Utilizar su verdadero nombre habría ido contra el Código.
(Clough y Mungo. Approaching Zero)
Algunos días después de su regreso a Roma y la presentación del informe sobre Nuestra Señora de las Lágrimas, Quart recibió en su casa de la Via del Babuino la visita de monseñor Paolo Spada. Volvía a llover sobre la ciudad como tres semanas atrás, cuando le dieron la orden de viajar a Sevilla. Ahora Quart estaba de pie ante los ventanales abiertos de la terraza, mirando caer el agua sobre los tejados, las paredes ocres de las casas, el reflejo gris del empedrado y las escalinatas de la plaza de España, cuando sonó la campanilla de la puerta. Monseñor Spada estaba en el umbral, macizo y cuadrado bajo una chorreante gabardina negra, sacudiéndose con movimientos de cabeza el agua de sus duras cerdas de mastín.
– Pasaba por aquí -dijo-. Y pensé que tal vez podría invitarme a un café.
Sin esperar respuesta colgó la gabardina en una percha y fue hasta el austero saloncito, donde tomó asiento en uno de los sillones junto a la terraza. Estuvo allí, silencioso, mirando caer la lluvia, hasta que Quart vino de la cocina con la cafetera humeante y un par de tazas en una bandeja.
– El Santo Padre ha recibido su informe.
Quart asintió despacio mientras se servía un poco de azúcar, y luego aguardó de pie, removiendo el café con la cucharilla. Llevaba las mangas de la camisa vueltas sobre los antebrazos, con el cuello abierto sin la cinta de celuloide blanco. El Mastín inclinaba la pesada cabeza de gladiador, mirándolo por encima de su taza:
– También -añadió- ha recibido otro informe del arzobispo de Sevilla donde se le menciona a usted.
La lluvia arreciaba afuera, y el repiqueteo del agua en la terraza atrajo un momento la atención de los dos hombres. Quart puso la taza vacía en la bandeja y sonrió. El gesto triste, distante, que uno tiene preparado desde mucho tiempo atrás, en la certeza de que tarde o temprano lo va a necesitar.
– Siento haberle causado problemas. Monseñor.
Era el viejo tono de siempre. Disciplinado, respetuoso. Aunque estaba en su propia casa permanecía sin sentarse, casi a punto de alinear los pulgares con las costuras del pantalón negro. El director del IOE le dirigió una ojeada de afecto y luego encogió los hombros.
– Usted no me ha causado problemas a mí -dijo con suavidad-. Al contrario: informó puntualmente en un tiempo récord, hizo un trabajo difícil y tomó las decisiones adecuadas respecto a la entrega del padre Ferro a la policía y su defensa legal -estuvo callado un momento, mirándose las enormes manos entre las que casi desaparecía su taza-… Todo habría sido perfecto si se hubiera limitado a eso.
Se acentuó la sonrisa triste de Quart:
– Pero no lo hice.
Los ojos de perro viejo del arzobispo, surcados de vetas marrones, miraron largamente a su agente:
– No lo hizo. Al final decidió tomar partido -dudó un instante, arrugando el ceño-. Implicarse, supongo, es la palabra. Y lo hizo del modo y en el momento menos oportuno.
Quart lo miró con franqueza:
– Para mí lo era. Monseñor.
El arzobispo inclinaba de nuevo la frente, benévolo.
– Tiene razón, disculpe. Para usted lo era, naturalmente. Aunque no para el IOE -dejó su taza junto a la otra, en la bandeja, y estuvo observando a su interlocutor con curiosidad-. Ni para el papel imparcial que se le ordenó desempeñar allí.
– Sabía que era inútil -insistió Quart-. Un símbolo, nada más -se quedaba absorto, recordando-… Pero hay momentos en que ese tipo de cosas tiene su importancia.
– Bueno -concedió monseñor Spada-. En realidad no fue del todo inútil. Según mis noticias, la Nunciatura de Madrid y el Arzobispado de Sevilla han recibido esta mañana instrucciones para preservar Nuestra Señora de las Lágrimas, así como para el nombramiento de un nuevo párroco… -estudió la expresión de Quart antes de dedicarle un guiño irónico y bienhumorado-. Aquellas consideraciones finales suyas sobre el trocito de cielo que desaparece, la piel parcheada del tambor y todo lo demás, surtieron su efecto. Muy emotivo y convincente. De haber conocido sus habilidades retóricas, las habríamos utilizado mucho antes.
Dicho eso, el Mastín se calló. Te toca preguntar a ti, decía su silencio. Facilítame un poco las cosas.
– Esa es una buena noticia. Monseñor -Quart lo miraba expectante-. Pero las buenas noticias se dan por teléfono… ¿Cuál es la mala?
Suspiró el prelado.
– La mala se llama Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz -desvió un momento la vista y suspiró otra vez-. A nuestro querido hermano en Cristo se le escapó el ratón entre las zarpas, y quiere cobrárselo de algún modo… Le ha sacado mucho jugo al informe del arzobispo de Sevilla. Según concluye, usted se extralimitó en sus atribuciones. Y encima Iwaszkiewicz ha dado crédito a ciertas insinuaciones de monseñor Corvo sobre su conducta personal… La verdad es que entre uno y otro se lo han puesto bastante difícil.
– ¿Ya usted, Ilustrísima?
– Oh, bueno -monseñor Spada alzaba una mano, descartándose a sí mismo-. Yo soy menos atacable, tengo dossieres y cosas así. Gozo del relativo apoyo del secretario de Estado… En realidad me han ofrecido paz a cambio de una pequeña compensación.
– Mi cabeza.
– Más o menos -el arzobispo se había levantado para dar unos pasos por el cuarto. Ahora estaba a espaldas de Quart, contemplando un pequeño boceto que colgaba, enmarcado, en la pared- Se trata de algo simbólico, entiéndalo. Más o menos como aquella misa suya del jueves pasado… Todo esto es injusto, lo sé. La vida es injusta. Roma es injusta. Pero es lo que hay. Son las reglas de nuestro juego, y usted lo ha sabido siempre.
Caminó alrededor del sacerdote hasta quedar de nuevo frente a él. Tenía las manos cruzadas a la espalda y el aire reflexivo:
– Lo echaré de menos, padre Quart -dijo-. Antes y después de Sevilla, usted sigue siendo un buen soldado. Sé que hizo las cosas lo mejor que supo. Tal vez durante estos años eché sobre sus hombros demasiados fantasmas. Espero que el de ese brasileño, Nelson Corona, descanse ahora en paz.
– ¿Qué van a hacer conmigo?
Era una pregunta neutra, objetiva; sin el menor rastro de ansiedad. Monseñor Spada alzó las manos al cielo, impotente:
– Iwaszkiewicz, siempre tan piadoso, quería mandarlo de funcionario a cualquier oscura secretaría… -el arzobispo chasqueó la lengua, dando a entender que mucho le hubiera sorprendido otro tipo de proyectos en Su Eminencia-. Por suerte ahí tenía yo algunas cartas en la manga. No voy a decir que me haya jugado el cuello por usted; pero tuve la precaución de proveerme de su currículum, y saqué a relucir los servicios prestados: incluido lo de Panamá y aquel obispo croata al que sacó de Sarajevo. Así que al final Iwaszkiewicz se dio por satisfecho con su mera ejecución formal como agente del IOE -los hombros cuadrados volvieron a alzarse un poco bajo la chaqueta del Mastín- Con eso el polaco me come un alfil, pero la partida queda en tablas.
– ¿Y cuál es el veredicto? -se interesó Quart. Pensaba en sí mismo lejos de todo aquello. Tal vez no sea tan difícil, se dijo. Quizá más duro y hará más frío; pero también hace frío dentro.
Por un momento se preguntó si tendría el valor de abandonarlo todo con una sentencia excesiva. Empezar en otra parte a cuerpo limpio, sin el protector traje negro que era su uniforme y su única patria. El problema, después de Sevilla, era que había menos lugares a donde ir.
– Mi amigo Azopardi -estaba diciendo monseñor Spada-, el secretario de Estado, se ofrece a echarnos una mano. Ha prometido ocuparse de usted. La idea es conseguirle un destino como agregado en una nunciatura; Hispanoamérica, a ser posible. Pasado un tiempo, si soplan mejores vientos y yo sigo al frente del IOE, volveré a reclamarlo… -parecía aliviado al no observar ninguna reacción en Quart-. Considérelo un exilio temporal, o una misión más larga que las otras. Resumiendo: desaparezca una buena temporada. A fin de cuentas, aunque la obra de Pedro es eterna, los papas y sus equipos pasan. Los cardenales polacos envejecen, se jubilan, se les detecta un cáncer; ya sabe -rubricó aquello con una torcida sonrisa-. Y usted es joven.
Quart se había acercado al ventanal de la terraza. La lluvia continuaba repiqueteando en las baldosas, a sus pies, y era un manto gris deslizándose por los tejados de las casas cercanas. Aspiró el aire húmedo. Los ocres de las fachadas y la plaza de España relucían en la calle desierta como un óleo bajo barniz fresco.
– ¿Qué noticias hay del padre Ferro?
El Mastín enarcó las cejas. Eso ya no está en mi mano, daba a entender el gesto.
– Según nos cuenta la Nunciatura de Madrid -dijo-, el abogado que usted le buscó lo está llevando bastante bien. Creen poder obtener su libertad alegando senilidad y falta de pruebas; o, en el peor de los casos, una sentencia suave de acuerdo con las leyes españolas. Se trata de un hombre mayor, afectado por la edad, y hay un montón de razones que pueden inclinar a los jueces en su beneficio. De momento está en el hospital penitenciario de Sevilla, en situación razonablemente cómoda, y es posible solicitar su internamiento en una residencia de sacerdotes ancianos… Tengo la impresión de que saldrá bien librado; aunque a sus años no estoy seguro de que le importe mucho.
– No -admitió Quart- No creo que le importe.
Monseñor Spada había vuelto a la mesa para servirse más café.
– Un personaje increíble, ese párroco. ¿De veras cree que él lo hizo?… -miraba a Quart con la taza otra vez llena en la mano-. De quien no hemos vuelto a tener noticias es de Vísperas. Resulta una lástima que al final no lograse usted averiguar la identidad del pirata. Eso me habría permitido defenderlo mejor frente a Iwaszkiewicz -hizo una pausa, sombrío, bebiendo un sorbo-. Al polaco le habría encantado morder ese hueso.
Quart asintió en silencio. Seguía inmóvil ante el ventanal abierto de la terraza, mirando caer la lluvia, y la luz del exterior hacía más gris su pelo corto de soldado. Pequeñas gotas de agua le salpicaban la cara.
– Vísperas -dijo.
Aquella noche, la última, había bajado al vestíbulo del hotel para encontrarla igual que la primera vez, sentada en el mismo sillón. Y era muy poco el tiempo transcurrido desde el primer día, pero a Quart le pareció que llevaba una eternidad en Sevilla. Que él siempre estuvo allí, como la inmensa nave de piedra, pináculos y arbotantes, varada a pocos metros de distancia, al otro lado de la plaza. Como las palomas que cruzaban desorientadas el espacio de noche iluminado por los focos. Como Santa Cruz, el río. La torre almohade y la Giralda. Como Macarena Bruner, que ahora lo miraba acercarse. Y cuando se incorporó del sillón, erguida en el vestíbulo vacío, Quart pensó que su presencia aún lo conmovía hasta la médula. Por suerte, reflexionó mientras iba a su encuentro, ella no lo amaba.
– Vengo a despedirme -dijo Macarena- Y a darle las gracias.
Salieron a la calle para dar un corto paseo. Era, en efecto, una despedida: frases cortas y monosílabos, lugares comunes, apuntes de cortesía propios de perfectos desconocidos, y ni una sola referencia a ellos dos. Quart no pasó por alto la vuelta al usted. Ella mostraba la desenvoltura de siempre, pero eludía sus ojos y se demoraba en el alzacuello del sacerdote. Por primera vez la vio intimidada. Hablaron del padre Ferro, del viaje que Quart emprendería a la mañana siguiente. De la misa que él había celebrado en Nuestra Señora de las Lágrimas.
– Nunca hubiera imaginado verlo allí -concluyó Macarena.
A veces, como la noche que pasearon por Santa Cruz, el azar de sus pasos los llevaba a rozarse, y cada vez Quart experimentó la aguda certeza física de lo perdido: sensación de vacío, inmensa y desesperada tristeza. Caminaban ahora en silencio, pues todo estaba dicho entre los dos; y seguir hablando hubiese requerido palabras que ninguno quería pronunciar. La luz de los faroles empujó sus sombras hacia la muralla árabe y allí se detuvieron, la una frente a la otra. Quart miró los ojos oscuros, el collar de marfil sobre la piel color tabaco rubio. No le guardaba rencor. Se había dejado utilizar con plena conciencia; él era un arma tan adecuada como otra cualquiera, y para Macarena resultaba legítimo pelear por una causa que creía justa. En cuanto a Quart, el debe y el haber se mezclaban confusos en sus pensamientos, que la serenidad de las últimas horas apenas empezaba a poner en orden. Pronto sólo quedaría el vacío de la pérdida, debidamente atenuado por el orgullo y la disciplina. Pero ni aquella mujer ni Sevilla podrían borrársele jamás de los sentidos ni de la memoria.
Buscó una frase. Una palabra, al menos, para pronunciar antes que Macarena desapareciese de su vida para siempre. Algo que ella pudiera recordar, en consonancia con la muralla centenaria, las farolas de hierro, la torre iluminada al fondo y el cielo donde brillaban las estrellas heladas del padre Ferro. Pero sólo encontró en su interior la nada más absoluta. Un cansancio largo, objetivo, resignado, inexpresable de otro modo que no fuese una mirada, o una sonrisa. Así que sonrió un poco en la penumbra, ante los ojos de mujer donde una vez había visto reflejarse dos bellas lunas gemelas en un jardín. Y ella se lo quedó mirando por primera vez a la cara, entreabiertos los labios como si rondase en éstos una palabra que tampoco era capaz de hallar. Entonces Quart giró sobre sus talones y se alejó, sintiendo los ojos de la mujer fijos en su espalda. Y mientras lo hacía pensó estúpidamente que si en ese momento ella gritara te quiero se arrancaría el alzacuello de la camisa, volviendo atrás para tomarla en sus brazos como los oficiales que destrozaban su carrera en brazos de mujeres fatales, en las viejas películas en blanco y negro, o aquellos otros ingenuos varones -Sansón, Holofernes- del Viejo Testamento. La idea hizo que se dirigiera a sí mismo una mueca burlona. Sabía -lo había sabido siempre- que Macarena Bruner nunca volvería a decirle a un hombre esas palabras.
– ¡Aguarde! -dijo ella, inesperadamente-. Quiero enseñarle algo.
Quart se detuvo. No era la fórmula mágica, pero bastaba para volverse y poder mirarla otra vez. Y al hacerlo vio que seguía quieta en el mismo sitio, junto a la sombra que proyectaba en la muralla. Parecía haber reflexionado mucho antes de decidirse a llamarlo. Echaba hacia atrás el cabello con un movimiento enérgico de la cabeza, en gesto desafiante más dirigido a sí misma que al propio Quart.
– Se lo ha ganado -añadió.
Sonreía.
La Casa del Postigo estaba en silencio. El reloj inglés de la galería dio doce campanadas cuando cruzaron el patio de la fuente de azulejos, entre geranios y helechos. Todas las luces se hallaban apagadas, y la luna despuntando sobre los arcos mudéjares hacía deslizarse sus sombras por el mosaico del suelo, que brillaba con el agua de las macetas recién regadas. En el jardín cercano cantaban los grillos, al pie de la torre oscura del palomar.
Macarena condujo a Quart a través de la galería decorada con bargueños y alfombras, y después de pasar un pequeño salón lo precedió por una escalera de peldaños de madera y barandilla de hierro, en cuyos ángulos había relucientes bolas de bronce. Llegaron así al piso superior, a la galería acristalada que circundaba el patio. Al fondo había una puerta cerrada, y se dirigieron a ésta. Antes de abrirla, Macarena se detuvo y miró gravemente a Quart.
– Nunca -susurró- ha de saberlo nadie.
Después se puso un dedo sobre los labios, abrió la puerta silenciosamente, y hasta ellos llegaron las notas de La flauta mágica. La habitación tenía dos estancias y en la primera, sin luces, había muebles cubiertos por fundas de tela blanca, y una ventana entre cuyos visillos penetraba la luz de la luna. La música venía del fondo. Allí, tras una corredera acristalada abierta de par en par, la luz de un flexo iluminaba una mesa con un complicado equipo PC, dos monitores Sony de alta definición, impresora láser y conexión a una línea telefónica. Y ante el ordenador, con el abanico de Romero de Torres y dos botellas vacías de coca-cola sobre una pila de ejemplares de la revista Wired, atenta a la pantalla donde parpadeaban letras e iconos, absorta en la fuga que cada noche la liberaba de aquella casa, Sevilla, ella misma y su pasado. Vísperas viajaba silenciosamente a través del ciberespacio infinito.
Ni siquiera mostró sorpresa. Tecleaba despacio, con los ojos fijos en uno de los monitores. Quart observó que lo hacía con extrema atención, como si temiese pulsar una tecla equivocada y eso diera al traste con algo importante. Le dirigió un vistazo a la pantalla llena de cifras y de signos cuyo sentido se le escapaba por completo; pero el pirata informático parecía moverse a sus anchas por todo aquello. Vestía una bata de seda oscura y chinelas, y al cuello llevaba su hermoso collar de perlas. Desconcertado, Quart miró a Macarena y luego movió la cabeza, esperando que todo fuese una gran broma que pretendían gastarle entre ella y su madre. Pero de pronto cambiaron los signos de la pantalla y aparecieron otros nuevos, y los ojos de Cruz Bruner, duquesa del Nuevo Extremo, relucieron intensamente.
– Ahí está -la oyó decir.
Con inesperada agilidad, las manos de la vieja dama recorrieron el teclado, haciéndose con el control de la pantalla. Una clave y unos signos dieron paso a otros, y al cabo de unos instantes pulsó la tecla intro y echó un poco hacia atrás la cabeza, el aire satisfecho de quien culmina un largo esfuerzo. Sus labios marchitos se distendieron. Los ojos, enrojecidos de fatiga por la pantalla del ordenador, chispeaban de malicia cuando por fin miró a su hija y al sacerdote.
– Y el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche… -citó, dirigiéndose a Quart-. ¿No es cierto, padre?… Primera a los tesalonicenses, me parece. Cinco, dos.
A pesar de la edad, de los ojos cansados y de lo avanzado de la hora, parecía más inteligente y despierta que nunca. Su hija le había puesto una mano en el hombro y observaba a Quart. La anciana inclinó hacia ella su cabeza blanca, reflejos violeta bajo la luz del flexo.
– Si hubiese imaginado una visita a estas horas, me habría arreglado un poco -se tocaba el collar de perlas, en tono de suave reproche-. Pero como es Macarena quien lo trajo hasta aquí, bien hecho está -levantó una mano para oprimir la de su hija-… Ahora ya conoce mi secreto.
Todavía distaba Quart de dar crédito a todo aquello. Miró las botellas vacías de refresco, las pilas de revistas especializadas en inglés y castellano, los manuales técnicos que llenaban los cajones de la mesa, las cajas de disquetes. Cruz y Macarena Bruner acechaban sus reacciones, divertida una, grave la otra. Rindiéndose ante la evidencia, curvó los labios como si fuera a emitir un silbido, pero no lo hizo. Desde aquella mesa, una septuagenaria había puesto en jaque al Vaticano.
– ¿Cómo lo consiguió? -dijo-. Resulta increíble.
– No es necesario que nadie lo crea -dijo Cruz Bruner-. Ni siquiera es conveniente. Ni probable.
La vieja dama apartó la mano que apoyaba en la de su hija para deslizarla sobre el teclado del ordenador. Un piano tal vez, se dijo Quart. Las duquesas ancianas se limitaban a tocar el piano de toda la vida, a hacer bordados y encaje de bolillos, o a mecerse en las aguas muertas del tiempo; no a convertirse por las noches en piratas informáticos a la manera del Doctor Jekyll y Mister Hyde. Aquello era una pesadilla, y tanto daba que Macarena contara de antemano con su silencio. La duquesa tenía razón: nadie creería a Quart si lo contaba.
– Me refiero a usted -protestó-. Me refiero a todo. Nunca pensé…
– ¿Que una anciana pueda moverse con facilidad a través de esto?… -irguió un poco la cabeza, la mirada ausente, reflexionando sobre ello-. Bien. No es usual, lo admito. Pero ya ve. Un día te acercas, por curiosidad. Pulsas una tecla y descubres que ocurren cosas en esa pantalla. Y que puedes viajar a lugares increíbles y hacer cosas que nunca soñaste hacer… -los labios apergaminados se curvaron en otra sonrisa que le rejuveneció el rostro-. Es más divertido que bordar o ver telenovelas venezolanas.
– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo eso?
– Oh, no mucho. Tres, cuatro años -se volvía hacia su hija, pidiéndole que la ayudara a hacer memoria-. Siempre fui una mujer curiosa, incapaz de pasar ante dos líneas impresas sin detenerme a leerlas… Un día Macarena compró un ordenador para su trabajo. Cuando se iba yo me sentaba ante él, impresionada. Había un juego, una especie de bolita de ping-pong, y con ella aprendí a manejar el teclado. Tengo dificultades para dormir, como sabe, así que terminé pasando muchas horas ante el ordenador… Creo que me hice adicta.
– A su edad -dijo Macarena, dulcemente.
– Pues sí -la anciana miraba a Quart como animándolo a expresar su reprobación-. Pero ya ve. Sentía tanta curiosidad que empecé a leer cuanto se relacionaba con la informática. Hablo inglés desde que lo estudié de niña en las Irlandesas, así que terminé suscrita a cursos por correspondencia y a revistas especializadas -emitió una breve risa tapándose la boca con una mano, casi escandalizada de sí misma-… Por suerte, aunque mi salud deja que desear, mi cabeza sigue en su sitio. En poco tiempo me convertí en una experta… Y le aseguro que, a mis años, eso es terriblemente divertido.
– También se enamoró -dijo Macarena.
Ahora madre e hija rieron juntas. Quart se preguntó si no estarían las dos mal de la cabeza; aquello parecía una monumental tomadura de pelo. O quizá era otra razón, la suya, la que empezaba a flaquear. Esta ciudad se te ha subido al cerebro, pensó atropelladamente. Haces bien en largarte ahora que estás a tiempo.
– Ella exagera -explicaba Cruz Bruner-. Lo que ocurrió fue que obtuve el equipo apropiado y poco a poco salí al exterior. Y bueno, sí, me enamoré cibernéticamente hablando. Una noche entré por casualidad en el ordenador de un joven hacker de dieciséis años… Debería usted mirarse a un espejo, padre. Tiene la cara más estupefacta que he visto en mi vida.
– No esperará que lo encuentre normal.
– No. Supongo que no.
La anciana acercó la mano al montón de revistas técnicas que tenía sobre la mesa y pasó un dedo pulgar por las hojas de algunas. Después señaló el modem conectado a la línea telefónica.
– Imagínese -añadió- lo que descubrir ese mundo supuso para una anciana de casi setenta años… Mi amigo respondía al nick, el apodo en jerga informática, de Mad Mike, aunque a veces operaba bajo el nombre de Vizconde Valmont. Y de la mano de mi vizconde, cuya voz y rostro desconoceré siempre, empecé a recorrer los vericuetos de este mundo fascinante… Su ordenador tenía una BBS pirata, y así entré en contacto con otros adictos a la alta tecnología, a menudo muchachos que pasan horas solos en sus dormitorios, manipulando ordenadores ajenos.
Lo dijo con un gesto de orgullo, como refiriéndose al más exclusivo club. El desconcierto debía de reflejarse otra vez en la expresión de Quart, porque Macarena sonrió de nuevo:
– Explícale qué es una BBS pirata -le dijo a su madre.
– Una especie de tablón de anuncios -la vieja dama puso una mano sobre el teclado-: un ordenador cargado con software especializado, en conexión con un modem telefónico. Si accedes a él, significa que has llegado a cierto nivel en la clandestinidad informática. Cuando llamas por primera vez lo que hacen es pedirte el nombre real de usuario y el número de teléfono, y los incautos que responden con sus datos auténticos no son aceptados… El truco consiste en introducir un alias y un número de teléfono falso; una cierta dosis de paranoia es el mejor aval para un hacker.
– ¿Cuál es su alias real?
– ¿De veras le interesa?… Está contra las normas, pero se lo diré; ya que esta noche, gracias a Macarena, ha llegado usted tan lejos -irguió la cabeza, orgullosa e irónica-. Reina del Sur, ése es mi nick.
Algo se puso a parpadear en la pantalla, y la duquesa se interrumpió para pulsar algunas teclas. Un largo texto, de apretada letra pequeña, se alineaba en el monitor. Cruz Bruner miró a su hija sin decir palabra y luego siguió hablándole a Quart:
– El caso -dijo- es que después de las BBS telefónicas empecé a acceder a los Sites clandestinos escondidos en la red Internet… Si la BBS es un tablón de anuncios, el Site es como una taberna de piratas. Allí haces amigos, te diviertes e intercambias trucos, juegos, virus, informaciones útiles y cosas así. Poco a poco aprendí a moverme por todas las redes, viajar al extranjero, camuflar las entradas y salidas, penetrar en sistemas protegidos… Nunca fui tan feliz como el día que entré en el Ayuntamiento de Sevilla para manipular mis recibos de contribución urbana.
– Que es un delito -la reconvino su hija; era evidente que no por primera vez-. Cuando me enteré fui corriendo a las oficinas municipales. ¡Había saldado todos los recibos hasta el año 2005!… Tuve que decir que se trataba de un error.
– Quizá sean delitos -consintió la anciana-. Pero cuando estás aquí sentada no lo parece. Nada lo parece -le sonrió a Quart con una combinación de inocencia y malicia-. Y eso es lo maravilloso.
Hablar de todo aquello la rejuvenecía. La sonrisa refrescaba sus labios y la humedad rojiza de los ojos chispeaba, pícara.
– Ahora -prosiguió-, además de con mi vizconde favorito, mantengo contacto habitual con varios Sites y BBS de alto nivel, y con una veintena de hackers que en su mayor parte no pasan de los veinte años… Ignoro sus nombres reales y sexo; sólo conozco sus alias. Pero mantenemos apasionantes citas cibernéticas en lugares como las galerías Lafayette de París, el Imperial War Museum o las sucursales de la Confederación Bancaria Rusa… Que por cierto son tan vulnerables que hasta un niño podría manipular sus cuentas en ellas. Suelen usarse como pista de pruebas por los piratas novatos.
Desde luego, era ella. Vísperas en persona. Quart la imaginó por fin sin esfuerzo, inclinada noche tras noche sobre el ordenador, viajando en silencio por el espacio electrónico, encontrándose en su camino con otros navegantes solitarios. Encuentros inesperados, fugaces, intercambios de información y de sueños, la excitación de violar secretos y transgredir los límites de lo prohibido: una cofradía secreta en la que el pasado y el presente, el tiempo, el espacio, la memoria, la soledad, el triunfo o el fracaso perdían su sentido tradicional para componer un espacio virtual donde todo era posible y nada estaba sujeto a límites concretos, a normas inviolables. Una formidable ruta de escape llena de posibilidades infinitas. A su modo, también Cruz Bruner se vengaba de la Sevilla encarnada en el hombre apuesto retratado en el vestíbulo, junto a la niña rubia pintada por Zuloaga.
– ¿Cómo consiguió entrar en el Vaticano?
– Casualidad. Un contacto romano, Deus ex Machina, que sospecho es un seminarista o un sacerdote joven, se había estado paseando por el sistema de forma periférica, por simple juego. Simpatizamos y me pasó un par de buenas pistas. De eso hace seis o siete meses, cuando aquí se planteaba con mayor gravedad el problema de Nuestra Señora de las Lágrimas… Ni en el Arzobispado de Sevilla ni en la Nunciatura de Madrid le hacían caso al padre Ferro, y se me ocurrió que era una buena forma de hacerse oír en Roma.
– ¿Lo consultó con él?
– En absoluto. Ni siquiera con mi hija, que se enteró mucho más tarde, cuando se conoció la existencia de quien ustedes bautizaron como Vísperas… -al pronunciar el nombre, la vieja dama lo hizo con evidente satisfacción, y Quart se preguntó qué cara pondrían Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz y monseñor Paolo Spada, de estar oyendo aquello-. Al principio mi idea era dejar un simple mensaje en el sistema central del Vaticano, esperando que cayera en buenas manos. La idea de manipular el ordenador del Papa se me ocurrió más tarde, a medida que iba profundizando en el sistema. Encontré un archivo inesperado, INMAVAT, muy protegido, y comprendí que guardaba algo importante. Así que hice un par de ensayos de entrada, recurrí a los trucos de mis amigos más expertos, y una noche me colé dentro… Durante una semana estuve visitando INMAVAT hasta que comprendí de qué se trataba. Así que, tras localizar lo que quería, dispuse mis fuerzas e inicié el asalto. El resto ya lo conoce usted.
– ¿Quién me envió la postal?
– Oh, eso. Fui yo, naturalmente. Ya que estaba aquí, me pareció buena idea que empezara a ver el otro lado del problema. Así que subí al palomar y busqué algo apropiado en el baúl de Carlota. El recurso fue un poco rocambolesco, pero surtió efecto.
Muy a su pesar, Quart se echó a reír:
– ¿Cómo llegó hasta mi habitación?
La vieja dama parecía escandalizada.
– Cielos, no fui yo quien lo hizo personalmente. ¿Me imagina de puntillas por los pasillos de su hotel?… Lo resolví de manera más prosaica. Mi doncella le dio una propina a la camarera -se volvió a medias hacia su hija-. Cuando usted le mostró la postal, ella supo en el acto que había sido yo. Pero tuvo la delicadeza de no reñirme demasiado.
Quart leyó la confirmación en los ojos de Macarena. Tampoco es que necesitara que nadie confirmase nada: todo resultaba, al fin, de una veracidad aplastante. Miró la pantalla del ordenador:
– Cuénteme en qué se ocupa ahora.
– Oh, esto -Cruz Bruner siguió la dirección de los ojos del sa cerdote-. Podríamos llamarlo un último ajuste de cuentas… Pero no se alarme. Nada tiene que ver con Roma esta vez. Es algo más próximo. Más personal.
Echó Quart un vistazo. S amp;B Confidencial, pudo leer. Resumen investigación interna B.C. asunto P.T. y otros. Los nombres del Banco Cartujano y de Pencho Gavira figuraban en el texto:
… Como argucias de esa ocultación pueden señalarse: frenética búsqueda de nuevos y costosos recursos, contabilidad falsa con transgresión de las normas bancarias, y un riesgo calificable de temerario que, sin la materialización de la esperada venta de Puerto Targa a Sun Qafer Alley (anunciada en unos 180 millones de dólares), puede producir un descalabro de gravísimas consecuencias para el Banco Cartujano, así como un escándalo público que merme considerablemente su prestigio social entre un accionariado hecho de pequeños accionistas de carácter conservador.
En cuanto a las irregularidades directamente achacables a la actual vicepresidencia, la investigación ha detectado…
Miró a Macarena y luego a la duquesa. Aquello era un cañonazo en la línea de flotación del ex marido. Por un momento recordó al financiero la noche anterior en el muelle; la breve comente de simpatía establecida entre ambos cuando se disponían a liberar al párroco.
– ¿Qué piensan hacer con esto?
No es asunto mío, decía el gesto de Macarena. Mis ajustes de cuentas son cosa más personal. Fue Cruz Bruner quien despejó la incógnita:
– Me dispongo a equilibrar un poco la situación. Todos han hecho mucho por esa iglesia. Usted mismo, con la misa de ayer, nos concedió una semana más de tiempo… -observó al sacerdote y luego a su hija-. Supongo que por eso creyó ella que merecía venir aquí esta noche.
– El no dirá nada -apuntó Macarena, muy seria, los ojos fijos en Quart.
– ¿No lo hará?… Lo celebro -se la quedó mirando con súbita atención, el ceño fruncido, antes de dirigirle otra ojeada a Quart-… Aunque me ocurre lo que al padre Ferro. A mi edad las cosas dejan de tener importancia, y una puede aventurarse sin miedo a las consecuencias -acarició distraídamente el teclado del ordenador-. Ahora, por ejemplo, voy a hacer justicia. Ya sé que no es un sentimiento muy cristiano, padre Quart -había una nueva cadencia en su voz, endurecido el tono. Una determinación que a él le pareció súbitamente peligrosa-. Después de esto tendré que confesarme, imagino. Estoy a punto de pecar contra la caridad.
– Mamá.
– Déjame en paz, hija, por favor -se dirigía a Quart como si esperase de él más comprensión que de Macarena, mostrándole el texto de la pantalla-… Éste es el informe de una auditoría interna del Banco Cartujano, que pone al descubierto los problemas de Pencho y todo su montaje con Nuestra Señora de las Lágrimas. Hacerlo público perjudicará un poco al banco y mucho a mi yerno. Supongo que muchísimo -una pequeña sonrisa suavizó su boca-. No sé si Octavio Machuca me lo perdonará alguna vez.
– ¿Piensas contárselo? -preguntó Macarena.
– Naturalmente. No voy a tirar la piedra y esconder la mano. Pero ha vivido lo suficiente para comprender… Además, el banco le importa un pimiento. Con la edad se ha vuelto un irresponsable.
– ¿De dónde ha sacado ese informe? -preguntó Quart.
– Del ordenador de mi yerno. Su clave de seguridad no es difícil- movió la cabeza, mostrando una pesadumbre que parecía sincera-… Y lo siento de verdad, porque Pencho siempre me fue simpático. Pero es la iglesia o él. Cada palo debe aguantar su vela.
Una luz piloto parpadeaba en el aparato de enlace con la línea telefónica, y Quart se interesó por aquello. Cruz Bruner miró un instante la lucecita y luego, al volverse hacia el sacerdote, todas las generaciones de duques del Nuevo Extremo que descansaban en su sangre se concitaron en ella:
– Es el fax -dijo, los ojos chispeantes. Y sus labios apergaminados se distendieron en una mueca que Quart nunca le había visto antes: despectiva y cruel-. Estoy transmitiendo el informe a todos los periódicos de Sevilla.
De pie a su lado, el rostro en penumbra. Macarena había retrocedido y miraba el vacío. Las lentas campanadas del reloj inglés sonaron abajo, entre los cuadros de barniz oscuro que montaban guardia secular en las sombras de la Casa del Postigo. Toda la vida posible en aquellas paredes muertas parecía refugiarse bajo la luz del flexo que iluminaba el teclado de ordenador y las manos huesudas de la anciana. Y Quart tuvo la certeza de que, en ese mismo instante, el fantasma de Carlota Bruner sonreía en la torre del jardín, y las velas blancas de una goleta se deslizaban río arriba, impulsadas por la brisa que cada noche subía del mar.
Cruz Bruner de Lebrija, duquesa del Nuevo Extremo, falleció a principios del invierno, cuando Lorenzo Quart llevaba cinco meses como tercer secretario en la Nunciatura Apostólica de Santa Fe de Bogotá. Se enteró por unas líneas en la edición internacional del diario ABC, acompañadas de una esquela con la larga relación nobiliaria de la fallecida y el ruego de su hija Macarena Bruner, heredera del título, de que se dijesen oraciones por su alma. Un par de semanas más tarde llegó un sobre con matasellos de Sevilla, que sólo contenía un pequeño recordatorio de difuntos orlado en negro, repitiendo más o menos el texto de la esquela. No lo acompañaba ninguna carta, pero sí la postal de Nuestra Señora de las Lágrimas dirigida por Carlota Bruner al capitán Xaloc, que una vez había encontrado Quart en la habitación de su hotel.
Con el tiempo, el azar le fue trayendo más detalles sobre los diversos finales de la historia. Una carta del padre Óscar Lobato, que había seguido un complicado itinerario desde un pueblecito de Almería hasta Roma, siendo reexpedida de allí a Bogotá, trajo -con algunas consideraciones de carácter general y un par de rectificaciones sobre el concepto que de Quart había tenido el joven vicario- la noticia de que Nuestra Señora de las Lágrimas continuaba abierta al culto y funcionando como parroquia. Respecto a Pencho Gavira, lo único que Quart supo de él fue una breve mención en las páginas económicas de la edición americana de El País, donde se daba cuenta de la jubilación de don Octavio Machuca al frente del Banco Cartujano de Sevilla, y el nombramiento de un desconocido como presidente del consejo de administración. La nota de prensa también daba cuenta de la dimisión de Pencho Gavira y su renuncia a todas sus facultades ejecutivas como vicepresidente y director general del banco.
En cuanto al padre Ferro, Quart fue recibiendo esporádicas noticias sobre su estancia en el hospital penitenciario, el juicio que lo declaró responsable de homicidio en grado involuntario, y su posterior confinamiento en una residencia vigilada de la diócesis sevillana destinada a sacerdotes ancianos. Allí seguía, en precario estado de salud, al final del invierno en que murió Vísperas; y según la cortés y breve carta que el director del centro remitió como respuesta a Quart cuando éste se interesó por el viejo párroco, era poco probable que viviese hasta la primavera. Pasaba los días en su habitación sin relacionarse con nadie; y por las noches, con buen tiempo, salía al jardín acompañado de un celador a sentarse en un banco para contemplar en silencio las estrellas.
Del resto de los personajes cuyas vidas se habían cruzado con la de Quart durante las dos semanas que pasó en Sevilla, nunca supo nada más. Se hundieron poco a poco en su memoria, uniéndose a los fantasmas de Carlota Bruner y el capitán Xaloc que a menudo lo acompañaban en sus largos paseos al atardecer por el barrio colonial del viejo Santa Fe. Desaparecieron todos menos uno, e incluso la de éste fue una visión fugaz, incierta, de la que nunca estuvo seguro por completo. Ocurrió mucho más tarde, cuando Quart, recién transferido a otra secretaría aún más oscura en Cartagena de Indias, hojeaba cierto periódico local con un informe sobre la insurrección campesina en el estado mejicano de Chiapas. El reportaje gráfico mostraba la vida en un pueblecito anónimo de la zona rural bajo control de la guerrilla, y en la escuela local un grupo de muchachos habían sido fotografiados junto a su maestra. La foto era confusa, y al observarla con una lente de aumento Quart no logró establecer gran cosa, excepto el parecido: la mujer llevaba pantalón tejano, tenía el pelo gris recogido en una corta trenza, y apoyaba las manos en los hombros de sus alumnos mirando a la cámara con ojos claros y fríos, desafiantes. Unos ojos idénticos a los que Honorato Bonafé había visto por última vez antes de caer fulminado por la ira de Dios.
La Navata, noviembre de 1995