Capítulo X El pergamino

«¿Estáis excomulgado?»


Frey Dalmau se encaminaba con paso rápido hacia las estancias del boticario. Acababa de recibir un aviso urgente de Guillem, le esperaban, pero antes deseaba hablar con Abraham y comunicarle los últimos acontecimientos. Golpeó con suavidad la puerta y entró sin esperar respuesta. El anciano judío se hallaba cómodamente sentado, con mejor aspecto, y el boticario, a su lado, se ocupaba de que tomara sus medicinas.

– ¡Buenos días a los dos! -saludó afectuosamente-. Veo que os encontráis mucho mejor, Abraham. Vuestro aspecto es formidable.

– El milagro es obra de Arnau, lo único que ha hecho estos días ha sido ocuparse de mí, desatendiendo otras obligaciones, frey Dalmau.

– ¿Alguna novedad sobre la muerte de Bernard? -intervino el boticario, sin hacer caso a la palabras de Abraham.

– Por ahora nada, Arnau, pero las cosas se están complicando. -Dalmau tomó asiento cerca de ellos, con un gesto cansado-. Debemos hablar de la seguridad de Abraham, la situación ha empeorado.

– ¿Crees que intentarán alguna cosa aquí, en la Casa? ¡Eso sería una idiotez y no creo que estén tan locos, Dalmau!

– Cálmate, amigo mío, y déjame hablar. Si te he de ser sincero, ya no sé qué pensar. Vino a verme un dominico, un tal Berenguer de Palmerola, con la inaudita excusa de que corrían rumores de que teníamos escondido a un judío en la Casa, a un judío acusado de alta traición, nada menos.

Arnau lanzó una alegre carcajada, aquello rayaba en lo cómico, aunque era posible que todo el mundo se hubiera vuelto loco. Abraham, con gesto preocupado, intervino en la conversación.

– Fray Berenguer de Palmerola era uno de mis compañeros de viaje, Arnau. Ya os he hablado de él, pero ¿de verdad cree que soy un traidor?

– No sólo eso, también que sois un peligroso asesino -respondió Dalmau-. Parece que alguien está manipulando su odio ancestral hacia vuestra raza, Abraham, alguien que le ha comunicado que pretendéis atentar contra la vida del rey de Francia.

El boticario y Arnau estaban perplejos, ambos con la boca abierta y los ojos abiertos como platos.

– Pero ¡quién iba a creerse tamaña insensatez, semejante insulto a la inteligencia! -estalló Arnau, indignado-. ¿Qué significa este disparate?

– Tranquilízate, Arnau. Deja que nuestro buen amigo termine su historia.

– Por lo que he deducido -siguió Dalmau-, el caballero francés que calienta los oídos al viejo fraile y el tripulante de vuestra nave que embarcó en Limassol son la misma persona. Y tiene un nombre: Robert D'Arlés, nuestra evanescente Sombra.

Viendo el creciente asombro de sus compañeros, frey Dalmau pasó a contarles las últimas noticias sin omitir detalle alguno.

– No entiendo qué tiene que ver este dominico en todo este asunto, la verdad, ni tampoco entiendo el interés de D'Arlés en Abraham. -El boticario estaba confundido, no conseguía establecer una relación entre los hechos.

– Es simple, Arnau, la tal Sombra se aprovecha de la ambición del fraile, pero ¿por qué ese interés en mi persona? ¿Qué se supone que desean de mí? -Abraham intentaba poner orden a sus ideas.

– Os diré lo que pienso de todo esto -intervino Dalmau-. Creo que están convencidos de que tenéis en vuestro poder algo que transportaba Bernard Guils, o que vos sabéis dónde encontrarlo. Es la única explicación que encuentro, Abraham. -No sé cómo puedes trabajar en esto, Dalmau, intrigas, conspiraciones, asesinatos, robos…

– Porque alguien tiene que hacerlo, Arnau. -Frey Dalmau parecía molesto.

– Hay algo que no logro comprender, amigos míos. -Abraham interrumpió el enfado del boticario-. Se supone que lo que transportaba Guils fue robado por D'Aubert, ¿no es así?. Entonces, ¿por qué me buscan a mí? ¿Y el traductor de griego que busca Guillem?

– Sí, tenéis razón, Abraham, pero es posible que D'Arlés quiera asegurarse de que no queda nadie con vida que tenga relación con este asunto -respondió Dalmau-. Es posible que todos los pasajeros que viajasteis juntos desde Chipre a Barcelona, os hayáis convertido en testimonios molestos. No estoy seguro de nada, pero hay que extremar las precauciones. Esta mañana, al recibir el anónimo…

– Ése es un truco muy viejo, Dalmau, una chiquillada -saltó el boticario.

– Lo sé, lo sé, pero no me gusta y mucho menos si D'Arlés está mezclado en todo esto. Quizá sólo sea una maniobra para distraer nuestra atención, caballeros, pero aun así hemos de estar preparados.

– Lamento provocaros tantas molestias. -Abraham estaba abatido, cansado de su reclusión. Su único deseo era volver a su casa, a sus libros y a su laboratorio, a pasear por su barrio y poder hablar con sus viejos amigos de la sinagoga.

– No sois vos quien nos causa inquietud, querido Abraham, nunca os agradeceremos lo suficiente todo lo que hicisteis por Bernard -respondió Dalmau al observar su tristeza.

– ¿Tienes alguna idea? -Arnau estaba nervioso.

– Sólo una, amigo mío. Para empezar, quiero que os trasladéis a mis habitaciones, en la Torre, y ahora mismo. He reforzado la guardia en las puertas y he mandado un informe urgente al comendador, comentándole las maquinaciones de fray Berenguer. No me gustan las amenazas de este fraile, y es posible que convenga que tome un poco de la misma medicina.

– ¿Crees que D’Arlés se atreverá a entrar en la Casa, Dalmau?

– No lo sé, es capaz de todo. Lo único que podemos hacer es tomar todas las precauciones posibles y estar alerta, Arnau. Y ahora he de marcharme, amigos míos, nos veremos más tarde.


Fray Pere de Tever estaba en el Oratorio, detrás de fray Berenguer. Llevaba allí una hora, arrodillado, en actitud recogida, sin perder de vista la amplia espalda de su superior que parecía dar cabezadas, cómodamente sentado en un holgado sillón. El dolor de las rodillas empezaba a molestarlo y cualquier pequeño movimiento provocaba un agudo dolor que le recorría el muslo hasta instalarse en la base de la espalda. Fray Berenguer le había ordenado que permaneciera así, de rodillas, reflexionando sobre la obediencia y la sumisión, cualidades necesarias para convertirse en un buen fraile.

– No sé en qué convento os han enseñado, pero lo han hecho muy mal. Vuestro comportamiento deja mucho que desear, hermano, y una buena ración de disciplina es lo que necesitáis.

Fray Pere había asentido, sin rechistar, a los caprichos educativos del viejo dominico. Le interesaba mostrarse sumiso y obediente, convencerlo de su absoluta falta de personalidad y carácter, y conseguir que ni tan sólo se diera cuenta de su presencia. Un hermano lego se acercó a fray Berenguer y le susurró algo al oído. Éste se levantó pesadamente, con la excitación en el rostro y, dirigiéndose al joven, le espetó:

– Podéis salir un rato al patio, tengo cosas importantes que hacer que necesitan de toda mi atención. Pero a mi vuelta, fray Pere, estaréis de nuevo aquí, en el Oratorio, exactamente igual que ahora. Espero que no os atreváis a desafiar mis órdenes, las consecuencias podrían ser terribles.

– Estaré aquí, hermano Berenguer.

El dominico se alejó mientras fray Pere le contemplaba marchar hacia las obras del templo. Esperó unos minutos, atento a cualquier presencia, y le siguió a una prudencial distancia. Los operarios habían terminado su jornada y una extraña calma flotaba entre vigas y piedras. Las vueltas de los arcos empezaban a perfilarse, encogiendo cada vez más el breve retazo de cielo que podía verse entre ellas. A lo lejos, observó cómo fray Berenguer se encontraba con el caballero francés, muy cerca del ábside poligonal de siete lados. Repentinamente, desaparecieron de su vista tras unas enormes piedras talladas, apiladas con sumo cuidado en el centro del ábside. Se apresuró tras ellos con sigilo, intentando hacer el menor ruido posible y escondiéndose entre el bosque de columnas.

Iba oscureciendo y el joven fraile se movía con precaución, inquieto ante las sombrías siluetas que la construcción arrojaba por doquier. Se persignó varias veces, temblando de miedo, hasta llegar a la pila de piedras en donde había visto desaparecer a los dos hombres. Estuvo a punto de lanzar un grito cuando uno de sus pies resbaló en el vacío, cayendo en la cuenta del boquete que se abría en el suelo. «¡La cripta!», pensó. No se le había ocurrido tenerlo en cuenta. En realidad, temía que los dos hombres hubieran desaparecido en la mismísima boca del infierno, envueltos en vapores de azufre. Era un supersticioso estúpido y cobarde, meditó sentado en el suelo, con el pie todavía colgando al abismo, y el corazón latiendo frenéticamente, provocando un estrépito que a buen seguro se oiría hasta en las cocinas del convento. «¡Dios misericordioso, dame fuerzas para seguir!»

Se asomó a la oscuridad del rectángulo perfecto, comprobando que había unos escalones de piedra. No se oía ni un murmullo, y se deslizó por el agujero hasta encontrar la seguridad del primer escalón. No tenía por qué resultar difícil. Si fray Berenguer se había metido por allí, él podría hacerlo sin ninguna dificultad. Bajó unos escalones más, agachado, siguiendo la inclinación natural del techo del pasadizo y continuó adelante. Llegó a una gran cripta vacía, con una gruesa columna en su centro, como una palmera que extendiera sus hojas a través de la piedra y se fundiera en ella. Era hermoso y tétrico a la vez, como si ambos conceptos se vieran obligados a convivir en aquel reducido espacio. Se detuvo respirando pausadamente, acostumbrando sus ojos al color de las tinieblas. Un destello de luz, a su izquierda, le guió hasta un estrecho pasadizo que salía de la cripta. Avanzó despacio, un murmullo de voces ininteligibles le llegó amortiguado, ayudándole a mantener una dirección concreta, con las manos rozando el muro hasta volver a desembocar en una nueva estancia de la que salían tres aberturas, como tres bocas de lobo abiertas. Se paró de nuevo, observando un sepulcro tallado en mármol que le sobresaltó, pero vio que estaba vacío, sin tapa que lo cubriera, esperando sin prisa a su huésped. Aguzó el oído y siguió a las voces, como Ulises seducido por los cantos de las sirenas, y a cada paso, las palabras adquirían nitidez.

– Pensaba que podía confiar en vos, fray Berenguer.

– Y podéis hacerlo, caballero, sin ninguna duda. Pero confieso que mis esfuerzos no han tenido el resultado esperado. Bien, por lo menos, hasta ahora.¡ Esos arrogantes templarios, malditos mercenarios! Espero que mi pequeña estratagema les obligue a actuar.

– ¿Estáis bromeando, fray Berenguer? ¿Acaso creéis tratar con estúpidos? Creo que sobrestimé vuestra capacidad.

– He cumplido todas vuestras órdenes, caballero, y me he esforzado en complaceros.

– Sí, mi buen amigo, en eso tenéis toda la razón. Debéis disculparme, la sola idea de que pueda ocurrirle algún percance a mi buen rey Luis provoca en mí los peores instintos. Os ruego que me perdonéis, no debí hablaros en este tono. ¿Puedo seguir contando con vuestra ayuda, amigo mío?

– Os comprendo perfectamente, caballero, y no es necesario que os disculpéis. Por supuesto que podéis contar con mi ayuda.

– Bien, eso está muy bien, fray Berenguer. Tendremos que pensar en algo convincente, el tiempo apremia.


Guillem leía los pergaminos de D'Aubert por enésima vez, en tanto Santos le observaba en silencio.

– Esto no tiene sentido -repitió el joven.

– Quizás otros se lo encontrarán, muchacho -respondió de nuevo Santos.

– Es posible que tengas razón. ¿Por qué no me dijiste antes quién eres en realidad? -La pregunta sorprendió a Santos, que lo miraba con asombro-. Estuve siguiendo a un italiano y escuché una interesante conversación, acerca de ti, entre otras cosas. Eran agentes romanos y por lo que decían deduje que sentían un venerable respeto hacia ti, incluso su jefe, al que llamaban Monseñor, pareció impresionado al oír tu nombre. Jacques el Bretón. Estaba muy interesado en que te mataran.

– ¿Tuviste el extraño placer de conocer a Monseñor? No te equivoques, ése no se impresiona por nada ni por nadie. Carece de los mecanismos necesarios para impresionarse. ¿Dónde viste a esa serpiente ponzoñosa?

Guillem le contó su aventura de la noche anterior, siguiendo al italiano llamado Giovanni, y sin poder evitar una sonrisa de triunfo al llegar al final de la historia, le explicó que se había desembarazado de su primer agente papal. Después insistió en la pregunta que no había tenido respuesta.

– ¿Por qué razón no me lo contaste? Bernard siempre te consideró su mejor amigo.

– Era mi mejor amigo, chico, pero tú ya tienes suficientes problemas.

– ¿Vas a matar a D'Arlés? ¿Tú y Dalmau vais a matarlo? -El joven parecía fascinado.

– Debes apartarte de la Sombra, no interferir. -Santos tenía el ceño fruncido, una expresión sombría-. Son viejas cuentas, viejas historias que sólo tienen sentido para dos viejos como Dalmau y yo, no tiene nada que ver contigo ni con este maldito asunto de los pergaminos. Bernard no te querría ver envuelto en este lío, te hubiera mandado a Barberá de una patada en el culo.

– ¿Por qué D'Arlés os traicionó? -El joven insistía. Jacques hizo un gesto de desagrado, el muchacho estaba demasiado inmerso en aquel drama y sería difícil apartarlo. Suspiró con resignación.

– ¿Por ambición, por avaricia, por orgullo… por el placer de hacerlo? No lo sé, chico, y a estas alturas sus motivos no me importan. Pregúntaselo a Dalmau, él siempre fue el inteligente del grupo.

Como si le hubiera oído, el sonido de una llave les avisó de la llegada de Dalmau, que apareció por la puerta con expresión expectante.

– Siento la demora, pero las cosas se están complicando. ¿A qué viene tanta urgencia?

Por toda respuesta, Guillem extendió una mano hacia la mesa donde reposaban los pergaminos. El rostro de Dalmau se iluminó.

– ¡Lo habéis conseguido!

– El chico no está seguro, Dalmau, pero son los que tenía D'Aubert en su poder. Le contó al traductor que se los había robado a Bernard. Logramos sacarle esa información al maldito bastardo de Mateo. Pero más vale que te los mires, ese imbécil no es de fiar.

– No seas tan pesimista, Jacques. Si son los pergaminos que llevaba Bernard, no hay motivo de preocupación. Nuestra misión era recuperarlos, no descifrarlos, para eso hay otros más preparados que nosotros.

– ¿Queréis decir que están en una clave secreta, frey Dalmau? -intervino Guillem.

– Le gusta preguntar -se mofó Jacques-. Será cosa de la edad.

– Eso no nos incumbe a nosotros, Guillem, y no puedo responderte porque no lo sé.

– Demasiado fácil, frey Dalmau. -Guillem no podía ocultar su desconfianza.

– ¡Demasiado fácil! ¡Han muerto personas por su causa, un goteo de sangre desde Tierra Santa! ¡Sangre de los nuestros, muchacho! ¿Cómo puedes decir algo así? -Dalmau estaba irritado, toda su alegría ante la visión de los pergaminos se había evaporado y su enojo se dirigía hacia el joven.

– Vamos, Dalmau, no te enfades con el chico. Sólo está expresando sus dudas, no hay que fiarse nunca de lo evidente, ¿recuerdas?

– ¡Tú también, Jacques!

– Cálmate y comprobarás que hay muchas preguntas sin respuesta, Dalmau, y hay una sobre todo que me inquieta. Verás, D'Arlés interrogó brutalmente a D'Aubert antes de matarlo; por lo tanto, sabía que había robado los pergaminos a Guils. Eso está claro, son los que llevaba Bernard. ¿ Estás de acuerdo hasta aquí? -Dalmau asintió con la cabeza, todavía molesto, y el gigante continuó-. Descubrió también que el traductor, Mateo, los tenía en su poder. -Jacques hizo una pausa larga, para permitir que los demás reflexionaran-. La pregunta que me hago es por qué razón D'Arlés no corrió en busca de Mateo.

– Es posible que no lograra localizarlo -saltó de inmediato Dalmau.

– Yo tardé media hora, Dalmau. Ese rufián de clérigo es un bastardo, pero no se esconde ni del obispo. Los hombres de D'Arlés le hubieran encontrado en tres segundos. Piénsalo, ese desinterés es extraño.

– ¿Estás insinuando que D'Arlés no tiene ningún interés en el traductor?

– La siguiente pregunta, frey Dalmau -intervino Guillem sin dejar que Jacques respondiera-, es el motivo de esa desidia. Sabemos que está tan interesado como nosotros y Monseñor en los pergaminos, pero no se apresura tras Mateo para arrebatárselos. ¿Por qué?

– Corrió tras él, cuando Mateo apareció por mi taberna por casualidad. Pero juraría que no se esforzó mucho en darle alcance -añadió Jacques.

– ¿De qué demonios estáis hablando? -Dalmau fue puesto al corriente de la entrevista con el clérigo y de su desenlace. Parecía preocupado y confundido. Los últimos acontecimientos se estaban precipitando de forma desordenada y confusa, y las piezas de aquel complicado rompecabezas se negaban a ocupar su lugar en el espacio. Meditó unos breves segundos y pasó a contar a sus compañeros, a su vez, la forma de las piezas que poseía: la visita de fray Berenguer y sus absurdas acusaciones, la charla con el asustado y joven fraile, y el traslado de Abraham y Arnau a sus aposentos de la Torre.

Los tres quedaron en silencio, absortos y perplejos. Jacques se sentó en una silla, estirando sus largas piernas sobre la mesa. Sus compañeros le imitaron sin decir una sola palabra. Finalmente, frey Dalmau rompió el silencio.

– ¿Sospecháis que estos pergaminos son un engaño? -Por lo menos hay que contemplar esta posibilidad, Dalmau. Dime, ¿tienes alguna idea acerca del interés de D'Arlés por Abraham?

– Sólo se me ocurre una cosa y a buen seguro, es la misma que estáis pensando vosotros. Es posible que crea que Abraham sepa o tenga algo relacionado con los pergaminos. El único nexo de unión entre el anciano y este asunto es su relación con Bernard, que estuviera a su lado en sus últimos momentos. Quizá D'Arlés cree que Guils le confió algo en su agonía.

– Si D'Arlés sospecha que éstos no son los pergaminos auténticos, es que sabe mucho más que nosotros -sugirió Guillem.

– Sí, ése es un buen principio. -Jacques parecía despertar-. Supongamos que D'Arlés ha tenido bajo vigilancia a Bernard desde el principio de este asunto, desde Tierra Santa. Supongamos que Bernard ha sido consciente de esa vigilancia a la que está sometido, y hagamos un esfuerzo para pensar en cómo lo haría Bernard en esta situación.

– Distracción -saltó Guillem-. Pondría en movimiento estrategias de distracción, concentrar la vista de los demás en el punto más alejado del objeto realmente interesante. Eso es lo que haría, desde luego.

– Estoy de acuerdo, chico. No tenemos más remedio que volver a la fuente y en esto, Dalmau, tú tienes toda la información. ¿Qué hizo Bernard desde el momento en que le entregaron los documentos?

– No lo sé -confesó Dalmau desconcertado-. Os creéis que estoy al mando de esta operación y os equivocáis. Sé casi tanto como vosotros.

– Entonces, cuéntanos este «casi», Dalmau, ¡maldita sea!

– Se le entregaron los pergaminos en San Juan de Acre y desapareció. Lo único que sé es que le esperábamos en la ciudad tres días antes de su llegada y que durante estos tres días estuvimos convencidos de que le había pasado algo grave. No era normal en Bernard una demora parecida.

– Estáis equivocado, frey Dalmau -intervino Guillem-. Yo estaba citado con él el mismo día de su llegada, no hubo atraso ni demora. Me hizo llegar un aviso una semana antes.

– Tres días -reflexionó Jacques-. No sabemos qué hizo en estos tres días y no hay tiempo de pedir información a San Juan de Acre. Podía haber estado en cualquier lugar, montando una de sus operaciones especiales.

– Quizá D'Arlés sí lo sabe -dijo Guillem en un susurro. -Si es así, vuelve a colocarse en ventaja. -Jacques se había puesto en pie, caminando a grandes zancadas por la estrecha habitación, las manos en la cabeza.

– Tengo una idea, una espantosa idea. He recordado la nota que dejó Guillem en casa del clérigo.

– Estaba pensando en lo mismo, Jacques. -Guillem le miraba fijamente, un escalofrío se había apoderado de su estómago. -¿De qué diablos estáis hablando? -Dalmau no entendía nada.

– ¿Quién está enterado de la muerte de Guils?

– Toda la Casa, Jacques, no es cosa que pueda ocultarse mucho tiempo. ¿Qué pretendéis?

– Propagar un rumor, Dalmau, y de eso sabemos mucho, ¿no crees?

La perplejidad de frey Dalmau dio paso a una certeza terrible. Observó a sus compañeros que esperaban su confirmación, su beneplácito, y en tanto recogía los pergaminos de la mesa y los ocultaba en las profundidades de su capa, se levantó, resignado, asintiendo con un golpe de cabeza.


Giovanni estaba situado detrás de unas bellas columnas, entre cascotes y material de construcción. «Iba a ser un hermoso claustro -pensó-. Todas las innovaciones de Occidente se hallaban allí, con sus arcos apuntados hacia el firmamento.» «Se acabó el arco de medio punto -reflexionó aburrido-. Todos se lanzarán a la nueva idea y destruirán para construir de nuevo… y vuelta a empezar.» Se rió de su ocurrencia, los años le estaban convirtiendo en un filósofo. Pero estaba satisfecho, había conseguido localizar al escurridizo D'Arlés sin que él se percatara, y eso significaba que aquel maldito engreído estaba realmente preocupado. Le había seguido hasta allí, donde se había reunido con aquel gordo fraile, y le había visto desaparecer por una cripta, seguro. Al maldito bastardo le encantaban los lugares lóbregos y húmedos, como una alimaña en busca de madrigueras profundas.

A1 poco rato, desde su improvisada garita de vigilancia observó, asombrado, a un joven fraile jugando a espías, saltando de columna en columna, agachándose de repente para volver a aparecer unos metros más adelante. ¿Qué demonios estaba haciendo? No pudo evitar una corriente de simpatía, estaba haciendo las mismas insensateces que un jovencísimo Giovanni había cometido años antes, y parecía estar gritando a todo pulmón: «¡Eh, perversos del mundo, aquí estoy para que me matéis con todas las facilidades!». Lo vio caer y desaparecer de la faz de la tierra. Esperaba que no se hubiera lastimado en su improvisada bajada a la cripta, no debía de ser muy alto, de lo contrario aquel fraile gordinflón hubiera sido incapaz de descender.

La cita con Monseñor se había convertido en un infierno. Su cólera había hecho temblar las paredes del palacio. «¡Tráeme a ese hijo de mala madre, estúpido inútil! ¡Quiero a D'Arlés vivo, si deseas mantener tu cuello en su lugar, Giovanni, maldito asno toscano!» Sí, quería a D'Arlés mucho más que aquellos pergaminos del demonio que medio mundo parecía buscar, y ya no podía disimularlo, estaba obsesionado con su cacería. Su pasión era peor que su cólera, mucho peor, y su despecho temible. Monseñor no olvidaba, y ésa era la gran equivocación de D'Arlés, el estúpido engreído estaba convencido de ser un encantador de serpientes, incapaz de contemplar el odio acumulado en su camino. Sí, incapaz era la palabra exacta, la soberbia le cegaba, y perecería igual, asombrado de que la muerte le tratara con tan poco respeto. Porque la maldita Sombra iba a morir, Giovanni no tenía ninguna duda al respeto, los problemas se le estaban acumulando peligrosamente.

Se agachó tras la columna con rapidez, D'Arlés y el fraile gordo salían de la cripta, enzarzados en una discusión. El dominico parecía asustado. Después de unos minutos, la Sombra emprendió una veloz carrera en dirección a las viejas murallas romanas de la ciudad y Giovanni hizo una seña a sus hombres, agazapados para que no le perdieran de vista. Esperó a que el fraile se decidiera a iniciar la marcha hacia su convento y siguió atento, con la mirada fija en el ábside. Sin embargo, nadie salió. ¿Dónde se había metido el joven aprendiz de espía?

– Lo que me pedís es imposible, caballero. Hay unos límites, no puedo implicar a mi orden en esto.

Fray Pere llegó a la estancia del sepulcro, mirando desesperadamente hacia todos lados, dudando de poder llegar a la salida sin que los otros notaran su presencia. A sus espaldas, le llegó el rumor de otra conversación.

– Como veis, padre, la columna central aguanta todo el peso; sólo nos tenéis que indicar el lugar donde deseáis que instalemos los nichos correspondientes, uno de los pasadizos.

Un terror descontrolado se apoderó del joven. Atrapado entre dos fuegos, corrió hacia la derecha, entrando en otro de los pasadizos y perdiéndose en la oscuridad, a tiempo de oír, en la lejanía, el cruce de las dos conversaciones.

– ¡Fray Berenguer, qué hacéis aquí!

– ¡Qué sorpresa, reverendo padre! Estaba enseñando nuestra hermosa obra.

Fray Pere corría en la oscuridad. El pánico ponía alas en sus pies y no paró hasta que el eco de las conversaciones desapareció. Entonces, se dejó caer en el duro y húmedo suelo de piedra, sollozando y golpeando las losas con sus puños. Tenía que avisar al anciano judío, salvarle de aquellas mentes perversas. Cuando intentó levantarse, se dio cuenta de que había perdido una de sus sandalias; uno de sus pies estaba hinchado y ensangrentado y un agudo dolor le obligó a sentarse de nuevo. Se arrastró, asustado, debía encontrar la salida, era preciso huir de aquella oscuridad que le rodeaba, pero ¿iba en la dirección correcta? La caída le había desorientado e ignoraba si se arrastraba en la dirección adecuada. «¡Dios -pensó-, ¿no estaré adentrándome en la boca de lobo?»

Fray Pere de Tever seguía pegado a la pared del estrecho pasadizo, escuchando, cuando oyó que las voces se acercaban, discutiendo. Una helada sensación de pánico le subió por la garganta. Tenía que huir de allí, retroceder. Empezó a desandar el camino, primero con cautela, después a toda velocidad, las voces se acercaban muy deprisa y fray Berenguer hablaba en voz muy alta.


Un hombre con una gran joroba y un carro se detuvo ante el portón de la Casa del Temple. Su aspecto era el de un miserable mendigo, arrastrando su sucia choza y cargando con todos los desechos humanos que encontraba en su camino. De su cuello colgaba un inmenso hueso animal de origen desconocido. Uno de los espías de D'Arlés se volvió, asqueado por la visión, estaba resultando un día pesado y aburrido, y sus pies necesitaban un merecido descanso. Y no sólo eso, el sueño le había estado venciendo en la última media hora. «¡Malditos pordioseros! -pensó-. Siempre encuentran un plato de sopa caliente aquí!» Contempló cómo el templario que estaba de guardia en la puerta discutía con aquel sucio mendigo y después, con un gesto de hastío, le abría la puerta y le dejaba entrar. «¡Se les habrá acabado la sopa con tanto miserable!», pensó, riendo y apoyándose de nuevo en el muro, dispuesto a echar una cabezadita.

Una vez dentro, el pordiosero se desprendió de su joroba con un resoplido, ante la mirada divertida del hermano cocinero. -¡Siempre logras asombrarme, Bretón!

– ¡Pero si es mi viejo amigo, el rey de los asados! ¿ Qué hacéis aquí, frey Ramón?

– Todavía vivo, si te refieres a eso, muchacho. Salí de Palestina hace un año, y aquí me tienes.

El carro que arrastraba Jacques sufrió violentas convulsiones, escupiendo harapos y restos de mobiliario. De entre los deshechos, apareció Guillem, cubierto de sacos.

– Vaya, vaya, Bretón, ahora te dedicas a los juegos de magia -exclamó riendo el cocinero.

– Algo parecido, frey Ramón. En cuanto tenga un momento, os haré una visita en la cocina. Mi estómago sigue rugiendo como siempre, pero ahora nos espera Dalmau. ¡Hasta pronto y vigilad los fogones!

– Pareces Bernard, tienes amigos en todas partes -dijo Guillem con cierta envidia, en tanto se dirigían a las habitaciones de Dalmau.

– Son los años, chico, nada más. Claro que puedes pensar que es gracias a nuestro carácter encantador -contestó Jacques con una carcajada.

Pronto llegaron a las habitaciones del tesorero en la Torre, pero su sorpresa fue mayúscula al encontrarlas completamente vacías. No había rastro de Abraham ni de Arnau.

– ¿Qué significa esto? -bramó el Bretón

– Más vale que preguntemos, Jacques. Es posible que todavía no se hayan trasladado y sigan en la estancia de frey Arnau. No pueden haber desaparecido.

En la Casa, todos estaban convencidos de que los dos ancianos seguían en las habitaciones de la Torre. Nadie los había visto salir y no podían explicarse su desaparición. Se registró la fortaleza, metro a metro. Jacques y Guillem registraron hasta en los rincones más improbables, pero Abraham y Arnau seguían sin aparecer. Los centinelas de las puertas confirmaron que nadie había salido, excepto frey Dalmau, que todavía no había regresado. En el patio de Armas, junto al pozo central, Guillem y el Bretón se miraban perplejos y asustados.

– Esto no puede estar sucediendo, chico.

– Nadie los ha visto salir de la Casa y sin embargo, se han evaporado. Es como si hubieran atravesado las paredes. -Guillem no daba crédito a lo que estaba ocurriendo.

– Esto no puede estar sucediendo -repitió Jacques, mecánicamente.


Fray Pere de Tever se había detenido de nuevo. El dolor era cada vez más intenso y cualquier movimiento lo acentuaba. Había cambiado de dirección en varias ocasiones; en una de ellas le había parecido reconocer una protuberancia de la misma piedra del muro; en otra, como si un destello de luz se moviera mas allá, delante de él. Pero eran simples espejismos, nada de lo que había intentado había dado resultado, estaba perdido en aquel laberinto oscuro y sus fuerzas se estaba agotando. Tenía mucha sed y había perdido el sentido del tiempo. Se tendió sobre la fría piedra, exhausto, sin poder avanzar ni un paso más, con las facciones marcadas por el dolor. Pensó que iba a morir allí, completamente solo, pero no le importó, desde que tenía memoria había estado solo. No recordaba el rostro de su madre por mucho que se esforzara, sólo una silueta borrosa, sin forma. No sabía dónde se encontraba y nadie podía ayudarlo, y fray Berenguer volvería a estar furioso por su ausencia. Pero ¿acaso no lo estaba siempre? ¿Qué podía importarle ahora? «Mejor, me alegro de no tener que volver a verlo», pensó un instante antes de desvanecerse.


Mateo, con evidente excitación, llenaba una bolsa. El lugar a donde les habían trasladado no le merecía ninguna confianza. Además, se preguntaba quiénes eran aquellos hombres. No les conocía, incluso Santos parecía un completo desconocido, como si se hubiera transformado en otra persona diferente. Aunque en realidad sólo le había visto en unas cuantas ocasiones, siempre vigilante en su particular atalaya de la taberna. No le habían informado de nada, aparte de que estaba en peligro, y desde luego, no les necesitaba a ellos para saber eso. Olía el peligro desde que vio a los dos muertos y el charco de sangre viscosa avanzando hacia él, como si quisiera atraparle y envolverle. Y qué decir del hombre de la ballesta. No se necesitaba ser letrado para darse cuenta de que algo le amenazaba, y no pensaba confiar en nadie, y mucho menos en Santos y en su joven amigo.

– Sería mucho mejor que te quedaras donde estás, Mateo. -La mujer había aparecido de repente, a su espalda, sin que nada le avisara de su cercanía.

– ¡Maldita sea, te he dicho cien veces que no hagas esto! ¿Qué puede importarte a ti lo que yo haga, maldita bruja?

– Creo que esos dos hombres intentan ayudarte, aunque desconozco la razón, no te mereces la ayuda de nadie. Y es cierto lo que dices: no me importa nada lo que pienses hacer ni tampoco lo que pueda ocurrirte.

Mateo se volvió con la ira reflejada en el rostro, golpeando con brutalidad a la mujer. No soportaba contemplar su cara, envejecida y arrugada, tan diferente al rostro que hacía años había conocido. Entonces era una mujer muy hermosa y muy adecuada para sus planes, durante años le había enriquecido sobradamente, pero ahora no le servía de nada, era como un pellejo vacío de todo contenido. Además, la contemplación de aquel rostro se había convertido para él en el espejo de su propia corrupción y no podía soportarlo.

Alguien se abalanzó sobre él y unas afiladas uñas se clavaron en su carne, golpeándole y mordiéndole con rabia. Mateo aulló de dolor, deshaciéndose con dificultad de su atacante y lanzándolo contra la pared. Aquella maldita chica había sido un problema desde su nacimiento y se arrepentía diariamente de no haberla ahogado el mismo día en que vino al mundo, conmovido por las lágrimas de su madre. «¡Asquerosa bruja del demonio!» Toda su cólera se dirigió hacia la joven, pateándola con dureza hasta que no pudo más, dejando un bulto informe sobre el suelo. Respiró pesadamente, si alguien le buscaba, que las encontrara a ellas, que las torturara hasta la muerte si era su gusto. ¡Jamás sabría el favor que le estaba haciendo!

Cogió la bolsa con sus pertenencias y guardó una considerable cantidad de dinero bajo la sotana. Tenía oro suficiente para huir hasta el mismo final del mundo si era necesario, nadie iba a atraparle. Ni tan sólo se dignó mirar a la mujer que seguía en el suelo, con la cabeza enmarcada en una mancha de sangre, los ojos abiertos mirando fija y obstinadamente al clérigo. La muchacha se había recuperado y se arrastraba hacia su madre, mientras un gemido sordo salía de su garganta. Mateo salió a la calle sin girarse, y desapareció por una esquina.

Giovanni se movía con cautela. La oscuridad de la cripta no representaba un problema para él, sabía perfectamente cómo orientarse. Acababa de encontrar una sandalia en el suelo, delante de una de las bocas que se abrían en la segunda sala. Siguió el pasadizo, rozando con una mano la pared de la derecha, recordando cada saliente, cada hendidura, haciendo un mapa mental del túnel en que se hallaba. De pronto, estuvo a punto de tropezar, algo le impedía el paso. Se agachó, dándose cuenta de que había encontrado al joven fraile desvanecido. Palpó el cuerpo con delicadeza, en busca del pulso, las manos expertas buscando una herida, una lesión. El joven estaba vivo aunque uno de sus pies se encontraba hinchado y casi deformado. «Una mala caída», pensó el italiano, intentando incorporar al joven, al tiempo que vertía unas gotas de agua en sus labios. Pareció despertar.

– ¡Ayudadme, ayudadme! ¿Quién sois? -Fray Pere estaba atemorizado.

– Tranquilizaos, muchacho, no temáis. No soy vuestro enemigo.

– ¡Perdido, estoy perdido!

– Calma, calma. Os habéis torcido un pie, quizás esté roto. No debéis preocuparos, os sacaré de aquí, no estáis perdido. Giovanni cargó el cuerpo del joven fraile a sus espaldas, con suma delicadeza, procurando proteger el pie dañado. Salió de la cripta tan silenciosamente como había entrado y una vez fuera, buscó su refugio tras las columnas del claustro en obras y dejó su carga sobre el suelo, apoyando a fray Pere sobre unas piedras.

– Escuchadme con atención, jovencito. Me temo que no sois consciente del peligro que corréis, pero no es una buena idea espiar a gente como ésa. Esto no es un juego. Podríais salir lastimado, mucho más de lo que estáis.

– ¿Quién sois? ¿Por qué me ayudáis? -Fray Pere despertaba de su inconsciencia.

– No soy nadie, muchacho, es mejor para vos no saber mi nombre. Y si os estoy ayudando es por la simple razón de que a mí tampoco me gusta la gente perversa, como esos dos a los que espiabais. Tened en cuenta que si uno de ellos os descubriera, vuestra vida no valdría nada, creedme. Debéis apartaros de todo esto ahora mismo. Prometedme que lo haréis.

– ¿Sois del Temple?

Giovanni le miró con afecto. Conocía la impresión que causaban las capas blancas con su cruz roja en la imaginación de los jóvenes. Caballeros cruzados sin temor a nada ni a nadie, los héroes del desierto de Judea. Era cierto, hacía mucho tiempo, él mismo había querido formar parte de la milicia templaria, pero su familia tenía otros proyectos para él, malos proyectos. Sacudió la cabeza en un intento de apartar aquellos pensamientos.

– Seré lo que queráis que sea, mi joven amigo, no es importante. Pero ahora, debemos pensar en lo que es mejor para vos. Nadie debe saber dónde os habéis perdido, y mucho menos qué estabais curioseando. Decidme, ¿cuál es el mejor lugar para que os encuentren, que no levante sospechas?

– En el patio, tras los árboles, hay un rincón que nadie visita mucho y no está lejos de donde fray Berenguer me ordenó que le esperara.

– Muy bien, eso nos conviene. Diréis que caísteis, que el dolor os hizo perder el conocimiento. De esta manera, no incurriréis en ninguna mentira.

Fray Pere sonrió. Giovanni lo cogió de nuevo y lo trasladó al lugar acordado, siguiendo las instrucciones del joven, con todas -las precauciones para no ser vistos. Una vez allí, se despidió. -Recordad lo que os he dicho, éste es un juego muy peligroso, no hagáis más tonterías heroicas. Y ahora dadme diez minutos para desaparecer y empezad a gritar pidiendo ayuda.

– ¡Esperad! No os he dado las gracias, sois mi ángel guardián.

– No lo hagáis, muchacho -contestó Giovanni con tristeza-. No me deis las gracias, no me las merezco. Nunca he salvado a nadie de nada. Apartaos de todo esto. ¡Lo habéis prometido!


Dalmau esperaba. La reunión se estaba alargando demasiado y se temía lo peor. Estiró las piernas en un gesto de dolor, tendría que recurrir de nuevo a Abraham, sus viejos huesos volvían a reclamar atención. ¡Todo había pasado tan deprisa! Como en un abrir y cerrar de ojos, sólo sus cansados huesos le advertían del paso de los años, como un aviso silencioso. Y sin embargo, Dalmau había hecho oídos sordos durante mucho tiempo, como si fuera el joven ágil y fuerte de antaño, el «caballero de los pensamientos profundos», como le llamaba Jacques, mofándose. Sonrió ante los recuerdos que se agolpaban a su memoria. «Si hay que correr, que lo haga Dahmau, no hace falta que nos cansemos todos.» Era el más rápido, le gustaba correr a toda velocidad, sintiendo la potencia de sus largos pasos, fundiéndose con el viento del sur. Bernard, el mejor jinete; Jacques, el toro más fuerte; Gilbert, su querido Gilbert, la mejor espada. Sí, el mejor equipo de todos, nadie lo había puesto en duda nunca.

Sin embargo, todo había desaparecido en unos segundos con la muerte de Bernard, nada parecía lo mismo, y el peso de los años le había caído de golpe, inopinadamente, aplastándole. La memoria era lo único vivo que sentía en su interior, lo que daba fuerzas a su cuerpo y a su mente. Todo lo demás había pasado a un segundo plano. «D'Arlés, maldito bastardo -pensó-, y yo convertido en un saco quejumbroso y dolorido.» A pesar de todo, no se permitió este pensamiento ahora.

Alguien le avisó de que le esperaban en la sala de reuniones. Se levantó, obligando a su espalda a mantener la línea recta, y entró. Tres hombres le aguardaban, sus hábitos los identificaban como miembros de su orden, y se hallaban inmersos en el estudio de los pergaminos que les había entregado.

– Sentaos, frey Dalmau, haced el favor.

– Nos habéis dicho que estos pergaminos son los que estaban en poder del traductor, de ese tal Mateo, y que fueron robados a Bernard Guils por un ladronzuelo, llamado D'Aubert.

– Exacto, señor -respondió Dalmau-. Son los que D'Aubert le entregó para su traducción.

– ¿No tenía otros documentos en su poder? -No, señor.

– Me temo, frey Dalmau, que no son los que estamos buscando.

– Ésa era también la sospecha de mis compañeros, señor. -¿Estáis seguro que son los mismos que transportaba Bernard?

– Caballeros, llegados a este punto ya no estoy seguro de nada -Dalmau suspiró profundamente-, pero hay testigos que vieron al tal D'Aubert robando en la nave y muy cerca del cuerpo de Guils en la playa. También tenemos la confesión que D'Aubert le hizo al traductor, afirmó que estos pergaminos los había robado del cuerpo de Bernard Guils. La muerte violenta del ladrón nos hizo pensar que íbamos en el buen camino. Sin embargo, tenemos la sospecha de que Bernard pudo organizar una gran operación de distracción, es posible que se diera cuenta de que estaba vigilado y creara un gran engaño para confundir al enemigo.

– Quizá tengáis razón, frey Dalmau. No hay otro remedio que volver atrás, examinar todo el asunto desde una nueva perspectiva.

– Necesitamos conocer los movimientos de Guils desde que se le entregó el transporte. Conocemos la demora de tres días. Hay que averiguar qué hizo en ese espacio de tiempo.

– Desconocemos este dato, frey Dalmau, Bernard desapareció. Tenía que embarcar en uno de nuestros navíos rumbo a Chipre, pero no se presentó. En su lugar nos mandó un aviso: nos comunicaba que se responsabilizaba de la misión y que era mejor que nadie estuviera al corriente de sus movimientos. No nos sorprendió, era muy meticuloso y desconfiado, y desde la traición de D'Arlés no se fiaba ni de nosotros. Por esta razón lo elegimos. Era el mejor de nuestros hombres y desde luego, nuestra confianza en él era ilimitada.

– Quizás escondió los auténticos pergaminos en algún lugar que sólo él conocía. -Dalmau intentaba pensar como lo hubiera hecho Bernard.

– Es posible, frey Dalmau, pero nuestra misión es hacer todo lo posible para volver a encontrarlos, no importa el tiempo que nos lleve. ¿Habéis hablado con Guillem?

– No, señor. Todavía no. Creo que es mejor solucionar este asunto primero.

– Eso puede llevarnos varias vidas, frey Dalmau. Pensad que el lugar de Bernard sigue vacío, y que preparó al muchacho para sustituirle. Sin embargo, es posible que tengáis razón. La muerte de su compañero es muy reciente. Le daremos algún tiempo y, si es necesario, otra persona se encargará de comunicárselo.

– No será necesario, señor, yo mismo lo haré dentro de un tiempo prudencial.

– Bien, frey Dalmau, esperamos estar de acuerdo con vuestra prudencia.

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