II Tres malvados

Cuando llego a una ciudad, pregunto siempre: quiénes son las doce mujeres más bellas. Quiénes son los doce hombres más ricos. Quién es el hombre que puede hacerme ahorcar.

(Stendhal. Luciano Leuwen)

Celestino Peregil, escolta y asistente del banquero Pencho Gavira, hojeaba malhumorado la revista Q+S camino del bar Casa Cuesta, en el corazón del barrio de Triana, en Sevilla. El humor de Peregil no estaba en su mejor momento, por un triple motivo: una úlcera recalcitrante, la delicada misión que lo llevaba al otro lado del Guadalquivir, y la portada de la revista que tenía en las manos. Peregil era un tipo rechoncho, menudo, nervioso, que disimulaba una calvicie prematura peinándose, bien aplastado, el pelo hacia arriba desde una raya situada a la altura de la oreja izquierda. Por lo demás, tenía afición a los calcetines blancos, las corbatas chillonas de seda estampada, las chaquetas cruzadas con botones dorados, y las putas de barra americana. También, y sobre todo, a la mágica trama de números sobre el tapete verde de cualquier casino donde todavía le permitieran la entrada. Eso explicaba que su úlcera lo molestase aquel día más de lo normal, así como la cita a la que iba de mala gana. En cuanto al Q+S, su portada no contribuía a mejorarle el humor. Por muy desalmado que uno sea -Celestino Peregil lo era, y mucho-, a nadie tranquiliza ver una foto de la mujer de su jefe con otro. Sobre todo cuando es uno mismo quien ha vendido a los periodistas la información necesaria para hacer la foto.

– La muy zorra -dijo en voz alta, y un par de transeúntes se volvieron a mirarlo con extrañeza. Después recordó el objeto de su cita, y extrayendo el pañuelo de seda malva que le asomaba del bolsillo superior de la chaqueta, se enjugó la frente. El 7 y el 16 bailaban ante sus ojos como una pesadilla sobre paño verde. Si salgo de ésta, se dijo, juro que nunca más. Lo juro por la Virgen Santa.

Tiró la revista a una papelera. Después, tras doblar la esquina bajo un rótulo de cerveza Cruzcampo, se detuvo de mala gana ante la puerta del bar. Odiaba los sitios como aquél, con mesas de mármol, azulejos y viejas botellas de Centenario Terry cubiertas de polvo en los estantes; aquella España de peineta y guitarra, poco ventilada, garbancera, cutre, de la que se había zafado no sin esfuerzo. Después del par de golpes de suerte que orientaron su vida de oscuro detective especializado en adulterios baratos y fraudes a la Seguridad Social hacia Pencho Gavira y los aledaños de la gran banca, lo suyo eran los bares de moda con música ambiental, el whisky con mucho hielo, entrar y salir en despachos con moqueta de un palmo y el Financial Times sobre la mesa del vestíbulo, zumbidos de fax, aire acondicionado, secretarias trilingües. Que si Zúrich y que si Nueva York y que si la bolsa de Tokio, entre fulanos que olían a loción cara de afeitar y jugaban al golf. Era estupendo vivir como en los anuncios de la tele.

Le bastó un vistazo para retornar a las viejas pesadillas: don Ibrahim, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales aguardaban, puntuales como clavos. Los vio nada más franquear el umbral, a la derecha del mostrador de madera oscura con flores doradas, bajo un cartel que llevaba allí desde principios de siglo -Línea de vapores Sevilla-Sanlúcar-Mar: Servicio diario entre Sevilla y la desembocadura del Guadalquivir-. Estaban sentados en torno a una mesa de mármol, y Peregil observó que ya corría el fino La Ina. A las once de la mañana.

– Cómo os va -dijo, y tomó asiento.

Ni era una pregunta ni maldito lo que le importaba cómo les iba. Leyó la triple certeza en los tres pares de ojos que lo miraron arreglarse los puños de la camisa -un gesto elegante, aprendido de su jefe- antes de colocar los codos, con cuidado, sobre el mármol de la mesa.

– Tengo un encargo -anunció sin rodeos.

Vio que el Potro del Mantelete y la Niña Puñales miraban a don Ibrahim y éste asentía despacio, solemne, retorciéndose las guías del mostacho entre rojizo y gris, espeso, erizado, a la inglesa. Don Ibrahim era grande, muy gordo, de aspecto bonachón y apacible apenas desmentido por el fiero bigote, y lo hacía todo de manera solemne, incluso después que el colegio de abogados de Sevilla descubriese, tiempo atrás, su falta de título válido para el ejercicio de la profesión. La toga espuria había impreso, sin embargo, un aire de digna gravedad a su manera de llevar el sombrero de paja clara y ala ancha, el bastón con puño de plata, o la amplia curva descrita entre bolsillo y bolsillo del chaleco por la cadena del reloj, ganado -aseguraba- a don Ernesto Hemingway durante una partida de poker en el burdel Chiquita Cruz de La Habana precastrista.

– Somos todo oídos -dijo.

Triana y Sevilla entera estaban al corriente de que don Ibrahim el Cubano era un estafador y un sinvergüenza, pero también un perfecto caballero. Había recurrido al plural, por ejemplo, tras mirar breve y cortésmente al Potro del Mantelete y a la Niña Puñales, dando a entender que tenía el honor de representarlos en aquella mesa sobre la que, obligado a mantenerse a distancia por su barriga, apoyaba ambas manos desde lejos, como las amarras de un pesado navío.

– Hay una iglesia y un cura -arrancó Peregil.

– Mal empezamos -repuso don Ibrahim. Un enorme cigarro puro le humeaba en la mano izquierda, junto a un sello de oro, y se sacudía ceniza del pantalón. De su juventud golfa y antillana conservaba el gusto por los trajes blancos e inmaculados, los sombreros panamá y los puros Montecristo. Porque el ex falso abogado era un clásico. Parecía uno de aquellos indianos de las estampas costumbristas, que desembarcaban a principios de siglo en el puerto de Sevilla con un cartucho de monedas de oro, fiebres tercianas y un criado mulato. Pero don Ibrahim se había venido sólo con las fiebres.

Peregil lo miró confuso, preguntándose si el mal empezamos se refería a la ceniza del cigarro, o a que hubiese iglesias y curas de por medio.

– Un cura viejo -matizó para averiguarlo, quitándole importancia al asunto, y entonces se acordó del otro-… Bueno. En realidad son dos: un cura viejo y un cura joven.

– Ozú -terciaba la Niña Puñales con su deje gitano, cerrado, de las orillas del Guadalquivir-. Dos curas.

Las pulseras de plata le tintinearon sobre la piel fláccida de las muñecas cuando vació la copa de jerez de un único y largo trago. A su lado, el Potro del Mantelete movía la cabeza, distante, igual que si el árbitro acabase de sugerirle que no siguiera pegando al adversario en la misma ceja. Parecía absorto en la contemplación de la espesa huella de carmín en el borde de la copa de la Niña.

– Dos curas -repitió don Ibrahim como un eco. Reflexionaba con ojos preocupados mientras las volutas de humo se le enroscaban en el mostacho.

– En realidad son tres -puntualizó Peregil, honesto.

Se estremeció el indiano, volviendo a manchar los pantalones de ceniza.

– ¿No eran dos?

– Tres. El viejo, el joven y otro que viene de camino.

Peregil los vio intercambiar miradas circunspectas.

– Tres curas -sumaba don Ibrahim estudiándose la uña del meñique izquierdo, larga como una espátula.

– En efecto.

– Uno joven, otro viejo, y otro que está al caer.

– Eso es. Viene de Roma.

– Ya. De Roma.

Las pulseras de la Niña Puñales tintinearon de nuevo.

– Demasiados curas -apuntó, lúgubre. Tocaba madera bajo el mármol de la mesa, intentando conjurar aquello.

– Con la Iglesia hemos topado -concluyó don Ibrahim en tono quijotesco y declamatorio, cual fruto de larga reflexión, y Celestino Peregil reprimió el impulso de levantarse para decir adiós muy buenas. No puede salir bien, se dijo observando la ceniza en el pantalón del gordo ex falso abogado, el lunar postizo y el bucle de caracolillo en la frente marchita de la Niña, la nariz aplastada del antiguo peso gallo. No con esta gente. De pronto recordó el 7 y el 16 sobre el tapete verde, y las fotos de la revista; y le pareció que en aquel bar hacía un calor espantoso. O quizá no eran el calor ni el bar. Tal vez era el sudor que mojaba su camisa, la áspera sequedad del miedo en la boca. Dispones de seis kilos para solventar la papeleta de la iglesia, había dicho Pencho Gavira. Busca un profesional. Adminístralos a tu aire.

– Es un trabajo fácil -se oyó decirles, y comprendió, maldita fuera su estampa, que no tenía dónde elegir-. Algo limpio. Sin complicaciones. A kilo por barba.

Había administrado el dinero a su aire, en efecto: seis horas de casino para dilapidar tres de los seis millones. A quinientas mil por hora. También se había gastado lo obtenido a cambio del soplo sobre la mujer, o ex mujer, de su jefe. Y además estaba aquel prestamista, Rubén Molina, a punto de echarle los perros por casi el doble.

– ¿Por qué nosotros? -preguntó don Ibrahim.

Peregil lo miró a los ojos, y por una décima de segundo advirtió la ansiedad que también latía allá, al fondo, oculta tras las pupilas dilatadas y tristes de su interlocutor. Tragó saliva antes de pasarse el dedo entre la piel y el cuello de la camisa, y volvió a mirar el cigarro del gordo y proscrito abogado, la nariz rota del Potro, el lunar postizo de la Niña. Con lo que le quedaba en el bolsillo, aquello era a cuanto podía aspirar: tres matados en dique seco, mejores para un asilo que para la calle. Restos del naufragio. Desechos de tienta.

– Sois los mejores -respondió, ruborizándose.


Aquélla su primera mañana en Sevilla, Lorenzo Quart tardó casi una hora en encontrar la iglesia. Dos veces salió del barrio de Santa Cruz y otras tantas volvió a él, comprobando la inutilidad de su mapa turístico en aquel dédalo de callejuelas silenciosas, estrechas, pintadas de almagre, calamocha y cal, donde muy de vez en cuando el paso de un automóvil lo obligaba a buscar resguardo en portales frescos, oscuros, con cancelas que daban a patios de azulejos, geranios y rosales. Se halló por fin en una placita estrecha de paredes blancas y ocres, con rejas de hierro forjado de las que colgaban macetas. Había bancos con azulejos representando escenas del Quijote, y media docena de naranjos que daban un intenso olor a azahar. La iglesia era pequeña: una fachada de ladrillo, apenas veinte metros de ancha, formaba esquina apoyándose en el muro del edificio contiguo. No parecía en buen estado: la espadaña estaba apuntalada por travesaños de madera en la abertura del campanario, gruesas vigas de madera sostenían el muro exterior, y un andamio de tubos metálicos ocultaba parcialmente un azulejo con un Cristo escoltado por herrumbrosos faroles de hierro. También había una hormigonera junto a un montón de gravilla y sacos de cemento.

Así que era ella. Durante un par de minutos, parado en mitad de la plaza con una mano en un bolsillo y el mapa doblado en la otra, Quart observó el edificio. Nada pudo apreciar de misterioso entre los naranjos perfumados, bajo el cielo sevillano en aquella mañana luminosa, de un azul perfecto. El pórtico barroco estaba enmarcado por dos retorcidas columnas salomónicas, sobre las que una hornacina contenía una imagen de la Virgen. Nuestra Señora de las Lágrimas, murmuró casi en voz alta. Entonces dio unos pasos en dirección a la iglesia, y al acercarse comprobó que la Virgen estaba decapitada.

En algún lugar cercano sonaron unas campanas, y una bandada de palomas emprendió el vuelo desde los tejados que rodeaban la plaza. Las miró alejarse y de nuevo volvió la vista hacia la fachada. Algo había alterado su visión del lugar. Ahora, a pesar de la luz sevillana, de los naranjos y del aroma a azahar, la iglesia adquiría a sus ojos un aspecto distinto. De pronto, las viejas vigas que apuntalaban los muros, el ocre de la espadaña que parecía arrancado como láminas de piel, la inmóvil campana de bronce por cuyo travesaño carcomido trepaban malas hierbas, infundían al conjunto un carácter inquietante, sombrío y gris. Una iglesia que mata para defenderse, afirmaba el misterioso mensaje de Vísperas. Quart dirigió otro vistazo a la Virgen decapitada mientras dedicaba una mueca burlona a sus propias aprensiones. A simple vista, no había mucho que defender.

Para Lorenzo Quart la fe era un concepto relativo, y monseñor Spada no erraba mucho al motejarlo, bromeando sólo a medias, de buen soldado. Su credo consistía menos en la admisión de verdades reveladas que en actuar con arreglo al supuesto de tener fe, sin que ésta fuese imprescindible en el conjunto. Considerada desde ese punto de vista, la Iglesia Católica le había ofrecido desde el principio lo que a otros jóvenes la milicia: un lugar donde, a cambio de no cuestionar el concepto, uno encontraba la mayor parte de los problemas resueltos por el reglamento. En su caso, aquella disciplina oficiaba en lugar de la fe que no tenía. Y la paradoja -intuida por la perspicacia del veterano arzobispo Spada- era que justo esa falta de fe, con el orgullo y el rigor necesarios para sostenerla, convertía a Quart en un sacerdote extraordinariamente eficaz en su trabajo.

Todo tenía sus raíces, por supuesto. Huérfano de un pescador ahogado en un naufragio, protegido por un tosco cura de pueblo que facilitó su ingreso en el seminario, disciplinado y brillante hasta el punto de interesar a sus superiores en el progreso de su carrera, Quart contaba con esa lucidez meridional tan parecida a una enfermedad tranquila que a veces traen consigo el viento de levante y los rojos atardeceres mediterráneos. Una vez, siendo niño, permaneció horas azotado por el viento y la lluvia en el rompeolas de un puerto, mientras mar adentro los desvalidos pesqueros intentaban, poco a poco, ganar abrigo entre un temporal con olas de diez metros. Se los divisaba a lo lejos, minúsculos, enternecedoramente frágiles entre montañas de agua y rociones de espuma, avanzando a duras penas con el estertor de sus motores a poca máquina. Se había perdido uno; y cuando un pesquero se perdía no se iba un hombre, sino que desaparecían juntos hijos, maridos, hermanos y cuñados. Por eso las mujeres vestidas de negro con críos agarrados a las faldas y a las manos se agrupaban junto al faro viéndolos venir, y movían los labios al rezar en silencio pendientes del mar, intentando adivinar cuál faltaba. Y cuando los barquitos empezaron por fin a cruzar la bocana del puerto, los hombres que venían a bordo miraban hacia arriba, hacia el lugar sobre el espigón donde Lorenzo Quart seguía agarrado a la mano helada de su madre, y se quitaban las boinas y las gorras. Y siguieron golpeando las olas y el viento y la lluvia, y por fin ya no vino ningún barco más; y aquel día Quart descubrió un par de cosas. La primera, que es inútil rezarle al mar. La segunda fue una resolución: a él nadie lo aguardaría nunca en un rompeolas, bajo la lluvia.


La puerta de roble con gruesos clavos estaba abierta. Quart entró en la iglesia y un soplo de aire frío vino a su encuentro, igual que si acabara de apartar una lápida. Se quitó las gafas de sol antes de mojar los dedos índice y pulgar en la pila bendita, y al persignarse sintió la frescura del agua en la frente. Había media docena de bancos de madera alineados frente al retablo del altar, cuyos dorados relucían al fondo de la nave, y los demás se hallaban corridos hacia un rincón, unos sobre otros, para dejar espacio a varios andamios. Olía a cerrado y a cera, a humedad de siglos. Todo estaba en penumbra menos un ángulo iluminado por un foco, arriba, a la izquierda. Y al levantar los ojos hacia la luz, Quart vio a una mujer subida en lo alto de la estructura metálica, fotografiando los emplomados de las vidrieras.

– Buenos días -dijo.

Tenía el pelo gris, como él; pero en su caso no se trataba de canas prematuras. Cuarenta y tantos años largos, calculó viéndola inclinarse sobre la barandilla que coronaba el entramado de tubos de acero, cinco metros por encima de su cabeza. Después la mujer se agarró a la estructura y descendió con agilidad hasta el suelo de la nave. Llevaba el cabello recogido bajo la nuca en una pequeña trenza, vestía un polo de manga larga, téjanos manchados de yeso y zapatillas. Y de espaldas, viéndola bajar, habría pasado por una muchacha.

– Me llamo Quart -dijo él.

La mujer se limpió la mano derecha en la parte trasera de los téjanos y la extendió, en apretón vigoroso y breve.

– Yo soy Gris Marsala. Trabajo aquí.

Tenía acento extranjero, más norteamericano que inglés; las manos ásperas y los ojos claros y amistosos, rodeados de arrugas. También una sonrisa franca, abierta, que se mantuvo mientras observaba a Quart de arriba abajo, con curiosidad.

– Es usted un cura con buen aspecto -concluyó por fin, desenvuelta, deteniéndose en el alzacuello de la camisa negra-. Esperábamos otra cosa.

El miraba el andamio y las paredes de la iglesia, y se detuvo en mitad del gesto, sorprendido por el plural:

– ¿Esperaban?

– Sí. Todos están pendientes del enviado de Roma. Pero imaginábamos a un funcionario bajito con sotana, un maletín negro lleno de misales, crucifijos y cosas así.

– ¿Quiénes son todos?

– No sé. Todos -la mujer se puso a contar con los dedos manchados de yeso-. Don Príamo Ferro, el párroco. Y su vicario, el padre Oscar -la sonrisa se retrajo un poco, como si fuese a sustituirla otra más profunda, paralela y oculta-. También el arzobispo, y el alcalde, y un montón de gente más.

Quart apretó los labios. Ignoraba que su misión fuera del dominio público. Hasta donde él sabía, sólo la Nunciatura en Madrid y el arzobispo de Sevilla habían sido informados por el IOE. Descartado el nuncio, imaginó a monseñor Corvo sembrando cizaña. Que el infierno confundiera a Su Ilustrísima.

– No esperaba tanta expectación -dijo con frialdad.

La mujer encogió los hombros, ignorando el tono.

– No se trata de usted, sino de la iglesia -alzó una mano para indicar los andamios contra los muros, el techo ennegrecido donde la pintura se desprendía entre manchas de humedad-… Este lugar ha levantado pasiones en los últimos tiempos. Y en Sevilla nadie es capaz de guardar un secreto -inclinó un poco la cabeza hacia él y bajó la voz, parodiando un aire confidencial-. Cuentan que hasta el Papa se interesa en el asunto.

Sangre de Dios. Quart mantuvo silencio un instante, observando primero la punta de sus zapatos y luego los ojos de la mujer. Después se dijo que era un cabo de ovillo tan bueno como cualquier otro para empezar a tirar. Así que se aproximó un poco hasta casi rozarla con el hombro, antes de mirar a su alrededor con aire exageradamente suspicaz.

– ¿Quién dice eso? -susurró.

La risa de ella era tranquila como sus ojos y su voz; pero el sonido se velaba en las oquedades de la nave desierta.

– El arzobispo de Sevilla, creo. Que, por cierto, no parece quererlo a usted mucho.

Tengo que devolver a Su Ilustrísima tantas bondades a la primera ocasión, se prometió Quart in mente. La mujer lo observaba con malicia jovial. Dispuesto a aceptar sólo a medias la complicidad que ella ofrecía, alzó las cejas con la inocencia de un jesuita veterano. De hecho, el gesto lo había aprendido en el seminario. De un jesuita.

– La veo informada. Pero no haga caso de todo lo que dicen.

Gris Marsala soltó una carcajada.

– No hago caso -dijo-. Pero resulta divertido. Además, ya le he dicho que trabajo aquí. Soy la arquitecto responsable de la restauración de este lugar -echó otra ojeada en torno y suspiró con aire desolado-. Su aspecto no dice mucho en mi favor, ¿verdad?… Pero es una larga historia de presupuestos que no se aprueban y de dinero que no llega.

– Usted es norteamericana.

– Sí. Me ocupo de esto desde hace dos años, por encargo de la fundación Eurnekian, que aportó un tercio del proyecto inicial de restauración. Al principio éramos tres, dos españoles y yo; pero los otros se fueron… Ahora hace tiempo que las obras se encuentran casi paralizadas -lo miró atenta, esperando el efecto de lo que iba a decir-. Y además, están esas dos muertes.

La expresión de Quart se mantuvo imperturbable:

– ¿Se refiere a los accidentes?

– Es una forma de llamarlo, sí. Accidentes -seguía vigilando la reacción de su interlocutor, y pareció decepcionada al comprobar que él no añadía comentario alguno-. ¿Ha visto ya al párroco?

– Todavía no. Llegué anoche y ni siquiera he visitado al arzobispo. Quise echar un vistazo antes.

– Pues ya ve -hizo un gesto con la mano, mostrando la nave y el altar mayor apenas visible al fondo, en la penumbra-. Barroco sevillano del Setecientos, retablo de Duque Cornejo… Una pequeña joya que se cae a pedazos.

– ¿Y esa Virgen decapitada en la puerta?

– Algunos ciudadanos celebraron a su manera la proclamación de la Segunda República, en 1931.

Lo dijo benevolente, como si en el fondo disculpara a los descabezadores. Quart se preguntó cuánto tiempo llevaba en aquella ciudad. Mucho, sin duda. Su castellano era impecable, y parecía hallarse a sus anchas.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

– Casi cuatro años. Pero estuve muchas veces antes de establecerme. Vine con una beca y nunca me fui del todo.

– ¿Por qué?

La vio encogerse de hombros, igual que si también ella se formulara la misma pregunta.

– No sé. Le pasa a muchos de mis compatriotas; sobre todo a los jóvenes. Un día llegan y ya no pueden irse. Se quedan tocando la guitarra, dibujando en las plazas. Ingeniándoselas para vivir -miró pensativa el rectángulo formado por el sol en el suelo, junto a la puerta-. Hay algo en la luz, en el color de las calles, que te contamina la voluntad. Igual que caer enfermo.

Quart dio unos pasos y se detuvo, oyendo apagarse el ultimo eco en el fondo de la nave. Había un púlpito con escalera de caracol a la izquierda, medio oculto por los andamios, y un confesionario a la derecha, en una pequeña capilla que servía como entrada a la sacristía. Pasó una mano sobre la madera de un banco, ennegrecida por el uso y los años.

– ¿Qué le parece? -preguntó la mujer.

Levantó Quart la cabeza. La bóveda, de cañón con lunetas formaba planta rectangular con una sola nave y crucero de cortos brazos. Una cúpula elíptica, rematada en linterna ciega había estado adornada con pinturas al fresco ahora irreconocibles por los estragos del humo de las velas y los incendios. Podían distinguirse unos cuantos ángeles en torno a una gran mancha negra de hollín y varios profetas barbudos y maltrechos, descarnados por ronchas de humedad que les daban aspecto de leprosos incurables.

– No sé -respondió-. Pequeña, bonita. Vieja.

– Tres siglos -precisó ella, y el eco se reanudó cuando caminaron de nuevo entre los bancos, hacia el altar mayor-. En mi país, un edificio con trescientos años de antigüedad sería una Joya histórica inviolable. Y aquí. ya ve: lugares como éste cayéndose por todas partes, sin que nadie mueva un dedo.

– Tal vez haya demasiados.

– Tiene gracia oír eso a un sacerdote. Aunque no lo parece -de nuevo lo observó de arriba abajo, con irónico interés, deteniéndose esta vez en el corte impecable del traje ligero y oscuro- De no ser por el alzacuello y la camisa negra…

– Los llevo desde hace veinte años -la interrumpió fríamente, mirando sobre el hombro de la mujer-… Usted me hablaba de la iglesia y de los sitios como éste.

Se quedó un poco desconcertada, ladeando la cabeza, en visible esfuerzo por catalogarlo dentro de alguna de las especies conocidas del sexo masculino. Y a pesar de su desenvoltura, Quart supo que el alzacuello la intimidaba. Les ocurre a todas ellas, pensó: viejas y jóvenes, sin excepción. Hasta la más resuelta puede verse insegura cuando un gesto, una palabra, recuerdan de pronto al sacerdote.

– La iglesia -dijo Gris Marsala por fin, mirándolo como si tuviese el pensamiento en otra parte-. Pero no coincido en que haya exceso de lugares así. A fin de cuentas se trata de nuestra memoria, ¿no le parece?… -arrugó los labios y la nariz mientras golpeaba con un pie en las gastadas losas del suelo, casi poniéndolas por testigo-. Estoy convencida de que cada edificio, cada cuadro, cada libro antiguo que se destruye o se pierde, nos hace un poco más huérfanos. Nos empobrece.

Había hablado con inesperado ardor, y en algún momento su tono se crispó con un deje de amargura. Al comprobar que era Quart quien ahora se volvía sorprendido hacia ella, sonrió de nuevo.

– No tiene nada que ver que yo sea norteamericana -dijo, a modo de excusa-. O quizá precisamente sí. Esto es patrimonio de la humanidad entera. Nadie tiene derecho a dejar que se pierda.

– ¿Por eso lleva tanto tiempo en Sevilla?

Reflexionó, misteriosa.

– Tal vez. En todo caso por eso estoy ahora aquí, en este sitio -miró hacia arriba, deteniéndose en una de las vidrieras que había en las lunetas a la izquierda de la nave, aquélla donde estaba trabajando cuando llegó Quart-. ¿Sabe que es la última iglesia construida en España bajo los Austrias?… Las obras del edificio concluyeron oficialmente el primero de noviembre de 1700, mientras Carlos II, último de su dinastía, agonizaba sin descendencia. El oficio religioso inaugural fue de difuntos, al día siguiente, por el alma del rey.

Estaban ante el altar mayor. La claridad diagonal de las vidrieras daba suaves reflejos a los dorados superiores del retablo, al que sus propios relieves mantenían en penumbra entre los andamios. Quart distinguió un cuerpo central con la Virgen bajo un ancho baldaquino, sobre el sagrario ante el que hizo una breve inclinación de cabeza. Las calles laterales, separadas del pórtico por columnas labradas, contenían hornacinas con imágenes, querubines y santos.

– Es magnífico -comentó, sincero.

– Es algo más que eso.

Gris Marsala se había aproximado al pie de la obra, tras el altar, e hizo girar un interruptor que iluminó el retablo. El pan de oro y la madera dorada cobraron vida, y una fuente de luz se derramó entre columnas, medallas y guirnaldas labradas con delicadeza de orfebre. Quart admiró la uniformidad del abigarrado conjunto, la fusión de elementos constructivos y ornamentales en un solo plano combinando imágenes, molduras, motivos arquitectónicos y vegetales.

– Magnífico -repitió, impresionado. Y llevándose la mano derecha a la frente hizo una mecánica señal de la cruz. Al concluirla observó que Gris Marsala lo miraba atenta, como si encontrase aquello incongruente-. ¿Nunca vio a un cura santiguarse? -Quart ocultaba su incomodidad tras una gélida sonrisa-. Muchos han debido de hacerlo ante este retablo.

– Supongo que sí. Pero era otro tipo de curas.

– Sólo hay un tipo de cura -respondió él, un poco a la ligera y por decir algo-… ¿Es católica?

– Algo. Mi bisabuelo era italiano -los ojos claros lo miraban con impertinente ironía-. Tengo un sentido bastante exacto del pecado, si es a eso a lo que se refiere. Pero a mi edad…

Dejó la frase en el aire tocándose el pelo cano recogido en la corta trenza. Quart consideró oportuno cambiar otra vez de conversación:

– Estábamos hablando del retablo -opuso-. Y yo le decía que es magnífico… -la miró a los ojos; serio, cortés y distante-. ¿Le parece que empecemos de nuevo?

Otra vez Gris Marsala ladeó un poco la cabeza. Mujer inteligente, pensaba Quart. Había algo que desconcertaba, sin embargo. El instinto bien adiestrado del agente del IOE detectaba una incongruencia, una nota falsa en ella. La estudió en busca de la clave adecuada, pero no había forma de aproximarse más sin admitir una complicidad que él no deseaba llevar demasiado lejos.

– Por favor -añadió Quart.

Todavía estuvo mirándolo de soslayo unos segundos. Después hizo un gesto afirmativo y pareció a punto de sonreír otra vez, pero no lo hizo.

– De acuerdo -dijo por fin. Se había vuelto hacia el retablo, y Quart siguió el movimiento-. Lo realizó en 1711 el escultor Pedro Duque Cornejo, que cobró por él dos mil escudos de a ocho reales de plata cada uno. Y es, en efecto, una maravilla. Toda la imaginación y el atrevimiento del barroco sevillano están ahí.

La Virgen era una hermosa talla de madera policromada y casi un metro de altura. Tenía un manto azul y las manos abiertas, con las palmas hacia afuera. Una luna en cuarto le servía de pedestal y su pie derecho aplastaba una serpiente.

– Es muy bella -dijo Quart.

– Realizada por Juan Martínez Montañés casi un siglo antes que el retablo… Era propiedad de los duques del Nuevo Extremo; y como uno de ellos ayudó a construir esta iglesia, su hijo donó la imagen. Las lágrimas dieron nombre al lugar.

Quart estudiaba los detalles. Desde abajo se veían relucir lágrimas en el rostro, la corona y el manto.

– Algo exageradas, me parece.

– En su origen eran cuentas de cristal más pequeñas; pero ahora son perlas. Veinte perlas perfectas, traídas de América a finales del siglo pasado: una historia que tiene su otra parte allí, en la cripta.

– ¿Hay una cripta?

– Sí. La entrada se disimula en ese lado, a la derecha del altar mayor; es una especie de capilla privada. Varias generaciones de duques del Nuevo Extremo reposan dentro. Fue uno de ellos, Gaspar Bruner de Lebrija, quien cedió en 1687 un terreno de su propiedad para edificar la iglesia, a condición de que se dijera misa por su alma una vez a la semana -señaló la hornacina a la derecha de la Virgen, con la imagen de un caballero arrodillado en actitud orante-. Ahí lo tiene: tallado por Duque Cornejo, quien realizó también la figura de la izquierda, que representa a su esposa… La construcción del edificio se la encomendaron a su arquitecto de confianza, Pedro Romero, que también lo era del duque de Medina-Sidonia. De todo ello proviene el vínculo de la familia con esta iglesia. El hijo del donante, Guzmán Bruner, fue quien costeó la terminación del retablo con la efigie de sus padres y trajo la imagen en 1711… La relación familiar todavía existe, aunque venida a menos. Y tiene mucho que ver con el conflicto.

– ¿Qué conflicto?

Gris Marsala seguía mirando el retablo como si no hubiera oído la pregunta. Se pasó una mano por el cuello, emitiendo un corto suspiro.

– Bueno. Llámelo como quiera -su tono se había hecho forzadamente ligero-. Situación de punto muerto, podríamos decir. Con Macarena Bruner, su madre la vieja duquesa y todos los demás.

– Aún no conozco a las señoras Bruner.

Cuando Gris Marsala se volvió hacia Quart, había un reflejo malvado en sus ojos claros.

– ¿No? Pues ya las conocerá -hizo una pausa y ladeó la cabeza, divertida-. A las dos.

Quart la oyó reír por lo bajo mientras hacía girar el interruptor de la luz. La oscuridad cubrió de nuevo el retablo.

– ¿Qué está ocurriendo aquí? -preguntó.

– ¿En Sevilla?

– En esta iglesia.

Ella tardó unos segundos en contestar.

– Es usted quien tiene que decirlo -apuntó al fin-. Para eso lo han enviado.

– Pero trabaja en este lugar. Tendrá alguna idea.

– Tengo ¡deas, por supuesto. Pero me las guardo. Lo único que sé es que hay más gente interesada en que esto se venga abajo que en mantenerlo en pie.

– ¿Por qué?

– Ah, lo ignoro -las ofertas de complicidad parecían haberse desvanecido. Ahora era ella quien se cerraba, distante, y el frío de la nave desierta parecía sentirse de nuevo entre ambos-. Tal vez porque en este barrio el metro cuadrado de suelo vale una fortuna… -movió la cabeza, sacudiendo pensamientos incómodos-. Ya encontrará quien se lo cuente.

– Ha dicho antes que tiene ideas sobre esto.

– ¿Lo dije?… -sonreía en un extremo de la boca, pero se trataba de un gesto insincero, forzado-. Es posible. De cualquier modo, no es asunto mío. Lo que me incumbe es salvar cuanto pueda del edificio mientras haya con qué pagar las obras, que no es el caso.

– ¿Por qué sigue aquí sola, entonces?

– Hago horas extras. Desde que me ocupo de esta iglesia no he conseguido ninguna otra cosa, así que dispongo de muchísimo tiempo libre.

– Mucho tiempo libre -repitió Quart.

– Eso es -su voz había recobrado un tono amargo-. Y no tengo otro sitio a donde ir.

Iba él a insistir, intrigado, cuando unos pasos a su espalda lo hicieron volverse. Enmarcada en la puerta había una silueta negra, pequeña e inmóvil, y el trazo oscuro de su sombra caía, compacto, sobre el rectángulo de luz en las losas del suelo.

Gris Marsala, que se había vuelto también, le dirigió a Quart una extraña sonrisa:

– Ya es hora de que conozca al párroco. ¿No le parece?… Me refiero a don Príamo Ferro.


Cuando Celestino Peregil salió del bar Casa Cuesta, don Ibrahim se puso a contar con disimulo, bajo el mármol de la mesa, los billetes que el asistente del banquero Pencho Gavira les había dejado para primeros gastos.

– Cien mil -dijo al término de la operación.

El Potro del Mantelete y la Niña Puñales asintieron en silencio. Don Ibrahim hizo tres fajos de treinta y tres mil, se introdujo uno en el bolsillo interior de la chaqueta y pasó los otros a sus compadres. El billete sobrante lo puso encima de la mesa.

– ¿Cómo lo veis? -preguntó.

El Potro del Mantelete, fruncidas las cejas, alisó el billete y se quedó mirando la efigie de Hernán Cortés.

– Parece bueno -aventuró.

– Me refiero al trabajo. Al encargo.

El Potro siguió mirando el billete con aire taciturno y la Niña Puñales se encogió de hombros:

– Es dinero -dijo como si aquello lo resumiera todo-. Pero enredarse con curas tiene mala sombra.

Don Ibrahim hizo un gesto para quitarle gravedad al asunto. Lo hizo con la mano izquierda, donde el cigarro humeaba junto a la sortija de oro, y la ceniza volvió a caerle sobre el pantalón blanco.

– Lo resolveremos con mucho tacto -apuntó, inclinado con esfuerzo sobre la tripa mientras sacudía el polvillo gris.

La Niña Puñales dijo ozú y el Potro del Mantelete asintió con la cabeza, todavía mirando el billete. El Potro debía de andar por los cuarenta y cinco años, y cada uno lo llevaba impreso en la cara. Una juventud de novillero sin suerte le había dejado en las pupilas y el gaznate el polvo del fracaso en plazas de tercera categoría, amén de una cicatriz de asta de toro bajo la oreja derecha. En cuanto a su breve y oscura trayectoria como aspirante al título de campeón de Andalucía de peso gallo entre dos reenganches en la Legión, lo único que había sacado en limpio era la nariz rota, dos cejas abultadas e intermitentes a causa de las cicatrices, y cierta lentitud de reflejos a la hora de enlazar acción, palabra y pensamiento. En los timos callejeros a turistas interpretaba bien el papel de tonto: había mucho de real en su desvalida forma de mirar al vacío esperando el clarín del tercer aviso, o el gong de alguna improbable cuenta atrás.

– Lo del tacto es importante -dijo despacio.

– Ozú -corroboró la Niña.

El Potro del Mantelete aún fruncía el ceño, como cada vez que se ponía a considerar algo. Del mismo modo, con el ceño fruncido y considerando muy por lo menudo la cuestión, había entrado un día en casa para encontrar a su hermano paralítico en la silla de ruedas, con los pantalones por las rodillas y su cuñada -la mujer del Potro- sentada encima entre elocuentes jadeos. Sin apresurarse ni levantar la voz, asintiendo dulcemente con la cabeza mientras el hermano aseguraba que aquello era un malentendido y que podía explicarlo todo, el Potro del Mantelete se había situado detrás de la silla de ruedas, llevándola casi con ternura hasta el rellano para dejarla caer, junto a su propietario, escaleras abajo con el resultado de treinta y dos escalones haciendo cloc-clac, y una fractura de cráneo mortal de necesidad. La mujer salió librada con una paliza metódica, científica, consistente en dos ojos morados y un K.O. por gancho de izquierda del que se repuso a la media hora, justo a tiempo de hacer la maleta y desaparecer para siempre. Lo del hermano tuvo peor arreglo: enfrentado a una petición fiscal de treinta años, sólo la habilidad del abogado logró cambiar en el ánimo del juez la tesis del asesinato por la de homicidio accidental, con el resultado de absolución in dubio pro reo. Aquel abogado era don Ibrahim, cuyo diploma emitido en La Habana todavía consideraba auténtico el Colegio sevillano. Pero con título o sin él, lo cierto es que el antiguo torero y boxeador no olvidaría nunca el conmovedor alegato que ganó, palmo a palmo, su libertad. Ese hogar destruido, Señoría. Ese hermano infiel, el calor del asunto, el nivel intelectual de mi defendido, la ausencia de animus necandi, la silla de ruedas sin frenos. Desde entonces, el Potro del Mantelete profesaba a su benefactor una fidelidad ciega, heroica, indestructible; más abnegada si cabe tras la ignominiosa expulsión de don Ibrahim de la abogacía. Lealtad de lebrel silencioso y duro, dispuesto a todo por una orden o una caricia de su amo.

– Sigo viendo demasiados curas -insistió la Niña.

Las pulseras de plata tintineaban de nuevo al darle vueltas a la copa vacía. Don Ibrahim y el Potro se miraron, y el ex falso abogado pidió tres finos La Ina más y unas tapitas de caña de lomo para acompañar. Apenas el camarero puso el jerez frío sobre la mesa, ella liquidó su copa de un solo trago mientras los dos hombres apartaban la vista, haciendo como que no veían el gesto.


Vino amargo, que no da alegría,

aunque me emborrache

no puedo olvidar…


Cantó desgarrado y bajito la Niña Puñales, pasándose la lengua por los labios rojos de carmín, brillantes por la humedad del fino, y el Potro susurró ole sin mirarla, palmeando suave sobre el mármol de la mesa. La Niña Puñales tenía los ojos oscuros de copla, grandes, trágicos, que el exceso de maquillaje y lápiz negro hacía parecer enormes en un rostro que mostraba restos de una belleza cuajada, marchita bajo el caracolillo de pelo teñido y repeinado en la frente. Cuando se le iba la mano con el jerez o la manzanilla, solía contar que un hombre moreno de verde luna mató a otro por ella a navajazos, como en sus canciones; y buscaba en el bolso un recorte de periódico sin duda perdido mucho tiempo atrás. De haber ocurrido realmente, eso tuvo que ser cuando la Niña figuraba en los carteles del espectáculo con toda su casta de gitana guapa, bravía, joven promesa de la canción española. La sucesora, contaban, de doña Concha Piquer. Ahora, tres décadas después del fugaz momento de gloria, arrastraba su poca fortuna, su triste leyenda y sus canciones por mesas manchadas de vino y tablaos de mala muerte, como actuación de relleno para circuitos turísticos con cena y espectáculo incluidos, Sevilla de noche, sobre tarimas mugrientas que astillaba el taconeo cansado de sus zapatos de baile.

– ¿Por dónde empezamos? -preguntó, mirando a don Ibrahim.

También el Potro del Mantelete alzó la vista de la mesa para fijarla en el hombre que más respetaba en el mundo después de la memoria del difunto torero Juan Belmente. Consciente de su responsabilidad, el ex falso abogado le dio una larga chupada al cigarro y leyó mentalmente, dos veces, las tapas anunciadas en la pizarra sobre el mostrador del bar: Croquetas. Menudo. Boquerones fritos. Huevo bechamel. Lengua en salsa. Lengua mechada.

– Como dijo, y dijo bien. Cayo Julio César -expuso cuando creyó transcurrido el tiempo conveniente para dar empaque a sus palabras-: Galio est omnia divisa in pártibus infidélibus. O sea, que antes de cualquier actuación se impone un reconocimiento óptico -paseó la vista en torno, como un general ante su plana mayor-. Una visualización del terreno, a ver si me entendéis -parpadeó, dubitativo-. ¿Me entendéis?

– Ozú.

– Sí.

– Me alegro -don Ibrahim se pasaba un dedo por el bigote, satisfecho de la moral de la tropa-. Lo que quiero decir es que debemos echarle un vistazo a esa iglesia y a todo lo demás -miró a la Niña, a quien sabía piadosa-. Con la atención debida, por supuesto, a su carácter de recinto sagrado.

– Yo la conozco -apuntó ella con su voz de aguardiente-. Está muy vieja, siempre en obras. Algunas veces oigo misa allí.

Como buena folklórica, era muy devota. Por su parte, aunque solía confesarse agnóstico, don Ibrahim respetaba el libre culto. Se inclinó un poco hacia la mesa, interesado. La rigurosa información previa, había leído en alguna parte -Churchill, creía recordar. O Federico el Grande-, era madre de todas las victorias.

– ¿Cómo es el sacerdote? Me refiero al párroco titular.

– Como los de antes – la Niña Puñales arrugaba labios y frente, haciendo memoria-: viejo, con mal humor… Una vez echó a unas turistas que entraron en mitad de la misa. Se bajó del altar, con casulla y todo, y les dio una bronca horrorosa porque iban en pantalón corto. Esto no es un balneario ni un circo, les dijo; así que aire. Y las puso de patitas en la calle.

Don Ibrahim asintió, complacido.

– Un santo varón, por lo que veo.

– Ozú.

– Un virtuoso hombre de iglesia.

– Hasta las cachas.

Tras una pausa reflexiva, el indiano hizo un aro de humo y se quedó viéndolo irse. Ahora tenía el aire preocupado.

– O sea, que nos las habernos con un eclesiástico de carácter -matizó, moderando su inicial aprobación.

– De carácter no sé -dijo la Niña – Lo que seguro tiene es muy mala leche.

– Ya veo -don Ibrahim hizo otro aro, pero esta vez le salió fatal-. Así que ese digno párroco puede darnos problemas. Me refiero a entorpecer nuestra estrategia.

– Nos la puede desgraciar por completo.

– ¿Y el otro sacerdote, el vicario joven?

– A ése lo he visto alguna vez ayudando a misa. Parece tranquilo, modosito. Más blando.

Don Ibrahim miró por la ventana al otro lado de la calle, hacia las botas camperas de Valverde del Camino colgadas de la marquesina sobre el escaparate de Calzados La Valenciana. Después, con un estremecimiento de melancolía, observó los dos rostros que tenía ante sí. En otro momento de su vida habría enviado a freír espárragos a Peregil y su encargo; o, lo que era probable, exigiría más dinero. Pero tal y como andaban las cosas no había mucho donde escoger. Observó tristemente la boca pintada de la Niña, el lunar postizo, las uñas cuya laca roja se caía en los bordes, los dedos descarnados en torno a la copa vacía. Después movió los ojos a la izquierda para encontrar la mirada fiel del Potro del Mantelete, antes de terminar en su propia mano sobre la mesa; la que sostenía el habano junto al anillo, falso como Judas, que de vez en cuando lograba colocar por mil duros -tenía varios- a algún turista incauto en los bares de Triana. Ellos dos eran su gente, su responsabilidad. El Potro, por su fidelidad más allá del infortunio. La Niña, porque el antiguo falso abogado nunca había oído cantar Capote de grana y oro como a ella, recién llegado a Sevilla, al verla en un escenario. No la conoció en persona hasta mucho después, alternando en un tablao de ínfima categoría, ya arruinada por el alcohol y los años, viva estampa de las coplas que cantaba con esa voz rota, sublime, que ponía la carne de gallina: La loba. Romance de valentía. Falsa moneda. Tatuaje. La noche del encuentro, don Ibrahim se juró a sí mismo rescatarla del olvido sin otro móvil que hacer justicia al Arte. Porque, a pesar de las calumnias del Colegio de abogados, a pesar de lo publicado en la prensa local cuando se empeñaron en meterlo en la cárcel por un absurdo diploma que a nadie importaba un carajo, a pesar de las chapuzas que se veía obligado a hacer para ganarse la vida, él no era un miserable. Don Ibrahim irguió la cabeza, ajustándose maquinalmente la cadena del reloj en los bolsillos del chaleco. El era un hombre digno, con mala suerte.

– Se trata de una simple cuestión estratégica -repitió pensativo, en voz alta, más por convencerse a sí mismo que por otra cosa, y sintió fija en él la esperanza de sus compadres. Celestino Peregil había prometido tres millones, pero quizá le sacaran más. Se decía que Peregil era peón de brega de un banquero montado en el dólar. Aquello olía a dinero, y ellos necesitaban liquidez para echar los cimientos de un viejo sueño. Don Ibrahim era hombre leído, aunque un poco por encima -de lo contrario, mal hubiera podido ejercer algún tiempo en Sevilla antes de que saltara la liebre-, y de sus lecturas atesoraba citas como oro en paño. En lo tocante a sueños, la mejor procedía de Thomas D. H. Lawrence, aquel fulano de Arabia que había escrito Lady Butterfly: los hombres que sueñan con los ojos abiertos se llevan el gato al agua, o algo así. No albergaba muchas ilusiones sobre cómo tenían los ojos el Potro y la Niña; pero eso era lo de menos. Él los mantenía abiertos por ellos.

Miró con afecto al Potro del Mantelete, que masticaba despacio una loncha de caña de lomo:

– ¿Y tú qué opinas, campeón?

El Potro siguió masticando en silencio cosa de medio minuto.

– Podemos hacerlo, creo -repuso al cabo, cuando los otros casi habían olvidado la pregunta-. Si Dios reparte suerte.

A don Ibrahim se le escapó un suspiro resignado:

– Ese es justo el problema. Con tanto cura por medio, no sé de qué parte se nos pondrá Dios.

Sonrió el Potro por primera vez aquella mañana, y lo hizo con fe. Siempre sonreía con fe y como con cuentagotas, igual que si el esfuerzo muscular fuese excesivo en su rostro machacado por los toros y los guantes de sus adversarios en el ring.

– Todo sea por la Causa -dijo.

La Niña Puñales soltó un ole bajito y tierno:


Juró amarme un hombre

sin miedo a la muerte…


Cantó a media voz, poniendo una mano sobre la del Potro del Mantelete. Desde su traumático divorcio éste vivía solo, sin familia conocida, y don Ibrahim sospechaba que amaba en silencio a la Niña, aunque sin exteriorizarlo nunca, por respeto. Ella, por su parte, apoyada en el quicio de la mancebía de sus ensueños, guardaba fielmente la memoria del hombre de ojos verdes que la seguía esperando en el fondo de cada botella. En cuanto a don Ibrahim, en materia de amores nunca había podido nadie aportar pruebas solventes; aunque a él le gustaba, en noches de manzanilla y guitarra, hablar vagamente de lances románticos en su juventud caribeña, cuando era amigo de Beny Moré -el Bárbaro del Ritmo-, y de Carafoca Pérez Prado, y del actor mejicano Jorge Negrete hasta que tuvieron unas palabras. La época en que Mana Félix, la divina María, la Doña, le había regalado el bastón de ébano con mango de plata una noche que con don Ibrahim y una botella de tequila -Herradura Reposado, un litro- fue infiel a Agustín Lara; y el flaco elegante, hecho polvo, compuso una canción inmortal para aliviarse los cuernos. Rejuvenecía la sonrisa del indiano con el supuesto recuerdo de Acapulco, de aquellas noches, de aquellas playas, María del alma. María Bonita. Y la Nina Puñales tarareaba bajito, entre caña y caña de fino y manzanilla, la canción de la que él fue seductor culpable. Y el Potro prestaba a la escena su perfil duro y silencioso, desprovisto de sombra porque ésta vagaba desorientada por la lona de los rings y el albero de plazas portátiles de mala muerte. De ese modo nadie correspondía y todos eran correspondidos en aquel singular triángulo hecho de atardeceres, humo de tabaco, vino, aplausos, playas lejanas y nostalgias. Y desde que el azar y la vida los fueron juntando en Sevilla como corchos a la deriva, los tres compadres compartían la resaca interminable de sus vidas en una pintoresca amistad, cuyo noble objeto lograron descubrir una madrugada de mucha y tranquila borrachera, sentados frente a la corriente ancha y mansa del Guadalquivir: la Causa. Algún día tendrían dinero suficiente para poner un tablao de tronío. Lo iban a llamar El Templo de la Copla , y allí harían por fin justicia al arte de la Niña Puñales, manteniendo viva la canción española.


Nena,

me decía loco de pasión…


Seguía cantando bajito la Niña. Entró en Casa Cuesta una lotera pregonando un quince mil, y don Ibrahim le compró tres décimos. Después hizo venir al camarero para liquidar la cuenta, y requirió el bastón de María Bonita y el panamá de paja blanca con aire señorial, incorporándose con dificultad mientras el Potro del Mantelete, puesto en pie como si acabara de sonar la campana, retiraba la silla de la Niña y ambos la escoltaban hacia la puerta. El billete de Hernán Cortés lo dejaron en la mesa, de propina. A fin de cuentas se trataba de un día especial. Y como dijo el Potro justificando humildemente el gasto, don Ibrahim era un caballero.


El recién llegado entró en la iglesia, y la luz que dejaba atrás, recortada en la puerta y sobre las losas del umbral, cegó a Lorenzo Quart. Eso lo hizo parpadear un momento, y cuando su retina pudo adaptarse de nuevo a la penumbra interior, don Príamo Ferro ya estaba junto a él. Entonces comprobó que era peor de lo que había imaginado.

– Soy el padre Quart -dijo, extendiendo una mano-. Acabo de llegar a Sevilla.

La mano quedó inmóvil en el vacío, ante dos ojos negros y penetrantes que la miraban suspicaces.

– ¿Qué hace en mi iglesia?

Mal comienzo, se dijo mientras retiraba despacio la mano, observando al hombre que tenía ante sí. Áspero como su voz, menudo, seco, el pelo blanco sin peinar y recortado a trasquilones, la sotana raída y llena de manchas bajo la que asomaban unos viejos zapatones que nadie se había tomado el trabajo de lustrar en los últimos cinco o seis años.

– Creí oportuno curiosear un poco -respondió con calma.

Lo más inquietante residía en el rostro, surcado en todas direcciones por marcas, arrugas y pequeñas cicatrices que le daban al párroco un aspecto atormentado, duro, igual que esas fotografías aéreas de desiertos donde se refleja la erosión, las quebraduras de la corteza terrestre, las huellas profundas de ríos desaparecidos que el tiempo ha ido tallando en la tierra y en la roca. Además estaban los ojos oscuros, agrestes, alojados al fondo de profundas cuencas desde donde observaban el mundo con muy escasa simpatía. Aquellos ojos calibraron a Quart de arriba abajo, y éste comprobó que se detenían en los gemelos de su camisa, en el corte del traje, y por fin en su rostro. Parecían escasamente complacidos con lo que estaban viendo.

– Usted no tiene derecho a estar aquí.

No había opción, comprendió Quart volviéndose hacia Gris Marsala en una demanda de ayuda que supo inútil de antemano: había asistido al diálogo sin decir esta boca es mía.

– El padre Quart vino preguntando por usted -terció ella, con desgana.

Los ojos del párroco ignoraron a la arquitecto. Seguían fijos en el visitante:

– ¿Para qué?

El enviado de Roma alzó un poco la mano izquierda, conciliador, comprobando que la mirada de su interlocutor seguía, con desaprobación, el brillo del costoso Hamilton que llevaba en la muñeca.

– Recabo información sobre este lugar -ya tenía la certeza de que el primer contacto era un fracaso, pero decidió prolongar un poco el esfuerzo. Después de todo, aquél era su trabajo-. Sería bueno que charlásemos un rato, padre.

– Yo no tengo nada que hablar con usted.

Quart aspiró aire y lo dejó escapar lentamente. Era como una penitencia que confirmara sus peores temores y, además, enlazaba con fantasmas que no le complacía revivir. Todo cuanto detestaba parecía reencarnarse ante él: la vieja condición miserable, la sotana raída, el recelo de cura de pueblo intransigente, cerril, bueno sólo para amenazar con las penas del infierno, para confesar a beatas de cuya ignorancia sólo lo separaban algunos toscos años de seminario y un poco de latín. Ésta va a ser una misión incómoda, se dijo. Muy incómoda. Si aquel párroco era Vísperas, con semejante acogida lo disimulaba de maravilla.

– Disculpe -insistió, metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar un sobre con la tiara y las llaves de Pedro impresas en un ángulo-, pero creo que sí tenemos mucho de qué hablar. Soy enviado especial del Instituto para las Obras Exteriores, y en esta carta dirigida a usted por la Secretaría de Estado están mis credenciales.

Don Príamo Ferro cogió la carta y, sin mirarla siquiera, la rasgó en dos. Los pedazos revolotearon hasta el suelo.

– Me importan un bledo sus credenciales.

Miraba a Quart desde abajo, pequeño y desafiante. Sesenta y cuatro años, decía el informe que tenía sobre la mesa, en la habitación del hotel. Veintitantos de cura rural, diez como párroco en Sevilla. Su físico habría hecho buena pareja con el Mastín en la arena del Coliseo: podía imaginárselo sin dificultad como un pequeño y peligroso reciario, el tridente en una mano y la red colgada al hombro, buscándole las vueltas al adversario mientras los grádenos reclamaban sangre. En su vida profesional, Quart había aprendido a distinguir a primera vista de qué hombre, entre varios, resulta oportuno precaverse. Y el padre Ferro era, exactamente, el oscuro parroquiano del extremo de la barra que, mientras los otros vociferan, bebe en silencio hasta que de pronto rompe una botella y te afeita en seco. Tampoco habría hecho mal papel vadeando la laguna de Tenochtitlán con el agua por la cintura y una cruz en alto. O en las Cruzadas, degollando infieles y herejes.

– Y no sé qué es eso de las obras exteriores -añadió el párroco sin apartar los ojos de Quart-. Mi superior es el arzobispo de Sevilla.

Quien, saltaba a la vista, le había preparado concienzudamente el terreno al molesto enviado de Roma. De cualquier modo, Quart no perdió la calma. Introdujo de nuevo la mano en el interior de la chaqueta para mostrar el ángulo de otro sobre idéntico al que yacía a sus pies.

– A él voy a ver, precisamente.

El párroco hizo un gesto afirmativo lleno de desdén, sin que pudiera establecerse si lo dirigía a las intenciones de Quart o a la persona de monseñor Corvo.

– Pues véalo -repuso, hosco-. Debo obediencia al arzobispo, y cuando él me ordene hablar con usted, lo haré. Mientras tanto, olvídeme.

– Vengo de Roma, expresamente enviado. Alguien reclamó nuestra intervención en esto. Lo supongo al corriente.

– Yo no reclamé nada. De todos modos, Roma está muy lejos y ésta es mi iglesia.

– Su iglesia.

– Ajá.

Quart sentía la mirada de Gris Marsala fija en ellos, a la expectativa. Adelantó el mentón mientras contaba mentalmente hasta cinco.

– No es su iglesia, padre Ferro, sino nuestra iglesia.

Lo vio quedarse un instante en silencio, mirando los dos trozos de papel en el suelo, y volver después un poco el rostro de lado sin apuntar a ningún sitio concreto, con una extraña expresión, ni mueca ni sonrisa, en el rostro lleno de marcas y cicatrices.

– En eso también se equivoca -dijo por fin, como sí aquello lo zanjara todo, y echó a andar junto a los andamios por el centro de la nave, en dirección a la sacristía.

Sangre de Dios. Violentándose a sí mismo, Quart hizo el último intento de conciliación. Deseaba libertad de conciencia a la hora de pasar las facturas que correspondiesen a cada cual. La de aquel sacerdote, se dijo reprimiendo la cólera, iba a ser de alivio. Setenta veces siete.

– Vengo a ayudarlo, padre -le dijo a la espalda del párroco; y una vez hecho el esfuerzo se sintió en paz antes de que las cosas siguieran su cauce. Con aquello saldaba lo debido a la humildad y la fraternidad eclesiástica. A partir de ahora, de soberbia a soberbia, don Príamo Ferro no iba a ser el único capaz de sentirse partícipe de la ira de Dios.

El párroco se había detenido a hacer una genuflexión al pasar frente al altar mayor, y Quart oyó una risa breve y desabrida, por completo desprovista de humor:

– ¿Ayudarme?… No sé en qué puede ayudarme alguien como usted -se había vuelto a mirarlo por última vez, incorporándose, y su voz levantaba ecos en el crucero de la nave-. Conozco bien a los de su clase… La ayuda que esta iglesia necesita es otra; y de ésa no trae en sus preciosos bolsillos. Y ahora váyase. Tengo un bautizo dentro de veinte minutos.


Gris Marsala lo acompañó hasta la puerta. Quart, que apelaba a toda la disciplina y sangre fría para no exteriorizar su despecho, escuchó sin prestar demasiada atención los esfuerzos por disculpar al párroco. Está bajo fuerte presión, resumía la arquitecto a modo de excusa. Los políticos, los bancos y el Arzobispado rondaban en torno como una manada de lobos. Sin la obstinación del padre Ferro, la iglesia estaría demolida hace tiempo.

– Puede que terminen demoliéndola, de todos modos -apuntó Quart, dejando correr un poco de inquina-. Gracias a él, y con él dentro.

– No diga eso.

Ella tenía razón. No debía decir tales cosas. No debía decirlas en absoluto, se recriminó Quart otra vez dueño de sí, respirando el aroma de azahar cuando salieron a la calle. Había un albañil trabajando con una pala junto a la hormigonera, en el rincón formado por la fachada de la iglesia en ángulo con el edificio contiguo. Quart le dirigió un vistazo distraído mientras caminaban entre los naranjos de la plaza.

– No entiendo esa actitud -dijo-. A fin de cuentas yo estoy de su parte. La Iglesia está de su parte.

Gris Marsala lo miró, irónica.

– ¿A qué Iglesia se refiere?… ¿A la de Roma? ¿Al arzobispo de Sevilla? ¿A usted mismo?… -movió la cabeza, incrédula-. No. El tiene razón, y lo sabe. Nadie está de su parte.

– No me sorprende. Parece dispuesto a buscarse todo tipo de problemas.

– Ya los tiene. Su enfrentamiento con el arzobispo es una guerra abierta… En cuanto al alcalde, amenaza con poner una querella: considera insultantes los términos en que don Príamo se refirió a él durante la homilía de la misa dominical, hace un par de semanas.

Se detuvo Quart, interesado. Aquello no figuraba en el informe de monseñor Spada.

– ¿Qué dijo?

La arquitecto moduló una sonrisa torcida:

– Lo llamó especulador infame, prevaricador y político sin conciencia -miró de reojo, a ver qué cara ponía-. Que yo me acuerde.

– ¿Suele pronunciar ese tipo de sermones?

– Sólo cuando se calienta mucho -Gris Marsala se detuvo, reflexionando un poco-. Últimamente quizá con cierta frecuencia. Habla de los mercaderes que invaden el templo, y cosas así.

– Los mercaderes -repitió Quart.

– Sí. Entre otros.

El sacerdote enarcaba las cejas, valorando el asunto:

– No está mal -concluyó-. Veo que nuestro párroco es un experto en el arte de hacer amigos.

Tiene amigos -protestó ella. Después le dio un puntapié a una chapa de cerveza para quedarse viéndola rodar-. También tiene feligreses; gente buena que viene aquí a rezar y que lo necesita. Y usted no puede juzgarlo por lo de hace un rato.

Había un punto de pasión en su voz, que por alguna razón la hacía parecer más joven. Quart negó, molesto.

– Yo no he venido a juzgar -se había vuelto a observar la deslucida espadaña de la iglesia, pero en realidad evitaba los ojos de la mujer-. Serán otros quienes lo hagan.

– Claro -se quedó parada delante, con las manos en los bolsillos de los téjanos, y a él no le gustó el modo en que lo miraba-. Usted es de los que redactan su informe y se lavan las manos, ¿verdad?… Se limita a llevar a la gente al Pretorio y todo eso. Son otros los que dicen ibi ad crucem.

Quart ironizó un gesto de sorpresa:

– No la imaginaba tan versada en los Evangelios.

– Hay demasiadas cosas que usted no imagina, me parece.

Incómodo, el sacerdote descargó el peso de su cuerpo en una pierna y luego en la otra. Luego se pasó una mano por el pelo gris cortado a cepillo. A una veintena de metros de distancia, el albañil que trabajaba junto a la hormigonera se había detenido y los miraba, apoyado en la pala. Era un joven vestido con viejas prendas militares manchadas de cal.

– Lo único que pretendo -dijo Quart- es garantizar una amplia investigación.

Todavía frente a él. Gris Marsala negó con la cabeza.

– No -ahora los ojos claros lo diseccionaban con la simpatía de un bisturí-. Don Príamo acertó el diagnóstico: usted ha venido a garantizar una limpia ejecución.

– ¿Dijo eso?

– Sí. En cuanto el Arzobispado anunció que vendría.

Quart desvió la mirada por encima del hombro de la mujer. Había una ventana y una reja con geranios, y un canario inmóvil en su jaula.

– Sólo quiero ayudar -dijo en tono neutro, y su voz le pareció de pronto la de un extraño. En ese momento sonó a su espalda la campana de la iglesia, y el canario se puso a cantar, feliz de tener compañía.

Aquél iba a ser un trabajo difícil.

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