XIV La misa de ocho

Hay personas -entre las que me cuento- que detestan los finales felices.

(Vladimir Nabokov. Pnin)

Detrás de su mampara de vidrio blindado, el policía de guardia miraba con curiosidad el traje negro y el alzacuello de Lorenzo Quart. Al cabo de un rato dejó su puesto ante los cuatro monitores del circuito cerrado que vigilaba el exterior de la Jefatura de Policía y le trajo una taza de café. Quart dio las gracias, reconfortado por el líquido caliente, viendo alejarse la espalda con esposas y dos cargadores de balas junto a la culata de la pistola. Los pasos del guardia, y después la puerta de la garita al cerrarse, resonaron en el silencio del vestíbulo, que era frío, luminoso y blanco, de una limpieza obsesiva. La luz de neón daba un tono aséptico, de hospital, al mármol del suelo y a la escalera con pasamanos de acero inoxidable. En la pared, junto a una puerta cerrada, un reloj digital marcaba, rojo sobre negro, las tres y media de la madrugada.

Llevaba casi dos horas allí. Al desembarcar del Canela Fina, Pencho Gavira se había ido directamente a su casa, tras cambiar unas palabras con Macarena y extender a Quart una mano que estrechó éste en silencio. Estamos en paz, padre. Lo dijo sin sonreír, mirándolo con fijeza antes de girar sobre sus talones y alejarse, la chaqueta sobre los hombros, camino de la escalinata que conducía al Arenal. Era imposible saber si se refería al asunto del párroco, o a Macarena. De un modo u otro, aquel gesto deportivo le salía al banquero muy barato. Atenuada su responsabilidad en el secuestro gracias a la intervención de última hora, seguro de que ni Macarena ni Quart iban a plantearle problemas, inquieto sólo por la suerte de su asistente y el dinero del rescate, Gavira había tenido el detalle de no alardear de la posición en que los acontecimientos lo dejaban respecto a Nuestra Señora de las Lágrimas. Tras la confesión del padre Ferro, el vicepresidente del Banco Cartujano era sin duda gran triunfador de la noche. Difícil imaginar que alguien se interpusiera todavía en su camino.

En cuanto a Macarena, parecía moverse por el umbral de una pesadilla. En la cubierta del Canela Fina, vuelta hacia el río, Quart había visto estremecerse sus hombros mientras ella decía adiós, entre lágrimas, al sueño que se hundía en las aguas negras, a sus pies. Ya no pronunció una sola palabra. Después que condujeron al párroco a la Jefatura de Policía, Quart la acompañó en un taxi hasta su casa; y tampoco entonces Macarena dijo nada. La dejó sentada en el patio junto a la fuente de azulejos, a oscuras, y cuando murmuró una indecisa despedida antes de irse, ella miraba la torre apagada del palomar. En el rectángulo de cielo negro, la noche seguía pareciendo un telón de teatro pintado de puntitos luminosos sobre la Casa del Postigo.

Sonaron una puerta, voces y pasos al extremo del vestíbulo blanco, y Quart se mantuvo alerta, la taza de café todavía en la mano. Pero nadie apareció, y al cabo de un momento sólo quedaba otra vez el silencio bajo el neón, y la imagen estática, en blanco y negro, de la calle deformada por el objetivo gran angular en los monitores del policía. Se levantó Quart dando unos pasos sin rumbo, y cuando estuvo frente al panel de vidrio blindado el agente le sonrió con embarazosa simpatía. Compuso otra sonrisa similar y se asomó a la puerta de la calle. Había otro guardia allí, con chaleco antibalas azul oscuro y un subfusil colgado del hombro, paseando aburrido bajo las grandes palmeras de la entrada. La Jefatura estaba situada en la parte moderna de la ciudad, y en el cruce de calles, desierto a aquellas horas, los semáforos iban lentamente del rojo al verde, del verde al ámbar.

Se esforzaba en no pensar. Es decir: reflexionaba sólo sobre las circunstancias técnicas del caso. La nueva situación del padre Ferro, los aspectos judiciales, los informes que debía mandar a Roma apenas amaneciese… Y procuraba que todo lo demás -sensaciones, incertidumbres, intuiciones- no se adueñara de él, quitándole la serenidad necesaria en su trabajo. Tras el tenue límite de todo aquello, al acecho del menor resquicio para adueñarse del panorama, sus viejos fantasmas pugnaban por unirse a los nuevos; con la diferencia de que esta vez el sacerdote Lorenzo Quart sentía los redobles en su propia piel. Era fácil quedar al margen cuando algo -aunque sólo fuera una cierta idea de uno mismo- se interponía entre la acción y sus consecuencias; pero ya no lo era tanto mantener el pulso firme cuando se escuchaba la respiración de la víctima. O cuando se la reconocía como álter ego, y los conceptos del bien y el mal, lo justo y lo inconveniente, difuminaban sus contornos en aquella terrible certeza.

Se contempló un largo rato en el reflejo oscuro del cristal de la puerta. El pelo gris muy corto de quien en otro tiempo había sido buen soldado. El rostro delgado que reclamaba una cuchilla y espuma de afeitar. El alzacuello negro y blanco que ya no podía mantenerlo a salvo de nada. Era un largo camino para encontrarse de nuevo en el rompeolas batido por la lluvia, con las gotas de agua cayendo por la mano fría, tan desamparada como la del niño que se aferraba a ella. Como los brazos que descendían de la cruz a un Cristo de vidrio inexistente, reducido a un hueco silueteado de plomo en la ventana que Gris Marsala se obstinaba en recomponer.

Una puerta se abrió al otro lado del vestíbulo, y el ruido de voces llegó hasta Quart. Al volverse vio que Simeón Navajo venía hacia él; su camisa roja garibaldina era un brochazo de color en la aséptica blancura del vestíbulo. Así que le devolvió la taza vacía al guardia de la garita y fue a su encuentro. El subcomisario se secaba las manos con una toalla de papel. Acababa de salir de los lavabos, y el pelo húmedo estaba tenso hacia atrás, recién sujeto en su nuca por la coleta. Tenía cercos de fatiga en torno a los ojos, y las gafas redondas le resbalaban hacia la punta de la nariz.

– Ya está -dijo, arrojando la toalla a una papelera-. Acaba de firmar su declaración.

– ¿Sostiene que mató a Bonafé?

– Sí -Navajo encogía los hombros casi excusándose por aquello. Son cosas que pasan, decía el gesto; ni usted ni yo tenemos la culpa-. Y preguntado por las otras dos muertes, cosa que hemos hecho por puro trámite, resulta que ni las afirma ni las niega. Es un fastidio, porque eran casos cerrados, y ahora nos obliga a reabrir la investigación…

Metió las manos en los bolsillos, dio unos pasos en dirección a la puerta y se detuvo allí, mirando las luces de la calle desierta.

– La verdad -añadió- es que su colega no resulta muy comunicativo. Se ha limitado a responder sí o no casi todo el rato, o a guardar silencio como le aconsejaba el abogado.

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso. Ni siquiera cuando hemos hecho el careo con la señora, o señorita… o hermana Marsala, como se diga, lo he visto pestañear.

Quart miró hacia la puerta:

– ¿Sigue ella ahí adentro?

– Sí. Está firmando las últimas declaraciones, con ese abogado que usted trajo. Dentro de un momento podrá irse a casa.

– ¿Refrenda la confesión de don Príamo?

Navajo hizo una mueca:

– Todo lo contrario. Insiste en que no se lo cree. El párroco es incapaz de matar a nadie, asegura.

– ¿Y qué contesta él?

– Nada. La mira y no dice nada.

Volvió a abrirse la puerta al extremo del vestíbulo, y Arce, el abogado, vino hasta ellos. Era un individuo de aspecto apacible, vestido de oscuro y con la insignia colegial de oro en la solapa. Hacía años que se ocupaba de asuntos jurídicos de la Iglesia y tenía merecida fama de especialista en todo tipo de situaciones irregulares, incluida ésa. En concepto de honorarios y dietas cobraba una fortuna.

– ¿Y ella? -preguntó Navajo.

– Acaba de firmar su declaración -dijo Arce-. Y ha pedido un par de minutos con el padre Ferro, para despedirse. Sus compañeros no ven inconveniente, así que los he dejado hablando un poco. Bajo vigilancia, por supuesto.

Suspicaz, el subcomisario miró a Quart y luego al abogado.

– Pues ya pasa de dos minutos -sugirió-. Así que es mejor que se la lleven.

– ¿Van a bajar al párroco a los calabozos? -preguntó Quart.

– Esta noche dormirá en la enfermería -Arce indicaba con un gesto que la deferencia se la debían al subcomisario-. Hasta que mañana decida el juez.

Se abrió de nuevo la puerta, y Gris Marsala vino hasta ellos acompañada por un agente que traía en la mano unas hojas mecanografiadas. La monja tenía el aire abatido, muy fatigado. Seguía llevando los mismos tejanos y zapatillas deportivas que en la iglesia, y una cazadora vaquera sobre el polo azul. En la luz cruda y blanca del vestíbulo aún parecía más inerme que por la mañana.

– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Quart.

Ella tardó una eternidad en volverse hacia el sacerdote, cómo si le costara reconocerlo.

– Nada -las palabras salieron lentamente, inexpresivas. Movía la cabeza a uno y otro lado, con desesperanza-. Dice que lo mató, y luego se calla.

– ¿Y usted lo cree?

En alguna parte del edificio, apagada y lejana, resonó una puerta al cerrarse. Gris Marsala miró a Quart, sin responder. Sus ojos claros reflejaban un desprecio infinito.


Cuando el abogado Arce se fue en un taxi con la monja, Simeón Navajo pareció relajarse, aliviado. Detesto a esos fulanos, confió a Quart en voz baja. Con sus trucos, sus habeas corpus y todo lo demás. Son la peste, páter; y ese suyo tiene más conchas que las islas Galápagos. Después de aquel desahogo, el subcomisario le echó un vistazo a los folios que habría traído el otro policía, antes de pasárselos al sacerdote:

– Aquí tiene copia de la declaración. No es algo muy regular, así que hágame el favor de no airearla demasiado por ahí. Pero usted y yo… -Navajo sonreía a medias- Bueno. Me hubiera gustado ayudar más en este asunto.

Quart lo miró, agradecido:

– Lo ha hecho.

– No me refiero a eso. Quiero decir que un sacerdote detenido por asesinato… -Navajo se tocó la coleta, incómodo-. Ya me entiende. No lo hace sentirse a uno satisfecho de su trabajo.

Hojeaba Quart los folios fotocopiados, escritos en lenguaje oficial. En Sevilla, a tantos de tantos, comparece don Príamo Ferro Ordás, natural de Tormos, provincia de Huesca. Al pie del último estaba la firma del párroco: un trazo torpe, casi un garabato.

– Cuénteme cómo lo hizo.

Navajo señaló las diligencias.

– Ahí lo tiene todo. El resto podemos deducirlo de sus respuestas afirmativas a nuestras preguntas, o de lo que se ha negado a contestar. Según parece, Honorato Bonafé estaba en la iglesia sobre las ocho u ocho y media. Probablemente había entrado por la puerta de la sacristía. El padre Ferro fue a la iglesia para hacer su ronda antes de cerrar, y allí estaba el otro.

– Iba chantajeando a todo el mundo -apuntó Quart.

– Quizá fuera eso. Cita previa o casualidad, el caso es que el párroco dice que lo mató, y punto. Sin más detalles. Sólo añade que después cerró la puerta de la sacristía, dejándolo dentro.

– ¿En el confesionario?

Navajo movió la cabeza:

– No se pronuncia. Pero mi gente ha reconstruido lo que pasó. Bonafé estaría subido al andamio del altar mayor, junto a la imagen de la Virgen. Según todos los indicios, el párroco subió también -acompañaba el relato con sus habituales gestos de las manos, dos dedos caminando hacia arriba como si treparan por el andamio, y luego otros dos dedos acercándose-. Discutieron, forcejearon o lo que fuera. El caso es que Bonafé cayó, o fue empujado, desde cinco metros de altura -Navajo enlazó los dos pares de dedos un instante y luego imitó la caída de uno de los contendientes-. Aquella herida de la mano se la hizo al intentar agarrarse a un tornillo del andamio. En el suelo, reventado aunque todavía vivo, se arrastró unos metros, incorporándose después -Quart seguía, casi angustiado, el lento arrastrarse de los dedos del policía-, Pero no podía andar, y lo más cercano que pudo hallar fue el confesionario. Así que se derrumbó en él y allí murió.

Los dedos que representaban a Bonafé yacían ahora inmóviles, sobre la palma de la otra mano que oficiaba como improvisado confesionario. Gracias a la mímica de Navajo, Quart podía imaginar la escena sin esfuerzo; y a pesar de ello le seguían aturdiendo la cabeza todas y cada una de las conjunciones adversativas que había aprendido de pequeño, en la escuela. Mas. Pero. Empero. Sino. Sin embargo.

– ¿Lo confirma don Príamo?

Navajo puso cara de fastidio. Hubiera sido demasiado hermoso. Mucho pedir.

– No. Sólo se calla -se quitó las gafas para mirarlas al trasluz del neón, como si la limpieza de los lentes le infundiera sospechas profesionales-. Dice que lo hizo él, y se calla.

– Esta historia no tiene pies ni cabeza.

El subcomisario sostuvo la mirada escéptica de Quart sin pestañear, en un silencio que sólo era cortés.

– No estoy de acuerdo -dijo por fin-. Como clérigo es posible que usted prefiera otros indicios, o circunstancias. Imagino que es el lado moral del hecho lo que le repugna, y lo comprendo. Pero póngase en mi lugar -se caló las gafas-. Soy policía y mis dudas son mínimas: tengo un informe forense y un hombre, sacerdote o no, en correcto uso de sus facultades mentales, que confiesa haber matado. Como decimos aquí: líquido blanco y embotellado, con una vaca en la etiqueta, no puede ser más que leche. Pasteurizada, desnatada o merengada, como guste; pero leche.

– Bien. Usted sabe que él lo hizo. Pero yo necesito saber cómo y por qué lo hizo.

– Bueno, páter. A fin de cuentas es asunto suyo. Aunque sobre ese particular quizá pueda aportarle algún dato más. ¿Recuerda que Bonafé estaba encima del andamio del altar mayor cuando lo sorprendió el párroco? -sacó del bolsillo de su pantalón una bolsita de plástico con una pequeña bola nacarada dentro-… Pues mire lo que hemos encontrado en el cadáver.

– Parece una perla.

– Es una perla -confirmó Navajo-. Una de las veinte que la imagen de la Virgen tiene engarzadas en la cara, el manto y la corona. Y Bonafé la llevaba en un bolsillo de su chaqueta.

Quart miraba la bolsita de plástico, desconcertado.

– ¿Y?

– Pues que es falsa. Como las otras diecinueve.


En su despacho, rodeados de mesas desiertas, el subcomisario dio a Quart el resto de los detalles mientras le servía otro café y él despachaba un botellín de cerveza. Había llevado toda la tarde y parte de la noche realizar las averiguaciones pertinentes, pero podía establecerse con seguridad que alguien sustituyó meses atrás las perlas de la imagen por otras veinte idénticas, de imitación. Navajo dejó leer al confuso Quart los informes y faxes correspondientes. Su amigo el inspector jefe Feijoo había trabajado hasta última hora en Madrid para seguir la pista a las perlas. Aún no estaba determinado con exactitud, pero los indicios apuntaban una vez más a Francisco Montegrifo, el marchante madrileño que ya fue contacto del padre Ferro en la venta irregular del retablo de Cillas, diez años antes. Y Montegrifo había puesto en circulación las perlas del capitán Xaloc. La descripción, al menos, coincidía con una partida detectada en manos de cierto perista, un joyero catalán confidente de la policía, experto en blanquear material adquirido de modo ilegal. Por supuesto, nada podía probársele a Montegrifo sobre su presunta mediación; pero los indicios eran más que razonables. En cuanto al dinero obtenido, la fecha que daba el confidente coincidía con una reanudación de las obras en la iglesia, durante la que se adquirió material de albañilería y llegó a alquilarse maquinaria. Proveedores contactados por los hombres del subcomisario Navajo afirmaban que el coste de las entregas excedía las posibilidades del sueldo del párroco y el cepillo para limosnas de la iglesia.

– Así que tenemos un móvil -concluyó Navajo-. Bonafé está sobre la pista, acude a la iglesia y confirma que las perlas son falsas… Intenta chantajear al párroco, o igual éste ni siquiera le da tiempo -las manos del subcomisario volvieron a representar la escena, esta vez sobre el tablero de la mesa, con la bandeja de papeles haciendo las veces de andamio-. Quizá lo sorprende en plena faena y lo mata. Después cierra con llave la puerta de la sacristía, y pasa un par de horas en la torre de la Casa del Postigo, reflexionando. Luego desaparece un día entero.

Después de la última frase, el policía estuvo mirando a su interlocutor, inquisitivo, animándolo a que completara las lagunas del relato. Pareció decepcionado cuando Quart no dijo nada.

– Por cierto -prosiguió de mala gana- que el padre Ferro no ha querido contar nada de su desaparición. Extraño, ¿verdad?… -ahora deslizaba una mirada dolida por encima de las gafas-. Tampoco en este punto, páter, si permite que se lo diga, me ha ayudado usted mucho.

Como buscando consuelo, se acercó en la silla hasta el pequeño frigorífico que tenía detrás, sacó otro botellín de cerveza y un bocadillo de jamón envuelto en papel de aluminio, le preguntó a Quart si gustaba, y se puso a devorarlo con ferocidad mientras el sacerdote se preguntaba dónde metía el menudo subcomisario toda aquella comida, y toda aquella cerveza.

– Prefiero callar a mentirle -dijo Quart mientras el otro masticaba-. Comprometería a personas que nada tienen que ver. Quizá más tarde, cuando todo haya terminado… Pero cuente con mi palabra de sacerdote: nada de eso afecta directamente al caso.

Navajo le dio un mordisco al bocadillo, se acompañó con un trago del botellín y observó a Quart, pensativo:

– ¿Secreto de confesión, verdad?

– Podríamos considerarlo así.

– Bueno -otro mordisco-. No tengo más remedio que creerlo, páter. Además, he recibido instrucciones de mis jefes en el sentido, y cito literal, de ser exquisitamente discreto en este asunto… -sonrió a medias, la boca llena, envidiando las influencias profesionales de Quart-. Aunque debo decirle que, en cuanto resuelva lo inmediato, tengo intención de ocuparme de los lados oscuros del caso, aunque sea a título personal… Soy un policía endiabladamente curioso, si me permite la expresión -por un momento la mirada del subcomisario se volvió seria tras los cristales de las gafas- Y no me gusta que me tomen el pelo.

Movió la coleta para demostrar que todo el pelo estaba allí. Después hizo una bola con el envoltorio del bocadillo y la arrojó a la papelera.

– De todas formas, no olvido que sigo en deuda con usted -alzó un dedo de pronto. Acababa de acordarse de algo-. Por cierto. En el hospital Reina Sofía acaba de ingresar un hombre en un estado lamentable. Lo encontraron bajo el puente de Triana, hace un rato -ahora Navajo escrutaba a Quart con mucha atención- Es un detective privado de baja estofa, que según cuentan hace de escolta para Pencho Gavira, el marido, o lo que sea, de la señora Bruner hija. Vaya noche de coincidencias, ¿verdad?… Imagino que tampoco sabrá nada de eso.

Quart sostenía la mirada del policía, impasible:

– Tampoco.

Navajo se hurgaba los dientes con una uña.

– Lo suponía -dijo-. Y no sabe cuánto me alegro, porque ese individuo está hecho un Ecce Homo: dos brazos partidos y la mandíbula rota. Costó media hora conseguir que articulase dos palabras, imagínese. Y cuando lo hizo, fue para decir que se había caído por la escalera.


No había mucho más que decir. Como Quart era el único representante eclesiástico que tenía a mano, Navajo le entregó algunos documentos oficiales con el juego de llaves de la iglesia y de la casa parroquial. También le hizo firmar una breve declaración sobre el carácter voluntario de la entrega del padre Ferro.

– Ningún otro clérigo, aparte de usted, ha hecho acto de presencia por aquí. Esta tarde nos telefoneó el arzobispo, pero fue para lavarse las manos con mucho arte -el policía hizo una mueca-. Ah. También para rogar que mantengamos a los periodistas lejos del asunto.

Después tiró el botellín vacío a la papelera, inició un descomunal bostezo, y tras mirar el reloj, insinuó sus deseos de irse a dormir. Pidió Quart ver por última vez al párroco, y Navajo, tras considerarlo un momento, declaró que no había inconveniente si el interesado lo autorizaba. Se fue a hacer la gestión, y al hacerlo dejó la perla falsa dentro de su bolsita de plástico sobre la mesa.

Quart la estuvo observando sin tocarla, mientras pensaba en Honorato Bonafé con aquello en un bolsillo. Era gruesa, descascarillada su capa brillante en la parte donde estuvo pegada en el alvéolo de la imagen. Para el asesino, fuera quien fuese -el padre Ferro, la misma iglesia, cualquiera de los personajes que se movían en torno a ella-, la perla cobraba, una vez fuera del lugar donde había estado engarzada, el carácter de objeto mortal. Bonafé había ido a pasear sin saberlo por el filo mismo del misterio: algo que trascendía los límites policíacos del asunto. No profanaréis la casa de mi Padre. No amenacéis el refugio de los que buscan consuelo. A partir de ahí, la moral convencional era inadecuada para considerar los hechos. Había que ir más allá, a las tinieblas exteriores, a los inhóspitos caminos por donde el pequeño y duro párroco transitaba desde hacía años, sosteniendo sobre sus hombros cansados el peso desolador, excesivo, de un cielo desprovisto de sentimientos. Dispuesto a dar paz, cobijo, misericordia. Dispuesto a perdonar los pecados, e incluso, como aquella noche, a cargar con ellos.

No era tanto el misterio, al fin y al cabo. Y Quart esbozó una sonrisa lentísima y triste, con los ojos fijos en la perla falsa de Nuestra Señora de las Lágrimas, mientras su entorno se ponía a girar despacio, como en la bóveda negra que cada noche escrutaba el padre Ferro en pos de la más estremecedora de las certezas. Y a Quart todo se le reveló increíblemente sencillo mientras lo veía encajar de manera perfecta: la perla, la iglesia, aquella ciudad, el punto del espacio y del tiempo en que todo se situaba. Personajes reflejados en el río ancho, viejo y sabio, camino de un mar inmenso, inmutable; un mar que seguiría batiendo playas desiertas, ruinas, puertos abandonados, barcos oxidados con inmóviles amarras, cuando mucho tiempo después todos ellos se hubieran ido.

Era tan breve el espacio, tan precario el refugio, tan frágil el consuelo, que no resultaba difícil comprender a quien desenvainaba la espada de Josué para librar la batalla que a todo daba sentido, o a quien cargaba la cruz con los pecados de otros. Eran dos caras de la misma moneda: el único heroísmo posible, el valor lúcido desprovisto de banderas y de victoria. Peones solitarios al extremo del tablero, esforzándose por terminar su juego con dignidad incluso desbordados por la derrota, como cuadros de infantería cuyo fuego se extinguiera poco a poco en un valle inundado de enemigos y de sombras. Ésta es mi casilla, aquí estoy, aquí muero. Y en el centro de cada casilla, un cansado redoble de tambor.

– Cuando quiera, páter -anunció Navajo, asomándose a la puerta.

Era eso. Era exactamente eso, y daba igual quién había empujado a Honorato Bonafé desde lo alto del andamio. Alargó Quart una mano hasta rozar con los dedos el envoltorio de la perla. Y de ese modo, mirando la lágrima falsa de Nuestra Señora, el soldado perdido en la ladera de la colina de Hattin reconoció, a lo lejos, la voz ronca y el rumor del hierro de otro hermano que libraba su combate en aquella esquina del tablero. Ya no había manos amigas que enterraran después en criptas heroicas, iluminadas por luz dorada de saeteras, entre estatuas yacentes de caballeros, los guanteletes puestos y el león a los pies. Ahora el sol estaba en el cénit y las osamentas de hombres y corceles se extendían bajo la colina, pasto de chacales y de buitres. Así que, arrastrando la espada, sudoroso bajo la cota de malla, el guerrero cansado se puso en pie y siguió a Simeón Navajo por el pasillo largo y blanco. Y allí, al extremo, en una pequeña habitación con un guardia en la puerta, el padre Ferro estaba sentado en una silla, sin sotana, con un pantalón gris bajo el que asomaban sus viejos zapatos sin lustrar, y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Habían tenido la consideración de no esposarlo; pero incluso así parecía muy pequeño y desamparado, el hirsuto pelo blanco a trasquilones, la barba de casi dos días entre marcas, arrugas y cicatrices. Sus ojos oscuros, enrojecidos en los lagrimales, observaron al recién llegado, impasibles. Entonces Quart fue hasta él y, mientras el subcomisario y el guardia lo miraban atónitos desde la puerta, se arrodilló ante el viejo sacerdote.

– Padre. Absuélvame, porque he pecado.

Eran sus excusas, su respeto, su contrición; y necesitaba dar testimonio público de ello. Por un instante el asombro conmovió la mirada del párroco. Estuvo así, quieto, sin apartar los ojos del hombre que esperaba arrodillado e inmóvil ante él. Por fin alzó lentamente una mano e hizo la señal de la cruz sobre la cabeza de Lorenzo Quart. En los ojos del anciano había un brillo húmedo de reconocimiento; temblaban su barbilla y sus labios mientras pronunciaba en silencio, sin palabras, la antigua fórmula del consuelo y de la esperanza. Y con ella sonrieron por fin, aliviados, todos los fantasmas y todos los amigos muertos del templario.


Dejó atrás las tres palmeras y cruzó la plaza desierta, entre los semáforos que pasaban del verde al rojo y del rojo al ámbar. Después anduvo en línea recta por la avenida en dirección al puente de San Telmo, en la soledad y el silencio perfectos de la madrugada. Vio la luz de un taxi libre en su parada, pero siguió adelante; necesitaba caminar. Así lo hizo mientras los faroles alargaban y encogían su sombra en las aceras. A medida que se iba acercando al Guadalquivir la humedad era más intensa, y por primera vez desde que estaba en Sevilla tuvo frío. Se subió el cuello de la chaqueta. Junto al puente, sin luces ni turistas que la admirasen a aquellas horas, la torre almohade se fundía con la oscuridad, ensimismada en su tiempo perdido.

Cruzó el puente. Los surtidores de la fuente de la Puerta de Jerez estaban secos cuando pasó junto a la fachada de ladrillo y azulejos del hotel Alfonso XIII. Siguió el pie de la muralla de los Reales Alcázares, y en el patio de banderas dos barrenderos municipales apartaron a su paso el chorro de agua de una brillante embocadura de cobre. Aspiró el aire aromatizado de naranjos y tierra húmeda camino del arco de la Judería, y luego por las calles estrechas de Santa Cruz, precedido por el eco de sus pasos bajo los faroles de luz indecisa. Ignoraba cuánto había andado, pero lo cierto es que la caminata lo llevó muy lejos, fuera del tiempo; a un lugar impreciso donde, en mitad de un sueño, fue a encontrarse de pronto en una placita pequeña, entre casas pintadas de almagre y cal blanca que iluminaba la oscuridad igual que si fuese de día. Una plaza con rejas, y macetas con geranios, y bancos de azulejos con escenas del Quijote. Y al fondo, entre andamios que apuntalaban su decrépita espadaña, custodiada por una Virgen sin cabeza que la oscuridad mantenía semioculta en su hornacina, se alzaba, vieja de tres siglos y de la memoria larga de los hombres que bajo su techo se cobijaron, la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas.

Fue a sentarse en uno de los bancos y la estuvo mirando desde allí, inmóvil, durante mucho rato. Las campanadas iban sucediéndose en el reloj de la torre cercana; y cada vez los vencejos y las palomas revoloteaban inquietos, arrancados al sueño, para volverse a posar de nuevo en el resguardo de los aleros. Ya no había luna en el cielo. Las estrellas seguían arriba, parpadeando heladas, y hacia el alba el frío se hizo más intenso, atenazando los muslos y la espalda del sacerdote. Todo se tornaba más definido en su espíritu lleno de paz, y de ese modo vio cómo la claridad que empezaba a insinuarse hacia el este crecía despacio perfilando cada vez más la silueta de la espadaña que parecía ensombrecerse por contraste con la negrura menguante tras ella. Y sonaron más campanadas en el reloj, y otra vez palomas y vencejos serenaron su revuelo. Y era el día lo que se anunciaba ya con decisión, en la claridad rojiza que empujaba a la noche hacia el otro lado de la ciudad, en el perfil nítido de la espadaña, el tejado, los aleros de la plaza y los colores que afianzaban su matiz oscuro de oro y tierra sobre la cal blanca de los muros. Y cantaron los gallos, porque Sevilla era una de esas ciudades donde quedaban gallos para cantarle al alba. Entonces Lorenzo Quart se puso en pie igual que si retornara de un largo sueño. O tal vez seguía envuelto en él, como habría dicho cualquiera que observara su forma de caminar hacia la iglesia.

Bajo el arco de la entrada sacó del bolsillo la llave y la hizo girar en la puerta, que se abrió con un chirrido. Ya entraba luz suficiente por las vidrieras para permitirle avanzar con seguridad entre los bancos amontonados al fondo de la nave y los dispuestos a ambos lados del pasillo central, ante el altar y el retablo, todavía oscuro de sombras, junto al que brillaba la pequeña lamparilla del Santísimo. Escuchando sus pasos anduvo hasta el centro de la iglesia, y allí miró el confesionario con la puerta abierta, los andamios en las paredes, las gastadas losas del suelo y la negra boca de la cripta donde reposaban los restos de Carlota Bruner.


Después se arrodilló en uno de los bancos y aguardó inmóvil hasta que terminó de amanecer. No oraba, pues no sabía ante quién hacerlo, y tampoco la antigua disciplina de los ritos profesionales se le antojaba apropiada a las circunstancias. Por eso se limitó a esperar con la mente vacía, dejándose mecer en el consuelo silencioso de las viejas paredes, bajo el techo ennegrecido por humo de velas, incendios y manchas de humedad que se extendía sobre su cabeza, allí donde la claridad creciente apuntaba el rostro barbudo de un profeta, las alas de un ángel, una nube vacía o una silueta irreconocible como un fantasma desvaneciéndose en la quietud del tiempo. Al fin llegó la luz del sol, penetrando justo a través de la silueta emplomada del Cristo desaparecido en la ventana; y el retablo se volvió barroco arabesco de pan de oro, columnas rubias que mostraban la gloria de Dios. El pie de la Madre aplastaba la cabeza de la serpiente, y eso, supuso Quart, era lo único que de veras importaba. Entonces subió al coro e hizo sonar la campana. Aguardó un cuarto de hora sentado en el suelo, bajo el cabo de cuerda rematada en gruesos nudos, y después, incorporándose, la hizo sonar de nuevo con dos últimos toques espaciados al terminar. Faltaban quince minutos para la misa de ocho.


Encendió la luz del retablo y los seis cirios, tres a cada lado del altar. Después, tras disponer los libros y las vinajeras, fue a la sacristía y se lavó las manos y la cara, frotándose con una toalla el pelo húmedo. Abrió el armario y los cajones de la cómoda, dispuso los objetos litúrgicos y eligió las vestiduras adecuadas al día del año. Cuando todo estuvo listo procedió a vestirse lentamente, con el orden y la manera que había aprendido en el seminario, y que ningún clérigo olvida jamás. Empezó por el amito, el cuadrado de tela de lino blanco ya en desuso, que sólo los sacerdotes integristas o los muy ancianos como el padre Ferro utilizaban todavía. Siguiendo los movimientos rituales, besó la cruz del centro antes de extendérselo por encima de los hombros y anudar sus cintas cruzadas a la espalda. En el armario había tres albas -el vestido blanco que cubría al oficiante de los hombros a los pies-, y dos eran demasiado cortas para su estatura; pero la tercera, sin duda utilizada por el padre Lobato, tenía una longitud razonable. La vistió, cerrándose el lazo del cuello, y la ajustó en la cintura con el cíngulo. Cogió después la cinta ancha de seda blanca llamada estola, y tras besar la cruz de su centro la pasó por encima del amito. A continuación, cruzándosela sobre el pecho, introdujo cada extremo a un costado y los sujetó bajo el cíngulo. Tomó por fin la vieja casulla de seda blanca, con deslucido hilo de oro bordando el anagrama de Cristo en su parte delantera, e introdujo la cabeza por la abertura, dejándosela caer a lo largo del cuerpo. Una vez vestido permaneció inmóvil, las dos manos apoyadas en la cómoda, mirando el abollado crucifijo entre los pesados candelabros de plata que tenía delante. Aunque no había dormido, sentía la misma lucidez y la misma paz experimentadas cuando aguardaba sentado en el banco de la plaza. Su reencuentro con los antiguos gestos familiares, el inicio del ritual, afianzaban esa sensación. Era como si la soledad hubiese dejado de importar, templada por la ejecución de movimientos que otros hombres, otras soledades, habían ido repitiendo del mismo modo, acabada la Cena, durante casi dos mil años. Daba igual que el templo estuviese agrietado y maltrecho, que andamios apuntalasen la espadaña, que en la bóveda se desvaneciesen antiguas pinturas como fantasmas. Que en el cuadro de la pared María inclinase ante un ángel su cabeza ruborosa sobre un lienzo estropeado, lleno de grietas y manchas, oscurecido por la oxidación del barniz. O que al extremo del viejo telescopio del padre Ferro, a millones de años luz, el frío parpadeo de los astros se burlase a carcajadas de todo aquello.

Tal vez aquel judío inteligente llamado Enrique Heine tenía razón, y el Universo no era sino el resultado del sueño de un Dios ebrio que se iba a dormir a una estrella. Pero el secreto, bajo la llave que daba tres vueltas a la puerta del abismo, estaba bien guardado. El padre Ferro se disponía a ir a prisión por ello, y ni Quart ni nadie tenían el derecho de revelárselo a la buena gente que ahora aguardaba afuera, en la iglesia cuyo rumor -una tos, ruido de pasos, el crujido de un banco donde alguien se arrodillaba- llegaba a través de la puerta de la sacristía, junto al confesionario donde había muerto Honorato Bonafé por tocar el velo de Tanit.

Miró el reloj, y era la hora.

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