Toda la sabiduría del mundo está en los ojos de esos muñecos de cera.
(Valéry Larbaud. Poemas)
El reloj inglés dio diez campanadas cuando terminaban los postres, así que Cruz Bruner propuso tomar café al fresco, en el patio. Lorenzo Quart ofreció su brazo a la duquesa para salir del comedor de verano, donde habían cenado entre bustos de mármol traídos cuatro siglos atrás de las ruinas de Itálica con el mosaico que adornaba el suelo del patio principal. En el corredor que lo circundaba, antepasados de expresión grave, gola blanca y oscuros ropajes, los miraron pasar desde sus lienzos bajo el artesonado mudejar. La anciana dama, que vestía de seda negra con pequeñas flores blancas en el cuello y los puños, se los iba mostrando a Quart, apoyada en su brazo: un almirante de la Mar Océana, un general, un gobernador de los Países Bajos, un virrey de las Indias Occidentales. Al pasar junto a los faroles cordobeses, la delgada sombra del sacerdote se proyectaba junto a la menuda y encorvada de la duquesa, entre los arcos de la galería. Y tras ellos, con sandalias, un vestido oscuro y ligero hasta los tobillos, un almohadón para su madre entre los brazos y una sonrisa silenciosa en los labios, caminaba Macarena Bruner.
Tomaron asiento en las sillas de hierro pintado de blanco; Quart entre las dos mujeres, junto a la fuente de azulejos dispuestos según las más rigurosas leyes de la heráldica. Las macetas cubrían el patio de flores y hojas verdes, y el aroma a jazmín se anunciaba en los brotes tiernos. Macarena despidió a la doncella cuando ésta puso en la mesita taraceada la bandeja del café, y ella misma fue sirviendo las tazas. Solo para Quart, cortado para ella. Una coca-cola no demasiado fría para su madre.
– Ya sabe que es mi droga -dijo la vieja dama, en respuesta al interés de Quart-. Los médicos me niegan el café.
Macarena dirigió un gesto desolado al sacerdote:
– Duerme muy poco, y si se acuesta pronto termina desvelándose a las tres o a las cuatro de la madrugada. Esto la ayuda a seguir despierta más tiempo. Por eso la toma así, cafeína incluida. Todos le decimos que no puede ser bueno, pero no hace caso a nadie.
– ¿Por qué había de haceros caso? -preguntó Cruz Bruner-… Esta bebida es lo único que me gusta de Norteamérica.
Macarena la miró con suave reproche:
– Gris también te gusta, mamá.
– Es verdad -concedió la anciana entre dos sorbos-. Pero ella es de California: casi española.
Macarena se volvió a Quart, que tenía plato y taza en las manos y removía el café con la cucharilla:
– La duquesa cree que en California los hacendados todavía visten traje charro y botones de plata, fray Junípero predica en las iglesias, y el Zorro cabalga por allí batiéndose a sable por los pobres.
– ¿Y no es así? -preguntó Quart, divertido.
Cruz Bruner hizo un vigoroso gesto afirmativo.
– Así debería ser -dijo, y luego miró a su hija como si el comentario del sacerdote fuera decisivo-. A fin de cuentas, tu architatarabuelo Fernando fue gobernador de California antes de que nos quitaran aquello.
Lo dijo con el aplomo de su sangre y la de los graves caballeros apostados en los lienzos del corredor; parecía que California se la hubieran arrebatado directamente a ella o a su familia. Resultaba singular la mezcla de familiaridad y tolerancia cortés, algo altiva, con que Cruz Bruner se dirigía a sus semejantes, con toda aquella larga memoria desfilando en silencio por sus ojos enrojecidos, lúcidos y tristes, en los que de pronto asomaba la sonrisa como el estallido de un cristal roto. Quart observó las manos y el rostro llenos de arrugas, moteados por manchas pardas; la piel seca y la débil línea de carmín rosa pálido que trazaba el contorno imaginario de unos labios marchitos. El cabello blanco con reflejos azulados, el collar de pequeñas perlas en torno al cuello, el abanico de Romero de Torres. Ya apenas quedaban mujeres como ésa. Conocía a algunas supervivientes -damas solitarias que paseaban su tiempo perdido y sus nostalgias en pueblecitos de la Costa Azul, matronas de la antigua nobleza negra italiana, secas reliquias centroeuropeas con sonoros apellidos austrohúngaros, piadosas señoras españolas-, y sabía que del molde original quedaban muy pocas, y Cruz Bruner era de las últimas. Los hijos e hijas eran balas perdidas, sin oficio ni beneficio, pasto de prensa amarilla, cuando no trabajaban de nueve a seis en un despacho o un banco, regentaban bodegas, tiendas o discotecas de moda, y le hacían el juego a los financieros y a los políticos de quienes dependía su sustento. Estudiaban en Norteamérica, viajaban a Nueva York antes que a París o Venecia, no sabían hablar francés, y se casaban con gente divorciada, modelos de alta costura o advenedizos cuya única memoria eran los dígitos de una cuenta corriente recién estrenada con la especulación y los golpes de fortuna. Ella misma lo había dicho durante la cena, con una sonrisa y un relámpago de humor inteligente, burlón. Como las ballenas y las focas, yo también pertenezco a una especie amenazada: la aristocracia.
– Ciertos mundos no terminan con terremotos, ni estrépitos formidables -la septuagenaria miraba a Quart con aire de duda, preguntándose si era capaz de comprender sus palabras-. Se limitan a extinguirse en silencio, con un discreto ay.
Acomodó el almohadón en su espalda antes de quedarse callada unos instantes, escuchando. Cantaban los grillos en el jardín junto a la tapia del convento vecino, y un leve resplandor en el cielo anunciaba la salida de la luna.
– En silencio -repitió.
Quart miró a Macarena. Tenía la luz de los faroles de la galería a la espalda, y la mitad del rostro en penumbra bajo el pelo que le había resbalado desde un hombro. Cruzaba las piernas bajo el largo vestido de algodón oscuro, con las sandalias mostrando sus pies desnudos. El marfil del collar le resplandecía suavemente en el cuello.
– No es el caso de Nuestra Señora de las Lágrimas -aventuró Quart-. Su decadencia sí hace ruido.
Macarena no dijo nada. Fue su madre quien movió un poco la cabeza:
– No todos los mundos se resignan a desaparecer -susurró. El comentario sonaba como un suspiro.
– Usted no tiene nietos -dijo Quart.
Procuró decirlo en tono neutro, casual. Que no pudiera considerarse una provocación o una impertinencia, aunque algo tuviese de ambas cosas a la vez. Pero Macarena siguió impasible, y fue Cruz Bruner quien habló, al tiempo que miraba a su hija:
– Tiene razón. No los tengo.
Hubo un silencio que él sostuvo con la esperanza de no haber errado el tiro. Ahora Macarena había adelantado el rostro, lo suficiente para que el trozo de luna que despuntaba sobre el alero iluminase una mirada hostil fija en Quart:
– Ese no es asunto suyo -dijo al fin, en voz muy baja.
– Puede que tampoco lo sea mío -concedió la duquesa, acudiendo en ayuda de su invitado-. Pero es una lástima.
– ¿Por qué ha de ser una lástima? -el tono de Macarena fue cortante como un cuchillo; le hablaba a su madre pero seguía mirando al sacerdote-. A veces es mejor no dejar nada atrás -hizo un gesto violento, exasperado, para apartar el cabello-. Son afortunados esos soldados que van a las guerras con todo cuanto tienen: su caballo y su sable, o su fusil. Sin nadie por quien preocuparse y sufrir.
– Como algunos sacerdotes -concluyó Quart, que tampoco quitaba los ojos de ella.
– Tal vez -Macarena reía ahora sin ganas; muy lejos de su habitual risa franca, de muchacho-. Debe de ser maravilloso sentirse tan irresponsable y tan egoísta. Elegir la causa que uno ame o le convenga, como hace Gris. O como usted. No la que se hereda o le imponen a una.
Con las últimas palabras quedó un rastro de amargura. Cruz Bruner entrelazaba los dedos en torno al abanico:
– Nadie te forzó a ocuparte de esa iglesia, hija mía. Ni a convertirla en cuestión personal.
– Por favor. Sabes mejor que nadie que hay obligaciones que no eliges, pero que recaen sobre ti. Baúles que no se abren impunemente… Hay vidas gobernadas por fantasmas.
La duquesa hizo sonar el abanico con un chasquido.
– Ya la oye, padre. ¿Quién dijo que las heroínas románticas habían desaparecido?… -se dio un poco de aire antes de cerrar las varillas pensando en otra cosa. Miraba, abstraída, los rasguños en los nudillos del sacerdote-. Pero los fantasmas sólo duelen con la juventud. El tiempo los multiplica, es cierto; aunque también suaviza sus efectos: el dolor se vuelve melancolía. Todos mis fantasmas nadan en una balsa de aceite -deslizó una lenta mirada alrededor, a los arcos mudéjares del patio, la fuente de azulejos y la luna que ascendía en el rectángulo de cielo negro azulado-. Ni siquiera esto duele ya -miró a su hija-. Sólo tú, quizás. Un poco.
Ladeó la cabeza la anciana, con gesto idéntico al de Macarena, y de pronto Quart descubrió en su rostro los rasgos familiares de la hija. Fue una visión rápida que lo hizo asomarse por un extraño momento al futuro, treinta o cuarenta años más tarde, de la hermosa mujer que estaba a su lado, mirándolo callada mientras escuchaba a su madre. Todo llega, se dijo Quart. Y todo acaba.
– Por un tiempo confié en el matrimonio de mi hija -seguía diciendo Cruz Bruner-. Eso me consolaba al pensar que tarde o temprano terminaré por dejarla sola. Octavio Machuca y yo coincidimos en que Pencho era ideal: listo, buena planta, un futuro por delante… Se veía muy enamorado de Macarena, y estoy segura de que aún lo está, a pesar de cuanto ha ocurrido -se fruncieron los labios inexistentes de la duquesa-. Pero de la noche a la mañana, todo empezó a cambiar -le dirigió una fugaz mirada a su hija-. La niña abandonó su casa y volvió conmigo.
El tono de la anciana había virado al reproche, pero Macarena continuaba impasible. Quart bebió un último sorbo de su taza y la puso encima de la mesa. Tenía la continua sensación de rozar certezas, sin conseguirlo.
– No me atrevo -aventuró- a preguntar por qué.
– No se atreve -Cruz Bruner se abanicaba, mirándolo con ironía-. Tampoco yo me atrevo. En otro momento habría calificado todo esto como una desgracia; pero ya no sé qué es mejor… Soy la penúltima de mi estirpe, con casi tres cuartos de siglo propio a cuestas y una galería de retratos de antepasados que ya nadie teme, respeta o recuerda.
La luna fue a enmarcarse en mitad del rectángulo de cielo. Cruz Bruner hizo apagar todos los faroles. La luz se volvió azul y plata, con los blancos del patio -dibujos en azulejos, sillas, tonos pálidos en el mosaico del suelo- destacando en la penumbra igual que si fuese de día.
– Es parecido a cruzar una línea -prosiguió la duquesa, y Quart supo que continuaba la conversación interrumpida-. Y visto desde allí el mundo sea diferente.
– ¿Y qué hay allí?
La anciana lo miró con fingida sorpresa:
– En boca de un sacerdote es una pregunta inquietante… Las mujeres de mi generación creímos siempre que ustedes tenían respuestas para todo. Cuando a mi viejo confesor, ya fallecido, le pedía consejo respecto a las calaveradas de mi marido, siempre me aconsejaba resignación, oraciones, y ofrecer mis angustias a Jesucristo. Según él, la vida privada de Rafael iba por una parte, y mi salvación por otra. No tenían nada que ver.
Miraba alternativamente a su hija y a Quart, y éste se preguntó qué consejos conyugales eran los que don Príamo Ferro le había dado a Macarena.
– A este lado de la línea -prosiguió Cruz Bruner, retomando el hilo- hay cierta curiosidad desapasionada. Una ternura tolerante hacia quienes llegarán hasta aquí tarde o temprano, y no lo saben.
– ¿Como su hija?
La anciana lo pensó un momento:
– Por ejemplo -dijo por fin, y estudió a Quart, interesada-. O como usted mismo. No siempre será un sacerdote apuesto que atraiga a sus feligresas.
Quart ignoró la alusión. Seguía rozando certezas, sin éxito:
– ¿Y qué tiene que ver todo eso con el padre Ferro?… ¿Cuál es su visión desde el otro lado?
La anciana hizo un gesto de ignorancia. Empezaba a aburrirle aquella conversación.
– Tendría que preguntárselo a él. Me parece que don Príamo no es tierno, ni tolerante. Pero es un sacerdote honrado, y yo creo en los sacerdotes. Creo en la Iglesia católica, apostólica y romana, y espero salvar mi alma en la vida eterna -se tocó la barbilla con el abanico cerrado-… Creo hasta en los sacerdotes como usted, que no dicen misa ni cosas así; incluso en esos que llevan pantalón vaquero y zapatillas de tenis, como el padre Óscar… En ese mundo desaparecido del que procedo, un sacerdote significaba algo. Por otra parte -miró a su hija-. Macarena quiere mucho a don Príamo, y yo también creo en Macarena. Me gusta verla librar sus batallas personales, aunque a veces no la entienda. Batallas imposibles cuando yo tenía su edad.
Reflexionaba Quart sobre la integridad del párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas. Era la segunda vez que oía proclamar aquella honradez en los dos últimos días; pero eso estaba en contradicción con el informe sobre Cillas de Ansó. Miró el reloj:
– ¿El padre Ferro está ahora en el observatorio?
– Es demasiado pronto -respondió Cruz Bruner-. Suele subir un poco más tarde, hacia las once… ¿Le gustaría esperarlo?
– Sí. Hay un par de cosas que debo comentar con él.
– Excelente. Así gozaremos más tiempo de su compañía -volvían a cantar los grillos, y la vieja dama escuchaba atenta, vuelta a medias hacia el jardín-… ¿Sabe ya quién le mandó nuestra postal?
Sólo tornó a mirarlo después de hecha la pregunta; Quart había metido la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y puesto sobre la mesa la tarjeta nunca recibida por el capitán Xaloc.
– No tengo la menor idea -se sentía observado por Macarena-. Pero al menos ahora sé quién era cada cual, y lo que significa.
– ¿De verdad lo sabe? -Cruz Bruner plegaba y desplegaba el abanico, y por fin tocó con su extremo el rectángulo de cartulina que destacaba sobre la mesa-… En ese caso, mientras espera a don Príamo, quizá sea un buen momento para devolver la postal al baúl de Carlota.
Quart miró a las dos mujeres, indeciso. Macarena se había levantado y aguardaba, inmóvil, con la postal en la mano y la luna recortándole en un trazo pálido la silueta del cabello y los hombros. Se puso en pie y la siguió a través del patio y del jardín.
Cuando subieron al palomar, unas nubes rozaban la parte inferior de la luna; y aquella claridad velada confería una apariencia irreal a la ciudad bajo sus pies. Los tejados de Santa Cruz se escalonaban a la manera de un antiguo decorado de teatro, en planos de sombras rotos a intervalos por la luz de una ventana, un farol distante en un trozo de calleja estrecha entre dos aleros, una terraza donde la ropa tendida colgaba como sudarios en la noche. La Giralda se alzaba iluminada al fondo igual que si la hubieran pintado sobre un telón oscuro, y la espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas parecía muy próxima, casi al alcance de la mano, al otro lado de los largos visillos blancos que se movían lentamente, agitados por el aire.
– No es brisa del río, sino del mar -dijo Macarena-. Sube de noche, desde Sanlúcar.
Después introdujo los dedos a la izquierda de su escote, y sacando el mechero del tirante del sujetador encendió un cigarrillo. El humo se fue por los arcos de la habitación, entre el enjambre de insectos nocturnos que revoloteaba en torno a la lámpara encendida, en el espacio de luz que ésta proyectaba junto al baúl abierto.
– Es cuanto queda de Carlota Bruner -dijo.
En el baúl había cajas lacadas, cuentas de azabache, una figurita de porcelana, abanicos rotos, una mantilla blonda muy vieja y raída, agujones de sombrero, ballenas de corsé, un bolso de finos eslabones de plata, unos gemelos de ópera guarnecidos de nácar, las ajadas flores de tela, papel y cera de un sombrero, libros de fotos y postales, viejas revistas ilustradas, estuches de piel y cartón, unos insólitos guantes rojos y largos de gamuza, ajados libros de poesía y cuadernos escolares, bolillos de madera para encaje, una trenza de pelo castaño muy claro de casi tres palmos de longitud, un catálogo de la Exposición Universal de París, un trozo de coral, una góndola en miniatura, un vetusto folleto turístico de las ruinas de Cartago, una peineta de carey, un pisapapeles de cristal con un caballito de mar en su interior, varias monedas antiguas, romanas, y otras de plata con la efigie de Isabel II y Alfonso XII. En cuanto al paquete de cartas, era grueso y estaba sujeto con una cinta. Calculó Quart medio centenar: casi las dos terceras partes eran sobres que contenían cuartillas plegadas en tres dobleces, y el resto tarjetas postales. La tinta había palidecido en el papel amarillento y quebradizo, virando del negro o el azul a un sepia diluido que a veces se tornaba ilegible. Ninguna llevaba matasellos y todas estaban escritas con la letra inclinada, fina e inglesa, de Carlota. Dirigidas al capitán don Manuel Xaloc, puerto de La Habana, Cuba.
– ¿No hay ninguna de él?
– No -arrodillada ante el baúl, Macarena cogió varias cartas y estuvo revisándolas con el cigarrillo humeante entre los dedos-. Mi bisabuelo las quemaba a medida que se las iban entregando en Correos. Es una pena. Sabemos lo que ella escribía, pero no lo que le contaba él.
Sentado en uno de los viejos sillones, con los estantes llenos de libros a su espalda, Quart echó un vistazo a las postales. Todas eran estampas populares de Sevilla como la que él había recibido: el puente de Triana, el puerto con la Torre del Oro y una goleta amarrada frente a ella, un cartel de la Feria, la reproducción de un cuadro de la Catedral. Te espero, te esperaré siempre, con todo mi amor, siempre tuya, aguardo noticias, te ama Carlota. Extrajo una carta de su sobre. La fecha del encabezamiento era 11 de abril de 1896:
Querido Manuel:
No me resigno a vivir sin noticias tuyas. Tengo la seguridad de que mi familia interviene tu correo, pues sé que no me has olvidado. Hay algo en mi corazón, un pequeño tic-tac como el de tu reloj, que dice que mis cartas y mi esperanza no viajan al vacío. Voy a enviarte ésta con una doncella que creo segura, y espero que mis palabras lleguen a ti. Con ellas renuevo mi mensaje de amor y mi promesa de aguardarte siempre, hasta que regreses por fin.
¡Qué larga es la espera, corazón! Pasa el tiempo y sigo aguardando que una de las velas blancas que vienen río arriba te traiga consigo. La vida tiene forzosamente que ser, al final, generosa con los que tanto sufren por confiar en ella. A veces me faltan las fuerzas y lloro, y me desespero, y llego a creer que no volverás nunca. Que me has olvidado a pesar de tu juramento. ¿Ves qué injusta y estúpida puedo llegar a ser?
Te espero siempre, cada día, en la torre desde la que te vi marchar. A la hora de la siesta, cuando todos duermen y la casa está en silencio, vengo aquí arriba y me siento en la mecedora a mirar el río por el que volverás. Hace mucho calor, y ayer me pareció ver moverse, navegando, los galeones que hay pintados en los cuadros de la escalera. También he soñado con niños que jugaban en una playa. Creo que son buenas señales. Quizás en este momento estés ya de camino hacia mí.
Vuelve pronto, amor mío. Necesito oír tu risa, y ver tus dientes blancos y tus manos morenas y fuertes. Y verte mirarme como me miras. Y renovar ese beso que una vez me diste. Vuelve, por favor. Te lo suplico. Vuelve o me moriré. Siento que por dentro ya me estoy muriendo.
Mi amor.
Carlota
– Manuel Xaloc nunca leyó esta carta -dijo Macarena-. Como ninguna de las otras. Ella aún mantuvo la cordura medio año más, y luego sobrevino la oscuridad. No exageraba: se estaba muriendo por dentro. Y cuando por fin él vino a verla y se sentó en el patio con su uniforme azul y sus botones dorados, Carlota ya estaba muerta. La que se movía ante él, incapaz de reconocerlo, era una sombra.
Quart dobló la carta, devolviéndola a su cementerio de papel amarillento, de sobres como lápidas sobre mensajes lanzados a ciegas, a la oscuridad y al vacío. Se sentía azarado, incómodo, casi culpable de violar, entrometiéndose, la intimidad de un oscuro diálogo hecho de gritos de auxilio, de palabras de amor que nunca tuvieron respuesta. Aquella carta le producía una indefinible vergüenza. Una tristeza infinita.
– ¿Quiere leer más? -preguntó Macarena.
Quart negó con la cabeza. La brisa que subía desde Sanlúcar por el Guadalquivir agitaba los visillos, descubriendo a intervalos la silueta sombría de la espadaña de la iglesia. Macarena se había sentado en el suelo, apoyada en el baúl, y releía algunas cartas a la luz de la lámpara que arrancaba reflejos oscuros a la melena negra sobre la mitad de su rostro. Quart admiró la curva del cuello, la piel morena del escote y el nacimiento de los hombros, los pies desnudos bajo las sandalias de cuero. Desprendía una sensación de calidez tan intensa que tuvo que contenerse para no alargar una mano y rozar la carne de su cuello con los dedos.
– Mire esto -dijo ella.
Le alargaba una hoja manuscrita: el boceto de un barco y un texto escrito debajo, la letra y los trazos de Carlota. Estaba encabezado por el título: Yate armado «Manigua». Lo acompañaban las características técnicas del buque, y era evidente que había sido copiado de una revista de la época.
– Esta carpeta es posterior -dijo Macarena, pasándole un cartapacio atado con cintas-. Fue mi abuelo quien la puso aquí dentro, después de muerta Carlota. Es el otro epílogo de la historia.
Abrió Quart la carpeta. Contenía viejos recortes de prensa y revistas ilustradas, y todo se refería al final de la guerra de Cuba y el desastre naval del 3 de julio de 1898. Una portada de La Ilustración reconstruía en un grabado artístico la destrucción de la escuadra del almirante Cervera. También había una página con el relato de la batalla, un plano de la costa de Santiago de Cuba, grabados de los principales jefes y oficiales muertos en el combate; y entre ellos Quart encontró lo que buscaba. No era de muy buena calidad, y el pie del ilustrador lo decía, «realizado a partir de testimonios fidedignos». El retrato mostraba las facciones de un hombre bien parecido, con el cuello de la chaqueta abotonado hasta arriba sobre un pañuelo blanco, y expresión melancólica. Era el único que llevaba ropa civil, y parecía que el dibujante hubiera pretendido subrayar su pertenencia accidental a la escuadra de Cervera. Tenía el pelo corto y un ancho bigote unido a frondosas patillas: Capitán de la marina mercante D. Manuel Xaloc Ortega, comandante del «Manigua». Lo habían dibujado mirando hacia algún lugar impreciso más allá del hombro de Quart, como si en el fondo le importara un bledo figurar entre los héroes de Cuba. Más abajo, en la misma página, estaba el texto:
«… Mientras el Infanta María Teresa, tras soportar durante casi una hora el fuego concentrado de la escuadra norteamericana, encallaba en la costa envuelto en llamas, el resto de los barcos españoles iba saliendo uno tras otro por la boca del puerto de Santiago, entre los fuertes de El Morro y Socapa, siendo recibidos en el acto por una densa concentración de artillería de los acorazados y cruceros de Sampson, cuya superioridad artillera y de blindaje era aplastante. Con sus torres inutilizadas, acribillados puentes y superestructura y con enorme número de muertos y heridos a bordo, ardiendo todo su costado de babor, el Oquendo pasó ante el lugar en que estaba encallado su buque insignia, e incapaz de continuar, con su comandante (capitán de navío Lazaga) muerto, fue a encallar una milla más al oeste para no caer en manos del enemigo.
El Vizcaya y el Cristóbal Colón forzaron máquinas navegando paralelos a la costa, estrechados contra ésta por el diluvio de fuego norteamericano. Pasaron junto a sus compañeros destruidos, cuyos supervivientes intentaban ganar a nado la costa. Más rápido, se adelantó el Colón, mientras el infortunado Vizcaya quedaba bajo los impactos de todas las unidades adversarias. Ardió el navío, y tras intentar inútilmente su comandante (capitán de navío Eulate) embestir al acorazado Brooklyn, fue a embarrancar bajo el intenso fuego del lowa y el Oregón, con la bandera ardiendo, pues no fue arriada. Llegó después el turno del Colón (capitán de navio Díaz Moren), que a la una de la tarde, acosado por cuatro buques norteamericanos, indefenso sin artillería gruesa, fue arrojado contra la costa y hundido por su propia tripulación. Al mismo tiempo, más retrasadas y ya sin ninguna esperanza de sobrevivir, salían del puerto una detrás de la otra las unidades ligeras de la escuadra, los contratorpederos Plutón y Furor, a los que en las últimas horas se había unido el yate armado Manigua, cuyo comandante (capitán de la Marina mercante Xaloc) se negó a permanecer en el abrigo del puerto, donde su barco habría sido capturado con la ciudad a punto de caer. Estas pequeñas unidades, conscientes de la imposibilidad de escapar, fueron directamente al encuentro de los acorazados y cruceros norteamericanos. Embarrancó el Plutón (teniente de navio Vázquez) tras ser partido en dos por un grueso proyectil del Indiana, y fue echado a pique el Furor (comandante Villaamil) por el fuego del mismo acorazado y del Gloucester. En cuanto al ligero y rápido Manigua, salió el último por la boca del puerto de Santiago cuando la costa era ya una sucesión de barcos españoles embarrancados y en llamas, izó una insólita bandera negra junto al pabellón nacional, rodeó el bajo del Diamante soportando ya fuego enemigo, y sin vacilar puso rumbo a la unidad norteamericana más próxima, a la sazón el acorazado Indiana. De esa forma, el Manigua navegó tres millas acercándose en zigzag al acorazado, recibió un fuego intensísimo, y se hundió a la una y veinte minutos de la tarde, con la cubierta arrasada e incendiado de proa a popa, cuando aún intentaba embestir al enemigo…».
Quart puso otra vez el recorte dentro de la carpeta y la devolvió al baúl, con el resto de los documentos. Ahora ya sabía qué miraban los ojos indiferentes del capitán Xaloc en el retrato publicado por la revista: los cañones del acorazado Indiana. Por un momento lo entrevió agarrado a la batayola del puente, entre el fragor de los cañonazos y el humo del barco incendiado, resuelto a terminar su largo viaje hacia ninguna parte.
– ¿Carlota llegó a saber esto?
Macarena hojeaba las páginas de un viejo álbum de fotos:
– No lo sé. En julio de 1898 ya había perdido por completo la razón, así que ignoramos lo que pudo significar para ella. Creo que le ocultaron la noticia. En todo caso, siguió subiendo aquí a esperar, hasta su muerte.
– Qué triste historia.
Ella mantenía abierto el álbum por una de las páginas, y se la enseñaba. Había allí pegada una antigua fotografía, una cartulina rectangular con la firma del estudio fotográfico en un ángulo. Mostraba a una joven vestida con ropas claras de verano, una sombrilla cerrada en la mano y un sombrero de ala muy ancha, con flores parecidas a las de tela y cera que había en el baúl. La impresión fotográfica estaba tan desvaída que todos los trazos eran amarillos, y buena parte de éstos borrados por el tiempo; pero podían apreciarse las manos finas que sostenían guantes y abanico, el cabello claro recogido en la nuca, el óvalo del rostro pálido, la sonrisa triste y la mirada ausente. No era bella, pero tenía un aspecto agradable; dulce y sereno. Quart le calculó poco más de veinte años.
– Quizá se hizo esta foto para él -aventuró Macarena.
Un soplo de brisa más fuerte movió los visillos, y Quart distinguió de nuevo la cercana espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas. Para templar su malestar se puso en pie, fue hasta uno de los arcos mozárabes, se quitó la chaqueta, doblándola sobre el alféizar, y estuvo mirando recortarse el tejado de la iglesia en la oscuridad. Era tanta su desolación como la que Manuel Xaloc hubo de sentir saliendo por última vez de la Casa del Postigo, camino de la iglesia para depositar allí las perlas del vestido de novia que Carlota Bruner no luciría jamás.
– Lo siento -murmuró a la noche, incapaz de precisar ante quién formulaba aquella disculpa. Ni siquiera sabía de qué disculparse, pero experimentaba la necesidad de hacerlo. Sentía el frío del arco de la cripta en las muñecas, el chisporroteo de las velas ardiendo durante la misa del padre Ferro, el olor a pasado estéril que emanaba del baúl abierto. Y un templario solitario en un páramo, apoyándose exhausto en su espada, veía pasar ante sus ojos, lentamente, el yate armado Manigua haciéndose a la mar aquel 3 de julio de 1898, con una silueta inmóvil en el puente de mando y, junto al pabellón, una bandera negra como la desesperanza.
Hubo un roce próximo. Macarena se le había acercado y miraba también la torre de Nuestra Señora de las Lágrimas.
– Ahora -dijo- ya sabe todo lo necesario.
Nunca hubo verdad como ésa. Quart sabía más de lo que deseaba saber, y Vísperas había cumplido su inútil objetivo. Pero nada de todo aquello podía traducirse en la prosa oficial del informe esperado por el IOE. Lo que monseñor Spada y Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz y Su Santidad el Papa deseaban conocer, la identidad del pirata informático y la posibilidad de un escándalo en torno a la pequeña parroquia sevillana, era cuanto importaba del asunto. El resto, las historias y las vidas cobijadas entre los muros de aquella iglesia, no contaban para nadie. La apasionada juventud del padre Óscar había dado en el clavo: Nuestra Señora de las Lágrimas estaba demasiado lejos de Roma. Sólo era, como el Manigua del capitán Xaloc, un pequeño buque navegando en zigzag, con la suerte sellada de antemano, frente a la impávida mole de acero de un acorazado desprovisto de alma.
Macarena había puesto una mano sobre su brazo, el mismo de la mano herida, y él lo mantuvo inmóvil, sin retirarlo, aunque ella tuvo que notar endurecerse los músculos bajo el contacto.
– Me voy de Sevilla -dijo Quart por fin, en voz baja.
Ella no dijo nada de inmediato. Al cabo de un momento, sintió que se volvía a mirarlo:
– ¿Cree que comprenderán en Roma?
– No lo sé. Pero que comprendan o no, carece de importancia -Quart hizo un gesto hacia el baúl, el campanario, la ciudad oscura a sus pies-. No son ellos quienes han estado aquí. Éste es sólo un punto minúsculo en un mapa, sobre el que un audaz intruso informático atrajo por un rato su atención. Mi informe será archivado a los pocos minutos de leerlo.
– Es injusto -protestó Macarena-. Se trata de un lugar especial.
– Se equivoca. El mundo está lleno de lugares así. Cada rincón, cada historia, tienen una Carlota esperando en una ventana, un viejo párroco testarudo, una iglesia que se cae a pedazos en alguna parte… Ustedes no son tan importantes como para quitarle el sueño al Papa.
– ¿Y a usted?
– Eso no tiene nada que ver. Yo dormía poco, antes.
– Ya veo -retiraba la mano apoyada en su brazo-. No le gusta sentirse implicado, ¿verdad?… Salvo que se trate de cumplir órdenes -se echó hacia atrás el cabello con violencia, colocándose de forma que él no tuvo más remedio que mirarle la cara-… ¿No va a preguntarme por qué dejé a mi marido?
– No. No voy a preguntárselo. Eso tampoco es imprescindible en mi informe.
Sonó la risa baja, desdeñosa, de la mujer.
– Me importa poco su informe. Usted vino aquí haciendo preguntas y ahora no puede decir que se va y elude el resto de las respuestas… Ha curioseado en las vidas de todo el mundo, así que puede completar la mía -sus ojos no se apartaban de Quart. La voz se le volvía absorta, grave; como si antes de modularse recorriera un largo trecho adentro-. Yo quería un hijo, ¿sabe?… Algo que atenuase la sensación de que no hay nada entre mis pies y el abismo… Yo quería un hijo y Pencho no -el tono cambió al sarcasmo-. Imagínese los argumentos: prematuro, mala época, momento crucial en nuestras vidas, necesidad de concentrar esfuerzos y energías, ya lo tendremos más adelante… No le hice caso y me quedé embarazada. ¿Por qué aparta el rostro, padre Quart?… ¿Se escandaliza?… Imagínese que está en el confesionario. A fin de cuentas, es su oficio.
Quart movía la cabeza, repentinamente seguro de sí. Aquello era justo lo único que le quedaba claro. Su oficio.
– Se equivoca de nuevo -repuso con suavidad-. No lo es. Ya dije en una ocasión que no quiero confesarla a usted.
– No puede evitarlo, padre -Quart percibió despecho e ironía en el tono de la mujer-. Considéreme un alma atribulada que su ministerio le impide rechazar -sobrevino un silencio-… Además, tampoco estoy pidiendo una absolución.
Encogió él los hombros, cual si aquello bastase para dejarlo al margen. Pero ella tenía los ojos llenos de reflejos de luz, y de luna, y de noche, y no pareció advertir el gesto.
– Me quedé embarazada -prosiguió, en el mismo tono de antes- y a Pencho le cayó el mundo encima. Demasiado pronto, demasiados problemas antes de tiempo, insistía. Presionó como nunca nadie en mi vida… Presionó para que me lo quitara.
Así que era eso. Las piezas rezagadas siguieron encajando lentamente en las reflexiones del sacerdote. Macarena se quedaba callada, y él no pudo evitar abrir la boca, a su pesar:
– Y lo hizo -dijo.
No era una pregunta. Se giró a mirarla, viéndola sonreír con una amargura que nunca le había visto antes.
– Lo hice -Santa Cruz seguía reflejándose en sus ojos, pálida a causa de la luna-. Soy católica y me resistí cuanto pude. Pero amaba realmente a mi marido. Contra la opinión de don Príamo, ingresé en una clínica y perdí el niño. Sólo que las cosas se complicaron: tuve una perforación del útero con hemorragia arterial, y hubo que practicarme una histerectomía de urgencia… ¿Sabe lo que significa eso? Que nunca podré ser madre otra vez -alzó los ojos y se inundaron de luna, borrándose todo rastro de lo demás-. Nunca.
– ¿Qué dijo el padre Ferro?
– Nada. Es anciano y ha visto demasiado. Sigue dándome la comunión cuando se la pido.
– ¿Lo sabe su madre?
– No.
– ¿Y su marido?
Ahora ella emitió una carcajada corta y seca.
– Tampoco -pasaba la mano por el alféizar, cerca del brazo de Quart, pero sin llegar a tocarlo esta vez-. Nadie lo sabe excepto el padre Ferro y Gris. Y ahora, usted.
Dudó un momento, como si fuera a añadir un nombre más. Pero Quart la miraba, sorprendido:
– ¿Aprobó la hermana Marsala su decisión de abortar?
– Al contrario. Aquello casi me cuesta su amistad. Pero cuando se complicaron las cosas en la clínica, ella acudió a mi lado… En cuanto a Pencho, no le permití acompañarme durante la intervención, y siempre creyó que el aborto fue normal. Regresé a casa, convaleciente, y para él todo parecía ir bien.
Guardó silencio un instante, mirando la Giralda iluminada a lo lejos, y luego se volvió al sacerdote.
– Hay un periodista -dijo-. Un tal Bonafé, el mismo que publicó la semana pasada ciertas fotos…
Se calló, esperando sin duda un comentario; pero Quart no dijo nada. Las fotografías del hotel Alfonso XIII eran lo de menos. Le preocupaba el nombre de Honorato Bonafé en boca de Macarena.
– Un tipo desagradable -prosiguió ella, al cabo de un momento-. Blando, sucio… De esos a quienes nunca darías la mano porque se adivina húmeda.
– Lo conozco -dijo por fin Quart.
Macarena le dirigió una ojeada suspicaz, preguntándose de qué podía él conocer a semejante individuo. Después inclinó la cabeza, y el cabello negro se interpuso entre ambos.
– Vino a verme esta mañana -prosiguió-. En realidad fue a abordarme en la puerta, pues no lo habría recibido aquí nunca. Lo mandé con viento fresco, pero antes de irse insinuó algo sobre la clínica… Ha estado haciendo preguntas.
Sangre de Dios. Quart torcía el gesto, imaginando la escena. Por un momento lamentó no haber sido más contundente con Bonafé cuando su última entrevista. La rata miserable. Deseó con toda el alma tropezárselo de nuevo a su regreso, en el vestíbulo del hotel, para borrar de su cara aquella sonrisa viscosa.
– Estoy un poco inquieta -confesó Macarena.
Lo dijo en un tono preocupado, inseguro, que tampoco le había oído nunca antes. Quart imaginaba sin esfuerzo el partido que Bonafé iba a sacar de la historia.
– Abortar -comentó- ya no es un problema en España.
– No. Pero ese hombre y su revista viven de escándalos.
Cruzaba los brazos, apretados. De pronto parecía tener frío.
– ¿Sabe cómo se hace un aborto, padre Quart?… -se había vuelto a estudiarlo, buscando la respuesta en su rostro para descartarla al fin con una mueca despectiva-. No, creo que no lo sabe. Quiero decir que no lo sabe de verdad. Toda aquella luz, y el techo blanco, y las piernas abiertas. Y las ganas de morirse. Y la infinita, fría, espantosa soledad… -se apartó bruscamente de la ventana-. Malditos sean todos los hombres del mundo, incluido usted. Maldito hasta el último de ellos.
Se detuvo en un suspiro muy hondo, expulsando aire igual que si le doliera en los pulmones. El contraste de luces y sombras en su rostro parecía envejecerla; o tal vez fuese aquel tono de voz lento, amargo, que la convertía en otra mujer más dura y más gastada.
– Yo me negaba a pensar -prosiguió, tras un momento-. A reflexionar sobre lo que había ocurrido. Vivía en un sueño extraño del que deseaba despertarme… Y un día, a los tres meses de mi regreso, entré en el cuarto de baño mientras Pencho se duchaba después de que hiciéramos el amor por primera vez. Estaba bajo el agua, enjabonándose, y yo me senté en el borde de la bañera a mirarlo. De pronto sonrió, y entonces lo vi como un perfecto desconocido… Alguien sin relación con el hombre que yo amaba, y por el que había perdido la posibilidad de tener hijos.
Se calló otra vez para exasperación de Quart, que habría preferido no saber, y sin embargo estaba pendiente de sus palabras. Por un momento pareció que había terminado; pero se acercó de nuevo a la ventana, una mano detenida en el alféizar a medio camino entre ella y el sacerdote, sobre la chaqueta doblada.
– Me sentí muy vacía y muy sola -prosiguió por fin-. Peor que en la clínica. Entonces hice una maleta y vine aquí… Pencho nunca lo entendió. Sigue sin entenderlo aún.
Quart respiró despacio cinco, seis veces. Ella parecía aguardar un comentario por su parte.
– Por eso le hace daño -dijo al fin. Ahora tampoco era una pregunta.
– ¿Daño?… Nadie puede hacerle daño a él. Su egoísmo y sus obsesiones están blindados. Pero sí puedo hacerle pagar un alto precio social: esta iglesia, su prestigio como financiero y su orgullo como hombre. Sevilla pasa muy fácilmente del aplauso a los silbidos… Hablo de mi Sevilla, ésa a cuyo reconocimiento aspira Pencho. Y pagará por ello.
– Su amiga Gris sostiene que usted aún lo ama.
– A veces ella habla demasiado -rió de nuevo, con idéntica amargura- Quizá el problema resida en que lo amo. O en lo contrario. De un modo u otro, eso no cambiaría nada.
– ¿Y yo?… ¿Por qué me cuenta todo esto?
La luna miraba a Quart. Dos discos blancos. Opaca.
– No lo sé. Ha dicho que se va, y de pronto eso me incomoda -estaba ahora tan cerca que cuando llegó otro soplo de brisa sus cabellos rozaron la cara de Quart-. Tal vez a su lado me siento menos sola; parece que encarne, a pesar de sí mismo, esa imagen atávica que siempre tuvo el sacerdote para buena parte de las mujeres: alguien fuerte y sabio en quien confiar, o a quien confiarse… Tal vez sean su traje negro y ese alzacuello, o quizá el hecho de que es, también, un hombre atractivo. Puede que su venida de Roma, y lo que representa, atraiga mi interés. Quizá yo sea su Vísperas. Puede que intente ganarlo para mi causa, o simplemente intente infligir una nueva y más retorcida ofensa al honor de Pencho… También podría tratarse de algunas o todas esas cosas a la vez. En lo que se ha convertido mi vida, el padre Ferro y usted son los extremos de un terreno tranquilizador: opuestos y complementarios.
– Por eso defiende esa iglesia -concluyó Quart-. La necesita tanto como los otros.
Ella había alzado los brazos, levantándose hasta la nuca el cabello recogido en las manos. Su cuello era una línea suave y oscura desde los lóbulos de las orejas hasta el nacimiento de los hombros.
– Quizá también usted la necesita más de lo que cree -abrió las manos y el cabello se derramó en una cascada negra, ocultándole cuello y hombros-… En cuanto a mí, no sé lo que necesito. Quizá esa iglesia, como dice. Tal vez un hombre apuesto y silencioso que me haga olvidar; o que me otorgue, al menos, el don de la indiferencia. Y otro, anciano y sabio, que me absuelva de buscar mi propio olvido. ¿Sabe una cosa?… Hace un par de siglos era una suerte ser católica. Eso lo solucionaba todo: bastaba sincerarse con un cura y esperar. Ahora ni siquiera ustedes los curas creen en sí mismos. Hay una película, Jennie… ¿Le gusta el cine?… En un momento del diálogo, Joseph Cotten, el pintor protagonista, le dice a Jennifer Jones: «Sin ti estoy perdido». Y ella responde: «No digas eso. No podemos estar perdidos los dos»… ¿Está usted tan perdido como parece, padre Quart?
Se volvió hacia ella dejando la chaqueta abandonada en la ventana, sin una respuesta en los labios. Y la luna se reía de él con su doble reflejo pálido. Y se preguntó cómo era posible que una boca de mujer sonriese burlona y tierna al mismo tiempo, tan desvergonzada y tan tímida, y tan cercana. Y en el momento en que iba a abrir la suya, dispuesto a decir algo que todavía ignoraba, un reloj cercano dio sobre los tejados once campanadas, y Quart se dijo que, sin duda, el Espíritu Santo acababa de finalizar su turno de guardia. Sangre de Dios. Alzó una mano en dirección al rostro de mujer -la mano herida- pero tuvo el dominio suficiente para detenerla a medio camino. Entonces, incapaz de establecer si era decepción o alivio lo que sentía, vio que don Príamo Ferro se hallaba en la puerta, y los miraba.
– Demasiada luna -comentó el padre Ferro. Estaba de pie junto al telescopio, observando el cielo-. No es buen momento para trabajar.
Macarena se había ido escaleras abajo, dejándolos solos en el palomar. Quart se inclinó a cerrar el baúl de Carlota antes de quedarse inmóvil, atento a la pequeña y reseca figura que le daba la espalda, tan oscura en su sotana negra.
– Apague la luz -dijo el párroco.
Obedeció Quart, y los lomos de los libros, y el baúl de Carlota, y el grabado de la Sevilla del XVII que había en la pared, se fundieron en negro. Ahora la silueta de la ventana parecía más compacta y vigorosa. La noche reforzaba en ella una cualidad singular, hecha de sombras.
– Quiero hablar con usted -dijo Quart-. Dejo Sevilla.
El padre Ferro no hizo ningún comentario. Seguía quieto mirando el cielo, recortado por un escorzo de luna en el arco de la ventana.
– Berenice -dijo por fin-. Puedo ver la cabellera de Berenice.
Quart anduvo hasta situarse a su lado. El telescopio quedaba entre ambos, apuntado al cielo.
– Esas trece estrellas -añadió el padre Ferro-. Al noroeste. Ella ofrendó los cabellos para lograr la victoria de sus ejércitos.
Quart no miraba el cielo, sino el perfil sombrío del párroco, vuelto hacia arriba. Como cumpliendo con retraso sus deseos, la torre iluminada de la Giralda se apagó de pronto, igual que si acabara de esfumarse en la noche. Un instante después, a medida que las retinas de Quart se adaptaron a la nueva situación, sus contornos oscuros empezaron a perfilarse otra vez bajo la luna.
– Y allá, más lejos -proseguía el padre Ferro-, casi en el cenit, están los Perros de Caza.
Pronunció el nombre con un desprecio infinito: intrusos invadiendo un territorio amado. Esta vez Quart sí miró hacia arriba y pudo distinguir, hacia el norte, una estrella grande y otra pequeña que parecían viajar juntas por el espacio.
– No le caen simpáticas -comentó.
– No. Detesto a los cazadores. Y más cuando cazan por cuenta de otros… En este caso, además, son los perros de la adulación. La estrella grande es Cor Caroli. Halley la bautizó así porque brilló con más intensidad el día del regreso de Carlos II a Londres.
– Entonces el perro no es culpable.
Sonó la risa chirriante, apagada, del párroco. Por fin se había vuelto a mirar a Quart de abajo arriba, por encima del hombro. La luna acentuaba la blancura de su pelo recortado a trasquilones; casi lo hacía parecer limpio.
– Lo encuentro muy suspicaz, padre Quart. Y la fama de suspicaz la tengo yo -se rió de nuevo, quedo-. Sólo hablaba de estrellas.
Metió una mano en un bolsillo de la sotana para sacar un cigarrillo de la abollada cajita de lata. Al inclinarse sobre la llama protegida en el hueco de la mano, el resplandor rojizo iluminó cicatrices y arrugas en su rostro devastado, los pelos blancos y negros de la barba mal afeitada y crecida de nuevo, las manchas grisáceas en el cuello, las mangas de la sotana.
– ¿Por qué se va? -apagado el fósforo, el cigarrillo era una brasa incandescente en el duro perfil-. ¿Ya descubrió a Vísperas?
– Vísperas es lo de menos, padre. Puede ser cualquiera de ustedes, o todos, o ninguno. Su identidad no cambia las cosas.
– Me gustaría saber qué va a contar en Roma.
Quart se lo dijo: las dos muertes habían sido lamentables accidentes, y su investigación coincidía con la versión policial; por otra parte, un veterano párroco libraba una guerra privada, y varios de sus feligreses lo apoyaban en ella. Una historia vieja desde San Pablo, así que no creía que nadie en la Curia se escandalizara por ello. De no mediar el pirata informático y el memorándum a Su Santidad, el asunto no debió salir nunca del ámbito del ordinario de Sevilla. Ése, en síntesis, era el panorama.
– ¿Y qué harán conmigo?
– Oh, nada especial, supongo. Como monseñor Corvo ha elevado ya un procedimiento disciplinario al que se unirá mi informe, imagino que a usted le buscarán una jubilación anticipada, discreta, algo antes de lo habitual… Quizás una capellanía de monjas, aunque lo más probable sea una residencia para sacerdotes de edad. Ya sabe: descanso.
La brasa del cigarrillo se movía en el perfil.
– ¿Y la iglesia?
Alargó Quart una mano hacia su chaqueta, que seguía sobre el alféizar. La desdobló y volvió a doblarla antes de colocarla otra vez en el mismo sitio.
– Eso queda fuera de mi competencia -dijo-. Pero tal como están las cosas, veo poco futuro. En Sevilla sobran iglesias y faltan curas. Además, Su Reverencia don Aquilino Corvo le tiene puesto el requiescat.
– ¿A la iglesia, o a mí?
– A ambos.
Chirrió la risa atravesada del párroco:
– Posee todas las respuestas, por lo que veo.
Quart lo meditó un poco.
– A decir verdad, me falta una -apuntó, al cabo-. Algo que figura en su expediente; pero no quisiera citarlo en mi informe sin conocer su versión… Usted tuvo un problema allá arriba, cuando era párroco en Aragón. Un tal Montegrifo. No sé si recuerda.
– Recuerdo perfectamente al señor Montegrifo.
– Dice que le compró un retablo de su parroquia.
El padre Ferro estuvo un rato callado. De soslayo, Quart vio que el perfil oscuro seguía vuelto hacia el cielo y la brasa del cigarrillo casi extinguida en la boca. Resbalándole sobre el hombro, la claridad de la luna iluminaba una de sus manos apoyada en el tubo de latón del telescopio.
– La iglesia era románica, pequeña -dijo el párroco después del largo silencio-. Vigas podridas y muros agrietados. Anidaban en ella los cuervos y las ratas… Era una parroquia muy pobre, tanto que a veces no tenía ni para comprar vino de misa. Y mis feligreses vivían repartidos en varios kilómetros a la redonda. Gente humilde, pastores y campesinos. Gente mayor, enferma, inculta, sin futuro. Y yo, cada día, durante la semana para mí solo y los domingos para ellos, decía misa ante un retablo amenazado por la humedad, las goteras, la carcoma… España estaba llena de lugares así, de obras de arte indefensas que eran robadas por traficantes, desaparecían al caerse el techo de la iglesia, o quedaban expuestas al fuego, a la lluvia, la miseria… Un día vino a visitarme un extranjero que ya había estado por allí: iba acompañado por otro individuo elegante, de buen aspecto, que se presentó como director de una casa de subastas de Madrid. Hicieron una oferta por el Cristo y el pequeño retablo del altar.
– Era un retablo valioso -apuntó Quart-. Del siglo XV.
Se impacientaba el párroco. La brasa del cigarrillo brilló con más intensidad:
– ¿Qué importa el siglo?… Pagaban por él. Sin ser una suma extraordinaria, era un nuevo techo para la iglesia y, lo más importante, ayuda para mis feligreses.
– ¿Así que lo vendió?
– Pues claro que lo vendí. Sin dudarlo un momento. Con eso reparé el tejado, obtuve medicamentos para los enfermos, palié los daños de las heladas y de las enfermedades del ganado… Ayudé a vivir y a morir a la gente.
Quart señaló la silueta oscura del campanario:
– Sin embargo, ahora defiende esta iglesia. Parece contradictorio.
– ¿Por qué?… A mí el valor artístico de Nuestra Señora de las Lágrimas me importa lo que a usted o al arzobispo. Eso se lo dejo a la hermana Marsala. Mis feligreses, por pocos que sean, valen más que una tabla pintada.
– Luego usted no cree… -empezó a decir Quart.
– ¿En qué?… ¿En los retablos del siglo XV? ¿En las iglesias barrocas? ¿En el Mecánico Supremo que aprieta allá arriba nuestras tuerquecitas una por una?…
La brasa del cigarrillo brilló por última vez antes de que el padre Ferro la dejase caer por la ventana.
– Qué importa -dijo. Movía el telescopio sin mirar por el objetivo, como si buscara algo en las estrellas-. Ellos sí creen.
– Ese retablo dejó una mancha en su expediente -apuntó Quart.
– Lo sé -el párroco seguía moviendo el telescopio-. Incluso tuve una desagradable entrevista con mi obispo… Si en Roma hicieran lo mismo, le repliqué, otro gallo cantaría. Pero aquí el único gallo que oímos cantar es el de San Pedro. Después todo son lágrimas y Quo Vadis Dómine y crucifíquenme cabeza abajo; pero mientras tanto nos quedamos afuera, negando nuestra conciencia mientras suenan las bofetadas en el Pretorio.
– Vaya. Tampoco San Pedro le cae simpático, por lo que veo. -Crujió de nuevo la risa queda del sacerdote:
– Tiene razón. Debió dejarse matar en Getsemaní, cuando sacó la espada para defender al Maestro.
Ahora fue Quart quien soltó una carcajada:
– Nos hubiéramos quedado sin el primer Papa, en ese caso.
– Que se cree usted eso -el párroco negaba con la cabeza-. En nuestro oficio hay papas de sobra. Lo que faltan son cojones.
Se había inclinado y pegaba un ojo al telescopio mientras hacía girar las ruedecillas correctoras. El tubo se desplazó lentamente hacia arriba y a la izquierda.
– Cuando observas el cielo -el padre Ferro hablaba sin apartarse de la lente-, las cosas giran despacio hasta ocupar un lugar distinto en el Universo… ¿Sabe que nuestra pequeña Tierra dista del Sol sólo 150 miserables millones de kilómetros, cuando Plutón dista 5.900? ¿Y que el Sol no es sino un minúsculo lunar comparado con la superficie de una estrella media como Arturo?… Por no hablar de los 36 millones de kilómetros de tamaño que tiene Aldebarán; o de Betelgeuse, que es diez veces mayor.
Hizo describir al telescopio un breve arco a la derecha, apartó el ojo de la lente y le indicó a Quart una estrella con el dedo.
– Mire: es Altair. A 300.000 kilómetros por segundo, su resplandor tarda dieciséis años en llegar hasta nosotros… ¿Quién le asegura que mientras tanto no ha estallado, y vemos la luz de una estrella que ya no existe?… A veces, cuando miro hacia Roma, tengo la sensación de que estoy mirando Altair. ¿Está seguro de que todo seguirá allí, intacto, a su regreso?…
Invitó a Quart a echar un vistazo, y éste se inclinó para aplicar un ojo a la lente. A medida que se alejaba del resplandor de la luna, entre estrella y estrella aparecían infinidad de puntos de luz, racimos de resplandores y nebulosas rojizas, azuladas y blancas, parpadeantes o inmóviles. Una de ellas fue alejándose y luego desapareció cegada por otra; una estrella fugaz, o tal vez un satélite artificial. Recurriendo a sus escasos conocimientos astronómicos, Quart buscó la Osa Mayor y ascendió desde la línea de Merak y Dubhe hacia arriba, cuatro veces la distancia, creía recordar. O tal vez cinco. La Estrella Polar estaba allí, grande y brillante, segura de sí misma.
– Esa es Polaris -el padre Ferro había seguido los movimientos del telescopio-: el extremo de la Osa Menor, que siempre señala la latitud cero de la Tierra. Pero tampoco eso es inmutable -señaló un lugar a la izquierda, invitando a Quart a mover la lente hacia allí-. Hace 5.000 años era aquella otra, el Dragón, la que adoraban los egipcios como custodia del norte… Su ciclo es de 25.800 años, del que sólo han transcurrido 3.000. Así que dentro de doscientos veintiocho siglos sustituirá de nuevo a la Polar – miraba hacia arriba, tamborileando con las uñas en el tubo de latón-… Me pregunto si para entonces quedará sobre la tierra alguien para apreciar el cambio.
– Da vértigo -dijo Quart, apartando el ojo de la lente.
Chasqueó el párroco la lengua, asintiendo. Parecía complacerse en el vértigo de Quart; como un cirujano experto viendo palidecer a los estudiantes en una autopsia.
– Tiene gracia, ¿verdad?… El Universo es una broma divertida. La misma Polaris que usted miraba hace un momento se encuentra a cuatrocientos setenta años luz. Eso significa que nos guiamos por el brillo que salió de una estrella a principios del siglo XVI, y ha tardado casi cinco siglos en llegar hasta nosotros -indicó otro lugar en la noche-. Y más allá, sin que pueda verse a simple vista, en la nebulosa del Ojo del Gato, capas concéntricas de gas, anillos y lóbulos gaseosos forman el fósil final de un astro que murió hace mil años: restos de planetas muertos girando en torno a una estrella muerta.
Se apartó del telescopio y anduvo hasta otro de los arcos de la torre, donde la claridad de la luna iluminaba mejor sus facciones. Se quedó allí, pequeño y seco en la sotana demasiado corta bajo la que asomaban sus grandes zapatos. Desde esa distancia le habló de nuevo a Quart:
– Dígame qué somos. Qué papel jugamos aquí, en todo ese escenario que se extiende sobre nuestras cabezas. Qué significan nuestras vidas miserables, nuestros afanes -alzó una mano un poco hacia arriba, sin mirar dónde señalaba-… ¿Qué le importan a esas luces su informe a Roma, la iglesia, el Santo Padre, usted o yo mismo?… ¿En qué lugar de esa bóveda celeste residen los sentimientos, la compasión, el cálculo de nuestras pobres vidas, la esperanza? -otra vez sonó la risa queda, áspera, intranquilizadora-… Aunque brillen supernovas y agonicen estrellas, mueran y nazcan planetas, todo seguirá girando, en apariencia inmutable, cuando nos hayamos ido.
Quart sintió de nuevo aquella solidaridad instintiva que en su mundo de clérigos hacía las veces de amistad. Guerreros exhaustos, cada uno en su casilla de ajedrez, aislados, lejos de reyes y príncipes. Librando el combate de su incertidumbre con las solas fuerzas y a su manera. Le hubiera gustado acercarse al pequeño y viejo párroco y ponerle una mano en el hombro; pero se contuvo. Las reglas también incluían la soledad de cada cual.
– En ese caso -dijo lentamente- no me gusta la astronomía. Linda con la desesperación.
El otro lo miró un instante en silencio. Parecía sorprendido.
– ¿Desesperación?… Todo lo contrario, padre Quart. Proporciona serenidad. Porque sólo es lo grave, lo valioso, lo trascendente, lo que nos duele perder… Nada resiste a la despiadada lucidez de sentirse una minúscula gotita de agua de mar, en el rojo atardecer del Universo -hizo una pausa y se volvió a mirar la espadaña de la iglesia entre los visillos agitados por la brisa-. Excepto, quizás, una mano amiga que nos inspire resignación y consuelo, antes de que nuestras estrellas se apaguen una a una y haga mucho frío, y todo esté consumado.
Después de aquello, el padre Ferro ya no dijo nada más. Quart alargó la mano hasta el interruptor de la lámpara. La encendió, y las estrellas desaparecieron.
Bajó al jardín con la chaqueta sobre el hombro, aspirando el olor de la noche. Ella aguardaba en un ángulo, con la claridad de la luna recortándole en sombra, sobre el rostro y los hombros, hojas de buganvillas y de naranjos.
– No quiero que usted se vaya -dijo-. Todavía.
Brillaban sus ojos, y los incisivos parecían muy blancos despuntando en la boca entreabierta, y el collar de marfil era un trazo pálido de lado a lado del cuello moreno en penumbra. Quart separó los labios para emitir un suspiro largo y apagado que pudo ser, también, un gemido infantil o una protesta. Hacía calor. Una persiana en la tarde filtraba finas líneas de sol sobre el cuerpo moreno de una mujer desnuda, y Carmen la cigarrera liaba hojas de tabaco en la cara interior del muslo, donde brillaban minúsculas gotas de sudor cerca de un sexo de hembra oscuro, rizado y húmedo. Hubo un soplo de brisa. Las hojas de los naranjos y las buganvillas se movieron sobre el rostro de Macarena Bruner, y la luna se deslizó por los hombros del sacerdote Lorenzo Quart como una cota de malla; una loriga que cayese a sus pies. Se irguió el templario y miró alrededor, cansado, escuchando el rumor de la caballería sarracena hacia la colina de Hattin, en cuyas laderas el sol blanqueaba los huesos de los caballeros francos. Y era el mar embravecido el que golpeaba en el espigón del faro, bajo el temporal, mientras los frágiles barquitos intentaban ganar abrigo. Y una mujer enlutada sostenía la mano de un niño por donde gotas de lluvia resbalaban igual que lágrimas. Y olía a sopa hirviendo en un puchero mientras un viejo párroco junto a una chimenea declinaba rosa, rosae. Y la sombra del chiquillo, perdido en un mundo que se orientaba por la luz de una estrella vieja de cinco siglos, se recortó en la delgada pared que lo mantenía a salvo del intenso frío reinante allá afuera. Y esa misma sombra fue acercándose a la otra que aguardaba bajo las buganvillas y los naranjos hasta respirar su aroma y su calidez, y su aliento. Pero un segundo antes de enlazar los dedos en aquel cabello para escapar durante una noche a la soledad -minúsculas gotas rojas en un inmenso atardecer-, la sombra, el niño, el hombre que miraba el cuerpo desnudo bajo las líneas de luz de la persiana, el templario desamparado y exhausto, se volvieron todos al mismo tiempo para mirar hacia arriba y atrás, en dirección a la ventana apenas iluminada en la torre del palomar. Allí donde un viejo sacerdote huraño, escéptico y valiente, descifraba el terrible secreto de un cielo desprovisto de sentimientos, en compañía del fantasma de una mujer que buscaba velas blancas en el horizonte.
Ha desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos adivinar cómo.
(Gastón Leroux. El fantasma de la Ópera)
Al arzobispo de Sevilla la satisfacción le bailaba en los ojos, tras el humo de la pipa.
– Así que Roma se rinde -dijo.
Quart puso la taza en su plato y se secó los labios con una servilleta bordada por las monjas Adoratrices. Su sonrisa parecía un suspiro.
– Es una forma de considerarlo, Ilustrísima.
Monseñor Corvo soltó más humo. Estaban sentados uno frente a otro, separados por la mesita baja con dos servicios sobre bandejas de plata. Era costumbre del arzobispo invitar al desayuno a su primera visita de la mañana. Aquel café con tostadas, mantequilla y mermelada de naranjas amargas estaba, en realidad, destinado al deán de la catedral; mas la visita inesperada de Quart, que acudía a despedirse, había alterado el protocolo. Y el arzobispo detestaba el café frío.
– Ya le dije que este asunto no era fácil de resolver.
Quart se reclinó en el sillón. Con gusto habría privado al arzobispo del placer de despedirlo con sarcasmos y sonrisitas ahumadas de tabaco inglés; pero las normas exigían que le presentara sus respetos antes de irse. Y en eso estaba.
– Recuerdo a Su Ilustrísima que no vine a resolver nada, sino a informar a Roma de la situación. Y es lo que me dispongo a hacer.
Monseñor Corvo estaba encantado.
– Sin averiguar quién es Vísperas -subrayó.
– Cierto -Quart miraba el reloj-. Pero el problema no es sólo Vísperas. El pirata informático resulta una anécdota, y su identidad terminará por conocerse tarde o temprano. Lo importante es la situación del padre Ferro y de Nuestra Señora de las Lágrimas… Mi informe permitirá que cualquier decisión al respecto se adopte con conocimiento de causa.
Brilló la piedra amarilla del anillo arzobispal cuando el prelado alzó una mano, tajante.
– No me venga con arabescos de jesuita, padre Quart. Se estrelló en este asunto -lo miró con regocijo apenas disimulado por el humo de la pipa-. Vísperas se ha reído de Roma y de usted.
A Quart lo irritaba aquella desenvoltura en atribuir paja al ojo ajeno.
– Es un punto de vista, Ilustrísima -admitió sin disimular su desdén-. Pero, ya que lo menciona, me permito recordarle que ni Roma ni yo habríamos intervenido si Su Reverencia hubiese madrugado un poco… Tanto Nuestra Señora de las Lágrimas como el padre Ferro pertenecen a su diócesis. Y es notorio el dicho evangélico: ovejas sueltas, pastor dormido.
Al oír aquello monseñor Corvo casi dio un respingo en el sillón. El hecho de que la cita fuese apócrifa no le aportaba consuelo alguno. El agente del IOE lo vio morder, exasperado, la boquilla de la pipa.
– Oiga, Quart -la voz le salía dura, entre dientes-. Aquí la única oveja que pasta suelta es usted. A ver si se cree que soy tonto. Conozco sus visitas a la Casa del Postigo y todo lo demás. Sus paseítos y sus cenas.
Y acto seguido, rotos los diques, monseñor Corvo -cuyo talento para el púlpito era muy apreciado en su diócesis- se puso a resumir admirablemente su despecho y malhumor en una áspera homilía de minuto y medio, cuya tesis central era que el enviado del IOE se había dejado enredar por el párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas y su Greenpeace particular de monjas, aristócratas y beatas, hasta perder el sentido de la perspectiva y traicionar su misión en Sevilla. Seducción a la que no había sido ajena la hija de la duquesa del Nuevo Extremo. Que por cierto -añadió con manifiesta mala fe-, seguía siendo señora de Gavira.
Quart encajaba impávido la filípica; pero aquella última alusión vino a torcerle el gesto:
– Mucho agradecería a Monseñor que, si algo tiene que decir sobre ese particular, lo haga por escrito.
– Pues claro que lo haré -Aquilino Corvo estaba satisfecho de haberle asestado por fin una estocada a Quart-. A sus jefes del Vaticano. Y al Nuncio. Y al Sursum Corda. Lo haré por escrito, por teléfono, por fax, y con música de guitarra y palmeros finos -se quitó la pipa de la boca, dejándole espacio a una ancha sonrisa-. Usted se va a quedar sin reputación como yo me quedé sin secretario.
Allí no había más que hablar. Quart dobló la servilleta, dejándola caer en la bandeja, y se puso en pie.
– Si no desea nada más Su Reverencia…
– Nada más -el arzobispo lo miraba con sorna-. Hijo mío.
Seguía sentado, mirándose la mano como si dudara en rematar la faena dándole a besar a Quart el anillo pastoral. Entonces sonó el teléfono y se limitó a despedirlo con un gesto, mientras se levantaba camino de la mesa.
Quart se abotonó la americana y salió al pasillo. Sus pasos resonaron bajo las pinturas venecianas del techo de la galería de los Prelados, y luego en el mármol de la escalera principal. Por las ventanas veía la Giralda más allá del patio donde en otro tiempo estuvo la cárcel de la Parra, utilizada por los obispos sevillanos para encerrar a sus sacerdotes díscolos. Y se dijo que, un par de siglos antes, el padre Ferro y quizás él mismo habrían tenido muchas probabilidades de cambiar impresiones allá abajo mientras monseñor Corvo enviaba a Roma, por vía ordinaria y lentísima, su propia versión de los hechos. Reflexionaba Quart sobre las ventajas de la modernidad y el teléfono, ya en el último tramo de escalera, cuando oyó pronunciar su nombre.
Se detuvo y miró hacia arriba. El arzobispo en persona estaba en la balaustrada, llamándolo. Y se le había desvanecido el aire satisfecho de quien acaba de cobrar una vieja deuda:
– Suba, padre Quart. Tenemos que hablar.
Volvió sobre sus pasos, intrigado. Y a medida que ascendía peldaños hacia Su Ilustrísima, advirtió la palidez de su rostro. Tenía la pipa entre los dedos y la golpeaba distraído, sombrío. Las brasas y la ceniza manchaban el mármol negro y rosa de la balaustrada, vaciando la cazoleta; mas no parecía reparar en ello.
– Usted no puede irse -le dijo a Quart cuando éste llegó a su altura-. Ha ocurrido otra desgracia en la iglesia.
Cruzó entre la hormigonera y dos coches de policía. Nuestra Señora de las Lágrimas era un ir y venir de agentes de paisano y de uniforme. Quart calculó una docena, con el guardia de la puerta y los que había dentro haciendo fotos, a la caza de huellas dactilares o en plena revisión de suelo, bancos y andamios. Resonaban su ruido y sus conversaciones en voz baja.
Gris Marsala estaba sentada en los escalones del altar mayor, sola. Quart se dirigió hacia ella por el pasillo central, y cuando iba por la mitad le salió al encuentro Simeón Navajo. El subcomisario llevaba como siempre el pelo recogido en una coleta, las gafas redondas sobre el enorme bigote, camisa de un vivo rojo garibaldino y su bolso de cuero moro colgado del hombro; con el 357 Magnum, supuso el sacerdote, dentro. Pensó absurdamente que Navajo desentonaba mucho en aquel escenario: el altar barroco iluminado para los policías, las estropeadas vidrieras y pinturas del techo, el confesionario de madera oscura a la entrada de la sacristía, los exvotos colgados junto al Cristo de la puerta. Se estrecharon la mano. Navajo parecía contento de ver a Quart.
– Y van tres, páter.
Lo dijo en tono ligero, del mismo modo que si aquello fuese una confirmación a sus conversaciones sobre el índice de mortalidad potencial de Nuestra Señora de las Lágrimas. Se apoyaba en el reclinatorio de un banco, desenvuelto; y al mirar Quart por encima de su cabeza observó que unos pies inmóviles asomaban del confesionario.
Se acercó sin decir palabra, seguido de cerca por Navajo. La puerta del confesionario se veía abierta. Quart pensó que los pies estaban en posición demasiado extraña. Después pudo distinguir unos arrugados pantalones de color beige. El resto del cuerpo estaba cubierto por un trozo de lona azul, aunque era posible ver una mano con la palma abierta hacia arriba y una herida desde la muñeca al dedo índice, cruzándola. La mano tenía el color amarillento de la cera vieja.
– Un sitio raro, ¿verdad? -el subcomisario hizo una pausa ecléctica mirando el cadáver y luego al sacerdote; dispuesto a oír cualquier sugerencia válida-. Para morirse.
– ¿Quién es?
La pregunta que Quart había formulado con voz ronca, ausente, resultaba superflua. Había reconocido los zapatos, el pantalón beige, la mano pequeña, blanda y fofa. El policía se tocaba el bigote con aire distraído. Parecía que la identidad del difunto fuese lo de menos, y él estuviese pensando en otra cosa:
– Se llama Honorato Bonafé, y es un periodista conocido en Sevilla.
Quart hizo un gesto afirmativo. Demasiadas preguntas, pensaba. Demasiadas visitas inoportunas. Ahora Navajo sí lo miraba:
– Lo conoce, ¿verdad?… Eso pensaba yo. Según me cuentan, el infeliz había estado moviéndose mucho por los alrededores, estos últimos días… ¿Quiere verlo, páter?
Metiendo medio cuerpo en el confesionario, con la coleta agitándosele como la cola de una ardilla diligente, Navajo levantó la lona que cubría el cadáver. Bonafé estaba muy quieto y muy amarillo, recostado en el asiento de madera del confesionario y contra un ángulo de éste, el mentón hundido haciéndole pliegues en la gruesa papada. Tenía un hematoma violáceo y muy grande en el lado izquierdo de la cara y los ojos cerrados. Su expresión era plácida, tal vez cansada. Un hilo de costra parda le salía por las narices y la boca, ensanchándosele en el cuello y en la pechera de la camisa.
– El forense acaba de darle un repaso -el subcomisario señaló a un hombre joven que tomaba notas sentado en uno de los bancos-. Está reventado por dentro, dice, con alguna fractura. Un golpe, quizás, o una caída. Lo que no vemos claro es cómo se metió aquí. O lo metieron.
Por mero reflejo profesional, sobreponiéndose a la repugnancia que en vida le había causado aquel individuo, Quart murmuró una breve plegaria de difuntos e hizo sobre éste la señal de la cruz. A su espalda, Navajo lo observaba con interés:
– Yo de usted no me molestaría, páter. Éste lleva así buen rato. De modo que, donde haya tenido que ir -sus manos remedaban dos alitas volando hacia alguna parte-, hace rato que habrá llegado.
– ¿Cuándo murió?
– Es pronto para saberlo -señaló al forense-. Pero así, a ojo, el artista le echa doce o catorce horas.
Unos policías subidos al andamio junto a la Virgen conversaban animadamente, y sus voces resonaban en la bóveda. El subcomisario chistó para que bajaran el tono y obedecieron confusos, a la manera de chicos a los que se llama la atención en la capilla escolar. Quart se volvió hacia donde Gris Marsala seguía sentada, mirándolo. Por primera vez le pareció frágil, muy sola, quieta en las gradas del altar. Mientras cubría otra vez a Bonafé, el policía dijo que era la monja quien lo había encontrado al llegar temprano.
– Quisiera hablar con ella.
– Claro que sí, páter -Navajo se esmeraba con la lona sobre el cadáver mientras sonreía torciendo el bigote, animoso y comprensivo-. Pero si no le importa, preferiría que antes me contara usted, brevemente, de qué conoce al fallecido… Así no mezclamos testimonios y todo resulta mucho más espontáneo -se incorporó, observándolo por encima de las gafas redondas-. ¿No cree?
– Como guste. Pero con quien debería hablar es con el párroco.
El policía sostuvo un instante su mirada, sin responder. Luego asintió vigorosamente:
– Sí. Eso es lo que yo opino. Lo malo es que a don Príamo Ferro no hay quien lo encuentre esta mañana. Extraño, ¿verdad?
Miraba alrededor, con gesto de quien espera descubrir al párroco tras un andamio, o en cualquier rincón oscuro de la nave.
– ¿Han ido a su casa? -preguntó Quart.
Navajo se volvió a mirarlo con cara de quien acaba de oír una estupidez. Parecía decepcionado, como si esperase más ayuda de su parte.
– Por lo que me cuentan -dijo- ha desaparecido del mapa. Alehop. En el carro del profeta Elias.
Quart le detalló a Simeón Navajo cuanto sabía de Honorato Bonafé, así como lo que pudo recordar de los encuentros en el vestíbulo del hotel Doña María. La conversación fue interrumpida dos veces por el bip-bip de un teléfono móvil, que el policía extrajo cada vez de su bolso moruno pidiéndole excusas a Quart. La primera fue para confirmar que el padre Ferro continuaba sin dar señales de vida. Había estado como cada noche en el palomar de la Casa del Postigo -extremo que confirmó Quart, incluida la hora en que se despidió de él- y luego desapareció sin dejar rastro. En cuanto a la casa parroquial, la mujer de la limpieza confirmaba que la cama del dormitorio estaba sin deshacer. Respecto al vicario, el padre Lobato había emprendido viaje a su nueva parroquia a última hora del día anterior, en autobús, y el viaje era largo, con varias combinaciones posibles. Policía y Guardia Civil se encargaban de localizarlo… ¿Sospechosos? -el subcomisario guardaba el teléfono tras la última llamada-. Hasta que se determinaran las causas de la muerte, allí nadie era sospechoso todavía. O dicho de otro modo, todos lo eran. Miraba por encima de las gafas con una tibia disculpa emboscada en el bigote. Aunque unos lo fueran más que otros.
– ¿Cómo andamos de porcentajes esta vez? -se interesó Quart.
Navajo se rascó el puente de la nariz:
– Bueno. Entre usted y yo, páter, diría que esta vez alguien ayudó un poquito a la iglesia.
Quart no dio muestras de sorpresa. Distaba de ser experto en cadáveres, aunque había visto alguno que otro. En cuanto a Bonafé, bastaba echarle un vistazo.
– ¿Asesinado?
Lo dijo, en realidad, por incitar al subcomisario a hablar más.
Navajo sonrió un poquito siguiéndole el juego, y se llevó la mano a la nuca para mostrar su pelo recogido en la coleta:
– Me juego el apéndice -después se puso serio, encogiendo los hombros- Y su colega el párroco lleva muchas papeletas en la rifa.
– ¿Por la ausencia?
– Claro. Salvo que el forense opine otra cosa.
Uno de los agentes vino a reclamar su atención y Navajo se fue con él. Quart continuó camino hasta las gradas del altar mayor, donde Gris Marsala seguía sentada.
– ¿Cómo se encuentra?
Se abrazaba las piernas, apoyando el mentón en las rodillas:
– Aturdida, supongo -su acento norteamericano era más áspero que de costumbre-. Pero estoy bien.
– ¿La ha molestado mucho la policía?
La monja reflexionó un momento, sin cambiar de postura.
– No -dijo por fin-. Están siendo amables.
Vestía como siempre, un polo y los tejanos manchados de yeso. La trenza de su pelo estaba rematada por una goma elástica. Allí sentada parecía más sola y desamparada que de costumbre, en la iglesia invadida por el ir y venir, los ruidos y las voces de los policías.
– Buscan al padre Ferro -Quart se sentó a su lado. De pronto le pareció que aquello sonaba excesivo, así que añadió tras una pausa-: También al padre Lobato.
Ella asintió ligeramente. Seguía mirando el confesionario, ensimismada. De vez en cuando parpadeaba, a la manera de quien intenta establecer límites entre lo que ha soñado y lo real. Al cabo de un instante suspiró hondo y asintió de nuevo.
– Es posible -dijo por fin- que Óscar haya ido a visitar a sus padres, que viven en un pueblecito de Málaga, antes de seguir camino a Almería… Por eso tardan en dar con él.
Los deslumbró el resplandor de un flash. Uno de los policías fotografiaba algo en el suelo, a sus espaldas. Quart se desabrochó la americana y se inclinó hacia adelante, entrelazando los dedos.
– ¿Y don Príamo?
Ella aguardaba esa pregunta, que sin duda ya le habían hecho antes.
– No lo sé. Vine esta mañana como cada día, a las nueve. Y encontré la iglesia cerrada… Siempre la abría uno de los dos a las siete y media, para la misa de ocho. Hoy nadie dijo misa.
– Me dicen que usted lo encontró.
– Sí. Antes fui a la casa, pero no respondía nadie. Así que entré por la puerta de la sacristía con mi llave -hizo una mueca de perplejidad, encogiéndose de hombros-. Al principio no vi nada. Fui al andamio de la vidriera, encendí las luces y preparé mis cosas. Pero todo parecía muy extraño, así que decidí telefonear a Macarena para ver si don Príamo había trabajado en el palomar durante la noche… Y camino de la sacristía vi a ese hombre en el confesionario.
– ¿Lo conocía?
Los ojos claros se endurecieron un instante:
– Sí. A Óscar y a mí nos abordó una vez en la calle, haciéndonos preguntas sobre los trabajos en la iglesia y sobre don Príamo. Óscar lo mandó al diablo.
Quart miraba sus zapatillas de deporte, la piel pálida de los tobillos, la cicatriz en la muñeca. Seguía abrazándose las piernas, apoyado el mentón en las rodillas. La irrupción de toda aquella gente en la iglesia parecía desconcertarla, arrebatándole la seguridad del terreno conocido. Eso hizo removerse a Quart, incómodo. Tenía un montón de cosas que hacer -aún no había podido comunicar con Roma-, pero no se decidía a dejarla así. Señaló a Simeón Navajo, que iba y venía controlando el trabajo de su gente:
– Me temo que el subcomisario seguirá molestándola. Tres muertes son ya muchas muertes. Y esta vez la hipótesis del accidente parece improbable… ¿Quiere que telefonee a su cónsul?
El ofrecimiento obtuvo una sonrisa agradecida:
– No creo que sea necesario. Los policías se están portando muy bien.
– ¿Ha hablado con Macarena?
Quart sintió una extrema turbación al pronunciar el nombre que hasta ese instante procuraba mantener a raya en su cabeza. Podía dejarse ir a la deriva, sin el menor esfuerzo, tras las cuatro sílabas que había repetido sólo unas horas antes en los mismos labios de la mujer, dentro de su boca. Y de pronto todo era otra vez penumbra, brillo de marfil, tacto de la carne tibia cuyo aroma todavía llevaba en la piel y en las manos, y en los labios que ella había mordido hasta hacerlos sangrar. El cuerpo moreno materializándose desde sus ensueños, líneas de luz y oscuridad en la blancura inmensa de las sábanas que los acogían como un desierto de nieve o sal. Ella, tensa, esbelta, debatiéndose para escapar sin desearlo, para huir queriendo quedarse, echada hacia atrás la cabeza, ausente la expresión del rostro transfigurado y hermoso, egoísta como una máscara, gimiendo crispada entre los brazos que la anclaban con firmeza, recios, clavada a la carne del hombre cuya cintura rodeaba con sus muslos desnudos. Recobrando el aliento entre el calor y la saliva sobre la piel húmeda, y el sexo húmedo, y la boca húmeda, y la curva húmeda de sus senos hasta el hombro, y el cuello cálido, y la barbilla, y otra vez la boca y el gemido, y de nuevo los muslos tensos, abiertos en desafío, abrigo o refugio. Largas horas intensas de paz y combate que transcurrieron en apenas un instante, pues en cada segundo supo él que cuanto estaba ocurriendo tenía un límite y tenía un final. Y el final llegó con el alba y su último estallido largo, intenso, bajo la luz gris, ingrata, que se filtraba ya por las ventanas de la Casa del Postigo. Y de pronto Quart se encontró solo de nuevo, en las calles desiertas de Santa Cruz, ignorando -en el caso de que alentara algo más bajo la carne exhausta- si acababa de condenar su alma, o de salvarla.
Agitó la cabeza para sacudir de ella el recuerdo. Desesperación era la palabra exacta. Y para no ceder a ella se puso a mirar alrededor, la iglesia, los andamios, la imagen de la Virgen en el retablo ahora iluminado, los policías charlando animadamente junto al cadáver de Honorato Bonafé; y lo hizo recurriendo a la cercanía de la tragedia como mecanismo de control. Más tarde, se dijo con un esfuerzo de voluntad. Quizá más tarde. Ocupar su mente con todo aquello le traía un alivio muy cercano al olvido.
– Esta mañana aún no hemos hablado.
Gris Marsala se había vuelto a mirarlo con fijeza, y Quart tardó un poco en recordar que ella respondía a una pregunta suya. Se planteó cuánto más sabría ella de lo ocurrido en las últimas horas, tanto en la iglesia como entre él y Macarena.
– Pero la policía sí fue a verla -añadió la monja-. Me parece que hay unos agentes en la Casa del Postigo.
Frunció el ceño el sacerdote; Simeón Navajo no era de los que andaban perdiendo el tiempo. Y él tampoco podía quedarse atrás. Media hora antes, en el arzobispado, monseñor Corvo se lo había expuesto bien claro para evitar malentendidos: tuviera o no algo que ver Vísperas, el asunto concernía en exclusiva a Roma -o lo que era igual, a Lorenzo Quart- y Su Ilustrísima se lavaba las manos. Aquella música era para que la bailaran quienes la habían hecho sonar, y tal no era el caso del ordinario de Sevilla. Por supuesto, Quart y el IOE podían contar con todo su apoyo y sus oraciones, etcétera. Así que buena suerte y adiós.
– ¿Dónde está el padre Ferro?
Sin esperar la respuesta de Gris Marsala, Quart se sumió en el análisis del panorama. Simeón Navajo llevaba ventaja, pero la carrera debían terminarla a la par; en Roma no iban a encajar bien la detención de un clérigo antes que Quart pudiera suministrarles información para amortiguar el golpe. Aunque lo ideal consistía en la propia Iglesia llevando la iniciativa. Eso significaba buscarle un buen abogado al párroco y defender su inocencia mientras no hubiese pruebas de lo contrario; pero también, en caso de culpabilidad manifiesta, facilitar al máximo la acción de la justicia secular. Como siempre, lo que importaba era salvar las formas. Quedaba por resolver en qué punto de todo aquello se situaba la conciencia del propio Quart; pero eso era algo que podía esperar tiempos mejores.
– De don Príamo sé lo mismo que usted -Gris Marsala le dirigió una larga mirada, sorprendida del escaso interés que él parecía mostrar por sus respuestas-. Lo vi aquí ayer a media tarde, un momento. Todo normal.
También Quart lo había visto a medianoche, todo normal, y entre tanto Honorato Bonafé estaba muerto. Miró el reloj, inquieto. El problema de su carrera contra Simeón Navajo era que el policía contaba con mejores medios, y aún no había autopsia para determinar responsabilidades, o pistas hacia las que orientarse. Cualquier movimiento en las próximas horas iba a tener que hacerlo a ciegas, sobre intuiciones.
– ¿Quién cerró la iglesia?
Gris Marsala titubeaba:
– ¿La puerta de la calle o la sacristía?
– La calle.
– Yo, como siempre -arrugó la frente, ordenando su memoria-. En esta época trabajo mientras hay luz, hasta las siete o siete y media de la tarde. Así lo hice ayer… La de la sacristía suelen cerrarla Óscar o don Príamo, a las nueve.
Óscar Lobato quedaba fuera de alcance, así que Quart se resignó a descartarlo por razones prácticas. Navajo sería la única fuente de información respecto a él. Se consoló pensando que en cuanto al resto el clero tenía ventaja. Pero era urgente telefonear a Roma, acudir a la Casa del Postigo, mantener bajo control a Gris Marsala y, sobre todo, situar al párroco. Porque el golpe duro iba a venir en esa dirección.
Apuntó un dedo hacia el confesionario:
– ¿Vio a ese hombre rondar ayer por aquí?
– Hasta las siete y media, desde luego que no estuvo. No dejé la iglesia ni un momento -la monja reflexionó un poco-. Tuvo que entrar más tarde, por la sacristía.
– Entre las siete y media y las nueve -la instó a precisar Quart.
– Supongo que sí.
– ¿Quién cerró la sacristía?… ¿El padre Lobato?
– No creo. Óscar se despidió de mí a media tarde, y su autobús salía a las nueve. Así que él no pudo cerrar la puerta de la sacristía. Seguramente fue el padre Ferro quien lo hizo. Lo que ya no sé es a qué hora.
– De cualquier modo, vería a Bonafé en el confesionario.
– Es muy posible que no. Esta mañana tampoco yo lo vi, al principio. Quizá don Príamo no llegó a entrar en la iglesia y se limitó a cerrar la puerta desde el pasillo que comunica con su casa.
Quart ató cabos. Como coartada resultaba endeble, pero era la única que podía establecerse de momento: si la autopsia determinaba que Bonafé había muerto entre las siete y media y las nueve, el abanico de posibilidades se abría un poco más, considerando que el párroco pudo cerrar la puerta sin asomarse al interior. Pero si la muerte se había producido más tarde, las cosas iban a complicarse con aquella puerta cerrada. Y sobre todo con la desaparición que convertía al padre Ferro en sospechoso.
– ¿Dónde estará? -murmuró Gris Marsala.
La perplejidad y un toque de angustia descuidaban su castellano, acusándole el acento norteamericano. Quart alzó un poco las manos, impotente, sin saber qué decir y pensando en otras cosas. Su cabeza funcionaba a la manera de un reloj, hacia adelante y hacia atrás, estableciendo horas y coartadas. Doce o catorce horas, había dicho Navajo. Teóricamente se daba una serie de imponderables, personajes desconocidos que podían estar implicados; pero sobre eso resultaba inútil aventurar suposiciones. En el entorno próximo, la lista no era, en cambio, ni larga ni difícil. Puestos a incluir a todo el mundo, el padre Óscar pudo haberlo hecho, y después irse. También el padre Ferro había tenido tiempo de sobra para matar a Bonafé, cerrar la puerta de la sacristía e ir al palomar, donde encontró a Quart a las once en punto de la noche, antes de esfumarse. Y de cualquier manera, como apuntaba la lógica policial de Simeón Navajo, su desaparición lo ponía en cabeza de lista, con gran ventaja sobre el resto. Siguiendo la relación de sospechosos, la misma Gris Marsala era personaje a considerar, moviéndose por la iglesia como un gato, con aquella puerta principal cerrada y la sacristía abierta hasta las nueve, sin que nadie pudiera respaldar sus afirmaciones excepto ella. En cuanto a Macarena Bruner, Quart fue a cenar a su casa a las nueve, y ella estaba allí, acompañando a su madre. Eso permitía descartarla en principio; pero la hora y media anterior la situaba también en zona de riesgo. Además, ella temía el chantaje de Bonafé.
Sangre de Dios. Irritado consigo mismo, Quart tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para retener la concentración. La imagen de Macarena dispersaba sus pensamientos, enredando el hilo lógico entre la iglesia, el cadáver y los personajes conocidos de la historia. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por disponer de una cabeza tranquila y que todos ellos le importasen un bledo.
Había llegado el juez instructor. Los policías se agrupaban cerca del confesionario, dispuestos a proceder al levantamiento del cadáver. Quart vio que Simeón Navajo conversaba con el juez en voz baja, y de vez en cuando miraban hacia él y Gris Marsala.
– Tal vez deba responder usted a más preguntas -le dijo a la monja-. Y prefiero que en adelante lo haga con el asesoramiento de un abogado. Hasta que encontremos al padre Ferro y al vicario, es preferible ser prudentes. ¿Está de acuerdo?
– Lo estoy.
Quart escribió un nombre en una tarjeta y se la dio.
– Hay una persona de plena confianza, especialista en derecho canónico y penal, a quien telefoneé desde el arzobispado. Se llama Arce y ha trabajado otras veces para nosotros. Llegará de Madrid a mediodía… Cuéntele cuanto sabe y siga sus instrucciones al pie de la letra.
Gris Marsala miró el nombre escrito en el papel:
– Usted no hace venir a un abogado como ése por mí.
No se mostraba asustada, sino inmensamente triste. Parecía que la iglesia se hubiera derrumbado de verdad ante sus ojos.
– Claro que no -Quart quiso confortarla con una sonrisa-. Más bien por todos nosotros. Éste es un asunto muy delicado, donde interviene la justicia civil. Es mejor que nos asesore un especialista.
Ella dobló con cuidado la tarjeta antes de guardarla en un bolsillo trasero de los tejanos.
– ¿Dónde está don Príamo? – preguntó otra vez. Había un reproche en sus ojos claros, casi culpando a Quart por la desaparición del párroco. Éste movió un poco la cabeza.
– No tengo la menor idea -dijo en voz baja-. Y ése es el problema.
– No es de los que huyen.
Estaba de acuerdo con ella, pero no añadió nada. Miraba el confesionario. Los policías habían retirado la lona azul y sacaban el cuerpo de Bonafé, introduciéndolo en un saco de plástico metalizado que situaron sobre una camilla. Sin dejar de conversar con el juez, el subcomisario Navajo los miraba.
– Sé que no es de los que huyen -dijo al fin Quart-. Y ése es, precisamente, el otro problema.
Tardó menos de cinco minutos en recorrer la distancia entre Nuestra Señora de las Lágrimas y la Casa del Postigo. No sudaba jamás, pero aquella mañana la camisa negra se le pegaba a los hombros y a la espalda, bajo la chaqueta, cuando llamó al timbre. Abrió la doncella, y Quart apenas había preguntado por Macarena cuando la vio bajo los arcos del patio conversando con dos policías, un hombre y una mujer. Al advertir su presencia lo miró muy quieta, y luego despidió a los guardias y vino a su encuentro. Llevaba una camisa de pequeños cuadros azules, tejanos y las sandalias de la noche anterior, e iba sin maquillar, el pelo suelto y todavía húmedo. Olía a gel de baño.
– El no lo hizo -dijo.
Al principio Quart no respondió. Y cuando fue a hacerlo, a punto estuvo de preguntar a quién se refería ella. El patio tenía aromas de hierbaluisa y albahaca, y el sol de la mañana, reflejado en los cristales del piso superior, rozaba ya con rectángulos de luz las largas hojas verdes de los helechos, las macetas de geranios sobre el suelo de mosaico recién fregado. También ponía gotas de miel en los ojos oscuros de la mujer, y todas las referencias sobre las que Quart basaba su aplomo se iban otra vez a la deriva, desorientándolo.
– ¿Dónde está? -preguntó por fin.
Macarena inclinaba el rostro, grave, mientras lo miraba.
– No lo sé. Pero él no mató a nadie.
Estaban muy lejos de la noche, del jardín bajo la ventana iluminada del palomar, de las hojas de las buganvillas y los naranjos recortándosele a ella sobre el rostro y los hombros, en sombras de luna. De la máscara absorta de luz y penumbra. El marfil no era el mismo en la piel recién lavada de la mañana, y ya no existía misterio, ni complicidad, ni sonrisa. El templario exhausto miró en torno un poco desconcertado, sintiéndose desnudo al sol, rota la espada, deshecha la cota de malla. Mortal como el resto de los mortales y tan vulnerable y vulgar como todos ellos. Perdido, según había dicho Macarena con extrema precisión poco antes de obrar en su carne el sombrío milagro. Porque estaba escrito: Ella destruirá tu corazón y tu voluntad. Y las viejas escrituras eran sabias. La exquisita, inocente maldad vinculada al poder destructor de toda mujer, incluía dejar al otro la lucidez necesaria para contemplar los estragos de su derrota. Y a Quart le bastaba para verse enfrentado a la propia condición, involucrado a su pesar, desprovisto para siempre de coartadas con que apaciguar la conciencia.
Miró el reloj sin alcanzar a ver la hora, se tocó el alzacuello de la camisa, palpó la chaqueta a la altura del bolsillo donde tenía las tarjetas para notas. Buscaba la última sangre fría tras los gestos rutinarios y familiares. Macarena lo miraba paciente, esperando. Hablar, se dijo él. Hablar lejos del jardín y de su piel y de la luna. Hay un misterio por resolver y para eso he venido.
– ¿Y tu madre?
Resultaba incómodo el primer tuteo a la luz del sol; pero Quart, aunque ya no fuese un buen soldado, detestaba las hipocresías de clérigo escandalizado de sí mismo. Indiferente a los matices, Macarena hizo un gesto vago hacia la galería superior:
– Arriba, descansando. No sabe nada.
– ¿Qué es lo que pasa aquí?
Ella movió la cabeza. Las puntas del cabello le dejaban huellas de humedad en la camisa, sobre los hombros.
– No sé lo que está pasando -seguía atenta al padre Ferro, no a Quart-. Pero don Príamo nunca haría una cosa así.
– ¿Ni siquiera por su iglesia?
– Ni siquiera por ella. Los policías dicen que ese Bonafé murió a última hora de la tarde. Y tú estuviste anoche con don Príamo. ¿Crees que habría venido aquí, tranquilamente, a mirar las estrellas después de matar a un hombre?… -alzó las manos invocando al sentido común, y las dejó caer-. Es ridículo.
– Pero huyó.
Macarena hizo una mueca de incertidumbre:
– No estoy segura. Y es lo que me inquieta.
– Pues dame otra explicación. O ayúdame a encontrarlo.
Ahora ella contemplaba los dibujos del suelo, ensimismada. Quart estudió su rostro; el nacimiento de las líneas suaves, descendentes bajo el cuello desabrochado de la camisa que insinuaba un tirante de sujetador blanco. Hormiguearon sus dedos al reconocer aquel camino oscuro y tibio, con la desolación de lo perdido. Macarena Bruner seguía siendo absolutamente hermosa a la luz del día.
– Esos policías vinieron hace una hora, y apenas he tenido tiempo de pensar… Pero hay algo. Cosas que no concuerdan -fruncía el ceño compartiendo su perplejidad con Quart- Imagina por un momento que don Príamo no tenga nada que ver. Que por eso se comportó anoche de modo tan natural.
– No fue a dormir a su casa -opuso él-. Y suponemos que cerró la iglesia con el cadáver dentro.
– No puedo creerlo -ahora Macarena apoyaba una mano en su brazo- ¿Y si también le ha pasado algo a él?… Tal vez salió de aquí, y luego… No sé. A veces ocurren cosas.
Quart hizo un movimiento seco hacia un lado, alejándose de la mano; pero ella, indiferente a todo salvo a su propia inquietud, no se dio cuenta. Entre ambos, el agua canturreaba en la fuente de azulejos.
– Tú tienes algo en la cabeza -dijo él-. Algo que yo ignoro. ¿Dónde estuviste ayer, antes de la cena?
La vio regresar de muy lejos.
– Con mi madre -parecía sorprendida por la pregunta-. Nos viste aquí, juntas.
– ¿Y antes?
– Di un paseo por el centro, vi tiendas… -se interrumpió de pronto, mirándolo asombrada- No irás a decir que sospechas de mí.
– Lo que yo sospeche no importa. Es la policía la que me preocupa.
Aún lo estuvo observando un poco más, y luego expulsó el aire retenido en los pulmones. No parecía enfadada, sino confusa.
– Los policías son estúpidos -murmuró- Pero no hasta ese punto. Al menos eso espero.
Empezaba a hacer mucho calor. Quart se desabotonó la chaqueta y permaneció inmóvil frente a Macarena. Era la única carta que le daba ligera ventaja sobre Simeón Navajo; aunque esa distancia se acortase a cada minuto. Tal vez ya tenían localizado a Óscar Lobato, con su versión de los hechos.
– Y mañana es jueves -dijo ella.
Se apoyaba en el brocal de la fuente, desolada; y Quart supo en el acto lo que había estado pensando todo el tiempo, desde que los policías le dieron la noticia: si al día siguiente no se celebraba misa, el fuero de Nuestra Señora de las Lágrimas podía darse por extinguido. El arzobispo de Sevilla, el Ayuntamiento y el Banco Cartujano se lanzarían como buitres sobre su presa.
– Ahora la iglesia es lo de menos -dijo, malhumorado-. Si el padre Ferro aparece, es muy posible que mañana esté detenido.
– Salvo que no tenga nada que ver…
– Habrá que encontrarlo, primero. Y preguntárselo. Mejor nosotros que la policía.
Movió Macarena la cabeza como si no fuera ésa la cuestión. Se había llevado una mano a la boca para morder, absorta, la uña del dedo pulgar. Quart temía asustarla, interrumpir sus pensamientos. Ella era su única esperanza.
– Mañana es jueves -repitió Macarena, aún ausente.
Su tono era distinto al de la primera vez. Ahora traslucía una colérica certeza, y también una amenaza contra algo, o contra alguien. Y Quart la vio asentir muy despacio, con expresión sombría.
El limpiabotas terminó de lustrar los zapatos de Octavio Machuca, le vendió un billete de lotería y se fue con la caja de betunes bajo el brazo, canturreando una copla. El sol estaba vertical, y un camarero de La Campana hacía chirriar la manivela del toldo para dar resguardo a las mesas dispuestas en la terraza. Sentado junto a Machuca, Pencho Gavira bebía con placer una cerveza helada. Los parabrisas de los automóviles reflejaban la luz de la calle en los cristales de sus gafas oscuras y en el reluciente pelo negro peinado hacia atrás con brillantina.
Contaba algo el viejo banquero, un episodio relacionado con la última junta de accionistas, y Gavira asentía distraído, vuelto hacia él y sin prestarle mucha atención. El secretario de Machuca ya se había ido, y el presidente del Banco Cartujano consumía los últimos minutos antes de irse a comer a Casa Robles. De vez en cuando Gavira le echaba un vistazo disimulado al reloj. Tenía una cita de trabajo: un almuerzo con tres de los consejeros que la semana siguiente iban a decidir su futuro. Gavira era partidario de que lloviera sobre mojado, así que en las últimas horas había puesto en marcha un delicado juego de presiones. De los nueve miembros del consejo, aquellos tres eran maleables con los argumentos oportunos; y contaba con un cuarto, del que detalles de índole íntima -fotos en un yate de Sotogrande con cierto bailarín aficionado a los banqueros maduros y a la cocaína- permitían prever una cooperación más o menos entusiasta. Por eso, contra su costumbre, aquel mediodía no prestaba la atención debida a las palabras de su jefe y protector, limitándose a asentir de vez en cuando entre sorbo y sorbo de cerveza. Se concentraba como un samurai antes del combate, atento ya a la disposición de asientos en la comida, los términos en que iba a plantear el asunto, el clímax y el previsible desenlace. Gavira sabía muy bien, por experiencia, que no era lo mismo sobornar a tres consejeros de banco que a un chupatintas cualquiera. Aunque en el fondo resultaran siempre más fáciles los consejeros, el estilo era diferente y las apariencias costaban un poco más.
El camarero interrumpió la charla de Machuca: llamaban a don Fulgencio Gavira al teléfono. Se disculpó éste y pasó al interior, quitándose las gafas de sol. Sin duda era Peregil, que no había dado señales de vida en toda la mañana. Anduvo hasta una esquina del mostrador y cogió el auricular de manos de la cajera. No era Peregil, sino su secretaria; y llamaba desde el despacho del Arenal. Durante los siguientes tres minutos Gavira escuchó en silencio, sin hacer el menor comentario. Luego dio las gracias y colgó.
Tardó una eternidad en llegar a la puerta, tocándose el nudo de la corbata como si se dispusiera a aflojarlo. Quiso reordenar sus ideas, mas éstas se confundían con el calor, el rumor de conversaciones, la fuerte luz y el ruido de automóviles. Resultaba difícil establecer si lo ocurrido era bueno o era malo; pero sus planes se veían desajustados, reclamándole otros nuevos. De un modo u otro, a Gavira le sobraba temple; antes de llegar a la puerta ya había mirado el reloj, consciente de la imposibilidad de anular la comida prevista, maldecido a Peregil por no estar a mano cuando más lo necesitaba, y perfilado al menos tres buenas razones para considerar positivo cuanto acababa de saber. Así que casi rozó el optimismo al salir al exterior todavía con las gafas de sol en la mano, meditando el modo de planteárselo a don Octavio Machuca. Pero el viejo no estaba solo. Se había levantado a besar a Macarena, escoltada por el cura alto venido de Roma; y los tres lo miraban a él. Entonces Gavira soltó entre dientes una blasfemia sonora como un latigazo, que hizo volver la cabeza, escandalizadas, a dos señoras maduras que se cruzaron en el umbral.
Fue Macarena quien lo dijo casi todo. Se mantenía sentada en el borde de la silla, frente a Machuca, inclinándose hacia él al hablar. Fruncía el ceño concentrada, hosca; y Lorenzo Quart observó su perfil entre el cabello que le caía por los hombros, las mangas de la camisa de cuadros azules vueltas al modo masculino, por encima de los antebrazos morenos y las manos largas y expresivas, que agitaba junto a las rodillas del viejo banquero. Este, de vez en cuando, le tomaba una para oprimirla suavemente entre sus garras descarnadas, en un intento por tranquilizarla. Pero Macarena no parecía inquieta, sino furiosa. Eran su terreno, su marido, su padrino. Sus filias y sus fobias, su memoria y sus heridas. Así que Quart sólo pudo mantenerse al margen, dejarse guiar por ella, escuchar mientras observaba a los dos hombres que, de un modo u otro, tenían en sus manos la suerte de Nuestra Señora de las Lágrimas. Por fin Macarena terminó, echándose hacia atrás en la silla con una ojeada hostil a Pencho Gavira, que había estado fumando en silencio, cruzadas las piernas. Impávido, abría y cerraba las patillas de las gafas de sol sobre la mesa, dirigiéndole de vez en cuando silenciosas miradas a Quart. Todos lo observaban a él, ahora. Y habló primero el viejo Machuca:
– ¿Qué sabes tú de esto, Pencho?
Quart vio que Gavira dejaba quietas las gafas. La misma mano fue hasta la boca, firme, para sostener el cigarrillo entre dos dedos:
– No diga barbaridades, don Octavio. Qué voy yo a saber.
La cerveza, ya sin espuma, se calentaba en su vaso. Vino un mendigo a pedirles una moneda y Machuca lo despidió con un gesto.
– No hablamos del muerto -dijo Macarena-. Sino de la desaparición de don Príamo.
Hubo otra chupada al cigarrillo y una eternidad hasta que Gavira exhaló el humo. Seguía mirando a Quart:
– Tendrá que ver una cosa con la otra. Digo yo.
Macarena cerraba el puño, como para golpear con él la mesa. O a su marido.
– Sabes que no tiene nada que ver.
– Te equivocas. Yo, saber, no sé nada -la boca de Gavira hizo una mueca cruel-. La experta en iglesias y en curas eres tú -señaló a Quart-. Que no vas a ningún sitio sin tu director espiritual.
– Maldito seas.
Octavio Machuca levantó una mano flaca para apaciguar los ánimos. Quart, que se mantenía en silencio y al margen, observó que tras sus párpados entornados el viejo banquero no perdía de vista a Gavira.
– La verdad, Pencho -dijo Machuca-. Quiero la verdad.
Gavira apuró el cigarrillo y lo arrojó a la acera, a los pies de un vendedor de lotería que se acercaba a ofrecerles un décimo. Después miró a su jefe a los ojos.
– Don Octavio. Le juro que no sé nada de ese muerto en la iglesia, salvo que era periodista y, cuentan, muy mal bicho. Tampoco sé dónde diablos puede haberse metido el cura -alargó la mano disponiéndose a jugar de nuevo con las patillas de sus gafas, pero la dejó inmóvil junto a ellas-. Sólo sé lo que me ha contado mi secretaria por teléfono hace un momento: hay un cadáver, el padre Ferro es sospechoso y lo busca la policía -de nuevo observó a Macarena, y luego a Quart-. Lo demás es buscarle tres pies al gato.
– Tú has estado enredando en la iglesia -insistió ella-. Todo el tiempo estuviste maniobrando alrededor. No puedo creer que seas ajeno a esto.
– Pues lo soy -Gavira se mantenía muy sereno-. No voy a ocultar que algo sí me he movido. Alguien, siguiendo instrucciones mías, estuvo un poco de aquí para allá, estudiando la situación -se volvió hacia Machuca, apelando a su buen criterio-. Fíjese si soy sincero, don Octavio, que no me importa contarles que consideré la posibilidad de convencer al párroco con métodos drásticos… Todo se estudió, con los pros y los contras. Pero nada más. Ahora resulta que el padre Ferro se ha metido en un lío, que el fuero de la iglesia queda en el aire, y que todo me viene de perlas -se ensanchó la sonrisa del Marrajo del Arenal-… Pues qué quieren que les diga. Que lo siento por ese párroco y que me alegro por mí -hizo un gesto en atención al viejo Machuca-. Por mí y por el Cartujano. Nadie derramará lágrimas por esa iglesia.
Macarena le dirigió una mirada de desprecio:
– Yo lo haré.
Se acercó una florista ofreciendo jazmines para la señora, y Gavira la mandó a paseo. Ahora miraba a su mujer con menos reticencia.
– Es lo único que lamento en esta historia. Tus lágrimas -por un instante pareció suavizársele un poco el tono-. Sigo sin comprender qué ocurrió entre tú y yo -dura ojeada de soslayo a Quart-. Ni las cosas que sucedieron después.
Ella movía la cabeza, negándose a aceptar ese terreno:
– Es tarde para hablar de nosotros. El padre Quart y yo hemos venido a preguntarte por don Príamo.
Relucieron los ojos negros de Gavira:
– Pues empiezo a estar harto de tropezarme con el padre Quart.
– Y yo de tropezarme con usted -dijo Quart, cuya mansedumbre profesional rozaba el límite-… Eso le ocurre por meterse a incordiar en iglesias donde nadie lo llama.
Un relámpago de ira endureció la boca del banquero, y por un segundo Quart creyó que se le iba a echar encima. Su pulso bombeó adrenalina; pero el otro ya sonreía, de nuevo peligroso y tranquilo. Todo había transcurrido fugaz, sin un gesto fuera de lugar, ni una amenaza. Ahora Gavira le hablaba a Macarena:
– Te aseguro que no tengo nada que ver.
– No -ella se inclinaba otra vez hacia adelante, los codos sobre la mesa, mortalmente seria-. Te conozco, Pencho. No sabría decir por qué, pero estoy segura de que mientes. Fíjate en lo que digo: aunque estés siendo sincero, mientes. Hay cosas que no encajan, que no se explican sin tu intervención. Aunque no tuvieras nada que ver, la desaparición de don Príamo, precisamente hoy, lleva tu sello. Tu estilo.
Quart vio a Gavira vacilar un instante. Sólo fue un momento, un breve relámpago de duda en sus ojos oscuros e impasibles. Los dedos abrieron y plegaron dos veces las patillas de las gafas sobre la mesa y luego quedaron inmóviles de nuevo.
– No -dijo.
Más que una negación destinada a ellos, parecía respuesta a una reflexión interior. Octavio Machuca entrecerraba más los párpados, observándolo con curiosidad; y fue en ese momento cuando Quart tuvo la certeza de que el de Macarena no era un tiro a ciegas.
– Pencho -dijo Machuca.
Era una reconvención y un ruego formulados en voz baja. La expresión de Gavira era otra vez inescrutable, pero alzó levemente una mano, como si pidiera un momento de calma para reflexionar-. Un conductor molesto por un coche mal aparcado los ensordeció a todos con su claxon.
– Si tienes algo que ver, Pencho… -insistió Machuca. Ahora parecía de veras incómodo, dedicándoles a Macarena y a Quart breves miradas de preocupación.
– Esas casualidades no ocurren -murmuró Gavira, abismado, muy lejos de allí.
Después, con aspecto de moverse en el límite impreciso de lo real y de un sueño, miró a Quart y luego a Macarena, casi esperando que confirmaran sus pensamientos no expresados. Abría la boca a punto de decir algo, o necesitando, quizás, más aire para respirar. Se mantenía firme, pero su aplomo había desaparecido. De pronto, un semáforo pasó del rojo al verde y el desfile de parabrisas de automóviles los deslumbró a todos con una sucesión de destellos y ráfagas de sol. Gavira parpadeó, enrojeciendo con violencia. Sacudido por una ola de calor inesperado.
– Ahora deben disculparme -dijo-. Tengo una comida de trabajo.
Apretaba un puño llevándoselo hasta la barbilla, como si fuese a golpearse a sí mismo. Y al ponerse en pie, derramó el vaso de cerveza.