En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos sobre el misterio repleto de pesados enigmas.
(Fulcanelli. El misterio de las catedrales)
Eran poco más de las ocho de la mañana cuando Quart cruzó la plaza en dirección a Nuestra Señora de las Lágrimas. El sol iluminaba la espadaña deslucida, sin desbordar todavía la línea de aleros de las casas pintadas de almagre y blanco. Aún gozaban de sombra fresca los naranjos, cuyo aroma lo acompañó hasta la puerta de la iglesia donde un mendigo pedía limosna sentado en el suelo, con las muletas apoyadas en la pared. Quart le dio una moneda y franqueó el umbral, deteniéndose un instante junto al Nazareno de los exvotos. La misa no había llegado al ofertorio.
Caminó hasta los últimos bancos y fue a sentarse en uno de ellos. Una veintena de fieles se hallaba delante, ocupando la mitad de la nave. El resto de bancos con sus reclinatorios seguían apilados contra el muro, entre los andamios que cubrían las paredes del recinto. La luz del retablo sobre el altar mayor estaba encendida, y bajo el abigarrado conjunto de tallas e imágenes, a los pies de la Virgen de las Lágrimas, don Príamo Ferro oficiaba la misa con el padre Óscar como acólito. La mayor parte de sus feligreses eran mujeres y gente mayor: vecinos de apariencia modesta, empleados a punto de acudir al trabajo, jubilados, amas de casa. Algunas mujeres tenían al lado las cestas o los carritos para la compra. Dos o tres ancianas iban vestidas de negro, y una, arrodillada cerca de Quart, se cubría con uno de aquellos velos de misa caídos en desuso veinte años atrás.
El padre Ferro se adelantó a leer el Evangelio. Sus ornamentos eran blancos, y Quart observó que por el cuello, bajo la casulla y la estola, asomaba el borde del amito: la antigua pieza de tela que, en recuerdo del lienzo que cubrió el rostro de Cristo, los sacerdotes ponían sobre sus hombros al vestirse para la misa antes del Concilio Vaticano II. Sólo los oficiantes muy viejos o muy tradicionalistas recurrían ya a esa prenda; y no era éste el único anacronismo en la indumentaria y actitudes del padre Ferro. La vieja casulla, por ejemplo, era del tipo llamado de guitarra, el peto dejando aberturas completas a los lados, en lugar del modelo usual, próximo a la dalmática, que había venido a sustituirlo por más cómodo y ligero.
– En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos…
El párroco leía el texto cientos de veces repetido a lo largo de su vida sin mirar apenas el libro abierto sobre el atril, absorto en algún lugar indeterminado del espacio entre él y sus fieles. No había micrófonos -tampoco la pequeña iglesia los necesitaba- y su voz recia, tranquila, desprovista de inflexiones o matices, llenaba con autoridad el silencio de la nave, entre los andamios y las pinturas ennegrecidas del techo. No dejaba lugar a la discusión ni a la duda: todo, fuera de aquellas palabras pronunciadas en nombre de Otro, carecía de valor o de importancia. Aquél era el verbo de la fe.
– En verdad os digo que vosotros gemiréis y lloraréis, mientras el mundo se alegrará. Vosotros estaréis tristes, pero Yo os digo que vuestra tristeza se convertirá en gozo. Y Yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón. Y nadie podrá quitaros ya este gozo…
Palabra de Dios, dijo regresando tras el altar; y los fíeles rezaron el Credo. Entonces, sin sorprenderse demasiado, Quart descubrió a Macarena Bruner. Estaba tres bancos delante de él, con gafas oscuras, tejanos, el pelo recogido en cola de caballo y la chaqueta sobre los hombros, inclinado el rostro en la oración. Después, al volver al altar, los ojos de Quart encontraron los del padre Óscar que lo observaban, inescrutables, mientras don Príamo Ferro seguía oficiando, ajeno a cuanto no fuese el ritual de sus propios gestos y palabras:
– Benedictas est. Dómine, deus univérsi, quia de tua largitáte accépimus panem…
Atónito, Quart prestó atención a lo que decía el sacerdote: estaba celebrando en latín. De hecho, todas las partes de la misa que no iban directamente dirigidas a los fíeles o no podían ser recitadas de modo colectivo, el padre Ferro las pronunciaba en la vieja lengua canónica de la Iglesia. Aquélla no era una infracción grave, por supuesto; algunas iglesias con fuero especial poseían ese privilegio, y el propio Pontífice oficiaba a menudo la misa en latín, en Roma. Pero las disposiciones eclesiásticas establecían, desde Pablo VI, que la misa se hiciese en las respectivas lenguas de cada parroquia para mayor comprensión y participación de los fieles. Resultaba evidente que el padre Ferro asumía sólo a medias el espíritu de modernidad eclesiástica.
– Per huius aquae et vini mystérium…
Quart lo estudió con detenimiento durante el ofertorio. Puestos los objetos litúrgicos sobre los corporales, el párroco elevó al cielo la hostia colocada en la patena y luego, mezclando unas gotas de agua en el vino aportado en las vinajeras por el padre Oscar, hizo lo mismo con el cáliz. Después se volvió a su acólito, que le ofrecía una pequeña jofaina con jarra de plata, y procedió a lavarse las manos.
– Lava me. Dómine, ab iniquitáte mea.
Seguía Quart el movimiento de sus labios pronunciando las frases latinas en voz baja. El lavatorio de manos era otra costumbre en vías de extinción, aunque aceptada en el orden común de la misa. Y pudo apreciar más detalles anacrónicos, poco vistos desde que, con diez o doce años, asistía como monaguillo al cura de su parroquia: el padre Ferro juntó las yemas de los dedos bajo el chorro de agua que le vertía el acólito y después, una vez secas las manos, mantuvo pulgares e índices juntos, formando un círculo, para impedir que tuviesen contacto con nada; e incluso las páginas del misal las pasaba con los otros tres dedos, que mantenía rígidos. Todo aquello era exquisitamente ortodoxo a la antigua usanza, muy propio de viejos eclesiásticos renuentes a aceptar el cambio de los tiempos. Sólo le faltaba oficiar de espaldas a los fieles, vuelto hacia el retablo y la imagen de la Virgen como se hacía tres décadas atrás. Y a don Príamo Ferro, sospechaba Quart, eso no lo hubiera incomodado en absoluto. Vio que rezaba el canon inclinando su cabeza testaruda, hirsuto pelo blanco trasquilado a tijeretazos: Te ígitur, clementíssime Pater. El mentón de sombras oscuras y grises mal rasuradas se hundía contra el cuello de la casulla mientras el párroco pronunciaba en voz baja, audible en el silencio absoluto de la iglesia, las oraciones del sacrificio de la misa del mismo modo que fueron pronunciadas por otros hombres, vivos y muertos antes que él, durante los últimos mil trescientos años:
– Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est ubi Deo Patri omnipoténti…
Muy a su pesar, incluso con su escepticismo técnico a cuestas y el desdén que le inspiraba la figura del padre Ferro, el sacerdote que había en Lorenzo Quart no pudo menos que conmoverse ante la singular solemnidad que el ritual, aquellos gestos y palabras, confería al veterano párroco. Era como si la transformación simbólica que en ese momento se registraba sobre el altar transfigurase también su apariencia de tosco cura provinciano para revestirla de autoridad; un carisma que hacía olvidar la vieja y sucia sotana y los zapatos sin lustrar bajo la casulla de cuello raído, hilos de oro y adornos deslucidos por el paso del tiempo. Dios -si es que había un Dios tras aquella madera dorada, barroca, reluciente en torno a la Virgen de las Lágrimas- accedía sin duda, por un instante, a poner la mano en el hombro del anciano gruñón que, inclinado sobre la hostia y el cáliz, consumaba el misterio de la encarnación y muerte del Hijo. Además, se dijo Quart mirando los rostros que tenía ante sí -incluida Macarena Bruner vuelta hacia el altar y pendiente, como los otros, de las manos del sacerdote-, lo que en ese momento importaba menos era que hubiese o no, en alguna parte, un Dios dispuesto a impartir premios y castigos, condenación o vida eterna. Lo que contaba en aquel silencio donde la voz recia del padre Ferro desgranaba la liturgia eran los rostros graves, tranquilos, pendientes de sus manos y su voz, murmurando con el oficiante palabras, comprendidas o no, que se resumían en una sola: consuelo. Lo que significaba calor frente al frío, o una mano amiga en la oscuridad. Y como ellos, arrodillado en su reclinatorio con los codos sobre el respaldo del banco que tenía delante, Quart repitió para sus adentros las palabras de la consagración mientras se removía incómodo; consciente de que acababa de franquear el umbral de la comprensión respecto a aquella iglesia, su párroco, el mensaje de Vísperas y lo que él mismo estaba haciendo allí. Era más fácil, descubrió, despreciar al padre Ferro que verlo, pequeño y cimarrón bajo la anticuada casulla, creando con las palabras del viejo misterio un humilde remanso donde aquella veintena de rostros en su mayor parte cansados, envejecidos, inclinados bajo el peso de los años y de la vida, miraban -temor, respeto, esperanza- el trocito de pan que el viejo cura sostenía en sus manos orgullosas. El vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que elevaba acto seguido en el cáliz de latón dorado y descendía después convertido en sangre de aquel Jesús que, del mismo modo, acabada la cena, dio de comer y beber a sus discípulos con palabras idénticas a las que el padre Ferro hacía resonar ahora, inalterables, veinte siglos después bajo las lágrimas de Carlota Bruner y el capitán Xaloc: Hoc fácite in meam commemoratiónem. Haced esto en memoria mía.
La misa había terminado. La iglesia estaba desierta. Quart seguía sentado inmóvil en su banco, después que don Príamo Ferro dijera Ite, missa est retirándose del altar sin mirar una sola vez en su dirección, y los fieles se hubiesen ido uno a uno, incluida Macarena Bruner, que pasó por su lado tras las gafas oscuras y sin muestras de reparar en él. Durante un rato, la vieja beata del velo fue la única compañía de Quart; y mientras ésta rezaba, el padre Óscar salió de nuevo al altar por la puerta de la sacristía, apagó los cirios y la luz eléctrica del retablo, y volvió a retirarse sin levantar la mirada del suelo. Después también la beata se fue, y el agente del IOE quedó solo en la penumbra de la iglesia vacía.
A pesar de sus actitudes y del rigor con que se atenía a la regla, Quart era un hombre lúcido. Y esa lucidez se manifestaba como una maldición serena que impedía aprobar por completo el orden natural de las cosas, sin proporcionarle a cambio coartadas que hicieran soportable semejante conciencia. En el caso de un sacerdote, como en el de cualquier oficio que exigiese creer en el mito de la situación privilegiada del hombre en la armonía del Universo, aquello resultaba molesto y peligroso; pocas cosas sobrevivían a la certeza de lo insignificante que es la vida humana. En cuanto a Quart, sólo la fuerza de voluntad, encarnada en su disciplina, permitía mantener a raya la peligrosa frontera donde la verdad desnuda tienta a los hombres, dispuesta a pasar factura en forma de debilidad, apatía o desesperación. Ésa era, tal vez, la causa de que permaneciera sentado en el banco de la iglesia, bajo la bóveda negra que olía a cera y piedra vieja y fría. Miraba a su alrededor los andamios contra las paredes, los polvorientos exvotos junto al Nazareno de sucio pelo natural, la madera dorada del retablo en sombras, las losas del suelo que los pasos de gente muerta habían desgastado cien, doscientos o trescientos años atrás. Y veía aún el rostro mal afeitado y ceñudo del padre Ferro que se inclinaba sobre el altar, pronunciando herméticas frases ante una veintena de rostros aliviados de su condición humana por la esperanza de un padre todopoderoso, un consuelo, una vida mejor donde los justos obtendrían su premio y los impíos su castigo. Aquel modesto recinto estaba muy lejos de los escenarios al aire libre, las pantallas gigantes de televisión, el folklore y la ordinariez de las chillonas iglesias multicolores donde todo era válido: las técnicas de Goebbeis, los escenarios de rock, la dialéctica de los mundiales de fútbol, el agua bendita con aspersor electrónico. Por eso, como los peones pasados a los que aludía Gris Marsala, ajenos ya a la batalla cuyo rumor se apagaba a sus espaldas, librados a su propia suerte e ignorando si quedaba en pie un rey por el que luchar, algunas piezas elegían su casilla en el tablero de ajedrez: un lugar donde morir. El padre Ferro había escogido el suyo, y Lorenzo Quart, cualificado cazador de cabelleras por cuenta de la Curia romana, era capaz de comprenderlo sin demasiado esfuerzo. Quizá por eso ahora no las tenía todas consigo sentado en un banco de aquella iglesia pequeña, maltrecha y solitaria, convertida por el viejo párroco en su Torre Maldita: un reducto para defender las últimas ovejas fieles de los lobos que vagaban por todas partes, afuera, listos para arrebatarles los últimos jirones de inocencia.
En todo eso estuvo pensando Quart sentado en su banco, durante un buen rato. Luego se levantó y fue por el pasillo central hasta el altar mayor, escuchando el eco de sus pasos bajo la cubierta elíptica del crucero. Se detuvo frente al retablo, junto a la lamparilla encendida del Santísimo, y miró las esculturas orantes de los antepasados de Macarena Bruner a los lados de la imagen central de la Virgen de las Lágrimas. Bajo su baldaquino regio, escoltada por querubines y santos entre hojarasca y adornos de madera dorada, la talla de Martínez Montañés se perfilaba en penumbra, con la claridad diagonal que las vidrieras hacían pasar entre la estructura geométrica, racional, de los andamios. Era muy bella y muy triste, con el rostro ligeramente vuelto hacia arriba igual que un reproche, y las manos vacías y abiertas, extendidas a cada lado como si preguntara en nombre de qué le habían arrebatado a su hijo. Las veinte perlas del capitán Xaloc brillaban suavemente en su rostro, en la corona de estrellas y en la túnica azul, bajo la que un pie desnudo sobre la media luna aplastaba una cabeza de serpiente.
– … Y pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo…
La voz citando el Génesis sonó a su espalda, y al volverse Quart descubrió los ojos claros de Gris Marsala. No la había oído entrar y ahora estaba tras él, después de acercarse silenciosamente gracias a sus zapatillas de tenis.
– Anda usted como los gatos -dijo Quart.
Ella se rió, moviendo la cabeza. Llevaba como siempre el pelo recogido en la nuca con su corta trenza, un polo holgado y téjanos sucios de pintura y yeso. Quart pensó en ella maquillándose frente al espejo antes de la visita del obispo, y en la mirada de aquellos ojos fríos multiplicada al romperse el cristal bajo el puñetazo. Buscó en sus manos la cicatriz. Allí estaba: un trazo lívido de tres centímetros en la cara interior de la muñeca derecha. Se preguntó si había sido intencionado.
– No me diga que oyó misa aquí – dijo ella.
Asintió Quart, viéndola sonreír de modo indefinible. Todavía le miraba la cicatriz; y Gris Marsala, al advertirlo, volvió el antebrazo, ocultándola.
– Ese párroco -dijo Quart.
Iba a añadir algo, pero se quedó callado como si aquello lo resumiera todo. Al cabo de un momento ella sonrió de nuevo; esta vez de modo más oscuro, cual si lo hiciera para sí misma después de escuchar palabras no pronunciadas.
– Sí -murmuró-. Se trata exactamente de eso.
Parecía aliviada, y dejó de protegerse la muñeca. Después le preguntó si había visto a Macarena Bruner, y Quart asintió con un gesto.
– Viene cada mañana, a las ocho -precisó ella-. Los jueves y los domingos, con su madre.
– No la imaginaba tan pía.
No había intención en el sarcasmo, pero Gris Marsala encajó molesta el comentario:
– Déjeme decirle algo. No me gusta ese tono suyo.
Dio él unos pasos frente al retablo, mirando la imagen de la Virgen. Después se volvió de nuevo a la mujer:
– Quizá tenga razón. Pero anoche cené con ella, y sigo desconcertado.
– Sé que cenaron -los ojos claros lo estudiaban con atención, o curiosidad-. Macarena me despertó a la una de la madrugada para tenerme casi media hora al teléfono. Entre otras muchas cosas, dijo que usted vendría a misa.
– Es imposible -objetó Quart-. Ni yo mismo estaba seguro hasta unos minutos antes.
– Pues ya ve. Ella sí lo estaba. Dijo que tal vez así empezara a comprender -se detuvo, inquisitiva-… ¿Ha empezado a comprender?
Quart la miró impávido:
– ¿Qué más le dijo?
Hizo la pregunta de un modo superficial, casi irónico; mas se arrepintió antes de completar la frase. Realmente estaba interesado por lo que Macarena Bruner había podido contarle a su amiga la monja, y le irritaba que resultara evidente.
Gris Marsala miraba el alzacuello de la camisa del sacerdote. Pensativa.
– Dijo muchas cosas. Que usted le cae bien, por ejemplo. Y que no es tan diferente de don Príamo como cree -ahora sus ojos lo recorrían de arriba abajo, valorativos y deliberados-. También dijo que es el cura más sexy que ha visto en su vida -la sonrisa que le asomó a la boca rozaba la provocación-. Dijo exactamente eso: sexy. ¿Qué le parece?
– ¿Por qué me cuenta todo esto?
– Qué tontería. Se lo cuento porque me ha preguntado.
– No me tome el pelo -se llevó un índice a la sien-. Lo tengo gris, como el suyo.
– Me gusta su pelo tan corto. A Macarena también.
– No ha respondido a mi pregunta, hermana Marsala.
Ella rió, e innumerables pequeñas arrugas cercaron sus ojos.
– Apee el tratamiento, se lo ruego -reía al mostrar sus téjanos sucios y los andamios de las paredes-. No sé si todo esto es propio de una monja.
No lo era, se dijo Quart. Ni eso, ni su actitud en el extraño triángulo que formaban ellos dos y Macarena Bruner; o quizá cuarteto, si incluían al inevitable padre Ferro. Tampoco la imaginaba con hábito, en un convento. Parecía haber recorrido un largo camino desde Santa Bárbara.
– ¿Piensa regresar alguna vez?
Tardó un poco en responder. Miraba el fondo de la nave, los bancos apilados cerca de la puerta. Tenía los pulgares en los bolsillos traseros del pantalón, y Quart se preguntó cuántas monjas serían capaces de llevar unos téjanos ceñidos como los llevaba Gris Marsala: esbelta como una muchacha a pesar de su edad. Sólo el rostro y el cabello habían envejecido, y aun así emanaba especial atractivo aquella forma suya de moverse.
– No lo sé -dijo, el aire ausente-. Quizá dependa de este lugar; de lo que ocurra aquí. Creo que por eso no me he ido -ahora se dirigía a Quart sin mirarlo, entornados los ojos ante la luz del sol que ya entraba por el rectángulo iluminado de la puerta-. ¿Nunca sintió de pronto un vacío inesperado, allí donde cree tener un corazón?… Hace clac y se detiene un momento, sin motivo aparente. Luego todo sigue su marcha, pero una sabe que ya no es lo mismo y se pregunta, inquieta, si algo andará mal.
– ¿Cree que lo averiguará aquí?
– Ni idea. Pero hay lugares que encierran respuestas. Esa intuición nos hace vagar alrededor, al acecho. ¿No cree?
Incómodo, Quart se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro.
No era su género de conversación favorito, mas necesitaba palabras. En cualquiera podía estar el cabo de la madeja.
– Lo que yo creo es que durante toda la vida vagamos en torno a nuestra tumba. Quizá la respuesta sea ésa.
Al decirlo sonrió un poco, quitándole trascendencia al comentario. Pero ella no se dejó distraer por la sonrisa:
– Yo tenía razón. No es un sacerdote como los otros.
No dijo por qué, ni ante quién hacía valer aquella razón, ni tampoco Quart quiso indagar en ello. Sobrevino entonces un silencio que nadie hizo amago de llenar. Caminaron uno junto al otro a lo largo de la nave. Quart miraba las paredes, la pintura desconchada y los dorados deslucidos de las cornisas. Junto al eco de sus pasos. Gris Marsala caminaba en silencio. Por fin ella habló de nuevo:
– Hay cosas -dijo-. Hay lugares y personas por donde no es posible pasar de modo impune… ¿Sabe de qué estoy hablando? -se detuvo un instante a observar a Quart y después prosiguió camino, moviendo la cabeza-. No, no creo que lo sepa todavía. Me refiero a esta ciudad. A esta iglesia. También a don Príamo y a la propia Macarena -se había parado otra vez y sonreía, burlona-. Es bueno que sepa en qué se mete.
– Quizá no tengo nada que perder.
– Tiene gracia oírle eso. Macarena asegura que es lo más interesante de usted. La impresión que produce -estaban ya junto a la puerta, y la luz de la calle contraía los iris claros en los ojos de la mujer-. Se diría que, como don Príamo, tampoco tiene gran cosa que perder.
El camarero hizo girar la manivela del toldo hasta que la sombra cubrió la mesa donde estaban Pencho Gavira y Octavio Machuca. Sentado a los pies del viejo banquero, un limpiabotas le daba al betún, haciendo chascar el cepillo contra la palma de la mano:
– Ponga usted el otro, caballero.
Obediente, Machuca retiró el pie derecho de la caja de tachuelas doradas y espejitos y puso el izquierdo en el mismo sitio. El limpiabotas colocó los protectores para no manchar los calcetines y prosiguió concienzudo su tarea. Era muy flaco, agitanado, pasada la cincuentena, con los brazos llenos de tatuajes y décimos de lotería asomándole por el bolsillo de la camisa. Cada día, el presidente del Banco Cartujano se hacía lustrar los zapatos a sesenta duros el servicio, mientras miraba pasar la vida desde su mesa en la esquina de La Campana.
– Vaya una calor que hace -dijo el limpia.
Se secaba con el dorso de la mano negra de betún las gotas de sudor que le caían por la nariz. Pencho Gavira encendió un cigarrillo y le ofreció otro al betunero, que se lo puso encima de una oreja sin dejar de frotar los zapatos de Machuca con el cepillo. La taza de café y el ABC sobre la mesa, el viejo banquero observaba satisfecho el trabajo. Al terminar la faena le alargó al limpia un billete de mil, y éste se rascó el cogote, perplejo:
– No llevo suelto, caballero.
Sonreía el presidente del Cartujano, habitual, cruzando las largas piernas:
– Pues cóbramelo mañana, Ratita. Cuando tengas cambio.
Devolvió el limpiabotas el billete, llevándose dos dedos a la frente en vago gesto militar antes de alejarse hacia la plaza Duque de la Victoria con el banco y su cajón bajo el brazo. Pencho Gavira vio que pasaba junto a Peregil, quien aguardaba a respetuosa distancia, junto al escaparate de una zapatería y a pocos pasos del Mercedes azul oscuro detenido junto al bordillo de la acera. Cánovas, el secretario de Machuca, revisaba papeles en una mesa cercana, disciplinado y silencioso, esperando despachar los asuntos del día.
– ¿Cómo va la iglesia, Pencho?
Era una pregunta de aspecto rutinario, como sobre el estado del tiempo o la salud de un pariente. El viejo Machuca había cogido el periódico y pasaba páginas sin prestarles atención, hasta que llegó a las necrológicas. Allí se puso a leer esquelas detenidamente. Gavira se recostó en la silla de mimbre y miró las manchas de sol que ganaban terreno a sus pies, avanzando despacio desde la calle Sierpes.
– Estamos en ello -dijo.
Machuca entornaba los párpados enfrascado en las esquelas. A su edad suponía un consuelo comprobar cuánta gente conocida iba desfilando antes que uno.
– Los consejeros se impacientan -comentó sin dejar de leer-. Para ser exactos, unos se impacientan y otros esperan que te rompas la crisma -pasó una página, dedicándole media sonrisa a la extensa relación de hijos, nietos y demás familia que rogaba por el alma del excelentísimo señor don Luis Jorquera de la Sintacha, hijo ilustre de Sevilla, comendador de la Orden de Mañara, maestresala de la Real Cofradía de la Caridad Perpetua, fallecido tras recibir los santos sacramentos, etcétera: Machuca y toda Sevilla estaban al corriente de que el excelentísimo difunto había sido un perfecto sinvergüenza, enriquecido en los años de postguerra con el tráfico de penicilina-. Faltan muy pocos días para debatir tu proyecto sobre la iglesia.
Gavira asintió, el cigarrillo en la boca. Eso sería veinticuatro horas después de que los saudíes de Sun Qafer Alley aterrizaran en el aeropuerto de la ciudad para comprar por fin Puerto Targa. Y con ese acuerdo firmado sobre la mesa, nadie iba a decir esta boca es mía.
– Estoy apretando las últimas tuercas -dijo.
Machuca movió lentamente la cabeza, de arriba abajo, un par de veces. Sus ojos rodeados por profundos cercos oscuros iban del diario a la gente que pasaba por la calle.
– Ese cura -comentó-. El viejo.
Gavira prestó atención; pero el banquero estuvo un rato callado como si no llegase a concretar la idea. O tal vez se limitaba a provocar a su delfín. De un modo u otro, Gavira guardó silencio.
– Él es la clave -prosiguió Machuca-. Mientras no renuncie, el alcalde seguirá sin vender, el arzobispo sin secularizar, y tu mujer y su madre mantendrán su postura. Esas misas de los jueves te hacen bien la puñeta.
Seguía refiriéndose a Macarena Bruner como mujer de Gavira; y eso, aunque técnicamente era cierto, tenía incómodas connotaciones para éste. Machuca se negaba a aceptar la separación del matrimonio que había apadrinado. También encerraba una advertencia: nada iba a quedar resuelto para su sucesor mientras continuara la equívoca situación conyugal, con Macarena poniéndolo en evidencia. La buena sociedad sevillana, que había aceptado a Gavira cuando su boda con la niña del Nuevo Extremo, no perdonaba cierto tipo de cosas. Hiciera lo que hiciese, curas o toreros de por medio, Macarena era una de ellos; pero Gavira, no. Sin su mujer quedaba reducido a un chulo advenedizo y con dinero.
– En cuanto resuelva lo de la iglesia -dijo- me ocuparé de ella.
Machuca pasaba páginas, escéptico.
– No estoy tan seguro. La conozco desde que era una cría -se inclinó sobre el periódico para beber un poco de su taza-. Aunque saques del juego al párroco y derribes esa iglesia, estás perdiendo la otra batalla. Macarena lo ha tomado como algo personal.
– ¿Y la duquesa?
Surgió un apunte de sonrisa bajo la nariz grande y afilada del banquero:
– Cruz respeta mucho las decisiones de su hija. Y en la iglesia está con ella, sin condiciones.
– ¿La ha visto usted últimamente? Hablo de la madre.
– Claro. Cada miércoles.
Era cierto. Una tarde a la semana. Octavio Machuca enviaba su coche a recoger a Cruz Bruner, y la esperaba en el parque de María Luisa para dar un paseo. Podía vérseles allí, bajo los sauces, o sentados en un banco de la glorieta de Bécquer las tardes de sol.
– Pero ya sabes cómo es tu suegra -Machuca aguzó un poco la sonrisa-. Sólo conversamos sobre el tiempo, las macetas de su patio y las flores del jardín, los versos de Campoamor… Y cada vez que le recito eso de: «Las hijas de las mujeres que amé tanto/me besan ya como se besa a un santo», se ríe como una chiquilla. Hablar de su yerno, o de la iglesia, o del fracaso matrimonial de su hija, le parecería una ordinariez -señaló el extinto banco de Levante, en la esquina de Santa María de Gracia-. Apostaría ese edificio a que ni siquiera sabe que estáis separados.
– No exagere usted, don Octavio.
– No exagero en absoluto.
Bebió Gavira un sorbo de cerveza en silencio. Era una exageración, por supuesto; pero definía bien el carácter de la vieja dama que habitaba la Casa del Postigo como una monja de clausura en su convento, paseante de sombras y recuerdos en el viejo palacio ya demasiado espacioso para ella y su hija, corazón de barrio antiguo hecho de mármoles, azulejos, cancelas y patios con macetas, mecedoras, canario, siesta y piano. Ajena a cuanto ocurría de puertas afuera, salvo en sus paseos semanales a la nostalgia con el amigo de su difunto marido.
– No es que pretenda entrometerme en tu vida privada, Pencho -el anciano acechaba tras sus párpados entornados-. Pero a menudo me pregunto qué pasó con Macarena.
Gavira movió la cabeza, sereno.
– Nada especial, se lo aseguro. Supongo que la vida, mi trabajo, crearon tensiones… -le dio una chupada al cigarrillo y dejó irse el humo por la nariz y la boca-. Además, usted sabe que ella quería un hijo ya mismo, en seguida -titubeó un instante-. Yo estoy en plena lucha por hacerme un lugar, don Octavio. No tengo tiempo para biberones, y le pedí que esperase… -sentía la boca muy seca de repente, y recurrió de nuevo a la cerveza-. Que esperase un poco, eso es todo. Creí haber logrado convencerla y que todo iba bien. De pronto, un día, zas. Se fue con un portazo y me declaró la guerra. Hasta hoy. Quizá coincidió con nuestra falta de entendimiento sobre la iglesia, o no sé -hizo una mueca-. Quizá coincidió todo.
Machuca lo miraba, fijo y frío. Casi con curiosidad.
– Lo del torero -sugirió- fue un golpe bajo.
– Mucho -también lo era sacar eso a relucir, pero Gavira se abstuvo de decirlo-. Aunque usted sabe que hubo un par más, apenas se fue. Antiguos amigos de cuando era soltera, y ese Curro Maestral, que ya tonteaba con ella -dejó caer el cigarrillo entre los zapatos y lo aplastó retorciendo el talón, sañudo-. Es como si de pronto se hubiera lanzado a recobrar el tiempo perdido conmigo.
– O a vengarse.
– Puede ser.
– Algo le hiciste, Pencho -el viejo banquero movía la cabeza, convencido-. Macarena se casó enamorada de ti.
Gavira miró a un lado y a otro, observando sin fijarse demasiado a la gente que pasaba por la calle.
– Le juro que no lo entiendo -respondió por fin-. Ni siquiera como venganza. El primer lío después de casado lo tuve al mes largo de dejarme Macarena, cuando ya se había dejado ver con ese bodeguero de Jerez, Villalta. A quien por cierto, don Octavio, con su permiso, acabo de negarle un crédito.
Machuca alzó una de sus manos flacas como garras, descartando todo aquello. Estaba al corriente de la relación, reciente y superficial, de su delfín con una modelo publicitaria; y sabía que éste decía la verdad. En cualquier caso. Macarena tenía demasiado buena casta como para organizar un escándalo público a causa de una historia de faldas de su marido. Si todas hicieran eso, apañada iba Sevilla. En cuanto a la iglesia, el banquero ignoraba si era el problema, o el pretexto.
Gavira se tocaba el nudo de la corbata, incómodo:
– Pues estamos iguales, don Octavio. Un padrino y un marido en la inopia.
– Con una diferencia -Machuca sonreía de nuevo bajo la nariz afilada, cruel-. Tanto la iglesia como tu matrimonio son cosa tuya… ¿Verdad? Yo me limito a mirar.
Gavira le echó un vistazo a Peregil, que seguía de guardia junto al Mercedes. Endureció las mandíbulas.
– Voy a apretar un poco más.
– ¿A tu mujer?
– Al cura.
Sonó la risa áspera del viejo banquero.
– ¿A cuál de ellos? Se multiplican como los conejos, últimamente.
– Al párroco. El padre Ferro.
– Ya -Machuca miró también, de soslayo, en dirección a Peregil, antes de exhalar un largo suspiro-. Espero que tengas el buen gusto de ahorrarme detalles.
Pasaron unos turistas japoneses cargando enormes mochilas y al límite de la deshidratación. Machuca dejó el periódico sobre la mesa y estuvo un rato callado, recostándose en el respaldo de mimbre de su silla. Por fin se giró hacia Gavira.
– Es duro vivir en la cuerda floja, ¿verdad? -los ojos de rapaz tenían un aire burlón entre sus cercos oscuros-. Así estuve yo años y años, Pencho. Desde que pasé el primer alijo por Gibraltar, terminada la guerra. O cuando compré el banco, preguntándome en qué me iba a meter. Esas noches sin dormir, con todos los miedos del mundo en el pensamiento… -sacudió brevemente la cabeza-. De pronto, un día descubres que has cruzado la meta y que todo te da lo mismo. Que los perros no te alcanzarán ya, por mucho que ladren y corran. Sólo entonces empiezas a disfrutar de la vida, o de lo que te queda de ella.
Torció la boca en un gesto a medio camino entre la diversión y el cansancio. Una sonrisa fría le helaba las comisuras.
– Espero que cruces esa meta, Pencho -añadió-. Hasta entonces, abona intereses sin rechistar.
Gavira no respondió en seguida. Hizo un gesto para que viniera el camarero, encargó otra cerveza y otro café con leche, se pasó la palma de la mano por el pelo repeinado en la sien izquierda y le echó un distraído vistazo a las piernas de una mujer que pasaba.
– Yo nunca me he quejado, don Octavio.
– Lo sé. Por eso tienes un despacho en la planta noble del Arenal y una silla a mi lado, en esta mesa. Un despacho que yo te doy y una silla que yo te cedo. Y mientras, leo el periódico y te miro.
Vino el camarero con la cerveza y el café. Machuca se puso un terrón de azúcar en la taza y removió la cucharilla. Dos monjas de Sor Angela de la Cruz pasaron calle abajo, con sus hábitos marrones y sus velos blancos.
– Por cierto -dijo de pronto el banquero-. ¿Qué pasa con el otro cura? -miraba irse a las monjas-. El que anoche cenó con tu mujer.
El temple de Pencho Gavira se notaba en momentos como aquél. Mientras calmaba el molesto batir de la sangre en sus tímpanos se obligó a seguir con la vista un automóvil, desde que doblaba una esquina hasta que fue a desaparecer por la siguiente. Diez segundos más o menos. Al cabo de este tiempo enarcó una ceja:
– No pasa nada. Según mis noticias, sigue investigando por cuenta de Roma. Eso lo tengo bajo control.
Machuca hizo un gesto aprobador.
– Así lo espero, Pencho. Que también lo tengas bajo control -se llevó la taza a los labios con un leve gruñido de satisfacción-. Bonito sitio, La Albahaca -bebió otro sorbo-. Hace tiempo que no voy por allí.
– Recuperaré a Macarena. Se lo prometo.
El banquero asintió de nuevo:
– En realidad te nombré vicepresidente porque te casaste con ella.
– Lo sé -Gavira sonreía con despecho-. Nunca me hice ilusiones sobre eso.
– Entiéndeme -Machuca se había vuelto hacia él-. Eres una buena cabeza. No había mejor futuro para Macarena, y así lo vi desde el principio… -una de sus manos se apoyaba ligeramente en el brazo de Gavira: un contacto huesudo y seco-. Supongo que te aprecio, Pencho. Tal vez seaas lo mejor que puede ocurrirle ahora al banco; pero sucede que a estas alturas el banco me da igual -retiró la mano y se lo quedó mirando-. A lo mejor es tu mujer lo que me importa. O su madre.
Gavira desvió la vista al kiosco de periódicos de la esquina. A veces se sentía como un atún en la almadraba, buscando inútilmente una salida. Pedalear, se repitió. Pedalear siempre en la bicicleta, para no caerse.
– Pues si me permite usted decirlo, la iglesia era también el futuro de ellas dos.
– Pero sobre todo el tuyo, Pencho -Machuca le dirigió un vistazo malicioso-… ¿Sacrificarías el proyecto de la iglesia y la operación de Puerto Targa por recuperar a tu mujer?
Gavira tardó en responder. Esa era la cuestión, y lo sabía mejor que nadie.
– Si pierdo esta oportunidad -dijo, evasivo-, lo pierdo todo.
– Todo, no. Sólo tu prestigio. Y mi apoyo.
Con calma, Gavira se permitió una sonrisa:
– Es usted un hombre muy estricto, don Octavio.
– Es posible -el viejo contemplaba el cartel de la Peña Botica -. Pero soy justo: la operación de la iglesia fue idea tuya, y tu matrimonio también. Aunque yo facilitara un poco las cosas.
– Entonces quisiera hacerle una pregunta -Gavira puso una mano sobre la mesa y luego la otra-. ¿Por qué no me ayuda ahora, si tanto aprecia a Macarena y a su madre?… Le bastaría una conversación para que fuesen más razonables.
Machuca se volvió muy lentamente hacia él. Sus párpados estaban entornados hasta reducir las pupilas a una fina línea.
– Puede que sí, y puede que no -dijo, cuando Gavira ya apenas esperaba respuesta-. Pero en tal caso, lo mismo me habría dado permitir que Macarena se casara con cualquier imbécil. A ver si lo entiendes, Pencho: es como quien tiene un caballo, un boxeador, o un buen gallo. Lo que a mí me gusta es verte pelear.
Dijo eso, y sin añadir nada más le hizo una seña al secretario. La audiencia terminaba, y Gavira se levantó abrochándose la americana.
– ¿Sabe una cosa, don Octavio? -se había puesto unas gafas oscuras de diseño italiano y estaba frente a la mesa, templado, impecable-. A veces usted da la impresión de no desear un resultado concreto… Como si en el fondo todo le diera igual: Macarena, el banco, yo mismo.
Al otro lado de la calle, una joven con falda muy corta y largas piernas había salido con un cubo y una fregona a baldear los zócalos de los escaparates de una tienda de ropa. Pensativo, el viejo Machuca observaba los movimientos de la muchacha. Por fin, muy tranquilo, se volvió a Gavira:
– Pencho… ¿Nunca te has preguntado por qué vengo aquí todos los días?
Sorprendido, una mano en el bolsillo, Gavira lo miraba sin saber qué decir. A cuento de qué venía aquello, pensaba. El maldito viejo.
– Hombre, don Octavio -masculló, molesto-. Yo no pretendía. Quiero decir que…
Había un destello burlón, seco, tras los párpados entornados del banquero:
– Una vez, hace muchísimo tiempo, estaba yo sentado en este mismo sitio y pasó una mujer -Machuca volvió a mirar a la joven de la tienda, como atribuyéndole aquel recuerdo-. Una mujer muy hermosa, de esas que te quitan el aliento… La vi pasar y ella cruzó su mirada con la mía. Mientras se iba pensé que debía levantarme, retenerla. Pero no lo hice. Pesaron más las convenciones sociales, el ser conocido en Sevilla… No pude abordarla, y se fue. Me consolé diciendo que volvería a verla otra vez. Pero ella no volvió a pasar por aquí. Nunca.
Lo había contado sin rastro de emoción: el mero relato de un suceso objetivo. Cánovas se acercaba, cartera bajo el brazo, y tras una seca inclinación de cabeza en atención a Gavira tomó posesión de la silla que éste acababa de abandonar. Recostado en el respaldo de la suya, Machuca gratificó al vicepresidente del Cartujano con otra de sus frías sonrisas:
– Soy muy viejo, Pencho. En mi vida gané unas batallas y perdí otras; y ahora todas, hasta las que debieran ser mías, las considero ajenas -sostuvo entre las manos flacas como garras el primero de los documentos que le ofrecía el secretario-. Más que ganas de victoria, lo que siento es curiosidad. Igual que cuando uno encierra un escorpión y una araña en un frasco y se los queda mirando, ¿entiendes?… Sin sentir simpatía por ninguno de los dos.
Se concentró en los documentos, y Gavira murmuró una despedida antes de irse calle abajo, hacia el coche. Tenía una profunda arruga vertical en la frente, y las baldosas del suelo parecían moverse bajo sus pies. Peregil, que se alisaba el pelo sobre la calva con una mano, desvió la mirada al verlo acercarse.
En la esquina blanca y ocre del Hospital de los Venerables, la luz del sol rebotaba como un pelotazo. Al otro lado de la calle, bajo el cartel que anunciaba la corrida del domingo en la Maestranza, dos turistas de piel blanca agonizaban sentados junto a una mesa, al filo de la insolación aguda. Dentro de Casa Román, a salvo de la intensa luz que reverberaba en aquel horno de cal, almagre y calamocha, Simeón Navajo peló cuidadosamente una gamba, y con ella en la mano miró a Quart:
– El Grupo de Delitos Informáticos no tiene nada que le sirva a usted. Ningún antecedente. Nada.
Dicho eso se comió la gamba y despachó de un trago media caña de cerveza. Andaba a todas horas con desayunos suplementarios, aperitivos, pinchos y bocadillos, y Quart se preguntó, mientras observaba la menuda y flaca figura del subcomisario, dónde metía todo aquello. Hasta el 357 Magnum le abultaba tanto en el cuerpo que lo llevaba en una bolsa colgada del hombro; una bolsa moruna, de cuero repujado con flecos, que seguía oliendo a zoco y a piel de camello mal curtida. Con las grandes entradas del pelo que llevaba largo por detrás y recogido en una coleta, las gafas redondas de acero y la holgada camisa apache de flores que lucía aquella mañana, la bolsa le daba a Simeón Navajo un aspecto peculiar. Algo que contrastaba con la alta, delgada y severa figura vestida de negro del sacerdote.
– No existe en nuestros archivos -prosiguió el policía- ninguna referencia sobre las personas que le interesan… Tenemos estudiantes jovencitos que se divierten con travesuras informáticas, un montón de gente que comercializa copias piratas de programas, y un par de fulanos de cierto nivel que de vez en cuando se pasean por donde no deben. Uno de ellos intentó hace un par de meses entrar en las cuentas corrientes del Banksur y hacerse unas transferencias a sí mismo. Pero de lo que usted busca, ni rastro.
Estaban de pie ante la barra, bajo una sucesión de embutidos que pendían del techo. El policía cogió otra gamba cocida del plato, le arrancó la cabeza para chuparla con deleite, y luego se puso a pelar el resto con mano experta. Quart miró el vaso empañado de su cerveza, casi intacto:
– ¿Hizo la gestión que le pedí con las empresas comerciales y con Telefónica?
– La hice -Navajo asentía con la boca llena-. Nadie de su lista adquirió, al menos con nombre y número de identificación fiscal propio, material informático avanzado. En cuanto a Telefónica, el jefe de seguridad es amigo mío. Según me cuenta, su Vísperas no es el único que se mete clandestinamente en la red para viajar por el extranjero, al Vaticano o a donde sea. Todos los piratas lo hacen. A unos los atrapan y a otros no. El suyo parece listo. Entra y sale de Internet, y al parecer usa un complicado sistema de bucles, o algo así, dejando detrás una especie de programas que borran el rastro y vuelven los sistemas de detección completamente gilipollas.
Se comió la gamba, apurando la cerveza, y pidió otra. Una pata del bicho se le había quedado enredada en el bigote.
– Eso es cuanto puedo contarle.
Quart le sonrió al policía:
– No es gran cosa, pero se lo agradezco.
– No debe agradecerme nada -Navajo ya la emprendía con otra gamba; el montoncito de cascaras bajo sus pies crecía con rapidez vertiginosa-. Me encantaría poder echarle una mano de verdad, pero mis jefes lo han dejado muy claro: cooperación oficiosa, la que sea posible. Algo en plan personal, entre usted y yo. Por los viejos tiempos. Pero no quieren complicarse la vida con iglesias, curas, Roma y todo eso. Otra cosa sería que alguien cometiera o hubiese cometido un delito concreto, de mi competencia. Pero las dos muertes fueron consideradas accidentes por el juez… Y que un hacker se dedique a incordiar al Papa desde Sevilla es algo que nos la trae bastante floja -chupó ruidosamente la cabeza de su gamba, mirando a Quart por encima de las gafas-, Si me permite la expresión.
Se deslizaba el sol despacio sobre el Guadalquivir, sin un soplo de brisa, y en la otra orilla las palmeras parecían centinelas inmóviles montándole guardia a La Maestranza. El Potro del Mantelete era un perfil de estatua contra el reverbero del río en la ventana; un cigarrillo en la boca y tan quieto como el bronce de su maestro Juan Belmente. A don Ibrahim, sentado ante la mesa del comedor, un aroma de huevos fritos con morcilla le venía desde la cocina con la canción que tarareaba la Niña Puñales:
¿Por qué me despierto temblando azoga
y miro la calle desierta y sin luz?
¿Por qué yo tengo la corazona
de que vas a darme sentencia de cruz?…
Aprobó un par de veces con la cabeza el ex falso letrado, moviendo silenciosamente los labios bajo el mostacho para acompañar la letra que la Niña iba desgranando bajito, con su voz ronca de aguardiente, mientras rasera en mano y delantal sobre el vestido de lunares freía los huevos con muchas puntillas, como le gustaban a don Ibrahim. Cuando no se apañaban tapeando por los bares de Triana, los tres compadres solían reunirse a comer algo en casa de la Niña, un modesto segundo piso de la calle Betis que, eso sí, tenía una vista de Sevilla con el Arenal a tiro de piedra, y la Torre del Oro y la Giralda, que ya la hubieran querido los reyes y los millonarios y los artistas de cine con todos sus parneses. Aquella ventana al Guadalquivir era el único patrimonio de la Niña Puñales; había comprado el piso mucho tiempo atrás, con los escasos beneficios que logró reunir de su pasajera fama, y -decía, a modo de consuelo- al menos eso no se lo llevó la trampa. Allí vivía sin necesidad de pagar alquiler, con algunos viejos muebles, una cama de latón reluciente, una estampa de la Virgen de la Esperanza, una foto dedicada de Miguel de Molina, y una cómoda donde amarilleaban las colchas, los manteles y las sábanas bordadas del ajuar intacto. Eso le permitía destinar sus escasos recursos a pagar puntualmente las cuotas mensuales de El Ocaso, S.A., con las que desde hacía veinte años se costeaba un humilde nicho y una lápida en el rincón más soleado del cementerio de San Fernando. Porque la Niña era cantidad de friolera.
Me miraste
y un río de cofias
cantó por mis venas
tu amor verdadero…
Don Ibrahim murmuró un ole sin darse cuenta, y siguió aplicándose en su tarea. Tenía sombrero, chaqueta y bastón sobre una silla contigua, y estaba en mangas de camisa, con elásticos que se las sujetaban sobre los codos. El sudor le ponía cercos húmedos bajo las rollizas axilas y en el cuello suelto, donde llevaba flojo el nudo de una corbata a rayas azules y rojas que, afirmaba, le había regalado aquel inglés alto, Graham Greene, a cambio de un Nuevo Testamento y una botella de Four Roses cuando estuvo en La Habana para escribir una novela de espías -corbata que, aparte el valor sentimental, además era auténtica de Oxford-. A diferencia de la Niña, ni don Ibrahim ni el Potro del Mantelete tenían vivienda propia. El Potro andaba realquilado por allí cerca en una casa flotante, un barco de turistas medio abandonado que le dejaba un amigo con quien había coincidido en la tauromaquia y en el Tercio. Por su parte, el gordo indiano era pupilo fijo en una modesta pensión del Altozano -los otros eran un viajante de peines de caballero y una dama madura de belleza ajada y profesión dudosa, o más bien no dudosa en absoluto- regentada por la viuda de un guardia civil muerto por ETA en el Norte.
No estás viendo
que al quererte como loca
desde el alma hasta la boca
se me vuelca el corazón…
Ni Concha Piquer ni Pastora Imperio ni nadie en el mundo, pensaba don Ibrahim oyendo rematar a la Niña con ese temple cuajado de hembra flamenca que toda aquella chusma de empresarios y críticos y vil gallofa había terminado empeñándose en no reconocer. Era un puntazo oírla en Semana Santa, en cualquier esquina donde la pillara, cuando se ponía a cantarle una saeta a la Esperanza o a su hijo, el Cachorro de Triana, que hacía callarse los tambores y le ponía al personal la carne de gallina. Porque la Niña Puñales era el cante y era la copla, y era España por los cuatro costados; no la de folklore barato y facilón para turistas y castizos de pastel, sino la otra, la de verdad. La leyenda oliendo a humo de taberna, los ojos verdes y el sudor del macho de toda la vida. La memoria dramática de un pueblo que echaba las penas cantando y los diablos empalmando navajas desesperadas, relucientes como los cachos de luna que alumbraban al Potro del Mantelete cuando saltaba de noche los cercados, desnudo para no romperse la única camisa, seguro de que iba a comerse el mundo y a alfombrarse la vida con billetes de mil, antes de que los toros le dejaran el chirlo en el cuello y la derrota en una esquina de los ojos. Aquella misma España que había borrado de los carteles a la Niña Puñales, la mejor voz flamenca de Andalucía y del siglo, sin tan siquiera una pensión de desempleo para ir tirando. La patria lejana que don Ibrahim soñaba en sus noches juveniles y caribeñas, a la que había pensado regresar un día como los indianos de antaño, con un Cadillac descapotable y un puro, y que sólo le dio incomprensión, escarnio y vilipendio con aquel desgraciado asunto del falso título de letrado habanero. Pero hasta los hijos de puta les deben algo a sus madres, razonaba don Ibrahim. Y las quieren. Y aquella España ingrata también tenía lugares como Sevilla, barrios como Triana, bares como Casa Cuesta, corazones fieles como el Potro, y voces de hermosa tragedia como la Niña. Una voz a la que, por poco que salieran bien las cosas, le iban a poner aquel local de poderío, ese Templo de la Copla que en las noches de fino, manzanilla, humo de tabaco y conversación, imaginaban entre los tres formal, solemne, con sillas de enea, camareros viejos y silenciosos -el impasible Potro iba a ser jefe de sala-, botellas en las mesas, un foco sobre el tablao, y una guitarra rasgueando compases de verdad para la Niña Puñales, con su voz bronca devuelta al público aún con más arte y sentimiento. Reservado el derecho de admisión, con entrada prohibida a los turistas en grupo y a los pelmazos con teléfono móvil. Y don Ibrahim no esperaba otro premio que sentarse en alguna mesa oscura, al fondo de la sala, y beberse algo despacio con un Montecristo humeándole en la mano y un nudo en la garganta oyendo cantar a la Niña Puñales. Eso, y que la caja fuera bien. Tampoco era que lo cortés quitara lo valiente.
Vertió un poco más de gasolina en la botella, con mucho cuidado para que no se derramase fuera. Había puesto hojas de periódico sobre la mesa para proteger el barniz, y secaba con un trapo las gotas de combustible que resbalaban sobre el cristal troquelado y la etiqueta de Anís del Mono. La gasolina era sin plomo y de la mejor, 98 octanos, porque -lo había apuntado la Niña con muy buen juicio- no iban a pegarle fuego con cualquier cosa a una iglesia consagrada. Así que mandaron al Potro con una lata vacía de aceite de oliva Carbonell para traerse un litro de la gasolinera más cercana. Con un litro va que arde, había dicho muy serio don Ibrahim con la gravedad del especialista, adquirida -afirmaba- una vez que Ernesto Che Guevara le explicó, mientras tomaban mojitos en Santa Clara, cómo hacer un cóctel molotov. Que era un invento ruso de Carlos Marx.
El líquido hizo una burbuja y cayó fuera del gollete. Don Ibrahim lo enjugó con el empapado pañuelo y puso éste en el cenicero que había sobre la mesa. La bomba incendiaria estaba destinada a funcionar con un mecanismo algo rudimentario pero eficaz, de cuya invención don Ibrahim estaba orgulloso: un trozo de vela fina, cerillas, un reloj despertador de cuerda, dos metros de hilo bramante, una botella que se cae. Y la ignición cuando los tres compadres estuviesen en un bar a la vista de todo el mundo, por aquello de cuidar al detalle la coartada. La madera de los bancos apilados contra el muro y las viejas vigas del techo harían el resto. No era necesario que la destrucción fuese total, había precisado Peregil al darles instrucciones para agilizar el tema. Bastaba con arruinar aquello un poco; aunque si todo el edificio se iba al carajo, mucho mejor. Pero sobre todo -los miraba inquieto, de uno en uno- que parezca un accidente.
Echó don Ibrahim un poco más, y el olor de la gasolina eclipsó un momento el de los huevos fritos. Con gusto habría encendido un habano; pero no era cosa de broma, con toda aquella gasolina y el trapo húmedo en el cenicero. La Niña Puñales se había opuesto en principio como gata panza arriba, por el carácter de recinto sagrado; y sólo pudieron convencerla recordándole la cantidad de misas que iba a poder encargar en otras iglesias para expiar el asunto con el dinero que sacarían de todo aquello. Además, según el viejo principio ad anotares redit sceleris coacti tamarindos pulpa, o poco más o menos, ellos tres sólo ejecutaban un delito ajeno; y quien era causa de la causa -o sea, Peregil en última instancia- lo era del mal causado. Aun así, y a pesar de tan riguroso planteamiento jurídico, la Niña continuaba negándose a intervenir en el acto ignífero, asumiendo en la operación simples labores de apoyo; como era el caso de los huevos con morcilla. Don Ibrahim respetaba aquello, pues era hombre partidario de la libre conciencia. En cuanto al Potro, el mecanismo de sus pensamientos era difícil de penetrar. Eso en el caso de que sus pensamientos tuviesen mecanismo motor, e incluso de que hubiese pensamientos. Lo que hacía era limitarse a asentir impasible al cabo de un rato, fatalista y fiel, siempre en espera de la campana o el clarín que lo hicieran levantarse del rincón o salir del burladero como un autómata. No había puesto objeciones cuando don Ibrahim planteó lo del incendio en la iglesia. Cosa extraña: el Potro no era hombre religioso pese a su pasado taurino -todos los toreros, que supiera don Ibrahim, creían en Dios-, pero cada Viernes Santo se ponía el viejo traje azul marino de su infausta boda, una camisa blanca sin corbata y abotonada hasta el cuello, se repeinaba con colonia, y acompañaba a la Niña entre luz de velas y redoble de tambores por las calles de Sevilla, detrás del trono de la Esperanza. Don Ibrahim, a quien su formación librepensadora impedía tomar parte en ritos oscurantistas, los miraba pasar tras el manto de la Virgen con las claras del alba, mantilla negra y rezando la Niña Puñales; silencioso y cabal, dándole el brazo, el Potro del Mantelete.
Frente al duro perfil recortado en la ventana, don Ibrahim sonrió para sus adentros, con paternal ternura. Estaba orgulloso de la lealtad del Potro. Muchos poderosos de la tierra sólo obtenían lealtades a base de comprarlas con dinero. Pero alguna vez, cuando ya estuviese a punto de que lo arrastraran las mulillas al desolladero, alguien le preguntaría quizás a don Ibrahim qué había hecho en la vida que mereciera la pena. Y él podría responder, con la cabeza muy alta, que el Potro del Mantelete había sido un amigo fiel, y que había oído cantar a la Niña Puñales Capote de grana y oro.
– A comer -dijo la Niña, desde la puerta de la cocina.
Se secaba las manos en el delantal. Mantenía impecable el caracolillo negro sobre la frente, el lunar postizo y el carmín rojo sangre en la boca, pero el maquillaje de los ojos estaba un poco corrido porque había estado cortando cebollas para la ensalada. Don Ibrahim comprobó que miraba la botella de Anís del Mono con aire crítico; seguía sin aprobar aquello.
– No se hacen tortillas -apuntó, conciliador- sin cascar algunos huevos.
– Pues los que acabo de freír se enfrían -repuso la Niña, algo atravesada.
Don Ibrahim dejó escapar un suspiro de resignación mientras vertía el último chorrito de gasolina. Secó el sobrante con el trapo y volvió a dejarlo, húmedo, en el cenicero. Después apoyó las manos en la mesa para empezar a levantarse, con esfuerzo.
– Ten confianza, mujer. Ten confianza.
– Las iglesias no se queman -insistía la Niña, fruncido el ceño bajo el caracolillo-. Eso es cosa de herejes y de comunistas.
El Potro del Mantelete, silencioso como siempre, se había retirado de la ventana y llevaba una mano a la boca, donde tenía la colilla del cigarrillo casi consumida. Tengo que decirle que no se acerque a la gasolina, pensó fugazmente don Ibrahim, todavía pendiente de la Niña.
– Los caminos de Dios son inescrutables -dijo, por decir algo.
– Pues este camino tiene muy mala sombra.
A don Ibrahim le dolía la incomprensión de la Niña Puñales.
Él no era un jefe que impusiera decisiones a la tropa, sino que procuraba razonarlas. A fin de cuentas eran su tribu, su clan. Su familia. Buscaba un argumento para dar por zanjada la cuestión hasta después de los huevos fritos, cuando por el rabillo del ojo vio que el Potro pasaba junto a la mesa, camino de la cocina, y que con gesto instintivo acercaba la mano con la colilla para apagarla en el cenicero. Justo donde estaba el trapo húmedo de gasolina.
Qué tontería, pensó. Cómo se le iba a ocurrir. De todas formas se volvió a medias, inquieto.
– Oye, Potro -dijo.
Pero el otro ya había echado la colilla en el cenicero. Entonces don Ibrahim trató de impedirlo, y volcó con el codo la botella de Anís del Mono.