía, borrado del mapa para siempre jamás, tras una quiebra técnica de la que Gavira era despiadado artífice. El Poniente, una institución de tipo familiar con clientela de pequeños cuentacorrentistas rurales, carecía del toque imprescindible para diferenciar entre lo que permite ganar dinero y evitar perderlo; algo necesario en los tiempos que corrían. Así que mediante una serie de golpes de mano e infiltraciones en la polaca de su competidor Gavira lo había empujado hasta un campo minado. El intento de lanzar una supercuenta única insoportable para su estructura financiera, con el resultado de la contaminación del pasivo y la fuga de su clientela tradicional. Después de aquello el Poniente cayó en picado, y allí estaba Gavira con su mas ancha sonrisa y los brazos abiertos, dispuesto a echar una mano al colega en apuros. La mano había ido directamente a la yugular, con una campaña de acoso y derribo camuflada tras avales, préstamos y buenas intenciones que habían degenerado en una salvaje limpieza étnica de carácter casi balcánico. A su término, el Banco de Poniente no era más que un nombre y algunos inmuebles donde estaban endeudados hasta los ceniceros de los pasillos; la absorción fue inevitable, y el presidente de la institución familiar tuvo que elegir entre pegarse un tiro o aceptar un pequeño puesto honorífico en el consejo de administradón del Cartujano. Había optado por lo segundo, y todo eso confería el carácter de símbolo incontestable a la presencia del Klaus Paten frente a la mesa de Pencho Gavira, en la planta noble del edificio del Arenal. Aquello era un despojo glorioso. Un trofeo para el vencedor.
Vencedor. Gavira moduló la palabra casi en voz alta. pero una arruga de preocupación le partía el ceño cuando volvió a mirar la pantalla de ordenador, llena de bolitas que rebotaban en todas direcciones, justo en el momento en que dos de ellas tropezaban desencadenando la deflagración nuclear. Bum. De nuevo otra bolita solitaria inició el ciclo. Exasperado, Gavira giró ciento ochenta grados el sillón para volverse hacia el enorme ventanal que se abría sobre la ribera del Guadalquivir. En su mundo, en el campo de batalla de mueres o matas por el que caminaba en busca de fortuna, era necesario el mismo movimiento continuo de esa bolita puñetera. Detenerse equivalía a sucumbir, como el tiburón herido que se torna vulnerable al ataque de otros escualos. El viejo Machuca, con su calma habitual y aquella oscura retranca tras los párpados entornados desde los que acechaba a la vida, se lo había dicho una vez: «Lo tuyo es igual que ir en una bicicleta; si dejas de pedalear, te caes». Pencho Gavira, por su propia naturaleza, estaba destinado a pedalear sin descanso, imaginando nuevos senderos, atacando sin tregua a enemigos reales o molinos de viento fabricados ex profeso. Cada revés lo salvaba con una fuga hacia adelante; cada victoria incluía en sí misma un nuevo combate. Y de ese modo, el vicepresidente y director general del Banco Cartujano iba construyendo la complicada tela de araña de su ambición. Algo cuyo objetivo último conocería cuando llegase a él, si es que alguna vez llegaba.
Tecleó en el ordenador para salir del correo interno, y tras marcar su clave secreta penetró en el archivo privado al que sólo él tenía acceso. Allí, a salvo de intrusos, estaba un informe confidencial que sí podía ponerlo en apuros: el trabajo de una agencia privada de información económica, realizado por cuenta de un grupo de consejeros opuestos a que Gavira sucediese a Octavio Machuca en la presidencia del Cartujano. Aquel informe era un arma letal, y los conspiradores se proponían sacarlo de la chistera en la reunión prevista para la semana próxima; pero ignoraban que Gavira, mediante el pago de una suma considerable, había logrado hacerse con una copia:
S amp;B Confidencial.
Resumen investigación interna B.C. asunto P.T. y otros.
A mediados del pasado año se observó un incremento anormal de los activos del Banco, y consiguientemente de las deudas interbancarias apreciadas en los meses anteriores. La vicepresidencia (Fulgencio Gavira está, además, investido de todas las facultades salvo las indelegables) sostuvo que dichos incrementos se producen principalmente por financiaciones a Puerto Torga y sus accionistas, pero que se trataba de operaciones puntuales y transitorias a punto de regularizarse con la venta inminente de la sociedad Puerto Targa a un grupo extranjero (San Qafer Alley, de capital saudí), lo que produciría importante plusvalía para los accionistas y alta comisión para el Cartujano. La venta ha conseguido la oportuna autorización de la Junta de Andalucía y del Consejo de Ministros.
Puerto Targa es una sociedad con un capital social original de 5.000.000 de pesetas, cuyo objeto es la creación, en una zona protegida próxima a la reserva ecológica del Parque Doñana, de un campo de golf y una urbanización de chalets de lujo con puerto deportivo. Las dificultades administrativas para la construcción en zona protegida fueron reciente e inesperadamente levantadas por la Junta de Andalucía, que hasta hace poco venía oponiéndose frontalmente al proyecto. El 78% de las acciones de la sociedad fue comprado por el Banco a instancias de la vicepresidencia (Gavira), tras una ampliación que elevó su capital hasta 9.000 millones de pesetas. El 22% restante quedó en manos de particulares, y existen fundadas sospechas de que la sociedad H.P. Sunrise, radicada en San Bartolomé (Antillas francesas), que se quedó con un importante paquete, podría estar relacionada con el propio Fulgencio Gavira.
El tiempo ha transcurrido sin que la venta de Puerto Targa se haya formalizado todavía. Pero mientras tanto se han seguido incrementando los riesgos. Por suporte, la vicepresidencia ha seguido afirmando que este incremento observado viene motivado en parte por liquidaciones de intereses, descuento de papel y financiación pura, pero que la venta de acciones se realizará de forma inminente, y ésta operaría la importante rebaja de riesgos esperada. La investigación, sin embargo, demostró que el incremento de los riesgos observado se debía a partidas deliberadamente ocultas en su día, que afloraban a requerimiento de la investigación hasta totalizar la cantidad de 20.028 millones de pesetas, de los que sólo 7.020 correspondían a la operación Puerto Targa. Aun así, la vicepresidencia sigue afirmando que la materialización de la compra por Sun Qafer Alley de las acciones de Puerto Targa normalizará la situación.
Tras llevar a cabo la pertinente investigación, se ha podido deducir que Puerto Targa es una sociedad que, tras una compleja operación de ingeniería financiera a base de sociedades radicadas en Gibraltar, se encuentra, desde su nacimiento y en la actualidad, financiada casi en su totalidad por el Banco Cartujano, extremo éste que ha permanecido oculto a la mayor parte de los miembros del Consejo de Administración. Podría decirse que fue creada prácticamente para, en primer lugar, registrar un beneficio ficticio en el anterior balance del Banco Cartujano al hacer figurar como ingresos los 7.020 millones de la compra de la sociedad, que en realidad el Banco se pagó a sí mismo al autovenderse Puerto Targa a través de las empresas pantalla gibraltareñas. Y el segundo objetivo era, con las plusvalías producidas cuando se realizara su venta posterior a Sun Qafer Alley, sanear el balance del Banco. Es decir: tapar el «agujero» de más de 10.000 millones producido en el Banco Cartujano por la gestión de la actual vicepresidencia y lastre derivado de anteriores gestiones.
La venta, que según la actual vicepresidencia triplicaría el valor actual de la sociedad, no se ha realizado todavía, y se ha dado como nueva fecha para ésta mediados o finales del presente mes de mayo. Es posible que, como afirma la vicepresidencia, la operación Puerto Targa normalice la situación interna. Pero, de momento, lo que sí puede establecerse es que la ocultación sistemática de la verdadera situación prueba hasta ahora un claro «maquillaje» en las cuentas de resultados del Banco Cartujano. Eso significa que durante el último año se ha ido ocultando al Consejo de Administración la situación de riesgos y la carencia de resultados positivos así como numerosos errores de gestión e irregularidades aunque en justicia no todo sea imputable a la gestión de la actual vicepresidencia.
Como argucias de esa ocultación pueden señalarse: frenética búsqueda de nuevos y costosos recursos, contabilidad falsa con transgresión de las normas bancarias, y un riesgo calificable de temerario que, sin la materialización de la esperada venta de Puerto Targa a Sun Qafer Alley (anunciada en unos 180 millones de dolares), puede producir un descalabro de gravísimas consecuencias para el Banco Cartujano, así como un escándalo público que merme considerablemente su prestigio social entre un accionariado hecho de pequeños accionistas de carácter conservador.
En cuanto a las irregularidades directamente achacables a la actual vicepresidencia, la investigación ha detectado una carencia general del sentido de la austeridad, con importantes sumas prestadas a profesionales y particulares sin la debida justificación documental (incluyendo a personas e instituciones públicas, con casos que pueden definirse directamente como sobornos), así como la intervención de la actual vicepresidencia en negocios con clientes y la posible, aunque no probada, percepción de determinados beneficios y comisiones.
Por todo lo expuesto, y aparte las irregularidades de gestión detectadas, resulta evidente que el fracaso de la operación Puerto Torga pondría al Banco Cartujano en graves dificultades. Resulta asimismo preocupante el posible efecto negativo que el conocimiento de las operaciones realizadas por esa vicepresidencia en torno a la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas y el conjunto de la operación Puerto Torga podría tener en la opinión pública y en la clientela tradicional del banco, clase media de carácter conservador y a menudo católica.
En líneas generales, todo era cierto. En los dos últimos ejercicios, Gavira había tenido que hacer auténticos juegos malabares para presentar como aceptable su gestión al frente de un banco que había caído en sus manos viciado por una política de dinero conservadora y mediocre. Puerto Targa y otras operaciones similares eran recursos para ganar tiempo mientras consolidaba su situación al frente del Cartujano. Aquello se parecía mucho a subir por una escalera utilizando los peldaños que uno dejaba atrás para ponerlos delante; pero hasta el golpe definitivo era la única táctica posible. Necesitaba respiro y crédito, y la operación de Nuestra Señora de las Lágrimas, cebo para los saudíes que iban a comprar Puerto Targa, resultaba imprescindible: aquello iba a convertir la zona norte de Santa Cruz en una joya para el turismo de élite. La documentación del proyecto -un pequeño y ultraselecto hotel de lujo con todos los servicios adecuados y a quinientos metros de la antigua mezquita de Sevilla, capricho personal de Kemal Ibn Saud, hermano del rey de Arabia Saudí y principal accionista de Sun Qafer Alley- estaba protegida con clave en el disco duro de su ordenador, junto al informe sobre su gestión y algunos secretos más de Gavira, con copias en disquetes y CD en la caja fuerte situada justo debajo del Klaus Paten. Era mucho lo que había en juego para que las maniobras de cuatro consejeros lo tirasen todo por la borda.
Echó otro vistazo a la pantalla, arrugando el ceño. Le preocupaba la presencia del intruso informático y su bolita saltarina. Si era un hacker, resultaba poco probable que hubiese descifrado la clave de seguridad accediendo al archivo confidencial; aunque entraba en lo posible. Pero esa gente solía dejar huellas de su paso, así que la bolita la habría puesto dentro, y no fuera. El pensamiento le dio un calor espantoso; no era agradable que un intruso estuviera paseándose en las inmediaciones de esa clase de información. Como solía afirmar el viejo Machuca, mejor un por si acaso que un quién lo iba a decir; así que tecleó para borrar el archivo.
Después estuvo mirando la corriente verdegris del Guadalquivir y la calle Betis elevada sobre la otra orilla. El sol hacía reverberar el río, y su resplandor enmarcaba la silueta compacta de la Torre del Oro. En el mundo de Pencho Gavira era legítimo aspirar a que todo aquello terminara siendo suyo; a que el reflejo de metal bruñido se deslizase cada mañana exclusivamente para él, hacia su rostro y la pared donde colgaba el Klaus Paten, iluminando su triunfo y su gloria. Encendió un cigarrillo y dejó irse el humo por el ancho trazo de luz dorada que incidía desde abajo, a través de la ventana, como un foco sobre la parte principal del escenario. Después abrió el cajón de la mesa y sacó, por enésima vez, la revista donde su mujer salía del Alfonso XIII con el torero. Con una mano sobre las imágenes sintió de nuevo un afán morboso y oscuro; aquel malestar fascinante, perverso, que experimentaba al pasar las páginas para reconocer fotos de sobra conocidas. Sus ojos fueron de la portada al retrato de Macarena que tenía sobre la mesa, en un marco de plata: ella en primer plano, con una blusa blanca que le dejaba un hombro desnudo. Era una fotografía hecha por él mismo cuando creía poseerla siempre y no sólo cuando hacían el amor. Antes de que llegara la crisis, con la iglesia de por medio y el hijo que Macarena había querido tener a destiempo. Antes de que ella empezara a acariciarle el sexo con el desinterés de quien lee un aburrido texto en braille.
Se removió, inquieto, en el sillón de cuero. Seis meses. Recordó a su mujer desnuda bajo la luz de neón, sentada en el borde de la bañera mientras él se duchaba ignorante de que habían hecho el amor por última vez. Mirándolo como no lo hizo jamás, igual que si estuviera ante un perfecto desconocido. Se había levantado de pronto, y cuando Gavira salió al dormitorio chorreando agua bajo el albornoz, ella estaba vestida y haciendo la maleta. No pronunció una palabra, ni un reproche. Sólo tuvo para él una mirada silenciosa, oscura, antes de caminar hacia la puerta sin darle tiempo a oponer un argumento o un gesto. Seis meses hasta el día de hoy. Y no había consentido volver a verlo. Nunca.
Devolvió la revista arrugada al cajón mientras apagaba, sañudo, el cigarrillo en el cenicero hasta que vio extinguirse la última brasa; como si encontrase alivio en aquel gesto de violencia a pequeña escala. Ojalá pudiera, se dijo, hacer lo mismo con el párroco, y con la monja con pinta de lesbiana, y con todos esos curas salidos de los confesionarios, y de las catacumbas, y del pasado más obsoleto y más negro, para venir a amargarle la vida. Y también con aquella Sevilla orgullosa, apolillada, miserable, dispuesta a recordarle su condición de advenedizo apenas la hija de la duquesa del Nuevo Extremo volvió la espalda. Un ramalazo de cólera vino a estremecerle las mandíbulas, y con un revés de la mano puso boca abajo el retrato de la mujer. Por Dios, por el Diablo o por quien fuera responsable de aquello, que todos iban a pagar muy caras la vergüenza y la incertidumbre que le estaban haciendo pasar. Primero le habían robado a su mujer, y ahora pretendían robarle la iglesia, y el futuro.
– Os voy a barrer -casi escupió en voz alta-. A todos.
Pronunció aquellas palabras en el acto de apagar el ordenador, mientras el rectángulo luminoso de la pantalla se empequeñecía hasta desaparecer por completo. Estaba dispuesto a que se cumpliera el aspecto formal de la sentencia. Algunos curas fuera de circulación -un escarmiento, una cadera rota- era algo que a Pencho Gavira no iba a causarle remordimientos dignos de consideración. Y si lo apuraban mucho, ni siquiera remordimientos a secas. Así que, cuando alargó el brazo para descolgar el teléfono interior, estaba convencido de que algo debía hacerse al respecto.
– Peregil -le dijo al auricular-. ¿Tu gente es segura?
Como el bronce, fue la respuesta del esbirro. Entonces Gavira miró el marco vuelto hacia abajo sobre la mesa y esbozó aquella mueca carnicera que en el mundo bancario andaluz le había valido el sobrenombre de El Marrajo del Arenal. Era el momento de pasar a la acción, se dijo. Y de algo estaba seguro: a aquellos aguafiestas con sotana iba a partirles el espinazo.
– Pues dales caña -ordenó-. Pégale fuego a la iglesia, o lo que te parezca. Quiero leña al mono, hasta que hable inglés.